web counter
Cristo Raul.org
 
 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO III

LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROPA

II

ULRICO ZUINGLIO

 

Entre tanto había ido destacándose en el sur del territorio de habla alemana, en Zurich, otro jefe de la Reforma protestante: Ulrico Zuinglio. Su retrato de la Biblioteca Central de Zurich lleva esta inscripción:

Dum patriae quaero per dogmata sancta salutem

Ingrato patriae caesus ab ense cado.

Estos versículos caracterizan bien una parte del carácter zuingliano. Su reforma, y la reforma de Suiza en general, es mucho más una cuestión humanística, y especialmente una cuestión política, que la reforma de Lutero. Es la idea, procedente de la Antigüedad, de la patria, a la que el humanista Zuinglio otorga un papel político y nacional. Además de esto, vive en una época en la que los infantes suizos representan una valiosa tropa auxiliar para el papa, por lo cual muchos clérigos de la Confederación eran favorecidos con especiales muestras de afectos y pensiones pontificias.

 

Zuinglio era sólo unas semanas más joven que Lutero. Su padre era un apreciado campesino de Toggenburg. El joven Zuinglio estudió en Viena, de donde fue expulsado, y luego en Basilea. En ambas universidades se compenetró profundamente con el humanismo y conquistó muchos amigos que sentían igual que él. El hecho de que, mientras todavía estudiaba en Basilea, ejerciese ya el cargo de maestro de escuela en San Martín, es algo que cuadra muy bien con la imagen del joven humanista. A sus veintidós años la comunidad de Glaris le eligió como párroco suyo; Zwinglio consiguió que un co-opositor favorecido por el papa renunciase al puesto. Entonces recibió también la ordenación sacerdotal.

Zuinglio era partidario del papa y, desde 1515, se hallaba en posesión de una pensión romana. Abierto a las exigencias del día, acompañó dos veces, como capellán, a sus compatriotas a Italia, estando presente en las batallas. Tras su vuelta empezó a atacar los intentos franceses de atraerse a Glaris, cosa que no podía conciliar con su ardiente patriotismo. Como no logró triunfar, dejó su parroquia a un vicario y se hizo dar un cargo de capellán y predicador en el conocido santuario de Einsiedeln. En diciembre de 1518 el Consejo de Zurich le nombró predicador de la catedral de esta ciudad. Al lado de sus preocupaciones pastorales, Zuinglio no había olvidado los estudios humanistas. Además del griego aprendió hebreo. Desde 1516 estaba en relación con Erasmo, que le incitó a que en sus predicaciones emplease únicamente la Escritura y los Padres. Zuinglio dejó, por ello, de predicar sobre trozos selectos del Evangelio o de las Escrituras y predicó constantemente sobre el Evangelio de San Mateo y otros escritos de la Biblia. Es verdad que se acercaba a la Escritura de forma distinta que Lutero. Este aspiraba a encontrar en ella su salvación; Zuinglio, en cambio, la verdad en su forma más pura. El es un racionalista, qué se enfrenta a la palabra revelada de un modo más crítico que Lutero y que intenta recortar el misterio todo lo posible; por ello quiere reducir el cristianismo a la filosofía de Cristo y simplificarlo. Para ello necesitaba eliminar la justificación por las obras y especialmente las peregrinaciones, la veneración a los santos y a las reliquias y, naturalmente, también el sistema de las indulgencias.

Se hizo famoso por vez primera cuando, por encargo del vicario general de Constanza, se enfrentó al franciscano de Milán Sansón, a quien se le había encargado que predicase la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. El obispo de Constanza había prohibido predicar en su diócesis a este predicador de la indulgencia, que convertía su misión en un repugnante negocio de dinero, y la Confederación había logrado finalmente que León X destituyese a Sansón.

Mas durante estos años Zuinglio se había apartado ya internamente de la Iglesia. No se ha llegado a determinar con exactitud si esto se debió al influjo de Lutero, cosa que Zuinglio negó enérgicamente. En todo caso, se transformó en un reformador de cuño propio. Aun cuando se apropió las tesis luteranas acerca de la fe, la justificación y la Escritura, las acentuó, en cierta manera, de modo distinto. Zuinglio no había sufrido las luchas de conciencia de Lutero y no tenía tampoco la vivencia de la certeza de la salvación. Por ello los temas más importantes no son, para él, la gracia y la muerte de Cristo en la Cruz, sino la ley como voluntad propia de Dios; no la justificación, sino la santificación que Cristo crea en el hombre. La importancia dada a esta nueva vida introduce una tendencia moralizante en su sistema. La voluntad de Dios se encuentra claramente expresada en la Sagrada Escritura. Por tal motivo, hay que examinar todas las costumbres, para ver si están prescritas en aquélla, y eliminarlas si no lo están. Zuinglio se aproxima en este punto al reformador de Wittenberg, Karlstadt. Aplicando tales criterios, ¿qué queda de los sacramentos? Sólo el bautismo y la cena, pero éstos pasan a ser meros símbolos sin eficacia alguna.

