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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

CAPITULO XXXVI

EL SIGLO XV

 

La larga debilitación del papado y el desarrollo de las teorías políticas de la época conciliar tuvieron una consecuencia tan importante como funesta: el poder secular afianzó su control sobre las Iglesias nacionales. Este fenómeno adoptó formas diversas en los distintos países.

Hemos visto que, tras la conquista normanda, surgió en Inglaterra un largo conflicto que enfrentó a los reyes y sus gobiernos (partidarios de la costumbre antigua de que la corona controlase las elecciones, excomuniones y directivas pontificias) con algunos eclesiásticos que se ajustaban al derecho canónico. A fines del siglo XII, la Iglesia se adhirió, en el plano teórico, a las tesis del papado. Excepto en lo relativo a algunos puntos secundarios, se admitió que el derecho canónico y las decretales obligaban al clero inglés y estaban sancionados por los tribunales ingleses. Esto no significa que no se encontrasen resistencias. A partir del reinado de Eduardo I (1272-1307), el trono y el parlamento protestaron a menudo contra las exacciones y las provisiones pontificias. Este movimiento alcanzó su apogeo con el estatuto de los provisores (1351) y el Praemunire (1353), que prohibieron a los ingleses aceptar de Roma un beneficio, recurrir a la Sede apostólica en los procesos que se seguían en Inglaterra y aceptar las bulas pontificias. Estas leyes fueron reiteradas en 1380. Se prohibió sacar del reino sumas de dinero destinadas al papa. Es verdad que estas medidas fueron ante todo defensivas y las adoptó el gobierno para calmar el descontento de la opinión pública, para disuadir a Roma de toda tentativa, de explotación y para colocar al rey en posición favorable a la hora de negociar. Era un modo de replicar a la Clericis laicos, pero no resolvía el problema de la relación entre los dos poderes. Estas medidas tuvieron escasos efectos prácticos inmediatos. No iban dirigidas contra la autoridad espiritual del papa; pero eran bastante atrevidas y ejercieron cierto influjo en el continente.

Como ya se ha dicho, la Iglesia de Francia abandonó la obediencia de los papas de Aviñón en 1398. Luego la reanudó, para abandonarla otra vez en 1403 y restablecerla finalmente en 1406. Esta política no duró. En 1406, un concilio dominado por la Universidad de París —con portavoces como Pedro le Roy, abad de Mont Saint-Michel, y Juan Petit— tomó decisiones importantes, que fueron sancionadas por Carlos VI en 1407. Declaró inadmisibles las provisiones pontificias, la percepción de las anatas, las procuradurías, los ingresos percibidos en caso de vacantes, los diezmos y otros impuestos. El concilio afirmó de nuevo la plena obediencia debida al papa como soberano espiritual de la Iglesia, excepto en un punto muy importante: puso la autoridad del concilio general por encima de la que corresponde a los decretos pontificios. Con razón se ha dicho que esta afirmación señalaba el comienzo del galicanismo. Se apoyaba teóricamente en dos postulados: el primero consistía en que el rey de Francia había disfrutado desde tiempo inmemorial de ciertos derechos de impuestos, rentas y designación en la Iglesia de Francia; el segundo era que la autoridad pontificia estaba limitada por el derecho canónico considerado antiguo, que se fundaba sobre todo en decisiones conciliares. El rey sacaba provecho del primer postulado. De hecho ejercía su control sobre la administración y las finanzas de la Iglesia. La libertad resultante para la Iglesia galicana se basaba en el nuevo postulado de que las decretales y las bulas pontificias eran inválidas si contradecían o rebasaban los decretos conciliares o el derecho canónico anterior a Graciano. El corolario que se deducía de esto (es decir, que las declaraciones pontificias sólo eran irreformables e infalibles cuando las aceptaba un concilio general) representaba una extensión del principio según el cual las decisiones conciliares constituían la autoridad suficiente e incontestable.

Esta postura era insostenible desde el punto de vista histórico, canónico y teológico. El hecho de que se adoptase y se mantuviese con éxito se explica por el desarrollo del espíritu nacional explotado por la monarquía, por las dificultades en que se hallaba el papado durante el gran cisma y por el influjo de una doctrina disolvente que se extendió a todos los niveles y que se remontaba a Marsilio de Padua, a Guillermo de Occam y a sus discípulos.

