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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXVII

LOS MENDICANTES

 

Origen y expansión

Inocencio III y otros testigos autorizados deploraban en toda Europa la crisis siempre creciente de la vida pastoral y espiritual, la decadencia de la vida religiosa desde el punto de vista de la calidad y de la práctica, las necesidades de las ciudades en auge y la expansión de la herejía entre la burguesía. No podían prever el nuevo movimiento que iba a convertir el siglo XIII en una época de celo apostólico y de intensa vida intelectual, en el curso de la cual iba a surgir un nuevo modelo de piedad con un desbordamiento de gracia mística.

Hemos señalado la aparición de grupos de hombres y mujeres en las ciudades que practicaban la pobreza y celebraban reuniones de oración y predicación. Algunos cayeron en la herejía. Otros se libraron de ella gracias a Inocencio III, que, con amplitud de espíritu, rehusó tratar como herejes a los que querían permanecer en la Iglesia. Así, pues, la pobreza y la predicación estaban ya al orden del día. Pero san Francisco y santo Domingo no se limitaron a propagar un movimiento ya existente. Domingo tenía más edad que Francisco y recibió antes que él aprobación oficial. Francisco tenía una personalidad y un mensaje que parecían absolutamente nuevos e irresistibles. Fue él quien creó la imagen y la vocación del mendicante. Además, Domingo siguió siendo un hombre de su época, a pesar de su santidad y de su perspicacia poco comunes. Francisco es una de esas personalidades que cambian el rumbo de la historia. Abrió perspectivas nuevas en el mundo que lo rodeaba, en el espíritu de los hombres, en el mensaje evangélico y en la religión personal de multitud de cristianos. Aun siendo profundamente medievales, san Bernardo, san Francisco y Dante, fueron los tres creadores de los que el mundo moderno ha extraído algo de su espíritu y en los que el hombre moderno se reconoce un poco.

Francisco (1181/82-1226) era hijo de un rico comerciante de Asís. Dejó su juventud alegre, su bienestar económico y sus esperanzas en la carrera de las armas para hacerse ermitaño. Fue luego obrero ambulante y al fin un sencillo predicador. Pronto se le unieron otros. La primitiva fraternidad vivía en pobreza total, ajustándose a ciertos textos evangélicos. Los frailes trabajaban para vivir y no tenían residencia fija. Predicaban la penitencia (es decir, la conversión moral) y se amaban fraternalmente. Tras una primera repulsa, el proyecto de Francisco recibió la aprobación verbal de Inocencio III en 1210. Al principio, Francisco no tenía intención de fundar una organización; pero como poseía una personalidad fascinante e invitaba a un estilo de vida al que aspiraban confusamente infinidad de personas, atrajo a las muchedumbres de Italia central. Entonces fue preciso dar al movimiento una especie de regla formal y el carácter de una institución. En 1217 se establecieron «provincias» con «ministros». Varios grupos de frailes partieron de Italia en viaje de misión y atravesaron los Alpes. Francisco se opuso a toda forma de organización más estructurada y marchó a Palestina. En su ausencia, los frailes que tenían la responsabilidad del movimiento lograron que Honorio III publicase una bula que imponía un año de noviciado, la profesión formal de votos y el control de la predicación. Francisco, que había dejado ya el gobierno directo de los frailes, luchó contra esta legislación. Pero, presionado por los hechos, redactó una Regla (llamada Regula prima) en 1221 que expresaba su ideal con la mayor exactitud posible. Esta Regla pareció excesivamente rigurosa y poco completa a los hombres de formación jurídica que estaban entonces al frente de los frailes. Francisco escuchó impávido tales críticas durante bastante tiempo; pero acabó por redactar otra Regla (llamada Bullata, 1223), que era más breve, pero contenía detalles nuevos concernientes a la organización y omitía algunos pasajes de los evangelios que los dignatarios de la orden habían encontrado demasiado severos. Existían entonces tres embriones de grupo en los que iba a concentrarse toda la historia de los frailes menores durante un siglo: el grupo de los «primeros compañeros», resueltos a seguir el evangelio íntegra y literalmente; el partido de los «ministros», que quería sacrificar la sencillez en provecho de un gobierno fuerte y eficaz; otro partido de hombres instruidos y celosos que querían una regla firme, pero también la posibilidad de intervenir en las actividades espirituales y pastorales de la época. Víctima de la enfermedad y de los sufrimientos que acompañaron a la aparición de los estigmas en 1224, Francisco se alejó de sus hermanos llevando consigo solamente a un grupo de compañeros de la primera hora. Murió en Asís en 1226, poco después de redactar el Testamento, en el cual repetía con absoluta sencillez la prohibición de riquezas y privilegios y su desconfianza de la cultura.

