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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO QUINTO

 

EN EL ESPIRITU DEL CONCILIO DE TRENTO RENOVACION INTERIOR DE LA IGLESIA Y DEFENSA ACTIVA (CONTRARREFORMA )

 

 

PEDRO CANISIO Y EL SISTEMA EDUCATIVO JESUITA

 

Hacía ya unos decenios que la reforma y la restauración católicas se habían manifestado en Alemania. Este movimiento había sido promovido, más aún, dirigido por la Compañía de Jesús, sobre todo por Pedro Canisio. Canisio era profesor en Colonia y se ocupaba en la publicación de obras científicas cuando fue ganado por Pedro Faber para la Compañía. Movido por su sentir católico, completamente exento de error, que le distinguió en todo tiempo, se aprestó rápidamente a la lucha, en la cátedra y en el púlpito, contra el arzobispo de Colonia,Hermann de Wied, que había hecho que Bucer elaborase un proyecto de reforma protestante para Colonia. Por este motivo tuvo varios encuentros con el emperador Carlos V. Al lado del monarca encontró Canisio a su gran protector: Truchsess de Waldburgo, el belicoso obispo y cardenal de Augsburgo, que le envió como teólogo al Concilio de Trento. De Bolonia Ignacio le llamó a Roma. Hizo luego la tercera probación, el último año de prueba de los jesuítas, y un año de magisterio en Sicilia, hasta que pudo volver a Alemania en 1549. La ciudad universitaria de Ingolstadt fue su primer campo de actividad; después, las regiones del sur de Alemania, donde ganó para su causa a los príncipes católicos, en quienes buscó ayuda para vencer las grandes dificultades.

 

Causa maravilla la claridad con que veía el jesuíta sus objetivos. En primer lugar era preciso exponer de nuevo a obispos y sacerdotes los ideales del sacerdocio, a fin de transformarlos interiormente. Canisio no se conformaba con que el sacerdote se viera libre del mundo del pecado y fuera un buen pastor de su grey. Con gran nobleza y libertad de espíritu incitó al cardenal de Augsburgo a que alejase de sí toda clase de mundanidad: «Renunciemos cada día a algo de nuestras vanidades, gustos y deseos, para aproximarnos más y más al ideal del verdadero prelado». Después había que ganar a la juventud católica para este ideal del sacerdocio, a fin de formar con ella la tan necesaria y urgente generación sacerdotal. Y, finalmente, había que eliminar, en el terreno de la formación en general, la inferioridad en que se encontraban los católicos alemanes frente a la extraordinaria atención que los protestantes prestaban al sistema educativo.

 

Por ello Canisio pensaba constantemente en fundar colegios. Las casas de los jesuítas en Ingolstadt, Praga, Munich, Innsbruck, Dilinga, Hall de Tirol, Tyrnau y Friburgo, fueron obra suya, y también colaboró en las fundaciones de Colonia, Augsburgo y Würzburgo. El colegio de Munich contaba ya en 1576 con 600 alumnos y estaba considerado como uno de los mejores de Europa. La fundación de pensionados para los nobles y de convictorios para los pobres, en Viena, Dilinga, Munich, Ingolstadt e Innsbruck, de seminarios pontificios en Praga, Fulda, Braunsberg y Dilinga, se deben a estímulos suyos. Además intentó favorecer por todos los medios al Colegio Germánico de Roma. Le incitaba a ello no sólo el interés de la Compañía, sino también la necesidad más amarga. Cuando en 1548, a instancias del duque bávaro Guillermo, llegó con dos compañeros a Ingolstadt estaba aún por llenar el vacío que había producido la muerte de Eck en 1543. La facultad teológica tenía sólo un profesor, y los estudiantes estaban abandonados. Su número era reducidísimo. En 1552 Ignacio envió a Viena al jesuíta alemán. La situación era allí más catastrófica aún.

 

Los profesores de la facultad teológica, en la que desde el año 1529 no se habían concedido más que dos doctorados, no se encontraban seguros de su propia vida. Se había olvidado por completo a los estudiantes. Al sacerdocio le faltaba prestigio y a los conventos disciplina. La nobleza favorecía la innovación religiosa, había confiscado los bienes de la Iglesia y amenazaba con sublevarse si el rey se le oponía. Esta fue la razón de que Fernando I llamara a los jesuítas, entre los que sobresalía Canisio, por ser el único que podía predicar en alemán. Abrieron una escuela para enseñar latín, un convictorio para hijos de familias ricas y un colegio para los pobres. Canisio y sus amigos enseñaban en la universidad, con muy pocos alumnos al principio. Junto a esto Canisio se acreditó como gran predicador, como confesor de los presos y como realizador de numerosas obras de caridad. Fernando I le ofreció por tres veces la silla episcopal de Viena, que el jesuíta rechazó siempre.