Los acuerdos de 1406-1407 caducaron pronto. Martín V procuró reafirmar los derechos pontificios que admitía toda la Iglesia. En Francia, el rey y la Universidad estaban dispuestos a disminuir sus exigencias para obtener una ventaja inmediata. En la asamblea del clero en Bourges se elaboró un reglamento de mayor duración, que fue ratificado inmediatamente por la «pragmática sanción» de 1438. Este texto no es tan revolucionario como se ha creído. Seguía en general las declaraciones del Concilio de Basilea y se esforzaba por restablecer el estado de cosas que existía antes de la llegada de los papas a Aviñón. Puede resumirse del siguiente modo:

1.-Se aprobó el decreto Frequens (que imponía un concilio cada diez años) y se afirmó la superioridad del concilio sobre el papa, con el corolario de que el rey de Francia no estaba sometido a ninguna autoridad superior en el campo político.

2.-Las elecciones y colaciones de beneficios debían ser «libres» y corresponder a los mismos grupos y personas que en el pasado. Se admitían las reservaciones pontificias decididas por las decretales y por el Liber Sextus, pero no las que habían sido decretadas en fecha más reciente.

3.-Se abolían las anatas y los impuestos pontificios en general; pero se establecía una provisión para subvenir a las necesidades de Eugenio IV.

4.-El procedimiento de apelación debía ser el que existía en la época de Bonifacio VIII. Todos los asuntos que se tramitaran en regiones situadas a más de cuatro días de viaje de la curia debían ser juzgados en el lugar mismo, excepto los casos graves fijados en los cánones y los asuntos concernientes a los obispados y a los monasterios exentos

5.-Diversos decretos de reforma reafirmaban el celibato, la obligación de residencia y de asiduidad de los canónigos al coro, etc.

La pragmática sanción de Bourges fue considerada como la carta magna de la Iglesia de Francia. Aunque combatida constantemente por el papado, siguió vigente hasta que fue abolida por Luis XI en 1461. Fue confirmada en el concordato pactado entre Francisco I y León X en 1516.

Es interesante comparar las soluciones que Francia e Inglaterra aportaron a los problemas que planteó el papado al reivindicar la soberanía universal en los asuntos temporales y espirituales. Las actas del Parlamento inglés siguieron en vigor en el plano político. Fueron un arma para el rey y para el Parlamento; de ello resultó un acuerdo que satisfizo a las dos partes. Los prelados y las asambleas diocesanas nunca reconocieron explícitamente la legislación anti­pontificia, que en la práctica no llegó a aplicarse. Por el contrario, el movimiento francés recibió fundamentos teológicos y terminó en una alianza del clero y del rey contra el papa y la curia.

En Alemania, tras largas negociaciones, se llegó al concordato de Constanza (1418), que después de muchas dificultades y discusiones fue renovado en sus puntos esenciales en el concordato de Vienne (1448). Fundamentalmente, estos concordatos fueron una vuelta, con algunas excepciones, al statu quo tal como lo entendía el papado. Las reservas pontificias se redujeron al número de las existentes en el siglo XIII. Se restablecieron las elecciones canónicas y los beneficios no electivos pasaron a depender alternativamente del papa y de la autoridad ordinaria. Algunos se reservaron a los maestros en artes.

