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| REFORMA Y CONTRARREFORMA 
 CAPITULO NOVENO
           
 LAS IGLESIAS DE CALCEDONIA EN EL IMPERIO OTOMANO
          Por C. A. Bouman 
 II 
 
 TENSIONES CRECIENTES ENTRE ESLAVOS Y GRIEGOS
           A fines del siglo XVII surgen en la Iglesia ortodoxa nuevas tensiones que complican aún más su ya difícil situación. Los turcos, que desempeñan un papel cada vez más importante en la diplomacia
          internacional, acuden más aún que antes a los servicios de los cristianos griegos. A pesar de los elevados
            impuestos y de otras extorsiones que tuvieron que soportar constantemente las escuelas griegas, éstas tienen por aquel entonces mayor prestigio que los turcas,
              ya que eran superiores a ellas. Los comerciantes griegos logran ampliar más y más sus
                empresas. Hombres de la aristocracia griega, que se distinguen de nuevo, son nombrados
                  voívodas y hospodaros, para regir los Estados satélites turcos
                    de Valaquia y Moldavia, naturalmente bajo el pago de respetables sumas, pero
                    también por la gran confianza que la Sublime Puerta depositaba en ellos. De
                    forma idéntica son también ocupadas por griegos muchas sedes episcopales en los
                    territorios cristianos eslavos y rumanos del imperio otomano. Esto trajo como
                    consecuencia el intento de transformar la vida cultural y eclesiástica al
                    estilo griego. Este conato de transformación, por su parte, ha nublado hasta
                    nuestros días las relaciones entre ortodoxos no griegos y griegos (o
                    fanariotas —los misioneros del fanar—, como fueron llamados en la literatura
                    hostil a los griegos). Donde fue posible, se introdujo el griego como asignatura
                    escolar en los países antes citados, y se ordenó celebrar los actos de culto
                    sólo en lengua griega, en vez de en eslavo antiguo o en rumano, idioma este último que
                      se utilizaba entonces como lengua litúrgica en algunos lugares. Coincide con
                      esto el que, por presiones de Constantinopla, el gobierno otomano suprimiera a
                      mediados del siglo xviii los
                      patriarcados de Ohrid y Pee, que aún existían oficialmente. Entonces muchos servios ortodoxos se escaparon hacia el Banato, que
                        desde 1718 pertenecía definitivamente a los Habsburgo y en donde Karlowitz
                        (Sremski Karlovci) —entonces sede del sínodo de un grupo eclesiástico de fugitivos
                        rusos— había de constituir hasta la primera guerra mundial un importante centro
                        ortodoxo.
                         
           EL
          PATRIARCADO DE CONSTANTINOPLA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVI
                 
           En el primer siglo
          después de la toma de Constantinopla apenas se podía hablar de contacto alguno
          entre la Iglesia ortodoxa del imperio otomano y la cristiandad exterior a éste.
          Las relaciones más importantes con Occidente las mantenían los griegos
          (procedentes en gran parte de las islas que por aquel entonces no habían caído
          aún en poder de los turcos), que habían asistido a escuelas del extranjero —en
          este tiempo preferentemente la Universidad de Padua—, y a veces también al Colegio Griego fundado por el
            papa Gregorio XIII, que a partir de 1622 recibía exclusivamente a aspirantes a
            las órdenes sagradas y que contó entre sus alumnos con algunos sacerdotes y
            obispos ortodoxos. La enseñanza en los centros griegos no volvería a resurgir
            hasta el siglo XVIII. En el territorio del patriarcado sólo se distinguieron
            algunos autores eclesiásticos, como Manuel de Corin
              to, que desplegó su
                actividad en la cancillería patriarcal por más de medio siglo (murió en 1550)
                y escribió algunas obras antilatinas; además el obispo Damasceno Estudites
                (muerto en 1577), el predicador griego más popular de aquella época. La
                colección de sus sermones se publicó en 1570 en Venecia, ciudad que hasta fines del siglo
                  XIX había de ser, para ortodoxos y no ortodoxos, el centro más importante de
                  imprentas y librerías griegas.
                     
 En tiempo de Jeremías
          II Tranos, patriarca por tres veces entre 1572 y 1595, se reanudaron
          definitivamente las relaciones con Occidente. En la tradición ortodoxa Jeremías
          figura como el patriarca más ilustre de este período. Se entregó de lleno a la
          formación del clero, introdujo la predicación regular y trató de poner fin a
          las prácticas simoníacas. Tuvo activa participación en la fundación del
          patriarcado de Moscú. Como luego diremos, su correspondencia epistolar con los
          teólogos luteranos es el hecho más destacado del primer período del contacto entre
          ortodoxia y protestantismo. Su comportamiento con el Occidente católico fue el
          menos amistoso. Se comunicó por escrito con el papa e incluso parece que estuvo
          dispuesto a mandar a dos de sus sobrinos al recién fundado Colegio Griego de
          Roma, a fin de que pudieran perfeccionar allí sus estudios eclesiásticos. La
          postura antipapista de los turcos, que con razón sospechaban que el papa estaba
          detrás de cada campaña dirigida contra ellos, impidió, naturalmente, un
          contacto más estrecho entre el Vaticano y Constantinopla. Por ello resulta
          imposible determinar hasta qué punto alentaba aún en Jeremías y en otros
          patriarcas el pensamiento de una aproximación en el sentido de la unión de
          Florencia. El hecho repetidamente mencionado en la literatura de que Jeremías
          no quisiera admitir el calendario gregoriano, no permite concluir nada en este
          sentido. Aun en un pasado muy próximo a nuestros días, la aceptación de esta
          reforma del calendario —cuestión de ninguna importancia doctrinal— ha producido
          un cisma en la Iglesia de la Grecia actual.
               
           DIPLOMACIA OCCIDENTAL. EL PROTECTORADO RELIGIOSO DE FRANCIA
                 
           El hecho de que en tiempos de Jeremías II
          pudieran darse en Estambul contactos entre el patriarcado y los sacerdotes latinos es una consecuencia de los cambios
            habidos entretanto en la constelación política. Después de su derrota en Pavía y ya en tiempo de su prisión en España, Francisco I de Francia fue el
              primer príncipe europeo que estableció contactos con el
                sultán. De aquí nacen las relaciones de la Sublime
                  Puerta con las potencias occidentales —sobre todo con
                    Francia—, que difícilmente se pueden calificar de intercambio diplomático, pero
                    que a veces proporcionaron a las potencias occidentales una gran influencia,
                    incluso sobre el destino de los cristianos que vivían bajo el dominio turco. El
                    aspecto religioso de la diplomacia occidental encontró su expresión en
                    disposiciones que constituían una parte de las llamadas capitulaciones. Por lo
                    demás, estos convenios —lo mismo que los concluidos anteriormente entre los
                    emperadores bizantinos y la república veneciana— se referían al comercio.
                       
 Es al parecer una
          leyenda que Francisco I hubiera recibido ya en 1535 una capitulación. Pero sí
          es cierto que en el tercer cuarto del siglo XVI le
          fue concedida a Francia una capitulación de este tipo. Es verdad que —aun
          cuando París no sintiera especial entusiasmo por ello— se habían concertado
          también convenios semejantes con los representantes de Inglaterra y de la
          república de los Países Bajos (con la primera en 1583, y con la segunda en
          1612). Sin embargo, la diplomacia francesa, como poseedora del más antiguo
          protectorado, logró desempeñar casi
            siempre el papel principal. Mientras la política antihabsburguesa de Francia
            coincidiese con la turca, esto resultaba mucho más fácil. Además, el gobierno
            francés podía hacer valer también su influencia en los territorios que iban
            abandonando los turcos, a través del aparato consular que desde 1600 había ya
            establecido en Oriente. Así pudo suceder que los esfuerzos, en asuntos
            religiosos, de un cónsul en Siria y Líbano tuviesen más importancia a mediados
            del siglo XVII que los de un embajador en Constantinopla. El protectorado
            religioso de Francia se desenvolvió de la manera más eficaz en la antigua
            demarcación de la Iglesia de Antioquia.
               
 Punto de partida para
          ulteriores convenios en cuestiones religiosas fue, especialmente, la condición
          que hiciera prevalecer el embajador francés Savary de Breves en la capitulación
          del año 1604: libertad de residencia para todos los sacerdotes «francos» (esto
          es, latinos) en el imperio otomano. Apoyados por la diplomacia francesa, los
          sacerdotes latinos interpretaron esta libertad como un derecho a extender su
          actividad a los cristianos de rito oriental. Como resultado de esta evolución
          puede considerarse la capitulación (1673) entre Luis XIV y Mahomed IV, éxito diplomático
            cuyo valor fue subestimado en aquel entonces. La postura de los cristianos
            orientales que deseaban vivir en comunidad con la Iglesia de Roma fue expuesta
            de manera tan poco clara en esta capitulación, que las autoridades turcas
            aclararon que los derechos de los católicos estipulados en ella afectaban sólo
            a los «francos». La situación legal de los unidos no pudo ser regulada
            definitivamente hasta el siglo XIX. Antes, desgraciadamente, sólo podían
            acogerse a la benevolencia o a la venabilidad de las autoridades locales, o,
            en casos más favorables, a la influencia de los protectores franceses.
               
 Es evidente que los
          sacerdotes que podían residir en el imperio otomano gracias a los esfuerzos de
          Francia eran franceses: miembros de las provincias francesas de los jesuítas y
          capuchinos, exponentes ambos de la actividad apostólica de la Contrarreforma.
          Los capellanes de la embajada de Constantinopla eran escogidos entre los
          capuchinos. Durante un largo período del reinado de Luis XIV éstos gozaron del
          apoyo incondicional de su hermano en religión, el P. José, que lo mismo fue
          consejero de Richelieu que prefecto de la labor misional de sus hermanos de
            Orden —el hombre que, más que ningún otro, determinó el carácter misionero
            francés de la política parisina en Oriente y que supo además unir
            inteligentemente esta actividad con los planes «orientales» de la Congregación
            de Propaganda, fundada en 1622.
               
 Durante el
          pontificado de Gregorio XIII llegaron a Constantinopla los primeros jesuítas
          (las fundaciones en Oriente proyectadas ya en 1553 no habían podido realizarse
          antes). Bajo Sixto V hubo que desistir de esta primera fundación, pero en 1609
          el embajador francés ante la Sublime Puerta recibió de nuevo permiso para que
          los jesuítas entraran en la capital. No pasó mucho tiempo sin que circularan
          rumores de que los jesuítas estaban complicados en intrigas anti turcas, cuyo
            objetivo era lograr que los griegos, que de nuevo habían conseguido la
            libertad, se sometieran a la autoridad de Roma. Estos rumores se confirmaron
            aún más porque los jesuítas, con su actividad entre los cristianos ortodoxos,
            se habían conquistado muchos amigos, pero también no menos enemigos. A pesar
            de todo lograron, después de 1623 (esta vez con ayuda de Austria), obtener un
            fermán, que les concedía campo libre de acción en todo el imperio turco. De
            esta forma han contribuido a que no desaparecieran los obispados latinos de
            las Cicladas, en el mar Egeo (con las comunidades aún hoy existentes,
            especialmente en las islas de Syros y Naxos, esta última con sede arzobispal). Estos obispados, que
              habían sido organizados definitivamente en el siglo xiii, tal vez debieran su existencia a núcleos de
              colonizadores de Occidente, que utilizaron a la larga la lengua griega. En los
              últimos siglos no han existido relaciones, al menos en el terreno eclesiástico,
              entre estos latinos griegos y los ortodoxos griegos. Como prueba de cuán lejos
              se mantuvieron los católicos de estas islas de todo cuanto a ellos les parecía
              «oriental», se ha llamado la atención sobre el hecho de que los textos griegos
              de los devocionarios populares estaban impresos hasta bien entrado el siglo
              XIX en caracteres latinos.
               
 Sin embargo, puede
          preguntarse si la separación fue tan radical en el siglo XVII como lo sería
          posteriormente. En islas completamente ortodoxas del archipiélago no era raro
          en el período que aquí estamos reseñando que el clero griego concediera a
          capuchinos y jesuítas libertad absoluta para predicar y confesar, una práctica
          de communicatio in sacris que revela, más que cualquier otro comportamiento oficial, cuán fácilmente
            se establecieron los primeros contactos (aunque no se pudiera hablar de una
            unión formal). Naturalmente, tales situaciones de excepción sólo eran posibles
            en regiones donde los jerarcas ortodoxos no hacían caso de la reiterada
            prohibición del patriarcado, según la cual no se permitía a los griegos
            relacionarse con los latinos ni estudiar en las escuelas latinas del
            extranjero.
             
           PRIMEROS
          CONTACTOS CON TEOLOGOS PROTESTANTES
                 
           En el año 1559 llegó a Wittenberg el diácono griego
          Demetrio Misos, quien, por encargo del patriarca Joasaf, debía orientarse
          sobre el nuevo movimiento religioso. Melanchton sostuvo largas conversaciones
          con él, y al partir le entregó una traducción de la Confesión de Augsburgo
          junto con un escrito redactado en griego clásico para el patriarca; en él
          señalaba cuánto coincidían las tradiciones ortodoxas con la vida cristiana de
          las jóvenes Iglesias territoriales alemanas, ajustada a la pura doctrina del
          Evangelio, en oposición a «las supersticiosas leyes del culto hecho por ellos
          mismos, inventado por los incultos monjes latinos, en desacuerdo con los
          mandamientos de Dios». El patriarca no reaccionó ante esto. Evidentemente, como
          cabeza de la Iglesia ortodoxa, se sintió poco inclinado a dejarse enseñar por
          los protestantes alemanes. Tampoco Jeremías II cambió de opinión cuando, bajo
          su patriarcado, se estableció el segundo contacto. En esta ocasión el teólogo
          de Tubinga y predicador de la legación, Esteban Gerlach, dio el primer paso, al entregar
            de nuevo al patriarca, en 1575, una traducción griega de la Confesión de
            Augsburgo. Con esto se inició un largo intercambio, que duró años, de tratados
            teológicos y de memorandos, todos los cuales fueron rechazados sin más por el
            patriarca. En su contestación (1576), que constaba de 21 capítulos —desde 1582
            ha sido traducida y publicada en Occidente varias veces—, Jeremías II llegaba
            a la conclusión de que luteranismo y ortodoxia eran inconciliables en sus
            puntos básicos. A Gerlach y a otros luteranos, que, al igual que Lutero, habían
              creído encontrar un cristianismo más auténtico en la Iglesia oriental, les
              desilusionó en sumo grado este primer encuentro con la ortodoxia. Sacaron la
              conclusión de que los griegos no eran superiores a los papistas ni en doctrina
              ni en religiosidad.
                 
 El proceder de
          Jeremías II no fue realmente una excepción. Semejantes manifestaciones de la doctrina
          ortodoxa —con las usuales alusiones antilatinas— se encuentran también en los
          escritos de dos destacados teólogos griegos de esta época: Melecio Pigas, que
          murió siendo patriarca de Alejandría, y Gabriel Severo, que fue la cabeza de
          la Iglesia griega en Venecia (muerto en 1616), y cuyos trabajos de teología
            escolástica y tratados polémicos han sido citados durante largo tiempo por
            autores de Occidente
             
           TENDENCIAS
          CALVINIZANTES DEL PATRIARCA CIRILO LUCARIS
                 
           Más importante que
          los contactos citados es la confrontación de la Reforma con la ortodoxia, a la
          que va unido el nombre de Cirilo Lucaris. Este había nacido en Creta en 1572.
          Estudió en las escuelas de Venecia y Padua, y después de ser ordenado sacerdote, en el verano de
            1596, por su pariente el patriarca Melecio Pigas, fue enviado a Polonia para
            impedir, como exarca de esta nación, la unión de Brest-Litowsk, o al menos
            trabajar en contra de la misma. Durante sus seis años de residencia en Polonia
            tuvo repetidos contactos con los protestantes, principalmente con los
            calvinistas. No está excluido el que participase en los planes del príncipe
            Ostrogskij, quien pretendía establecer en Polonia-Lituania una unión entre
            protestantes y ortodoxos. De 1602 a 1620 fue sucesor de Melecio, patriarca de
            Alejandría. De este tiempo data una carta suya al papa Pablo V (1608), cuyo
            original se ha conservado, y en la que dice que quisiera vivir bajo la
            autoridad de Roma. Unos años más tarde entró en contacto epistolar con el
            arzobispo Abbot de Canterbury. En estas cartas se lamentaba de que la persecución de los
              turcos fuese menos peligrosa que los manejos de los latinos, los cuales
              intentaban someter a los griegos a la soberanía del papa. Tales contradicciones
              caracterizan toda su conducta ulterior.
                 
 A propuesta del
          arzobispo Abbot, Cirilo mandó a Oxford a Mitrófanes Critopoulos, a fin de que estudiara
            allí unos años de teología. (Con esto no se terminan aún las relaciones con
            Inglaterra. En 1628 el patriarca regala a Carlos I el Códice Alejandrino,
            biblia manuscrita griega del siglo V, que ahora se encuentra en el Museo
            Británico.) A partir de 1624 Mitrófanes pasa algunos años en diversas
            universidades protestantes de Alemania; redacta allí, en 1625, un escrito
            confesional, ortodoxo en todos los puntos principales, y luego, siendo obispo
            y patriarca de Alejandría, defenderá, en contra de las intenciones de Lucaris,
            la doctrina tradicional.
               
 Las dificultades
          comienzan propiamente después de ser Cirilo elegido patriarca ecuménico en 1620
          (¿por segunda vez?). Cirilo, que ya antes había residido repetidas veces en
          Constantinopla, mantuvo el intercambio epistolar con los protestantes de
          Occidente —especialmente a través de Cornelio de Haya, ministro
          plenipotenciario de los Estados Generales de Holanda—, quienes enviaban al
          culto patriarca las obras teológicas más recientes. Tampoco él ocultó su
          amistad con los representantes de las dos más importantes naciones
          protestantes, Inglaterra y Holanda. De las cartas que se han conservado se
          deduce que Lucaris, ya cuando era patriarca de Alejandría, sostenía ideas que
          no concordaban con la ortodoxia tradicional. Después de la deposición de
          Cirilo en 1623, el embajador francés Césy escribía abiertamente a Luis XIV que
          el patriarca había tratado «d’etablir le calvinisme dans la Gréce et dans toutes les partes orientales».
             
 La llegada de Antonio
          Légers, que en 1628 fue predicador de la embajada holandesa, precipitó el
          ulterior desarrollo. Al año siguiente, en 1629, apareció, probablemente en
          Ginebra, bajo el nombre de Cirilo Lucaris, el texto latino de un escrito
          confesional en 18 artículos, de fondo claramente calvinista, que al poco tiempo
          se extendió por toda Europa en diferentes traducciones. El carácter calvinista
          de este escrito lo muestran claramente artículos como el de la Escritura como
          única fuente de la doctrina de la Iglesia, el de la justificación y reprobación
          según la fórmula de los contrarremostrantes, el de justificación por la sola
          fe, el de la falibilidad de la Iglesia, el del reconocimiento de sólo dos
          sacramentos instituidos por Cristo, el de la presencia de Cristo en la eucaristía,
          que se realiza en la comunión por la fe y no por una invención como la
          transusbtanciación. (En la edición greco-latina, Ginebra 1633, se encuentran
          aún cuatro preguntas más y sus respuestas: la Escritura debe ser leída por
          todos los fieles; la Escritura es entendida por todos los que hayan renacido
          por el Espíritu Santo y estén iluminados por él; se rechazan los libros «apócrifos»
          de la Biblia; se permiten las imágenes de los santos, pero no su veneración.)
             
 Muchos han
          considerado este sorprendente documento como una mixtificación, y esta idea se
          encuentra muy extendida entre los ortodoxos aun en nuestros días. Pero hoy no
          puede existir ya la menor duda de que el documento se debió a la pluma de
          Cirilo Lucaris. En cartas a los amigos hablaba ampliamente sobre la impresión
          que en amplios sectores había producido su escrito. Además, el autógrafo,
          indiscutiblemente auténtico, que había servido de base a la edición del texto
          griego del año 1633, se conserva aún en Ginebra. El patriarca tampoco se
          preocupó jamás de contradecir tal obra o de distanciarse de ella. Cuando se
          dirigía a los preocupados ortodoxos, se limitaba sólo a atestiguar de modo
          general su ortodoxia. En torno a Cirilo se formó un reducido grupo de
          partidarios —entre otros el obispo Neófito, que en 1636/7, antes del último
          período de Lucaris, fue patriarca por corto período de tiempo— que no ocultó en
          modo alguno sus simpatías por los reformados, y que, al igual que Cirilo,
          tenía amigos entre los embajadores de los Estados no católicos.
               
 Sin embargo, Cirilo siguió cumpliendo todas las funciones que llevaba consigo su patriarcado, y durante su mandato tuvo lugar incluso la canonización más conocida de este período: la del monje y ermitaño Gerásimo el Joven (muerto en 1579). Mientras no poseamos nuevos datos, nos resulta casi imposible dar un juicio positivo sobre Cirilo y su acción. En todo caso nos enfrentamos aquí con la actuación sumamente personal de un hombre enérgico y formado, que sin buscar (¿o acaso sin poder encontrar?) apoyo en la gente que le rodeaba, adoptó una postura cada vez más crítica frente a las prácticas ortodoxas de su tiempo. ¿Hasta qué punto fue él mismo consciente de que abandonaba realmente la ortodoxia tradicional? Esta es ya una de las muchas preguntas a la que, a la vista de las escasas cartas y datos que poseemos, no podemos dar una respuesta satisfactoria. O también: ¿Cuál fue el papel que desempeñaron sus amigos protestantes?; o ¿qué circunstancias contribuyeron después del período de estudios de Cirilo en Italia a su postura desusadamente antilatina? El caso aislado de Lucaris no es sólo un problema religioso, sino más bien un problema psicológico. 
           Los diplomáticos franceses, apoyados esta vez excepcionalmente por el representante del emperador, hicieron todo lo posible por contrarrestar las influencias inglesa y holandesa de aquel tiempo ante la Sublime Puerta. Todo esto, naturalmente, en inteligencia con el Vaticano. También encontraron apoyo para sus intentos en los obispos y dignatarios griegos con los que estaban en contacto los «misioneros» latinos. Algunos de aquéllos lograron que se les reconociera como patriarcas: tales, Cirilo II Contaris de Berrhoia (tres veces sucesor de Lucaris) y Atanasio II Patellaros (durante algunos meses del año 1634). Según una idea ortodoxa tradicional, las repetidas deposiciones de Cirilo se compraron con el pago de sumas de dinero extraordinariamente altas incluso en el Estambul de aquel tiempo. Además, se dice que se le denunció ante la Sublime Puerta como promotor de un inesperado ataque de los cosacos. En cualquier caso, también en la última deposición del patriarca, en junio de 1638, poco después de que el residente holandés hubiera sido despedido, pudieron intervenir los ministros de los Estados católicos y sus adictos. Cirilo fue reducido a prisión y días después ejecutado. Su cadáver fue arrojado al mar, pero unos pescadores lo encontraron. Finalmente sus restos mortales fueron enterrados en la iglesia de Panagia, en la isla de Calcis en mar de Mármara, donde en 1844 se fundó la actual escuela teológica del patriarcado. Como ha expuesto el historiador católico Baus, no está demostrado que los jesuítas intervinieran en absoluto en la ejecución de Lucaris. 
           Pero bien pudieron
          haber contribuido los «misioneros» latinos a que fuera nombrado de nuevo
          patriarca Cirilo Contaris, hombre ambicioso y de pocos escrúpulos.
             
 En oposición al
          patriarca Atanasio Pantellaros, que a pesar de sus relaciones con los latinos
          nunca quiso someterse a la autoridad de Roma, Cirilo había comunicado al
          superior de los capuchinos, ya unos años antes de su última aparición en
          escena, que deseaba entrar en comunión con la Sede Apostólica. A causa de esta
          promesa, el papa Urbano VIII le había asegurado, a través del embajador
          austríaco Schmid, una subvención de cuatro mil táleros. En diciembre de
            1638 —conforme al procedimiento entonces en uso—firmó Cirilo en
            efecto el credo que le remitió la Propaganda. No es probable que los latinos
            tuvieran grandes esperanzas en este patriarca, católico en secreto.
            Ciertamente, unos meses después de la muerte de Lucaris había convocado un
            sínodo para condenar tanto a la persona de su antecesor como su doctrina, pero
            el autoritario Contaris no poseía cualidades personales suficientes y era
            además demasiado partidista —fue acusado públicamente de asesinato— para poner
            fin a la confusión reinante. A principios de 1639 él mismo fue asesinado.
             
           LOS ESCRITOS
          CONFESIONALES ORTODOXOS DEL SIGLO XVII
             
           El episodio calvinista estuvo tan estrechamente ligado a la
          personalidad y actividad de Lucaris, que las tendencias heterodoxas no tenían
          probabilidades de éxito después de su muerte. Sin embargo, durante cierto
          tiempo se mantuvo la intranquilidad también en el resto de los patriarcados
          ortodoxos. Esta creció aún más con la discusión sobre el problema de si la obra
          incriminada había sido redactada en realidad por el patriarca o publicada por
          otros en su nombre: por los calvinistas, para llevar a su orientación al
          patriarca y con él a la ortodoxia, o por los jesuítas, que buscaban comprometer
          a Cirilo y precipitar su caída. Este dubium facti se dio especialmente
          en Ucrania y en los países vecinos, donde el protestantismo —precisamente en su
          forma calvinista— era considerado como un peligro permanente, tanto por los
          ortodoxos como por los católicos. En el año 1640 el metropolitano ortodoxo de Kiev, Pedro Mogila,
            escribía en latín su Confesión ortodoxa, obra que ha quedado como la
            respuesta clásica y más conocida de la ortodoxia a las tendencias de Lucaris.
            Este extenso escrito está redactado como un catecismo, con preguntas y
            respuestas; su división principal (una división tripartita, como la presentada también por el Compendium doctrinae christianae de Pedro de Soto, que trata del credo niceno y de los
              sacramentos, de la oración del Señor y las bienaventuranzas, de las obras de
              misericordia y los mandamientos), así como otras particularidades, han sido
              tomadas de los escritos católicos de la Contrarreforma, sobre todo del Gran
                Catecismo de Pedro Canisio. En las discusiones celebradas en Jasi
              (Moldavia) en el año 1642, teólogos del patriarcado ecuménico y de Kiev aceptaron el escrito
                sinodal de Constantinopla del mismo año y la Confessio de Pedro Mogila,
                como expresión correcta de la doctrina tradicional. En esta ocasión Melecio
                Sirigos, el más destacado teólogo griego del período que siguió a Eucaris,
                tradujo al griego el catecismo de Mogila. Fueron cambiados algunos pasajes que
                a los griegos les parecían demasiado latinos. La fórmula de Mogila acerca del
                carácter exclusivamente consacrante de las palabras del Señor en la eucaristía
                fue sustituida, en el sentido del pensamiento ortodoxo más corriente, por una
                breve exposición sobre la significación consacratoria de la invocación al Espíritu
                Santo que sigue a esas palabras. En lugar de las palabras del texto original
                acerca de un eventual estado purgativo después de la muerte —naturalmente sin
                fuego—, figura la negación absoluta de que los difuntos puedan aún expiar
                (sufriendo «pasivamente» el dolor, como pensaban Mogila y los teólogos
                católicos). Por lo demás, se añade que la Iglesia tiene derecho a ofrecer un
                sacrificio incruento y rogar por ellos.
                   
 Prescindiendo de
          estos cambios, la redacción griega de la Confessio ortodoxa de Mogila tiene
          el cuño indudable de las influencias latinas que el metropolitano de Kiev, nada amigo por lo
            demás de la unión, había recibido. Es falso afirmar que Melecio Sirigos tachara
            todos los temas y giros tomados de la teología latina. Exceptuando aquellos casos
            en que se trataba de opiniones discutidas, también los teólogos griegos
            ortodoxos de este período, hasta muy entrado el siglo XVIII —pues después el
            estudiar en Italia fue algo raro—, empleaban argumentos que les eran conocidos
            por el sistema escolástico aprendido en sus años de formación en escuelas
            latinas. Es cierto, sin embargo, que la teología de Pedro Mogila (posiblemente
            realizó sus estudios en Polonia) presenta muchos elementos latinos, también al
            hablar de temas a cuyas netas formulaciones no se atrevían a llegar de
            ordinario los autores ortodoxos. Así encontramos en él, entre otras,
            explicaciones sobre el estado de inocencia en el paraíso, sobre el pecado
            original, sobre la diferencia entre pecados mortales y veniales, sobre la
            expiación de la pena temporal después de la confesión y sobre el juicio
            particular, explicaciones que coincidían completamente con las que en aquellos
            tiempos podían leerse en escritos católicos. En una sesión del sínodo de
            Constantinopla, después de los coloquios de Moldavia del año 1642, un
            partidario de Lucaris pudo poner en duda el valor de la Confessio ortodoxa de_ Mogila, al indicar que en la versión de Melecio Sirigos, que fue aducida
            como documento de la doctrina ortodoxa, aparecía una traducción literal al
            griego de la palabra latina transsubstantiatio, neologismo completamente
            desconocido en la terminología ortodoxa. Esta objeción fue rechazada sin más.
               
 A pesar del
          significado que se dio a la Confessio del metropolitano de Kiev, ésta se mantuvo hasta
            1667, en que apareció impresa la traducción griega de Sirigos (en Amsterdam o en Leiden, y ciertamente a cargo
              de Holanda). Sin razón alguna se ha catalogado, en la literatura
              correspondiente, la obra de Mogila entre los escritos simbólicos de la
              ortodoxia. Ha estado vigente de modo general hasta muy entrado el siglo xix,
              tanto en los antiguos patriarcados como también en el de Kiev-Moscú (aquí al
              menos mientras subsistió la influencia de la escuela de Kiev). Pero también su
                redacción griega era demasiado «latina» para conservar esta fama después de que
                los medios ortodoxos, ya en contacto con el renacimiento de la antigua
                espiritualidad, tuvieron conciencia de sus propios valores teológicos. Lo
                mismo podemos decir del conocido escrito que llevó el mismo nombre de Confessio, debido a la pluma del patriarca de Jerusalén Dositeo II Notaras (1672),
                procedente de la época en que éste dirigió el último de la serie de sínodos
                celebrados contra la doctrina de Lucaris. El hecho de que la historia de los
                centros ortodoxos del imperio otomano se haya distinguido durante gran parte
                del siglo XVII por su oposición a Lucaris, demuestra que la heterodoxia de
                este patriarca fue una experiencia extraordinariamente perturbadora más que el
                que este inesperado encuentro con el protestantismo de matiz calvinista
                constituyera un peligro real durante decenios.
                 
           IIIMONASTERIOS Y VIDA MONASTICA
           
 
 
           
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