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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO SEXTO

REPERCUSIONES DE LA ESCISION DE LA FE EN LA EPOCA DEL ABSOLUTISMO. AUGE RELIGIOSO Y DESVIACIONES TEOLOGICAS. INTENTOS DE UNION

 

 

LA PAZ CLEMENTINA

 

Entretanto Roma había reprobado de nuevo con toda dureza los distingos de los jansenistas. En la silla de Pedro se sentaba ahora Alejandro VII (1655 a 1667). Este papa, que había sido durante largo tiempo nuncio en Colonia, había vivido en su origen toda la contienda y desde el principio se había decidido contra Jansenio, habiendo sido también miembro de la comisión de investigación romana cuyas conclusiones había incluido Inocencio X en su Bula. El papa declaró en octubre de 1656 que las cinco proposiciones habían sido tomadas de las obras de Jansenio y condenadas en el sentido de éste. Frente a esta clara manifestación, los jansenistas no podían buscar más subterfugios. Se veían obligados ahora a someterse a la autoridad papal o a rebelarse abiertamente. A pesar de todo, se negaron a firmar una fórmula de sumisión, propuesta por la asamblea general del clero francés. También se resistieron a aceptar un formulario papal de 1665, pues mantenían, si no exteriormente, sí interiormente, la diferencia entre la Quaestio inris y la Quaestio facti. Cuatro obispos de ideas jansenistas dieron a conocer públicamente sus reservas en pastorales dirigidas a su clero. Entre ellos se hallaba también el obispo Pavilion de Alet, antiguo misionero popular bajo Vicente de Paúl, que ahora amenazaba con penas eclesiásticas a su clero si firmaba el formulario papal. La declaración de los cuatro obispos fue una acción muy valiente, pues el rey Luis XIV, que desde 1661 había tomado el gobierno absoluto, combatía al jansenismo por razones políticas, prohibía toda oposición al formulario y amenazaba con la pérdida de prebendas y beneficios a cuantos se negasen a firmar. Por ello, las cartas pastorales de los cuatro obispos fueron confiscadas y se decretó un interdicto contra los dos Port-Royal. El convento de París se sometió, pero el de Versalles (Port-Royal-des-Champs), que la abadesa y sus monjas habían ocupado, resistió obstinadamente. El proceder contra los cuatro obispos jansenistas planteaba un problema de procedimiento muy difícil. En Francia se exigía un procedimiento conforme a las libertades galicanas, esto es, realizado en el propio país por una comisión episcopal, nombrada por el papa. Pero ahora se vio que estos cuatro obispos no estaban solos. Tenían algunas docenas de amigos de sus ideas entre el episcopado y poderosos protectores en París. La opinión pública se puso de su parte. Sin embargo, el rey no les miraba bien, por la resistencia que ofrecían a los derechos que él reclamaba a la Iglesia. Mas como el nuevo papa, Clemente IX (1667-1669), era hombre de sentimientos pacíficos y el rey deseaba acabar con las diferencias, se llegó, después de muchas gestiones, a la sumisión de los cuatro obispos y a la firma del formulario.

 

En Roma se creyó que ya se habían vencido todos los inconvenientes. Pero, en realidad, los obispos, al firmar, habían hecho declaraciones, llevadas al protocolo, por las que daban a entender que no habían abandonado su primitiva postura. El papa se dio por satisfecho, sin embargo, con las declaraciones oficiales, que también fueron confirmadas por París. En un Breve de 1669 hablaba de la reconciliación. El rey francés ordenó acuñar una moneda con la siguiente leyenda: «En recuerdo del establecimiento de la concordia en la Iglesia.» Mas esta «paz Clementina», fortalecida por los decretos del Consejo de Estado, según los cuales no podían imprimirse más escritos polémicos, restableció sólo la paz exterior. Como ésta se basaba en la falta de sinceridad, no pudo eliminar la escisión de los espíritus; con todo, ante otros problemas importantes del momento, pasó a un segundo plano. La oposición callada la siguieron manteniendo principalmente las monjas de Port-Royal, aunque se las desposeyó de las escuelas, se les prohibió incluso recibir nuevas novicias, y los solitarios tuvieron que emigrar de allí.

