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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

 

CAPITULO QUINTO

 

EN EL ESPIRITU DEL CONCILIO DE TRENTO RENOVACION INTERIOR DE LA IGLESIA Y DEFENSA ACTIVA (CONTRARREFORMA )

 

 

El Concilio de Trento configuró el nuevo rostro de la Iglesia durante los próximos siglos. Y esto lo hizo no de manera automática, por así decirlo, sino porque las leyes y decretos conciliares constituyeron en realidad, desde aquel momento, la base de la labor práctica y de la vida diaria de la Iglesia. Frente a las oscilaciones de la idea de reforma en la Curia en los decenios que precedieron al concilio, el pontificado no sólo aprueba inmediatamente el programa entero de la asamblea conciliar, sino que también, con una extraña constancia, considera como su tarea más importante el que la Curia obedezca tales decretos e incluso los imponga al mundo exterior. De este modo, en el medio siglo siguiente la Curia se convirtió en objeto y en instrumento de la reforma. Mediante este esfuerzo tan sincero el pontificado reconquistó el prestigio que había ido perdiendo lentamente desde la Baja Edad Media. A esto se sumó la feliz circunstancia de que la Curia pudiera disponer en las diócesis, y no sólo en las Ordenes religiosas, de fuerzas auxiliares que se entregaban plenamente, y encontrase además en algunos prelados hombres que vivían de modo ejemplar el nuevo ideal del obispo y que reformaron sus diócesis conforme al nuevo espíritu.

 

PIO IV Y CARLOS BORROMEO

 

En los dos años que sobrevivió a la terminación del concilio Pío IV se esforzó, con un celo ejemplar, por llevar a la práctica sus decretos. Creó una comisión de cardenales encargada de llevar la dirección central y al mismo tiempo de resolver las dudas de interpretación, comisión que luego había de convertirse en la importante Congregación del Concilio, existente todavía hoy. Entre las tareas no terminadas que se confiaron a la Santa Sede, ésta se encargó en primer lugar de la reforma del Índice, la lista de los libros prohibidos. Suavizó el rígido Índice de Paulo IV, decidió excluir del mismo aquellas obras que hubieran subsanado sus errores y añadió a las listas reglas generales de enjuiciamiento. Estas medidas de Pío IV estuvieron en vigor durante más de tres siglos. A fin de asegurar la pureza de la fe, prescribió, de acuerdo con los deseos del concilio, que todos cuantos fueran a ejercer un cargo eclesiástico pronunciaran la Professio fidei tridentinae, utilizando a tal efecto una fórmula redactada por aquél.

 

El pontífice se ocupó enérgicamente de reformar la Curia. Fueron reorganizados los tribunales pontificios y la Cámara Apostólica. También fueron abolidos una serie de privilegios de diversa índole, que contradecían a algunos decretos del concilio, y, sobre todo, se redujo la corte pontificia, despidiéndose a más de cuatrocientos cortesanos inútiles. Se reguló de nuevo el culto en las iglesias titulares de los cardenales, se confió a los jesuítas la visita a las parroquias romanas, incluso se levantó un seminario tridentino para la ciudad de Roma, y el Colegio Romano fundado por Ignacio de Loyola fue favorecido por el papa con toda generosidad en sus difíciles comienzos. A esto se agregó el ejemplo personal del cardenal secretario de Estado.

 

Carlos Borromeo restringió su economía doméstica y se dedicó a predicar en su iglesia titular. Finalmente consiguió permiso de su tío para trasladarse a su diócesis de Milán, estableciendo allí su residencia, como prescribía el Concilio de Trento, y poder llevar así a la práctica las conclusiones conciliares. Durante diecinueve años, hasta su temprana muerte en 1584, dio ejemplo a sus catorce obispos sufragáneos del cumplimiento de todas las prescripciones conciliares sobre el cargo y las obligaciones del obispo. Igualmente inició la reforma, preocupándose de formar una nueva generación de sacerdotes. A este fin erigió en Milán los primeros seminarios tridentinos, entre ellos un Colegio Helvético, para Suiza, nación que se le había confiado como visitador de la misma. Celebró no menos de seis sínodos provinciales y once diocesanos, visitó e inspeccionó tres veces su propio obispado y muchas veces más las diócesis sufragáneas, recorriéndolas enteramente. Escaló los Alpes hasta llegar a las más elevadas aldeas, ascendiendo por sendas y vericuetos, apoyándose en bastones y valiéndose de escalas. Para la renovación de la vida religiosa de su diócesis se procuró, con la Congregación de Sacerdotes Seculares Oblatos, auxiliares valiosos, entregados completamente a su arzobispo; a ellos confió la dirección de los seminarios, las misiones de los pueblos y el cuidado de las parroquias más difíciles. No le faltaron tampoco contradicciones. Tuvo dificultades con el gobernador español a causa del tribunal eclesiástico de justicia y del derecho de asilo, e incluso fue víctima de un atentado por un miembro de la Orden de los Humillados, Orden venida a menos y que tuvo que ser disuelta por este crimen.

