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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

CAPITULO XXV

ROMA Y CONSTANTINOPLA

 

El punto de vista occidental (1204-1439)

Contra la voluntad expresa de Inocencio III, los cruzados abandonaron su camino para dirigirse a Constantinopla. El papa se alarmó al saber que se habían apoderado de la ciudad (1203). La razón oficial de este proceder fue la entronización de Alejo IV Angel, el pretendiente exiliado. La ceremonia se realizó, en efecto. Pero antes de que el papa y los monarcas europeos se hubieran podido adaptar a la nueva situación —es decir, a la unión entre Oriente y Occidente prometida por Alejo— el nuevo emperador fue asesinado en un motín. En su lugar fue entronizado uno de los conspiradores. Esto provocó otro asalto de los cruzados contra la ciudad (1204). Esta vez la conquista fue acompañada de saqueos, sacrilegios, destrucciones y crímenes de toda especie. Los vencedores pusieron en el trono de Oriente a Balduino de Flandes, creando así un Imperio latino. Sin embargo, existía un emperador griego, Teodoro Lascaris, yerno de Alejo III, que estaba instalado en Nicea. Esta ciudad, así como Trebisonda y el Epiro resistieron el ataque de los invasores. Teodoro fue de un lado a otro para reunir los fragmentos más importantes del Imperio de Oriente. Pero Macedonia, Tesalia, Grecia y las islas fueron ocupadas pronto por aventureros que sólo buscaban un botín material.

Balduino se apresuró a comunicar al papa su elevacción al trono y a jurarle fidelidad. Inocencio, que no sabía nada del saqueo de Constantinopla, recibió la noticia con entusiasmo: esperaba el rápido retorno de la Iglesia griega a la obediencia de Roma. Aunque se escandalizó al enterarse de la conducta bárbara y vergonzosa de sus cruzados, era flexible de carácter y hombre de su época. La perspectiva de un Imperio latino de Oriente le parecía acorde con la voluntad de Dios y resultado feliz de su propia actuación. Es cierto que su Cruzada había escapado a su control e incluso había cambiado de naturaleza. Tras haber atacado y destruido una comunidad cristiana muy importante y civilizada y haber derribado a su dinastía, los cruzados de Oriente se convirtieron en ocupantes: gobernaban unas regiones que poco antes habían pertenecido al emperador de Bizancio. No parece que el papa comprendiera el significado de estos siniestros presagios. Tras de los primeros choques, el Imperio latino se portó mejor de lo que podía esperarse, dado el bandidaje sobre el que estaba fundado. El patriarca latino y los países balcánicos en general entraron en la esfera de influencia del papa. Inocencio III se dedicó totalmente a proteger la Iglesia y sus dominios de todo saqueo y de las eventuales confiscaciones. Pero la Iglesia ortodoxa no había muerto. El patriarca de Nicea y el emperador griego tenían más poder real y mayor importancia que los latinos de Constantinopla. Inocencio habría actuado con sabiduría si hubiera buscado un arreglo con la Iglesia real de Oriente. En vez de esto, trató de unir fuertemente con Roma al patriarca latino y a los obispos dependientes de él. Sin embargo, mostró sus cualidades de hombre de Estado formulando exigencias doctrinales y litúrgicas muy moderadas. Pero, como casi todos sus contemporáneos, no quiso tratar con los griegos, a menos que éstos capitulasen sin condiciones en los puntos doctrinales y disciplinares controvertidos y reconociesen el Imperio latino como hecho consumado. Estas exigencias eran totalmente inaceptables para la masa de cristianos griegos cultos. Por este camino no podían mejorar las perspectivas de unidad.

Honorio III y Gregorio IX continuaron la política de Inocencio III apoyando al Imperio latino. Veían en él una base esencial para toda cruzada futura. Conservaron igualmente una actitud hostil respecto al emperador griego de Nicea. Por su parte, los griegos esperaban con impaciencia la expulsión de los latinos y mantenían firmemente sus tradiciones. Pero consideraciones políticas les llevaron a entablar negociaciones con Roma. Inocencio IV, político más prudente que sus dos antecesores, comprendió que el Imperio latino no tenía porvenir. Comenzaron las negociaciones con vistas a la reunificación. Inocencio deseaba ofrecer más concesiones que todos los papas que le habían precedido o le sucedieron. Las dos Iglesias debían tener los mismos derechos sobre Constantinopla. Se iba a celebrar en Oriente un concilio general. Cuando el acuerdo parecía inminente, murió Inocencio IV. Unos años después, Miguel Paleólogo, fundador de una gran dinastía, llegó al poder en Nicea (1259) y reconquistó Constantinopla (1261). Preocupado por consolidar su posición, el nuevo emperador hizo continuas tentativas para reanudar las negociaciones con Roma. Al fin, Urbano IV respondió favorablemente. Pero, como todas las ulteriores relaciones entre Oriente y Occidente, estas negociaciones fueron más políticas que religiosas: ambas partes las motivaron y condujeron sin referencia a las ideas de la Iglesia ortodoxa, que seguía oponiéndose firmemente a la dominación latina y a toda concesión en materia de ritos y formas litúrgicas.

