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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO III

LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROPA

I

MARTIN LUTERO. JUVENTUD Y FORMACION

 

La crisis letal en que se debatía la Iglesia manifestóse abiertamente cuando la Reforma protestante inició su ataque contra ella. La senda para este ataque la dieron las conocidas 95 tesis del fraile agustino Martín Lutero. Lutero, nacido en Eisleben en 1483, procedía de una familia de mineros absolutamente fiel a la Iglesia, que partiendo de una situación modesta, había conseguido irse elevando poco a poco hasta alcanzar un cierto bienestar. Tras cursar sus primeras letras en Mansfels y Magdeburgo, el joven Martín marchó, en la primavera de 1501, a la universidad de Erfurt. La facultad de artistas, a la que él pertenecía, era partidaria de Aristóteles, y en lógica se inclinaba, bajo el influjo de autores ingleses, al terminismo, una especie de nominalismo moderado. Aun cuando Lutero no llegó a entablar contacto directo ya entonces con la teología occamista, esta escuela había abierto, sin embargo, el camino para su posterior idea de Dios y su valoración de la gracia. Sus relaciones con los círculos humanistas de Erfurt no llegaron a ser muy estrechas, a pesar de su amor a los clásicos antiguos. En 1505 alcanzó el grado de magister artium. Padre e hijo estaban de acuerdo en la necesidad de proseguir los estudios universitarios. Por deseo de su padre, Lutero se dedicó al estudio del derecho. Pero de repente surge un incidente dramático. En medio del semestre el joven magister se toma unas vacaciones. Cuando volvía de casa a Erfurt le sorprende una fuerte tormenta. Al caer un rayo cerca de él, exclama: «Socórreme, santa Ana, entraré fraile.» Catorce días después ingresó en el convento de agustinos eremitas observantes de Erfurt. Lutero dirá más tarde que fue llamado «por una visión del cielo».

Los años que permaneció en el convento de Erfurt fueron sin duda el período decisivo de su vida, aun cuando apenas resulte posible señalar ya con seguridad cuál fue su evolución interior en aquellos años. En todo caso, en el convento se encontraba rodeado de un ambiente católico bueno y no encontró en él, cuando ingresó, ni decadencia de las costumbres monásticas, ni antipapismo, ni crítica de la piedad popular, pero tampoco auténtico agustinismo. De todos modos, allí estudió a Gabriel Biel, cuyas Sentencias le hicieron penetrar hondamente en el occamismo, y trabó una relación íntima y familiar con la Biblia. Fueron sobre todo los Salmos, la Epístola a los Romanos y la dirigida a los Gálatas —la Epístola más amada de Lutero— los que le formaron. Entre tanto, había profesado en 1506, y en 1507 fue ordenado sacerdote.

Parece que en su primera misa el pensamiento de la cercanía de la terrible majestad de Dios provocó fuertes conmociones en su alma. Tuvo experiencia viva de lo tremendum, de lo inefablemente grande que es que el frágil hombre eleve su mirada hacia Dios, hacia aquella terrible majestad ante la cual la tierra se estremece. Al lado de esta incomparable grandeza de Dios, el hombre no puede ser ya nada. La posterior idea de Lutero, según la cual Dios lo es todo y el hombre no es nada, es aprehendida aquí por la vía del sentimiento, con una escrupulosidad profundamente anclada en lo subjetivo, mucho antes de ser concebida por el entendimiento. Y, sin embargo, el joven monje quiere estar convencido, por experiencia propia, de que se halla en estado de gracia, sin que se deje tranquilizar definitivamente por su confesor, el ejemplar Staupitz. Para Lutero no llegaron nunca a convertirse en convicción práctica las ideas de que la Iglesia, en cuanto Cristo que sigue viviendo, es la tierra de que debe alimentarse el individuo cristiano para convertirse en un creyente, y de que el juicio de aquélla es presupuesto de la verdad del conocimiento teológico y de la santidad del obrar del cristiano particular. El que luego sería «doctor jurado de la Sagrada Escritura» se preocupaba escrupulosamente de que su doctrina coincidiese con la Biblia. Para él resultaba inconcebible que, en tal caso, pudiera llegar a estar en oposición a la Iglesia. Se manifestaba ya entonces así uno de los problemas capitales de la Reforma protestante: la relación entre la Escritura y la Iglesia.

Mas tales experiencias no ejercían todavía influjo alguno sobre la vida práctica. También el nombre de Lutero se encuentra inscrito en una cédula de indulgencias concedida en 1508 a los agustinos de Erfurt. En Erfurt se destinó a Lutero al cargo de lector, pero luego el vicario de la Orden, Staupitz, lo envió a la universidad de Wittenberg para dar en ella lecciones de filosofía moral y, pronto, también de teología. Con independencia de toda tradición de Escuela, Lutero explicó en esta universidad, que había sido fundada pocos años antes, la Ética a Nicómaco, de Aristóteles. En estas lecciones concibió muy pronto la relación entre la filosofía y la teología, no ya a la manera aristotélica, sino a la manera occamista. Partiendo de la Biblia y de san Agustín llegó a recusar a la razón, que, contra su voluntad, se veía forzada a confesar que Dios era demasiado elevado para ella. Dios no puede ser conocido; comprenderle significaría empequeñecerle. El estudio de san Agustín le abrió también, ciertamente, los ojos para ver el pecado incluso del justo y la impotencia de la voluntad humana. Lutero creía que podía ratificar todo esto con su propia experiencia personal. Pronto volvió a Erfurt, para dar allí lecciones sobre las Sentencias de Pedro Lombardo en el Estudio General de la Orden. Poco después de esto su convento lo envió a Roma, por asuntos propios de la Orden, y allí defendió el ideal de la observancia frente a las reglamentaciones jurídicas. Los defectos de la Roma del Renacimiento apenas le impresionaron entonces. Una vez vuelto a la patria, actúa de nuevo en Wittenberg, donde, en 1512, alcanza el grado de doctor en teología, haciéndose cargo de la cátedra de Sagrada Escritura, que hasta entonces había detentado Staupitz y que desempeñó hasta su muerte con una fidelidad ejemplar. Siendo a la vez jefe de estudios del convento y predicador de las iglesias principales de la ciudad, pronto el joven profesor se convierte en una de las figuras más destacadas de Wittenberg, figura respaldada por la Orden, la Universidad y los estudiantes. Lutero dictó lecciones sobre los Salmos, y luego sobre la Epístola a los Romanos, comentando más tarde las Epístolas a los Gálatas y a los Hebreos. Esto ocurre en los años 1513 a 1518. En sus clases quería volver al texto primitivo, y rechazó la Vulgata, cuya traducción, como es sabido, es más antigua que el texto de los manuscritos griegos conservados. Sobre esta base Lutero llega muy pronto a dar una explicación puramente histórica, renunciando a todas las glosas medievales y a cualquier tipo de alegoría. En sus lecciones sobre la Epístola a los Romanos escribe en la introducción: San Pablo enseña en la Epístola a los Romanos la realidad del pecado en nosotros y la justicia única de Cristo. Con esto habría llegado, pues, ya Lutero a nuevas concepciones fundamentales en teología.