 

Grabada quedó para siempre su caridad heroica para con los apestados de Milán, en 1576, a los que durante diez meses visitó, consoló y proveyó de su peculio particular, de forma que en su sepultura pudo decirse que, de toda la riqueza de su casa, no tuvo más que lo que tiene un perro doméstico: pan, agua y una choza de paja.

 

Pío IV se vio obligado a transferir en gran parte el reconocimiento y la puesta en práctica de las decisiones conciliares fuera de los Estados Pontificios a sus inmediatos sucesores. Los decretos fueron ciertamente aceptados sin más por el emperador Fernando, los príncipes italianos, Saboya, Polonia y Portugal, así como Felipe II para España y los Países Bajos, pero éste con la cláusula: «sin perjuicio de los derechos reales». Ya en 1564 muchas Ordenes mendicantes, en sus capítulos generales, habían adaptado también sus constituciones a las prescripciones trideninas.

 

Francia, convulsionada por la guerra de los hugonotes, aceptó los decretos doctrinales del concilio, pero se negó a publicar las conclusiones de reforma por razones de Estado. Es verdad que fueron viendo la luz poco a poco, publicadas por algunos sínodos provinciales. Mas, a pesar de la presión de los nuncios, no obtuvieron vigencia jurídica hasta 1615, debido a la resistencia del Parlamento.

 

En Alemania, donde se vigiló al primer legado pontificio y se le robaron los documentos, fue Pedro Canisio quien difundió la edición oficial de los decretos. En el invierno de 1565 a 1566 visitó no menos de 29 ciudades, antes de presentarse en la Dieta de Augsburgo como asesor teológico del legado, por encargo del recién nombrado papa Pío V. En ella los Estados católicos, juntamente con el nuevo emperador Maximiliano II, acataron las decisiones del concilio que se referían al culto y a la fe. Pero no fue posible conseguir que el emperador, ganado interiormente por el protestantismo, que había pedido al papa el cáliz de los laicos y el matrimonio de los sacerdotes, y que además había permitido la Confesión de Augsburgo en sus Estados austríacos, aceptase los decretos conciliares referentes a la reforma.

 

LOS PAPAS REFORMADORES: PIO V

 

Con el papa dominico Pío V (1566-72), antiguo inquisidor general y «hermano zueco», como se le llamaba por la humildad de su vida, la herencia del concilio estaba en buenas manos. Bajo este papa, más aún que bajo sus antecesores, el pontificado se convirtió en el verdadero dirigente y sostenedor de la reforma católica, de la renovación de la vida eclesiástica y de la Contrarreforma (si se nos permite usar esta palabra surgida en Alemania, pero con frecuencia rechazada en las naciones latinas), de la valerosa reconquista por la Iglesia de los bastiones perdidos, de los países y reinos, para lograr lo cual no se desestimaron los medios políticos, e incluso militares, en unión con los príncipes católicos.

 

Pío V no quería saber nada, ciertamente, de guerra ni de soldados y no confiaba mucho en el arte de los diplomáticos. Buscaba sólo la salvación de las almas, y los medios para ello los veía en una vida santa y ejemplar y en un orden justo dentro de sus Estados Pontificios. La expresión de un embajador veneciano de que Pío V había transformado Roma en un convento era ciertamente exagerada, pero da una idea del cambio operado en la Ciudad Eterna, donde la profanación del domingo, la blasfemia, el adulterio y otros pecados semejantes eran sancionados draconianamente y la inmoralidad pública severamente corregida.

