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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

 

CAPITULO NOVENO

 

LAS IGLESIAS DE CALCEDONIA EN EL IMPERIO OTOMANO

Por C. A. Bouman

 

II

 

 

TENSIONES CRECIENTES ENTRE ESLAVOS Y GRIEGOS

 

A fines del siglo XVII surgen en la Iglesia ortodoxa nuevas tensiones que complican aún más su ya difícil situación. Los turcos, que desempeñan un papel cada vez más importante en la diplomacia internacional, acuden más aún que antes a los servicios de los cristianos griegos. A pesar de los elevados impuestos y de otras extorsiones que tuvieron que soportar constantemente las escuelas griegas, éstas tienen por aquel entonces mayor prestigio que los turcas, ya que eran superiores a ellas. Los comerciantes griegos logran ampliar más y más sus empresas. Hombres de la aristocracia griega, que se distinguen de nuevo, son nombrados voívodas y hospodaros, para regir los Estados satélites turcos de Valaquia y Moldavia, naturalmente bajo el pago de respetables sumas, pero también por la gran confianza que la Sublime Puerta depositaba en ellos. De forma idéntica son también ocupadas por griegos muchas sedes episcopales en los territorios cristianos eslavos y rumanos del imperio otomano. Esto trajo como consecuencia el intento de transformar la vida cultural y eclesiástica al estilo griego. Este conato de transformación, por su parte, ha nublado hasta nuestros días las relaciones entre ortodoxos no griegos y griegos (o fanariotas —los misioneros del fanar—, como fueron llamados en la literatura hostil a los griegos). Donde fue posible, se introdujo el griego como asignatura escolar en los países antes citados, y se ordenó celebrar los actos de culto sólo en lengua griega, en vez de en eslavo antiguo o en rumano, idioma este último que se utilizaba entonces como lengua litúrgica en algunos lugares. Coincide con esto el que, por presiones de Constantinopla, el gobierno otomano suprimiera a mediados del siglo xviii los patriarcados de Ohrid y Pee, que aún existían oficialmente. Entonces muchos servios ortodoxos se escaparon hacia el Banato, que desde 1718 pertenecía definitivamente a los Habsburgo y en donde Karlowitz (Sremski Karlovci) —entonces sede del sínodo de un grupo eclesiástico de fugitivos rusos— había de constituir hasta la primera guerra mundial un importante centro ortodoxo.

 

EL PATRIARCADO DE CONSTANTINOPLA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVI

 

En el primer siglo después de la toma de Constantinopla apenas se podía hablar de contacto alguno entre la Iglesia ortodoxa del imperio otomano y la cristiandad exterior a éste. Las relaciones más importantes con Occidente las mantenían los griegos (procedentes en gran parte de las islas que por aquel entonces no habían caído aún en poder de los turcos), que habían asistido a escuelas del extranjero —en este tiempo preferentemente la Universidad de Padua—, y a veces también al Colegio Griego fundado por el papa Gregorio XIII, que a partir de 1622 recibía exclusivamente a aspirantes a las órdenes sagradas y que contó entre sus alumnos con algunos sacerdotes y obispos ortodoxos. La enseñanza en los centros griegos no volvería a resurgir hasta el siglo XVIII. En el territorio del patriarcado sólo se distinguieron algunos autores eclesiásticos, como Manuel de Corin to, que desplegó su actividad en la cancillería patriarcal por más de medio siglo (murió en 1550) y escribió algunas obras antilatinas; además el obispo Damasceno Estudites (muerto en 1577), el predicador griego más popular de aquella época. La colección de sus sermones se publicó en 1570 en Venecia, ciudad que hasta fines del siglo XIX había de ser, para ortodoxos y no ortodoxos, el centro más importante de imprentas y librerías griegas.

