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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXXV

EL GRAN CISMA

 

 

Gregorio XI tenía sólo cuarenta y siete años cuando trasladó la corte de Aviñón a Roma, poniendo fin al largo exilio de Babilonia. Si hubiera tenido suficiente tiempo y firmeza habría podido restablecer el papado en su antigua mansión y haber comenzado a formar una nueva generación de dignatarios de la curia. Pero murió catorce meses después de su regreso a Roma.

A la sazón había en dicha ciudad dieciséis cardenales. Salvo algunas excepciones, eran prelados ricos y mundanos, aristócratas de nacimiento y de aficiones. Había cuatro italianos y un español; los restantes eran franceses. Pero estos últimos estaban divididos en dos bandos implacablemente enemigos: los «limosinos» partidarios de los cuatro papas precedentes, y los otros. Fueron asediados y a veces vejados por el pueblo de Roma y de sus alrededores, que exigía un papa romano, o al menos italiano. Antes de entrar en cónclave arreglaron la elección escogiendo a Bartolomeo Prignano, gran dignatario de la curia, un italiano que había residido largo tiempo en Aviñón y que era en ese momento arzobispo de Bari. Procedieron a su elección con rapidez, entre alertas y escaramuzas. El papa subió al solio pontificio con el nombre de Urbano VI. Muy pronto se reveló como un déspota brutal, autoritario y cruel. Acusó a los cardenales, los insultó bajo pretexto de corregirlos y torturó a los recalcitrantes. En vista de esto, los cardenales franceses se marcharon en bloque, sumándoseles los italianos. Tras infructuosas negociaciones en las que intervino santa Catalina de Siena, eligieron por unanimidad al cardenal Roberto de Ginebra, joven competente, rudo y arrogante, primo del rey de Francia. El nuevo papa tomó el nombre de Clemente VII y partió para Aviñón. Los dos partidos comenzaron a pedir ayuda por toda Europa, creando cada uno sus cardenales y excomulgando a sus adversarios. En unos años Europa se dividió en dos obediencias aproximadamente iguales. El Imperio en general, Hungría, Bohemia, Flandes, Países Bajos, Inglaterra, Castilla (al principio) y algunas regiones de Italia aceptaron a Urbano VI. Francia, Escocia, Saboya, Austria y, más tarde, Aragón y Navarra reconocieron a Clemente VII. Ambos campos hicieron una intensa propaganda. Entraron en juego factores políticos. Tras algunos años, todos perdieron la esperanza de ponerse de acuerdo respecto a quién era el papa legítimo.

Podemos preguntarnos a qué se debió el cisma, por qué fueron inútiles los esfuerzos que se hicieron para solucionarlo y quién fue el papa legítimo.

Por lo que respecta a la última pregunta, el problema está en averiguar si la elección de Prignano, que por lo demás fue canónica, estuvo condicionada por el miedo. A pesar de las reservas de algunos grandes historiadores, todas las pruebas existentes parecen demostrar que las presiones que ciertamente ejerció el populacho romano no debieron de bastar para coaccionar a hombres razonablemente íntegros y valerosos. Cuando empezaron a defenderse, los cardenales sólo alegaron en segundo lugar la excusa del miedo. De hecho, el problema insoluble no es histórico, sino psicológico. ¿Cómo es posible que hombres experimentados se engañaran respecto al carácter y las cualidades de una persona a la que conocían desde hacía años? O bien a la inversa, ¿cómo un carácter pudo cambiar y empeorar con tal rapidez?