 

Para cumplir las tareas que el concilio había dejado expresamente al papa y al mismo tiempo por el empeño de acabar con la enorme complejidad, o mejor dicho, con el desorden de los asuntos litúrgicos en todo el mundo, el papa se esforzó por editar libros litúrgicos uniformes. Surge ya el centralismo de la Curia, que es el signo de la nueva era postridentina, frente a la Iglesia anterior a la Reforma. Primero apareció en 1566 el Catecismo Romano, que fue pensado como un manual para las actividades homiléticas y catequísticas de los párrocos. Escrito por un docto teólogo dominico en un latín clásico, se tradujo rápidamente, por orden del papa, a varias lenguas europeas. Dos años más tarde se editó el Breviario Romano, que dedicaba más espacio a las lecturas bíblicas que a las vidas de los santos e introducía en el santoral algunos Santos Padres griegos, pero que también tenía algunos fallos críticos, a pesar del esmero que en su redacción puso una comisión de teólogos eruditos.

 

En 1570 pudo ser publicado el Misal Romano. En los pontificados siguientes aparecieron también el nuevo Pontifical (1596), el Ceremonial de los obispos (1600), y finalmente, el Ritual romano (1614). Este último no pretendía ya sustituir a los libros diocesanos ya existentes. Por el contrario, en 1568 y en 1570 se decretó la prohibición de todos los misales y breviarios, a no ser que llevaran más de dos siglos de uso.

 

En Alemania, por el excesivo celo de obispos, nuncios y jesuítas se suprimieron muchas cosas buenas y antiguas del campo de la liturgia, al contrario de cuanto sucedía en Francia. Hacia 1600 se imprimían en aquélla los primeros textos romanos. A pesar de las mejoras de Urbano VIII y de las reformas de Pío X y de Juan XXIII, estos manuales han seguido siendo en lo esencial las formas básicas del culto y de la oración de la Iglesia, poderosos anillos de uniformidad e igualdad, que circundaban el Orbis catholicus.

 

Ya en tiempos de Pío V se iniciaron los trabajos preparatorios para establecer el texto de la Vulgata, comenzado por el concilio. Con la elección de cardenales dignos y activos el papa se aseguró en la Curia, incluso para después de su muerte, la continuidad del nuevo espíritu. Trató de eliminar la venalidad de las autoridades en la concesión de cargos y transformó por completo la penitenciaría, limitando su competencia a un campo puramente interno. El papa en persona se preocupó de visitar las basílicas patriarcales de Roma y estableció una comisión especial de cardenales para la reforma del clero romano.

 

El antiguo inquisidor general tomó a su cargo, con gran celo, la conservación y defensa de la pureza de la fe. La Inquisición, a cuyas sesiones asistía personalmente Pío V, debía eliminar, mediante severos castigos, los errores que secretamente se habían infiltrado en Italia. Entre las condenas a muerte impuestas por aquellos años, la más famosa fue la de Carnesecchi, antiguo secretario de Clemente VII. Este humanista florentino, que mantenía correspondencia con Ochino y Valdés, había sido citado varias veces por la Inquisición a partir de 1546. Una carta de gran transcendencia, hallada entre los documentos de la condesa Julia Gonzaga, muerta en 1567, fue causa de nueva citación. Tras algunas vacilaciones, Carnesecchi se negó a retractarse y fue ejecutado en 1567 como hereje. Con él desapareció del suelo de Italia el protestantismo luterano.

 

El papa intentó salir al encuentro del peligro de que los hugonotes se infiltrasen en Italia, prestando ayuda a Francia en su guerra contra los herejes. También en Francia aspiraba a aniquilar el error. Por esto procedió igualmente contra algunos obispos franceses, a los que, acusados de herejía, se les incoó procedimiento eclesiástico.

 

En armonía con el espíritu de Paulo IV, Pío V recrudeció igualmente la bula que, por costumbre, se leía todos los Jueves Santos, la bula In coena Domini, que contenía un compendio de las excomuniones y penas reservadas para su absolución al papa. El pontífice declaró que la validez de estas disposiciones era independiente de la publicación anual de la bula (frecuentemente prohibida en Venecia y España).

 

El papa no se dejó impresionar tampoco por ninguna consideración de orden político frente a la reina de Inglaterra, Isabel I. Tras un procedimiento sumarísimo, en 1570, con la bula Regnans in excelsis el papa lanzó contra ella, por hereje y protectora de herejes, las penas de excomunión y destitución, la última deposición por la Curia de un príncipe reinante, que no tuvo prácticamente resultado alguno. Defectos de forma produjeron dudas acerca de la validez jurídica de la sentencia del papa en algunos católicos ingleses, que por entonces se encontraban en grave crisis de conciencia. Pero a la opinión pública inglesa, el acuerdo de la bula le ofreció durante siglos motivos suficientes para justificar su lucha encarnizada contra el papado.