 

Como los catecismos de Lutero se habían propagado también entre el pueblo austríaco, Fernando deseaba tener un catecismo católico. Canisio publicó su primer catecismo, una colección de 213 preguntas y respuestas, con citas de la Biblia y de los Santos Padres; no tenía un tono polémico —ni siquiera se mencionaba a Lutero—, sino positivo, y combatía el mal fundamental de los últimos decenios: la confusión teológica y la grosera ignorancia religiosa. A la primera edición, destinada a los estudiantes, siguieron rápidamente dos en lengua latina y una cuarta en alemán, destinada a los niños y al pueblo sencillo. El pequeño catecismo, aparecido en traducción alemana en 1560, con su correspondiente calendario y grabados en madera, fue casi durante dos siglos el libro popular de los católicos alemanes. Ya en el siglo XVIi tuvo doscientas ediciones, y en todo el tiempo de su vigencia superó las quinientas cincuenta, además de numerosas traducciones a otras lenguas.

 

Al mismo tiempo Canisio acompañó al rey Fernando en su viaje por el Imperio: fue a Augsburgo, donde en 1555 le apoyó para que mantuviera el reservado eclesiástico, luego a Praga, y por fin a la Dieta de Ratisbona. Desde 1556 fue el primer provincial de la provincia jesuítica de Alemania, erigida todavía por el mismo san Ignacio, y el hombre que reunía a su alrededor todas las fuerzas católicas empeñadas en la restauración de la Iglesia católica en Alemania. Canisio llegó a ser el hombre de confianza del emperador y de los duques de Baviera, asesor de legados y nuncios e incluso consejero del papa. Siete veces realizó el penosísimo viaje a Roma y estuvo también en contacto personal con Carlos Borromeo. El tiempo que aún le quedaba libre lo dedicaba a predicar en el púlpito de la catedral de Augsburgo y en la corte de Innsbruck, y a escribir numerosas obras. Al trasladarse a Friburgo (Suiza) en 1580, su amplia actividad en Alemania terminó realmente.

 

Idéntica entrega de la Compañía de Jesús a la renovación de la Iglesia la encontramos en las regiones de fuera de Alemania, si bien en Francia corría mucho peligro de verse implicada en decisiones políticas debido a las grandes divisiones surgidas de las guerras civiles y religiosas. En esta nación levantaron los colegios conforme a un plan preconcebido, estratégico, a fin de poder oponerse a la penetración del calvinismo. El «Canisio francés», el P. Edmundo Auger, que tras haber predicado activamente entre los hugonotes del sur de Francia llegó a ser capellán militar y luego predicador de la corte del rey Enrique III, no sólo fundó una serie de colegios, sino que escribió un catecismo, en dos versiones, reducida la una y extensa la otra, que tuvo para Francia el mismo significado que el de su contemporáneo alemán.

 

Fuera de la Compañía de Jesús, en la Francia de entonces se esperaba demasiado de los edictos reales, de las condenaciones de la herejía por la Sorbona, y de la ejecución de herejes. Por otro lado, a pesar de los esfuerzos del papa y de sus nuncios, el galicanismo del Parlamento prohibía la puesta en práctica de los decretos de reforma de Trento.

 

Los méritos más grandes los alcanzó la Compañía en la educación y formación de la juventud. Al principio, como le había sucedido a Canisio en Ingolstadt, la experiencia demostró a los padres la poca eficacia de su actividad docente en las cátedras, ya que apenas eran escuchados. Los pocos estudiantes de teología no estaban preparados para recibir los nuevos ideales, más aún, eran incapaces de recibirlos. Sólo quedaba un medio: comenzar por abajo, levantando colegios y convictorios. Ignacio había empezado así, fundando en Roma en 1551 el Colegio Romano, como central para la formación de la nueva generación de la Orden, al que se añadió luego el Colegio Germánico, para formar a los sacerdotes alemanes. El desarrollo fue tan rápido, que a finales de siglo, en la Europa aún católica, casi toda la enseñanza superior de la juventud masculina estaba en manos de los jesuítas. Sólo más tarde, en el siglo XVII, se sumaron a esta labor los escolapios, benedictinos y otras pequeñas comunidades religiosas.

 

Hacia 1580 casi tres cuartas partes de las casas de la Compañía eran colegios; en cada uno de ellos había al menos veinte padres, ascendiendo su número a setenta en los centros de enseñanza superior. Los colegios se perfeccionaron con la creación de sus correspondientes bibliotecas, pues, sin éstas, dijo Canisio en cierta ocasión, los colegios se asemejaban a soldados a los que se mandara al combate sin haberles equipado previamente de armas.

 

En 1566 el segundo apóstol de Alemania solicitaba de Roma ayuda económica regular para establecer impresores y editores católicos en las residencias de los grandes colegios 7. Así se convirtieron éstos en centros de la renovación interna de la Iglesia y de las discusiones teológicas con la Reforma protestante. Las facultades y universidades ya existentes consideraban a los jesuítas como cuerpos extraños, y provocaban el disgusto, la envidia y la enemistad contra la Compañía de Jesús, no sólo por los éxitos que lograban, sino también por las aspiraciones sin tacto de algunos jesuítas a una especie de monopolio.

 

Los éxitos indiscutibles de su sistema de enseñanza hay que atribuirlos a la Ratio et institutio studiorum, concluida por fin en 1599, tras muchos años de deliberaciones, y que constituye el sistema de estudio de los jesuítas. La Ratio es obra del quinto general de la Orden, el P. Aquaviva, cuya elección, en 1581, abre un nuevo período de la historia de la Compañía. Este joven napolitano no había conocido en vida a san Ignacio y, por tanto, no se encontraba ya bajo el influjo de su ardiente personalidad. Como perteneciente a la segunda generación, sentía, como suele ocurrir en casi todos los movimientos espirituales, la necesidad de asegurar la continuidad y forma de la Orden mediante unas reglas elaboradas de modo racional y riguroso. Como rigió los destinos de la Compañía de Jesús durante treinta y cuatro años, estableció, como obligación para el futuro, el método de la meditación diaria, tan inculcada por él, y en el campo del pensamiento impuso a la Orden la doctrina sobre la gracia de Molina, defendida igualmente por él.

 

En la elaboración de la Ratio studiorum se había tenido en cuenta la experiencia de otras escuelas e incluso se había estudiado las constituciones pedagógicas de un Melanchton. La Compañía se ocupó sólo de la enseñanza superior, dejando la elemental en otras manos. En armonía con lo que regía en el Colegio Romano, se distinguieron tres grados. El Gimnasium se componía por lo general de seis cursos. La gran importancia dada a la enseñanza de las lenguas —latín y griego eran las asignaturas básicas— hizo que la Compañía apareciera al menos formalmente como promotora del humanismo. La historia y la geografía eran demasiado breves comparadas con las que actualmente se enseñan. La última fue considerada como auxiliar de la historia, e incluso ésta, como ciencia también auxiliar del conocimiento del hombre.

 

El cultivo de la lengua vernácula, tan recomendado aun por san Ignacio, apenas fue tolerado en la Ratio studiorum. Hasta la segunda mitad del siglo XVII el latín tuvo, tanto en el campo católico como en el protestante, un puesto preferente como idioma propio de una cultura universal, supranacional.

 

En los tres cursos que duraba la enseñanza de la filosofía se enseñaban también las ciencias y las matemáticas. La coronación la constituía la facultad de teología. Desde 1570 enseñaba en la universidad de Lovaina, como profesor de teología, el jesuíta Roberto Belarmino. Su principal obra de controversia, que examinaba las doctrinas de la Reforma a través de los escritos confesionales y trataba de refutarlos, creó un ambiente de excitación y nerviosismo entre los protestantes, que prohibieron la lectura de la misma e instituyeron cátedras para combatirle. El éxito de Belarmino debió animar a la Compañía al posterior estudio de las ciencias teológicas, en las que sobresalieron eminentes cabezas españolas, sobre todo en las especialidades especulativas.

 

Era obvio que en las escuelas jesuíticas se prestase especial atención a la educación religiosa, aunque propiamente no existiera una asignatura específica. Concurrían a esta educación religiosa la misa, la predicación, la lectura individual, la recepción regular de los sacramentos en comunidad, y el ejemplo de los profesores, motivos todos ellos que influían en la formación religiosa de los alumnos.

 

La juventud recibió grandes impulsos para la vida religiosa y moral en las Congregaciones Marianas, cuyo modelo fue una asociación fundada en 1563 en el Colegio Romano por el jesuíta belga Leunis, y que consistía en reunirse diariamente después de las clases, principalmente los domingos y días festivos, para honrar a la Virgen María. Esta asociación, que pronto fue imitada en Roma y en todo el mundo católico, perseguía el doble objetivo del progreso de las ciencias y del cultivo de la piedad, y se manifestaba exteriormente en actividades caritativas y sobre todo apostólicas. Ya en 1584 sus miembros llegaban a unos 30.000. Sobre todo la idea apostólica despertaba el deseo de pertenecer a la asociación incluso entre los adultos. Se llegó a la formación de una serie de Congregaciones por profesiones, como estudiantes, obreros, empleados, etc. Su trascendencia fue más allá del campo de influjo directo de la Compañía. Miembros de la Congregación Mariana fueron Carlos Borromeo, el capuchino Fidel de Sigmaringa, los generales Tilly y Turena, y artistas como Rubens y Tasso.

 

Mientras Canisio y sus compañeros se dedicaban a educar a una nueva generación en el espíritu católico, el protestantismo hacía en Alemania progresos importantes y, en realidad, muy significativos. La Paz religiosa de Augsburgo no puso término a este progreso, pues no fue más que una pausa de descanso para ulteriores empresas. Dos circunstancias concurrieron entonces en favor de la Reforma.

 

Una, la debilidad e inseguridad creadas en el campo católico por el renovado aplazamiento del concilio. Nadie sabía si habían de hacerse reformas ni de qué clase serían éstas, y qué obligaciones y prohibiciones quedarían en vigor. El matrimonio de los sacerdotes y el cáliz de los laicos eran exigidos no ya sólo por los protestantes, sino incluso por soberanos y príncipes católicos, en memoriales remitidos a la Santa Sede o en escritos que trataban de la Reforma. Nunca se extendió tanto, por ello, en la práctica el matrimonio de sacerdotes como en esta generación, y nunca estuvo tan baja la formación teológica como en esta época.

 

El otro factor favorable a la Reforma fue la garantía jurídica imperial del derecho de reforma de los príncipes territoriales. Presentándose como protectores, éstos supieron apoderarse, sobre todo en el norte y este de Alemania, de los obispados que no dependían directamente del Imperio, pues al liquidar estas diócesis, elegían como administrador a un miembro de sus familias, el cual, después, no sólo llevaba a cabo la innovación, sino que también incorporaba los obispados, de un modo definitivo, a sus principados. Así Pomerania obtuvo el obispado de Kammin; Mecklenburgo, los de Schwerin y Ratzeburgo; y el elector de Sajonia, los de Naumburgo, Merseburgo y Meissen.

 

En Merseburgo la abnegada actividad de un obispo tan celoso de la reforma como Julio Pflug quedó condenada al fracaso a causa de la alianza política del emperador con Mauricio de Sajonia. Brandeburgo se llevó la mejor parte. Al obispado propio y los de Havelberg y Lebus incorporó el arzobispado de Magdeburgo, cuyo arzobispo Segismundo de Brandeburgo se pasó oficialmente al protestantismo en 1561, aunque no renunció a su territorio y a sus dignidades conforme mandaba el «reservado eclesiástico» de la Paz religiosa.

 

La negación de la confirmación imperial hasta 1648 no cambió prácticamente la situación. También Brema, Minden y Verden fueron regidos por obispos que se habían hecho protestantes, pertenecientes a las dinastías vecinas, lesionando con ello el «reservado». Como el arzobispo de Brema había sido elegido también en Osnabruck y postulado para obispo de Paderborn, parecía que se iban a perder igualmente estas diócesis, a pesar de todas las promesas hechas en las elecciones capitulares. Sólo la unión de la minoría católica del cabildo de Paderborn, acaudillada por su enérgico vicario Teodoro de Fürstenberg, y el llamamiento de los jesuítas, aseguraron la victoria y pervivencia del catolicismo.

 

También en Münster hubo dramáticas discusiones en la nueva provisión del obispado. En el sur se llegó en 1583, en Estrasburgo, a una verdadera guerra capitular o «guerra del obispo» entre los canónigos protestantes y los católicos, que terminó en 1604 con la victoria de los últimos. El peligro y la salvación del catolicismo en el arzobispado de Colonia se convirtió realmente en un asunto internacional, del que hablaremos ampliamente más tarde. De los territorios temporales, el más amenazado fue el ducado de Berg, en el Bajo Rin. La postura humanista de los duques, a caballo de ambas confesiones, que duró por lo menos hasta 1567, facilitó la formación de fuertes núcleos protestantes en las correspondientes ciudades de Westfalia y el Ruhr, al mismo tiempo que, apoyadas por Holanda, surgieron junto al Rin y al oeste del ducado algunas comunidades calvinistas. Incluso las ciudades imperiales de Colonia y Aquisgrán estuvieron amenazadas durante algún tiempo en su carácter católico.

 

Los príncipes electores del Palatinado, el margrave y el duque de Brunswick habían introducido la nueva fe en sus dominios, apoyándose en el derecho de reforma confirmado en Augsburgo. En el norte de Alemania la Iglesia católica había perdido los poquísimos fieles que aún poseía, y en toda la nación el número de católicos no llegaba a las tres décimas partes de la población total.

 

El fermento de la Reforma se había extendido también a los dominios de los soberanos católicos. En Baviera la nobleza luchaba por introducir en algunos lugares la Reforma. Pero el protestantismo ganaba terreno sobre todo en los dominios patrimoniales de los Habsburgo. Sólo en el Tirol y en la Austria anterior era el pueblo en gran parte católico; en los otros territorios de esta casa imperial, la mayoría de la nobleza, muchos ciudadanos y campesinos se pasaron a la nueva doctrina, que tenía su apoyo entre la clase noble. Precisamente éste era el escalón social con que más debían contar los Habsburgo en su continuada lucha contra los turcos. A esto se unió la postura discrepante del emperador Maximiliano II (1564-1576), que ya antes, cuando era príncipe heredero, se había inclinado hacia la Reforma y, una vez emperador, conservó la antigua religión sólo por motivos dinásticos.

 

La creación de un Consejo de monasterios, de una autoridad estatal inspectora, fue cosa comprensible dados los resultados pesimistas a que llegó una visita a los monasterios celebrada en 1561. Las concesiones religiosas que el emperador hizo en 1568 y 1571 a los señores y caballeros de la Alta y Baja Austria, previo pago de unos millones de florines, constituyeron una protección manifiesta al luteranismo. Por tales medidas se les concedía el derecho de libertad religiosa en sus palacios y dominios, así como en las iglesias de sus patronazgos. Tal privilegio no se les reconoció a los pueblos ni a las ciudades, y tampoco a Viena. Sus habitantes protestantes corrían en masa para asistir a los cultos en los palacios de los nobles y en el ayuntamiento de Viena.

 

Igualmente, en el Austria interior (Estiria, Carintia y Eslovenia), donde gobernaba el archiduque Carlos, hermano de Maximiliano, los Estados exigían la garantía de la libertad religiosa como condición de su ayuda económica, que resultaba urgentemente necesaria para combatir a los turcos. Con todo, nunca se habló expresamente de un culto público de la confesión protestante. A la muerte de este emperador, tres cuartas partes de la población de Austria pertenecían a la confesión de Augsburgo, y la nobleza era casi toda protestante.

 

La situación de la Iglesia católica era verdaderamente desesperada. En Bohemia, donde los hermanos bohemios se habían unido a los protestantes, la oposición alcanzó de Maximiliano una garantía verbal de tolerancia. Su hijo, Rodolfo II, fue más allá aún. Por la Carta imperial de 1609 no sólo concedía la libertad de conciencia a todos sus súbditos, sino que también reconocía a los señores, caballeros y estados imperiales el derecho a levantar escuelas e iglesias y a practicar su culto conforme a la Confessio Bohémica (la confesión unificada de la oposición, de 1575). Finalmente Rodolfo acordó, en una equiparación especial, que estas libertades y derechos afectasen asimismo a los protestantes de los dominios de la corona. También los protestantes de la Silesia habsburguesa, provincia compuesta por numerosos ducados, en su mayoría adictos a la nueva fe, recibieron entonces amplias libertades religiosas.

 

 

DEFENSA ACTIVA: BAVIERA Y AUSTRIA