En cuanto al otro problema, puede encontrarse una razón inmediata en el hecho de que el reducido colegio cardenalicio carecía de energía moral y espiritual. Eran hombres ricos y ambiciosos que tenían la misma formación y las mismas opiniones, pero que estaban divididos entre sí por querellas personales y nacionales. Los papas de Aviñón cometieron el error de reducir el colegio cardenalicio a un pequeño grupo de arribistas competentes, pero de miras estrechas, que pertenecían en su mayoría al mismo grupo étnico y defendían celosamente su función colegial, pero no tenían conciencia de las profundas necesidades de la Iglesia y de sus inmensas responsabilidades espirituales. En los textos que relatan el cónclave decisivo no se observa ninguna señal de preocupación por el bienestar espiritual de la cristiandad. Podemos preguntarnos finalmente por qué la elección de 1378 implicó una división general y duradera, en tanto que los cismas precedentes habían sido locales, breves o insignificantes. La respuesta es la siguiente: durante el otoño de 1378 cayó sobre Europa como una niebla un sentimiento de impotencia y frustración; tal sentimiento se debía al hecho de que el cisma no era entre dos papas elegidos por dos partidos o dos señores, sino entre dos papas escogidos por el mismo grupo pequeño. Todos los que avalaban la primera elección estuvieron implicados en la segunda. Además, cuando los rivales se rodearon de numerosos cardenales recién creados, los intereses fueron suficientemente importantes para imposibilitar un examen objetivo de la situación.

Sin embargo, hubo tentativas para arreglar el conflicto por medio de pruebas positivas y por la violencia (per viam facti). Inmediatamente después de la segunda elección, los cardenales publicaron una declaratio para justificar su actuación. La curia de Urbano VI publicó en respuesta un memorándum riguroso, apoyado en documentos, que es una de las pruebas más importantes que existen de aquella época. El memorándum de los partidarios de Urbano está corroborado por el testimonio que dio Catalina de Suecia ante una comisión instituida en 1379. Santa Catalina de Siena, que estaba entonces en Roma, pensaba también que el papa legítimo era Urbano VI. En favor de la otra parte aboga la relación hecha por san Vicente Ferrer. Así, pues, los dos campos contaron con partidarios de elevada moralidad. Los mismos historiadores modernos, a pesar de las pruebas establecidas antes de ellos, se han mostrado incapaces de ponerse de acuerdo. Con mayor razón sucedió lo mismo a los contemporáneos, que carecían de informes completos y oficiales. Además, cuando Europa se dividió de acuerdo con sus inclinaciones nacionales, se desvanecieron todas las esperanzas de solución razonable. Los dos campos recurrieron al anatema, la propaganda, la intriga e incluso la violencia. Pronto se puso de manifiesto que estaban condenadas al fracaso todas las tentativas de establecer los hechos o de llegar a una solución de facto.

Se vio con claridad que había dos obediencias pontificias, provistas ambas de una curia eficaz que funcionaba según el modelo tradicional, aferradas ambas a su derecho de jurisdicción universal y con amplio apoyo en Europa. Hubo entonces dos tipos de intentos para salir del conflicto. La via cessionis, que consistía en lograr la renuncia de uno de los dos rivales o la de ambos, y la via concilii, consistente en reemplazar a los dos rivales por un concilio general. El primer intento resultó inviable: ninguno de los dos papas quiso ceder. Cuando moría el papa de un bando, en seguida se nombraba un sucesor. Se hicieron promesas y ofertas de dimisión, pero nunca se cumplieron. Al cabo de treinta años seguían existiendo dos papas enfrentados.

Canonistas y publicistas se mostraron muy activos. Algunos historiadores actuales que conocen bien la Iglesia postridentina y la posterior a 1870, y que frecuentemente están más familiarizados con la época de Gregorio VII y de Inocencio III que con la del gran cisma, han afirmado que, entre 1076 y 1378, la única alternativa viable con que contaba la teoría ortodoxa de la monarquía pontificia era la teoría imperial, que estaba ya en decadencia y que finalmente fue abandonada. De hecho, la situación social y eclesiástica, así como la reflexión de los canonistas, habían hecho nacer una teoría afín a la de la monarquía, según la cual la Iglesia era una corporación o más bien una jerarquía de corporaciones, siendo la más baja la de los creyentes y la más elevada la del colegio de cardenales. Según esta concepción, el papa estaba instituido por Dios para el gobierno supremo, pero los diversos cuerpos conservaban derechos imprescriptibles. La naturaleza de esos derechos difería según los canonistas. Para Hostiensis, citado con frecuencia como «papal», el colegio de los cardenales formaba un solo cuerpo con el papa; por consiguiente, en caso de vacante del trono pontificio, los cardenales ejercían una autoridad completa; en caso de muerte de todos los cardenales, la autoridad recaía sobre toda la Iglesia reunida en concilio general. Partiendo de esta concepción, fácilmente podía llegarse a considerar —como Juan de París— que el poder del papa estaba limitado por las necesidades de la Iglesia. Un papa incompetente, hereje o pecador podía ser depuesto. Había aquí una dirección de pensamiento que podían desarrollar de diversas maneras los cardenales que habían elegido a Clemente VII y los pensadores preocupados por el problema de la división de la cristiandad. Pero existían otras posibles direcciones de pensamiento. Marsilio y Occam expresaron opiniones más radicales e individualistas. Cada cual exaltó a su modo el concilio general, que representaba al cuerpo de los creyentes, opuesto al papa. Estas ideas penetraron en los círculos universitarios varios años antes de 1378.