 

INTENTOS DE REUNIFICACION

 

El escándalo de la cristiandad dividida, que marchó paralelo con la formación de la conciencia confesional, suscitó constantemente intentos de reunificar a los cristianos y a las iglesias, intentos que, como hilos de plata, recorren la historia de estos siglos oscurecidos por tanta intolerancia y tanto empleo de la violencia en los problemas religiosos. Esta lucha por lograr la unidad de la Iglesia, este intento ecuménico, que a veces no era nada claro, lo impulsaron en igual medida hombres de Estado y teólogos. Los motivos de ambos eran naturalmente muy diferentes. Para los unos la unidad de la Iglesia era sólo un medio para lograr la unidad de la nación o el aumento del propio poder; para los otros constituía realmente el sentido de su pensar y hacer, el contenido de sus oraciones, la meta por la que sobre todo merecía la pena vivir. Aun cuando todos estos esfuerzos quedaron prácticamente sin resultados, representaron, sin embargo, no sólo un fortalecimiento de los primeros inicios de la tolerancia, sino también una penetración cada día más profunda en la esencia de la Iglesia, y mostraron que ni siquiera en la época de las luchas religiosas se había extinguido totalmente el amor hacia los hermanos separados. Los esfuerzos eran sostenidos inconscientemente, en ambos campos, por los cánticos religiosos y por las oraciones, que rezadas incluso en el culto, permitían que se viviera, por encima de la predicación de controversia, polémica con frecuencia, el elemento común de un mundo y una comunidad cristianos.

 

Ya en el siglo de la Reforma protestante aparecieron tales intentos. El humanismo había legado al mundo posterior la idea de la relatividad de las fórmulas teológicas. Incluso después del fracaso de los coloquios religiosos de los años cuarenta, permaneció vivo tal deseo. Hombres como el raro deambulante entre ambos campos Jorge Witzel (1501­1573), muerto católico, o como el irenista belga Jorge Cassander (1513­1566), creían, de alguna manera, en la existencia de una Iglesia, que comprendía a todas las confesiones a pesar de las diferencias en las ceremonias. La Iglesia primitiva era para ellos el tipo, el ideal, la imagen. En ella encontraban el lazo que todo lo abraza: el credo apostólico y la tradición, que no es otra cosa que el despliegue y la exposición de la Escritura misma, y cuyos caracteres son antigüedad, universalidad y coincidencia. Si no se abandona la fe en Cristo, Cabeza de la Iglesia, persiste siempre una comunidad en el fundamento de la fe. Cassander había redactado su primer escrito para el coloquio religioso celebrado en Poissy en 1561 por Catalina de Medici, que pretendía establecer una comparación entre católicos y protestantes. Tres años más tarde recibió del emperador Fernando I y, tras la muerte de éste, de Maximiliano II, el encargo de comparar de nuevo punto por punto la Confessio Augustana con la doctrina católica. En esta Consultatio Cassander trataba de presentar de nuevo, como norma para el presente, el juicio y la opinión de la antigua Iglesia y de los concilios celebrados en los cinco primeros siglos. Con esta visión retrospectiva, por así decirlo, al siglo de oro de la Iglesia, unía la impugnación del celibato y de la actual limitación de la comunión a una sola especie. Si se consiguiera convencer a los protestantes de que la Reforma debía ser la restauración de la primitiva Iglesia, entonces se habría podido encontrar la unidad.

Witzel y Cassander escribieron todavía antes o inmediatamente después de la conclusión del Concilio de Trento. En la generación siguiente tales proposiciones no eran ya posibles en el sector católico. Con todo, el reconocimiento de la validez del bautismo calvinista por la Congregación del Concilio, en 1570, creó la base para toda la futura labor unionista. Por parte de los protestantes el giro de la teología luterana hacia la ortodoxia no fue favorable a las concepciones ecuménicas y a las tendencias irenistas. Y si los calvinistas querían entrar en coloquio al menos con los luteranos, era principalmente para poder participar en la situación jurídica de éstos en la Paz religiosa, de la que habían sido excluidos. Por eso resulta tanto más extraordinaria una figura como la del teólogo luterano Jorge Calixto, de Helmstedt (1586-1656). Calixto procedía de los estudios históricos y patrísticos. La obra de Cassander, que fue impresa en 1608 y reimpresa en 1616, le era conocida. Calixto enlazó con las ideas de éste, pues el ideal de la antiquitas correspondía también a las preferencias del profesor de Helmstedt. Así encontró también él el valor de la tradición, aun cuando pretendiera condenar con este testimonio de la Iglesia antigua las «innovaciones» romanas. En esa tradición había que encontrar el conocimiento de la verdadera reli­gión cristiana y de la Iglesia; y por ello, según Calixto, el consensus de la Iglesia antigua, que comprende los artículos fundamentales, debía servir de base para todas las discusiones dogmáticas. Prescindiendo del excesivo poder del papa, la escisión de la Iglesia se debe, en efecto, a que se proponían como necesarias para la salvación muchas verdades que, confrontadas con los artículos fundamentales, no lo eran en realidad. En el centro de la tradición está de nuevo el credo apostólico, al que se añaden también los otros símbolos de la Iglesia antigua, que fueron trasmitidos por los concilios libres de toda falsificación. Calixto admitía estos concilios hasta el «sínodo» de Orange (529), que significó el fin de las disputas semipelagianas. En estos cinco siglos se formó un consensus entre los Santos Padres, el consensus quinquesaecularis, en el cual destacaron grandemente algunos Padres, pero que en general forma una unidad. Este consensus une a todas las Iglesias, y sobre esta base podrían los «entendidos» llegar quizá a una unión. Calixto fue combatido por todas partes y tenido por un criptocatólico por sus compañeros de confesión. Como en el credo apostólico no se habla nada de la justificación, toda la Reforma protestante le parecía a Calixto innecesaria. Pero tampoco los católicos admitieron esta doctrina, que entre tanto había sido puesta en el Índice en la obra de Cassander. Hoy todos reconocen que el consensus quinquesaecularis se tomó como cosa muy sencilla, y que Calixto pasó por alto toda la complejidad histórica, todo aquel conjunto de opiniones, luchas y decisiones, todas las circunstancias y las ideas estructuradas de manera distinta en que se habían formado y nacido los símbolos.

 

La gran hora de la vida de Calixto pareció llegar cuando, en 1645, fue invitado al coloquio religioso que el rey de Polonia quería celebrar en Thorn. El capuchino Valeriano Magni, hijo de un conde de Milán, que había alcanzado grandes méritos en la restauración católica de Bohemia como consejero del cardenal Harrach, arzobispo de Praga, había ganado para el catolicismo a Nigrino, célebre predicador reformado de Danzig, que, después de su conversión, fue secretario privado del rey de Polonia, Wladislao IV. Su conversión pareció arrastrar tras sí a muchos de sus compañeros. El P. Valeriano, que había intervenido también en el matrimonio del rey polaco con una hija del emperador, se ganó al rey con el apoyo de Nigrino para que intentase una reunificación con los protestantes. En Thorn, un Colloquium caritativum, «unas conversaciones llenas de amor», debían reunir a los diversos grupos y preparar los caminos para la unión. A ellas fue invitado también Calixto, formando parte de los dieciocho luteranos que se enfrentaban a dieciocho católicos, de éstos ocho jesuítas, a los veintidós calvinistas y al representante de los Hermanos Bohemios, el conocido pedagogo Comenio. Pero Calixto fue rechazado como representante de los luteranos por éstos mismos, y así representó sólo a los reformados. En los meses de preparación a las conversaciones los protestantes del extranjero crearon una atmósfera muy tensa y enconada, que debía dominar luego toda la conferencia. No se consiguió atenuar las diferencias y mucho menos se llegó a la unión. Al contrario, luteranos y calvinistas abandonaron su unidad, mantenida hasta entonces en cierto modo en Polonia. Roma había tenido razón con sus temores. Ya antes de las conversaciones Roma se había ocupado oficialmente del asunto y había intentado impedirlas, pues tales coloquios religiosos, según el testimonio de la historia, sólo habían servido para que se enconasen más aún las relaciones, y además menoscababa la dignidad de la Iglesia el someter a nuevas discusiones con los herejes las conclusiones de los concilios universales.

 

En estas deliberaciones, la Congregación de Propaganda se había manifestado también sobre la actitud de la Iglesia con respecto a las conversaciones religiosas. Según el ejemplo de las disputas de san Agustín con los donatistas, tales coloquios podían permitirse algunas veces si los necesarios presupuestos teológicos las justificaban y se preveía habían de tener éxito. Mas como la mayor parte de las veces estos coloquios no habían logrado resultado alguno, la Santa Sede los había prohibido siempre o intentado evitarlos por medio de sus nuncios. Pero, si a pesar de todo, se celebraban, éstos debían procurar que en ningún caso se celebraran en nombre de la Sede Apostólica, y que fueran dirigidas sólo por hombres competentes y eruditos.

 

La Curia tenía motivos para tal precaución. No era pequeño el peligro de que en tales disputas, para lograr éxito, se menoscabara la doctrina católica. Especialmente las doctrinas de la Iglesia invisible, del papa y de su primado, fueron excluidas del coloquio. Estas doctrinas no habían sido mencionadas tampoco por Witzel, Cassander y Calixto. Los intentos de unión en Francia demuestran cuán peligroso podía resultar esto en la práctica. La restauración de la unidad religiosa era para este reino un problema de vida o muerte, y también sabían esto los protestantes franceses, al menos los de la capital. Estos círculos pensaban en un concilio nacional, en el que ellos debían poder hablar. Los católicos, que habían experimentado el influjo de Francisco de Sales, de Bérulle y de Vicente de Paúl, pensaban de otra manera. No buscaban la reunificación de las Iglesias, sino la conversión de los individuos y la vuelta de las masas a la Iglesia. Hasta entonces sólo se había discutido, por ambos bandos, sobre el sentido de la Sagrada Escritura; pero ahora se cambió de tono y de método. Se recordaba la común posesión de tantas verdades de fe; se discutía sobre la misa y el papa, el purgatorio y el culto a María. Pero Bérulle y sus oratorianos se remitían en esto no sólo a las Sagradas Escrituras, sino también a los Padres y a los primeros concilios. De hecho tenían una base general común. El éxito para el sector católico no fue pequeño. Luego llegó la paz, después de la toma de la Rochelle. Richelieu hubiera podido ganar fácilmente para la Iglesia católica a los que estaba bajo la impresión de la derrota, por medio de una misión bien enfocada y el apoyo financiero a los predicadores conversos. Pero el cardenal les concedió libertad religiosa y perdonó a los predicadores que antes habían propagado la resistencia contra él. Retrasó en cierto modo la conversión general para un momento en que fuese lo más ventajosa posible para su gloria personal. Dio nuevas instrucciones para las disputas con los hugonotes. No se podía tomar como base la tradición, sino sólo las Sagradas Escrituras. Belarmino había escrito, pues, en vano sus Disputationes de controversies. Pero con sólo la Escritura no se podía demostrar ni la primacía del papa sobre los concilios ni el purgatorio, doctrinas que, por esto, fueron también abandonadas por los portavoces católicos. Richelieu quería mandar incluso un arzobispo a Roma con la misión de conseguir del papa una declaración en favor de esta reducción de las doctrinas. El cardenal creía, en efecto, que con estos compromisos podría ganarse a los hugonotes. La unión debía conseguirse a través de una conferencia bien organizada, para la que el cardenal buscó colaboradores, ejercitándose él mismo en discutir sobre la base de la Escritura. El éxito esperado seguramente por Riche­lieu hubiera debido ofrecer la base para la gran ilusión que el cardenal consideraba como corona de la obra de su vida: ser un patriarca para Francia o para Occidente en general. Su prematura muerte le privó de ver cumplidos sus deseos. Tales intentos de unión tenían a veces, inconscientemente, un objetivo cismático. Más de una vez Francia dirigió complacida su mirada a Inglaterra y recordó a Enrique VIII.

 

También algunos de los hermanos separados se preocuparon sinceramente, desde sus puntos de vista, por lograr una unión de las Iglesias. El astrónomo luterano Juan Kepler, que bajo la presión de la Contrarreforma interrumpió su actividad docente en Gran, que fue excluido de la comunión por sus propios hermanos de fe, por repudiar la fórmula de concordia, y que tuvo que salvar a su madre acusada de bruja por los protestantes de Württenberg, aseguraba en una carta escrita en 1618 que él dirigía diariamente, con su familia, plegarias al cielo por la «unión de la triplemente dividida Iglesia», y con este propósito dedicó también su Harmonía mundi al rey Jacobo I de Inglaterra, interesado por la teología. Asimismo el antiguo arzobispo de Spalato, De Dominis, entonces residente en Inglaterra, persona erudita, pero inconstante y desgraciada, se esforzó por lograr una unión, que él esperaba ante todo de los obispos, cuya situación en la Iglesia independiente del papa defendía con toda pasión. También el jurista Hugo Grotius (f. 1645), quien, en sus concepciones jurídicas, tomó muchas ideas de los teólogos españoles Vitoria y Suárez, era opuesto a las diferencias teológicas en su patria holandesa, a causa de las cuales debió soportar prisión y destierros, y abrigó pensamientos ecuménicos. Por defender la paz dentro de la cristiandad, fue el primero que rechazó de una manera decidida, en medio de la confusión y los odios de la Guerra de los Treinta Años, que se calificase al papa de Anticristo, idea de la que difícilmente desistía la Reforma. Sus amigos se convirtieron, pero él murió, entonces casi sin ser oído, en el lejano Rostock.

 

MOLANO Y ESPINOLA, LEIBNIZ Y BOSSUET

 

Más importancia para la causa de la unión tuvo el abad luterano de Loccum, Gerardo Molano (1633-1722), que vivía allí según las reglas benedictinas y era director del Consistorio de Hannover y, como discípulo de Calixto, se había apropiado su espíritu. Su principal anhelo era la unidad de la Iglesia. Encontró un interlocutor católico de sus mismos ideales en el obispo franciscano Espinola. Estos coloquios religiosos se ampliaron luego. A ellos se sumaron el filósofo Leibniz, bibliotecario del duque de Hannover, Bossuet, obispo de Meaux, y el sucesor de Espinola en Wiener Neustadt. Hannover parecía ser el lugar más apropiado para el encuentro. Hasta 1679 fue un converso quien rigió los destinos de esta región protestante. En esta ciudad habían actuado los primeros vicarios apostólicos del norte, entre ellos el converso danés Niels Stensen, anatomista y geólogo famoso entonces. Después de la muerte, sin sucesión, del duque católico, su hermano y sucesor, que necesitaba del emperador para alcanzar la dignidad de elector a que aspiraba, admitió a los jesuítas en su ciudad como pastores de almas. También otras circunstancias favorecían la empresa.

 

El emperador Leopoldo I (1658-1705), que mantenía una severa política contrarreformista en sus Estados patrimoniales, buscaba una unidad más fuerte del Imperio ante las continuas diferencias con la Francia de Luis XIV y la constante amenaza de los ejércitos turcos, y quería conseguir una firme alianza de los príncipes alemanes con el emperador, lo cual debía facilitar la formación de un potente ejército bajo la dirección imperial. Los «proyectos de reforma» preveían no sólo medidas de política interior, como la eliminación de barreras fiscales dentro del Imperio, sino también la suavización o eliminación de las diferencias confesionales. En este sentido trabajaba en la reunificación de las Iglesias Rojas y Espinola, hijo de un conocido general español de la Guerra de los Treinta Años, que en Colonia había entrado en la Orden franciscana, y más tarde había llegado a ser obispo de Knin y, desde 1687, de Wiener Neustadt. Apoyado por el emperador, profundamente creyente, Espinola consiguió al menos permiso de Roma para realizar sus planes. El papa Inocencio XI (1676-1689) se hizo informar más de una vez personalmente por el obispo y le animó con diversos Breves, que, en realidad, se mantenían en un plano general. Es una cuestión que está aún por resolver si el papa le hizo concesiones verbales y le dio plenos poderes, y en qué grado.