Por parte latina, esta atmósfera de armonía política se disipó cuando subió al solio pontificio Gregorio X (1271-1276), el papa más espiritual del siglo XIII, exceptuado Celestino V. Su pontificado presenta ciertas analogías con el de Juan XXIII. Gregorio deseaba reformar la Iglesia, reunificar la cristiandad y restablecer el control cristiano sobre Palestina. El segundo objetivo se ordenaba probablemente a conseguir el tercero. Con este espíritu convocó en 1274 el Concilio de Lyon. Miguel VIII Paleólogo deseaba igualmente la reunificación, pero sus miras eran primariamente políticas. A sus ojos, la protección pontificia parecía la única defensa contra los proyectos ambiciosos de Carlos de Anjou, rey de Nápoles. Este los puso pronto en práctica para obstaculizar la política pontificia. Por su parte, el emperador empleó todos sus recursos para reducir al silencio a su clero. No estuvo representado en Lyon más que por el ex-patriarca de Constantinopla y por otro prelado, los cuales prometieron obediencia al papa en nombre del emperador y en su propio nombre y, excepto una vez, cantaron el credo con el Filioque. Eran sólo vanas apariencias. El emperador había tomado precauciones contra Carlos de Anjou. Pero cuando, dos años después, murió Gregorio X, su actitud espiritual no fue imitada. El rey de Nápoles recobró toda su influencia sobre la política pontificia y las fuerzas vivas de la ortodoxia comenzaron de nuevo a protestar en Constantinopla. Surgieron recriminaciones de ambos lados. Al cabo de siete años, la Unión fue rota por Andrónico II, y Martín IV excomulgó al emperador. En el siglo xiv, obligados por las vicisitudes políticas, los emperadores de Oriente trataron de reanudar las relaciones con Roma. Estas diversas tentativas pertenecen a la historia bizantina más que a la pontificia. En el siglo xv se hicieron más apremiantes y fueron tomadas en consideración por el Concilio de Basilea y, sobre todo, por Eugenio IV; éste alegó que los griegos solicitaban un encuentro en Italia y trasladó el concilio a Ferrara, y luego a Florencia, con la esperanza —prácticamente justificada— de dar nuevo prestigio al papado realizando la unión de las Iglesias, que el Occidente deseaba más sinceramente que nunca. El emperador Juan VIII fue en persona a Florencia. Un número considerable de obispos y de teólogos bizantinos tomó parte en una serie de debates sobre los puntos controvertidos en teología, ritos y disciplina. Actuaron como padres conciliares con idénticos derechos que los latinos. El principal objeto de discusión fue el Filioque. Gracias a su cultura nueva, los eruditos y los teólogos occidentales hicieron una brillante demostración de controversia patrística y escolástica. Los bizantinos quedaron vencidos por la presión política y por la habilidad de los occidentales en las disciplinas escolásticas. Incluso algunos, entre ellos Besarión, que fue después cardenal, se convencieron sinceramente de la verdad de las tesis católicas. Finalmente, el 6 de julio de 1439, la bula de unión fue firmada por todos los delegados bizantinos presentes, exceptuado Marco-Eugenio. Para los griegos no se trataba de un acto de sumisión a Roma, sino simplemente de reconocer que la opinión occidental no era herética. La unión fue censurada en seguida por los monjes y por la mayoría del pueblo de Constantantinopla y sus alrededores. Muchos de los signatarios se retractaron; aunque el emperador se mantuvo firme, los sucesos trágicos de los quince años siguientes privaron de todo significado a la unión. Unos meses después del concilio quedó también sin efecto el acuerdo con la Iglesia armenia. Sin embargo, un gran número de cristianos de Oriente, en Ucrania, Transilvania y otros lugares, quedó unido a Roma y de él descienden varias de las Iglesias uniatas que existen todavía hoy.

