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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

 

CAPITULO II

LA CRISIS EN LA VISPERA DE LA REFORMA PROTESTANTE

 

III

EL HUMANISMO

 

Todo el carácter bifronte de esta época se revelaba también en la nueva actitud espiritual de una élite cuya característica era el humanismo. Las ideas de los humanistas se divulgaron de manera rápida y general mediante relaciones personales, amplio intercambio epistolar y largos viajes, mediante la imprenta y una actividad editorial apoyada en gran parte en tendencias idealistas. El presupuesto de todo ello era, desde luego, la apertura de las cortes principescas italianas, el gran número de nuevas universidades del siglo XV y la aparición de una capa de ricas familias burguesas, que dirigían los destinos de las ciudades. Con anterioridad a 1500 el humanismo era la forma de vida tan sólo de algunos sabios o círculos exclusivos; éstos habían llegado a adquirir en cierto modo, con Petrarca, conciencia de su dignidad individual de hombres y consideraban que su desarrollo personal propio era la tarea más importante de su vida. A la formación total del hombre completo servían también formas de existencia que recordaban bastante la vida de muchas Ordenes religiosas. A los humanistas, que eran en su mayor parte seglares de familias económicamente independientes, les gustaba retirarse del mundo como los cartujos, y llevaban, junto con unos cuantos amigos escogidos, una vida dedicada a la ciencia y a la amistad, bien en sus casas de campo, bien en el tranquilo gabinete del sabio. Pero nada de esto significaba una renuncia religiosa al mundo; su misión era únicamente la de servir a la salvaguardia de la libertad. La ascética tendía sólo a la formación plena del ideal de la personalidad; la filosofía, al desarrollo del propio ser. No se prestaba mucha atención a los problemas metafísicos y teológicos, y el ideal monástico de los consejos evangélicos no correspondía a lo que ellos pensaban del cristianismo. Este no era para ellos una escuela del servicio divino, ni una imitación de Cristo en el espíritu de la negación de sí mismo; el cristianismo era para los humanistas una doctrina, una filosofía práctica de la vida conforme a razón.

A esta orientación práctica e individualista se añadía una sorpren­dente acentuación de lo formal. Los humanistas aspiraban, ciertamente, a la totalidad del saber acerca de Dios y del hombre, pero creían poder adquirirlo sobre todo con el estudio de la retórica. Los concilios unionistas del siglo XV y la conquista de Constantinopla por los turcos habían hecho afluir a Italia numerosos sabios griegos, abriendo, por así decirlo, una nueva dimensión espiritual ante los asombrados occidentales: el mundo de la filosofía platónica y de los Padres griegos. En sus escritos se creyó poder encontrar la auténtica esencia del hombre y de su misión. La Escolástica, echada a perder por el nominalismo, con sus sutilezas y sus innumerables distingos, no puede ya competir con la espontaneidad de estas nuevas fuentes. Y así se estudian ahora las lenguas antiguas, para aprender, en las obras de los clásicos, su propio estilo, pero también para poder leer la Biblia y los Padres en su texto original y poder aproximarse al espíritu de éstos. Se desprecia la Escolástica; se combate a sus representantes, sobre todo a los teólogos de las Órdenes religiosas, si bien algunos de ellos se adhirieron a la nueva mentalidad. De esta manera surgió un materialismo peculiar, que prescindía prácticamente de lo sobrenatural, una indiferencia frente a la teología y la Iglesia, y el cristianismo se diluyó en una filosofía moral, de la que se esperaba —pero esto se esperaba más aún de las bonae litterae— un efecto moralizante y educativo. Como los humanistas tenían conciencia de enfrentarse a la actitud y la tradición vigentes hasta entonces, se creían llamados a presentar positivamente nuevos programas para restaurar el cristianismo, tal como ellos lo concebían, o a combatir apasionadamente a sus adversarios. Las fingidas Cartas de los hombres oscuros, en las que humanistas radicales cubrieron de sospechas morales, de burla y desprecio a los teólogos y a los monjes, cuando, en la disputa de Reuchlin, se trató de si todos los escritos judíos, o solamente los panfletos contra el cristianismo, deberían ser destruidos, pertenecen sin duda a lo más condenable con que jamás se ha aniquilado moralmente a un adversario.