Con los nuevos criterios que dominan desde el siglo XIX tanto la historia general como la de la literatura, se ha discutido el significado de los términos Renacimiento y Humanismo y sus relaciones con la cultura medieval y con la fe religiosa del siglo XV. Pueden establecerse realmente divisiones cronológicas, aunque la historia es algo más que una mera compilación de hechos y datos. Sin embargo, historiadores de todos los países han criticado recientemente las definiciones y divisiones excesivamente rígidas. Es evidente, por ejemplo, que los gérmenes e incluso las primeras flores del Renacimiento y de la Reforma son visibles desde 1350, por no hablar de un «renacimiento» y un «humanismo» aún más precoces en los siglos XI y XII. La era «moderna» emerge de diversos modos en la época de Dante, Petrarca, Occam, Marsilio y Boccaccio. Desde otro punto de vista, muchos rasgos característicos de la Edad Media sobrevivieron al menos hasta 1650. Paralelamente, no se puede mantener la identificación que se hacía en el siglo XIV entre el humanismo italiano y el liberalismo religioso o incluso el libre pensamiento. En el campo del sentimiento religioso y de la teología es fácil advertir en los siglos XV y XIV signos precursores de la Reforma y de la Contrarreforma. Lo que a veces se llama el espíritu y la piedad de la Contrarreforma no es más que la evolución natural de prácticas e ideas de la Italia y la España medievales. Como ya hemos subrayado, fue en el siglo XV cuando los grandes grupos nacionales de Europa manifestaron con claridad sus perspectivas divergentes en todos los campos de la vida y del pensamiento humanos.

Sin embargo, se produjo un profundo cambio en la actitud frente a la vida (si nos limitamos casi exclusivamente a Italia). El individualismo, el interés por los individuos, el interés del individuo por sí mismo, por sus realizaciones y su gloria póstuma; el goce de la belleza física, literaria y artística, considerada como un coronamiento más que como una ilusión; el interés por el hombre y sus obras, por la belleza natural, por el arte de vivir más que por la huida de un mundo pasajero y engañoso son rasgos característicos del hombre nuevo: hombre de gustos refinados, de espíritu frío y cultivado, artista, arquitecto, pintor o escultor, hombre «universal», sano y completo de cuerpo y de espíritu; hombre que triunfa, que posee la virtu, que destaca por sus cualidades intelectuales más bien que por su fuerza física o espiritual. Pero en todo esto, Italia fue muy distinta al resto de Europa.

Los historiadores siguen discutiendo sobre la relación u oposición que existe entre el humanismo y la religión. A pesar del paganismo sofisticado de algunos eruditos, a pesar de las refinadas traiciones, los crímenes y los vicios en que fueron pródigas las personas de alto rango, las clases medias y bajas de la sociedad italiana continuaron siendo lo que habían sido: algunas personas piadosas, muchas gentes aficionadas al mundo y muchísimas supersticiones hasta la extravagancia. Hubo también hombres de talento y genio. Los miembros de la academia platónica de Florencia, como Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola, enaltecieron este «humanismo devoto» que quizá habría caracterizado al siglo siguiente si Lutero y Calvino no hubiesen modificado el curso de los acontecimientos.

En todo caso, la Italia del norte y del centro fue en el siglo XV un foco de pasiones humanas y políticas, un esplendor de colores brillantes, un terreno fértil en genios, una encrucijada de culturas y civilizaciones que no tiene equivalente en la historia de la Europa occidental. Esta sociedad estaba dividida en varios centros independientes, cada uno de los cuales incluía en su órbita a grupos diversos. No existía ninguna institución, disciplina ni persona que pudiera dominar el conjunto o imponerle una unidad. Por eso todo resumen y toda descripción resultan inadecuados. Fue una desgracia para la Iglesia que el clero, y sobre todo la corte pontificia, representasen todos los aspectos, los buenos y los malos, de la vida social de esa época y que los grandes personajes de la Iglesia fuesen también hijos de la luz y de las tinieblas, incapaces de transmitir el mensaje evangélico con la claridad ejemplar que habría sido necesaria para impedir la revolución que iba a estallar en seguida.

El contraste entre el humanismo italiano y el alemán es muy conocido. En Italia, el humanismo fue ante todo literario e imitativo. Tuvo como objetivo la recuperación de obras maestras latinas —y más tarde griegas— perdidas o descuidadas y reproducir su estilo y versificación en obras que querían manifestar el renacimiento de las letras después de un largo intervalo de semibarbarie. El humanismo alemán se preocupó más bien por la gramática y la filología; se interesó por el hebreo tanto como por el latín y el griego. Cicerón fue el único modelo de Valla y de Bembo; en cambio, Erasmo prefería el estilo más alerta y familiar de Plauto y de Terencio. Mientras los eruditos italianos de las generaciones siguientes editaron textos clásicos y estudiaron a Platón, los nórdicos fijaron su atención en los Padres y escudriñaron las Escrituras. Italia buscó la belleza visual en todas sus formas. Persiguió el ideal humanista del individuo rico en talentos variados, del hombre que lleva una vida plena de experiencias y actividades y busca la virtú y la fama póstuma. Los nórdicos vivieron como sedentarios, manteniendo ásperas controversias y tratando de volver al cristianismo puro de la Iglesia primitiva. El contraste no debe exagerarse, pero es real.