 

La acción de Pío V contra los turcos, de la que hablaremos luego más ampliamente, se explica por el celo por la fe de este papa santo, pero a veces demasiado severo.

 

GREGORIO XIII

 

El pontificado del sucesor de Pío V, Gregorio XIII (1572-1585), demostró que la reforma podía realizarse también con éxito, sin acudir a este rigorismo. Gregorio XIII, que había sido primeramente un jurista célebre y que después había estado durante varios decenios al servicio de la Curia, no había escapado en su juventud a la forma de vivir típica del Renacimiento.

 

Elegido papa a sus setenta y un años de edad, fue un pontífice intachable, digno y mesurado, que tomó por modelo a su predecesor y que supo conjuntar el fomento de la renovación interior de la Iglesia con la de las letras y ciencias. Hay que reconocer que no estuvo bien informado o que fue mal aconsejado en algunas medidas propiamente contrarreformadoras. Esto vale sobre todo con respecto a las acciones de gracias ordenadas por él y a las demás manifestaciones de júbilo, al conocerse en Roma la noticia de la Noche de San Bartolomé. Aunque está demostrado que el papa desconocía los planes de Catalina, su comportamiento tras la matanza demuestra, sin embargo, que compartía la mentalidad colectiva reinante, que consideraba permitida cualquier medida contra los enemigos de la religión, mientras que su antecesor, Pío V, había pedido que se combatiera a los herejes, pero por medios libres y abiertos.

 

En nuestros días, en los que tanto se discute el derecho de resistencia a la autoridad, no se imputará a Gregorio XIII como algo demasiado grave el apoyo moral que prestó a las conjuraciones contra Isabel I de Inglaterra, a la vista de las persecuciones que sufrían los católicos de aquella nación. Desde luego hubiera sido mejor que el papado se hubiera mantenido por encima de las discusiones ordinarias, en medio de aquella fiebre ardiente de luchas religiosas.

 

El antiguo profesor de Bolonia consideraba también el fomento de las ciencias como un medio de elevar el prestigio de la Iglesia. A ello contribuyó el no olvidar que la formación de un clero culto constituía un problema de vida o muerte para la Iglesia. Por ello el papa ordenó que se terminara la revisión de los libros jurídicos de la Iglesia, obra ya comenzada por Pío V, y los publicó por vez primera con el título oficial de Corpus iuris Canonici.

 

Muy pronto se vio la importancia que el descubrimiento por aquel entonces de las catacumbas tenía para la discusión erudita con los historiadores protestantes. Pero el nombre de Gregorio perpetuó su memoria sobre todo por haber llevado a cabo la reforma del calendario juliano, encomendada a la Curia por el Concilio de Trento. Como consecuencia de las medidas inexactas de este calendario, la diferencia entre el año natural y el año del calendario llegó poco a poco a ser de ocho días. Para asesorarse en tal reforma Gregorio XIII creó una comisión presidida por el cardenal Sirleto, en la que colaboró también, entre otros, el jesuíta alemán Clavio de Bamberg. Se pidieron dictámenes a numerosas universidades y príncipes cristianos. La bula pontificia del 24 de febrero de 1582 determinó que, para eliminar la diferencia, al 4 de octubre de aquel año siguiese el 15 del mismo mes y que en adelante se interpolasen tres días cada cuatro años. Las naciones católicas aceptaron inmediatamente tal reforma, que, en general, se realizó en el curso del año 1583. Los protestantes y ortodoxos, por el contrario, mantuvieron el «estilo antiguo», así se dijo en Augsburgo, por miedo a que el pontífice, con esta medida, quisiera «poner pie en la Iglesia», es decir, por mezquindad confesional, y no se quiso reconocer esta gran obra cultural. Por fin, al cabo de doscientos años, la Dieta alemana de 1775 aceptaba en su totalidad el calendario gregoriano por su propia autoridad. En Rusia lo estableció la revolución bolchevique. Las Iglesias orientales se decidieron en 1923 por un calendario mejorado, que, en realidad, era idéntico al gregoriano.

 

La fundación y protección de numerosos colegios y la entrega de los mismos a la Orden religiosa más preparada para esta misión, la Compañía de Jesús, sirvió mucho para la reforma. Gregorio XIII se convirtió en el segundo fundador del Colegio Romano, obra de Ignacio de Loyola, al que Julio III había dotado de cátedras de filosofía y teología, pues le concedió grandes rentas y le dio un nuevo y espacioso edificio. Esta universidad, concebida como un gran seminario internacional, ha perpetuado su nombre con el apelativo de gregoriana.

 

El interés por la unión de las Iglesias orientales se manifestó en la fundación de un Colegio para griegos, armenios y maronitas. A fin de no dejar sin nuevas generaciones de sacerdotes a los católicos de Inglaterra, amenazados de graves peligros, el papa apoyó al seminario de Douai, fundado por el luego cardenal Alien. En él no sólo enseñó, durante un decenio, el eminente teólogo controversista Stapleton, sino que además, en él y en Reims, apareció a partir de 1582 la primera traducción inglesa de la Biblia, que, después de haber sido mejorada posteriormente, ha subsistido hasta nuestros días, en los que, por fin, ha sido sustituida por otra.

 

Siguiendo el modelo del colegio de Douai, y por iniciativa de Alien, Gregorio XIII levantó también en Roma, en 1579, un Colegio Inglés, que fue confiado igualmente a los jesuítas, a los que, por el mismo tiempo, se les enviaba a Inglaterra para realizar una misión sumamente peligrosa. Los alumnos de este colegio se obligaban a regresar a Inglaterra, una vez formados, tan pronto como se lo ordenasen. Todos sabían lo que les esperaba si en su patria se descubría su carácter de sacerdotes católicos. Por eso se denominó pronto al colegio con el honroso nombre de Seminarium martyrium.

 

Gregorio XIII fusionó el recién fundado Colegio Húngaro con el Colegio Germánico. Este último, levantado en otros tiempos por Julio III, a instancias de Iñigo de Loyola y protegido por Fernando I y el duque de Baviera, se encontraba entonces en una difícil situación económica. El papa le asignó cuantiosas rentas y le dio nuevos estatutos, que establecían que en él debían formarse cien jóvenes de Alemania y norte de Europa, destinados a los cabildos alemanes, cuya fe corría tantos peligros. Por lo general sólo se admitía a jóvenes procedentes de la nobleza, en armonía con el privilegio de nobleza existente en todos los cabildos alemanes. El Collegium Germanicum-Hungaricum, como fue llamado desde 1587, pudo poner rápidamente a disposición del papado numerosos sacerdotes bien formados y fieles a la Iglesia, que se emplearon para ocupar puestos responsables e influyentes en Alemania. Estos sacerdotes propagaron por todas partes las instituciones humanísticas del sistema educativo de los jesuítas, con sus clásicos y sus comedias de contenido religioso, la organización de las Congregaciones Marianas y el espíritu de emulación y disciplina.

 

El papa dedicó otros cuidados especiales a Alemania. Fomentó y favoreció la fundación de colegios de jesuítas por medio de grandes aportaciones financieras. Colegios que, como los de Viena, Graz, Olmütz, Praga, Bamberg, Fulda y Dilinga, habían de convertirse en centros de formación en un clero competente y activo. Hasta su muerte (1581) el cardenal Morone contribuyó con una suma anual al sostenimiento del de Dilinga; el papa lo tomó entonces a su cargo, erigiendo en 1585 un internado papal, en el que sólo podía admitirse a veintidós alumnos. También creó, a ruegos de los cardenales Hosio y Truchsess de Waldburgo, una «Congregación Germánica», para la que sólo eran nombrados cardenales conocedores de las cuestiones alemanas. Esta Congregación debía dictaminar sobre problemas germanos y velar por que se pusieran en práctica en Alemania las decisiones conciliares. También los nuncios fueron puestos ahora al servicio de la reforma. Si el cometido de éstos había sido hasta ahora cultivar las relaciones diplomáticas y cortesanas, en adelante se les encomendó además misiones que afectaban a la vida interna de la Iglesia. Debían asegurar el cumplimiento de los decretos conciliares con su intervención en la elección de obispos, con sus visitas de inspección y con el ejercicio de su poder jurisdiccional. Para esto no bastaban, naturalmente, los pocos nuncios que había en las grandes cortes de Viena y París, Madrid, Lisboa y Venecia. Se creó una serie de nuevas nunciaturas para hacer acto de presencia donde amenazaban grandes peligros o eran de esperar importantes alianzas, cuales fueron Varsovia, Colonia, Graz, Lucerna, que se proveyeron con hombres eminentes.

 

Con amplia visión de las cosas y un audaz optimismo, Gregorio XIII intentó recuperar también para la Iglesia católica los territorios perdidos. Más tarde hablaremos de las cuestiones alemanas. Anotemos aquí sólo cómo en Polonia el papa, a través de su nuncio, no pudo lograr ciertamente el triunfo de sus candidatos en las elecciones reales, pero consiguió que se eligiera a católicos convencidos. Así el rey Esteban Bathory dio sentido práctico a la aceptación de las decisiones conciliares de Trento (hecha sólo nominalmente por el rey en 1564), haciendo que las admitiese todo el clero.

 

El rey de Suecia Juan III, hijo menor del reformador Gustavo Vasa, se convirtió secretamente por la esperanza de verse un día rey de Polonia, a más de haber influido en él una actitud ecuménica, teológicamente confusa, y la llegada del jesuíta Possevino. El que esta conversión no influyera para nada en la situación religiosa de esta nación habrá que atribuirlo a la circunstancia de que el papa no creyó oportuno acceder a las concesiones pedidas por Juan III en el terreno litúrgico y disciplinado.

 

Dada la uniformidad reinante entonces en la Iglesia católica, había pasado ya el tiempo de los compromisos en el problema de la comunión bajo dos especies, del matrimonio de los sacerdotes y del empleo de la lengua vernácula en la liturgia. Sin embargo, parece que el papa tuvo más éxito en las gestiones que llevó a cabo, a súplicas de Iván el Terrible, para establecer la paz entre Polonia y Rusia. El envío de Possevino a Moscú trajo consigo una tregua de paz. Mas, a pesar del deseo del papa de celebrar un coloquio religioso, no se llegó en el Kremlin a la anhelada unión ni a una aproximación religiosa. Con todo, esta toma de contacto produjo no sólo el reconocimiento de la importancia de la Curia en el juego de los cálculos diplomáticos del entonces «lejano» Oriente, sino que además, con esta inspección directa, Roma adquirió un conocimiento exacto de las circunstancias reales de la Iglesia cismática.

 

SIXTO V

 

También Sixto V, sucesor de Gregorio XIII, que procedía de familia sencilla, hombre de gran ascendiente en la Orden frasciscana, dotado de una visión política genial y de extraordinaria fuerza de voluntad, tenía sumo interés en continuar la reforma interna de la Iglesia. La dotó sobre todo de una maquinaria efectiva, de una administración curial que trabajaba menos lentamente, creando oficinas centrales, a las que se confió, con arreglo a un plan, el conjunto de todos los asuntos. El papa creó en 1588 quince Congregaciones cardenalicias, en las que fueron incluidas las pocas creadas por sus antecesores. De estas quince Congregaciones, nueve debían ayudar al papa en el gobierno de la Iglesia universal. Las restantes se ocupaban de los asuntos administrativos y jurídicos de los Estados Pontificios.

 

Las pesadas sesiones plenarias de cardenales bajo la presidencia del papa, llamadas consistorios, se limitaron a tareas formales y de representación. Al reservarse el pontífice la presidencia de las Congregaciones más importantes y la última decisión en todas ellas, quedó asegurada la supremacía del papa frente a todas las pretensiones anteriores de una oligarquía cardenalicia. Tan gran número de Congregaciones necesitaba también de un mayor número de colaboradores responsables. Por estas razones Sixto V elevó el número de cardenales a setenta, a imitación de los setenta del Antiguo Testamento, y dictó disposiciones sobre la edad mínima y las cualidades que habían de reunir los que hubieran de ser nombrados cardenales. Sólo en los tiempos actuales, con Juan XXIII, se ha rebasado el número de cardenales que estableciera Sixto V. Las Congregaciones siguieron igual, salvo ligeras modificaciones, hasta la desaparición de los Estados Pontificios y hasta la nueva ordenación de Pío X, en 1908; pero el sistema es todavía hoy la espina dorsal de la administración curial. Sixto V proporcionó también a la Curia los medios auxiliares necesarios para la publicación de los libros litúrgicos. Montó la imprenta del Vaticano, entre cuyos ocho directores deseó que se incluyera a un representante de la universidad de Lovaina.

 

El papa destinó esta imprenta ante todo a publicar la nueva edición de la Vulgata, proyectada por él, pero decidida ya antes por el Concilio de Trento. Sus dos inmediatos antecesores habían iniciado ya la revisión del texto de la Vulgata. Una comisión, presidida por el culto y competente cardenal Sirleto, no había logrado superar en realidad ciertas dificultades científicas. Sixto V, que ya había alcanzado gran mérito con la impresión de un buen texto de los Setenta, hubiera deseado que se terminase rápidamente la nueva edición de la Vulgata. El trabajo de la comisión nombrada por él le parecía demasiado lento, y los cambios propuestos por ésta no fueron de su agrado. El papa, con una confianza singular en la asistencia extraordinaria de la divina providencia, tomó sobre sí la tarea de la revisión, y aunque no era filólogo ni investigador de manuscritos, corrigió por su cuenta y de su propia mano tanto el texto preparado por la comisión como las galeradas. Debido a esto apareció prontamente la Vulgata Sixtina. En la bula que encabezaba la edición Sixto V declaraba que este texto era la auténtica Vulgata del Concilio de Trento y prescribió el empleo exclusivo del mismo.

 

Naturalmente nadie quedó conforme con esta edición: ni la comisión, ni los eruditos cardenales, ni tampoco las grandes imprentas que no pertenecían a los Estados Pontificios, aunque estas últimas sólo por motivos económicos. En todo caso, la injerencia del papa en el texto sagrado provocó incluso entre gente bien pensada un escándalo que no desapareció sino tras la rápida muerte del papa. Ya antes de la elección del futuro pontífice fueron retiradas la Vulgata y la Bula. El jesuíta Belarmino consiguió que se nombrase una nueva comisión para que eliminara las correcciones insostenibles y corrigiera las numerosas erratas de imprenta. A fin de no ofender la memoria del papa fallecido, se trabajó de nuevo con gran celeridad. Ya en 1592 aparecía la nueva edición, llamada clementina por Clemente VIII, en cuya portada se mantenía aún, sin embargo, el nombre de Sixto V. La clementina, en sus tres distintas ediciones, se ha mantenido hasta nuestros días como el texto oficial de la Vulgata, a pesar de las faltas de imprenta debidas a la prisa y a las deficiencias propias del tiempo.

 

El papa, celoso de promover la reforma, no echó en olvido tampoco sus obligaciones pastorales. Visitó personalmente numerosas iglesias y conventos, exigió a las Órdenes religiosas la estrecha observancia de la clausura —en oposición a su antecesor, no sentía simpatía por la Compañía de Jesús— y obligó a los obispos a que residieran en sus sedes. Para fortalecer las relaciones de los obispos con el papa, y con el objeto también de reconocer mejor la situación de las diócesis, Sixto V les exigió la visita regular a Roma, dando normas para su desarrollo, y sobre todo les ordenó que remitieran a Roma un informe escrito sobre el estado de sus obispados.

 

Ya hemos hablado de la prudencia política de Sixto V. Precisamente durante las guerras civiles y religiosas francesas, supo comprender, a pesar de las vacilaciones iniciales, cuál era su misión. Si no conseguir, al menos preparar eficazmente para su sucesor la paz en Francia, «sin hacernos ciertamente colaboradores de ambiciones extrañas», asegurando el futuro de la Iglesia católica en Francia y logrando que esta misma Iglesia se independizara de la protección estatal de los reyes de España.

 

Con la muerte de Sixto V desapareció en la Curia aquel gran impulso inicial a favor de la reforma. Al papa reinante le siguieron otros de corto pontificado. Diecisiete meses después de la muerte de Sixto V, ya se había celebrado la elección del cuarto de sus sucesores, que era nuevamente un hombre enfermizo, intranquilo y preocupado por el peligro turco y las discusiones teológicas internas de la Iglesia: Clemente VIII (1592-1605), que en ciertos terrenos pudo recoger los frutos de la labor realizada por su sucesor. Los efectos de las decisiones conciliares dependían ahora cada vez más de las fuerzas religiosas operantes en las naciones de Europa. Hasta ahora no se habían manifestado, ocultos por los esfuerzos de los papas.

 

PEDRO CANISIO Y EL SISTEMA EDUCATIVO JESUITA