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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

REFORMA Y CONTRARREFORMA

 

CAPITULO NOVENO

 

LAS IGLESIAS DE CALCEDONIA EN EL IMPERIO OTOMANO

Por C. A. Bouman

 

I

 

El 29 de mayo de 1453 Mahomed II logró penetrar en Constantinopla a través de una brecha abierta en la muralla y así conquistar la ciudad. Esto significó el fin del imperio romano de Oriente. Sin embargo, aun después de esta fecha los cristianos del imperio otomano se siguieron llamando romanos. En esta última batalla desesperada, pero heroica, el emperador Constantino XI halló la muerte junto a la puerta de san Romano. El sultán penetró a caballo en Santa Sofía, donde en la mañana de tan aciago día habíanse celebrado por última vez los cultos litúrgicos en presencia del emperador y de su estado mayor —tanto de griegos como de latinos—. Más tarde surgió la leyenda de que Mahomed se había acercado a la gran iglesia en el momento en que las ofrendas eran llevadas procesionalmente al altar, y que el muro del ábside se había rasgado durante breves minutos, de forma que había podido pasar la procesión. Algún día, se dice, los clérigos saldrán de nuevo del muro para terminar la misa interrumpida entonces. Esta leyenda tradicional en el pueblo no menciona el hecho de que, en los últimos meses que precedieron a la toma de la ciudad, a los cultos en Santa Sofía sólo asistió la minoría de los clérigos seculares y de aquellos empleados y oficiales que habían seguido al emperador en la unión con Roma, que no se promulgó hasta diciembre de 1452 en Santa Sofía.

 

CONSOLIDACION POSTERIOR DEL IMPERIO OTOMANO

 

Por importantes que fueran los acontecimientos del año 1453, constituyen sólo un episodio en la historia del imperio otomano. Ya bajo el gobierno de Mahomed II (muerto en 1481) fueron conquistados casi toda la Grecia actual, el resto del imperio helénico de Trebisonda y la mayor parte de los Balcanes. En 1468, después de la muerte de Scandenberg (Jorge Castriota), jenízaro que se había hecho de nuevo cristiano y que desde 1443 había dirigido la resistencia de sus compatriotas contra los avances de los turcos, fue conquistada Albania. Selim I incorpora a su imperio Siria y Egipto con su campaña del 1516/17, y después somete con facilidad los territorios árabes situados a lo largo del mar Rojo. Desde entonces el sultán turco, como señor de la Meca y Jerusalén, toma el título de califa, vacante desde la reconquista de Granada (1492), esto es, el título de jefe supremo del Islam. En 1522 los caballeros de San Juan entregan a Solimán II la isla de Rodas, último punto de apoyo de Occidente en Oriente. También bajo Solimán II los turcos avanzan hacia el norte, conquistan gran parte de Hungría y Croacia, se apoderan de Transilvania y Moldavia, pues la Valaquia, la parte sur de la moderna Rumania, era ya un Estado vasallo turco desde tiempos de Mahomed II. Durante más de un siglo los turcos amenazan desde allí el corazón de Europa. Sólo por la paz de Karlowitz, en 1699, se ven obligados a ceder a los Habsburgo la mayor parte de sus territorios. En 1571, el año de la batalla de Lepanto, los turcos conquistan Chipre, que era posesión veneciana desde 1489. En 1669 cae en su poder Creta, igualmente colonia de Venecia. Después sólo le queda a la Señoría de Venecia una franja de terreno en la costa dálmata, con Zara y Spalato (Zadar y Split), y más al sur, algunas islas jónicas, la más importante de las cuales era Corfú. Hasta fines del siglo XVIII se mantiene en estos pequeños restos del conjunto de principados y colonias latinas surgido en el XIII la estructura grecolatina —en la que preponderan los elementos latinos—, tal como se había establecido para la mayoría de estos reinos en la época de las Cruzadas.