Mientras los frailes menores suscitaban el entusiasmo de las masas, los frailes predicadores se establecieron en el Languedoc. Domingo, canónigo regular de Osma, que había salido de España en compañía de su obispo para ir a predicar a los paganos de las Marcas danesas, encontró su vocación trabajando entre los albigenses. En 1205-1207 había reunido compañeros y fundado un convento de monjas. Fue a Roma en 1215, inmediatamente después de que el Concilio de Letrán hubiera prohibido la fundación de nuevas órdenes. Inocencio III aprobó el proyecto de Domingo y le aconsejó escoger una Regla ya existente. Naturalmente, Domingo escogió la de san Agustín. La legislación de los dominicos se estableció sobre esta estrecha base; pero a partir de 1218 el fundador amplió el ámbito de su orden. Debía ser una orden de clérigos bien formados en teología; su objetivo principal, después de la santificación propia, iba a ser la predicación de la doctrina católica dondequiera que se advirtiese la necesidad de ello. Constituía una novedad en Europa el que simples sacerdotes se formasen para la predicación y se consagrasen a ella. El predicador ex officio era el obispo. Pero Inocencio comprendió las necesidades de la época y dio su bendición a los frailes predicadores. Los Capítulos de 1216 y 1220 perfeccionaron detalladamente las constituciones de la orden. Ante todo se estableció un régimen semimonástico en las casas de los frailes. Después se puso a punto un sistema de formación teológica: cada casa tuvo su doctor; cada provincia, su centro de estudios, y la orden tuvo sus centros de estudios superiores en París, Oxford, Colonia, Montpellier y Bolonia. Al mismo tiempo se fijó un sistema complejo de representación y de elección para los capítulos conventuales, provinciales y generales. Al frente de la orden había un maestro general. Ese sistema tenía un carácter original: superiores temporales en todos los niveles jerárquicos, excepto en el supremo; un comité dotado de plenos poderes en los capítulos provinciales; un capítulo general cuyos miembros elegidos estaban en funciones dos años de cada trienio. Esto significa el abandono de los principios del gobierno paternal en favor de un sistema de dirección en que los hombres se elegían en función de sus cualidades de administradores y de su nivel de instrucción. Podemos casi decir que Domingo inventó el sistema moderno del gobierno por comités.