Los eruditos del norte y de Italia podían experimentar una simpatía recíproca y entenderse los unos a los otros. Los nórdicos dieron pruebas en muchos casos de madurez y de originalidad similares a las de los italianos; tal fue el caso de Nicolás de Cusa, Reuchlin y sobre todo Erasmo. Pero, al menos en el período que estudiamos, no hubo en el norte un verdadero «renacimiento» de la vida social y de la cultura. Los grandes personajes y, a fortiori, los de menor importancia eran descendientes directos de sus predecesores medievales. Sólo les distinguía de ellos una erudición nueva y una hostilidad más acusada contra los monjes, los frailes y la curia. Sin embargo, Nicolás de Cusa (1401-1464) constituye una excepción entre los últimos humanistas alemanes. Vivió en constante relación con los italianos y con el papa. Sus intereses intelectuales se orientaron cada vez más hacia el neoplatonismo. Tendió así un puente entre Italia y Alemania con su aspiración a armonizar la filosofía y la teología y (hacia el fin de su vida) a restaurar el poder pontificio. Nicolás de Cusa se distingue de sus colegas cardenales por su esfuerzo en establecer las bases metafísicas racionales de la fe, por el deseo de armonizar Aristóteles y Platón y por su celo reformador. Pero se parece a ellos por su afán de honores, su autoritarismo en las controversias y su afición al lujo.

El regreso del papado a Roma en 1417 al acabar el gran cisma habría abierto de todos modos un capítulo nuevo de la historia pontificia. La restauración del gobierno pontificio coincidió con el desarrollo de un gran movimiento cultural e influyó decisivamente en la historia política de Italia. Comenzó una época que sólo acabó con una serie de catástrofes, la primera de las cuales fue anunciada por la aparición de Lutero, exactamente cien años más tarde.

En lo que concierne al papado, el período se caracterizó esencialmente por el hecho de que la Santa Sede estuvo cada vez más implicada en las violencias políticas de Italia y los eclesiásticos italianos participaron en lo que se llama el Renacimiento italiano. Estos dos factores iban a disminuir la fuerza espiritual y moral de la curia y a aminorar notablemente su prestigio.

Durante el largo período en que no había habido gobierno pontificio directo, el horizonte político de la península italiana se había ensombrecido. La Italia dirigida por un poder pontificio central, preocupado principalmente por contener y rechazar al emperador alemán al norte y a los príncipes angevinos al sur, había dado paso a un mosaico de Estados, grandes o pequeños, gobernados casi todos por señores que se habían convertido paulatinamente en déspotas, con el nombre de duques o de príncipes, o por individuos influyentes o, como en Venecia, por pequeñas oligarquías. En Italia central existía el vacío constituido por los Estados pontificios, unas veces dominados, otras rebeldes, otras reclamados por algún legado. Cuando Martín V regresó a Italia, su primera tarea fue asumir de nuevo el control de sus territorios y reorganizar el sistema de impuestos. Tuvo éxito y, a su muerte, el papado era rico y solvente. Durante su pontificado y el de sus sucesores, el papado fue una potencia influyente que separaba a Nápoles de los tres grandes Estados del norte: Florencia, Milán y Venecia. Para salvaguardar sus legítimos intereses tuvo que desplegar una diplomacia activa. Pero, poco antes de 1500, varios pontífices, llevados por su temperamento personal o por sus ambiciones dinásticas, se vieron arrastrados a aventuras y enredos políticos e incluso militares que pusieron a la Santa Sede en una posición nueva: la de una potencia política que mantenía relaciones pacíficas o belicosas, de diplomacia o de discordia con todas las nuevas potencias nacionales de Europa y sin conexión alguna con su condición eclesiástica y espiritual.