Por su crítica de lo tradicional el humanismo hizo, en su país de origen, Italia, que muchos de sus adeptos se volvieran escépticos y se apartaran de la fe revelada. En lugar de buscar respuestas a los problemas de la religión o de la formación de la vida en las fuentes de la revelación, se las buscaba en los clásicos paganos, confundiendo en todo o en parte la visión cristiana del mundo con la pagana. En cualquier caso, los humanistas no estaban dispuestos a admitir una dirección por la autoridad eclesiástica. La Academia Romana, fundada hacia 1460 por el humanista Pomponio Leto, no sólo se había dado a sí misma un nombre y un título pagano, sino que se había aproximado grandemente al paganismo también en su mentalidad, de tal forma que el papa Pablo II la suprimió el año 1468. Tras salir de la cárcel, sus miembros se vengaron, con pluma mordaz, del «bárbaro» que ocupaba la Sede pontificia. Junto a la Academia Romana florecía otra semejante en Florencia bajo el patronato de los Médici. Esta desvinculaba conscientemente la filosofía de la teología, y apoyaba su visión del mundo con citas de los filósofos antiguos; Platón y la Estoa sobre todo eran venerados de un modo casi religioso. Se creía poder evitar un enfrentamiento directo con la Iglesia acudiendo a la doctrina de la doble verdad, según la cual, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la libertad de voluntad y la realidad de los milagros debían ser negadas desde la perspectiva de la razón, pero afirmadas desde la de la fe, doctrina ésta que el quinto Concilio de Letrán condenó explícitamente en el año 1513.

El humanismo no atravesó los Alpes en esta forma abiertamente pagana, aunque muchos estudiantes alemanes habían tenido contactos en Italia también con tales doctrinas escépticas. En las universidades de Padua y Bolonia, donde el humanismo se hallaba especialmente instalado, estudiaron el político local de Agusburgo, Conrado Peutinger, y Willibaldo Pirckheimer, que luego sería burgomaestre en Nuremberg. Pero cuando Peutinger conoció a Pomponio Leto, el antiguo defensor de la república romana y Pontifex Maximus de la Academia de Roma, éste era ya un hombre que, en el umbral de la vejez, se había vuelto moderado y a quien varios cardenales tenían en mucha estima. Y su influjo fue contrarrestado por el de otros maestros humanistas más moderados. Pero de sus estudios en Italia, estos hombres trajeron a su ciudad natal una crítica contra Roma, teñida de humanismo, una especie de pensamiento republicano, que, en el terreno teológico, colocaba la autoridad del concilio ecuménico por encima de la del papa. Consideraban esto, según el modelo antiguo, como la república perfecta, que garantizaba la paz. Es comprensible que, desde entonces, no tuviesen reparos en integrar a la Iglesia en la estructura ciudadana, considerándola como una institución educadora, por así decirlo. Junto a ello, estos humanistas de las ciudades imperiales tenían unos intereses científicos amplísimos. Peutinger tuvo acceso al círculo que rodeaba a Maximiliano, y con una mentalidad patriótica imperial, parecido en esto al humanista alsaciano Wimpfeling, se interesaba por el Imperio medieval, acudiendo para ello incluso a las estatuas y medallas. Por su parte, Pirckheimer era un verdadero polígrafo, cuyo campo de actividades se extendía desde la astronomía hasta la traducción de la literatura clásica y patrística. Pero la meta a que aspiraba con el sistema educativo de Nuremberg que él había promovido y dirigido, era la eruditio christiana, la cual, sin embargo, estaba poderosamente configurada por la imagen clásica del hombre, tal como aparece en Plutarco. Tales hombres adoptaron al principio una actitud muy abierta frente a las novedades de la Reforma protestante, y fueron los primeros partidarios entusiastas de Lutero. Pero cuando luego se apartaron de la innovación religiosa, debido al curso totalmente antihumanista que ésta siguió, renunciaron a adherirse decididamente a la doctrina católica. El viejo Peutinger, por ejemplo, se retiró más o menos de la vida pública.

