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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

REFORMA Y CONTRARREFORMA

 

CAPITULO SÉPTIMO

 

LA NUEVA VITALIDAD DE LA IGLESIA MISION UNIVERSAL, CONVERSIONES

Y CONFIGURACION BARROCA DEL MUNDO

 

I

LUCHA CONTRA LA MEDIA LUNA

 

 

 

Fortalecida por la renovación interior y asegurada al menos de una manera relativa en Alemania y Francia por los resultados políticos de la Contrarreforma, la Iglesia católica manifestó en el siglo XVII una sorprendente riqueza de vida espiritual y de fuerza para configurar y transformar el mundo. Con esto algunos ideales de la Edad Media, que parecían haber sido truncados radicalmente por la tempestad de la Reforma, fueron aceptados de nuevo y se intentó llevarlos a la práctica con la victoriosa energía de una segura autoconsciencia adaptada a las modernas circunstancias. La idea de la cruzada, que había sido sostenida durante siglos por el entusiasmo y la entrega de los príncipes católicos y el pueblo creyente, y que luego desapareciera poco a poco de la conciencia durante la Baja Edad Media, conoció una especie de resurgimiento, tras la fase de un cierto fatalismo, que hacía que en tiempos de la Reforma se considerasen los ataques de los turcos como castigos de Dios (Lutero).

 

La situación era ahora totalmente diferente a la que existía cuando Pío II proyectó su cruzada un decenio después de la caída de Constantinopla. Los turcos habían conquistado entre tanto la heroicamente defendida Rodas, sometido todos los Balcanes, ocupado Hungría, atacado las fronteras de Estiria y amenazado diversas veces a Cracovia así como a la misma capital imperial del Danubio. Con suerte varia y con el apoyo —la mayoría de las veces insuficiente— de los príncipes protestantes, el emperador se opuso a ellos en Hungría. Malta, defendida valerosamente por los caballeros de san Juan, fue atacada por la escuadra musulmana. El Mediterráneo parecía ser un mar turco, y piratas mahometanos se erigían en señores de las costas del norte de África. Además, desde hacía tiempo Francia mantenía contactos e incluso amistosas relaciones con los turcos, concertaba con ellos acciones contra el emperador y los incitaba a nuevos ataques, con los que hacía coincidir en el tiempo sus propias medidas. No quedaba ya, pues, ningún vestigio de un Occidente cristiano.

 

La personalidad de Pío V, totalmente religiosa, no se desanimó por esto. Con increíble paciencia y tenacidad, este papa se esforzó por conjuntar en una gran Liga contra el turco a Francia y al emperador, a Polonia e incluso a la cismática Rusia. Esto era en realidad un anhelo idealista, dada la miopía de la política de intereses nacionales. Finalmente, tras lentísimas gestiones, se llegó al menos a una alianza entre España, Venecia y el papa. La Liga, cuya constitución fue anunciada solemnemente en mayo de 1571 en la iglesia de San Pedro, debía ser permanente, extenderse a la defensa y al ataque y dirigirse no sólo contra el sultán, sino también contra los Estados satélites de Argelia, Túnez y Trípoli. Fue nombrado capitán general D. Juan de Austria, hijo de Carlos V, y lugarteniente suyo, el comandante de la flota pontificia. Para atraer sobre la flota la protección del cielo, Pío V ordenó un jubileo solemne y rogativas universales.

 

El 7 de octubre de 1571 se dio la decisiva batalla en las aguas de Lepanto, a la entrada del golfo de Corinto. La flota cristiana hundió cincuenta galeras enemigas. La mitad de las naves turcas fueron apresadas y puestos en libertad 12.000 cristianos esclavos, condenados a galeras. Sólo pudo escapar una tercera parte de la flota turca. La noticia de la victoria llegó a Roma catorce días después. El papa, que antes de la batalla había implorado al cielo la victoria con duras penitencias y que, al parecer, contempló en una visión el triunfo de las armas cristianas en la misma hora de la batalla, cuando se celebraba la procesión de la hermandad del Santo Rosario, instituyó, en memoria del triunfo, la festividad de Nuestra Señora de la Victoria, que luego Gregorio XIII mandó celebrar, como fiesta del Rosario, en todas las iglesias que tuvieran un altar dedicado al Santo Rosario, el primer domingo de octubre.

 

La victoria de Lepanto, que salvó a España e Italia del peligro de una invasión turca, perdía dos años después los frutos conseguidos. En vez de preparar los planes militares para el próximo año, como se preveía en el tratado, y quebrantar de una vez para siempre el poder de los eternos enemigos de la cristiandad, los príncipes católicos se negaron a formar parte de la Liga. España y Venecia volvieron a sus antiguas rencillas. Y Francia, que precisamente enviaba un obispo como legado a Constantinopla, conseguía un tratado de paz por separado entre Venecia y el sultán, por el que la Serenísima renunciaba a la cristiana Chipre. La victoria de Lepanto había sido traicionada. Pero Pío V no conoció tal desengaño.

 

En el pueblo católico Lepanto promovió una más rápida extensión de la devoción al Santo Rosario, la fundación de numerosas hermandades del mismo nombre y, sobre todo, el auge del culto a María. La imagen de María, con la media luna a sus plantas, fue incluida en los escudos de las ciudades. Ya en 1572 aparecieron numerosos epiniquios (cantos de victoria), sobre todo en las universidades de los jesuítas. Tanto en Venecia como en Alemania se colocaron en las iglesias imágenes con la vencedora de Lepanto, se levantaron capillas bajo el título de María de la Victoria (Ingolstadt), y todavía un siglo después de la batalla el barroco utilizaba el motivo de Lepanto incluso para una custodia y construía, en la iglesia de la abadía suaba de Irsee, años después de la canonización de Pío V, un púlpito en forma de proa de nave, con mástil y vela, escotillas y gallardetes.

 

El pueblo, que desde 1590 oía al mediodía en todas las iglesias católicas del territorio alemán el toque de la campana de los turcos, sabía, mejor que algunos políticos, el constante peligro de aquéllos. Pocos años después de Lepanto los turcos estaban en condiciones de realizar nuevos ataques. Todo su poder lo descargaron sobre Creta, la última posesión de Venecia en el Mediterráneo oriental. La lucha duró veinte años. Por último se concentró sobre la fortificada capital, que hubo de capitular en 1669. El apoyo financiero del papa a Venecia, la entrada en acción de la flota pontificia, todas las gestiones realizadas para conseguir una empresa común de los príncipes cristianos no pudieron cambiar el rumbo del destino. La prestación de un cuerpo auxiliar, que, sin embargo, no podía luchar enarbolando la bandera francesa, lo cobró bien caro el rey Luis XIV de Francia a base de privilegios eclesiásticos.

 

El próximo objetivo del plan de conquista de los turcos era el norte. La frontera abierta del sur de Polonia era una tentación constante. El reino estaba completamente arruinado por las divisiones. Así, la primera ciudad que cayó en manos enemigas estaba en Podolia. El nuevo nuncio pontificio, Buonvisi, acudió a Varsovia con ayudas económicas del emperador y de los príncipes alemanes. Pudo incluso vencer, con mucho cuidado, la discordia interior. La Dieta rechazó la paz que el rey había concertado con los turcos; se organizó la resistencia militar. Al morir el rey, Juan Sobieski, que ya se había distinguido en la lucha contra los turcos, fue elegido en 1674 para sucederle, con la aprobación del nuncio y sobre todo gracias a la decisiva influencia del partido francés, en el que, en este caso, pesó más la enemistad contra el emperador que la amistad tradicional con el turco. Pero también el nuevo rey tuvo que concertar la paz con el sultán y ceder algunos territorios polacos.

 

La lucha de Luis XIV contra el emperador Leopoldo I, cuya elección no pudo evitar a pesar de todos sus esfuerzos, tendía ahora a apoyar a los húngaros, que se habían sublevado y aliado con los turcos, a reclutar en Polonia fuerzas mercenarias para los rebeldes, e incluso a convencer al rey polaco para que prometiese ayudarles. Luis había suscrito ya (1679) la paz de Nimega. Se impidió diplomáticamente que se concertasen alianzas entre Polonia y Rusia, que declaró la guerra a la Sublime Puerta en 1677, y entre el emperador y Polonia, para eliminar el peligro turco, e indirectamente se invitó a la Sublime Puerta a atacar al emperador, al prometer Francia expresamente su ayuda sólo a Polonia y a Venecia.