La ruptura externa con la Iglesia tenía que llegar al fin. Ya en 1521, el predicador Zuinglio, a quien siempre habían preocupado los problemas de la comunidad social y política, pidió al Pequeño Consejo que ordenase a todos los predicadores emplear, como única base de sus sermones, la Sagrada Escritura. Cuando, a consecuencia de las predicaciones de Zuinglio, los habitantes de Zurich dejaron públicamente de cumplir el precepto del ayuno, el obispo de Constanza protestó contra esto en 1522. Entonces Zuinglio publicó un sermón titulado Sobre la elección y libertad de los alimentos y envió una epístola al obispo, firmada, además de por él, por otros diez clérigos. Muy pronto dirigió este mensaje también a la Dieta de la Confederación, reunida en Lucerna. En él se solicitaba que se concediese libertad para la predicación apostólica y que se suprimiese el celibato. Esto constituía para Zuinglio un asunto completamente personal. En 1524 se casó con la viuda con que venía conviviendo desde bastante tiempo antes. Cartas pastorales y exhortaciones del obispo de Constanza, así como una prohibición por parte de la Dieta, no tuvieron el menor resultado. A la amenaza de excomunión Zuinglio respondió con un violento ataque contra las jerarquías de la Iglesia. Renunció a su oficio de predicador y no quiso tener ya nada que ver con la antigua Iglesia. Pero el Consejo de Zurich le confirmó, a su vez, en aquel cargo. En 1523 tuvo lugar la disputa organizada por el Consejo, cuyo resultado se conocía ya de antemano. Zuinglio compuso para ella sesenta y siete tesis, en las que rechazaba la Iglesia visible, negaba la tradición, la jerarquía, el sacerdocio y el sacrificio de la misa, impugnaba los votos religiosos, los días de fiesta y el ayuno y asignaba abiertamente el gobierno de la Iglesia a las autoridades temporales. La disputa terminó con la victoria de Zuinglio; las explicaciones del vicario general de Constanza, Juan Faber, que era también discípulo de Erasmo, estaban redactadas en un tono demasiado doctrinal y autoritario. El Consejo ordenó a los predicadores que se atuviesen a las tesis de Zuinglio.

Este había elaborado ya un nuevo rito del bautismo, que subrayaba únicamente el valor simbólico del sacramento. Una segunda disputa habría debido tener como resultado la supresión de las imágenes y de la misa, pero el pueblo se resistió todavía a ello. Mas en enero de 1524, cuando el clero se negó a aceptar la Reforma protestante, el Consejo prohibió las procesiones y peregrinaciones; y en junio, la veneración de las imágenes. Se ordenó que, en el término de trece días, todas las iglesias de la ciudad debían quedar «purificadas», blanqueadas las paredes y retirados o destruidos las estatuas y cuadros. Las velas, el toque de campanas y la extremaunción fueron eliminados; los órganos, desarmados, y en enero de 1525, clausurados los monasterios. Zuinglio convirtió la catedral en una escuela teológica, cuya misión era educar una comunidad popular que hundiese sus raíces en la Biblia. Una regulación de la ciudad acerca de las limosnas afectó a todas las fundaciones eclesiásticas. Antes de Pascua de 1525 el Consejo prohibió la misa, y el Jueves Santo se celebró la primera cena de la forma más sencilla. Al mes siguiente se creó un tribunal de matrimonios; estaba compuesto de seglares y predicadores y entendía legalmente en los problemas de impedimentos y validez o separación de los matrimonios, antes tratados en la Curia episcopal, y, más tarde, también en la cuestión de la disciplina eclesiástica y la provisión de parroquias. Con esto quedaba completada la estructura de la unidad cristiana, en la cual, más bien que en la parroquia, veía Zuinglio la auténtica Iglesia visible. También hizo uso sin escrúpulo alguno del brazo armado de la ciudad cuando los anabaptistas amenazaron con destruir su comunidad. El culto zuingliano era muy simple. Constaba solamente de oración, lectura de la Escritura, predicación, y, cuatro veces al año, administración de la cena. Se prohibió el canto eclesiástico y tocar el órgano. El bautismo era solamente el signo cristiano de la alianza, y la cena, la conmemoración de la pasión de Cristo. Las palabras de la consagración se interpretaron de manera puramente simbólica (est = significa). De manera resuelta y con una energía que actuaba duramente, Zuinglio quiso congregar un pueblo entero en sus casas de oración y predicación, dedicadas a la palabra y carentes de toda imagen, y terminó pronto con la pena de los zuriqueses partidarios de la fe antigua («Muchas madrecitas ancianas lloraron»).