El papado tuvo que contar también con el gran movimiento intelectual, artístico y psicológico llamado Renacimiento italiano.

Distinto del desarrollo progresivo de las artes y de la civilización, que tuvo lugar en los siglos XII y XIII, este movimiento manifestó dos aspectos nuevos desde mediados del siglo XIV. Ante todo, un interés nuevo y una nueva actitud respecto a las acciones y emociones del individuo considerado precisamente como un ser vivo y no como un alma que merece o pierde la vida eterna. Después, un interés nuevo, a la vez causa y efecto del primero, por las obras maestras literarias y artísticas de la civilización clásica: se creía que tales obras manifestaban y favorecían la expresión del genio de la naturaleza humana, tanto en el pasado como en el presente.

El restablecimiento del papado en Roma y la disminución progresiva de la concurrencia conciliar tuvieron como resultado convertir a Italia en el polo de Europa, en el momento preciso en que ésta aparecía como el centro de la civilización europea y el punto de cita de multitud de genios. El culto de la literatura antigua y la producción de obras maestras artísticas habían comenzado en el siglo XIV con Petrarca, Boccaccio, Giotto, Simone Martini y Juan de Pisa. El progreso artístico iba a continuar durante casi tres siglos. La pintura y las artes figurativas fueron el único campo de creación en el que se realizó la transición, en el siglo XIV, entre el mundo medieval y el moderno.

La aparición de la gran literatura en lengua vulgar y de la pintura —primero al temple, luego en madera y en lienzo— como artes nobles no tuvo quizá más influencia en la sociedad que la aparición de cualquier escuela literaria o pictórica. Igualmente, el primer humanismo —con su búsqueda de manuscritos latinos y su afán por la pureza estilística— no entrañaba el riesgo de modificar las concepciones doctrinales de quienes se consagraban a tales menesteres. Pero cuando fueron redescubiertos la literatura y el pensamiento griegos, cuando se buscó la belleza en todas sus formas, cuando la Antigüedad clásica pagana se convirtió en modelo en todos los campos de la vida y cuando se desarrolló la técnica de la crítica literaria e histórica, se hizo evidente que toda esta corriente competía con los ideales y las convenciones de los «siglos de fe», es decir, de la Edad Media.