 

En realidad no se llevaron a la práctica todos estos planes franceses. El traslado del nuncio Buonvisi, de Varsovia a Viena, fue una hábil jugada de ajedrez del papa Inocencio XI. Con la paz de Nimega el pontífice creía haber eliminado el gran impedimento para una empresa común cristiana. Pero pronto hubo de convencerse de que, debido a la destacada influencia que Francia se había asegurado entre los más poderosos de los príncipes alemanes, sólo podía contar con el emperador, con Polonia y con la cismática Rusia, y que debía darse por contento si lograba de Francia una declaración de neutralidad por el tiempo que durase la proyectada campaña contra los turcos. El hábil nuncio logró, tras penosas gestiones, una alianza entre Polonia y el emperador, que fue ratificada por la Dieta polaca en la Pascua de 1683. El papa tomó prácticamente a sus expensas la financiación del cuerpo auxiliar polaco.

 

Con impuestos sobre los bienes eclesiásticos de Italia, España y otras naciones, con la autorización del correspondiente impuesto imperial en los dominios patrimoniales, con el permiso de venta de bienes de la Iglesia, con la caución de los tesoros eclesiásticos excepto los cálices, con las libranzas de la cámara del tesoro de Sant’ Angelo, se recaudaron sumas gigantescas. Sin los cinco millones de florines que pasaron del arca del tesoro pontificio al emperador y al rey de Polonia, la alianza y la victoria hubieran sido imposibles. La alianza llegó justa. Ya estaba en poder de los rebeldes la Hungría superior, y a primeros de mayo un poderoso ejército turco de 150.000 a 200.000 hombres, bajo el mando del gran visir Kara Mustafá, alcanzaba Belgrado. Después de la declaración de guerra al emperador, los sublevados húngaros se pasaron a los turcos. Los 30.000 ó 40.000 hombres del ejército imperial, bajo el mando del cuñado del emperador, el duque Carlos de Lorena, tuvieron que retirarse para proteger Viena contra un ataque, ya que el ejército polaco no estaba aún armado. La corte huyó a Linz y Passau. Carlos de Lorena introdujo 10.000 hombres en la ciudad imperial, que estaba defendida inteligente y valerosamente por Ernesto Rüdiger, conde de Starhemberg. El alcalde de Viena y el obispo de Neustadt, conde Kollonitsch, que se refugió en la amenazada capital, supieron animar a los defensores, a los que les era imposible evitar con sus ataques que el anillo turco se cerrase de día en día y que tuvieron que soportar, durante casi tres meses, el largo asedio, el tiroteo, los ataques y el hambre.

 

Al duque de Lorena fue difícil contenerle para que no lanzara un ataque antes de que llegaran las tropas de Polonia. Por fin hicieron acto de presencia las fuerzas de socorro, compuestas de contingentes de los principados imperiales, de las reservas y de polacos. El número oscilaba entre 40.000 y 70.000 hombres. Carlos de Lorena entregó el mando supremo de los ejércitos al orgulloso rey de Polonia. Esta renuncia fue obra del nuncio y del legado que el papa tenía junto al ejército de socorro, el capuchino Marco d’Aviano, conocido predicador. Ya en tiempos de Pío V los capuchinos habían tomado a su cargo, en efecto, la cura de almas de los combatientes de Creta y de la flota cristiana.

 

En la mañana del 12 de septiembre, día señalado para romper el cerco de las fuerzas del ejército turco, el padre capuchino celebró la santa misa en el Kahlenberg, monte que domina Viena, en la que hizo de monaguillo el rey de Polonia, y dio la bendición a las tropas aliadas. Luego comenzó la lucha. Tras trece horas de pelea se liberó a Viena y los turcos huyeron a la desbandada hacia Hungría. El botín fue enorme. La bandera del gran visir se destinó para Inocencio XI; le fue entregada el día de san Miguel e izada, como signo de victoria, sobre la puerta principal de san Pedro. La Alemania católica había participado, con oraciones y rogativas especiales, en la angustia de la ciudad asediada. Ahora se celebraba con el mayor alborozo la ayuda de la Madre de Dios, en cuya fiesta, el «Dreissiger» (el día trigésimo) después de la Asunción de María, había sido conseguida la victoria. El papa extendió a toda la Iglesia la festividad del Nombre de María en este día (12 de septiembre). La imagen de María Auxiliadora, según el original realizado por Cranach quizá bajo la mirada de Lutero, del que se hizo una copia en 1622 para una nueva capilla de peregrinación cerca de Passau, fue colocada, en numerosos ejemplares, en las tierras alpinas y en las húngaras reconquistadas a los turcos, como expresión del júbilo por la victoria y del favor concedido. La peregrinación a la imagen de María Auxiliadora de la universalmente conocida Mariahilferstrasse de Viena experimentó una gran afluencia. La transformación de la angustia y del lamento del pueblo amenazado por la peste y por el enemigo en clara y manifiesta alegría de salvación por la victoria de 1683, constituyó, al menos en las tierras alemanas, uno de los factores más importantes de la cultura barroca.