 

En tiempo de Jeremías II Tranos, patriarca por tres veces entre 1572 y 1595, se reanudaron definitivamente las relaciones con Occidente. En la tradición ortodoxa Jeremías figura como el patriarca más ilustre de este período. Se entregó de lleno a la formación del clero, introdujo la predicación regular y trató de poner fin a las prácticas simoníacas. Tuvo activa participación en la fundación del patriarcado de Moscú. Como luego diremos, su correspondencia epistolar con los teólogos luteranos es el hecho más destacado del primer período del contacto entre ortodoxia y protestantismo. Su comportamiento con el Occidente católico fue el menos amistoso. Se comunicó por escrito con el papa e incluso parece que estuvo dispuesto a mandar a dos de sus sobrinos al recién fundado Colegio Griego de Roma, a fin de que pudieran perfeccionar allí sus estudios eclesiásticos. La postura antipapista de los turcos, que con razón sospechaban que el papa estaba detrás de cada campaña dirigida contra ellos, impidió, naturalmente, un contacto más estrecho entre el Vaticano y Constantinopla. Por ello resulta imposible determinar hasta qué punto alentaba aún en Jeremías y en otros patriarcas el pensamiento de una aproximación en el sentido de la unión de Florencia. El hecho repetidamente mencionado en la literatura de que Jeremías no quisiera admitir el calendario gregoriano, no permite concluir nada en este sentido. Aun en un pasado muy próximo a nuestros días, la aceptación de esta reforma del calendario —cuestión de ninguna importancia doctrinal— ha producido un cisma en la Iglesia de la Grecia actual.

 

DIPLOMACIA OCCIDENTAL. EL PROTECTORADO RELIGIOSO DE FRANCIA

 

El hecho de que en tiempos de Jeremías II pudieran darse en Estambul contactos entre el patriarcado y los sacerdotes latinos es una consecuencia de los cambios habidos entretanto en la constelación política. Después de su derrota en Pavía y ya en tiempo de su prisión en España, Francisco I de Francia fue el primer príncipe europeo que estableció contactos con el sultán. De aquí nacen las relaciones de la Sublime Puerta con las potencias occidentales sobre todo con Francia—, que difícilmente se pueden calificar de intercambio diplomático, pero que a veces proporcionaron a las potencias occidentales una gran influencia, incluso sobre el destino de los cristianos que vivían bajo el dominio turco. El aspecto religioso de la diplomacia occidental encontró su expresión en disposiciones que constituían una parte de las llamadas capitulaciones. Por lo demás, estos convenios —lo mismo que los concluidos anteriormente entre los emperadores bizantinos y la república veneciana— se referían al comercio.

 

Es al parecer una leyenda que Francisco I hubiera recibido ya en 1535 una capitulación. Pero sí es cierto que en el tercer cuarto del siglo XVI le fue concedida a Francia una capitulación de este tipo. Es verdad que —aun cuando París no sintiera especial entusiasmo por ello— se habían concertado también convenios semejantes con los representantes de Inglaterra y de la república de los Países Bajos (con la primera en 1583, y con la segunda en 1612). Sin embargo, la diplomacia francesa, como poseedora del más antiguo protectorado, logró desempeñar casi siempre el papel principal. Mientras la política antihabsburguesa de Francia coincidiese con la turca, esto resultaba mucho más fácil. Además, el gobierno francés podía hacer valer también su influencia en los territorios que iban abandonando los turcos, a través del aparato consular que desde 1600 había ya establecido en Oriente. Así pudo suceder que los esfuerzos, en asuntos religiosos, de un cónsul en Siria y Líbano tuviesen más importancia a mediados del siglo XVII que los de un embajador en Constantinopla. El protectorado religioso de Francia se desenvolvió de la manera más eficaz en la antigua demarcación de la Iglesia de Antioquia.

 

Punto de partida para ulteriores convenios en cuestiones religiosas fue, especialmente, la condición que hiciera prevalecer el embajador francés Savary de Breves en la capitulación del año 1604: libertad de residencia para todos los sacerdotes «francos» (esto es, latinos) en el imperio otomano. Apoyados por la diplomacia francesa, los sacerdotes latinos interpretaron esta libertad como un derecho a extender su actividad a los cristianos de rito oriental. Como resultado de esta evolución puede considerarse la capitulación (1673) entre Luis XIV y Mahomed IV, éxito diplomático cuyo valor fue subestimado en aquel entonces. La postura de los cristianos orientales que deseaban vivir en comunidad con la Iglesia de Roma fue expuesta de manera tan poco clara en esta capitulación, que las autoridades turcas aclararon que los derechos de los católicos estipulados en ella afectaban sólo a los «francos». La situación legal de los unidos no pudo ser regulada definitivamente hasta el siglo XIX. Antes, desgraciadamente, sólo podían acogerse a la benevolencia o a la venabilidad de las autoridades locales, o, en casos más favorables, a la influencia de los protectores franceses.

 

Es evidente que los sacerdotes que podían residir en el imperio otomano gracias a los esfuerzos de Francia eran franceses: miembros de las provincias francesas de los jesuítas y capuchinos, exponentes ambos de la actividad apostólica de la Contrarreforma. Los capellanes de la embajada de Constantinopla eran escogidos entre los capuchinos. Durante un largo período del reinado de Luis XIV éstos gozaron del apoyo incondicional de su hermano en religión, el P. José, que lo mismo fue consejero de Richelieu que prefecto de la labor misional de sus hermanos de Orden —el hombre que, más que ningún otro, determinó el carácter misionero francés de la política parisina en Oriente y que supo además unir inteligentemente esta actividad con los planes «orientales» de la Congregación de Propaganda, fundada en 1622.

 

Durante el pontificado de Gregorio XIII llegaron a Constantinopla los primeros jesuítas (las fundaciones en Oriente proyectadas ya en 1553 no habían podido realizarse antes). Bajo Sixto V hubo que desistir de esta primera fundación, pero en 1609 el embajador francés ante la Sublime Puerta recibió de nuevo permiso para que los jesuítas entraran en la capital. No pasó mucho tiempo sin que circularan rumores de que los jesuítas estaban complicados en intrigas anti turcas, cuyo objetivo era lograr que los griegos, que de nuevo habían conseguido la libertad, se sometieran a la autoridad de Roma. Estos rumores se confirmaron aún más porque los jesuítas, con su actividad entre los cristianos ortodoxos, se habían conquistado muchos amigos, pero también no menos enemigos. A pesar de todo lograron, después de 1623 (esta vez con ayuda de Austria), obtener un fermán, que les concedía campo libre de acción en todo el imperio turco. De esta forma han contribuido a que no desaparecieran los obispados latinos de las Cicladas, en el mar Egeo (con las comunidades aún hoy existentes, especialmente en las islas de Syros y Naxos, esta última con sede arzobispal). Estos obispados, que habían sido organizados definitivamente en el siglo xiii, tal vez debieran su existencia a núcleos de colonizadores de Occidente, que utilizaron a la larga la lengua griega. En los últimos siglos no han existido relaciones, al menos en el terreno eclesiástico, entre estos latinos griegos y los ortodoxos griegos. Como prueba de cuán lejos se mantuvieron los católicos de estas islas de todo cuanto a ellos les parecía «oriental», se ha llamado la atención sobre el hecho de que los textos griegos de los devocionarios populares estaban impresos hasta bien entrado el siglo XIX en caracteres latinos.

 

Sin embargo, puede preguntarse si la separación fue tan radical en el siglo XVII como lo sería posteriormente. En islas completamente ortodoxas del archipiélago no era raro en el período que aquí estamos reseñando que el clero griego concediera a capuchinos y jesuítas libertad absoluta para predicar y confesar, una práctica de communicatio in sacris que revela, más que cualquier otro comportamiento oficial, cuán fácilmente se establecieron los primeros contactos (aunque no se pudiera hablar de una unión formal). Naturalmente, tales situaciones de excepción sólo eran posibles en regiones donde los jerarcas ortodoxos no hacían caso de la reiterada prohibición del patriarcado, según la cual no se permitía a los griegos relacionarse con los latinos ni estudiar en las escuelas latinas del extranjero.

 

PRIMEROS CONTACTOS CON TEOLOGOS PROTESTANTES

 

En el año 1559 llegó a Wittenberg el diácono griego Demetrio Misos, quien, por encargo del patriarca Joasaf, debía orientarse sobre el nuevo movimiento religioso. Melanchton sostuvo largas conversaciones con él, y al partir le entregó una traducción de la Confesión de Augsburgo junto con un escrito redactado en griego clásico para el patriarca; en él señalaba cuánto coincidían las tradiciones ortodoxas con la vida cristiana de las jóvenes Iglesias territoriales alemanas, ajustada a la pura doctrina del Evangelio, en oposición a «las supersticiosas leyes del culto hecho por ellos mismos, inventado por los incultos monjes latinos, en desacuerdo con los mandamientos de Dios». El patriarca no reaccionó ante esto. Evidentemente, como cabeza de la Iglesia ortodoxa, se sintió poco inclinado a dejarse enseñar por los protestantes alemanes. Tampoco Jeremías II cambió de opinión cuando, bajo su patriarcado, se estableció el segundo contacto. En esta ocasión el teólogo de Tubinga y predicador de la legación, Esteban Gerlach, dio el primer paso, al entregar de nuevo al patriarca, en 1575, una traducción griega de la Confesión de Augsburgo. Con esto se inició un largo intercambio, que duró años, de tratados teológicos y de memorandos, todos los cuales fueron rechazados sin más por el patriarca. En su contestación (1576), que constaba de 21 capítulos —desde 1582 ha sido traducida y publicada en Occidente varias veces—, Jeremías II llegaba a la conclusión de que luteranismo y ortodoxia eran inconciliables en sus puntos básicos. A Gerlach y a otros luteranos, que, al igual que Lutero, habían creído encontrar un cristianismo más auténtico en la Iglesia oriental, les desilusionó en sumo grado este primer encuentro con la ortodoxia. Sacaron la conclusión de que los griegos no eran superiores a los papistas ni en doctrina ni en religiosidad.

 

El proceder de Jeremías II no fue realmente una excepción. Semejantes manifestaciones de la doctrina ortodoxa —con las usuales alusiones antilatinas— se encuentran también en los escritos de dos destacados teólogos griegos de esta época: Melecio Pigas, que murió siendo patriarca de Alejandría, y Gabriel Severo, que fue la cabeza de la Iglesia griega en Venecia (muerto en 1616), y cuyos trabajos de teología escolástica y tratados polémicos han sido citados durante largo tiempo por autores de Occidente

 

TENDENCIAS CALVINIZANTES DEL PATRIARCA CIRILO LUCARIS

 

Más importante que los contactos citados es la confrontación de la Reforma con la ortodoxia, a la que va unido el nombre de Cirilo Lucaris. Este había nacido en Creta en 1572. Estudió en las escuelas de Venecia y Padua, y después de ser ordenado sacerdote, en el verano de 1596, por su pariente el patriarca Melecio Pigas, fue enviado a Polonia para impedir, como exarca de esta nación, la unión de Brest-Litowsk, o al menos trabajar en contra de la misma. Durante sus seis años de residencia en Polonia tuvo repetidos contactos con los protestantes, principalmente con los calvinistas. No está excluido el que participase en los planes del príncipe Ostrogskij, quien pretendía establecer en Polonia-Lituania una unión entre protestantes y ortodoxos. De 1602 a 1620 fue sucesor de Melecio, patriarca de Alejandría. De este tiempo data una carta suya al papa Pablo V (1608), cuyo original se ha conservado, y en la que dice que quisiera vivir bajo la autoridad de Roma. Unos años más tarde entró en contacto epistolar con el arzobispo Abbot de Canterbury. En estas cartas se lamentaba de que la persecución de los turcos fuese menos peligrosa que los manejos de los latinos, los cuales intentaban someter a los griegos a la soberanía del papa. Tales contradicciones caracterizan toda su conducta ulterior.

 

A propuesta del arzobispo Abbot, Cirilo mandó a Oxford a Mitrófanes Critopoulos, a fin de que estudiara allí unos años de teología. (Con esto no se terminan aún las relaciones con Inglaterra. En 1628 el patriarca regala a Carlos I el Códice Alejandrino, biblia manuscrita griega del siglo V, que ahora se encuentra en el Museo Británico.) A partir de 1624 Mitrófanes pasa algunos años en diversas universidades protestantes de Alemania; redacta allí, en 1625, un escrito confesional, ortodoxo en todos los puntos principales, y luego, siendo obispo y patriarca de Alejandría, defenderá, en contra de las intenciones de Lucaris, la doctrina tradicional.

 

Las dificultades comienzan propiamente después de ser Cirilo elegido patriarca ecuménico en 1620 (¿por segunda vez?). Cirilo, que ya antes había residido repetidas veces en Constantinopla, mantuvo el intercambio epistolar con los protestantes de Occidente —especialmente a través de Cornelio de Haya, ministro plenipotenciario de los Estados Generales de Holanda—, quienes enviaban al culto patriarca las obras teológicas más recientes. Tampoco él ocultó su amistad con los representantes de las dos más importantes naciones protestantes, Inglaterra y Holanda. De las cartas que se han conservado se deduce que Lucaris, ya cuando era patriarca de Alejandría, sostenía ideas que no concordaban con la ortodoxia tradicional. Después de la deposición de Cirilo en 1623, el embajador francés Césy escribía abiertamente a Luis XIV que el patriarca había tratado «d’etablir le calvinisme dans la Gréce et dans toutes les partes orientales».

 

La llegada de Antonio Légers, que en 1628 fue predicador de la embajada holandesa, precipitó el ulterior desarrollo. Al año siguiente, en 1629, apareció, probablemente en Ginebra, bajo el nombre de Cirilo Lucaris, el texto latino de un escrito confesional en 18 artículos, de fondo claramente calvinista, que al poco tiempo se extendió por toda Europa en diferentes traducciones. El carácter calvinista de este escrito lo muestran claramente artículos como el de la Escritura como única fuente de la doctrina de la Iglesia, el de la justificación y reprobación según la fórmula de los contrarremostrantes, el de justificación por la sola fe, el de la falibilidad de la Iglesia, el del reconocimiento de sólo dos sacramentos instituidos por Cristo, el de la presencia de Cristo en la eucaristía, que se realiza en la comunión por la fe y no por una invención como la transusbtanciación. (En la edición greco-latina, Ginebra 1633, se encuentran aún cuatro preguntas más y sus respuestas: la Escritura debe ser leída por todos los fieles; la Escritura es entendida por todos los que hayan renacido por el Espíritu Santo y estén iluminados por él; se rechazan los libros «apócrifos» de la Biblia; se permiten las imágenes de los santos, pero no su veneración.)

 

Muchos han considerado este sorprendente documento como una mixtificación, y esta idea se encuentra muy extendida entre los ortodoxos aun en nuestros días. Pero hoy no puede existir ya la menor duda de que el documento se debió a la pluma de Cirilo Lucaris. En cartas a los amigos hablaba ampliamente sobre la impresión que en amplios sectores había producido su escrito. Además, el autógrafo, indiscutiblemente auténtico, que había servido de base a la edición del texto griego del año 1633, se conserva aún en Ginebra. El patriarca tampoco se preocupó jamás de contradecir tal obra o de distanciarse de ella. Cuando se dirigía a los preocupados ortodoxos, se limitaba sólo a atestiguar de modo general su ortodoxia. En torno a Cirilo se formó un reducido grupo de partidarios —entre otros el obispo Neófito, que en 1636/7, antes del último período de Lucaris, fue patriarca por corto período de tiempo— que no ocultó en modo alguno sus simpatías por los reformados, y que, al igual que Cirilo, tenía amigos entre los embajadores de los Estados no católicos.

 

Sin embargo, Cirilo siguió cumpliendo todas las funciones que llevaba consigo su patriarcado, y durante su mandato tuvo lugar incluso la canonización más conocida de este período: la del monje y ermitaño Gerásimo el Joven (muerto en 1579). Mientras no poseamos nuevos datos, nos resulta casi imposible dar un juicio positivo sobre Cirilo y su acción. En todo caso nos enfrentamos aquí con la actuación sumamente personal de un hombre enérgico y formado, que sin buscar (¿o acaso sin poder encontrar?) apoyo en la gente que le rodeaba, adoptó una postura cada vez más crítica frente a las prácticas ortodoxas de su tiempo. ¿Hasta qué punto fue él mismo consciente de que abandonaba realmente la ortodoxia tradicional? Esta es ya una de las muchas preguntas a la que, a la vista de las escasas cartas y datos que poseemos, no podemos dar una respuesta satisfactoria. O también: ¿Cuál fue el papel que desempeñaron sus amigos protestantes?; o ¿qué circunstancias contribuyeron después del período de estudios de Cirilo en Italia a su postura desusadamente antilatina? El caso aislado de Lucaris no es sólo un problema religioso, sino más bien un problema psicológico.

Los diplomáticos franceses, apoyados esta vez excepcionalmente por el representante del emperador, hicieron todo lo posible por contrarrestar las influencias inglesa y holandesa de aquel tiempo ante la Sublime Puerta. Todo esto, naturalmente, en inteligencia con el Vaticano. También encontraron apoyo para sus intentos en los obispos y dignatarios griegos con los que estaban en contacto los «misioneros» latinos. Algunos de aquéllos lograron que se les reconociera como patriarcas: tales, Cirilo II Contaris de Berrhoia (tres veces sucesor de Lucaris) y Atanasio II Patellaros (durante algunos meses del año 1634). Según una idea ortodoxa tradicional, las repetidas deposiciones de Cirilo se compraron con el pago de sumas de dinero extraordinariamente altas incluso en el Estambul de aquel tiempo. Además, se dice que se le denunció ante la Sublime Puerta como promotor de un inesperado ataque de los cosacos. En cualquier caso, también en la última deposición del patriarca, en junio de 1638, poco después de que el residente holandés hubiera sido despedido, pudieron intervenir los ministros de los Estados católicos y sus adictos. Cirilo fue reducido a prisión y días después ejecutado. Su cadáver fue arrojado al mar, pero unos pescadores lo encontraron. Finalmente sus restos mortales fueron enterrados en la iglesia de Panagia, en la isla de Calcis en mar de Mármara, donde en 1844 se fundó la actual escuela teológica del patriarcado. Como ha expuesto el historiador católico Baus, no está demostrado que los jesuítas intervinieran en absoluto en la ejecución de Lucaris.

Pero bien pudieron haber contribuido los «misioneros» latinos a que fuera nombrado de nuevo patriarca Cirilo Contaris, hombre ambicioso y de pocos escrúpulos.

 

En oposición al patriarca Atanasio Pantellaros, que a pesar de sus relaciones con los latinos nunca quiso someterse a la autoridad de Roma, Cirilo había comunicado al superior de los capuchinos, ya unos años antes de su última aparición en escena, que deseaba entrar en comunión con la Sede Apostólica. A causa de esta promesa, el papa Urbano VIII le había asegurado, a través del embajador austríaco Schmid, una subvención de cuatro mil táleros. En diciembre de 1638 —conforme al procedimiento entonces en uso—firmó Cirilo en efecto el credo que le remitió la Propaganda. No es probable que los latinos tuvieran grandes esperanzas en este patriarca, católico en secreto. Ciertamente, unos meses después de la muerte de Lucaris había convocado un sínodo para condenar tanto a la persona de su antecesor como su doctrina, pero el autoritario Contaris no poseía cualidades personales suficientes y era además demasiado partidista —fue acusado públicamente de asesinato— para poner fin a la confusión reinante. A principios de 1639 él mismo fue asesinado.

 

LOS ESCRITOS CONFESIONALES ORTODOXOS DEL SIGLO XVII

 

El episodio calvinista estuvo tan estrechamente ligado a la personalidad y actividad de Lucaris, que las tendencias heterodoxas no tenían probabilidades de éxito después de su muerte. Sin embargo, durante cierto tiempo se mantuvo la intranquilidad también en el resto de los patriarcados ortodoxos. Esta creció aún más con la discusión sobre el problema de si la obra incriminada había sido redactada en realidad por el patriarca o publicada por otros en su nombre: por los calvinistas, para llevar a su orientación al patriarca y con él a la ortodoxia, o por los jesuítas, que buscaban comprometer a Cirilo y precipitar su caída. Este dubium facti se dio especialmente en Ucrania y en los países vecinos, donde el protestantismo —precisamente en su forma calvinista— era considerado como un peligro permanente, tanto por los ortodoxos como por los católicos. En el año 1640 el metropolitano ortodoxo de Kiev, Pedro Mogila, escribía en latín su Confesión ortodoxa, obra que ha quedado como la respuesta clásica y más conocida de la ortodoxia a las tendencias de Lucaris. Este extenso escrito está redactado como un catecismo, con preguntas y respuestas; su división principal (una división tripartita, como la presentada también por el Compendium doctrinae christianae de Pedro de Soto, que trata del credo niceno y de los sacramentos, de la oración del Señor y las bienaventuranzas, de las obras de misericordia y los mandamientos), así como otras particularidades, han sido tomadas de los escritos católicos de la Contrarreforma, sobre todo del Gran Catecismo de Pedro Canisio. En las discusiones celebradas en Jasi (Moldavia) en el año 1642, teólogos del patriarcado ecuménico y de Kiev aceptaron el escrito sinodal de Constantinopla del mismo año y la Confessio de Pedro Mogila, como expresión correcta de la doctrina tradicional. En esta ocasión Melecio Sirigos, el más destacado teólogo griego del período que siguió a Eucaris, tradujo al griego el catecismo de Mogila. Fueron cambiados algunos pasajes que a los griegos les parecían demasiado latinos. La fórmula de Mogila acerca del carácter exclusivamente consacrante de las palabras del Señor en la eucaristía fue sustituida, en el sentido del pensamiento ortodoxo más corriente, por una breve exposición sobre la significación consacratoria de la invocación al Espíritu Santo que sigue a esas palabras. En lugar de las palabras del texto original acerca de un eventual estado purgativo después de la muerte —naturalmente sin fuego—, figura la negación absoluta de que los difuntos puedan aún expiar (sufriendo «pasivamente» el dolor, como pensaban Mogila y los teólogos católicos). Por lo demás, se añade que la Iglesia tiene derecho a ofrecer un sacrificio incruento y rogar por ellos.

 

Prescindiendo de estos cambios, la redacción griega de la Confessio ortodoxa de Mogila tiene el cuño indudable de las influencias latinas que el metropolitano de Kiev, nada amigo por lo demás de la unión, había recibido. Es falso afirmar que Melecio Sirigos tachara todos los temas y giros tomados de la teología latina. Exceptuando aquellos casos en que se trataba de opiniones discutidas, también los teólogos griegos ortodoxos de este período, hasta muy entrado el siglo XVIII —pues después el estudiar en Italia fue algo raro—, empleaban argumentos que les eran conocidos por el sistema escolástico aprendido en sus años de formación en escuelas latinas. Es cierto, sin embargo, que la teología de Pedro Mogila (posiblemente realizó sus estudios en Polonia) presenta muchos elementos latinos, también al hablar de temas a cuyas netas formulaciones no se atrevían a llegar de ordinario los autores ortodoxos. Así encontramos en él, entre otras, explicaciones sobre el estado de inocencia en el paraíso, sobre el pecado original, sobre la diferencia entre pecados mortales y veniales, sobre la expiación de la pena temporal después de la confesión y sobre el juicio particular, explicaciones que coincidían completamente con las que en aquellos tiempos podían leerse en escritos católicos. En una sesión del sínodo de Constantinopla, después de los coloquios de Moldavia del año 1642, un partidario de Lucaris pudo poner en duda el valor de la Confessio ortodoxa de_ Mogila, al indicar que en la versión de Melecio Sirigos, que fue aducida como documento de la doctrina ortodoxa, aparecía una traducción literal al griego de la palabra latina transsubstantiatio, neologismo completamente desconocido en la terminología ortodoxa. Esta objeción fue rechazada sin más.

 

A pesar del significado que se dio a la Confessio del metropolitano de Kiev, ésta se mantuvo hasta 1667, en que apareció impresa la traducción griega de Sirigos (en Amsterdam o en Leiden, y ciertamente a cargo de Holanda). Sin razón alguna se ha catalogado, en la literatura correspondiente, la obra de Mogila entre los escritos simbólicos de la ortodoxia. Ha estado vigente de modo general hasta muy entrado el siglo xix, tanto en los antiguos patriarcados como también en el de Kiev-Moscú (aquí al menos mientras subsistió la influencia de la escuela de Kiev). Pero también su redacción griega era demasiado «latina» para conservar esta fama después de que los medios ortodoxos, ya en contacto con el renacimiento de la antigua espiritualidad, tuvieron conciencia de sus propios valores teológicos. Lo mismo podemos decir del conocido escrito que llevó el mismo nombre de Confessio, debido a la pluma del patriarca de Jerusalén Dositeo II Notaras (1672), procedente de la época en que éste dirigió el último de la serie de sínodos celebrados contra la doctrina de Lucaris. El hecho de que la historia de los centros ortodoxos del imperio otomano se haya distinguido durante gran parte del siglo XVII por su oposición a Lucaris, demuestra que la heterodoxia de este patriarca fue una experiencia extraordinariamente perturbadora más que el que este inesperado encuentro con el protestantismo de matiz calvinista constituyera un peligro real durante decenios.

 

III

MONASTERIOS Y VIDA MONASTICA