 

Con gran optimismo el obispo emprendió tres viajes para entrevistarse con los príncipes alemanes luteranos. De los calvinistas no era de esperar ninguna concesión, sobre todo en la cuestión de la eucaristía. Espinola pasó largos meses en la corte de Hannover, donde, según palabras de Leibniz, hubo conversaciones que «tocaban en algo lo esencial». De este modo en 1683 se logró establecer un dictamen teológico, en el que, en una serie de puntos controvertidos, se aceptaba la doctrina católica al menos en el fondo: así, en la cuestión de la infalibilidad de los concilios y de la aprobación de sus conclusiones por el papa, en el problema de la misa y la presencia real de Cristo en la eucaristía, de la suficiencia de la comunión bajo una sola especie, del culto eucarístico, la confesión como sacramento, la veneración de los santos, las oraciones por los difuntos y las indulgencias. Y hubo también coincidencia general en puntos aun no expresamente unificados, pues los interlocutores se subordinaban fundamentalmente a las decisiones de los concilios pasados o futuros. Los interlocutores luteranos deseaban un futuro concilio universal, cuyas decisiones de fe serían infalibles en virtud de la asistencia del Espíritu Santo.

 

La protesta del partido francés en Roma desde 1684 causó graves daños a tan esperanzadora obra. Espinola no podía hacer uso ahora de las instrucciones papales, aunque Inocencio le animó a proseguir su obra en privado. En 1691 el obispo intentó eliminar las tensiones confesionales en Hungría. Se abrigaban optimistas esperanzas de que, al tratar las cuestiones religiosas, se podría asegurar la paz interior de Hungría y la fidelidad de sus habitantes a la casa de Habsburgo, frente a todas las tentaciones para que la abandonara. Espinola favorecía y fomentaba en Hungría un cambio de status de los protestantes, la terminación de las medidas contrarreformistas y la celebración de coloquios religiosos, a los cuales, teniendo en cuenta que los húngaros eran poco independientes en teología y estaban poco formados en religión, el emperador debía invitar a teólogos luteranos alemanes, mesurados y de prestigio. Espinola declaró que él por ahora no intentaba otra cosa que la unión en la fe, ordenada por Dios a todo el mundo. La cuestión del modo de gobierno y todos los demás asuntos los dejaba a la suprema autoridad de la Iglesia, a la que Dios inspiraría lo que podía ser concedido, una vez obtenida la unión, para general edificación. El emperador se interesó también por traer a algunos teólogos de la ciudad polaca de Danzig. Pero los teólogos del Imperio no escucharon la llamada a participar en estos coloquios religiosos en Hungría, los cuales, al fin, no se llevaron a cabo.

 

El tercer viaje de Espinola por el Imperio no tuvo éxito; murió en 1695. Su sucesor en Wiener Neustadt, Francisco Antonio, conde de Buckheim, fue invitado varias veces por Molano para reanudar las conversaciones. Con menos esperanza que Espinola, el cual estaba entusiasmado con sus planes, el obispo marchó en 1698 a Hannover, manteniéndose esta vez en permanente contacto con el nuncio de Viena, para así asegurarse por todas partes. Las gestiones que llevó a cabo con Molano y Leibniz le llenaron de grandes esperanzas, al encontrar en sus interlocutores una sincera disposición para lograr la unión. Creía en la vuelta a la Iglesia católica del elector y de su territorio. De nuevo se intentó poner en práctica un plan de unión semejante al del año 1683, en el que se reconocía al papa como cabeza visible de la Iglesia verdadera, católica, apostólica, romana. No obstante, las conversaciones no obtuvieron ningún resultado práctico. El informe que el obispo envió a Roma no encontró allí la acogida favorable que él esperaba. Molano, Leibniz y sus amigos se retrajeron. Las causas de esto no se conocen bien. Parecen haber intervenido en ello el cambio de la situación política, el frío retraimiento de Roma, quizá también el proceder de Bossuet en las gestiones de la unión, que a los interlocutores alemanes les pareció cargado de inten­ciones políticas y exigencias totalmente imposibles de satisfacer.

 

Bossuet, más tarde obispo de Meaux, uno de los más destacados teólogos franceses de aquel tiempo, gozaba de gran prestigio ante Luis XIV, que le había confiado la educación del Delfín. Ya en 1671 el obispo, que conocía a fondo las Sagradas Escrituras y los Santos Padres, redactó su exposición de la fe católica, la Exposition de la doctrine chrétienne, que mereció una gran alabanza del papa. Esta obra estaba destinada en primer lugar a conquistar a los hugonotes e intentaba explicar las doctrinas del Concilio de Trento. Con ello se demostraría —escribía Bossuet en el prólogo— que ciertas diferencias confesionales se apoyaban sólo en un malentendido de la doctrina católica, que las otras no tenían la importancia que se les había dado al principio, y que según los mismos principios protestantes la doctrina católica no contenía nada que pudiera vulnerar las verdades fundamentales de la fe. Con esta postura conservadora y apologética inició Bossuet también una labor práctica de unión: las disputaciones en presencia de los nobles franceses, a los que había que ganarse.

 

La exposición de Bossuet encontró una furibunda respuesta salida de la pluma del casi puritano hugonote Jurieu, que sólo quería conocer la Iglesia a través de la Escritura, aclarada por la experiencia histórica; Jurieu desarrollaba igualmente la doctrina de los artículos fundamentales y declaraba que la Iglesia católica abarcaba todas las Iglesias que invocaban al único Dios por mediación de Nuestro Señor Jesucristo. Ninguna de estas Iglesias, decía Jurieu, era la católica, pero todas participaban de ella. La controversia continuó incluso tras la huida de Jurieu a Rotterdam. En la defensa de la eucaristía Bossuet se encontró al lado de Arnauld, que había trasladado su residencia a Bruselas.

 

En 1691 se inició una extensa correspondencia entre Bossuet y Leibniz. Aun cuando la iniciativa partiera de Leibniz, que creía que Francia podía ser la aliada católica para las gestiones de unión de Espinola, a fin de no tener que reconocer el pleno poder de la Santa Sede, parece, sin embargo, que tal contacto se debió también a la esperanza de Luis XIV de poder ser él el que llevase a cabo la unión que el emperador y el papa habían intentado en vano. El deseo de Leibniz era aproximadamente el siguiente: Antes que la unión política de los pueblos pretendida por él y por el príncipe de Hannover se pudiera basar en el cristianismo, había que restablecer la unidad de la cristiandad. Pero como los protestantes creían tener razón para rechazar el Concilio de Trento, porque no había sido un concilio universal, bastaba para la unión que estuvieran dispuestos a someterse a las decisiones de un futuro concilio celebrado conforme a derecho. Entretanto, podían ser aceptados en la unidad de la Iglesia, recibir las consagraciones de la Iglesia romana y reconocer que en ésta se hallaban los fundamentos de la fe y el poder ordinario concedido a los obispos según el derecho divino. Bossuet no vio en las proposiciones de Leibniz más que las tesis de Jurieu. Rechazar un concilio universal era lo mismo que decir: Me someto a la Iglesia, pero no sé quién es ni dónde se halla. Tampoco un futuro concilio poseería una mayor infalibilidad y seguridad; se encontrarían razones para sustraerse también a él, y la consecuencia sería una gran indiferencia frente a la religión en general.

 

Ante el deseo de Leibniz, mantenido durante decenios, de un concilio universal, pretendiendo ignorar o rechazando expresamente el Tridentino, y ante la decidida postura de Bossuet, de que la constitución de nuestra Iglesia no podía ceder ni un ápice de la doctrina ya definida (obrar de otra forma supondría echar abajo los cimientos), fracasó el noble intento, que terminó amargando al filósofo de Hannover. A Bossuet, que alguna vez se excedió en el tono y habló de herejes tozudos, le faltó el espíritu de suavidad con el que se puede ganar a los errados y rectificar los errores. Y Francia, que con la revocación del Edicto de Nantes había destruido la Iglesia protestante, no poseyó ningún sentido para apreciar los valores cristianos positivos que habían cultivado los protestantes, especialmente los del campo luterano.

 

No han faltado después intentos de nobles varones y de pequeños círculos de ambas partes para conseguir la unidad de la cristiandad. Pero debían transcurrir aún más de dos siglos para que, en muy distintas circunstancias, fuese aún más vivo el anhelo de la unidad de la Iglesia y se realizasen mayores esfuerzos oficiales en un más amplio frente. Pero tampoco la labor unionista del siglo XVII, que se realizó sin previa preparación psicológica del pueblo creyente y que hubo de fracasar por esto, fue utopía. Era la consoladora expresión de una conciencia nunca perdida, pero oculta bajo una polémica superficial y un antagonismo confesional, de la comunidad de todos los bautizados en Cristo y redimidos por El.