La otra novedad que se trajo de Italia fue el estudiar los textos con los métodos de la crítica filológica, y no sólo los textos de los clásicos antiguos, sino también los de los Padres de la Iglesia e incluso el de la Sagrada Escritura. En esta forma el humanismo encontró al hombre que había de convertirse en su más brillante representante, el holandés Desiderio Erasmo (1469-1536), coetáneo de Peutinger y de Pirckheimer. Su interés existencial por la Biblia tal vez lo había adquirido Erasmo, hijo de un sacerdote, en su primera formación en Deventer. Su vida externa tuvo, ciertamente, un desarrollo muy peculiar. Este fraile agustino, que muy pronto abandona el hábito de la Orden y sólo veinticuatro años después solicita dispensa pontificia para realizar tal acto, este sacerdote, que no ejerce su sacerdocio, pero que, igualmente, pide permiso casi una generación más tarde para poder aceptar beneficios, no parece estar realmente llamado a ser jefe intelectual del cristianismo, cosa que creyó, sin embargo, más tarde.

Erasmo no conoció el humanismo en Italia. En la universidad de París aprendió la crítica mordaz a la Escolástica y su modo de pensar, encontrando el complemento positivo para todo ello en su viaje a Inglaterra, que pudo emprender cuando tenía treinta años. Entre los muchos contactos que tuvo, fue decisivo para él su encuentro con Juan Colet, que tenía su misma edad. Colet era catedrático de Nuevo Testamento en Oxford, y de sus viajes de estudios por el sur de Europa había traído el humanismo cristiano, con su amor a los escritos de la Biblia, pero también el estudio crítico del texto bíblico. Bajo la dirección intelectual y espiritual de Colet se encontraba también entonces el joven Tomás Moro, con el que Erasmo inició una amistad que había de durar toda la vida. En compañía de Colet, que coincidía con él en la crítica a la Escolástica y en la condenación abierta de muchos abusos de la piedad popular, descubrió Erasmo la importancia de las lenguas bíblicas. Con ello encontró este holandés la tarea de su vida, aquel estudio erudito y reverencial del texto del Nuevo Testamento. Sin embargo, Erasmo estará siempre escindido en su interior. La otra mitad de su ser, alimentada sin duda por complejos ocultos, pertenecía a la crítica, más aún, a la sátira y a la burla de los monjes, de su teología escolástica, de los cargos eclesiásticos, de la Curia en general, sin que el teólogo Erasmo estuviese dispuesto a sacar las últimas consecuencias de ello o a abandonar su trato amistoso con esa misma Curia. Los desacuerdos, las contradicciones de sus afirmaciones y sus cartas nos revelan una peculiar falta de decisión y de claridad. Erasmo no era un sistemático; era un hombre, a la manera como él lo concebía, es decir, una personalidad caracterizada por su individualismo, la cual, sostenida por un alto aprecio de sí misma, siente siempre desde la situación concreta y actúa y escribe en concordancia con ella. Que aquel hombre tímido, desconfiado y sensible uniese una clara conciencia de su misión con un arte excepcional para ganar y conservar amigos y con una erudición destacada y brillante fue lo que hizo de él una personalidad directora en una época en que la Iglesia no tenía en su jerarquía grandes personalidades de este tipo.

El ideal de vida de Erasmo era el cristiano formado, no el hombre piadoso. A describirlo dedicó su Manual del soldado cristiano, el Enchiridion, que se publicó en 1504 en Lovaina y volvió a reeditarse en 1518, con un nuevo prólogo. Para su autor esta obra era una ars pietatis, un manual de piedad. Hay que distinguir bien entre lo que Erasmo quiso con esta obra y los efectos prácticos que tuvo. Una veta platónica atraviesa la entera doctrina de Erasmo sobre la piedad. Por su esencia más íntima, hombre y mundo tienden a llegar desde su cara aparente a su cara invisible. Lo visible representa a lo invisible, está en lugar suyo, pero apunta, por encima de sí mismo, hacia lo espiritual. Es cosa discutida, a la que se dan diversas interpretaciones, si Erasmo quedó o no prendido en el platonismo y si llegó interiormente a Cristo no sólo como maestro y modelo, sino también como Cabeza de todos los redimidos (Auer). En todo caso, el Enchiridion encierra también una cara muy crítica, auténticamente polémica. Sin pensar demasiado en qué son los sacramentos o hasta qué punto la jerarquía eclesiástica fue fundada por Dios, Erasmo atacaba el error, muy extendido según él, de reducir la religión a las ceremonias y de observar, como los judíos, la ley de la letra, desatendiendo, en cambio, la auténtica piedad. Los sacramentos carecen de sentido si falta la aportación personal; y la aportación del hombre, en cuanto peregrino que marcha del mundo visible al invisible, consiste en la práctica de las virtudes de Cristo. El arma principal del soldado cristiano no son los sacramentos, y ni siquiera la realidad de la Iglesia, sino la Sagrada Escritura. El que la estudia, leyéndola en privado cada día, el que encuentra en ella a Cristo, es decir, lo que Cristo enseñó, el que, pasando a través del polícromo vestido de imágenes y narraciones, consigue encontrar y aprender el misterio invisible, éste se trasforma interiormente en cierto modo, sobre todo si se esfuerza por conquistar, ejercitando diariamente la voluntad, la virtud de Cristo. Para este hombre, los sacramentos y el cumplimiento de muchos preceptos y tradiciones no tienen ya la misma función que para el principiante de la piedad popular; no necesita ya del sacerdote en la misma medida, y para él pierden su significación los diversos estados de la Iglesia: el estado de seglar, el de sacerdote y el de religioso. Estos no son, en efecto, grados de piedad superior, sino sólo distintas formas de vida, útiles o inútiles para cada uno, según sea su constitución corporal o espiritual. De esta manera los sacramentos, el estado sacerdotal y los ministerios pierden su valor absoluto en la Iglesia. Según Erasmo, lo que los obispos y los papas tienen que hacer propiamente en ella no es otra cosa que ser para el pueblo cristiano modelos en el camino hacia la perfección. Los obispos ocupan realmente un lugar superior cuando imitan a Cristo no sólo en su ministerio, sino en su vida y en sus costumbres. Lo que ellos tienen que ofrecer en su vida no es la virtù general de los humanistas italianos, sino la virtud de Cristo. Es posible que en este punto hayan influido sobre Erasmo las ideas de la escuela de Deventer, escuela que pertenecía, en efecto, al mundo de la Imitación de Cristo. Erasmo es, ciertamente, un aristócrata del espíritu. Sabe que su ideal no resulta accesible más que a muy pocos. La gran masa permanece presa en la religión de la Iglesia invisible. Los débiles necesitan preceptos y tradiciones, sacramentos visibles y estructura exterior de la Iglesia. Erasmo carece de comprensión para la función universal de la eucaristía.

Erasmo marchó después a Italia. Se doctoró en teología, y en Bo­lonia y Padua se relacionó con los famosos helenistas de la época. El humanismo italiano, sobre todo en su forma filológica, histórico-crítica, de un Valla, se le aparece ahora vivo en su propia atmósfera. Ya por este tiempo recoge, siguiendo el modelo de las anotaciones del Nuevo Testamento (Collado Novi Testamenti) de Valla, material para su propia edición crítica. Pero el humanista fue también a Roma, visitó en ella los lugares sagrados y se sintió extraordinariamente bien en la Curia pontificia. Sin embargo, al volver a Inglaterra en 1509 escribió, en la casa de Tomás Moro, el Elogio de la locura (Encomium moriae), en el que elabora intelectualmente su experiencia italiana. En esta obra encontramos, de un lado, benevolencia para con la inagotable riqueza de las gentes sencillas, de los cristianos débiles, cuya curiosidad inocente y limitación individual les hacen gozar tan felizmente del mundo y de la vida; pero, por la otra parte, burla mordaz y severa condenación de los cardenales y el papa. ¡Qué contraste tan agudo entre el trajín de la Curia y el ejemplo de los apóstoles! ¡Qué contraposición entre la vida del «santo» Padre y la imitación de Cristo! Las guerras de Julio II, que perturbaron la estancia de Erasmo en Italia, son algo horrible. No tienen ya «absolutamente nada que ver con Cristo, y, sin embargo, los papas abandonan por ellas todo lo demás».

