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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO SÉPTIMO

LA NUEVA VITALIDAD DE LA IGLESIA MISION UNIVERSAL, CONVERSIONES

Y CONFIGURACION BARROCA DEL MUNDO

 

 

V

LA IGLESIA Y LAS CIENCIAS NATURALES

 

Entre las ciencias profanas las ciencias naturales quedaron desatendidas. Los métodos del experimento y de la investigación inductiva, la tendencia a adquirir los conocimientos por vía de observación eran realmente extraños de raíz al espíritu de renovación católica, que volvía su mirada a la riqueza de la tradición, al canon de los antiguos. Si ahora se exponían incluso teorías que revolucionaban radicalmente la sabiduría de los antiguos, ¿no había que temer con esto una revolución que, como la Reforma, podía significar un peligro mortal para la Iglesia? A esto se añadió, en muchos religiosos competentes, una fuerte vinculación a las ideas de la física aristotélica, presupuesta o aceptada por santo Tomás, que presentaba toda innovación como un ataque a todo el sistema tomista. Sólo así se puede explicar que la dirección de las ciencias naturales y de la medicina, emparentada con aquéllas, emigrase de Italia, y que estas ciencias cayeran en manos de quienes conscientemente querían ignorar las doctrinas de la Iglesia y con las que después se intentó incluso destruir la misma fe.

 

Esto es una tragedia tanto más dolorosa en la historia de la Iglesia cuanto que los creadores de esta nueva imagen del mundo, los pioneros del progreso en los conocimientos de la naturaleza, eran hombres creyentes que querían permanecer fieles a la Iglesia. Cuando en 1543, en el año de su muerte, el septuagenario canónigo de Frauenburgo en Ermlandia, entonces polaca, Nicolás Copérnico, dedicaba a Pablo III su obra De revolutionibus orbium coelestium, creía que su trabajo, en manos del papa, sería útil para lograr un acuerdo entre la fe y la ciencia. El sistema heliocéntrico que exponía no lo consideraba como un sistema, sino como una ordenación de Dios. El papa aceptó gustoso la dedicatoria. Por aquel entonces Roma no estaba tan comprometida con la palabra de la Biblia como los reformadores, que rechazaban la doctrina de Copérnico como contraria a la Sagrada Escritura. La Iglesia católica estaba demasiado absorta en la defensa y aclaración de sus dogmas fundamentales, de manera que se dio por satisfecha con mostrar su simpatía, sin compromiso alguno. A fin de cuentas la obra, incluso con el prólogo alterado del luterano Osiander, pretendía exponer nuevas y maravillosas hipótesis, en modo alguno demostradas.

 

La mala suerte quiso que la doctrina de Copérnico fuera defendida por hombres que no pisaban el terreno de la fe católica. El ex dominico Giordano Bruno, que interpretaba el cristianismo panteísticamente, negando la encarnación de Cristo, había introducido también la teoría copernicana en su sistema de un universo infinito e inmóvil. El apóstata, que durante muchos años llevó una inquieta vida errante por toda Europa, fue quemado en Roma en 1600, después de un largo proceso de la Inquisición. En 1609 el astrónomo Juan Kepler publicó su Astronomía Nova, en la que demostraba de una forma clara con sus nuevas leyes, deducidas de la observación, las ideas de Copérnico. Pero Kepler, que hasta su muerte (1630) quiso pertenecer a una Iglesia universal, católica, era protestante y fue muy atacado e incluso excluido de la cena por sus hermanos de fe luterana, a cuya coacción religiosa no quiso someterse.