De hecho, las Universidades (en particular la de París) iban a desempeñar un papel preponderante en los debates comenzados. Desde hacía unos dos siglos, la Universidad de París marcaba la pauta en la Europa intelectual. Las otras Universidades, sobre todo la de Oxford, procuraban igualarla, pero no lograban arrebatarle la primacía. En el siglo XIV ocurrió un cambio. La gran guerra entre Inglaterra y Francia había interrumpido las relaciones entre Oxford y París; treinta años después, el cisma sustraía algunas regiones a la influencia de París. La Universidad se convirtió entonces en una institución casi enteramente francesa. Entre sus alumnos estaban todos los grandes eclesiásticos y algunos juristas franceses. Se vio limitada su área de influencia; pero le sirvió de estímulo el sentimiento de haber perdido parte de su prestigio. Entró en un período de lucha intelectual y estuvo representada por una serie de hombres notables. El primero de ellos fue Conrado de Gelnhausen (1380), que pidió la convocación de un concilio general en su Epístola concordiae. Pretendió que la Iglesia universal era superior a los papas y a los cardenales y que «lo que concernía a todos debía ser tratado por todos». Contra el principio de que sólo el papa puede convocar el concilio, Conrado —discípulo de Occam— argumentó que la necesidad no puede estar supeditada a la ley y que el caso de cisma no había sido considerado por los canonistas. Después de Conrado hay que mencionar a Enrique de Langestein, quien sostuvo en su Epístola pacis (1381) que la Iglesia tiene derecho a deshacerse de un papa mal escogido y perjudicial. Estos dos pensadores estuvieron a la cabeza de un grupo importante de publicistas. En la generación siguiente destacaron Pedro de Ailly y Juan Gerson, que no ejercieron gran influencia.

Al morir en 1389 Urbano VI, el papa romano, fue reemplazado inmediatamente por Bonifacio IX sin ningún incidente. En cambio, a la muerte de Clemente VII, ocurrida en Aviñón el año 1394, el rey de Francia trató de impedir la elección; pero fracasó en su intento. Aunque todos los cardenales se habían comprometido con juramento a dimitir si la elección recaía sobre ellos, fue elegido el español Pedro de Luna, y subió al solio pontificio con el nombre de Benedicto XIII. No manifestó en absoluto la intención de abdicar y resistió a los esfuerzos del rey de Francia y de su propio rival, que querían que dimitiese. Así, en el momento en que un papa español trataba por todos los medios posibles de obtener de Francia el maximum de ingresos, el clero francés y la Universidad de París organizaron un nuevo movimiento. Durante una asamblea celebrada en 1396 se propuso abandonar la obediencia de Benedicto XIII para forzarle a dimitir. Fue un fracaso. Pero, durante otro sínodo reunido en 1398, la Universidad, apoyada por el gobierno, actuó según su parecer. Pretextando que el papado había suprimido unas libertades existentes desde tiempos inmemoriales y que sólo el rey tenía el derecho de imponer tributos al clero, de disfrutar las rentas de los beneficios vacantes y de designar para todos los beneficios de Francia, la asamblea se apartó solemnemente de la obediencia pontificia, aun admitiendo la autoridad puramente espiritual del papa. Esta fue la primera manifestación de lo que más tarde se llamará galicanismo. Tal postura resultaba de la fusión de dos corrientes de opinión: el desarrollo de la mentalidad secular y racionalista en los reyes de Francia desde los tiempos de Felipe el Hermoso y los recelos de la Universidad frente al papado, recelos que aumentaron cuando los papas apoyaron a los frailes en su lucha contra la Universidad y el episcopado. En ambos campos influyeron factores económicos: el rey esperaba aprovecharse de los impuestos y censos que correspondían al papa; la Universidad esperaba ejercer los derechos de presentación de que gozaba el pontífice. Al principio pareció que el movimiento lograba imponerse: los cardenales abandonaron a Benedicto XIII y pretendieron gobernar la Iglesia. Se presionó al papa para que huyera, pero él resistió. Los franceses pronto vieron con disgusto la conducta y la rapacidad del gobierno y de los que habían sustituido a los agentes pontificios. Desde el principio protestaron contra la retirada algunos obispos resueltos. Francia volvió a la obediencia en 1403. Durante los años siguientes hubo varias tentativas, sinceras o simuladas, de solucionar el conflicto por la «vía de la dimisión». Los dos papas se aproxima­ron en los Alpes ligúricos sin llegar a establecer el contacto que ambos afirmaban desear; pretendían tener la intención de preparar una dimisión común. Gregorio XI, el papa romano, se dejó maniobrar moralmente. Ya hacía tiempo que Europa había perdido la paciencia. En 1407 se convino secretamente una segunda retirada de Francia de la obediencia pontificia. En la primavera de 1408, los cardenales de las dos obediencias se rebelaron contra las tergiversaciones de los dos papas rivales y emprendieron una acción común. Anunciaron que el 25 de marzo de 1409 se iba a celebrar en Pisa un concilio general. Llamaron a los dos rivales. Cada papa replicó convocando su propio concilio, Benedicto XIII en Perpiñán y Gregorio XII en Cividale. Sin embargo, el Concilio de Pisa se celebró; los obispos eran poco numerosos, pero ampliamente representativos. El concilio depuso a los dos papas y eligió al franciscano Alejandro V. Este recibió como consigna un programa de reformas que nunca se cumplió. Cuando murió, un año después, fue elegido Baltasar Cossa; el nuevo papa, que tomó el nombre de Juan XXIII, carecía de todas las cualidades morales y espirituales requeridas. Sus cardenales fueron Zabarella y Pedro de Ailly. En la cristiandad hubo entonces tres pontífices. El tercero fue un individuo personalmente indigno y, en el plano canónico, y según la opinión general, un usurpador. La Iglesia se encontraba en un camino sin salida. Salió de él gracias al rey Segismundo. Este monarca, que iba a ocupar el primer plano de la escena europea durante treinta años, era el hijo más joven del emperador Carlos IV; fue sucesivamente gran elector de Brandeburgo, rey de Hungría (1387), emperador (1411) y rey de Bohemia (1419). Competente, enérgico, ambicioso, provisto de muchos medios, luchó con afán y consiguió que Juan XXIII convocara un concilio en Constanza para noviembre de 1414. Segismundo y la opinión pública, que deseaba la terminación del cisma, se habían asegurado la aprobación general. El Concilio de Constanza empezó en un ambiente de paz. Hubo gran número de participantes y pronto tomó un rumbo original. La desconfianza hacia el papa y los cardenales, así como el nacionalismo naciente —excitado por la hostilidad que reinaba entre Inglaterra y Francia—, condujeron a dos innovaciones importantes. Primero se discutía y votaba por grupos nacionales. Luego fueron admitidos muchos teólogos que no eran obispos. Esto aseguró una posición fuerte a los universitarios, que sostenían la supremacía del concilio sobre el papa y la necesidad de celebrar concilios periódicos. Pedro de Ailly, ya cardenal, era un «conciliarista» extremista. Gerson, más conservador, proponía una reforma limitada. Zabarella sostuvo con cierta moderación la superioridad del concilio. Teodorico de Niemtra mucho más insistente y radical y proclamaba la superioridad de la Iglesia universal. Una vez llegados a Constanza todos los padres conciliares, el concilio adquirió importancia y fue realmente representativo. Se trataron en él los asuntos curiales e imperiales. Durante tres años, Constanza fue la capital de Europa.

El concilio comenzó condenando a Juan Huss y dividiéndose en cuatro naciones de desigual importancia, pero iguales desde el punto de vista del número de votos. Tras largas vacilaciones, Juan XXIII consintió en abdicar con la condición de que hiciesen lo mismo sus dos rivales. Gregorio XII aceptó la propuesta. Pero antes de que Benedicto XIII se pronunciase, Juan XXIII se evadió disfrazado, imitando así lo que habían hecho sus dos rivales. Abandonado a sí mismo, el concilio decidió que tenía plena autoridad para continuar las sesiones. El 6 de abril afirmó, en el célebre decreto Sacrosancta, que su autoridad procedía directamente de Cristo y reivindicó la jurisdicción universal —incluso sobre el papa— en materia de fe y de reforma. Los padres comenzaron entonces a descargar sobre Juan XXIII innumerables acusaciones. Fue condenado —justamente— y depuesto. Unos días después se logró la dimisión de Gregorio XII; Benedicto XIII se resistió esperando sobrevivir a los otros dos papas. No fue depuesto hasta 1417. El concilio cayó en un marasmo. La ausencia de Segismundo, la guerra entre Inglaterra y Francia, las divisiones entre armañacs y borgoñones, las fricciones personales y nacionales y sobre todo la carencia de una autoridad única fueron los factores que paralizaron el espíritu de iniciativa. El concilio se enredó en querellas amargas vanas y fútiles. Sin embargo, se creó una comisión para proponer capítulos de reforma. Cada nación propuso un orden de prioridad particular: los alemanes hicieron los planes más amplios y realistas; los ingleses, los más moderados, y los franceses, los más revolucionarios. Al regresar a Constanza, Segismundo se encontró con un concilio agotado y desunido. Comprobó que también su prestigio había disminuido. Cuando al fin se eliminó a Benedicto XIII (1417), quedaba expedito el camino para la elección de un nuevo papa. Pero el concilio estaba dividido en la cuestión de si la elección debía preceder o no a la reforma. Cuando se solucionó este problema, la controversia recayó sobre quién debía elegir: el colegio, reforzado por los cardenales, cuyas cartas credenciales eran sospechosas, o el concilio, que no tenía autoridad canónica. Se llegó a un compromiso. Pero antes de la elección los padres publicaron otro decreto llamado Frequens (9 octubre 1417), según el cual el concilio tendría que reunirse cinco años después, luego a los siete años y en fin cada diez años regularmente. Se publicaron otros decretos para poner límites a las exacciones financieras del papado. Poco antes de la elección murió el cardenal Zabarella, partidario de la supremacía del concilio. Prudente, moderado, irreprochable, hubiera podido obtener el voto de los electores. El día de san Martín, un breve cónclave eligió a un romano de pura cepa, Odón Colonna, que tomó el nombre de Martín V. Esta elección auguraba una actuación conservadora y manifestaba una falta de consideración respecto a Francia y al emperador Segismundo. No obstante, ponía fin a un cisma que había durado treinta y nueve años.

Se ha discutido con frecuencia la ecumenicidad de los decretos del Concilio de Constanza. No puede haber dudas sobre las sesiones (42 a 45) a las que asistió Martín V ni sobre aquellas en que fue condenada la doctrina de Wicleff ni sobre la decimoquinta, en que se condenó a Juan Huss. En efecto, estas decisiones fueron reiteradas por el papa y publicadas de nuevo en la bula Inter cunctas el 22 de febrero de 1418. Por otra parte, Eugenio IV aceptó en conjunto los dos Concilios de Constanza y Basilea, pero rehusó expresamente toda disminución de los derechos, dignidad y preeminencia de la Santa Sede. La cuestión queda en suspenso, ya que el decreto Sacrosancta, de la quinta sesión (15 abril 1415), declara que el concilio recibe su autoridad de Cristo y que todos, incluido el papa, están sometidos a él en materia de fe y de reforma. Desde el punto de vista estrictamente teológico, este decreto no constituye una decisión infalible, puesto que ningún papa lo ha aceptado. Si se le considera en sí mismo, se puede discutir incluso que se trate de una definición auténtica de la fe. Aparte del hecho de que cardenales importantes elevaron protestas y muchos se abstuvieron o no participaron en la votación, el decreto fue una decisión precipitada para afrontar una situación inesperada en un momento en que el concilio estaba sin cabeza por la marcha de Juan XXIII. Algunos historiadores han sostenido recientemente que, vista la incertidumbre que reinaba en la época, y en virtud de principios canónicos tradicionales, un concilio tenía plena autoridad (provisionalmente) y que, por tanto, Juan XXIII era un papa legalmente elegido. En esta hipótesis, el Concilio de Constanza había gozado de legitimidad no sólo mientras asistió el papa, sino también durante el período caótico que siguió a la huida y condenación de Juan XXIII. Si se acepta este parecer, hay que reconocer que el concilio estaba amenazado de extinción. Publicó el decreto Sacrosancta para resolver el problema salvaguardando su existencia. Luego, no todos los padres conciliares juzgaron que se había resuelto el problema. Sin duda, muchos de los que asistían al concilio querían llegar a una solución. Es igualmente probable que si el cisma hubiera durado y se hubiera aplicado el decreto Frequens, el decreto Sacrosancta habría sido ampliado y reiterado de forma más regular. Pero las cosas no ocurrieron así. Hubo que esperar casi dos siglos para que el Sacrosancta se convirtiese en la consigna de los teólogos galicanos.

El nuevo papa mostró en seguida que no se podía pensar en ningún tipo de reforma radical. Las medidas que adoptó respecto a la curia perpetuaron prácticas que todos los programas de reforma consideraban censurables. Sin embargo, gracias a pequeñas medidas reformadoras y gracias a la restauración eficaz del mecanismo curial, el papa favoreció el retorno progresivo al funcionamiento normal. Consagró casi todas sus energías a poner en orden el organismo pontificio y especialmente a equilibrar sus gastos. Aunque al principio de su pontificado proclamase la supremacía tradicional de la Santa Sede, se atuvo a los decretos de Constanza y convocó un concilio en Pavía el año 1423. A esta asamblea asistieron escasos participantes. Se trasladó a Siena, fue aplazando su conclusión y finalmente la disolvió Martín V en marzo de 1424. La responsabilidad del fracaso de esta tentativa de reforma recayó sobre el papa. Creció el descontento. Los husitas de Bohemia no cedieron. Por todas partes se reclamaba insistentemente la reunión de otro concilio en la fecha prevista por el Frequent. El papa cedió y publicó una bula convocando un concilio en Basilea en 1431. Nombró legado al joven cardenal Julián Cesarini, hombre intachable, instruido y atrayente, que se preparaba ya para capitanear una cruzada contra los husitas. Martín V murió antes de comenzar el concilio.

La historia del Concilio de Basilea (1431-1449) es mucho más complicada que la del Concilio de Constanza. A este concilio asistieron menos participantes, menos obispos y más universitarios. La Iglesia de Europa estuvo ampliamente representada. No tuvo jefes de la talla de Ailly y de Gerson; pero este defecto se vio compensado por la influencia preponderante de Cesarini. La gran mayoría de los padres eran o se hicieron adversarios de la supremacía monárquica del papa. Pero hubo opiniones muy diferentes: desde los que sostenían que el papado era una institución divina, pero no infalible, hasta los que juzgaban que el cuerpo sacerdotal o incluso el cuerpo de los creyentes tenía la soberanía suprema en materia de fe y de gobierno. Casi todos sostenían que, en aquellas circunstancias, el concilio general poseía una autoridad superior a la del papa. No obstante, hay que recordar que todos estaban convencidos de que, en cualquier caso, el papa era el poder ejecutivo y la cabeza de la Iglesia, y que la mayoría de los obispos y de los laicos, fuera del concilio, así como un grupo de teólogos conservadores y competentes, seguían adheridos a la doctrina tradicional. Fueran cuales fuesen los errores y el fracaso final del Concilio de Basilea, una cosa es cierta: una importante asamblea internacional pudo durar y ejercer una actividad enérgica durante dieciocho años.

La primera fase fue la que tuvo más éxito. Gracias a los debates y a una hábil diplomacia, el concilio moderó y arregló provisionalmente la querella que oponía a husitas y católicos ortodoxos. El prestigio de la asamblea fue tal que el nuevo papa, Eugenio IV, fino político y obstinado defensor de la supremacía pontificia, renunció a disolver el concilio y durante algún tiempo aprobó sus decisiones. La tentativa alcanzó su apogeo con los decretos de 1433, que abolieron la reservación de beneficios por el papa, y con los de 1435, que abolieron todos los honorarios que acaparaba la curia, incluidos los que se pagaban por la colación de beneficios y por las designaciones, así como las anatas. Eugenio IV tuvo la suerte de que el emperador griego necesitase ayuda y desease, por tanto, la reunión con Occidente. Esto le permitió tomar de nuevo la iniciativa. El concilio saboteó las negociaciones. El papa satisfizo las peticiones griegas trasladando el concilio a Ferrara (luego a Florencia) y estableciendo un orden del día. A la nueva, asamblea acudió un número reducido de padres. Después de un gran debate, el Concilio de Florencia selló una unión artificial (1438-1439). El Concilio de Basilea exigió que el papa diese cuenta de su actuación y finalmente lo depuso por herejía en 1439. Eligió como antipapa al duque de Saboya, Félix V, que se había retirado del poder. Pero, gracias a su éxito con los griegos y a su habilidad diplomática, que le permitió satisfacer a los reyes y príncipes por medio de concordatos diversos, Eugenio IV privó al concilio de todo apoyo y prestigio. Sin embargo, la asamblea tardó todavía diez años en disolverse. En 1449 terminó el período de los concilios y de los papas rivales. Amanecía la época de la autocracia temporal y de la revolución teológica.

El lector se extrañará probablemente de que la doctrina de la supremacía monárquica del papa, propuesta unánimemente en el siglo XIII por los papas, los teólogos y los canonistas, se desarticulase en apariencia en menos de cincuenta años para dar paso a opiniones casi enteramente opuestas, algunas de las cuales fueron presentadas como doctrina cristiana por organismos que pretendían representar a la Iglesia universal. No se resuelve del todo la dificultad respondiendo que la mayoría silenciosa de sacerdotes y de fieles no se vio afectada por este movimiento de opinión.

En primer lugar debemos distinguir entre la doctrina fundamental y la superestructura. La creencia general en que la Santa Sede tiene la supremacía por ser roca de la fe y fuente de la autoridad ha sido corriente en la Iglesia occidental desde la más remota antigüedad. La superestructura propuesta por los canonistas y los publicistas del siglo XIII fue, al menos en parte, algo personal y provisional, expuesto —como todos los movimientos de opinión y de pensamiento filosófico— a las más diversas reacciones. Parece históricamente exacto que esas reacciones —tal como se manifiestan en los escritos de Marsilio y de Occam— fueron tan importantes y tan profundas como el movimiento de centralización de los dos siglos precedentes y se vieron favorecidas por la pérdida de prestigio que sufrió el papado de Aviñón. Sin embargo, muchos historiadores consideran que sin el «accidente» de la doble elección de 1378 no habría habido una época «conciliar». En todo caso, el cisma existía desde hacía doce años, cuando los «conciliaristas» —es decir, no sólo los que abogaban por la reunión del concilio, sino también los que concedían a éste un poder soberano— se convirtieron en jefes influyentes de un gran movimiento de opinión. La importancia de este movimiento no se debió primariamente al atractivo intrínseco de la doctrina, sino al hecho de que no había esperanza de encontrar otros medios para poner fin a una situación insoportable y a la repugnancia profunda que inspiraba la conducta de casi todos los candidatos a la dignidad pontificia. Sin embargo, los «conciliaristas» fueron en general hombres políticos o universitarios. Los otros miembros de la Iglesia, que no tomaron la palabra, se sentían probablemente tan alejados de Gerson o de Occam como sus antecesores lo habían estado de Inocencio IV y de Tolomeo de Lúea. No eran conciliaristas ni papistas. Estaban exasperados por los desórdenes del cisma. Continuaban siendo fieles ortodoxos, no manifestaban ninguna fidelidad personal al papa y, en la práctica, no creían que el papado influyese en sus creencias y actuaciones. Pero sabían que el organismo de la Iglesia exigía —y poseía— un guía y un maestro para mantenerse en la dirección justa. La facilidad con que Martín V restauró la posición del papado es un indicio de la influencia que tenía la institución en la conciencia política de la época. Es evidente que, a largo plazo, los concilios resultaron incapaces de ocuparse de las divisiones entre cristianos y de los movimientos de reforma. Más importante, aunque menos ruidoso, fue el retorno del pensamiento tradicional tal como se manifestó en las controversias con los griegos durante el Concilio de Florencia, en la apologética de Tomás Netter y en las obras de la nueva escuela tomista.

Sin embargo, los concilios ejercieron alguna influencia. Podría preguntarse cómo se habría restablecido sin ellos la unidad de la Iglesia. Por otro lado, el Concilio de Constanza, por la confianza que puso en Segismundo, y el Concilio de Basilea, por la obstinación con que se aferró a posiciones insostenibles, favorecieron mucho el influjo de la autoridad secular sobre la religión. Esto iba a constituir un rasgo característico de los dos siglos siguientes.

El escándalo y la dislocación de la vida normal; de la Iglesia durante el cisma fueron ciertamente fenómenos importantes; pero es probable que dificultasen el curso de la vida eclesial menos de lo que se cree. La división de Europa era regional, pero no local o personal, salvo raras excepciones. Al menos hasta 1409, las obediencias funcionaron con gran eficacia. Está claro que Europa en su conjunto era aún firmemente católica y que su fe no se quebrantó. Por debajo de la jerarquía, es probable que ni los sacerdotes ni el pueblo se viesen afectados por el cisma. Al menos en lo que concierne a Inglaterra, hay que advertir que los lectores de los largos poemas de Chaucer (1340-1400) y de Langland (1330?-1400) y de las reflexiones de Juana de Norwich (1342­1416) no pudieron pensar que la Iglesia atravesaba una crisis de gobierno sin precedentes. Sin embargo, el cisma influyó desde dos puntos de vista. Las órdenes religiosas centralizadas se dividieron en dos partes: el general de la orden o la casa madre estaban separados de la mitad de sus miembros. Con el tiempo se constituyó una organización doble en algunos sectores (como entre los frailes). En otros casos hubo una devolución de poderes. Así, en Inglaterra, los cluniacenses, los cistercienses y los premonstratenses estuvieron dirigidos algún tiempo por superiores ingleses o por casas inglesas importantes (por ejemplo, Welbeck). En cuanto se restableció la unidad, los frailes tuvieron dificultades para volver al estado anterior. Pero las órdenes más antiguas y menos rigurosamente centralizadas tendieron a estabilizarse en grupos nacionales. Otra consecuencia general del cisma fue la desvalorización de los privilegios y exenciones. El motivo fue la liberalidad con que los papas concedieron favores a cambio de dinero contante. La disciplina monástica y eclesiástica sufrieron las consecuencias y nunca pudo recobrarse del todo el terreno perdido.

Al favorecer la relajación de la disciplina espiritual y al mantener e incluso aumentar la carga de los impuestos pontificios, el cisma hizo aún más necesaria la reforma en la cumbre y en la base de la Iglesia. Esta exigencia fue aumentando con el paso de los años y alcanzó su apogeo en la primera fase del Concilio de Basilea. La lección que Europa pudo aprender de la «época conciliar» es que los concilios eran incapaces de satisfacer la exigencia de reforma y los papas no estaban dispuestos a darle respuesta.

 

 

CAPITULO XXXVI

EL SIGLO XV