El punto de vista oriental. El cisma entre la cristiandad oriental y la occidental

Los historiadores han evaluado diversamente la importancia exacta de los sucesos de 1054. Es posible que tal hecho se deba a que los autores posteriores al siglo XII interpretaron el conflicto entre Cerulario y el papado como una ruptura definitiva entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Pero hoy es difícil compartir esta concepción. Si se aplicase un criterio puramente formal, podría decirse que el cisma comenzó cuando el nombre de los papas dejó de mencionarse en los dípticos de la Iglesia de Constantinopla, hecho que ocurrió desde 1009.

Sin embargo, en 1089 un sínodo de la Iglesia de Constantinopla declaró que esta omisión se había debido a un error. Más importante es el hecho de que, después de la conquista de Antioquia por los cruzados en 1098, hubo en esta ciudad dos jerarquías rivales: la griega y la latina. Pero si el patriarcado de Antioquia estuvo dividido desde 1100, en Jerusalén no ocurrió esto hasta 1188, fecha en la que el patriarca ortodoxo local no quiso reconocer ya al patriarca latino. La opinión pública de los dos campos no pensaba que los sucesos de 1054 constituían un cisma definitivo. Es cierto que no se levantaron las excomuniones pronunciadas ese año (para eso las Iglesias han esperado hasta 1965); pero hay que recordar que se trataba de excomuniones personales que no concernían a las Iglesias como tales. También es cierto que la hostilidad mutua aumentó sin cesar durante el siglo xii, debido a la agresión normanda contra los países bálticos, el imperialismo de las ciudades mercantiles de la costa italiana y, sobre todo, a las Cruzadas. Sin embargo, en Oriente y en Occidente la mayoría de los cristianos y los más notables hombres de Iglesia creían todavía en una cristiandad una e indivisible. En los últimos años del siglo XI, Teofilacto, arzobispo de Bulgaria, uno de los eruditos bizantinos más ilustres de la época, reprochó vivamente a sus compatriotas el calumniar las costumbres de la Iglesia latina. «Yo no creo —escribía— que los errores de los latinos sean numerosos ni que motiven un cisma». Teofilacto opinaba incluso que el Filioque, único dogma occidental que desaprobaba resueltamente, era imputable «menos a la malicia que a la ignorancia», ignorancia que procedía de que la lengua latina no era suficientemente rica para expresar todas las sutilezas del pensamiento. También en la cristiandad latina se oyeron voces que clamaban por la paz. A principios del siglo xn, san Bruno de Segni, abad de Montecassino, escribía a la comunidad benedictina de Constantinopla: «Tenemos por cierto y creemos firmemente que, a pesar de las diferencias de costumbres entre las Iglesias, hay una sola fe, indisolublemente unida a la cabeza, que es Cristo, el cual es también uno y continúa siendo el mismo en su cuerpo».

Indudablemente es imposible fijar el comienzo preciso del cisma entre las dos cristiandades. Muchos factores contingentes —políticos, económicos y culturales— afectaron sus relaciones en diversos puntos del espacio y del tiempo. El historiador no puede precisar con certeza en qué fecha hay que empezar a hablar de las dos mitades de la cristiandad, considerando a cada una como un todo autónomo. En el plano del sentimiento popular, las Cruzadas significaron sin duda un giro decisivo por su secuela de esperanzas truncadas, incomprensiones y malos tratos recíprocos. La cuarta Cruzada, que condujo al saqueo de Constantinopla e implicó durante más de medio siglo (1204-1261) la latinización forzosa de la Iglesia bizantina y la división de los territorios europeos del Imperio entre los franceses y los venecianos, dejó en la Iglesia griega un recuerdo amargo, que no ha desaparecido aún. No obstante, aunque el pueblo de Bizancio sintió mayor hostilidad contra Occidente cuando vio a gentes que se decían cristianas profanar sus santuarios, sus iglesias y su ciudad santa, no se puede asegurar que la perfidia y brutalidad manifestadas por los latinos en 1204 hicieran desaparecer del corazón de las víctimas ni de sus agresores el sentimiento de que la cristiandad seguía siendo una. La historia ulterior de la Iglesia contiene muchos ejemplos de relaciones pacíficas y beneficiosas entre las tradiciones orientales y las occidentales.

De hecho, podemos preguntarnos si esos factores —psicológicos, políticos y culturales—, que tanto contribuyeron a enfrentar las dos partes de la cristiandad, habrían conducido a la ruptura si no hubieran estado exacerbados y reforzados por las diferencias doctrinales. Las dos Iglesias se opusieron y se separaron, en último término, por dos cuestiones: la concerniente a la teología trinitaria y la relativa al gobierno de la Iglesia. El Filioque y la pretensión del papa de ser el juez supremo de todo dogma de fe y de ejercer una jurisdicción directa y universal sobre toda la Iglesia cristiana continuaban siendo inaceptables para la Iglesia ortodoxa.

El hecho de que en el Concilio de Lyon y en el de Ferrara-Florencia estas dos doctrinas latinas fuesen aceptadas por el emperador y algunos eclesiásticos bizantinos no hace más que subrayar esta verdad.

Tentativa de reunificación. El Concilio de Lyon (1274)

Desde el punto de vista bizantino, la unión de Lyon se debió únicamente a que el emperador Miguel VIII quería, valiéndose de los buenos oficios del papa, ejercer presión sobre Carlos de Anjou, rey de Nápoles y Sicilia, y obligarle a que renunciase a su plan de luchar contra Bizancio, proyecto que amenazaba restablecer el Imperio latino de Constantinopla. Es muy probable que, firmando el acta de unión, el emperador salvase a su país de esta amenaza mortal. Miguel VIII no trató de ocultar a sus súbditos que obedecía a consideraciones políticas. Pagó un precio muy elevado por su triunfo diplomático. La Iglesia bizantina se negó a aceptar el Filioque y la doctrina del primado pontificio. Esto condujo a una violenta agitación social, agravada por la persecución de que fueron objeto sobre todo los monjes. La Unión de Lyon —cuyos resultados muestran que los emperadores de la baja Edad Media fueron incapaces de imponer soluciones doctrinales a la Iglesia bizantina— duró poco. La rompió el papa Martín IV cuando decidió apoyar a Carlos de Anjou contra Miguel VIII (1281). En 1282, las Vísperas sicilianas reavivaron la amenaza de un ataque de los angevinos contra Bizancio. Miguel VIII murió ese año excomulgado por la Iglesia romana y por la bizantina.

En el siglo XIV se hicieron otros intentos para abolir el cisma. Un grupo relativamente restringido de intelectuales bizantinos estaba sinceramente interesado por la idea de la reunificación con Roma. Entre ellos se hallaba el teólogo Demetrio Cydones (1324-1397), que tradujo al griego la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino. Pero la gran mayoría del clero y del pueblo bizantino seguía oponiéndose con firmeza a una unión que hubiera implicado el reconocimiento de las pretensiones pontificias y la aceptación del Filioque. Varios emperadores trataron aún de negociar una unión eclesiástica a cambio de una ayuda militar del Occidente. Pero esto no consiguió nada, a pesar de la creciente amenaza que representaban para el Imperio los turcos otomanos, los cuales emprendieron la conquista de los Balcanes a mediados del siglo XIV. La tentativa más sincera de reconciliación fue la que hizo el emperador Juan V durante un viaje a Roma en 1369; pero su conversión personal a la fe latina no influyó nada en sus súbditos ni aportó ninguna ventaja al Imperio.

El Concilio de Florencia (1430)

En el Concilio de Florencia fue donde se manifestaron los últimos y mayores esfuerzos para reducir las diferencias entre las Iglesias romana y bizantina. Este concilio se reunió en Ferrara en enero de 1438, se trasladó a Florencia al año siguiente y acabó con la proclamación de la Unión el 6 de julio de 1439. Asistió a él una importante delegación griega, dirigida por el emperador Juan VIII Paleólogo y el patriarca de Constantinopla. Los griegos tuvieron que negociar desde una postura desventajosa. Necesitaban obtener la ayuda militar de Occidente sobre la amenaza creciente de los turcos a Constantinopla; no tenían bastante dinero para mantener por más tiempo su delegación. El papa Eugenio IV, con sus consejeros teólogos, a cuya cabeza estaba un hombre competente, el cardenal Cesarini, exigió la aceptación sin reservas de la postura romana en todas las cuestiones controvertidas. Sin embargo, las discusiones doctrinales —sobre todo las del Filioque, que era el problema principal— fueron vivas y prolongadas. A excepción de Marco-Eugenio, metropolita de Efeso, los principales teólogos bizantinos y sobre todo Besarión, metropolita de Nicea, e Isidoro, metropolita de Kiev y de todas las Rusias, se mostraron sinceramente deseosos de restaurar la unidad de la Iglesia cristiana. A fin de cuentas, todos los griegos presentes en el concilio —excepto Marco-Eugenio, que se mostró más vigoroso que constructivo en su defensa de las posiciones doctrinales bizantinas— firmaron el acta de unión. Así aceptaban formalmente, en nombre de la Iglesia de Oriente, la doctrina romana del Filoque y de la supremacía pontificia (aunque la fórmula que definía el poder del papa en la Iglesia fue redactada con gran ambigüedad para no herir la susceptibilidad de los griegos) y sobre el purgatorio. Sin embargo, se autorizó a los griegos conti­nuar usando para la eucaristía el pan con levadura.

La Unión de Florencia resultó para la causa de la unidad cristiana tan defectuosa y poco duradera como la Unión de Lyon. En las Iglesias ortodoxas no bizantinas —los patriarcados de Alejandría, Antioquia, Jerusalén, Rusia, Rumania y Servia— fue rechazada casi inmediatamente. Pero en Bizancio, la esperanza de obtener de Occidente una ayuda militar efectiva duró bastante tiempo. Una minoría reclutada entre el clero, los intelectuales y el pueblo continuó sosteniendo la Unión como lo hicieron los dos últimos emperadores, Juan VIII y Constantino XI. Pero la autoridad imperial fue una vez más incapaz de imponer su voluntad a la Iglesia. Muchos bizantinos consideraban que sus autoridades habían trocado la pureza de la fe ortodoxa por ventajas políticas dudosas. Vueltos a su país, se retractaron algunos de los prelados que habían firmado el decreto de unión. Hubo que esperar al 12 de diciembre de 1452 para que la Unión se proclamase oficialmente en la iglesia de Santa Sofía. A los cinco meses, Constantinopla cayó en manos de los ejércitos de Mahomet II. La Unión de Florencia pereció con el Imperio de Bizancio.

Grupos y partidos en la Iglesia bizantina

A los ojos del historiador de la Iglesia, el Concilio de Florencia es importante no sólo porque representó el esfuerzo más decidido para salvar el abismo entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Al radicalizar y polarizar los diferentes puntos de vista que existían en la sociedad bizantina sobre la reunificación, el concilio señaló también una etapa importante en la historia interna de la cristiandad oriental. Durante los dos siglos precedentes, en el mundo griego ortodoxo se habían dado cuatro posturas bien diferenciadas. En un extremo estaban los oportunistas, para quienes el problema de la reunificación era esencialmente político y la salvación del Imperio, con la ayuda militar del Occidente, compensaba algunas concesiones teológicas. En el otro extremo estaban los tradicionalistas poco ilustrados, que se limitaban a denunciar continuamente la «herejía latina». Los otros dos grupos, formados sobre todo por intelectuales notables, tenían una visión menos apasionada y más constructiva. Los primeros, llamados por sus compatriotas latinofronoi, formaban lo que podría denominarse el partido «unionista». Su visión de las cuestiones doctrinales estaba marcada por la tradición ultraconservadora que caracterizó a la teología bizantina desde la derrota del iconoclasmo hasta mediados del siglo XIV. Esta tradición aliaba el temor a las nuevas formulaciones doctrinales con el uso mecánico de los textos patrísticos y de los argumentos teológicos estereotipa dos. Estaban persuadidos de que la unión con Roma era esencial para la salva ción del Imperio bizantino, cuya misión suprema era, según ellos, preservar la tradición griega clásica. Conviene advertir que esta tradición se había cultivado cuidadosamente en Bizancio, sobre todo a partir del siglo IX, aunque la Iglesia condenaba periódicamente a los que manifestaban un entusiasmo exagerado por los antiguos filósofos griegos. El empleo de una teología «oficial» y la tendencia a identificar la causa sagrada del helenismo con el destino histórico del pueblo bizantino caracterizaron a los jefes del partido unionista griego presentes en Bizancio, sobre todo a Besarión de Nicea. Gracias a su teología formalista, los unionistas pudieron admitir con total sinceridad la concordancia de pura forma entre las doctrinas latina y griega que expresaba el acta de unión. Dada su veneración por el helenismo, cuya causa tanto defendieron en Italia, pusieron su deseo de unión por encima de los oportunismos nacionalista y político.

San Gregorio Palamas y la tradición hesicasta

El otro grupo comprendía a teólogos, eruditos, eclesiásticos y maestros espirituales que trataban de conformarse sincerametne con el pensamiento y la experiencia de los Padres de la Iglesia y de reinterpretar su enseñanza con creatividad. La reunificación con Roma no era su problema más grave. Pero al redescubrir y actualizar de manera auténtica la tradición patrística pareció que, después de siglos de controversia estéril, abrían el camino para un diálogo en profundidad. Su fundamento espiritual común era la tradición de los hesicastas.

SAN GREGORIO PALAMAS

La teoría y la práctica de la oración contempaltiva, cuyo objetivo es llegar al estado de quietud y de silencio interior que acompaña a la victoria del hombre sobre sus propias pasiones, están arraigadas en las tradiciones más antiguas del monacato cristiano oriental. Progresivamente, la «oración del corazón» se asoció con la repetición frecuente de la «oración de Jesús» («Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí»). A partir del siglo xii lo más tarde, la recitación de esta súplica estuvo acompañada de ciertos ejercicios corporales (como la regulación de la respiración), destinados a procurar la concentración espiritual. En el siglo XIV, el método hesicasta se difundió ampliamente en el mundo bizantino. Se asistió a una renovación importante del monacato eremítico y cenobítico en toda Europa oriental. El gran maestro del método fue entonces san Gregorio el Sinaíta (f. 1346), que combinó la enseñanza espiritual de san Juan Clímaco (f. 670-680) con las tradiciones contemplativas del monte Athos. El hesicasmo debe a san Gregorio de Palamas (1296-1359) su fundamentación dogmática y su incorporación duradera a la teología de la Iglesia ortodoxa. La doctrina de Gregorio, arzobispo de Tesalónica, fue aprobada por dos concilios reunidos en Constantinopla en 1341 y 1351. Las bases sacramentales de la espiritualidad de Palamas procedían de escritos más antiguos, especialmente los de Simeón el Teólogo Nuevo (949-1022), el gran místico bizantino. La teología de Palamas, que insiste en la encarnación y en la doctrina bíblica del hombre capaz de ser «deificado» por la gracia, parecía estar fundada en la tradición patrística. Palamas tomó de Basilio y de Máximo el Confesor los elementos de la distinción —a la que dio por primera vez precisión dogmática y una forma teológica muy desarrollada— entre la esencia y las «energías» de Dios. Según esta distinción —que se deduce de la necesidad de conciliar la creencia en que Dios es incognoscible por naturaleza con la doctrina que afirma que, por medio de la gracia, los hombres pueden ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4)—, Dios es totalmente inaccesible en su esencia, pero se revela y comunica por medio de sus «energías» u «operaciones». Estas energías no existen fuera de Dios. Son Dios mismo actuando y manifestándose en el mundo creado. La relación misteriosa entre la esencia y las energías de Dios —relación que es a la vez identidad y distinción— salvaguarda la trascendencia total de Dios y fundamenta la realidad de la experiencia mística (y de la unión) que el hombre tiene de Dios gracias a las energías divinas.

La distinción entre la esencia de Dios y sus energías influyó notablemente en la doctrina ortodoxa de la Trinidad. En efecto, si, según la esencia de Dios, el Espíritu Santo procede sólo del Padre, el Espíritu en cuanto energía divina «se derrama a partir del Padre por el Hijo y, si se quiere, del Hijo». Así, la doctrina de Palamas sobre las energías increadas de Dios abría la posibilidad —ya entrevista por Gregorio de Chipre, patriarca de Constantinopla (1283-1289)— de un acercamiento fructuoso, si no de un acuerdo completo, entre la doctrina latina del Filioque y la teología oriental de la Trinidad. Probablemente fue una desgracia que la enseñanza de Gregorio Palamas no se discutiera con más profundidad en el Concilio de Florencia. Pero el historiador debe recordar también que durante el último siglo de la historia bizantina, cuando el Imperio agonizaba políticamente, la Iglesia bizantina fue capaz de desarrollar una teología a la vez tradicional y adaptada de manera creadora a las necesidades de la época, teología que hubiese podido salvar el abismo entre las dos mitades de la cristiandad. Durante los siglos oscuros que iban a vivir en lo sucesivo, los cristianos griegos, lo mismo que sus hermanos en la fe de la Europa oriental, encontraron en esa teología la doctrina de las energías de Dios y de la luz increada, capaz de convertir al hombre en partícipe de la naturaleza divina y de transformar el mundo.

 

CAPITULO XXVI

LA IGLESIA Y LA CORONA. TESIS Y ANTITESIS