Francisco no había querido fundar una orden. Al principio, Domingo no pensaba que sus discípulos se convertirían en frailes. Pero veinte años después de la muerte de los fundadores, las dos organizaciones, para un observador superficial, sólo diferían en el color del hábito. Los dos santos se conocieron y se admiraron mutuamente. Los discípulos de ambos se cruzaron en los caminos de Europa. Se ha dicho que los frailes menores transformaron a los predicadores en frailes mendicantes, en tanto que los predicadores transformaron a los frailes menores en una orden dedicada al estudio. Las dos órdenes rechazan esas afirmaciones, que, formuladas de forma tan radical, son discutibles. Ciertamente, Domingo escogió la pobreza para su orden antes de haber recibido el influjo directo de los franciscanos. Es más justo decir que ambas órdenes fueron modeladas de acuerdo con las necesidades y las ideas de la época. Ambas se instalaron rápidamente en las ciudades universitarias: los predicadores para enseñar y los frailes menores para llamar a las almas al servicio de Cristo. Constituyeron un poderosa atracción para los profesores y alumnos mejor dotados. En unos años, las casas de mendicantes llegaron a albergar a los teólogos más famosos de Europa. De cada orden surgió una gran personalidad que fue modelo para las generaciones futuras. Con su Vida de san Francisco y las constituciones de Narbona (1260), san Buenaventura sancionó la práctica de la via media entre el Testamento y una interpretación laxista. Aunque nunca participó en la dirección de su orden, santo Tomás de Aquino dio en sus obras directrices precisas sobre la práctica y la conducta del cristiano y definió la vida religiosa con los deberes que de ella se derivan. Dio así una forma teórica a los ideales espirituales y prácticos de los frailes predicadores, cosa que faltaba hasta entonces. Las dos órdenes crecieron rápidamente, persiguiendo idénticos fines. El grupo misionero inicial marchó a la metrópoli de la región e influyó desde allí en las ciudades principales, algunas de las cuales contaban con una Universidad. De este modo, los mendicantes llegaron a todas las grandes ciudades y a algunas pequeñas. No era corriente que una orden tuviera dos casas en la misma ciudad, aunque fuera muy populosa. Muy pronto las dos órdenes se dividieron en provincias regidas por ministros o priores provinciales. Cada orden tenía, pues, tres planos. La casa, bajo la dirección del padre guardián (O.F.M.) o prior (O.P.), era miembro de la provincia, gobernada por un ministro o prior provincial, que dependía a su vez del ministro o maestro general. Casas, provincias y orden celebraban capítulos generales. En cada orden, el capítulo general trienal (O.F.M.) o anual (O.P.) tenía plenos poderes mientras estaba reunido. Pero las atribuciones del ministro general de los franciscanos eran más amplias que las del maestro general de los dominicos. Los dominicos organizaron en seguida un sistema de estudios para su orden. En todas las casas se enseñaban las letras a un nivel elemental, que incluía la filosofía y la teología de base. Cada provincia disponía de uno o varios studia particularia frecuentados por los estudiantes ordinarios de teología. Existían también en general, aunque no siempre, algunos studia generalia en las ciudades universitarias como París, Bolonia y Oxford, a los que se podía enviar a los alumnos que habían destacado en las escuelas provinciales. Así, la Iglesia occidental tenía por primera vez una orden completamente estructurada y supranacional; en ella ningún miembro tenía residencia personal fija, sino que, al contrario, cada uno podía y solía ser trasladado de una casa a otra, incluso de una provincia a otra, o bien enviado a misiones, por orden del general, fuera de las fronteras provinciales. Además, mientras las órdenes de monjes y canónigos se preocupaban principalmente del progreso espiritual del individuo mediante la observancia litúrgica y conventual, los superiores de las órdenes mendicantes se consagraron sobre todo a distribuir a sus subordinados según las necesidades de la enseñanza, la predicación y la misión. Mientras los monjes y los canónigos eran estáticos, los mendicantes fueron dinámicos: se les podía desplegar y utilizar, como a las tropas, de acuerdo con el objetivo perseguido. Los dos fundadores contaron pronto con la confianza absoluta del papado. Estas relaciones se fortalecieron con el tiempo. De este modo el papado tuvo a su disposición un nuevo tipo de milicia que podía emplear como jamás pudo utilizar a los monjes, los canónigos o el clero secular en su conjunto.

Las primeras órdenes de mendicantes tuvieron numerosos imitadores, lo mismo que los cistercienses un siglo antes. En particular, dos organizaciones entraron en su esfera de influencia. La primera estaba constituida por grupos de ermitaños del monte Carmelo que, tras ser expulsados de Palestina por los sarracenos, se habían establecido en Sicilia, Italia, España y sobre todo en Inglaterra. Poco a poco, esos grupos adoptaron el espíritu y el programa de los mendicantes y una constitución análoga a la de los dominicos. La segunda organización estaba formada por grupos de ermitaños de Italia que varios papas —entre ellos Inocencio IV y Alejandro IV— habían unificado y constituido en orden mendicante (1256): los ermitaños de san Agustín. También ellos se asimilaron rápidamente a los demás. Surgieron otros grupos pequeños más o menos considerables. Hay que mencionar entre ellos a los frailes de la Santa Cruz.

Las tribulaciones y vicisitudes de los frailes menores, que atraen inevitablemente la atención de los historiadores del siglo XIII, no deben hacernos olvidar la obra sólida e incluso brillante que realizó la orden. Prescindiendo de las escuelas, en las que, junto con los dominicos, destacaron en la vida intelectual europea, los franciscanos fueron los misioneros más audaces y eficaces de toda la Edad Media. Penetraron en China, donde mantuvieron durante más de un siglo una Iglesia floreciente con una jerarquía parcialmente indígena. Hubo frailes que marcharon individualmente a regiones situadas en los límites de la cristiandad. Gracias a su predicación y a su dirección espiritual, por medio de la «orden tercera» seglar, consagrada a la penitencia, en menos de un siglo ejercieron un influjo benéfico en todos los países de Europa. Los mendicantes, en particular los franciscanos, siempre han sido muy numerosos y han vivido en estrecha intimidad con la gente del pueblo. Desarrollaron los brotes latentes de la espiritualidad laica e introdujeron las prácticas religiosas en las familias urbanas. Fueron parte integrante de la vida social de los siglos XIII y XIV y, especialmente los franciscanos, estuvieron presentes en todas partes.

Los dominicos, menos numerosos, fueron también casi omnipresentes; pero el carácter más conventual de su organización y su dedicación al estudio teológico les dio cierto sello monástico. Desde los primeros tiempos fueron utilizados por los papas como emisarios y por los reyes como confesores. En las cortes del siglo XIII desempeñaron un papel análogo al de los jesuítas en la época de la Contrarreforma. Por su ortodoxia rígida, por sus excelentes constituciones, por su culto de la facultad racional, estuvieron al abrigo de las ambiciones, dificultades y discusiones que agitaron a los franciscanos.

Las otras dos órdenes, los carmelitas y los ermitaños de san Agustín, no adquirieron el estatuto de órdenes internacionales completamente organizadas hasta la segunda mitad del siglo xiii. El período en que ejercieron mayor in­fluencia fue, como veremos, el siglo XIV. A pesar de algunas características originales en la organización, hubo escasas diferencias entre estas dos órdenes en lo concerniente al espíritu, la obra y el ideal; tampoco existió gran contraste entre ellas y las precedentes. Llegaron más tarde y, como es natural, influyeron menos en el período creador de la teología escolástica; de todas formas, su contribución fue notable.

Igual que había ocurrido con los monjes, el ideal de los mendicantes atrajo también a las mujeres. Antes de la fundación de los frailes predicadores, santo Domingo había establecido ya las hermanas de Prouillé junto a Toulouse. Estas religiosas ayudaron a los dominicos con la oración y la asistencia. También santa Clara de Asís y sus primeras compañeras pronunciaron sus votos ante Francisco cuando la fraternidad era aún muy reducida. Las damas pobres o clarisas se transformaron más tarde en una orden contemplativa muy austera. Existe un fuerte contraste entre los primeros discípulos de san Francisco —siempre en movimiento y sin vida comunitaria institucionalizada— y la vida conventual y de clausura (podría añadirse «convencional») de las religiosas. Es evidente que el siglo XIII no hubiera podido tolerar religiosas sin clausura. Pero san Francisco dio pruebas de su amplitud de miras y de su espíritu fundamentalmente no revolucionario, aceptando —al menos en este terreno— que sus hermanas viviesen la vida «monástica» tradicional. Los carmelitas no aparecieron hasta el final del siglo XIVy no alcanzaron gran prestigio hasta que los reformó santa Teresa en España.

Los mendicantes despertaron la conciencia misionera de la Europa cristiana. Atrajeron la atención del papado sobre el campo de misión que representaban el Islam y el Oriente. Santo Domingo se disponía a evangelizar a los paganos de Europa septentrional cuando emprendió la obra de su vida en el Languedoc. San Francisco había ido a Egipto para convertir al sultán, y los primeros franciscanos fueron incitados a evangelizar entre los moros y musulmanes. Las dos órdenes establecieron provincias en Tierra Santa (los franciscanos en 1220 y los dominicos en 1228). Dominicos y franciscanos aprendieron el árabe para evangelizar a los moros. Bajo la dirección de fray Elias, los frailes menores se extendieron hacia Georgia, Damasco y Bagdad. Los dominicos les siguieron poco después a Siria y a Persia. Las dos órdenes penetraron en Marruecos, donde ambas tuvieron sus mártires durante los primeros años. En el momento de la invasión mongólica de 1241, el papa encargó a los mendicantes predicar la Cruzada. Cuatro años después, el franciscano Juan de Plano Carpino fue enviado por Inocencio IV al gran khan de Karakorum, en Mongolia, al sur de la actual Irkutsk. Dos años más tarde llegó fray Guillermo de Rubrouck, enviado por san Luis. Luego llegaron otros y lograron conversiones en China, donde se creó un arzobispado con diez obispados sufragáneos. Los papas de Aviñón, sobre todo Juan XXII, concedieron constante atención al campo de misión de Asia. Se establecieron Iglesias en Persia, con un arzobispo en Turquestán y en la India. Durante más de un siglo, hasta el advenimiento de Tamerlán (1369), existió un tenue lazo comercial y religioso a través del Asia Central, y China pudo entrever por segunda vez en qué consistía el cristianismo. Las distancias y las invasiones rompieron ese vínculo. Las comunidades de Oriente sucumbieron. Pero los numerosos frailes que atravesaron territorios enormes para ir a pueblos desconocidos y lograron conversiones, a pesar de las dificultades que presentaban lenguas y costumbres extrañas, figuran entre los misioneros más notables y más audaces de la historia de la Iglesia.

Controversias

Al siglo XIII se le ha llamado, con razón, época de los mendicantes. Por medios diferentes, pero complementarios, san Francisco y santo Domingo dieron a la Iglesia una forma nueva de vida religiosa que gozó de un éxito inmenso y duradero. Este ideal atrajo un nuevo género de candidatos que, a su vez, inspiraron el apostolado entre los seglares, herejes y paganos. Los mendicantes no sólo salvaron a la Iglesia occidental de sus tendencias a la herejía y el cisma, sino que con su celo en la predicación, confesión y dirección de las almas dieron una fuerza nueva al pueblo cristiano y fueron poderosos agentes de progreso espiritual y de unidad social. Así compensaron de forma invisible la influencia creciente del legalismo y las motivaciones políticas que imperaban en las altas esferas de la Iglesia. Además, los mendicantes desempeñaron un papel decisivo en la maravillosa floración de teólogos que se produjo en las escuelas. También en el dominio del espíritu ejercieron una doble influencia. Volvieron a presentar, sobre todo san Francisco y sus primeros compañeros, ante la conciencia cristiana la vida terrena de Cristo con su amor, su pobreza y sus sufrimientos. Hicieron de este ideal un modelo que había que seguir hasta las últimas consecuencias. Dieron, al mismo tiempo, una expresión teológica al mensaje de Cristo para que fuese anunciado en toda la cristiandad. Son innumerables y sumamente beneficiosos los servicios prestados por el ejército de mendicantes de las cuatro órdenes entre el IV Concilio de Letrán y la gran peste. Hay que tenerlos siempre presentes cuando se estudia la evolución de la Iglesia en esta época.

Pero, al mismo tiempo, hombres como los demás, los mendicantes se vieron envueltos en una serie de controversias lamentables. Se unieron contra los obispos y las Universidades, lucharon unos contra otros en bandos rivales o sembraron la división en sus respectivas órdenes por problemas teóricos y prácticos. En particular, los franciscanos se vieron desgarrados por la disensión. En el siglo XIII, su historia fue en muchos aspectos una tragedia atravesada con frecuencia por ráfagas de heroísmo y santidad.

San Francisco nunca había tenido intención de fundar ni de organizar una «orden» estructurada. Sus compañeros formaron una fraternidad. Al tener a su alrededor un grupo numeroso, cedió a las presiones y a la necesidad, pero lo hizo contra sus convicciones más profundas. Finalmente predicó y exigió una pobreza total (prohibiendo todo contacto físico con el dinero), una sencillez material e intelectual absoluta, una sumisión completa al papa y a los obispos y la imitación literal de Cristo pobre y crucificado. En su Testamento reiteró su mensaje: renuncia a toda propiedad y a todo privilegio, observancia de la Regla al pie de la letra. Durante más de un siglo la historia interna de la orden estuvo determinada por el duro enfrentamiento entre los que querían juzgar todas las actividades según el criterio de la Regla y del Testamento y los que querían adaptar la Regla y prescindir del Testamento para responder a las exigencias de la obra que debían realizar. En la primera fase, bajo el influjo de clérigos instruidos que habían ingresado en la orden, la organización flexible de mayoría laica, y compuesta de predicadores ambulantes, acabó por transformarse en orden religiosa rigurosamente organizada, formada principalmente por estudiantes e instalada en conventos libres por privilegio de toda intervención episcopal. Los papas canonistas contribuyeron mucho a suprimir los obstáculos que ponía la Regla. Así, Gregorio IX, en la bula Qúo elongati de 1230, declaró que el T'estamento no tenía valor de una regla y que los frailes podían recibir limosnas por medio de un agente (nuntius) y tener dinero en reserva en casas de amigos (amici spirituales). En 1231, la bula Nimis iniqua dio a los frailes completa libertad en este punto. Desde que llegaron a París y a Oxford (1231) se dedicaron a estudios teológicos. En 1239, tras la caída de fray Elias, la orden fue estructurada desde la base a la cumbre y adoptó la forma de una organización internacional con definidores (que constituían un consejo legislativo) y cargos elegidos como los de los dominicos. A partir de 1242 aproximadamente sólo se podía elegir a los eclesiásticos para ocupar cargos. Pronto desapareció prácticamente el elemento laico para reaparecer más tarde en formas más convencionales.

Aunque salvaguardando la letra de la Regla al declarar que las propiedades de la orden pertenecían a la Santa Sede y estaban exentas de todo control episcopal (Ordinem vestrum, 1245), Inocencio IV cambió el espíritu y la letra de la Regla estableciendo (Quanto studiosius, 1247) en cada región «procuradores» para la administración financiera. Alejandro IV reiteró en 1258 los numerosos privilegios con la bula que recibió el nombre de «el Océano» (Mare magnum). Esta apertura no dejó de encontrar protestas. La orden rechazó Ordinem vestrum. Desde entonces hubo una fuerte minoría cuyo núcleo estaba formado por frailes ermitaños italianos, dirigidos por un grupo de los «primeros compañeros». Fueron denominados extremistas o zelanti y se distinguieron de los «conventuales». San Buenaventura (1221-1274) salvó a la orden del cisma que la amenazaba. En efecto, escribió un comentario de la Regla, una Vida edulcorada de san Francisco y redactó las constituciones aprobadas en el capítulo de Narbona (1260). Estableció así una via media entre el laxismo y el rigorismo y trazó el ideal del «empleo moderado» (usus pauper) de todas las cosas. Se suele considerar a san Buenaventura como segundo fundador de la orden; además, su enseñanza siempre ha sido considerada normativa entre los franciscanos. Pero, desde el punto de vista histórico, sería más exacto afirmar que el santo, habiendo aceptado los cambios esenciales realizados ya, los sistematizó para definir un estilo de vida que conservaba con san Francisco más bien un vínculo de inspiración que de dependencia directa. Buenaventura interpretó la Regla según el criterio de las declaraciones y dispensas pontificias y no en función del Testamento de san Francisco. Sancionó la vida «conventual», más monástica que eremítica. Se mostró tan enemigo de la relajación como del rigorismo. Predicando el «uso moderado» y una práctica de la pobreza espiritual y relativa más bien que material y absoluta, puso las bases de la controversia que después de su muerte iba a desgarrar a la orden y cincuenta años después a toda la Iglesia de Occidente. La via media sólo tuvo el vigor que le infundía la presencia del santo. Al desaparecer él, los laxistas y los espirituales —como les llamaban— fueron ganando terreno a costa de la «comunidad». El ideal de pobreza, personal y colectiva, decayó rápidamente. Los frailes adquirieron propiedades; la orden aceptó rentas y construyó grandes iglesias. Dentro y fuera de la orden se impugnó la doctrina de la pobreza. En respuesta a tales ataques, Nicolás III redactó la bula Exiit qui seminat (1279), en la que se afirma el carácter evangélico, realizable y meritorio de la renuncia a toda propiedad. Prohibió también seguir discutiendo el problema. Sin embargo, por la bula Exsultantes in Domino (1283), Martín IV permitió que los «procuradores», escogidos y controlados por los frailes, administrasen todos los bienes franciscanos. El procurador se convirtió en una marioneta y la autoridad de la Santa Sede en una pura ficción, mientras que los frailes iban creciendo en número. Como reacción surgió el partido de los espirituales, herederos de los zelanti. Tuvo tres jefes excepcionalmente dotados y de vigorosa personalidad: Angel Clareno (1247-1337), Ubertino de Casale (1259-1328) y Pedro Olivi (1248-1298). Llevaron una vida austera y fueron confidentes de personas santas como Conrado de Offida, Angela de Foligno y Margarita de Cortona. Los puntos esenciales de su programa eran: supresión del estudio de la filosofía (es decir, de Aristóteles); pobreza personal absoluta, que no permitía más que el uso de los objetos estrictamente necesarios (por ejemplo, el alimento y el vestido) y que estaba impuesta por los votos de los franciscanos; la Regla y el Testamento pasaban a ser obligatorios; las dispensas pontificias eran ilícitas. Como señaló Dante, un partido eludía la Regla en tanto que el otro se atenía a ella con excesivo rigor: «Ch’uno la fugge ed altro la coarta». El celo de los espirituales rompió la comunidad y ellos fueron víctimas de persecuciones. En 1294, Celestino V tomó la decisión fatal de suprimir la orden; pero Bonifacio VIII anuló este acto. Se sucedieron las persecuciones y amnistías. Hubo luego acerbas polémicas, durante las cuales los espirituales se vieron perjudicados por el joaquinismo de algunos de sus partidarios, aunque fueron apoyados por la brillante técnica de debate que manifestó Ubertino de Casale. Tras varias vicisitudes, Clemente VI nombró una comisión que se pronunció a favor de la enseñanza de Ubertino en casi todos los puntos. En el Concilio de Vienne, el papa publicó la bula Exivi de paradiso (1312), que ponía una conclusión feliz a la controversia: el pontífice condenaba la relajación común, pero manifestaba sus preferencias por el usus pauper más bien que por la letra de la Regla y del Testamento. Esto satisfizo a los espirituales, aunque prácticamente les quitó el derecho de abandonar la orden. Los dos partidos aceptaron la decisión; pero pronto reapareció la discordia. En Italia, los espirituales se mostraron intratables. Los conventuales renovaron sus ataques contra Ubertino y los demás. Juan XXII fue al principio favorable a los espirituales; pero le exasperó su intransigencia; en la bula Quorumdam exigit (1317) les exigió completa sumisión a sus superiores (conventuales). Los que rehusaron someterse fueron condenados al año siguiente. Ubertino abandonó la orden. Angel y sus partidarios escogieron el cisma y tomaron el nombre de fraticelli, movimiento que duró un siglo en Italia.

Ninguna de las otras tres grandes órdenes mendicantes sufrió en esta época una crisis comparable con la que destrozó a los franciscanos. Pero los mendicantes entraron en conflicto con dos autoridades externas: las Universidades y los obispos. Llegados a París y a Oxford para predicar y convertir, los mendicantes fueron a su pesar estudiantes y profesores. Lucharon para conservar su libertad y gozar al mismo tiempo de los privilegios universitarios. En particular quisieron estudiar la teología sin tener que aprobar otras disciplinas; quisieron crear cátedras y preparar para los grados universitarios en sus propias escuelas; quisieron estar exentos de todas las obligaciones respecto a los estatutos y reglamentos de la Universidad. Por su parte, los profesores seglares no se limitaron a exigir la sumisión de los mendicantes: impugnaron sus derechos a constituir una orden a la vez de estudiantes y predicadores. Como los mendicantes contaban con un san Buenaventura y un santo Tomás, no les fue difícil defender sus derechos. Se vieron, sin embargo, obstaculizados por un fraile, Gerardo da Borgo san Donnino, que utilizó las profecías de Joaquín de Fiore para presentar a los frailes menores como los apóstoles del reino futuro del Espíritu Santo. De no haberlos apoyado el papa Alejandro IV es probable que los mendicantes hubieran sido derrotados por completo. El pontífice puso en la contienda todo el peso de su autoridad y condenó a los adversarios de los mendicantes. Consolidó la posición que ocupaban en París con la bula Quasi lignum vitae (1257). Desde entonces los mendicantes gozaron de una sólida posición en todos los puntos esenciales. Alejandro IV mostró su hostilidad a los profesores seculares tan abiertamente como Gregorio IX les había mostrado su simpatía en la bula Parens scientiarum (1231), carta magna de la Universidad. Algunos hacen remontar los orígenes del galicanismo al resentimiento que experimentaron los universitarios contra la decisión tomada por el papa en esta controversia. San Francisco había recomendado a sus frailes predicar la penitencia con entera sumisión al obispo del lugar en que se encontrasen. Por su parte, santo Domingo había preparado a sus hijos para predicar contra los herejes y sostener la Cruzada contra los albigenses. Cuando ambas órdenes se extendieron por toda Europa, predicando y absolviendo, gozando de privilegios y exenciones pontificias, se inauguró una situación nueva: los obispos y los curas de parroquia vieron que los mendicantes invadían su terreno y les privaban de sus fuentes de ingresos. Durante algunos decenios, el papado continuó colmando de favores a los mendicantes. Como hemos visto, fracasaron todos los ataques que ponían en tela de juicio los ideales de los frailes y el derecho a ser mendicantes y apóstoles. Quedaban, sin embargo, dificultades prácticas. Ante el creciente descontento de los obispos, Inocencio IV, en la bula Etsi animarum (1254), restringió a los mendicantes la libertad de acceso a las iglesias y les prohibió predicar y confesar en las iglesias parroquiales sin haber sido invitados por el cura. Unos días después murió el papa, suceso que fue explotado por los mendicantes. Su sucesor, Alejandro IV, anuló la detestada bula; pero los roces continuaron. Llegaron a su apogeo en el II Concilio de Lyon (1274), donde se propuso un decreto que suprimía todas las organizaciones religiosas nuevas. Tal proposición estaba condenada al fracaso, dado que entre los grandes cardenales se hallaban san Buenaventura (O.F.M.) y Pedro de Tarantasia (O.P.) y que muchos de los padres conciliares eran mendicantes. Sin embargo, el decreto sólo eximía incondicionalmente a los frailes menores y a los dominicos. Los ermitaños de san Agustín y los carmelitas obtuvieron un aplazamiento provisional, que se convirtió en permanente. Los frailes de Saco y otros grupos pequeños fueron suprimidos formalmente; pero algunos, como los frailes de la Santa Cruz, en Inglaterra, tomaron el nombre de canónigos y duraron hasta la Reforma. Después del concilio hubo otras tentativas de conciliación. Pero todas las esperanzas fueron destruidas por Martín IV, que, con la bula Ad fructus uberes (1281), permitió a los mendicantes predicar y confesar en todas partes y sin necesidad de autorización. También dio únicamente a los superiores de los mendicantes el derecho de inspeccionar y de nombrar a los predicadores y a los confesores. No se podía ir más allá en cuestión de privilegios. Ad fructus uberes fue la última oleada de la gran marea del poder absoluto del papado que, con Inocencio IV, había invadido casi todos los derechos consuetudinarios de los obispos. El momento era grave. El papa, al ser obispo universal, abarcaba todos los derechos episcopales y parroquiales. Si el proceso hubiera llegado a su término, los obispos se habrían convertido en simples capellanes pontificios encargados de ordenar y consagrar. Habrían sido ocupados por los provisores todos los beneficios, en tanto que los mendicantes habrían evangelizado, confesado y enterrado a los feligreses en sus propias circunscripciones. Habría desaparecido para siempre el papel tradicional del obispo monárquico. Bastante paradójicamente, Bonifacio VIII salvó la situación. Volvió a poner las cosas en su lugar con el prudente decreto Super cathedram (1300). Entre otras prescripciones impuso a los frailes mendicantes pedir permiso al cura antes de predicar y confesar en una parroquia, en tanto que el obispo tenía que conceder su autorización a un número determinado de los que se presentaban a él. Super cathedram fue anulado por Benedicto XI (O.P.), cuya vida fue muy breve. Pero su sucesor publicó de nuevo el decreto, que iba a estar en vigor durante toda la Edad Media. Los párrocos y los obispos se querellaron con los mendicantes durante los años siguientes. Pero los frailes ya no volvieron a estar a punto de convertirse en una milicia pontificia privilegiada que asistiera espiritualmente a los fieles prescindiendo de los curas y de los obispos.

Cuando Juan XXII redujo al silencio a los espirituales, no habían acabado aún los conflictos entre los frailes menores. Fueran cuales fuesen su interpretación y su práctica de la Regla, todos los franciscanos tenían que enseñar que su pobreza consistía en una imitación excepcional de la pobreza de Cristo, que era absoluta. Basados en estas ideas, creían que su modo de imitar la pobreza de Cristo era el único válido y pretendían que así lo había afirmado Nicolás III en la bula Exiit. El problema se agravó cuando un inquisidor franciscano rehusó condenar como hereje a un espiritual que afirmaba que Cristo había renunciado a todos los derechos de propiedad. Juan XXII decidió dirimir la controversia de una vez para siempre. Después de consultas teológicas publicó, en marzo de 1322, la bula Quia nonnumquam, en la que declaraba que Cristo y los apóstoles, jefes y príncipes de la Iglesia, habían tenido posesiones, aunque individualmente tuvieron el derecho a la renuncia. Esto causó escándalo en todos los círculos franciscanos. En el capítulo general de Perusa, bajo la dirección del ministro general Miguel de Cesena, la orden afirmó que la pobreza absoluta de Cristo era doctrina reconocida por todos los cristianos. Juan XXII replicó con la bula Ad conditorem canonum (diciembre 1322), anulando todos los derechos de propiedad sobre las posesiones franciscanas y devolviendo a los frailes todos los bienes de que gozaban, aunque rehusando la propiedad. Los frailes protestaron vivamente y el papa modificó su línea de conducta, entrando de nuevo en posesión de los bienes inmuebles de los frailes, que él oponía a los bienes perecederos. Pero adoptó una postura muy clara al canonizar a santo Tomás (que fue muy sobrio en su enseñanza sobre la pobreza) y publicar la bula Cum inter nonnullos (1323), que condenaba solemnemente la doctrina según la cual Cristo no poseyó nada. Los frailes menores entraron en un período muy difícil. Muchos aceptaron las declaraciones y los actos del papa; otros se aferraron a sus opiniones alentados por la lejana aprobación del emperador. Miguel de Cesena permaneció en el partido de la oposición. Convocado a Aviñón para alegar sus razones, se evadió el 26 de marzo de 1328, acusó al papa de herejía y se unió al partido imperial. Juan XXII escribió contra él la bula Quia vir reprobus (16 noviembre 1329), que reafirmaba el derecho de Cristo a la propiedad. Pero durante todo el resto del pontificado de Juan XXII continuaron en cisma ciertos grupos de frailes menores, sobre todo en Alemania, en tanto que Guillermo de Occam atacaba en sus panfletos la postura del papa.

 

CAPITULO XXVIII

LA VIDA ESPIRITUAL.II. LA DEVOTIO MODERNA