 

La cuestión de si el sistema de Copérnico quedaba confirmado en realidad por las leyes keplerianas de las órbitas de los planetas, preocupó también a los espíritus de Italia. El pisano Galileo Galilei (1564-1642), que ya había encontrado las leyes del péndulo y de la caída de los cuerpos, y que con un telescopio construido por él mismo había descubierto los satélites de Júpiter y el anillo de Saturno, se inclinó totalmente, siendo astrónomo de la corte de Florencia, por el sistema de Copérnico. Galileo fue cubierto de honores, y ello también en la ciudad eterna. Había allí un ambiente muy favorable a las ciencias. Desde 1602 existía la Academia de Ciencias Naturales «dei Lincei». El célebre matemático Clavio, que se había hecho famoso por la reforma del calendario, enseñaba en el colegio romano de los jesuítas. Todo el mundo sabía cuánto había contribuido esta reforma al prestigio del papa; y cualquiera que leyera las cartas que el P. Ricci escribía desde Pekín podía saber también qué importancia podían tener las ciencias naturales para las misiones. Así, pues, los jesuítas honraron al afortunado investigador, y Pablo V lo recibió en audiencia particular. Pero Galileo encontró igualmente enemigos, que se apoyaban en las Sagradas Escrituras. Galileo expuso epistolarmente su idea de que no puede darse contradicción alguna entre las ciencias naturales y la revelación. Ninguna expresión de la Biblia podía ser, pues, opuesta al resultado claro de las ciencias. La Escritura sólo tenía autoridad en materias de fe, y su modo de expresarse no era científico, sino popular. Esto lo defendió con una obstinada acometividad, que irritó a sus enemigos. El barroco no fue un siglo de teólogos laicos. Le fue tomado a mal a Galileo que se atreviera a escribir sobre la interpretación de la Sagrada Escritura. Tras las acusaciones del dominico Caccini —también escribió contra Galileo Ingoli, que luego sería secretario de la Propaganda— las autoridades romanas se ocuparon del problema. Como Galileo no quiso renunciar voluntariamente a sus opiniones, la Congregación del Índice afirmó en 1616 que contradecían a la Sagrada Escritura las dos proposiciones de que el sol es el centro del mundo y de que la tierra se mueve alrededor del sol. El cardenal Belarmino comunicó el fallo al sabio. Galileo bubo de prometer que no defendería más estas teorías. En relación con esto fue incluida también en el Índice la obra de Copérnico, mientras no fuera mejorada en el sentido de que las nuevas teorías sólo podían ser expuestas como hipótesis. Cuando en 1632, en tiempos de Urbano VIII, de cuyo favor Galileo estaba seguro, se atrevió a tratar el sistema heliocéntrico como una realidad evidente en su Diálogo sobre los dos grandes sistemas universales, la Inquisición lo citó a Roma en 1633. Las evasivas de Galileo llevaron a amenazarle con tormentos para obligarle a tomar una postura clara. Entonces Galileo abjuró de las teorías de Copérnico, declarándolas erróneas y contrarias a la Escritura.

 

Aun cuando se piense que el segundo proceso fue causado por la vanidad y la insinceridad de Galileo, hay que lamentar profundamente la primera condenación de 1616 como una decisión equivocada, como un fallo catastrófico si miramos las consecuencias que tuvo. No fue funesta la prohibición verbal comunicada al sabio, sino el incluir en el Índice las obras de Copérnico y las de sus defensores, que hasta ahora habían sido citados con todos los honores en todos los sitios, incluso en las universidades de Graz y Salamanca. Todo ello tenía que producir la impresión de que la Iglesia católica no quería saber nada de las investigaciones científicas, de que en el fondo miraba con total desconfianza los resultados de éstas, de que se oponía, pues, al progreso. El conflicto totalmente innecesario entre las ciencias naturales, que se iban imponiendo con los nuevos métodos y técnicas, y la Iglesia, dejó en manos extrañas las cuestiones más importantes y produjo tensiones, incomprensiones y rivalidades. Estas se agudizaron más aún, pues la Iglesia no sacó del Índice a Copérnico hasta el año 1757, setenta años después de que el inglés Newton eliminara con su obra capital las últimas dudas sobre la validez de las leyes de Kepler y del sistema de Copérnico. La injusticia cometida con Galileo no fue subsanada hasta 1822.

 

Los intentos afortunados de algunos investigadores católicos, especialmente de la Compañía de Jesús —el descubrimiento de las manchas solares por el jesuíta de Ingolstadt, Schreiner; el diseño de un mapa de la luna o la descripción del espectro solar por otro jesuíta, Grimaldi, para no mencionar los experimentos y observaciones de otros jesuítas— no cambiaron en nada esta funesta extralimitación. Las academias italianas se disolvieron bajo la impresión del caso de Galileo, y las nuevas sociedades científicas se constituyeron en París y Londres, lejos de Roma —lejos no sólo en sentido material.