 

Ahora había que aprovechar la victoria de 1683. El que a la situación defensiva siguiera una impetuosa ofensiva, que creó una situación totalmente distinta para Hungría y los Balcanes del norte, y que eliminó definitivamente de Occidente el peligro turco, fue mérito no sólo de los valerosos ejércitos y de sus geniales caudillos, sino también de inteligentes diplomáticos y principalmente del incansable celo del papa. A él hay que agradecer el que el rey de Polonia prolongase la alianza, a pesar de todos los halagos de Luis XIV, quien, durante el avance turco, había ordenado a sus tropas que penetrasen en los Países Bajos españoles. También la república de Venecia se unió a los planes del pontífice. El entusiasmo del papa se propagó a la cristiandad. El pueblo vivía la guerra de los turcos como una verdadera cruzada. Numerosos voluntarios acudían a los ejércitos imperiales de todas partes, incluso de Francia, a pesar de la expresa prohibición de su rey. El papa puso de nuevo en marcha sus galeras y aportó grandes apoyos financieros. El éxito no se hizo esperar. Las victorias de los venecianos en el mar aseguraron no sólo Dalmacia, sino que facilitaron también la conquista de media Grecia. Por su parte, el ejército de tierra, fortalecido tras los primeros fracasos por los contingentes bávaros y brandeburgueses, asaltó en 1686 Buda, ciudad que había estado ciento cuarenta y cinco años bajo el domino turco. Dos años más tarde se atacaba a Belgrado. Después de esta serie de victorias se paralizó el avance, pues en el mismo año de 1688 Luis XIV declaraba la guerra al emperador y al Imperio para asegurar sus «reuniones».

 

El emperador tenía ahora que luchar en dos frentes, ofensivamente en el Rin, y defensivamente contra el turco. Después de la victoria del nuevo generalísimo de las tropas imperiales, el príncipe Eugenio de Saboya, junto a Zenta, se llegó a la paz de Karlowitz (1699). Por ella los turcos entregaban a Venecia la península de Morea (Peloponeso), y al emperador, Hungría, Transilvania y gran parte de Croacia y Eslovenia. Sólo se mantuvieron en el Banato, con Temesvar. Cuando en 1714 reanudaron de nuevo la guerra y atacaron con éxito las posesiones venecianas, se concertó, a instancias del papa Clemente XI (1700-1721), una nueva alianza entre el emperador y la república de las lagunas. El príncipe Eugenio transformó genialmente la reñidísima batalla de Peterwardein en completa victoria. La ocupación de Banato con su capital, el paso del Danubio y la conquista de Belgrado despertaron entre los pueblos cristianos de los Balcanes gran excitación y la esperanza de una total liberación del yugo turco.

Emisarios de estos pueblos se presentaron a los generales y a la corte imperial con súplicas y ofrecimientos para iniciar la campaña. Pero la ocasión fue desaprovechada. Los acontecimientos europeos forzaron al emperador a suspender la campaña. La paz de Passarowitz (1718) dio a Austria el Banato y la parte norte de Servia, donde la autonomía de la Iglesia ortodoxa fue protegida con numerosos privilegios imperiales, pero se erigió también un obispado latino. Aun cuando Servia se perdió después de decenios, sin embargo con las conquistas en Italia y Bélgica por la guerra de sucesión española se creó ahora la gran potencia católica de Austria, cuya fortaleza interior no correspondía a la extensión exterior, sobre todo porque no se logró «hacer un todo de la monarquía soberana»

 

 

 

II

NUEVAS EMPRESAS MISIONERAS. FRANCISCO JAVIER