El sistema de Zuinglio, la entrega total de la Iglesia al Consejo de la Ciudad —pues considera la comunidad eclesiástica y civil como una unidad religiosa— se convirtió en modelo para muchas ciudades imperiales del sur de Alemania. ¡Qué diferencia con la comunidad de Lutero en Wittenberg! Ambos reformadores habían organizado así, casi al mismo tiempo, sus comunidades como expresión de la diversidad de naturaleza propia de cada uno.

LA GUERRA DE LOS CAMPESINOS

Pero tampoco Lutero consiguió mantener puro su ideal. Es cierto que, inteligentemente, había sabido mantenerse alejado de la revolución de los caballeros del Imperio y no mezclar la causa de éstos —la libertad alemana— con la libertad del hombre cristiano, alabada por él. Entonces escribió su tratado Sobre la soberanía secular, y hasta qué punto se le debe obediencia. Más difícil le resultó adoptar una actitud consecuente y clara en la guerra de los campesinos. Entre éstos, ideas de revolución social se habían mezclado acá y allá con la ideología religiosa de los fanáticos y anabaptistas. Esta unión fue el primer peligro grave para el luteranismo.

Uno de los jefes más fanáticos era Tomás Münzer, antiguo sacerdote católico, que ya en la disputa de Leipzig estuvo de parte de Lutero y que después quiso llevar a la práctica en Zwickau el nuevo orden de cosas. Pero, al hacerlo, se había apartado de varias doctrinas luteranas. Más realista que el monje de Wittenberg, pretendía que hubiera alguna colaboración humana en el acto de fe. Afirmaba que María llegó al acto de fe sólo por haber vencido internamente los obstáculos. Pero esta victoria interna ocurre por el testimonio directo del Espíritu, por la luz interior, la palabra interior, que se contrapone a la palabra muerta de la Biblia. Era inconcebible, decía, que Dios, que había venido hablando durante siglos, no hablase ya ahora, cual si se hubiera vuelto mudo. Lutero se burlaba de ellos diciendo que querían hablar directamente con Dios. La meta de Münzer era lograr el Reino de Dios para el pueblo sencillo y pobre. Por ello estaba lleno de odio contra los profesores de Wittenberg, que representaban para él los escribas hipócritas contra los que prevenía Juan Bautista.

«A nuestros doctores les gustaría llevar el testimonio del Espíritu de Jesús a la universidad... únicamente quisieran juzgar la fe con su Escritura robada, aun cuando no tienen fe en absoluto, ni ante Dios ni ante los hombres. Pues cada uno observa y procura aspirar a los honores y riquezas. Por ello tú, hombre sencillo, debes instruirte a ti mismo».

El Evangelio es precisamente para los miserables y oprimidos, para los desheredados, que son, en verdad, los elegidos. El Evangelio no suprimió la ley, sino que la cumplió con seriedad suma. Si se quiere preparar la venida del Reino de Dios, no se debe temer al peligro ni al riesgo. Lutero facilita demasiado las cosas a los hombres. Predica únicamente el «Cristo dulce como la miel, un Cristo a medias». Pero «el que no quiere el Cristo amargo, morirá, pues se ha hartado de miel». Lutero es por ello el «verdadero archicanciller del demonio», el «papa de Wittenberg». Pero el pueblo alcanzará la libertad, y únicamente Dios será su señor. Por este motivo, Münzer incitaba a acudir a tumultos, destruir las imágenes y, después de que los príncipes de Sajonia se apartaron de él, rebelarse contra los reyes, los príncipes y los clérigos. Ahora firmaba: «Tomás Münzer, con la espada de Gedeón». En Zwickau se había aliado con los fabricantes de paño. Pero el Consejo de la ciudad intervino expulsando a los profetas del nuevo reino cristiano. En Allsted, ciudad campesina del electorado de Sajonia, Münzer organizó la primera liturgia alemana. Acosado por Lutero, se dirigió a la ciudad imperial de Mühlhausen, en Turingia. Expulsado de allí, volvió a aparecer en 1525 y estableció una teocracia radical de los pobres. Se estaba ya en medio del levantamiento social de la guerra de los campesinos, que Münzer había atizado convenientemente en el centro y el sur de Alemania. Ya hemos indicado antes cómo los anabaptistas organizaron junto con Karlstadt disturbios en Wittenberg. «Las turbas y los fanáticos» son desde entonces enemigos de Lutero, a los que éste odiaba casi más que al papado. Mientras Münzer se encontraba en Allsted, había escrito Lutero una Carta a los príncipes de Sajonia sobre el espíritu de rebelión.

La guerra de los campesinos estalló indudablemente a causa de los impuestos y gravámenes. Los campesinos se encontraban muy descontentos con su situación social y soportaban difícilmente el capricho de sus señores, la trasformación de los feudos, la introducción del derecho romano escrito, la aparición de la economía monetaria ciudadana. Pero desde el principio se mezclaron con la rebelión también motivos religiosos. Ya la leyenda que en 1491 se puso, en el Alto Rin, en la bandera de la liga, decía: Únicamente la justicia de Dios. Su imagen mostraba al Crucificado, rodeado de María y de Juan, con un campesino arrodillado que miraba hacia la cruz. El pertenecer a la liga implicaba la obligación de rezar determinadas oraciones. Con la convicción de que todos los redimidos poseían la misma dignidad de cristianos, se pedía a los señores que diesen libertad, como verdaderos cristianos, a los campesinos. Luego vino la revolución religiosa, la lucha contra los obispos y los monasterios, que eran, en su mayor parte, sus señores feudales, así como el escrito de Lutero acerca de la libertad del hombre cristiano. No cabe duda de que Lutero se refería a la libertad interior cuando escribía que el cristiano está libre de todas las cosas terrenas; pero los campesinos entendieron la libertad de toda dependencia de señores feudales eclesiásticos y seculares, y la exención de todos los impuestos y servicios militares. Es verdad que la revolución campesina había comenzado en el Alto Rin y en Württemberg ya antes de que Lutero apareciese. Pero ahora los discursos incendiarios de clérigos agitadores como Tomás Münzer, y las numerosas hojas volantes llenas de odio, con sus cuadros e imágenes, que también el pueblo sencillo podía comprender, echaron leña al fuego.

En Memmingen los campesinos decidieron en 1525 establecer un orden confederado, «una comunidad cristiana según el Evangelio». Para los problemas de derecho eclesiástico, con respecto al cual ellos no se sentían competentes, se designaría a siete predicantes y doctores, entre ellos Lutero, Melanchton y Zuinglio. Pero el derecho civil lo tomaron ellos mismos en sus manos. Acordaron Los Artículos fundamentales y principales de todos los campesinos y súbditos de soberanos eclesiásticos y seculares, los célebres Doce artículos, que fueron redactados sin duda por el mozo peletero de Memmingen, Sebastián Lotzer. El primer artículo postulaba la libre elección de los párrocos por la comunidad, a los que ésta debe dar el justo diezmo de grano, pues lo ordena el Antiguo Testamento. El elegido predicará el Evangelio «puro y claro, sin añadiduras humanas». El artículo tercero se lamenta de que «se nos considere como siervos, lo cual es lamentable, teniendo en cuenta que Cristo redimió a todos con su preciosa sangre. Por ello está de acuerdo con la Escritura el que seamos libres»; no el carecer de soberanos, pero sí el no ser siervos. Los demás artículos postulan la libertad de caza y pesca, madera para construir viviendas y para hacer fuego, supresión de los tributos en caso de muerte, disminución de las prestaciones personales, facilitación de los arrendamientos y supresión de todos los castigos arbitrarios.

Indudablemente estos artículos, que se caracterizan por su moderación y por el temor de Dios, eran obra de idealistas. La masa, que no se componía ya sólo de campesinos, sino también de numerosos obreros manuales y de operarios de la ciudad, cayó bajo el influjo de agitadores y realizó saqueos y extorsiones. Más de mil monasterios y castillos fueron quemados. Esto provocó un enérgico movimiento de defensa. Jorge Truchsess de Waldburg, general de la Liga Suaba, se enfrentó a los diversos grupos de campesinos y los aniquiló. La reacción de los vencedores en Franconia y Turingia fue terrible. Münzer fue derrotado en Frankenhausen, y luego atormentado y decapitado. El margrave Casimiro de Brandeburgo-Kulmbach hizo sacar los ojos, en Kitzingen, a sesenta y dos ciudadanos que habían participado en las revueltas, y los expulsó de la ciudad, para que viviesen de la mendicidad. La rebelión de los campesinos había fracasado, y con ello también el intento de que el decidir sobre la fe nueva o la antigua dependiese, a través de la libre elección de los párrocos, de cada una de las comunidades. Los que salieron vencedores fueron los príncipes territoriales.