 

 

El lento extrañamiento entre la fe y las ciencias naturales causó también perjuicios al sistema de enseñanza de la Iglesia, desarrollado de modo tan pujante después .del Concilio de Trento. El alto nivel alcanzado por el movimiento pedagógico de los jesuítas había quedado rebasado en su mayor parte después de la Guerra de los Treinta Años. Ciertas tensiones internas entre las opiniones más moderadas y las más rigurosas de la teología moral paralizaron el impulso de la Compañía. Los estudios en los colegios sufrieron un retroceso. El ideal de la formación de san Ignacio, que tenía todavía un fuerte sello humanista, perdió su carácter obligatorio. Los nuevos conocimientos no se ponían ya en relación con los grandes problemas fundamentales. Se introdujeron nuevas materias, como lo exigía el tiempo, incluso la arquitectura castrense, y se buscó aumentar los conocimientos, con daño de la formación auténtica. La marcha en el vacío de muchos colegios del siglo XVIII, la apatía de la voluntad para dar educación religiosa y moral en los grandes colegios parisinos, por ejemplo, comenzó ya en el siglo XVII, sobre todo porque no se podía discutir positivamente con el nuevo sistema filosófico del cartesianismo y la gente se conformó con prohibir que se explicaran en los colegios ciertas tesis de éste. El solo pensar en las cosas sobrenaturales no ofrecía medios prácticos saludables frente a los peligros a que el espíritu del tiempo exponía el ideal de formación.

 

EL TEATRO JESUITICO. BALDE Y CALDERON

 

Por lo demás la crisis no se manifestó en todas partes en la misma medida. Especialmente en el territorio alemán, donde el jansenismo apenas había penetrado y la crítica pascaliana contra los jesuítas era aceptada sólo por unos pocos intelectuales, el sistema educativo de la Compañía estaba aún externamente en todo su esplendor. Así fue, si partimos del alto nivel del teatro escolar jesuítico hacia mediados del siglo XVII, que, a través de los festivales imperiales de Viena, desembocó casi sin interrupción en la ópera. Una evolución semejante vemos en los Países Bajos. Los Padres vieron que lo que en principio sólo debía servir para entretenimiento de los alumnos, podía ser un medio de educación religiosa, y en este sentido lo desarrollaron. Siguiendo el modelo del teatro escolar que se hacía en las escuelas de poetas humanistas, e influenciados por el ejemplo protestante, los jesuítas comenzaron casi insensiblemente sus representaciones, de las que ya se hablaba en su Ratio studiorum. En principio aceptaron los repertorios de otros: moralidades, temas expurgados de las comedias de Plauto y Terencio y piezas populares de la Biblia. Luego se escribieron obras originales y, en lo posible, se satisfizo con ellas el gusto de la época. Pareció llegarse a la cumbre del espectáculo popular cuando, con motivo de la bendición de la iglesia de San Miguel, en Munich (1597), se representó el Triumphus divi Michaelis Archangeli, obra en la que, después de numerosas escenas vivas, al final caían precipitados en el infierno no menos de trescientos ángeles. Ya se había comenzado a dar un contenido más profundo al drama, que debía mostrar de todas las formas posibles la gran unidad de este mundo con el otro en la lucha del bien contra el mal. En esta época de las disputas sobre la gracia se pone de manifiesto la oscilación del hombre entre Dios y Satanás. De Italia llegó al norte de Europa no sólo la novela pastoril, sino también la gran tragedia. Los santos y los grandes héroes del cristianismo, y aún más el proceso de la conversión, eran llevados a la escena en numerosas obras representadas ante príncipes y cortesanos, ciudadanos y alumnos. Conmovedor y emocionante resultó el Cenodoxus (el Doctor de París) del suabo Jacobo Biedermann, que fue estrenado en Augsburgo en 1602, y luego llegó hasta París e Ypres. El teatro se transformó aquí en sermón, en el que los actores señalaban, por así decirlo, con las manos al espectador, cuya suerte eterna se estaba representando en las tablas. Cuán grande fuera la repercusión de estas representaciones lo confirma el hecho de que, en el año 1650, sólo en territorio alemán se representaron dramas jesuíticos en veinticuatro localidades diferentes. La mística transfiguración de lo ascético era mostrada en numerosas comedias de santos. Ningún tema fue tratado con más frecuencia que el de la muerte de los mártires japoneses. En la segunda mitad del siglo lo fue no menos de veintiocho veces. Las representaciones no se limitaron solamente a obras escritas por jesuítas alemanes. La gran extensión de la Orden permitió un amplio intercambio. Ya en 1578 el provincial de la Orden, Hoffáus, en carta dirigida al General, le pedía que hiciera escribir o copiar en Roma buenas comedias. Jesuítas franceses, italianos y de los Países Bajos remitían sus obras más allá de los Alpes y el Rin, mientras en el Colegio Inglés de Roma, en 1650, el jesuíta José Simeón (muerto en 1671), converso y asesor en la conversión del rey Jacobo II, ponía en escena sus dramas, en los que se ilustraba, a través de figuras heroicas, la fidelidad a Dios, al rey y a la conciencia. Tras su exhibición en los colegios de la Compañía y en los salones de actos de las Congregaciones Marianas, el drama jesuítico pasó a las escuelas de otras Ordenes, incluso a las de los benedictinos, por ejemplo a sus recién fundadas universidades de Salzburgo y Einsiedeln. Por doquier se ponía en escena, en numerosas variaciones, la vencedora piedad, la Pietas Victrix, hasta que a fines de siglo el Estado y la alta política prevalecieron sobre el destino del individuo, y la elegancia se impuso a la alternativa inexorable de cielo o infierno.

 

La lengua latina, interrumpida sólo en los entreactos por el empleo ocasional de la lengua vernácula, dio siempre una nota aristocrática al drama jesuítico. Este estaba destinado a una clase social muy culta. Lo mismo se puede decir de las magníficas odas latinas que escribiera el alsaciano Jacobo Balde, que encarnó maravillosamente el tipo del hombre barroco. Aun cuando, siendo joven estudiante de derecho en Ingolstadt, estrelló a media noche su laúd contra la esquina de la casa de su amada gritando: Cantatum satis, frangiton barbiton, para entrar al día siguiente en la Compañía de Jesús, la musa del canto no le abandonaría jamás en toda su vida. Algunos jesuítas se dieron cuenta de las limitaciones de la poesía latina. Bidermann coleccionó canciones populares alemanas y las publicó bajo el título de Campanitas del cielo. Su contemporáneo, el noble Federico de Spee (muerto en 1635), cultivó, con su lírica impregnada de inflamados sentimientos, un cristianismo íntimo, al que dio expresión popular en alemán en El terco ruiseñor. Sin embargo, estos casos fueron excepciones.

 

Muy distinto era lo que ocurría en las naciones de origen latino, aunque tengamos que prescindir aquí del alumno de los jesuítas Pedro Corneille (muerto en 1684). El español Calderón de la Barca (1600-1681) se mostró como magnífico poeta barroco en la lengua de su pueblo. En sus años de estudio había conocido en Madrid el drama jesuítico, antes de que, a los cincuenta y un años, se ordenara sacerdote, tras haber servido en las armas y en las Ordenes de caballería. En los años que precedieron y siguieron a su sacerdocio, superando genialmente a cuantos le habían servido de modelo, escribió una enorme cantidad de Comedias para la escena profana, y además muchísimos Autos Sacramentales. Precisamente éstos, que se representaban todos en la octava del Corpus, situaban en el centro de la representación, que sólo era interrumpida por entreactos populares, la explicación y veneración del misterio de la eucaristía, la glorificación y el triunfo del sacramento del altar, todo según la doctrina del Concilio de Trento. Como en Bidermann, también aquí el espectador escuchaba en forma de drama una predicación emotiva que no forzaba la decisión, pero arrancaba el asentimiento al gran homenaje de la Iglesia al triunfo de la divina Majestad y Amor. Todo el mundo intervenía en estas obras. La gracia y el pecado, la voluntad y el espíritu, todo estaba allí personificado. El cielo y la tierra, desde la creación del mundo hasta el momento histórico que se vivía, constituían la materia de tales autos. La teología y la experiencia mística se hacían visibles; la Biblia y la liturgia eran aprovechadas de forma magistral. Quien contemplaba estas representaciones vivía algo del orgulloso «pathos» de un cristianismo victorioso hecho convicción íntima.

 

LA PIEDAD Y LA PREDICACION BARROCAS

 

La piedad eucarística, informada fuertemente por la reforma tridentina, es una de las manifestaciones más características de la religiosidad barroca. Después de haber eliminado el concilio muchos abusos medievales de la misa, de haberse suprimido el cáliz de los laicos, así como la comunión del Viernes Santo, por el peligro de malentendidos protestantes, y de haberse hecho apenas uso de los privilegios locales del cáliz de los laicos, la fe en la presencia real de Jesucristo en el sacramento del altar recibió un impulso extraordinario. Por esto el Santísimo se trasladó ahora desde la gótica capillita del sacramento, situada en la pared lateral del coro, al centro de la Iglesia, al altar, donde se le levantó un gran tabernáculo, a cuyos lados se veían ángeles arrodillados en actitud orante. El altar se enriqueció con un «trono» para la exposición del Sacramento y a veces se adornó con preciosos baldaquinos. Se hizo ahora general el empleo de una magnífica custodia. En la custodia solar barroca frecuentemente se cernía por encima de la santa hostia la corona real. Fernando II, representante peculiar de la Pietas austríaca eucharistica, ordenaba en 1622 que la corte vienesa participase en las procesiones anuales en honor del Santísimo Sacramento. Pajes vestidos como en la corte real, con un ropaje vistosísimo y con la espada al cinto, acompañaban al Santísimo durante las procesiones en las naciones latinas. La del Corpus Christi se convirtió en un gran cortejo de homenaje, donde además se rendían honores militares. Promovida por los jesuítas, la exposición durante la santa misa se extendió ampliamente más allá del territorio alemán. Es al rey eucarístico a quien se le rinde homenaje con guardia de honor y callada adoración, con todo el ceremonial que se empleaba en las cortes del mundo. Su recepción en la comunión es preparada con gran meticulosidad. Así, las personas no se acercan ya al altar para recibirlo de pie, sino de rodillas en el comulgatorio. Incluso la primera comunión de los niños, que hace su aparición a fines del barroco, procedente de Italia, era preparada con un arrepentimiento público y un acto de conciliación general, como encuentro del pecador con lo santo, introduciéndose el vestido angélico para acercarse a recibir el pan de los ángeles.

 

Pero el pueblo veía en el sacramento algo más que al Rey de reyes. Sabía también de la presencia del Dios hecho hombre, con el que se habían cometido tantas ingratitudes a causa de la apostasía. La comunión misma, que el Concilio de Trento había recomendado a los fieles que asistían a la santa misa, aumentó muy lentamente con respecto a lo conseguido en los últimos tiempos de la Edad Media. Celosos misioneros populares, y especialmente los jesuítas, exigían más aún que las prescripciones de la Iglesia del siglo XVII, las cuales recomendaban como días de comunión, además de las Navidades, Pascuas y Pentecostés, las festividades principales de la Virgen María. La serie de domingos dedicados a san Ignacio y a san Luis Gonzaga fueron celebrados en los colegios de la Compañía de Jesús como días de comunión de las Congregaciones. Con frecuencia los congregantes marianos se acercaban a la sagrada mesa cada catorce días. Una elevada cifra de comuniones aparece en las misiones populares de comienzos del XVIII y en las peregrinaciones y romerías a los santuarios. En los comienzos del jansenismo se hizo patente que la práctica de la comunión frecuente, que también había sido recomendada por Abrahán de Santa Clara, tenía más enemigos cuanto más absolutista era el ambiente. Las hermandades de la Edad Media cobraron nueva vida. Hombres pertenecientes al estado seglar se asociaron en Roma para adorar devotamente a la eucaristía. En 1539 Pablo III concedió a esta asociación el rango de hermandad religiosa, que se propagó rápidamente por todo el mundo con el nombre de Hermandad del Corpus Christi. En 1592 Clemente VIII introdujo en todas las iglesias de Roma la devoción de las Cuarenta Horas, para conmemorar el tiempo que el Señor pasó en el sepulcro. Después de la Guerra de los Treinta Años, el elector de Baviera y el arzobispo de Maguncia instituyeron en sus tierras la Alianza de la Adoración Perpetua. La Compañía del Santo Sacramento de París fue el lugar donde se desarrolló una acción católica, que quería permanecer oculta. Numerosas devociones populares surgieron de la creencia eucarística de que aquí el Señor se ponía en contacto real y verdaderamente, con toda la plenitud de sus gracias, con el mundo y con las almas.

Característico de esta piedad popular de la época era la acentuación fuertemente individualista de lo sentimental, apenas sujeta a norma alguna. Los afectos predominaban en la oración. El capuchino Martín de Cochem, uno de los más fecundos escritores de aquel tiempo, inculcaba precisamente una «oración que llegase al corazón». Sobrepasando la norma y la actitud objetivas de la liturgia, se llegó a una devoción a la Pasión muy extendida, que algunas veces pudo rebasar los límites de lo permisible. Surgieron nuevas devociones que tenían su origen en el mismo pueblo: la de las siete caídas, la de las llagas del costado y lengua del Señor. La franciscana española María de Agreda, en su libro Mística ciudad de Dios (1670), propagó los pensamientos e ideas de la Baja Edad Media acerca de sufrimientos de Cristo que no se mencionan en el Evangelio, y luego Martín de Cochem introdujo en Alemania estos desconocidos sufrimientos, con su obra La grandiosa vida de Cristo (1680). Las procesiones del Viernes Santo de la Edad Media, con sus nazarenos y disciplinantes, alcanzaron un nuevo apogeo. Los misterios de la pasión adquirieron nuevo esplendor, frecuentemente en conexión con la fundación de cofradías en honor del amargo sufrimiento o de las cinco llagas del Señor, o también para dar cumplimiento a votos ofrecidos en ocasión de alguna peste o catástrofe, cual fue el caso de Oberammergau, en la Alta Baviera.

 

Junto al dolorido Señor aparece en las oraciones y prácticas piadosas del pueblo cristiano su Madre. El alma del pueblo católico la defendió con gran ardor y ánimo combativo contra los ataques de los innovadores. El Santo Rosario se convirtió en el signo de lo católico; la jaculatoria del Ave María se propagó por el pueblo con una rapidez sorprendente. En las banderas de la Liga Católica de la Guerra de los Treinta Años apareció la Inmaculada. El emperador le levantó en Viena la gran columna que le había prometido ante el ataque sueco. Este obelisco se convirtió en modelo para otras numerosas columnas sobre las que se entronizó a la Vencedora de todas las batallas de Dios. Fernando III la llamó «la Estratega»; Maximiliano de Baviera la declaró Patrona de Baviera y ordenó una permanente guardia de honor ante su imagen, en su corte de Munich. Respondiendo a una costumbre del tiempo, Maximiliano y Fernando II se consagraron a María, firmando tal consagración con su propia sangre. Surge en Italia al final de este período la devoción del mes de mayo. Numerosas cofradías alaban a la Auxiliadora de los cristianos. Pero el punto cumbre de las fiestas mañanas era la Asunción de María a los cielos. El momento de su elevación triunfal, con un movimiento arrebatador, rodeada de coros angélicos, y el de su coronación como emperatriz de los cielos, adornada con la corona, a la que el obispo de Wurzburgo, Echter de Mespelbrunn, llamó su «castellana», fueron los motivos preferidos para cuantas imágenes de María produjera el arte barroco.

 

A la devoción de la Virgen se unió la de los santos, cuyas reliquias fueron coleccionadas con fervor por los monasterios y muy veneradas por el pueblo sencillo, a veces con exceso, a pesar de las advertencias de los predicadores. Los santos eran la corte del rey celestial, sus testigos en la tierra, que debían asistir también al Santo Sacrificio en las grandes naves de las iglesias barrocas, en las glorias de sus cúpulas. Los pomposos traslados de los santos de las catacumbas, el cúmulo de súplicas en solicitud de privilegios de indulgencias, la formación de procesiones en los centros de romerías, como la de Blutritt en Weingarten, en la Suabia Superior, todo esto pertenece ya más bien al siglo XVIII.

 

Los predicadores de la época utilizaron con más o menos moderación y gusto los medios de despertar los afectos, de excitar los ánimos, que se manifestaban también en el pietismo protestante de aquella misma época. Era aquel el tiempo del Oratorio de Navidad y de la Pasión según San Mateo de J. S. Bach, y de los Oratorios bíblicos de G. F. Handel, con su profunda vivencia religiosa y con su fuerza de elevación religiosa. El máximo predicador barroco en los países de habla alemana fue el eremita agustino Abrahán de Santa Clara (1644-1709), que en Viena y en Graz, en tiempos de las mayores miserias, de la peste y del peligro de los turcos, como «predicador imperial», incitaba al pueblo al trabajo, a una auténtica piedad y a una sincera penitencia, no sólo consolándolo, sino también haciéndole estremecerse. Bajo su púlpito se sentaba toda la sociedad barroca de la ciudad imperial, desde Leopoldo I, sus ministros, su corte y sus lacayos, hasta los ciudadanos, los aldeanos huidos, la gente sencilla del pueblo y las almas devotas. Los ejemplos y semejanzas humorísticas, que él sabía adornar con un extraño dominio de la lengua, con la gran riqueza de su fantasía creadora y con su arte de fabular, apenas conseguido nunca por otro, eran sólo los señuelos para atraer hacia las verdades eternas, que él presentaba con inalterable seriedad, sin hacer distingos de clases entre sus oyentes. Sus escritos Poma nota, Viena y Arriba, arriba, vosotros cristianos, son, según la frase de un conocido historiador de la literatura, «la gran obra artística en prosa del barroco por su fondo y forma». Como él, numerosos predicadores capuchinos empleaban el lenguaje del pueblo, señalaban caminos concretos y gráficos, recomendaban un cristianismo práctico, sin exigencias excesivas para la vida cotidiana, la profesión y la cruz diaria; conocían también las medicinas naturales para consolar un corazón destrozado, como una buena bebida, un paseo al aire libre, el juego de los bolos, la música, el canto o al menos el escucharlo. Un padre capuchino, Procopio de Templin (muerto en 1680), converso de la Marca de Brandeburgo, era quien pregonaba estos medios curativos de la melancolía. Fue típico de la predicación barroca el que los predicadores compusieran cantos espirituales —Procopio llegó a escribir unos 536— y el que se dieran casos como el de Lorenzo de Schnifis, antiguo actor en Innsbruck y Viena, y luego capuchino en Voralberg, quien compuso, con su Nurantischer Maienpfeil (1691), una serie de canciones, parte de las cuales fueron recogidas en el cancionero más popular de entonces, y otras son aún hoy cantadas por el sencillo pueblo católico. La forma de predicar en Italia era muy diferente a la usada en Alemania. Los sermones conceptuosos encerraban su tema en una imagen, que trataban de hacer resaltar con alusiones a la Biblia, a veces ingeniosas y artísticas, pero nada críticas. Muy distinta era la predicación cuaresmal y misionera, llena de vigor varonil, del jesuíta italiano P. Pablo Segneri (1624-1694). Fue una predicación de estilo grandioso, pero muy consciente de sus fines, que no buscaba ilusionismos de tipo barroco, sino una sincera conversión y mejora de costumbres. Segneri recorrió Italia veintisiete veces. Su ejemplo fue imitado por otros misioneros populares de la Compañía de Jesús, tanto en Suiza como en el sur de Alemania.