LA «EXPERIENCIA DE LA TORRE» Y LAS IDEAS FUNDAMENTALES

A esta clarificación la precedieron sin duda múltiples experiencias. Se ha querido ver ya, como punto de arranque de esto, la experiencia práctica de Lutero acerca de la justicia de las obras y el hecho de que por entonces llegase a sus manos la obra de san Agustín contra los pelagianos, titulada De spiritu et littera. Lutero mismo contaría más tarde cómo en el convento no se cansaba de hacer penitencias, de ayunar, orar y pasar las noches en vigilia, para conseguir que Dios fuese clemente con él. Mas todos sus esfuerzos habían sido en vano, hasta que el Señor le redimió por el Evangelio de la sola fe justificadora, y le abrió las puertas del Paraíso. No es preciso tomar demasiado a la letra este relato. Muy probablemente nos encontramos aquí ante engaños inconscientes de la memoria. Al comienzo Lutero encontró tranquilidad y paz en el convento. Sólo más tarde apareció el sentimiento de no ser capaz de cumplir la ley divina, como exigía la disciplina de la Orden, a lo que se añadieron violentas tribulaciones y tentaciones. Se apoderó de Lutero el sentimiento del pecado, que, según él, perdura aun a pesar del arrepentimiento, la confesión y la penitencia, y la creencia de no poder arrostrar la terrible majestad de Dios. La experiencia de la concupiscencia mala y de estar prisionero del propio yo (Jedin) le condujo al borde de la desesperación. Todos los consejos de Staupitz no le sirvieron para vencer tales estados de angustia. Entonces le llegó un conocimiento del cual Lutero habla como de su experiencia reformadora decisiva. He aquí cómo la cuenta retrospectivamente el mismo Lutero en 1545, en el prólogo al tomo primero de sus obras latinas:

«Me poseía un deseo obstinado de comprender al Pablo de la Epístola a los Romanos. No me lo había impedido hasta ahora la falta de fervor, sino una sola frase del primer capítulo: “La Justicia de Dios se revela en él [el Evangelio]”. Pues yo odiaba la expresión “justicia de Dios”. En efecto, había sido yo enseñado, según el uso y la interpretación de todos los doctores, a entender filosóficamente esta expresión, como dicha de la llamada justicia formal o activa, en virtud de la cual Dios es justo en sí mismo y castiga por ello a los pecadores e injustos. Mas yo sentía, con un completo desasosiego de conciencia, que, a pesar de que mi vida de monje era intachable, ante Dios era un pecador, y que no podía confiar en aplacarle mediante mis obras de satisfacción. Así, pues, no amaba yo a este Dios justo y que castiga el pecado, sino que lo odiaba. Con protestas mudas, y, si bien no todavía blasfemas, sí, desde luego, terribles, me irritaba contra él: me preguntaba si no era ya bastante que los pobres pecadores, los eternamente condenados por el pecado original, fuesen oprimidos con toda suerte de desgracias por la ley de los diez mandamientos, para que, además, en la Buena Nueva añadiese Dios dolor al dolor, que encima cargase todavía sobre nosotros, mediante el Evangelio, su justicia y su cólera. De este modo me enfurecía yo, con una conciencia salvaje y sobresaltada. Pero yo seguía insistiendo, en mi angustia, sobre aquel pasaje de san Pablo, deseando saber, con ardiente curiosidad, lo que con él quería decir. Hasta que, cavilando día y noche, presté atención, por la misericordia de Dios, al contexto de aquel pasaje que dice: “La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: El justo vive de la fe”. Entonces comencé a entender la justicia de Dios como la justicia mediante la cual el justo vive por regalo de Dios (como justo), esto es, de la fe. Y comprendí que el sentido es éste: El Evangelio revela la justicia pasiva de Dios, mediante la cual el Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito: El justo vive de la fe. Entonces me sentí verdaderamente como nacido de nuevo y como si hubiese entrado en el cielo más alto por las puertas abiertas. E inmediatamente el semblante de toda la Escritura se me apareció de un modo nuevo».

La comprensión de Romanos, 1, 17 se convierte, de esta manera, en la clave de sus ideas, tal como luego se fueron desarrollando poco a poco. La justicia de Dios no es ya ahora, para Lutero, la justicia que castiga y que premia y que Dios posee, tal como la habían concebido los escolásticos occamistas, sino la justicia que Dios otorga, la justicia inmerecida de la gracia; y Dios mismo no es ya el Dios del capricho, sino el Dios de la misericordia. Con ello Lutero encontró algo nuevo para él, pero que había sido enseñado ya por todos los exégetas de la Edad Media. Que esta idea fuese, sin embargo, una idea reformadora y herética es algo que se debe al contexto en que la colocó el profesor de Wittenberg.

En correspondencia con su propia experiencia religiosa personal, esta justicia de Dios se opone diametralmente, para él, a toda autojusticia del hombre, que envenena la totalidad de sus obras. El hombre se halla completamente corrompido a causa del pecado original; la concupiscencia, que permanece incluso después del bautismo, es sencillamente pecado. Por ello, el obrar propio no sirve de nada en el proceso de la justificación. Las llamadas buenas obras no contribuyen nada a la salvación y no son tampoco un presupuesto para la justificación; no producen ningún mérito. Las verdaderas obras buenas no son otra cosa que la consecuencia, el fruto de la nueva justicia. La justicia de pensamiento no es, sin embargo, una elevación del ser humano, indisolublemente unida con la remisión del pecado, y un nuevo principio de la vida sobre­natural, sino la aceptación personal del pecador por Dios, en virtud de los méritos de Cristo. No por el ser, sino únicamente por la fe, y, desde luego, por la sola fe sin obras, se une el pecador con Cristo. Mas a pesar de su justificación, continúa siendo pecador (simul iustus et peccator); sus pecados están únicamente recubiertos; la justicia de Cristo sólo se le aplica externamente, sólo se le imputa. Lo único que el hombre puede hacer es entregarse confiadamente a la palabra de Dios, confiar en los méritos de Cristo en la cruz, y experimentar el juicio dictado sobre el pecado. Esta actitud de confianza es para Lutero la fe.

La idea de la justicia por la fe y de la función de la sola fe tenía que completarse con la negación de la libertad de la voluntad humana. Pues el hombre que pudiera decidirse en favor del bien sería, en efecto, su propio salvador y no necesitaría de Cristo. Justamente la esencia del pecado consiste en que el hombre intenta introducir furtivamente de algún modo lo humano en el proceso de la salvación. Pero es una injusticia contra Dios que alguien desee y busque la justicia que El da. La naturaleza humana no puede hacer otra cosa que pecar. Puede demostrarse que las obras del hombre, por muy buenas que puedan ser o parecer, son, sin embargo, pecados mortales. Las obras de los justos son pecado, y mucho más, naturalmente, las de los no justos. Lutero expondrá estas tesis en Heidelberg en 1518. Pero si el hombre no puede hacer otra cosa que pecar, y su suerte después de la muerte es diferente, esto significa que la decisión sobre la suerte eterna de cada hombre sólo puede depender de la voluntad de Dios. Por tanto, Dios predestina a los hombres no sólo a la bienaventuranza, sino también a la condenación. Dios no quiere dar la gracia a todos. No existe ningún seguro contra esta predestinación divina, pero sí hay la certeza de salvación de los que confían con fe, el refugiarse en las heridas de Cristo, el acogerse a la cruz. Únicamente esto garantiza la salvación, a pesar de todas las tribulaciones interiores, que no significan, en efecto, otra cosa que la señal infalible de que «Cristo está contigo y tú estás con Cristo».