Los campesinos habían esperado que Lutero los apoyaría y le pidieron que interviniese. Lutero escribió en abril de 1525 una Exhortación a la paz sobre los doce artículos de los campesinos; en ella se dirigía ante todo a los príncipes y a los señores y reconocía que las peticiones de los campesinos eran en general razonables y justificadas. Los culpables de las revueltas, decía, eran los mismos señores, y en especial los que se resistían al Evangelio. Un mes más tarde, cuando monasterios y castillos fueron quemados también en Franconia y Turingia y empezaron a triunfar la violencia y el saqueo, escribió, como apéndice a la reimpresión de la Exhortación, una nueva obra titulada: También contra las bandas asesinas y bandoleras de los otros campesinos. En ella exhortaba a los príncipes a que matasen a los campesinos como a perros rabiosos y decía que esto era una obra agradable a Dios. El lenguaje de Lutero es muy duro:

«Por ello debe arrojarlos, estrangularlos, degollarlos secreta o públicamente, todo el que pueda, y recordar que nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un hombre rebelde, lo mismo que cuando se tiene que matar a un perro rabioso. Si tú no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo. Acuchíllelos, mátelos, estrangúlelos todo el que pueda. Y si en ello pierdes la vida, dichoso tú; jamás podrás encontrar una muerte más feliz. Pues mueres obedeciendo la palabra de Dios... y sirviendo a la caridad».

En sus cartas manifiesta idénticos sentimientos: «Los campesinos, aunque fueran muchos miles más, son ladrones y asesinos». «(Entre los campesinos) los hay inocentes, y a éstos Dios los salvará y conservará sin duda alguna... Y sí no lo hace, es que no son inocentes, sino que, cuando menos, han callado y estado de acuerdo... Haz que las escopetas silben entre ellos».

Según Lutero, los soberanos existen para proteger a los hombres piadosos e impedir las revueltas, y la obligación del súbdito de obedecer llega hasta el extremo de que debe renunciar a defenderse por sí mismo.

¿Mas no se debe la guerra de los campesinos, al menos en parte a Lutero? ¿No había exhortado él a los laicos a que se defendiesen por sí mismos, no había cargado él la atmósfera con su tono desconsiderado y rudo, y no había instigado a las masas, con una cólera desenfrenada, a levantarse contra los órdenes básicos existentes?

El fracaso de la rebelión de los campesinos y el escrito incendiario de Lutero perjudicaron mucho, sin duda, el prestigio del reformador. Que ahora pueda hablarse o no de un final de su Reforma protestante como movimiento popular es, indudablemente, una cuestión de apreciación, según que se piense más bien en el pueblo sujeto a los príncipes o en los habitantes de las ciudades. En todo caso aparece ahora un cierto distanciamiento entre Lutero y el pueblo sencillo. Aquél se había dado cuenta de que, a pesar de su naturaleza invisible, su Iglesia necesitaba un orden, unos órganos y un gobierno visible, si es que la doctrina y la moral no habían de quedar entregadas al capricho de cada uno. Mas el gobierno y la disciplina de la Iglesia no se podía encomendar a los pastores, pues éstos tenían que servir a la palabra. Quedaban los príncipes y los Consejos de las ciudades, a los que podía confiarse la organización eclesiástica de las masas. Lutero retornó de esta manera a la práctica medieval de que fuese el señor territorial el que gobernase la Iglesia, y a la idea de que el príncipe, como cristiano especialmente destacado, y en virtud de la misión encomendada a él por la gracia de Dios, era una especie de obispo, que debía cuidar del orden eclesiástico. Es verdad que el príncipe no debía coaccionar a las personas de fe distinta para que aceptasen la verdadera doctrina, pero debía prohibir el culto herético y cuidar de que se venerase bien a Dios. Con esto se establecía la base para la creación de las Iglesias territoriales alemanas; igualmente, la propagación del Evangelio era trasladada del ámbito de lo casual y personal al círculo de lo oficial y político.

 

II

IGLESIAS TERRITORIALES EN ALEMANIA Y EN LOS PAISES ESCANDINAVOS