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| REFORMA Y CONTRARREFORMA 
 CAPITULO NOVENO
           
 LAS IGLESIAS DE CALCEDONIA EN EL IMPERIO OTOMANO
          Por C. A. Bouman 
 
 III 
 MONASTERIOS
          Y VIDA MONASTICA
           
           
 En la Constantinopla
          posterior a la conquista turca no se puede hablar en realidad de una vida
          monástica organizada, a excepción de la comunidad doméstica del patriarca. En
          otras partes del imperio otomano, y ciertamente en la europea, pervivieron, sin
          embargo, un gran número de monasterios durante los siglos de opresión. A menudo
          aconteció incluso que monasterios destruidos fueron reconstruidos y poblados
          de nuevo o que se fundara un nuevo monasterio. La vida monástica —en la ortodoxia
          nunca se clericalizó tanto como en Occidente— desempeña también un importante
          papel dentro de la comunidad cristiana durante los siglos XVI y XVII. Todo el
          trabajo de los monjes, y de algunos ascetas que vivían aislados, se dirige
          fundamentalmente, tanto antes como después, a la actividad eclesial, que
          constituía en idéntica medida el ideal de laicos serios.
             
 En el año 1430 la
          península de Atos, con sus monasterios de monjes, caía en poder de los turcos,
          que la convirtieron en una parte del imperio otomano. Durante el período de
          tiempo que aquí estudiamos la montaña santa como tal no recibió ningún trato de
          excepción. En lo que se refiere a los monasterios, los turcos se atuvieron a la
          teoría de que los bienes eclesiásticos de los cristianos debían ser respetados.
          Además, los nuevos dominadores confirmaron varias prerrogativas que databan del
          tiempo bizantino. Los monjes siguieron siendo en realidad dueños de la península,
          aunque no podían, evidentemente, ejercer en aquélla derechos de soberanía (que
          tampoco habían poseído anteriormente). A pesar de su desprecio por los
          cristianos, los mahometanos tuvieron a veces a través de la historia un
          sorprendente respeto precisamente por los monjes. Debemos, pues, aceptar que
          también los turcos adoptaron algunas veces una postura semejante frente a
          ellos. En todo caso el nuevo dominio de los otomanos no perjudicó notablemente
          a la comunidad de Atos. En concreto apenas se interrumpieron las relaciones con
          los eslavos del este, situados fuera del imperio. Los monjes de los diversos
          territorios rusos pasaban cortas o largas temporadas en los monasterios y
          ermitas de Atos, La única gran fundación del siglo XVI, el monasterio eslavo de
          Stavronikita, no es posible que se construyera y fuera dotado sin ayuda
          exterior.
             
 Por lo regular, los
          monjes de la montaña santa estaban exentos del pago de impuestos a la Iglesia,
          mas sólo porque el patriarca sentía un gran afecto por ellos. A pesar de esta
          buena disposición, varios monasterios tuvieron que luchar repetidamente
          durante este período con dificultades financieras. En tales casos la ayuda
          provenía, la mayoría de las veces, de Moscovia. Algunos monasterios de Atos
          tenían incluso en Moscú una pequeña residencia propia. Los rusos eran
          generosos. Sin embargo, Atos continuó siendo un centro espiritual expresamente
          ortodoxo y además un centro de gran autoridad. Cuando se proyectó elevar a
          patriarcado la sede de Moscú, se consultó a los monjes de Atos. Lo mismo
          sucedió en el siglo xvii, cuando
          el patriarca Nicón necesitó textos litúrgicos seguros para su reforma de los
          ritos.
             
 Lo más importante fue
          la influencia espiritual que tanto antes como después irradiaba de Atos. El
          gran renacimiento no tuvo lugar hasta el siglo XVIII, pero también en las centurias anteriores permanecieron vivas entre
            los monjes de Atos las antiguas y piadosas tradiciones. El santo Nil Sorski y Máximo el Griego conocieron en la montaña santa la
              tradición del hesicasmo y la trasladaron a
                Moscovia. También la introducción
                  del sistema idiorrítmico de los
                    monasterios —que luego degeneraría un poco, pero que inicialmente
                      intentó una reforma monástica fusionando
                        la vida retirada y el
                          cenobitismo— se debe, en Rusia, al ejemplo de los monjes de Atos. Conocidísimo es el escrito popular Salvación de los pecadores, del monje de Atos Agapio, que se publicó por primera vez en Venecia en 1641.
                             
 También en otras partes del imperio otomano —tanto en el insular como en el continental de Europa— subsistió
          la vida monástica. Así, el santo Vissarion (Bessarion), metropolitano de Larisa, en Tesalia, ejemplar pastor de almas
            (muerto en 1541), reconstruyó con mucho trabajo el monasterio del Redentor en las proximidades de su ciudad episcopal. La figura más atrayente de este período es santa Filetea, viuda de Atenas, que llegó a ser superiora del monasterio de monjas de san Andrés, fundado por ella. Levantó hospitales y se preocupó preferentemente de aquellas mujeres cristianas que se veían obligadas
              a vivir como esclavas entre
                los turcos (murió en 1589)
                   
 LOS PATRIARCADOS MELQUITAS BAJO DOMINIO TURCO 
 Apenas podemos
          hablar de una actividad espiritual o científica de los patriarcados melquitas
          en el siglo XV. También los ortodoxos del Oriente Medio vivieron, después de
          las cruzadas, en relativa calma. Los melquitas de Egipto, que también en esta
          época fueron oprimidos y perseguidos con diversas vejaciones, se encontraban en
          peor situación que los de Antioquia y Jerusalén. El patriarcado melquita de Antioquia constaba entonces
            de pocas y pequeñas concentraciones. Por un informe procedente de los años 1530
            al 1540, deducimos que entonces no existían en él más que unas siete iglesias
            melquitas. En estas tres demarcaciones la jerarquía se reclutaba del clero del
            país, y por tanto hablaba prácticamente el árabe. Sólo después de las
            conquistas turcas de 1516/17 se someten de nuevo los patriarcas, como en los
            siglos anteriores, a la autoridad de Constantinopla, y a la larga no se nombran
            más que patriarcas y obispos de origen «griego».
               
 En oposición a
          Constantinopla, los patriarcas de Alejandría, Antioquia y Jerusalén se atienen por lo
            regular al concilio de Florencia, hasta la época de la irrupción otomana. En 1440 el patriarca Filoteo de Alejandría
              informa al papa Eugenio IV que su nombre es mencionado en las oraciones de los
              melquitas. Poco tiempo después un metropolitano del patriarcado ecuménico hace
              vacilar a la jerarquía melquita, pero esto no constituyó más que una ligera
              interrupción de las relaciones con el Occidente latino. El archidiácono Moisés
              Giblet residió, de 1458 a 1460, en la corte del papa Pío II en Siena, para
              discutir allí, por encargo de los patriarcas melquitas, los planes de una
              cruzada (quizá en colaboración militar con el emir encargado de la
              administración de la franja costera de Beirut). El que en esta ocasión Moisés,
              por encargo de los patriarcas ortodoxos del Oriente Medio, expresase de nuevo
              la afirmación de la unidad de la Iglesia, hay que tomarlo como un lógico
              recuerdo del concilio de reconciliación, celebrado poco tiempo antes.
                 
 Después que Selim I (muerto en 1520)
          hubo sometido a la soberanía otomana los tres patriarcados melquitas, la
          situación cambió por completo. Según las normas del sistema turco, todos los
          contactos de la jerarquía con la Sublime Puerta se hacían a través de los
          patriarcas ecuménicos. En los siglos XVI y XVII varios patriarcas de Alejandría
          y Jerusalén residieron normalmente en Constantinopla. Sin embargo, en el
          patriarcado de Antioquia no llegó a triunfar jamás del todo la intencionada
            política eclesiástica de lograr una helenización. Esta situación contribuyó a
            que las tendencias de reunificación permanecieran vivas en la demarcación
            antioqueña y que, desde el último cuarto del siglo XVII, pudiera surgir allí un
            nuevo tipo de unión, de forma que actualmente los católicos melquitas de Siria
            y del Líbano constituyen la más importante agrupación católica de los cuatro
            antiguos patriarcados.
             
 EL
          PATRIARCADO MELQUITA DE ALEJANDRIA
           
 El importante papel
          que los patriarcas de Alejandría, de idioma griego (oficialmente los segundos
          en categoría: esto no lo olvidarán nunca los ortodoxos, con su veneración a los
          antiguos cánones), desempeñaron en los siglos XVI y XVII, no guarda ninguna
          relación con el insignificante puesto que tuvo en la ortodoxia la reducida
          comunidad melquita. Uno de estos patriarcas fue Pigas; también Lucaris fue
          durante años titular del patriarcado egipcio, antes de ocupar la sede episcopal
          de Constantinopla. En los primeros siglos después de la conquista turca apenas
          hubo contactos estrechos entre Roma y el patriarcado melquita del Nilo. No tuvieron
          resultado alguno las relaciones con los patriarcas Samuel y Cosmes III, en la
          primera mitad del siglo XVIII, porque el último de ellos temía claramente que
          Roma pretendiera atentar contra las tradiciones litúrgicas; mas tales
          acontecimientos pertenecen ya a otro período posterior. Los franciscanos
          italianos, que desde 1666 se establecieron en el Alto Egipto, trabajaron entre
          los coptos, cuyo número era entonces mayor que el de los melquitas. Los
          franciscanos de la custodia de los Santos Lugares, que ya antes habían fundado
          algunas residencias en Egipto con la protección francesa, se limitaron durante
          este período al cuidado espiritual de los latinos.
           
 LA
          IGLESIA DE JERUSALEN
           
 El patriarcado
          melquita de Jerusalén ofrece un clásico ejemplo de la helenificación que siguió
          a las conquistas de Selim I. A fines del siglo XVI se encarga de la dirección de esta comunidad
            cristiana la Cofradía del Santo Sepulcro, que comprende a todos los monjes
            ortodoxos de la ciudad santa y de sus alrededores. El centro lo constituyó el
            monasterio patriarcal de Jerusalén. La hermandad como tal, con sus múltiples
            relaciones y posesiones en otros lugares del Oriente ortodoxo (hasta en la
            Galizia polaca), existía ya sin duda desde mucho tiempo antes. Sin embargo,
            después que se iniciara con Germanos (1534-1579) la serie de patriarcas
            griegos, esta cofradía se convierte al mismo tiempo en el órgano eclesiástico
            más firme de la administración. La jerarquía del patriarca y el sistema de los
            «hagiotafitas» establecen una unión indisoluble. En teoría podían ser
            admitidos como aspirantes a hermanos los cristianos del país que hablaran el
            sirio o el árabe. En realidad solo eran aceptados los griegos. La consecuencia
            fue que durante largo tiempo —hasta nuestro siglo— el patriarcado ortodoxo de
            Jerusalén estuvo dominado por una minoría, excesivamente pequeña, que hablaba
            el griego.
               
 Una circunstancia que
          sin duda alguna ha contribuido a esta decisiva influencia de la hermandad de
          los hagiotafitas fue la lógica aspiración de los melquitas a ser dueños de los
          Santos Lugares (siempre habían sido ellos la gran mayoría en Jerusalén, y una
          vez terminadas las cruzadas constituyeron la parte más grande de los
          cristianos). Los continuos roces con los latinos, surgidos por este motivo,
          habían de dificultar durante siglos la aproximación entre la jerarquía
          helenizada y el clero latino de la ciudad santa. Los latinos hacían valer, en
          efecto, sus derechos a un cierto número de santuarios, sobre la base del
          acuerdo que Roberto de Anjou, rey de Nápoles, había concertado en 1333 con el sultán de Egipto. Roberto y
            su esposa donaron los santuarios a la Orden franciscana, que ya en el siglo XIII se había encargado de la «custodia
            de los Santos Lugares». En el decurso del tiempo los derechos de la custodia
            latina fueron repetidamente atacados. Así Solimán II expulsó del Cenáculo a los
            franciscanos en 1553. A los hagiotafitas les interesaba mucho arrinconar
            todavía más a los latinos. El patriarca Teófanes, que muchos años después
            declararía que estaba dispuesto a buscar una aproximación con la Iglesia de
            Roma, prometió su apoyo en 1615 a una misión jesuíta promovida por Luis XIII, a
            fin de que fundaran una residencia de la Orden en Jerusalén A las pocas semanas
              se vio claro la imposibilidad de poner en práctica este plan. También
              fracasaron los repetidos intentos que en 1621 realizara el jesuíta P. De
              Canillac. No está excluido el que el patriarca Teófanes —que pudo tener
              conocimiento de los roces que existían en otros lugares de Oriente entre los
              misioneros «latinos»— abrigara la intención de indisponer a franciscanos y
              jesuítas, y así lograr que se expulsara de la ciudad a ambos grupos, como promotores
              de disturbios.
                 
 En esta situación, la
          acción pastoral de los franciscanos de la custodia se limitó durante el
          período de tiempo que ahora reseñamos a los pocos latinos. Sólo en el siglo XIX,
          cuando melquitas convertidos al catolicismo se decidieron a aceptar el rito
          latino, creció el número de éstos. Por una parte parece que los franciscanos,
          que se irritaban por las dificultades que encontraban, no eran bien vistos por
          los melquitas griegos e indígenas, al menos en el patriarcado de Jerusalén, pues
          con los melquitas de Antioquia sostenían buenas relaciones. Por otra parte, su comportamiento
            da pruebas de una tolerancia innegable. Así, sin hacer distingos, concedieron
            durante mucho tiempo autorizaciones de matrimonios entre cristianos católicos y
            no católicos. La prohibición que el papa Urbano VIII decretara contra este
            «abuso alemán» en Oriente, creó dificultades a los sacerdotes latinos en sus
            intentos de aproximación. Por lo demás, la poco feliz
            idea, apoyada por el papa Urbano, de promover la reunificación creando nuevos
            obispados latinos en el Oriente Medio, parece que encontró también eco entre
            los franciscanos de la custodia. El anterior custodio, P. Francisco Quaresmio,
            decía entre otras cosas, en su Elucidatio Terrae Sanctae (1639), que
            era conveniente que se nombrara de nuevo un patriarca latino, residente en
            Jerusalén —deseo que se realizaría en el siglo XIX, aunque en circunstancias
            muy diferentes.
             
 LA
          ARCHIDIOCESIS AUTONOMA DEL SINAI
             
 En el año 1575 el
          sínodo del patriarcado ecuménico reconoció la autonomía del arzobispado del
          Sinaí. El arzobispo, que era al mismo tiempo hegúmenos del célebre monasterio
          de santa Catalina, fue consagrado obispo por el patriarca de Jerusalén, al que
          estaban sometidos antes los monjes y los beduinos y pescadores del contorno.
          Con sus apenas cien cristianos, este arzobispado constituye la Iglesia autónoma
          más pequeña dentro de laa ortodoxia. A pesar de esto han desempeñado un papel
          singular en las relaciones entre Oriente y Occidente. Hasta muy entrado el
          siglo XVIII los papas dirigieron escritos a los monjes de Sinaí, de los que se
          desprende claramente que eran tenidos en Roma por católicos —sin las
          formalidades que ya entonces eran usuales en las relaciones con los «sínodos»—.
          Por su parte los monjes dieron testimonio repetidas veces, en cartas que
          dirigieron a los papas, de su profundo respeto a la Sede Apostólica de Roma.
          Durante los siglos XVI y XVII —quizá también antes de este tiempo— el
          monasterio de Sinaí poseía en Mesina un metokion (una procuraduría),
          donde moraban siempre algunos monjes, que trataban a los católicos en plan de
          igualdad. La descripción del patriarcado de Jerusalén durante este período de
          tiempo hubiera resultado incompleta si no hubiéramos hecho mención de esta
          Iglesia filial. La historia del monasterio del Sinaí ofrece el ejemplo más
          concreto de cómo, junto a la constante y creciente preocupación de la
          Congregación de Propaganda por los problemas de la unión y de los unidos, podía
          subsistir la unidad de la Iglesia como algo natural y llevarse a la práctica de
          una forma no reglamentada.
           
 EL
          PATRIARCADO MELQUITA DE ANTIOQUIA HASTA MEDIADOS DEL SIGLO XVI
             
 Incluso después de la
          conquista por los turcos, los acontecimientos más importantes del Oriente Medio
          en el terreno eclesiástico se desarrollaron en el territorio del patriarcado
          melquita de Antioquia. Son muchos los factores que contribuyeron a que aquí
            antes que en ningún otro de los antiguos patriarcados se reanudasen las
            relaciones con los católicos latinos, sin que se pueda determinar, sin embargo,
            cuál de estos factores fue el más decisivo. Hasta el siglo xviii la jerarquía de los melquitas, y
            a su frente el patriarca, siguió siendo casi en su totalidad del país, y por
            ello aquí —en contraposición a Alejandría y Jerusalén— el recuerdo de las
            relaciones con la Iglesia de Roma pudo sobrevivir, a pesar del aislamiento, en
            los primeros decenios de la soberanía turca. Debemos enumerar igualmente como
            factores la proximidad de la Iglesia de los maronitas, totalmente católica,
            así como el trato con concentraciones de armenios —católicas o al menos amigas
            de la unión— en el dominio antioqueño. Puede ser verdad que las diversas
            comunidades cristianas del Oriente Medio llevasen también entonces su vida
            propia. Sin embargo, sería completamente erróneo suponer que los jerarcas, y
            también los cristianos, se desconocieran entre sí. Mayor importancia pudo tener
            el hecho de que precisamente Siria, con su franja costera libanesa, fuera el
            territorio más accesible a los occidentales. Todavía en el siglo XVII gran
            parte de las mercancías de Oriente eran transportadas por las rutas comerciales
            que acababan aquí. Se encontraban allí nada menos que tres consulados, que,
            evidentemente, se convirtieron en puntos de apoyo de la mayor parte de las
            empresas de los «misioneros latinos» (así fueron designados siempre). A los
            eventuales contactos durante el pontificado de Gregorio XIII siguieron las
            fundaciones de los clérigos, bajo el alto protectorado de Luis XIII y con la
            sanción de la Congregación de Propaganda, constituida en 1622. Esta dependía
            ciertamente para sus actividades en Oriente de las relaciones francesas, pero
            supo conservar, sin embargo, una cierta independencia frente a París —de una
            forma más clara durante los primeros cincuenta años de su existencia.
               
 Los «misioneros», que frecuentemente mantenían contactos con los obispos de los diversos ritos orientales, tuvieron un papel decisivo en el desarrollo posterior de las relaciones con el Occidente católico. Las uniones que tuvieron lugar en el territorio antioqueño a fines del período que aquí estamos tratando, fueron, sin embargo, en primer lugar, el resultado de aspiraciones que pervivían aún en aquellas Iglesias. El plan de algunos latinos de llegar a una comunidad católica unida oriental no halló desde el principio eco alguno, como tampoco el deseo de una latinización total, que fue considerada como una solución definitiva por el capuchino J. B. de Saint-Aignan, en su Theatre de la Turquie (1682). Los obispados latinos de Urbano VIII, establecidos en el Hinterland de Siria, Persia y Mesopotamia nunca correspondieron a la finalidad para la que fueran creados. Melquitas sirios occidentales de rito antioqueño, armenios y (ya desde el siglo XVI) caldeos conservaron su organización tradicional, después que se unieron a la Iglesia de Roma; esta organización hacía de ellos, también en el aspecto civil, comunidades muy cerradas —las cuales, por lo demás, sólo en el siglo XIX habían de ser reconocidas como tales por los gobiernos turco y egipcio, ya que los derechos de los unidos se habían fijado de una forma imprecisa incluso en la generalmente conocida y ya antes mencionada capitulación de 1673. En ninguno de estos casos se restableció la unidad religiosa en toda la comunidad. Junto a los grupos católicos existían otros no católicos, y por lo regular sólo los jerarcas de estas últimas agrupaciones fueron reconocidos por la Sublime Puerta como jefes de sus «naciones». 
 El patriarcado
          melquita de Alejandría era —y es— el mayor de las Iglesias de Calcedonia en el
          Oriente Medio. Al comienzo del siglo XVI existían todavía en él varios
          monasterios con numerosos monjes; en el territorio de Damasco (ciudad donde
          residía el patriarca), en la comarca montañosa del Líbano y en el «Valle de los
          cristianos» al noroeste de Homs. La Sawas-Lavra, en la demarcación de Jerusalén
          —cuyos austeros monjes cenobitas nunca habían de ser reconocidos en absoluto
          como hagiofitas—, era el único monasterio melquita que podía compararse con los
          sirios.
             
 Después del
          aislamiento que siguió a la conquista de los turcos —incluso los contactos
          entre la administración pontificia y los maronitas eran entonces muy
          irregulares—, se reanudaron las relaciones entre los melquitas antioqueños y
          los demás centros ortodoxos en tiempos de Joaquín IV, en el tercer cuarto del
          siglo XVI. El patriarca residió algún tiempo en Valaquia y entre los rutenos de
          Polonia. José Hajjar, especialista en la historia de la Iglesia oriental, dice
          que por este tiempo Joaquín (1560) dirigió un escrito a sus obispos en el que
          les prohibía toda clase de ofensas al papa y el llamar herejes a los latinos.
          En cualquier caso, tal apertura en ambas direcciones fue algo que distinguió a
          muchos jerarcas del patriarcado durante el período siguiente.
           
           IVMISION DE LEONARDO ABEL EN EL PONTIFICADO DE GREGORIO XIII
           
 
           
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