Estas son ideas propias del nominalismo radical, a las que se añaden ideas de la escuela agustiniana e influjos de la mística alemana, que aquí colaboran con las experiencias personales de Lutero. Este no ha encontrado todavía un sistema para sus nuevos conocimientos y, durante toda su vida, no permitirá que ningún sistema le aparte de la fogosa espontaneidad y originalidad de sus pensamientos. Pero sus afanes científicos alcanzan nuevas metas. Quiere una teología religiosa, que hable al corazón y enseñe la nueva fe sin aparato filosófico. De esta manera limita la teología a la Biblia y a los Padres, que es preciso explicar literalmente; rechaza la Escolástica, calificándola de juego de palabras, y se burla de Aristóteles. Uno llega a ser teólogo tan sólo cuando dice adiós a Aristóteles, afirma en 1517, en una disputa contra scholasticos. Esto era una declaración radical de guerra contra toda la teología medieval.

LA DISPUTA DE LAS INDULGENCIAS

La ocasión que hizo madurar completamente las nuevas ideas y exponerlas en público fue, para Martín Lutero, la predicación de la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro. En 1505 el papa Julio II había encargado a Bramante que realizase aquella gran obra. De acuerdo con una costumbre que había surgido en la Edad Media para activar, mediante la concesión de una indulgencia, las grandes obras provechosas a todos, también Julio II (1507) y su sucesor León X (1514) anunciaron una indulgencia plenaria para toda la cristiandad. A las condiciones ordinarias de recibir los sacramentos se añadía la entrega de una limosna, como contribución para la gran obra. A los predicadores de la indulgencia se les concedían especiales poderes para confesar y absolver. Se podía comprar la así llamada cédula de confesión y, de esta manera, quedar absuelto, una vez en la vida, de todos los pecados, incluso de los reservados al papa. La indulgencia se podía aplicar también a los difuntos; desde el siglo xv existían, en efecto, indulgencias papales para las almas del purgatorio.

La indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro no se predicó en el norte de Alemania, esto es, en la provincia eclesiástica de Maguncia, hasta el año 1517. En 1513, el príncipe Alberto de Brandeburgo, que sólo tenía veintitrés años y era hermano del príncipe elector, fue elegido para arzobispo de Magdeburgo y para administrador apostólico de Halberstadt. Al año siguiente, también el cabildo catedralicio de Maguncia lo eligió para arzobispo de esta ciudad, después de haberse comprometido a pagar a Roma, de su propio dinero, las anatas, que ascendían a catorce mil ducados. Ahora bien, el derecho canónico prohibía que una misma persona acumulase varios obispados. El regir tres obispados era algo inaudito en Alemania. Mas como Alberto no quería renunciar a ninguno de aquéllos, trabajó por lograr en Roma una dispensa que le permitiera seguir reteniéndolos. Dada la politización y mundanización de la Curia, la dispensa fue concedida por León X, tras prolongadas negociaciones, pero había que pagar por ella diez mil ducados más. Ahora bien, ¿cómo iba a poder pagar Alberto esta suma inmensa? Al parecer, fue el representante en Roma de los Fugger el que señaló un camino al legado de Alberto: Se podría nombrar al arzobispo de Maguncia comisario de la bula en sus tres obispados y en los territorios de Brandeburgo. Debía, pues, encargarse de la venta de la indulgencia, pero participaría también en la recaudación. Una mitad del dinero conseguido con aquélla debía ir a Roma, para la construcción de la basílica, pero con la otra mitad se quedaría él. Contra esta mitad, los Fugger le adelantarían el dinero necesario para pagar las tasas exigidas por Roma. Los legados de Alberto pusieron algunos reparos contra esta transacción simoniaca, pero el arzobispo, hombre ligero y de sentimientos munda­nos, concertó el trato. Las tasas fueron pagadas directamente por los Fugger, que ahora estaban interesados económicamente en la indulgencia. Dado que en ésta se trata de algún modo de la aplicación de los méritos ganados por la sangre de Cristo, este manejo de la indulgencia como garantía en un gran negocio bancario se presenta cuando menos como escandaloso.

En 1517 Lutero no sabía todavía nada de esta prehistoria de la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro. Tampoco sabía nada de que el cabildo de la catedral de Maguncia quería obtener algún beneficio de aquélla para su catedral, ni de que el emperador Maximiliano exigía, para dar su aprobación, que se le pagasen tres mil florines, destinados a la construcción de la iglesia de Santiago en Innsbruck. Lo que exasperó a Lutero fueron otras cosas.

La bula Sacrosancti, de 31 de marzo de 1515, concedía, pues, al arzobispo de Maguncia la predicación de la indulgencia por un período de ocho años. En ella se empleaba la fórmula plenissima omnium peccatorum remissio, que hoy puede dar lugar a malentendidos, pero que entonces se entendía correctamente. La bula decía también, apoyándose en sólidos argumentos teológicos, que la indulgencia era aplicable a los difuntos. El primer domingo de adviento se predicó la indulgencia en Maguncia, y en enero de 1517 Alberto nombró dos comisarios para que lo hicieran en el arzobispado de Magdeburgo; uno de ellos era el dominico de Leipzig, Juan Tetzel (1465-1519), que ya anteriormente había actuado como predicador de indulgencias. Tetzel comenzó muy pronto a predicar en Eisleben y en Leipzig. El príncipe elector había redactado una instructio summaria para los predicadores. Esta, de suyo, puede ser interpretada en un sentido correcto, pero de hecho, envolviéndolo en fórmulas piadosas, venía a convertir la predicación de la indulgencia en un negocio, en el cual lo más importante era el dinero. Esto valdrá también para Tetzel; los reproches contra su vida privada no son, en cambio, más que calumnias, nacidas del odio que Lutero abrigaba contra el dominico, incluso una vez muerto éste. En lo que respecta a la indulgencia para los vivos, Tetzel enseñaba una doctrina correcta, es decir, subrayaba la necesidad del arrepentimiento. Pero acaso. debamos también admitir que, en lo referente a la aplicación a los difuntos, defendió, al menos en cuanto al contenido, la frase que, en cuanto a las palabras textuales, se pone falsamente en boca suya: «Tan pronto como se oye caer la moneda en el cepillo, el alma sube de un salto al cielo». Con ello seguía una opinión de escuela, no absolutamente rara, según la cual podía ganarse la indulgencia para los difuntos mediante la simple entrega del dinero, es decir, sin arrepentirse, y que podía ser aplicada con total seguridad a un alma determinada.

Ocurría, empero, que los dos príncipes existentes en Sajonia habían prohibido, por motivos políticos y fiscales —desde hacía ya mucho tiempo los señores territoriales consideraban, en efecto, la indulgencia como una cuestión económica—, la predicación de Tetzel en sus territorios. Y cuando el dominico predicó en abril en territorio de Brandeburgo, muy cerca de la frontera con Sajonia y en las cercanías de Wittenberg, muchas personas de esta última ciudad acudieron a escucharle. Lutero se enteró de esto por sus penitentes. ¡Qué contraste entre su propia lucha sangrienta contra el pecado y el miedo al infierno, y la despreocupada seguridad que aquella charlatana predicación de gracias inauditas ofrecía a la conciencia moral! Su propia experiencia del miedo a salvarse y de la certeza de la salvación, y su refugiarse en las heridas del Crucificado, habían convertido al fraile Lutero en un adversario apasionado de aquella superficialidad moral y religiosa que él consideraba que era la indulgencia, dado su desprecio de la comunidad cristiana de la Iglesia visible. Al reaccionar ahora contra esto, su celo religioso le hizo creer que actuaba en defensa de los derechos de la Majestad Divina.