La tensión entre el Enchiridion y el Encomium se repite varias veces en las obras posteriores, pero no es ya superada. Con todo, el círculo de amigos de Erasmo se hace mayor; su influjo, más amplio; y su posición, más prestigiosa. Es consejero de príncipes en los Países Bajos, amigo de cardenales romanos; conoce personalmente a León X, que alaba en la Curia su erudición. Pues Erasmo había editado ahora en Basilea —en la que había encontrado a Froben, hombre que compartía sus ideas e impresor y editor bien equipado técnicamente —su Novum Instrumentum, es decir, el Nuevo Testamento griego, con anotaciones y una traducción hecha con claridad humanística y en un latín elegante. A través de Beza, el texto griego de Erasmo fue, durante tres siglos, el textus receptus; la traducción latina se editó unas doscientas veces, sin que pudiera sustituir o desplazar, desde luego, a la Vulgata. Erasmo dedicó su obra a León X y al primado inglés Warham. Al texto se añadían las introducciones, en las que sintetizó, haciendo una teología bíblica, los pensamientos expresados en el Enchiridion. Ahora hablaba de la «filosofía de Cristo», que no estaba reservada únicamente a los doctores. «A todo el mundo le está permitido ser cristiano; todos pueden ser piadosos, más aún, me atrevería a afirmar, algo audazmente, que pueden ser teólogos». Si los cristianos manifiestan la doctrina de Cristo no sólo en las doctrinas y en las ceremonias, sino en su corazón y en su vida entera, vendrá la Edad de Oro, el auténtico renacimiento, el restablecimiento del cristianismo en la naturaleza humana. En contra de los ataques del teólogo de Ingolstadt, Eck, Erasmo recibió en 1518 la aprobación pontificia que había pedido para su obra. Al Instrumentum siguieron las ediciones de los Padres, empezando por san Jerónimo, al que admiraba como el más sabio de todos los Padres de la Iglesia. Con su traducción de la Biblia no había él querido corregir a san Jerónimo, sino, según pensaba, las erratas de los copistas del monje de Belén.

Mientras en Alemania Erasmo quedó sobrepasado por Lutero en los años siguientes y su posición se debilitó a causa de su indecisión al comienzo de la Reforma protestante, siguió siendo en España, hasta 1525, el jefe intelectual indiscutido, cuyas ideas aceptaron de un modo verdaderamente exaltado todos los círculos locales de los amigos de una renovación intelectual y religiosa. Al fracasar la guerra civil española contra el rey y sus fines universalistas, también el espíritu estrechamente nacionalista, hostil a lo extranjero, sufrió efectivamente una derrota. Ahora todo movimiento reformador en el espíritu del Evangelio permanece indisolublemente ligado, en todos los círculos de la población y hasta dentro de las universidades, con el príncipe de los humanistas. Las tensiones y la guerra entre Carlos V y Clemente VII son el suelo espiritual sobre el que se mantiene y en el que se acrecienta el entusiasmo por Erasmo. Sus obras se reimprimen. El Enchiridion se publica en español, y lo defiende decididamente contra los ataques de los teólogos de Lovaina nada menos que un hombre tan influyente como el secretario del inquisidor general. Los principales obispos del país son erasmianos, exactamente igual que el gran canciller del emperador y su secretario Alonso Valdés, cuyo hermano Juan se convertirá, en los años siguientes, en el jefe espiritual de círculos erasmianos del evangelismo en Nápoles y Valladolid.