 

EL PATRIARCA GENNADIO II ESCOLARIO

 

Por deseo de Mahomed II, algunos obispos, sacerdotes y laicos eligen un nuevo patriarca ya a comienzos del 1454. El sultán tenía la intención de convencer a los fugitivos para que regresaran a la desierta ciudad de Constantinopla, ahora denominada, en griego vulgar, Istambul o Estambul. La elección, en la que parece fue decisivo el deseo o la sugestión del sultán, recayó en el monje Gennadio Escolario. Como laico (entonces se llamaba aún Jorge) había asistido, al menos en parte, al concilio de reunificación y pertenecido al partido unionista. Sin embargo, tras su regreso a Constantinopla había comenzado a dar un tono más matizado a sus escritos. Poco a poco fue cambiando de postura, de tal modo que a la muerte de Marcos Eugénico en 1445 se convierte en el jefe de los antiunionistas. Entre sus primeros y últimos escritos polémicos —que, por lo demás, constituyen sólo una pequeña parte de toda su extensa obra— existen unas diferencias tan notables, que hasta muy entrado el siglo pasado se pensó en varios autores que tuvieron el mismo nombre. Gennadio II Escolario es, en el Oriente ortodoxo, el último escritor eclesiástico de la era bizantina. En el primer siglo que sigue a su muerte apenas puede hablarse de ciencia eclesiástica en el verdadero centro del patriarcado.

 

EL PATRIARCA ECUMÉNICO EN EL IMPERIO TURCO

 

En teoría la relación entre el nuevo gobierno y la jerarquía de los cristianos (Rajah) se ajustó a los principios de la tolerancia. Ya antes de ahora tales principios habían pertenecido a la tradición, aunque no siempre a la práctica, de la política del gobierno mahometano frente a los «poseedores de la Escritura» —los cristianos y judíos monosteístas—. La visión política de Mahomed II, así como la influencia personal de Gennadio, con el que el culto sultán parece que sostuvo conversaciones sobre temas teológicos y filosóficos, pudieron muy bien haber determinado esta tolerancia. Lo mismo que en el resto de los territorios conquistados ya antes por los turcos, el sultán no tocó aquí para nada la estructura eclesiástica. Aunque según el Corán sólo el musulmán es ciudadano con plenitud de derechos, los cristianos podían seguir celebrando sus cultos. Eran más o menos autónomos, y en los asuntos civiles dependían de sus superiores religiosos. Se los clasificó no conforme a nacionalidades, sino según la confesión religiosa, de forma que el patriarca de Constantinopla, tras su investidura por el sultán —y, desde 1656, por el gran visir—, era, de derecho, el etnarca de todos los ortodoxos del imperio otomano (desde 1516/17, por tanto, también de los ortodoxos de los patriarcados melquitas). Aun cuando desde el siglo XVIII existen en el Oriente Medio prelados unidos con rito bizantino, éstos no han podido eludir algunas veces la intervención del patriarcado ecuménico.

 

Como jefe espiritual y civil el patriarca era el único que tenía acceso al sultán y que podía dirigirle instancias. Asesorado por su sínodo —hasta 1763 éste se compuso de sacerdotes y laicos de su ambiente más allegado, que llevaban el título de offikia, heredado de la época bizantina; en el período que aquí tratamos fueron muy raros los «sínodos extraordinarios» de jerarcas que casualmente se encontraban en Constantinopla—, el patriarca poseía la jurisdicción plena sobre clero, monjes e instituciones eclesiásticas. Sólo con su consentimiento podía ser citado un sacerdote ante los tribunales civiles. En el aspecto civil el patriarca era juez supremo en materia de matrimonio, en cuanto afectaba a los cristianos, y podía tomar la decisión pertinente en cuantos incidentes de derecho civil le fueran presentados por los cristianos. Patriarca y clero estaban exentos de impuestos personales, que los demás cristianos tenían que pagar regularmente. Un privilegio de los jerarcas era que sólo el Diván, el tribunal supremo del Estado otomano, podía ejercer justicia sobre ellos. En principio el patriarca poseía en el imperio otomano un poder superior al que había tenido en tiempo de los emperadores bizantinos. Hasta después de la guerra de Crimea el patriarca, así como los obispos y sacerdotes subordinados suyos fueron jefes de los cristianos en todos los asuntos civiles. Más tarde el clero, como es lógico, asumirá la dirección de las rebeliones contra los turcos. La consecuencia fue que a los patriarcas se les hizo responsables de éstas. La teoría de la tolerancia no implicaba en modo alguno que la Sublime Puerta hubiera cedido algo de su soberanía sobre los cristianos. La tolerancia no significaba a menudo otra cosa sino que el gobierno no se inmiscuía directamente en los problemas religiosos de los «infieles», por estimar en poco todo aquello que se apartara de la manera de vivir y pensar de los musulmanes. Este desprecio era incomparablemente mayor que la tolerancia; hasta muy entrado el siglo XVII, un fanatismo, de orientación ampliamente religiosa, impulsó a veces a los turcos a cruelísimas represiones de los cristianos. Además, la tolerancia turca manifestaba ciertos fenómenos que pueden atribuirse a una cierta indolencia característica de la administración turca: nos referimos tanto al hecho de que frecuentemente fueran preferidos cristianos griegos, inteligentes y enérgicos, para las funciones de responsabilidad —nunca, sin embargo, para la administración central—, como a la circunstancia de que parecía un procedimiento más sencillo recabar impuestos de los cristianos por unas autoridades más respetadas por ellos y, al mismo tiempo, controladas por la Sublime Puerta. En la práctica las improvisaciones de la administración otomana para con los «infieles» eran una dolorosa humillación. Frecuentemente la interpretación totalmente arbitraria de una disposición daba motivo a los empleados turcos para persecuciones legales.

 

En el decurso del siglo xviii, cuando el poder de los turcos empezó a debilitarse y la Sublime Puerta tuvo que acogerse también a la diplomacia, surgen finalmente circunstancias más favorables. Ya antes representantes de potencias occidentales, especialmente de Francia, habían protegido a los cristianos de Oriente basándose en los tratados concertados. Con el zar Pedro el Grande se inicia el período del protectorado ruso (que igual que el francés no dejaba de tener también otras intenciones), el cual favoreció especialmente a los ortodoxos. Por lo demás, los derechos de los cristianos, que estaban reseñados con toda precisión en el Hatti Humagium dictado por representantes de Francia e Inglaterra después de la guerra de Crimea, no pasaron de ser, en parte, letra muerta. No podía hablarse de una equiparación total en el imperio otomano mientras la legislación y el Corán estuvieran ligados de la manera más estrecha.

 

SIGLOS DE OPRESION

 

Los períodos de la más dura opresión se dan en el siglo XVI. A instancias del mufti, Selim I (1512-1530) tuvo la intención de prohibir sin más la religión cristiana y mandar matar a todos los cristianos que se negaran a convertirse al mahometismo. El patriarca Jeremías I supo conjurar tal peligro invocando las solemnes declaraciones de Mahomed II. El sultán, sin embargo, insistió en que todas las iglesias de Estambul frecuentadas aún por los cristianos debían ser transformadas en mezquitas. Si éstos querían construirse otras, podían utilizar para ellas sólo madera. Las grandes iglesias de la ciudad, en primer término Santa Sofía, habían sido profanadas y convertidas en mezquitas ya bajo Mahomed II, en contra de sus propias disposiciones. La basílica de los apóstoles, con las tumbas de Constantino y de otros emperadores posteriores, había sido demolida en 1462. Evidentemente los cristianos supieron impedir la ejecución completa de los deseos de Selim I, pues en 1577 Murad III renovó la orden de que todas las iglesias de Estambul fueran transformadas en mezquitas. Sólo a base de pagar ingentes sumas de dinero —el procedimiento normal al que tenían que acudir los cristianos si querían ver reconocido un dignatario eclesiástico u obtener cualquier permiso— pudieron éstos conservar algunas iglesias. Bajo Mahomed III (1595-1603) hubieran corrido la misma suerte las iglesias de Quíos. Esta vez se interpuso la mediación del embajador francés.

 

Cuán insegura era la situación en la capital lo demuestran, de una forma convincente, los frecuentes cambios de residencia del patriarca. Tras la caída de la ciudad, su sede fue cambiada varias veces, y sólo en 1603 encontró un lugar fijo junto a la iglesia de San Jorge, en la barriada Fanarion, al noroeste de la ciudad, que ya en aquel entonces era el barrio de los griegos (de ahí el nombre de Fanar, que desde entonces lleva el patriarcado).

 

En la primera mitad del siglo XIV se creó el cuerpo de los jenízaros, a base de cristianos renegados. Ellos fueron durante siglos los «pretorianos» del imperio otomano, y muchas veces derribaron al sultán para imponer un nuevo señor a su gusto. Fue ya entonces usual el completar este cuerpo con soldados formados expresamente para él. En su mayoría eran hombres que habían sido robados cuando niños a sus familias cristianas y que eran obligados a convertirse al mahometismo. Los cristianos ricos lograban con frecuencia redimir a sus hijos, de forma que esta irritante carga caía con toda su fuerza sobre los pobres. En las costas, los cristianos buscaban la seguridad de sus hijos enviándolos a otras tierras. Sólo a mediados del siglo XVII se puso fin a este sistema de secuestros.

 

A pesar de la secular humillación y opresión, los cristianos del imperio otomano se mantuvieron fieles a su fe. No basta la explicación de que conservaron mejor sus tradiciones, entre ellas las religiosas, a causa de su aislamiento social. Con frecuencia las elecciones eclesiásticas dieron motivo a escandalosas intrigas. Los roces existentes desde antiguo entre los ortodoxos griegos y no griegos agudizaron repetidamente las tensiones. Griegos inteligentes y comerciantes poderosos, aun cuando sus servicios se reclamasen con frecuencia, seguían siendo ilotas, a no ser que dieran el paso decisivo y se hicieran mahometanos. Hubo, sin duda, gente que abjuró de la fe para conseguir una más elevada posición social; así, los arquitectos de las primeras mezquitas de Estambul eran antiguos cristianos. Mas, por lo general, cuando se habla de renegados que ocuparon altos cargos —incluso el de gran visir—, afecta esto a oficiales o esclavos que ya en los años de su juventud habían sido raptados. Pueblecitos mahometanos que aparecen en los mapas modernos son el resultado de acciones sistemáticas, en las que los cristianos eran forzados a convertirse mediante matanzas y robos masivos de niños: así, la mitad de Albania, parte de Macedonia, Bulgaria y Creta, y, muy especialmente, el interior del Asia Menor (donde, hasta después de la primera guerra mundial, existían concentraciones de ortodoxos a lo largo de la costa occidental; en el este del país estaban los obispados armenios, diezmados ya en 1895/6). Muchos habitantes de estas regiones han permanecido a través de generaciones como cripto-cristianos. Como caso particular citemos la islamización masiva de Bosnia y sus contornos (en el sur de Yugoslavia), que ya se había concluido a fines del siglo XV. La mayoría de estos renegados eran antiguos bogomilos, como hoy se sabe. Estos se habían adherido al sistema de la Iglesia ortodoxa sólo externamente, ya que fueron obligados a ello, y el hecho de que se transformasen en musulmanes fanáticos es una prueba de que su manera de pensar tenía mucha afinidad con la de sus conquistadores.

 

Sobre la base del principio inexorable de que a nadie le era permitido convertirse del islam al cristianismo, los cristianos estaban constantemente expuestos al peligro de la persecución. A un mahometano que se hiciera bautizar, a un sacerdote que administrara el bautismo, a un renegado que volviese a su antigua religión, a cualquiera que intentara convertir a un mahometano, le amenazaba la pena de muerte, que sólo podía evitar abjurando de su fe cristiana. Hasta el tiempo del santo monje Pablo Panajotis (1818) —antes, pues, de que se hablara de una guerra por la libertad—, muchos cristianos perdieron la vida en el imperio otomano por uno de los motivos expuestos anteriormente, todos ellos a causa de la fe. Muchos de estos «nuevos mártires» han sido canonizados y aún se les conmemora en el calendario general ortodoxo o en las festividades locales.

 

LA ELECCION DE LOS PATRIARCAS

 

Hasta 1763 el patriarca era elegido por el sínodo antes citado de dignatarios, los cuales formaban la corte del patriarca. En principio la elección era libre, pero necesitaba la aprobación de la Sublime Puerta, de forma que un candidato que no fuera del agrado de ésta no había que tomarlo en cuenta, naturalmente (una razón más de por qué, después de Gennadio II, no se pudo hablar ya de un patriarca públicamente amigo de la unión). En la práctica, sin embargo, esta libertad estaba siempre coartada. Varios patriarcas fueron muertos o mutilados por los turcos, ya porque se hicieran sospechosos, o también por el solo hecho de haber cumplido con sus deberes pastorales. Así, ya bajo Mahomed II —que, a pesar de todas sus cualidades, no brilló por su humanidad (la costumbre de que el sultán ordenara matar a algunos de sus hermanos e hijos que podían poner en peligro su poder fue convertida por él, prácticamente, en regla)— fue ejecutado Isidoro II, sucesor de Gennadio, porque, apoyándose en las leyes de la Iglesia, se negó a reconocer el matrimonio de un magnate mahometano con una joven cristiana. Que el patriarca fuera depuesto por el gobierno, o que se le forzara a dimitir era cosa natural, incluso sin que se hubiera atraído la enemistad de la Sublime Puerta, lo que podía suceder fácilmente. Bastaba con que una facción ortodoxa, bajo promesa de entregar mayores cantidades de dinero o «regalos», intentase conseguir la deposición del patriarca o la elección de un candidato suyo, o también, simplemente, la circunstancia de que la alta autoridad y los muchos funcionarios que había que tener presente en cada elección, ahuecaran complacientes sus manos. Igualmente en tiempo de Mahomed II se dieron los primeros casos de que un patriarca en funciones fuera relevado de esta manera por un sucesor, cuyos partidarios disponían de mejores relaciones y de mayores medios económicos. Simeón I parece haber sido el primero que llegó a patriarca por este sistema.

 

No es justo (como antiguas publicaciones católicas pretenden presentar estos o semejantes hechos) caracterizar los primeros siglos de la historia del patriarcado ecuménico bajo los turcos como una cadena constante de intrigas o como una época de progresiva decadencia. Muchos patriarcas, en circunstancias sumamente difíciles, se portaron como hábiles y sacrificados pastores del pueblo cristiano y contribuyeron a que se conservaran fielmente las tradiciones ortodoxas. Tuvo efectos especialmente funestos la corta duración de los pontificados, debido a circunstancias de diversa índole. Entre 1453 y la mitad del siglo XVIII hubo más de 110 elecciones. Por lo demás, el número de patriarcas, en el mismo período de tiempo, ascendió a un poco más de la mitad de éstas. Varios patriarcas fueron elegidos, después de corto intervalo, por segunda vez (lo que excepcionalmente había sucedido ya antes, en el siglo XIII), y, con frecuencia, hasta por sexta vez.

 

No sólo para lograr el reconocimiento de los patriarcas y obispos, sino también en otros numerosos casos, de acuerdo con las muchas prescripciones o por el capricho de los funcionarios (desde los más elevados a los más bajos), había que aportar sumas de dinero en forma de donativos o de multas. Las inspecciones regulares de las iglesias ofrecían a las autoridades ocasión propicia para recaudar impuestos adicionales. El solo hecho de que los inspectores descubrieran alguna grieta en cualquier pequeña iglesia de madera, que, por lo demás, había sido construida con una autorización que había costado muy cara, era motivo suficiente para imponer una multa e incluso para ordenar su demolición. Todo este sistema de dádivas y presiones, que en el siglo  XVII se llevó rigurosamente, no les parecía a los cristianos la peor de las formas de opresión, pero dio ocasión a malentendidos en la misma Iglesia. Los patriarcas tenían ciertamente cuantiosos ingresos, pero no se encontraban en condiciones de satisfacer a la larga las injustas exigencias que les imponían la Sublime Puerta y sus funcionarios. Esto motivó el que, para el nombramiento de obispos y de otros cargos, exigieran a los clérigos inferiores entregas de dinero y que, con un sistema de cambios constantes, se asegurasen aún mayores ingresos. Se sobrentiende que los obispos y sacerdotes se vieron obligados, por su parte, a usar los mismos medios y procedimientos, para recabar de los cristianos tales aportaciones, a fin de que sus ingresos normales no sufrieran merma alguna. Así, contribuciones voluntarias se convirtieron en un complicado sistema de tasas y estipendios, que fácilmente podía degenerar en simonía.

 

 

II

TENSIONES CRECIENTES ENTRE ESLAVOS Y GRIEGOS