Lutero predicó contra la indulgencia y se esforzó por conocer a fondo la doctrina eclesiástica sobre aquélla. Finalmente, reunió sus objeciones contra los abusos contenidos en la instruccio summaria y las envió al arzobispo de Maguncia y a su propio ordinario, el obispo de Brandeburgo. Al príncipe elector de Maguncia le adjuntó también un tratado sobre la penitencia y las tesis compuestas por él. Al día siguiente, festividad de Todos los Santos de 1517, clavó estas 95 tesis en las puertas de las iglesias del castillo y de la universidad de Wittenberg e invitó a los profesores a celebrar una disputa académica sobre ellas. El que las tesis estuvieran redactadas en latín mostraba que Lutero no tenía intención de llevarlas al pueblo. Pero al menos habían de sobresaltar a los teólogos. A ello se debe también el que la formulación de algunas sea muy cortante.

Su ataque no se dirigía sólo contra la indulgencia, sino ya también contra la potestad que la concede. Lutero afirmó ciertamente en 1545 que los obispos no habían hecho caso en absoluto de las cartas del pobre fraile, y que, por ello, despreciado, había dado a conocer sus tesis disputadas mediante un cartel. Con ello no había querido hacer otra cosa, decía, que defender la verdadera doctrina del papa sobre la indulgencia, en contra de los mercachifles y charlatanes de mercado. Mas esto es, cuando menos, un engaño de la memoria. Pues, en este caso, Lutero no habría podido preguntar en sus tesis por qué el papa, que era más rico que Creso, no podía construir la basílica de San Pedro con su dinero, en vez de con el dinero de los pobres fieles. En las tesis se afirma además que el papa sólo puede perdonar penas que él mismo haya impuesto de acuerdo con su propio criterio o según los cánones del derecho canónico; que las indulgencias no tienen ninguna relación con las almas del purgatorio; que el poder del papa sólo puede alcanzar a los vivos, no yendo más allá de la muerte. No es el papa, sino sólo Dios, el que perdona la pena. Nada terreno, y, por tanto, tampoco el poder de las llaves, llega hasta el otro mundo. ¡Una y otra vez se separa, pues, rudamente lo divino de lo humano, sin dejar relación alguna entre los dos! Se afirma que las indulgencias no son necesarias en absoluto, pues, si está verdaderamente arrepentido, todo cristiano posee, incluso sin cédula de indulgencia, la plena remisión del pecado y de la culpa. Lutero desea que los cristianos adopten una actitud diferente en su vida. «Cuando nuestro Señor Jesucristo dijo: Haced penitencia, quería que toda nuestra vida fuese penitencia», se dice en la primera de las tesis. Así, pues, no es la vida del cristiano paz y paz, sino guerra y guerra. Es un caminar con Cristo a través de la pasión, la muerte y el infierno. Y así el cristiano confía en entrar en el cielo más bien sufriendo muchas tribulaciones que disfrutando de una tranquila seguridad. Se debía elegir el sufrimiento saludable, más bien que eludirlo. Lo agradable equivale a la corrupción. Pero lo agradable eran, a los ojos del pueblo, las gracias de las indulgencias, ofrecidas y repartidas indiscriminadamente.

La lucha contra la indulgencia se convierte, pues, en una lucha de Lutero en defensa de sus ideas religiosas fundamentales sobre la fe fiducial y la seguridad de la salvación, que atraviesa por muchas asechanzas. Lutero había escrito a Alberto de Brandeburgo:

«Las pobres gentes del pueblo creen que, una vez que han comprado las cédulas de indulgencia, están seguros y ciertos de su bienaventuranza. Pero el hombre no puede estar seguro de ella por obra de ningún obispo, puesto que ni siquiera lo está por la gracia infusa de Dios, ya que el Apóstol exige realizar la salvación en temor y temblor... ¿Por qué, pues, se hace que el pueblo con esas falsas fábulas y promesas de perdón pierda el miedo y esté seguro?... Pues en la instrucción se afirma que el hombre es reconciliado con Dios por la gracia de la indulgencia».

También en otras ocasiones se había dicho que las bulas pontificias de indulgencias iban contra legem et evangelia también otros teólogos habían expresado ya críticas, sin transformarse por ello en jefes de un movimiento contra la Iglesia. También las tesis de Lutero habrían podido quedar sólo dentro del mundo científico y de la bibliografía teológica, si no hubieran encontrado un eco tan entusiasta en la nación alemana. Estas tesis hicieron despertar al pueblo alemán de su tensión latente. El barril de pólvora estaba cargado desde hacía tiempo. La palabra de Lutero fue la chispa que lo hizo saltar.

Es cierto que la disputa propuesta por Lutero no se celebró. En cambio, las tesis se difundieron por toda Alemania en pocas semanas. Sin que Lutero interviniera en ello, fueron copiadas a mano y transmitidas de unos a otros: en enero de 1518 se imprimieron ya en Basilea, Leipzig y Nuremberg. Erasmo las envió a su amigo Tomás Moro; Durero las tenía a mano, y ya el 5 de enero de 1518 Cristóbal Scheuerl, jurista de Nuremberg, habla de una traducción alemana. Su rápida difusión sólo puede explicarse por la excitabilidad religiosa del pueblo, así como por su repudio del exagerado fiscalismo papal. El pueblo se dio cuenta de que aquí tenía su jefe, en la lucha contra las mismas cargas que se veía obligado a soportar contra su voluntad. Lutero se convirtió en el portavoz del descontento alemán y, a la vez, en intérprete del carácter de esta nación, pues ya en su primera tesis había propuesto como tema general de la vida cristiana, no el sosiego y la seguridad clásico-antiguos, sino el desasosiego y la errabunda añoranza germánicos (Lortz).

Es cierto que Lutero encontró algunos adversarios, pero no un frente defensivo teológico cerrado ni tampoco una oposición general por parte de los poderes públicos. En sus oponentes jugaba también un papel la contraposición entre Sajonia y Brandeburgo y la competencia de las universidades. Conrado Koch (Wimpina), que era entonces rector de la universidad brandeburguense de Francfort del Oder, amigo de Tetzel y sacerdote secular, escribió unas contra tesis, que fueron defendidas y dadas a conocer por Tetzel. Al Sermón sobre la indulgencia, predicado por Lutero en la primavera de 1518, replicó Tetzel con una refutación en alemán y cincuenta tesis en latín. Trataban del problema de la autoridad eclesiástica y afirmaban que la decisión en asuntos de fe estaba reservada al magisterio infalible del papa. Tetzel había llegado ya, pues, al auténtico punto clave de la controversia. Juan Eck, que hasta entonces había sido amigo de Lutero y era procanciller en Ingolstadt, colega del fraile de Wittenberg y hombre de confianza del duque de Baviera así como del sabio obispo de Eichstat, Gabriel de Eyb, escribió privadamente, por encargo precisamente de este obispo, unas Adnotationes a las 95 tesis, las cuales se propagaron en copias a mano. En ellas notaba un cierto parentesco entre las ideas de Lutero y las de Juan Hus, condenado en el Concilio de Constanza. Lutero vio en ello una acusación de herejía y respondió con una irritada contrarréplica, titulada Asterisci. Decía que Eck condenaba sus tesis sin haberlas comprendido en absoluto. «En toda su obra no hay nada de teología (esto es, de la Biblia); todo son extravagancias científicas. Concedo que todo es verdadero si las teorías de escuela son verdaderas, cosa que Eck afirma, pero yo niego». Ambos personajes se habían convertido en adversarios irreconciliables. 

Que se formase un frente defensivo cerrado lo impidió no sólo la coincidencia de Lutero con las corrientes opuestas a la Curia, existentes en la nación, sino también la falta de claridad teológica, que ya podía notarse en Erasmo. Sólo así puede comprenderse la actitud ambigua de muchos buenos católicos, seglares y clérigos, con respecto a Lutero, y sólo así resulta posible entender los coloquios religiosos, que duraron hasta los años cuarenta. Ni los humanistas, ni el papa León X, cuya mentalidad era fuertemente humanista, se sintieron sobresaltados por las tesis de Lutero. A ello se añadía la ausencia de interés por la teología en los hombres que desempeñaban de hecho el gobierno de los territorios, también en los asuntos eclesiásticos. Estos hombres tenían casi todos una formación meramente jurídica y consideraban tales disputas a lo sumo como medios para perjudicar la competencia económica de la Curia. Carecían de toda comprensión con respecto al contenido teológico de los problemas discutidos.

Cuando el arzobispo de Maguncia vio que la irrupción de Lutero ponía en peligro la indulgencia y, por tanto, también sus negocios monetarios, mandó que se notificasen los hechos a Roma. Probablemente ya por entonces los dominicos habían denunciado en Roma al reformador, acusándole de herejía. Pero León X consideró que todo aquel asunto no tenía demasiada importancia, y encargó al nuevo general de los agustinos que calmase al hermano Martín. Mas en el capítulo de la Orden celebrado en Heidelberg en abril de 1518, éste rechazó la admonitio y aprovechó la ocasión para seguir propagando sus ideas. De su defensa salió la disputatio de uno de sus discípulos sobre el pecado, la gracia y la falta de libertad de la voluntad, y toda la teología de la cruz. Lutero tenía ya un círculo de oyentes que se convertirían de esta manera en colaboradores y codivulgadores de sus ideas, y más tarde, en aliados en la lucha. La provincia alemana de la Orden le apoyaba en su totalidad, de igual manera que sus colegas y sus oyentes de la universidad, entre ellos el dominico Martín Bucer.

Después de la disputatio celebrada en Heidelberg, Lutero redactó una extensa aclaración de sus tesis (Resolutiones de virtute indulgentiarum) y la envió a Roma, al papa, acompañada de un escrito lleno de frases de sumisión. Ahora bien, en ella no retractaba o atenuaba en modo alguno su doctrina, sino que la defendía y exacerbaba. Este escrito no produjo ninguna impresión en Roma donde, no por iniciativa del papa, sino por el fiel cumplimiento de su deber de algunos funcionarios de la Curia, se había iniciado el proceso contra Lutero. El profesor de Wittenberg fue invitado a presentarse en Roma en el término de sesenta días y a justificarse de la acusación de herejía, que se le hacía. El necesario dictamen teológico sobre su doctrina lo dio el dominico Prierias, magister sacri Palatii. Lo redactó en tres días, y se limitaba tan sólo a las cuestiones del primado (Dialogue in praesumptuosas M. Lutheri conclusiones de potestate papae). Como también el emperador Maximiliano I pidió que se procediese contra Lutero de acuerdo con las leyes del Imperio, pareció que el proceso podía solventarse con toda rapidez.

Pero, de repente, este asunto se convirtió en una cuestión política. Lutero supo ganar para su causa a su príncipe elector, Federico el Sabio, que deseaba que la causa se tramitase en Alemania. Ahora bien, el elector de Sajonia era el único enemigo en los planes del emperador tendentes a ganar los votos de los príncipes electores para que saliese elegido como futuro rey romano su sobrino Carlos I de España. Y como también el papa se oponía a la candidatura del joven rey español, pues temía que los Estados de la Iglesia volverían a quedar cercados, por el norte y por el sur, por una potencia demasiado grande, hubo que tener en cuenta los deseos del elector sajón. Fueron, pues, motivos políticos los que se antepusieron, funestamente, a los intereses religiosos. El legado pontificio, Cayetano, dominico sapientísimo, pero que no poseía dotes diplomáticas especiales, y que había sido enviado a la Dieta de Augsburgo, recibió el encargo de hacer comparecer a Lutero, escucharle paternalmente y enviarle de nuevo a Wittenberg, sin ponerle dificultades. En octubre de 1518 tuvo lugar el interrogatorio en Augsburgo, que no produjo ningún resultado. El cardenal había destacado con toda claridad las dos cuestiones principales: la naturaleza de la indulgencia y la eficacia de los sacramentos, e intentó que Lutero se retractase de su negación del tesoro de la Iglesia, de los méritos de Cristo, del cual podía el papa conceder indulgencias, y de su afirmación de que la sola fe da su eficacia a los sacramentos. Lutero negóse a retractarse en tanto no se le convenciese con argumentos sacados de la Sagrada Escritura. Finalmente, temiendo ser apresado, huyó de la ciudad no sin dejar una apelación notarial al Papa non bene informato ad melius informandum. Cuando, algunas semanas más tarde, llegó a Wittenberg una solicitud de extradición, con la noticia de que el proceso continuaba en Roma, Lutero apeló, como medida de precaución, a un concilio ecuménico. El príncipe elector se negó a entregar a Lutero, pues no estaba demostrada su herejía. De nuevo volvió a interrumpirse el proceso durante meses, pues ahora el papa pensaba en el elector de Sajonia para oponerle como candidato al rey Carlos I de España.

LA DISPUTA DE LEIPZIG Y LA EXCOMUNION

La labor teológica siguió adelante, ciertamente. Cayetano, que ya antes y después del interrogatorio de Augsburgo había escrito sobre algunas de estas cuestiones (Utrum papa auctoritate clavium dat indulgentiam animabus in purgatorio; De divina institutione pontificatus), redactó una bula sobre las indulgencias, destinada a privar a Lutero del pretexto de que la Iglesia no se había pronunciado todavía autoritativamente sobre esta cuestión. La bula fue firmada finalmente por el papa en el mes de noviembre. Este largo plazo favoreció extraordinariamente la propagación de la doctrinas luteranas, aun cuando Lutero mismo guardó silencio. La propaganda de la imprenta había seguido avanzando, y la excitación de los espíritus era tal, que resultaba preciso hablar. Así, Eck había invitado al profesor Karlstadt, colega de Lutero en Wittenberg, a celebrar una disputa. El plan fue aprobado por el duque Jorge de Sajonia, de sentimientos fieles a la Iglesia. Para la disputa de Leipzig, que se celebró en el mes de junio de 1519, había preparado Eck una lista de tesis. La última trataba del primado y atacaba directamente a Lutero. Este respondió con unas contratesis y consiguió ser admitido en el último momento a la disputa. Después de la disputa entre Karlstadt y Eck acerca de la gracia y la voluntad libre, vino la disputa entre Lutero y Eck acerca del primado del papa. Lutero, a quien Eck, mucho más hábil, había puesto en un aprieto, se vio ahora obligado a sacar las consecuencias claras de sus ideas. Eck opinaba, en efecto, que la negación de la institución divina del primado colocaba a Lutero en la misma línea de Wiclef y de Hus. A ello respondió Lutero que, entre los artículos de Hus, había habido varios muy cristianos y evangélicos. A esto replicó Eck preguntando: Entonces, si el concilio de Constanza condenó tesis muy cristianas, ¿es que se equivocó? A lo que Lutero contestó que también los concilios ecuménicos podían equivocarse. Ante estas palabras, que cayeron como una bomba en la sala, Eck declaró inmediatamente que Lutero era hereje y defensor de los husitas. El duque de Sajonia había abandonado aterrado la sala. .

Al rechazar la infalibilidad de los concilios ecuménicos, Lutero rechazó todo magisterio de la Iglesia. Lo que quedaba ahora era únicamente la Biblia. Entonces formuló Lutero con toda decisión el principio de que sólo debe considerarse como verdad religiosa aquello que pueda ser demostrado por la Biblia. El protestantismo encontró así su auténtico principio formal: la doctrina de la sola fides.

La disputa de Leipzig destruyó definitivamente la opinión, sustentada también hasta entonces por el príncipe elector de Sajonia, de que todo el asunto de Lutero no era más que una discusión académica entre profesores, para acabar con la cual lo mejor sería solicitar un dictamen universitario. Ya antes de la disputa de Leipzig se había convenido en aceptar como árbitros a las universidades de París y de Erfurt. Pero luego no se convocó a ninguna de estas dos universidades. En Leipzig se había demostrado, en efecto, que no existía ya ninguna base común, sino únicamente enfrentamiento y contradicción. Por este motivo, aun después de la disputa, la lucha siguió adelante, aunque ya no en forma académica, sino en forma popular, frecuentemente grosera, violenta y sucia. La imprenta ofreció la posibilidad de propagar, mediante hojas volantes y hojas sueltas, una polémica odiosa contra la Iglesia papal, en la que desempeñaron un gran papel las imágenes burlescas y las caricaturas que presentaban al papa como un asno y como príncipe del infierno y a la Iglesia romana como la gran prostituta babilónica, y se reían de los cardenales, sacerdotes y monjes. No puede afirmarse que Lutero mismo se mantuviese alejado de esta lucha poco noble. Por el contrario, hizo todo lo humanamente posible para excitar y alentar a sus partidarios. 

El problema de las generaciones influyó ahora, acelerando y agravando el decurso de las cosas. Los jóvenes estaban a favor de Lutero; los viejos, en cambio, defendían la tradición. Sin embargo, había también entre los jóvenes que se adhirieron al reformador dos direcciones: una humanista y otra radical. A la primera pertenecían los hombres que Lutero ganó para sí en Heidelberg, Juan Brenz, posterior reformador de Hall, ciudad imperial de Suabia, y del ducado de Württenberg, y el alsaciano Martín Bucer, que había de convertir a la nueva doctrina la ciudad de Estrasburgo. Junto a ellos estaba el monje agustino Nicolás de Arnsdorf, coetáneo de Lutero y colega suyo en la universidad de Wittenberg, y, en primer término, Felipe Melanchton, que a sus diecisiete años era magister en Tubinga, y a los veintiuno fue nombrado profesor de griego en la universidad de Wittenberg por recomendación de su tío abuelo Reuchlin. Muy pronto se convirtió Melanchton en par­tidario entusiasta de Lutero, a quien acompañó también a la disputa de Leipzig. Y ya iban alcanzando también posiciones dirigentes en las ciudades imperiales de Alemania los entusiastas estudiantes de Wittenberg.

A la orientación radical de los primeros partidarios de Lutero pertenecían Tomas Münzer, que ya en 1520 era predicador en Zwickau, famoso jefe de los campesinos rebeldes, y también el radical profesor de Wittenberg, Karlstadt, y, sobre todo, el portavoz de los belicosos y descontentos caballeros alemanes, Ulrico de Hutten, joven humanista sin escrúpulos y uno de los autores de las famosísimas Cartas de hombres oscuros. En aquel tiempo todavía escribía en latín contra los papistas. Pero a partir de 1521 el coronado poeta escribió también en alemán, para entablar contacto con las masas en la lucha contra los curas extranjeros. Apareció su Librito de diálogos, anticlerical, que echa sobre Roma la culpa de todos los males. En Lutero veía Hutten el campeón de la libertad espiritual y nacional, que ahora había que conquistar en lucha contra Roma y contra todos los clérigos, y por ello hace que sus invec­tivas se expongan en público. Junto al vagabundo poeta Ulrico de Hutten está el caballero bandido de gran estilo Francisco de Sickingen, que llevará más tarde a la ruina a la caballería alemana. Su castillo de Ebern era todavía entonces «la casa de la justicia», en la que se reunía un círculo de amigos secretos de Lutero, castillo que ofreció también a éste como lugar de refugio.

A estos jóvenes se oponían los defensores de la antigua fe, hombres de la generación anterior, personalidades venerables, dotadas de una profunda conciencia de sus obligaciones y de una piedad correcta, pero carentes del fuego avasallador de un heroísmo bendecido desde arriba: los dominicos Prierias y Hochstraten, que estaban comprometidos ya en la discusión en torno a Reuchlin, Tomás Murner, franciscano de Alsacia, y los hombres de la corte de Sajonia, el duque y sus capellanes de palacio. Hasta su muerte, ocurrida en 1539, el duque de Sajonia fue, entre los príncipes alemanes, el adversario más decidido de Lutero; fue un celoso reformador y un enemigo sincero del curialismo y, llevado de su estricto sentido del derecho, atacó fuertemente los defectos de la Iglesia. De sus capellanes, el suabo Jerónimo Emser fue violentamente atacado por Lutero poco después de la disputa de Leipzig, mientras que Codeo estaba todavía entonces de parte del reformador de Wittenberg. En vano intentó luego convencer privadamente a Lutero para que se convirtiese; lo único que consiguió con ello fueron burlas y calumnias. A sus escritos Lutero respondió tan sólo la vez primera. El amor herido se transformó en una violenta hostilidad. Sin embargo, Codeo fue uno de los pocos que vieron desde el principio la necesidad de realizar una contralabor religiosa, y él mismo era un sacerdote de fe ardiente y dispuesto al sacrificio. Se hizo famoso por ser el autor de la primera biografía católica escrita después de la muerte de Lutero, los Commentaria de actis et scriptis M. Lutheri, de 1549, obra que, a pesar de su carácter totalmente polémico, y aunque contiene ciertamente mucho veneno y mucho odio, no encierra mentiras conscientes y ha venido configurando en gran medida, hasta bien entrado el siglo xx, la imagen católica de Lutero.

Lutero había negado en Leipzig la infalibilidad de los concilios antiguos, y en un folleto titulado Sobre el papado de Roma había rechazado éste, considerándolo como una institución humana. La morada en que la cristiandad había venido habitando hasta entonces se encontraba, pues, destruida. Ahora era necesario edificar de nuevo la vida de los cristianos y ganarse la opinión pública. A este fin sirvieron los tres grandes escritos reformadores del año 1520. Es ésta una época lógicamente propicia para Lutero. El emperador recién elegido se encuentra aún en España. Lutero es, pues, el jefe de la nación. Se dirige a los laicos, escribe en alemán, renuncia en estos escritos a las especulaciones y discusiones teológicas, coloca en el primer plano cuestiones de política eclesiástica y emplea como aliado el muy extendido descontento contra la administración de la Curia romana, contra su mundanización y su físcalismo. Ahora no se trata de una teoría, de la indulgencia por ejemplo, sino que se trata del papa y de toda la Iglesia existente hasta entonces. En aquél ve Lutero el enemigo jurado del verdadero cristianismo, el Anticristo de los últimos tiempos, anunciado por san Pablo. Su pensamiento y su lenguaje se tornan escatológicos; sus imágenes son las del Apocalipsis. Aparecen así escritos programáticos político-eclesiásticos, dirigidos «a sus queridos alemanes», que llevan dentro una gran carga explosiva. En el plazo de tres meses se publicaron estas tres obras: A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre el mejoramiento del Estado cristiano, De la cautividad babilónica de la Iglesia, y De la libertad del cristiano. La primera es una exhortación dirigida a la nobleza, es decir, a los laicos, invitándoles a tomar en sus manos la reforma de la cristiandad, sobre la base del sacerdocio universal de todos los fieles: «Todos los cristianos pertenecen verdaderamente al estado clerical y no existe entre ellos ninguna diferencia más que la del oficio. Esto se debe a que tenemos un solo bautismo, una sola fe, un solo evangelio, y somos igualmente cristianos. El que haya salido del bautismo, puede gloriarse de estar ya ordenado sacerdote, obispo y papa, aun cuando no a todo el mundo competa ejercer tal ministerio».

De este modo se declaró al seglar mayor de edad y responsable. Según esta obra, no existen dos estados separados en la cristiandad, sino solamente uno. No puede, por tanto, seguir subsistiendo el primado de Roma. La interpretación de la Sagrada Escritura, la convocatoria de un concilio ecuménico son cosas que corresponden a cada cristiano, y en primer término a los jefes de la cristiandad, los nobles. Estos deben sacar, en lo que respecta al gobierno de la Iglesia alemana, las consecuencias del sacerdocio universal de los fieles. En pocos días se vendieron cuatro mil ejemplares de este revolucionario escrito.

De la cautividad babilónica de la Iglesia se refiere a la Iglesia invisible, hechura del Evangelio, a la que mantienen presa múltiples disposiciones humanas: la doctrina de los sacramentos, la doctrina de la transubstanciación y del carácter sacrificial de la santa misa, la negación del empleo del cáliz a los laicos y el establecimiento de impedimentos matrimoniales. Por una feliz inconsecuencia, Lutero no llevó hasta su último extremo la negación de los sacramentos. Mantuvo el bautismo de los niños, la cena y, en parte, también la confesión, pero tampoco éstos tenían eficacia por sí mismos, sino sólo por la fe. El sacerdocio sacramental resulta ahora superfluo. La nueva comunidad no necesita más que servidores de la palabra, conocedores de la Biblia, para predicar la palabra.

De la libertad del cristiano, la primera obra sobre la libertad aparecida en el territorio de habla alemana, está dedicada al papa León X. De este modo quiere Lutero quitar de antemano toda justificación a la excomunión inminente. Con un lenguaje bíblico sencillo expone su evangelio de Cristo y del perdón de los pecados por la fe. Pero el tesoro esencial del hombre redimido es la libertad cristiana. Un cristiano es un señor libre, que domina sobre todas las cosas y no se halla sometido a nadie; y, a su vez, el cristiano ideal es el que está libre de todas las cosas terrenas, hallándose sometido a cualquiera en la caridad.

Y cuando luego la bula Exsurge Domine condenó las doctrinas de Lutero y ordenó al profesor que se retractase, éste publicó uno de sus peores escritos incendiarios: Contra la bula del Anticristo. La bula en que se le amenaza con la excomunión, dice, le ha hecho ver ahora que el papa es el Anticristo. Por ello se enfrenta al papa y a los cardenales, apoyándose en su bautismo, como hijo de Dios y heredero de Cristo; les ordena que hagan penitencia y anulen inmediatamente esas demoníacas blasfemias, amenazándoles con condenarles en nombre de Cristo. De nuevo apeló Lutero a un concilio universal, y el día 10 de diciembre de 1520, ante la puerta de la ciudad de Wittenberg, y entre el júbilo de los estudiantes, arrojó al fuego un ejemplar de la bula pontificia, el Código de derecho canónico y los escritos de sus adversarios, con estas palabras: Quoniam tu conturbasti sanctam veritatem Dei, conturbet te hodie Dominus. In ignem istum!

Los acontecimientos se precipitaron ahora. Lutero es excomulgado. Staupitz le exime de la obediencia monástica. Lutero se encuentra psíquicamente a la intemperie y depende totalmente del favor del pueblo y del capricho de los príncipes. En esta hora, éstos le apoyaron, ciertamente. La cancillería imperial había hecho redactar los correspondientes mandatos contra él, e igualmente había comenzado ya a moverse la oposición, sostenida por el príncipe elector de Sajonia: Lutero, decía, no había sido rebatido. Teniendo en cuenta los sentimientos populares, se invita a Lutero a ir a la Dieta de Worms, «para recibir informes de él mismo», y dándole la seguridad de tener libre escolta. El nuncio del papa, Aleander, y Federico el Sabio intentaron impedir el viaje de Lutero a Worms, pero éste quería acudir a la Dieta. En las ciudades alemanas se le tributa un recibimiento triunfal. ¡Tan intensos eran los sentimientos antirromanos y la excitación religiosa en el pueblo! Aleander escribió entonces a Roma: «Los alemanes se han convencido de que podían ser buenos cristianos incluso estando en contradicción con el papa, y de que también la fe católica podría mantenerse en pie en tal caso». La justificación nacional del interrogatorio la había dado su señor territorial: Decía que era equitativo dar a Lutero la posibilidad de defenderse. No se podía condenar a un alemán sin haberle oído antes sin producir un escándalo tremendo. El 17 de abril de 1521 se le hicieron a Lutero, en presencia de la Dieta, dos preguntas: Si reconocía ser autor de los escritos que se le atribuían, y si estaba dispuesto a retractarse de los errores contenidos en ellos. A la primera contestó afirmativamente en el mismo momento; para responder a la segunda pidió que se le diera tiempo para pensarlo. Lutero había esperado que se celebrase una disputa para poder defender sus doctrinas. El emperador le invitó a que pensase en el gran peligro, las discordias, revueltas, levantamientos y derramamientos de sangre que su doctrina había producido en el mundo. Al día siguiente Lutero rechazó toda retractación: «Mientras no sea refutado por la Sagrada Escritura o por la clara razón, no puedo ni quiero retractarme de nada, pues obrar en contra de la propia conciencia es malo y peligroso. Dios me ayude. Amén».

LA TRADUCCION DE LA BIBLIA

El interrogatorio de Worms puso en claro que la evolución religiosa personal de Lutero se había convertido en un asunto público, de alta política, y creó también un gran marco propagandístico en torno a Lutero, otorgándole, para decirlo con palabras modernas, la publicidad necesaria para el triunfo de su causa. Tanto más cuanto que Lutero, que volvía de Worms escoltado por doce caballeros y había predicado todavía en Eisenach, sufrió un asalto simulado y desapareció de la vida pública. Con ello no sólo quedó a cubierto de las repercusiones del Edicto de Worms, que entre tanto se había promulgado, sino que encontró también una temporada de recogimiento y de trabajo tranquilo.

En la Wartburg, el «caballero Jorge» no sólo supera graves asechanzas espirituales y no sólo redacta su folleto sobre los votos monásticos, que habían de hacer correr a él una inmensa muchedumbre de monjes y monjas que vivían en los conventos sin vocación o en desacuerdo con la regla y los votos. Un segundo y violento escrito polémico, titulado Sobre el abuso de la misa, estaba dirigido a sus hermanos de Orden de Wittenberg y se burlaba de la misa, presentándola como una idolatría vergonzosa. Pero, junto a esto, Lutero comenzó en la Wartburg su traducción alemana de la Biblia. El Nuevo Testamento lo terminó en diez semanas; el Antiguo no lo acabó sino doce años más tarde.

La Biblia de Lutero no es sólo la primera traducción alemana de la Sagrada Escritura. Según un recuento efectuado en 1939, se conservan 817 manuscritos alemanes de esta Biblia, entre los cuales hay 43 que la contienen completa. En lo que respecta a ediciones, hubo, hasta 1522, catorce en alemán y cuatro en bajo alemán, las primeras de las cuales fueron la Edición de Mentelin, hecha en Estrasburgo (1461 ó 1466), y la Edición de Augsburgo de 1473. Las ediciones eran, sin embargo, relativamente pequeñas. Indudablemente, la Biblia de Lutero era la mejor traducción desde el punto de vista literario. Su particularidad consistía no sólo en que, a diferencia de otras traducciones de la Vulgata, ésta estaba hecha sobre la base del texto primitivo, según creía Lutero, es decir, sobre la edición de Erasmo de 1519; estaba traducida además con un lenguaje próximo al pueblo, intuitivo: el lenguaje sajón-bohemio de cancillería, que la Biblia de Lutero convirtió en alto alemán. Por otro lado, esta traducción atestigua las fabulosas dotes literarias del traductor y el fuego ardiente de las vivencias y los sentimientos religiosos de un hombre que había crecido junto a la Biblia y había apoyado su existencia entera únicamente en la palabra de Dios. Por ello, también el centro de la substancia religiosa de la Reforma protestante se encuentra en esta Biblia. Lo cual no debe hacernos olvidar, desde luego, que Lutero se ingirió caprichosamente en el canon y en el texto, que divide la Escritura en partes esenciales y partes menos esenciales, que quiso encontrar confirmado en ella su propio punto de vista, y que, como confiesa un historiador protestante de nuestros días, «los lugares ambiguos desde el punto de vista lingüístico los interpretó desde el centro de la justificación por la sola gracia». La Biblia de Lutero se vendió rápidamente. Los primeros tres mil ejemplares se agotaron en pocas semanas; en los dos años siguientes hubo no menos de cinco ediciones.

Para la innovación religiosa tuvo gran importancia el hecho de que, en 1521, se agregase a la Biblia la segunda obra capital de aquélla: los Loci communes rerum theologicarum, salidos de la pluma de Melanchton. Estos son una exposición de los conceptos fundamentales de la teología según las ideas de Lutero y constituyen, por tanto, una obra sistemática, una dogmática y una ética a la vez. Los Loci tenían como misión acercar las ideas reformadoras a las personas cultas, sobre todo a los humanistas, y, acentuando la importancia de la disciplina eclesiástica pública, salvaguardar también la paz en la comunidad.

En efecto, la prolongada ausencia de Lutero de Wittenberg puso de manifiesto el peligro que amenaza a todo movimiento no organizado cuando ha perdido a su jefe: el radicalismo y la dispersión. En Wittenberg asumió ahora la dirección el radical Karlstadt, que incluso llegó a ganar para sus ideas a Melanchton. Se pretendía sacar las consecuencias prácticas de las tesis de Lutero. Inicióse la descatolización de la vida pública. Karlstadt defendió los sermones de un agustino contra la misa, y él mismo, en la navidad de 1521, pronunció en la iglesia de la universidad, vestido por primera vez de seglar, un sermón, y sin confesarse antes, dijo una misa sin canon, distribuyendo en ella la comunión bajo las dos especies. Al día siguiente Karlstadt, que tenía ya cuarenta y un años, se prometió en matrimonio. Hacía tiempo que había defendido que el matrimonio de los sacerdotes seculares era obligatorio, pero que el de los frailes estaba permitido. De acuerdo con una orden dada por él, todos los bienes de los monasterios y de las iglesias, así como los beneficios y las fundaciones fueron fusionados, para formar una «caja común», destinada a pagar a los clérigos y auxiliar a los pobres. Se prohibió la mendicidad. Consiguientemente, el capítulo provincial de Wittenberg de los agustinos eremitas permitió que los frailes abandonaran el convento. La forma de proceder fue cada vez más tumultuaria. Karlstadt penetraba en las iglesias y destruía imágenes y estatuas. Los altares laterales fueron retirados, y se quemó el óleo para la extremaunción. A la destrucción de las imágenes se añadió, bajo la influencia de algunos fanáticos expulsados de Zwickau, la renuncia al estudio de la teología. Los obreros debían predicar el Evangelio. Karlstadt recomendaba a los estudiantes que abandonasen la universidad y aprendiesen un oficio manual; él mismo se hizo campesino. La universidad llevaba una vida lánguida.

Esto hizo que Lutero no pudiera permanecer más en la Wartburg, y se presentó de repente en medio de las masas revolucionarias de Wittenberg. Con ocho valientes sermones consiguió ganarse la opinión pública. La libertad cristiana no permite la modificación violenta de cosas que son indiferentes. La reforma religiosa no puede propagarse mediante la violencia, ni por disposiciones del brazo secular, ni por el levantamiento de las masas. Es preciso predicar la verdad y dejar que la palabra actúe. Los espíritus fanáticos tuvieron que retirarse, pero habían enseñado algo a Lutero. Este sólo había pretendido enseñar y predicar, pero nunca organizar. Ahora tuvo que sacar las consecuencias prácticas de su doctrina, si no quería que se volviera a abusar de ella. De esta manera organizó la liturgia en Wittenberg. Quedaron eliminadas la misa privada, la obligación de confesarse y el precepto de ayunar, y también el monacato y el celibato; en cambio se mantuvo la lengua latina para el culto, el uso de las vestiduras litúrgicas y la elevación de la hostia en las misas dominicales. El cáliz de los seglares es puesto a disposición de todos. La comunidad cristiana, que es para Lutero la única forma legítima de Iglesia, tiene derecho a decidir si el predicador expone la doctrina pura (Una comunidad o congregación cristiana tiene el derecho y el poder de juzgar toda doctrina, y de llamar, nombrar y destituir a los doctores [1523]), pero, sin embargo, no posee ninguna potestad disciplinaria sobre sus miembros, potestad que, en aquellos años, Lutero recusa todavía absolutamente incluso a las autoridades seculares. Pocos años más tarde cambiará radicalmente de opinión.

Lutero permanece en Wittenberg y allí enseña, predica y escribe incansablemente. En 1524 abandona el hábito monástico y un año más tarde, con gran disgusto de Melanchton, se casa con la monja cisterciense Catalina de Bora, que había salido del convento. De ahora en adelante su obra se irá desligando cada vez más de su propia persona y seguirá su propio destino.

 

II

LA REFORMA EN SUIZA.ULRICO ZUINGLIO