Al principio, la curia aceptó el mundo nuevo sin juzgarlo. Grandes humanistas como Poggio Bracciolini y Eneas Silvio Piccolomini fueron secretarios pontificios. Fuera cual fuese su moralidad, sus creencias religiosas fueron generalmente ortodoxas. Eugenio IV —sin ser un esteta— fue celebrado por Benozzo Gozzoli y otros varios. Sin embargo, cuando el Renacimiento se aceleró y comenzó a modificar a la sociedad, el papado tuvo que adoptar una actitud precisa. El papa Nicolás V, que con el nombre de Tommaso Parentucelli había sido un erudito y un humanista entusiasta, dio un paso decisivo: resolvió adueñarse del espíritu de la época, en provecho del papado, haciendo de Roma la capital cultural de Italia. Se rodeó de un grupo de notables eruditos, entre los que se hallaban Poggio, Filelfo y Lorenzo Valla. Emprendió además dos proyectos de importancia duradera. El primero fue el de transformar la pequeña biblioteca pontificia en una gran colección de manuscritos latinos y griegos, primera etapa del movimiento que llevó a atesorar obras y objetos preciosos, curiosos y bellos en las salas del Vaticano. El segundo fue el de reconstruir San Pedro, el Vaticano y la misma Roma con una magnificencia inigualada. Nicolás V llamó a Roma a Fra Angélico y a Benozzo Gozzoli. Les hizo rehacer el plano de la ciudad leonina sobre un esquema que ha seguido siendo el mismo hasta la época actual. A Nicolás V le sucedió Calixto III (1455-1458). Interrumpió e incluso deshizo una parte de aquella obra, pero los planes subsistieron y dieron frutos después. Calixto fue elegido porque era un personaje insignificante y porque los partidos veían en su elección un modo de resolver sus dificultades. Dio al papado del siglo XV sus rasgos más funestos; era español y fue el primero de los Borgia. Nombró cardenales a dos de sus sobrinos y al tercero lo designó prefecto de la ciudad y vicario de Terracina y Benevento. Al morir Calixto se reunió un cónclave para elegir a otro tertius gaudens. Esta vez no fue una elección ordinaria. Eneas Silvio Piccolomini, Pío II (1458­1464), enalteció su época como Inocencio III la suya. Hábil diplomático y escritor de talento, hizo olvidar su juventud licenciosa, pero siguió siendo un jefe temporal más que espiritual. Había pertenecido durante mucho tiempo al partido conciliar; sin embargo, siendo pontífice publicó la bula Execrabilis (1460), que reafirmaba la supremacía pontificia. En su diario y en su autobiografía mostró un talento que le ha valido en el curso de los siglos la atención y el afecto que no merecía su actuación como pontífice. Su diplomacia contribuyó a afianzar la reputación de la curia. No obstante, fracasó por completo su intento de organizar una cruzada contra los turcos. Su sucesor Paulo II (1464­1471), sobrino de Eugenio IV, era un autócrata moderado. Se granjeó la antipatía de los humanistas, pero agradó al pueblo de Roma por sus carnavales y su política de construcción. Mandó despejar la plaza de Venecia y construir el palacio del mismo nombre donde residió. Le sucedió Francisco della Rovere, que tomó el nombre de Sixto IV (1471-1484). En el momento de su elección era general de los franciscanos. De origen modesto, se había dado a conocer como erudito y predicador. Fracasó varias veces en su intento de organizar una cruzada contra los turcos y dio el paso decisivo de transformar la monarquía pontificia en una gran potencia italiana. En tal empresa empleó a varios de sus sobrinos como lugartenientes. Dos fueron cardenales, de escasa moralidad y enteramente desprovistos de vida espiritual; otros tres fueron laicos. Aplicaron con habilidad la política exterior del papa y, de ese modo, mantuvieron a Italia en estado de agitación permanente. Sixto IV fue un generoso mecenas para los artistas. Hizo construir la capilla de fama mundial, llamada precisamente «Sixtina». Para decorarla reclutó una pléyade de genios: Ghirlandaio, Botticelli, Perugino, Pinturicchio y Melozzo da Forli. Hizo construir —o al menos comenzar— varias iglesias, entre las que figura la de Santa María della Pace. Sixto IV aparece, lo mismo que su bibliotecario Platina, en los frescos de Melozzo. A su muerte fue elegido Battista Cybo, que tomó el nombre de Inocencio VIII (1484-1492). En su pontificado disminuyó rápidamente la reputación de la Sede apostólica. El papa reconoció a un hijo y una hija ilegítimos, que había tenido antes de ser sacerdote. Celebró el matrimonio de su nieta con un banquete al que —por primera vez en la historia pontificia— asistieron mujeres. La corrupción y la compra de cargos en la curia se hicieron frecuentes. Abundaron las bulas falsas y los falsos privilegios. Sixto IV e Inocencio VIII crearon numerosos cardenales entre sus parientes y partidarios. El colegio se compuso de hombres ambiciosos y ricos, divididos en bandos que prolongaban las intrigas pontificias en la ciudad y sus alrededores. Inocencio murió poco después de la conquista de Granada por los Reyes Católicos y poco antes del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, año en que se suele situar el comienzo del mundo moderno. Después del cisma, los papas habían dado al papado todos los rasgos que iban a caracterizarlo en los cuarenta años siguientes: intrigas políticas, objetivos temporales, corrupción, relajación moral, preocupaciones dinásticas. Residieron en una ciudad que no cesaba de atraer a los mayores artistas del mayor siglo del arte europeo. A fines del siglo XV ocupaba el trono pontificio Alejandro VI (1492-1503).

 

 

CAPITULO XXXVII

LA VIDA MONASTICA Y REGULAR DE LA BAJA EDAD MEDIA (1216-1500)

 

 

ORGANIZACIÓN D E LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA