web counter
Cristo Raul.org
 
 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXVI

LA IGLESIA Y LA CORONA. TESIS Y ANTITESIS

 

Durante unos setenta años, es decir, desde la elección de Inocencio III hasta la muerte de Inocencio IV (1189-1254), gobernaron la Iglesia una serie de papas de marcada personalidad. Fueron hombres íntegros, dotados de gran inteligencia, que perseguían ideales elevados. Todos ellos se consagraron a mantener y aumentar la supremacía de la Sede Apostólica. Además, todos fueron competentes en materia de derecho canónico, tal como esta disciplina se enseñaba en Bolonia y se practicaba en la curia. Ya hemos visto que Alejandro III, predecesor ilustre de esos papas, había tenido una formación similar. Hemos visto también que el pontífice más eminente de los que subieron al trono en los cincuenta años siguientes, Bonifacio VIII, recordó a sus adversarios en una célebre ocasión que había pasado cuarenta años estudiando el Decretum de Graciano y las decretales. Esta circunstancia general fue de gran importancia para el desarrollo de la política pontificia. En efecto, es más que probable que los canonistas fuesen los primeros responsables (aunque la empresa la acabasen los publicistas de la escuela de París) de la aplicación extensiva de la doctrina antigua y fundamental de la supremacía pontificia que Gregorio VII y sus sucesores habían sacado de los cánones tradicionales de la Iglesia. Como han probado con claridad las investigaciones recientes, es cierto que este pensamiento canónico no fue monolítico. Veremos después que muchos canonistas defendieron una teoría conciliar o colegial de la constitución de la Iglesia. Pero en el siglo que transcurrió entre el pontificado de Alejandro III y la madurez de Benedetto Caetani (Bonifacio VIII), la principal corriente de pensamiento canónico se dirigió cada vez más a la afirmación de la autoridad universal del papa. En el caso de tres de los cuatro papas a que nos referimos (a excepción de Honorio III), en Roma se aplicó la enseñanza de Bolonia. Las opiniones se tradujeron en obras que a su vez fundamentaron opiniones nuevas. Elegido papa después de una brillante carrera universitaria, Inocencio IV no sólo practicó lo que había predicado, sino que también predicó siendo papa lo que antes había practicado. Esta rigurosa interacción entre la teoría y la práctica en lo que puede llamarse los «dos cuerpos» de los papas de esta época debe ser tenida en cuenta, si se quiere analizar las pretensiones pontificias en la Edad Media. Con algunas excepciones puede considerarse la formación de los canonistas como una atmósfera de estufa caliente que hace madurar los frutos demasiado pronto o que da demasiado calor. La investigación reciente ha modificado muchas concepciones históricas; pero sigue habiendo amplio acuerdo en considerar la reforma gregoriana como un movimiento que tendía a separar lo espiritual de lo temporal, teniendo en cuenta que el papa es el padre espiritual de todos los hombres y que el poder del emperador (al que se hace una referencia especial) es un poder de ejecución para el bien de la Iglesia, que puede ser censurado, excomulgado y hasta depuesto si no contribuye al bien común. Los grandes papas del siglo xn, sobre todo Adriano IV y Alejandro III, basaron en esta doctrina su lucha contra Federico Barbarroja.

Inocencio III, que heredó las opiniones avanzadas de Uguccio de Pisa, su maestro de Bolonia, apoyó desde el principio de su pontificado la doctrina de que el poder espiritual y el temporal están sometidos a los preceptos divinos, pero que el poder espiritual es de mayor dignidad y extensión. Su temperamento y su índole —así como la historia de la Europa contemporánea de su pontificado— lo llevaron a interesarse por la política europea, a ser el padre espiritual que se mantiene por encima de intereses opuestos, a ser sobre todo el juez y el árbitro supremo en todos los campos, incluida la alta política, esfera en la que pueden tener tan tristes consecuencias los actos delictivos de los hombres. Casi siempre actuó de forma personal y práctica. Fue un observador clarividente y supo considerar la escena europea desde un punto de vista muy elevado y servirse de su alta posición para defender la causa de la paz. Sus actuaciones se explican siempre por su sólida estructura intelectual. Reveló ésta con ocasión del famoso litigio entre el rey Juan de Inglaterra (que apeló a él) y el rey Felipe de Francia, que actuaba de forma supuestamente injusta. Declaró que no tenía que juzgar entre un señor y su vasallo a propósito de un feudo, sino entre hombres y en un terreno en que se discutía la culpabilidad de una acción (ratione peccati). En esta perspectiva abierta quedaba salvaguardada formalmente la autonomía del poder secular. Sin embargo, en las cartas de Inocencio III se encuentran juicios que amplían y ahondan sus pretensiones: el papa es el vicario de Cristo, el vicario de Dios, establecido sobre los pueblos y sobre los reinos para arrancar y destruir, edificar y plantar, gozando de poderes más divinos que humanos. La relación que hay entre la autoridad del pontífice y la del rey equivale a la existente entre el sol y la luna. A pesar de estos juicios y otros parecidos, parece que Inocencio III opinaba que el príncipe secular disponía de poder, subordinado pero real, y no de una mera autoridad derivada. En sus actos políticos —que sobrepasan en número y alcance a los de todos sus predecesores y sucesores—, Inocencio actuó, más que como autócrata autoritario, como padre espiritual prestigioso defendiendo intereses elevados y ejerciendo graves responsabilidades. Por eso triunfó tantas veces y fue tan raramente desobedecido. No debe olvidarse que toda Europa occidental estaba absolutamente convencida en esta época de no formar más que una cosa con la Iglesia de Cristo y creía que el papa estaba al frente de la Iglesia como vicario de Dios. Se había modificado desde hacía tiempo la convicción de que hay derechos naturales, sociales y políticos, fijados por el Creador en la estructura misma del ser racional. Sólo había sobrevivido en los restos del saber antiguo o había aflorado a la superficie en algunos casos de duras necesidades prácticas tratadas en forma empírica. Así, un especialista en lógica o un jurista —por no decir un político realista—, instalado en el solio pontificio, tenía completa libertad de llevar al límite las consecuencias aparentemente necesarias de un argumento como el siguiente: «Cristo, que es Dios, es la cabeza suprema y el rey de todos los hombres; dio a Pedro y a sus sucesores todo poder; por tanto...».

Los dos sucesores inmediatos de Inocencio III continuaron esta política, pero no desarrollaron mucho la doctrina. Como carecían del talento de su predecesor y heredaron, en cambio, sus defectos y fracasos, da la impresión de que emplearon y proclamaron su poder —sobre todo Gregorio IX— de manera más implacable y menos paternal. Con Inocencio IV aparece una notable diferencia. Profesor universitario de prestigio, fue mucho más lejos que Inocencio III en la afirmación de la autoridad pontificia. Como hombre mostró su fuerza de voluntad y careció de la espiritualidad y prudencia política que habían caracterizado a su ilustre predecesor. Según él, Cristo había inaugurado —y Pedro y sus sucesores habían proseguido— un nuevo estilo de gobierno del mundo por una autoridad suprema. Todas las demás autoridades —al menos en Occidente—, incluido el emperador, están por debajo del papa. A éste le toca aprobar la elección de todos los emperadores y deponer a los que no convienen, puesto que el emperador recibe su cargo del papa. Sin embargo, la importancia de las opiniones y del reinado de Inocencio IV no reside primariamente en el hecho de haber expuesto una teoría, sino en el modo de usar sus plenos poderes. Inocencio IV extendió las reivindicaciones financieras del pa­pado. Usó del derecho de proveer de beneficios a los clérigos, romanos o no, en todos los países de Europa. Recurrió implacablemente a las armas de la excomunión y el entredicho en conflictos que, en último término, eran más políticos que espirituales. De este modo aportó una sutil transformación a la función del cargo pontificio; al menos así lo juzgaron las personas implicadas financiera o personalmente. Les pareció que si Inocencio III había aspirado a la autoridad suprema y la había usado para gobernar a sus súbditos lo mejor posible (según su propio juicio), Inocencio IV utilizaba más bien su poder en beneficio del papado mismo, de su política, de sus concepciones y de sus protegidos. Los papas de todas las épocas —exceptuados los del cristianismo primitivo— tuvieron que actuar en dominios tan diversos de la Iglesia universal (dominios tanto temporales como espirituales), que siempre es posible encontrar algunos fallos en el más prudente y algunas buenas actuaciones en el más materialista. Inocencio IV fue un hombre grande en muchos aspectos. No se preocupó por intereses estrictamente materiales; tomó muchas resoluciones acertadas y emprendió numerosas acciones benéficas. Este hombre, censurado por Grosseteste, visitó a santa Clara en su lecho de muerte. Los historiadores han solido defenderlo contra la acusación general de haber sido el causante de todas las desgracias que cayeron sobre el papado. Tal defensa no deja de ser justa. Sin embargo, este reinado representa un momento crucial en la historia pontificia. Desde León IX hasta Gregorio IX puede decirse que el papado, considerado simplemente como institución europea, fue muy útil para Europa y actuó casi exclusivamente en interés de los que reconocían su autoridad; en ningún momento dejó de ser beneficioso de una u otra manera, prescindiendo de su estatuto de roca de san Pedro y fundamento de la autoridad. En cambio, a partir del ponti­ficado de Inocencio IV, se multiplicaron las críticas contra él, no sin alguna razón.

Los papas que se sucedieron entre Inocencio IV y Bonifacio VIII no fueron en general ni canonistas por formación ni políticos geniales. Además, al no haber un emperador reconocido como tal, no se preocuparon de continuar la gran controversia. Sin embargo, los canonistas —entre los que hay que citar al gran Hostiensis— siguieron desarrollando sus teorías. Hostiensis, cuya influencia fue profunda y duradera, siguió a Inocencio IV y sostuvo la superioridad del poder espiritual, en cuyo nombre actúa el poder secular como brazo ejecutivo, advirtiendo que, en el caso del emperador, el poder secular deriva directamente del poder espiritual. Concedió al primero una esfera de acción ordinaria y propia; pero esa capacidad seguía siendo derivada y podía ser asumida por el poder espiritual en caso de pecado o de cualquier otro vicio.

Lo que hoy llamamos pensamiento político se integró en el campo de estudio de los teólogos. Las razones de esto fueron ante todo la controversia entre Roma y Federico II y la acogida a la Política de Aristóteles, una de las últimas partes del corpus aristotélico que todavía no se conocía y en la que los escolásticos descubrieron una teoría y una sociedad fundadas sobre el concepto del hombre como animal social con derechos y deberes, entre los cuales la religión, en el sentido cristiano del término, no tenía ningún lugar. A mediados del siglo XIII los teólogos y los canonistas no se entendían entre sí. Santo Tomás se refiere a esta antipatía en una de las escasas veces que emite una opinión personal. Por eso no es extraño encontrar tan pocos ecos de las posturas extremistas de Inocencio IV o de Hostiensis en los maestros de París. En sus últimas obras, santo Tomás parece influido por la Política de Aristóteles, escrito que acababa de difundirse en el mundo cultural de la época; al poner el acento sobre la actividad política, natural y esencial al hombre, produjo una versión nueva de la doctrina gelasiana de los dos poderes. Sin embargo, la época era de posturas extremistas. Tolomeo de Lúea, discípulo de santo Tomás, que defendía los intereses de la curia, prolongó el De regimine principum, sirviéndose del axioma aristotélico de la causa primera única, para defender la concepción según la cual toda autoridad puede reducirse a una sola fuente, es decir, al poder espiritual, que por naturaleza es superior al temporal como la cabeza es superior a los miembros y el alma al cuerpo. Tolomeo defendió su razonamiento alegando la pretendida acción de Constantino de entregar el Imperio de Occidente al papa Silvestre.

Este ambicioso edificio construido por el papa y los canonistas se conmovió en sus cimientos al tropezar con el poder y las realidades opuestas: las de nacionalidad y el Estado secular.

A la muerte de Nicolás IV (1292) siguió un cónclave de dos años, que se vio obstaculizado por el partido de los Orsini y el de los Colonna. Para acabar con esta situación se recurrió al nombramiento de un viejo y santo ermitaño de los Abruzos, fundador de una orden austera y semieremítica que seguía la Regla de san Benito. El elegido tomó el nombre de Celestino V y resultó completamente incapaz de gobernar la Iglesia y la curia. Al cabo de cinco meses presentó su dimisión. Su sucesor tuvo numerosos enemigos, que impugnaron la legalidad y la libertad de la renuncia de Celestino, pretendiendo que la había obtenido, mediante la violencia y el fraude, el cardenal Benedetto Caetani. Este, que fue papa con el nombre de Bonifacio VIII (1294-1303), llevó a límites extremos las pretensiones pontificias de autoridad temporal. Esto llevó a un desastre que comprometió la reputación del papado durante más de dos siglos. Canonista experto y dotado de una lucidez de pensamiento y expresión poco común, se rodeó de teólogos como Tolomeo, que apoyaron sus opiniones. Violento, egoísta y autoritario por temperamento, convencido de la verdad de la doctrina del poder espiritual tal como la habían enunciado Inocencio IV y Hos- tiensis, asistido por un grupo de teólogos que habían llegado a las mismas conclusiones que él por un camino distinto, tuvo la mala suerte de hallar un adversario, cuyas opiniones y objetivos abrían una perspectiva nueva y cuyos métodos y agentes eran menos recomendables que los de Federico II.

Aunque piadoso y sin ninguna ambición personal, san Luis nunca había dejado de afirmar frente al papa los derechos tradicionales del monarca respecto a la Iglesia de Francia tal como él los entendía y que en realidad eran vestigios del régimen de iglesia privada incorporados a las costumbres feudales y reales. Su hijo Felipe III lo imitó y conservó la tradición de buenas relaciones con el papado. Su nieto Felipe el Hermoso fue más activo, más enérgico y más competente; pero al mismo tiempo se mostró en todos sus actos carente de escrúpulos, avaro, práctico, por no decir materialista. Por su personalidad, por la gran importancia que tuvo su reinado en la historia constitucional y administrativa de Francia, Felipe IV ofrece muchos puntos de contacto con el rey de Inglaterra Enrique II. La controversia que lo enfrentó con el papa se diferenció de los anteriores choques entre el poder temporal y el espiritual en dos aspectos: por una parte, Felipe IV era rey y no emperador; por otra, su política se caracterizó por un espíritu nuevo que podría llamarse secularismo o real­politik. Estos dos hechos actuaron en su favor, quitando al papa una de las razones a la que sus antecesores se habían aferrado con avidez. Con el rey de Francia no se podía apelar a ninguno de los argumentos ni a ninguna de las obligaciones que habían impedido al emperador romper con el papado. Una política abiertamente secular quitaba al papa la posibilidad de imponer a su adversario cualquier sanción de tipo moral o espiritual.

Las dificultades empezaron cuando Bonifacio trató de abolir la costumbre de exigir impuestos a los eclesiásticos sin autorización pontificia, publicando la provocativa bula Clericis laicos el 24 de febrero de 1296 («Los laicos siempre han manifestado hostilidad contra el clero»). Felipe IV replicó prohibiendo que saliera de Francia ni una sola moneda. A su vez, el papa respondió con la bula amenazadora Ineffabilis (20 septiembre 1296), en la que afirmaba su derecho a supervisar todos los actos del rey. Hubo luego una tregua de cuatro años, durante la cual Felipe siguió imponiendo tributos al clero, apropiándose las rentas de los beneficios vacantes y encarcelando a los obispos en espera de juzgarlos. En su actitud independiente y, al fin, brutal con el papa, lo mismo que en su implacable política interior, el rey estuvo animado, si no directamente inspirado, por una serie de ministros competentes, pero sin principios ni escrúpulos: el canciller Pedro Flote, Guillermo de Nogaret, Pedro Dubois y Guillermo de Plaisians.

Bonifacio se opuso a esos hombres con la bula Ausculta fili (5 diciembre 1301), en la que hablaba del rey como de un hijo pródigo que estaba a punto de agotar toda la indulgencia de su padre y de provocar su ira si no se arrepentía. Como esta bula no hizo ningún efecto en Felipe, el papa convocó en Roma un concilio de obispos franceses para aconsejarles el modo de inculcar al rey mejores disposiciones y de obligarle a reformar su conducta y la de sus ministros. Los consejeros de Felipe hicieron circular una parodia de la Ausculta fili que constituía una respuesta insultante. Ambos campos comenzaron a publicar toda especie de libelos, cuya cantidad e interés ideológico hicieron que esta controversia fuera la más importante de todas las surgidas desde Gregorio VII. Entre los del bando real hay que citar el célebre Songe du Verger y el Rex pacificus, más digno aunque no menos virulento. Del lado pontificio, varios teólogos eminentes llevaron al límite la idea de la supremacía del papa. Hay que mencionar en particular a Enrique de Cremona y a los dos agustinos Gil de Roma y Jacobo de Viterbo. Muchos de esos tratados fueron escritos probablemente a principios de 1302. El 18 de noviembre, Bonifacio publicó la bula Unam sanctam, obra maestra de expresión firme y clara, basada en los escritos de Gil de Roma. Este texto proclamaba que el gobierno supremo del mundo debía ser confiado a un solo poder y afirmaba las pretensiones del papado de ser el único principio de la autoridad dimanante de Dios: el rey tenía que consultarla y obedecerla y sólo tenía un poder ejecutivo. La bula acababa con una rigurosa definición, según la cual la sumisión al soberano pontífice era necesaria para la salvación de todas las criaturas.

La bula Unam sanctam ha sido considerada como el punto culminante, el nec plus ultra de las pretensiones pontificias en la Edad Media. Es probable que Bonifacio la considerase como una afirmación de la soberanía —si no del monopolio de poder—de que gozaba el papa en los dominios temporales y espirituales. Sin embargo, en términos de crítica teológica estricta, la definición que daba se limitaba a reafirmar el derecho fundado sobre el texto petrino de Mt 16, es decir, la autoridad espiritual del papa sobre toda la Iglesia de Cristo, a la que son llamados todos los hombres como el arca de salvación.

De hecho, la Unam sanctam no hacía ninguna referencia directa a Felipe. Se reanudaron las negociaciones y se hubiese podido llegar a un acuerdo. Pero Bonifacio exigía la sumisión absoluta y amenazaba con la excomunión. Por su parte, Felipe publicó una lista detallada de acusaciones contra el papa, entre ellas la de herejía, e hizo circular esa lista entre los cardenales y los monarcas. En septiembre publicó Bonifacio la bula Super Petri solio, que eximía a los súbditos de Felipe de obedecer a su rey. Unos días después, Nogaret, que había sido enviado a Italia y había reclutado una banda de espadachines, forzó la ciuadela de Anagni (7 de septiembre) e hizo prisionero al papa. Rápidamente fue puesto en libertad, pero murió un mes más tarde a consecuencia de esta conmoción.

El sucesor de Bonifacio fue elegido poco después. Era un hombre apacible que apenas hizo nada en sus nueve meses de pontificado. Tras once meses de intrigas, subió al solio pontificio el arzobispo de Burdeos, súbdito del rey Felipe. Se rodeó de cardenales franceses y se estableció en Aviñón, que era un enclave pontificio e iba a ser la sede del gobierno de la Iglesia durante más de sesenta años (1309-1378).

Estos sucesos, que asombraron a la opinión europea e influyeron profundamente en ella, representaron un giro en el destino del papado. Es cierto que los publicistas y teólogos del partido pontificio continuaron exponiendo sus ideas de la supremacía del papa, que iban todavía más lejos que las del autor de Unam sanctam. Tolomeo de Lúea, Agustín Triunfo y varios otros exaltaron las prerrogativas pontificias con los recursos del estilo hiperbólico. No hubo ningún papa que desautorizase lo más mínimo las pretensiones de la Unam sanctam. Por lo demás, la situación del papado y las circunstancias históricas no permitieron sacar todas las consecuencias prácticas y las conclusiones políticas. El papado iba a ser el blanco de ataques y desdichas durante más de un siglo.

La «cautividad de Babilonia», la nueva orientación de la filosofía y de la teología que desembocaron en el nominalismo y la aparición de una concepción secularizada de la vida política en los escritos de Marsilio de Padua y Guillermo de Occam hicieron del siglo XIV una época de transición en el campo del pensamiento y una época de diversas dificultades para la curia instalada en Aviñón.

 

CAPITULO XXVII

LOS MENDICANTES

 

PLANO DE ROMA