En lo que respecta a la Reforma protestante, Erasmo intentó mediar el mayor tiempo posible entre Roma y Wittenberg, para lograr la concordia y la paz, entendida de un modo completamente personal. Lutero y Erasmo coincidían en su exigencia de una reforma, de una renovación en el espíritu del Evangelio. Pero Erasmo fue durante mucho tiempo totalmente inconsciente de que la confianza humanística del hombre en sí mismo y el recurso a su propia fuerza, su optimismo ético eran diametralmente opuestos a la experiencia de Lutero sobre la salvación. Sólo el hecho de que la libertad evangélica degenerase en libertinaje, tal como él lo veía, le convirtió en crítico de Lutero. Pero en este asunto distingue deliberadamente entre el espíritu evangélico y la condenación del reformador. El mantenimiento de la unidad de la Iglesia no puede significar para él el final de la renovación religiosa, comenzada en todas partes en el espíritu de la libertad del Evangelio. En la exégesis bíblica, a la que Erasmo se dedicó con cuerpo y alma, encontró siempre distintas posibilidades de interpretación. Aquí creía ver él la posibilidad de una libre discusión, en la medida en que definiciones dogmáticas no la hubiesen coartado. Por eso Erasmo aconsejaba continuamente reducir al mínimo las definiciones dogmáticas. Si subrayaba la autoridad de la Iglesia, lo hacía tan sólo porque en ella hay armonía y seguridad, basada en la concordia caritatis; una cuestión distinta es si hay también verdad. Todavía en 1533 dice que es preciso ser tolerante, pues no existe claridad sobre las cuestiones supremas. Y si en 1529, año de la Reforma protestante en Basilea, abandonó esta ciudad porque no se celebraba en ella ninguna misa, no hizo esto porque considerase a la Iglesia católica como la única verdadera, sino como la mejor relativamente. El conocimiento de la evolución histórica de las formas eclesiásticas era para él más importante que su resultado e incluso que la fundación divina de la Iglesia. Ya la distinción entre Iglesia católica e Iglesia romana o papal es característica de la fluctuante indecisión y del semicatolicismo del príncipe de los humanistas. Y si bien escribió también en una ocasión: «Reconozco a Cristo, no a Lutero; reconozco a la Iglesia romana, que considero idéntica con la Iglesia católica; de ésta no me separará ni siquiera la muerte; tendría ella que separarse expresamente de Cristo», revela, sin embargo, una confusión y ambigüedad teológicas sorprendentes al declarar en otro momento:

«No me he apartado jamás de la Iglesia católica... Sé que en esta Iglesia, que vosotros (los luteranos) llamáis papista, hay muchos hombres que me desagradan. Pero gentes como éstas veo también en tu Iglesia. Se soportan más fácilmente los males a los que se está acostumbrado. Por ello soporto esta Iglesia, hasta que vea otra mejor, y ella está también obligada sin duda a soportarme a mí, hasta que yo mismo mejore. Y no camina mal el que, entre dos males distintos, elige el camino del medio»”.

E igualmente pudo, sin ser infiel a sí mismo, volver de nuevo a Basilea en 1535 para estar más cerca de su editor. En esta última ciudad morirá un año más tarde, sin poder recibir los sacramentos de la Iglesia.

Bajo tales jefes espirituales, la Iglesia católica estaba expuesta, realmente indefensa, a las borrascas de la innovación religiosa. Tendría que pasar casi una generación entera hasta que se pudo superar el primado de la moral sobre el dogma y la funesta ambigüedad teológica, y hasta que consiguió triunfar la herencia valiosa de Erasmo: el amor a la pureza de la Iglesia primitiva y la conciencia de la responsabilidad pastoral de los obispos. En cambio, su anhelo de una adoración más pura de Dios, que no estuviera soterrada bajo las ceremonias y las devociones especiales, su aspiración a una actitud religiosa vuelta hacia la vida, apartada de la ascética monástica, y su exigencia de un compromiso interior, personal, para con el Dios redentor fueron actualizados, en una medida revolucionaria, en la Reforma protestante.

Es verdad que Ignacio de Loyola tomó muchas cosas de los estatutos del humanista Colegio de Montaigu de París, pero el establecimiento, sugerido por él, de la Inquisición en el año 1542, representaba la victoria de aquellos monjes y teólogos a quienes Erasmo había temido siempre. Las fijaciones dogmáticas del Concilio de Trento, el ideal conciliar del obispo y la conciencia acentuadamente confesional del calvinismo, con su principio de la predestinación, representaron el fin del humanismo. Uno de los últimos eramistas, el duque Guillermo de Cleve, cuyo gobierno duró muchos años (de 1538 a 1592), tuvo que ver cómo incluso en su propio territorio, donde las posiciones religiosas podían desarrollarse con libertad, se organizaron, desde 1568, comunidades luteranas y calvinistas, conscientes de su especial naturaleza.

 

CAPITULO III

LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROPA