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LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

CAPITULO VI

LA IGLESIA BIZANTINA

 

La cristiandad oriental en el siglo VII

El siglo VII marcó un giro decisivo en la historia del Imperio romano de Oriente. En la Iglesia bizantina se produjeron cambios de gran alcance. Los sucesos políticos y militares ocurridos dentro del Imperio y fuera de sus fronteras del este y del sudeste modificaron el mapa eclesiástico de la cristiandad oriental y dieron a la Iglesia bizantina un nuevo aspecto cultural que iba a conservar durante toda la Edad Media. Los persas obtuvieron victorias en Siria, Armenia, Palestina y Asia Menor; conquistaron Egipto (611-619). Al mismo tiempo, los avaros y los eslavos invadieron las provincias balcánicas del Imperio. Todo esto parecía anunciar el final del Imperio romano de Oriente. Jerusalén fue conquistada y saqueada (5 de mayo del 614); la reliquia de la santa Cruz fue llevada a Persia. El hecho escandalizó profundamente a los bizantinos, quienes entablaron con el Imperio persa una lucha que consideraron como guerra santa. Bizancio se rehízo gracias a las reformas administrativas y militares del emperador Heraclio (610-641); la Iglesia tuvo una parte importante en esta renovación contribuyendo generosamente a las cargas financieras de la guerra y excitando el fervor patriótico del pueblo. Tenemos una prueba notable de ello en el influjo que el patriarca Sergio ejerció en 626 con ocasión del frustrado ataque de los persas, los ávaros y los eslavos contra Constantinopla. Bizancio reconquistó las provincias imperiales de Asia y de Africa (622-628), y la santa Cruz fue llevada triunfalmente a Jerusalén. Pero este restablecimiento fue efímero. Cuarenta años después de la victoria de los bizantinos contra los persas, los ejércitos árabes conquistaron las provincias de Siria, Mesopotamia, Armenia y Egipto. Aunque durante las dos últimas luchas entre Bizancio y el califato Omeya, en el 678 y el 718, los árabes fueron rechazados ante los muros de Constantinopla, casi todas las provincias orientales, incluidas las sedes patriarcales de Alejandría, Jerusalén y Antioquia, fueron conquistadas por el Islam a mediados del siglo vn. Más tarde se recobró temporalmente Antioquia (769-1085); pero los patriarcados de Alejandría y de Jerusalén no volvieron a estar bajo la autoridad de Bizancio.

Las conquistas árabes fueron ciertamente facilitadas, sobre todo en Egipto, por la animosidad de la población local contra el gobierno central de Constantinopla por razones de tipo religioso. Se trataba, en efecto, de monofisitas a quienes, durante los dos siglos precedentes, se había intentado imponer la obediencia a la doctrina de Calcedonia. Escritores monofisitas posteriores afirmaron que los cristianos acogieron a los árabes como a libertadores. Abulfarage (Bar-Hebraeus), escritor del siglo XIII, formuló este veredicto sobre la conquista de Siria: «El Dios de la venganza nos ha librado de los romanos por medio de los árabes. Esto nos ha sido tan provechoso como el ser salvados de la crueldad de los romanos y del odio implacable que nos profesan». Un historiador etíope, Juan de Nikion, escribía cincuenta años después de la conquista de Egipto: «Yo estaba en mi ciudad de Alejandría y gozaba un momento de paz y seguridad después de las inquietudes y persecuciones provocadas por los herejes». Hay sin duda algo de exageración partidista en la severidad vengativa de estos juicios. Sin embargo, no puede negarse que su hostilidad religiosa y política contra los «melquitas» de Constantinopla permitió a los coptos y a los sirios aceptar más fácilmente el poder de sus nuevos amos musulmanes.

La conquista árabe de las provincias orientales del Imperio sancionó el fracaso de las tentativas que, durante los dos siglos anteriores, habían realizado los emperadores para recuperar las comunidades monofisitas y para imponerles la aceptación del Concilio de Calcedonia, unas veces con persecuciones, otras con compromisos doctrinales. Después de su victoria contra los persas, Heraclio realizó un esfuerzo perseverante para conseguir la lealtad de los monofisitas de Armenia, Siria y Egipto, que habían gozado de un régimen de favor bajo la dominación de los persas. Empezó a propagar la doctrina del mono-energismo, que parece haber sido inventada en los primeros años de su reinado por Sergio, patriarca de Constantinopla. Al afirmar que Cristo tiene dos naturalezas, pero una sola fuerza activa, esta doctrina parecía abrir la puerta a un compromiso entre ortodoxos y monofisitas. Los esfuerzos de Heraclio tuvieron éxito al principio; el mismo papa Honorio I llegó a apoyarlo; en el 633 pareció que todo el Imperio aceptaba formalmente la ortodoxia de Calcedonia. Sin embargo, esta unanimidad, fundada sobre el equívoco teológico y el oportunismo político, no podía durar mucho. La enseñanza de Sergio fue combatida duramente por el monje Sofronio (más tarde patriarca de Jerusalén) y por san Máximo el Confesor. Pero Heraclio estaba cada vez más convencido de que, frente a las invasiones bárbaras que amenazaban con devorar todas sus provincias orientales, sólo la unidad religiosa podía salvar al Imperio. Cambiando de terreno teológico, inspirado según parece por el patriarca Sergio, abandonó el monoenergismo, cada día más desacreditado, para adoptar una doctrina nueva que afirmaba que, aunque Cristo tenga dos naturalezas, sólo tiene una voluntad. Por un edicto conocido con el título de Ektesis (638), el emperador trató de imponer el monotelismo a toda la Iglesia. Los resultados fueron totalmente desastrosos. Los monofisitas rechazaron esa doctrina por considerarla demasiado calcedónica. Los árabes continuaron su avance triunfal por el Próximo Oriente. Esto condujo, después de la muerte de Heraclio en el 641, a una persecución brutal de los que seguían fieles a Calcedonia. De ahí surgió un conflicto entre la sede de Roma y la de Constantinopla. El papado —excepto el papa Honorio— se opuso firmemente al monotelismo. En vano el emperador Constante II, para evitar la ruptura completa con Roma, publicó el 648 un Typos en el que prohibía seguir discutiendo sobre las «fuerzas activas» y las «voluntades» que había en Cristo. El Concilio de Letrán, convocado por el papa Martín I en el 649, condenó solemnemente la doctrina monoteleta. Para vengarse, el emperador dio una muestra de su brutalidad. El año 653 el papa fue apresado y conducido a Constantinopla, donde el Senado lo juzgó reo de alta traición. Después de soportar humillaciones y malos tratos, Martín fue exiliado a Querson, en Crimea, donde murió poco después. Parecido final tuvo el monje Máximo, jefe del partido griego antimonoteleta y el mayor teólogo de su época. También él fue apresado en Roma y conducido a Constantinopla para ser juzgado. Fracasaron todas las tentativas encaminadas a hacerle aceptar el Typos. Ni la prisión, ni la tortura física, ni la deportación lograron quebrantar su resistencia. El Confesor murió en el destierro, en Lazica, el año 662.

Entre tanto, la crueldad de Constante II provocó la repulsa de la opinión pública de Bizancio. Además, las autoridades bizantinas comenzaban a cansarse de la continua división religiosa del Imperio. Una vez que los árabes dominaban ya sólidamente las provincias orientales, el compromiso monoteleta había perdido gran parte de su razón de ser política. La desavenencia con Roma provocaba un malestar creciente entre los discípulos ortodoxos de Máximo. Sin embargo, la solución final de la crisis monoteleta se retrasó por las exigencias de la guerra. En el 674 y el 678 Bizancio tuvo que soportar un combate desesperado contra los árabes. El 678 se decidió a dar la batalla por la supervivencia de la cristiandad oriental, obligando a los árabes a levantar el asedio de Constantinopla. La victoria sobre el Islam conseguida por el emperador Constantino IV tendría consecuencias de gran alcance en la historia de la cristiandad, lo mismo que la derrota de los árabes ante los muros de Constantinopla por León III, el 718, y la victoria de Carlos Martel en Poitiers, el 732.

Ahora quedaba expedito el camino de la reconciliación religiosa; el sexto concilio ecuménico (680-681), convocado en Constantinopla por Constantino IV de acuerdo con el papa, condenó el monotelismo y completó las definiciones de Calcedonia con la doctrina sobre las dos voluntades de Cristo: «Afirmamos en él, según la enseñanza de los santos Padres, dos voluntades o quereres naturales y dos operaciones naturales, sin división, sin conmutación, sin separación y sin confusión. Las dos voluntades no son, como afirman los herejes, contrarias la una a la otra, sino que su voluntad humana sigue a su voluntad divina y omnipotente, sin oponérsele ni combatirla; antes bien, enteramente sometida a ella» .

El concilio lanzó el anatema contra los principales defensores eclesiásticos del monotelismo, entre ellos el papa Honorio y el patriarca Sergio; pero silenció a los dos emperadores que habían apoyado la herejía: Heraclio y Constante II. La protección imperial pesaba aún mucho sobre la Iglesia.

El sexto concilio ecuménico se celebró en un mundo muy distinto de lo que era el Imperio de Oriente el año 600. En el este, Bizancio había perdido Siria, Palestina y Egipto. Al acabar la lucha por la supervivencia, la más dura hasta entonces, el Imperio, aunque con grandes dificultades, pudo rechazar el ataque de los árabes contra Constantinopla. En las provincias balcánicas del Imperio de Oriente había cambiado también la situación durante el siglo vil, hasta el punto de ser irreconocible. Después de las invasiones de los ávaros y eslavos, que comenzaron en el siglo vi, la mayor parte de la península balcánica estaba en manos de los eslavos. Salvo raras excepciones, las comunidades cristianas y los obispados de la península —que, exceptuada Tracia, estaba entonces bajo la jurisdicción de la Iglesia romana— fueron anegados y aniquilados por este diluvio de bárbaros paganos. Durante unos dos siglos, el vil y el viii, casi toda la península balcánica, incluyendo gran parte de Macedonia, Grecia y el Peloponeso, escapó al control político efectivo de Bizancio y se perdió para la cristiandad.

Las invasiones árabes y eslavas tuvieron dos consecuencias de gran alcance para el futuro desarrollo de la Iglesia bizantina. La pérdida de las provincias del este acrecentó considerablemente el poder del patriarca de Constantinopla. Libre de toda competición con sus antiguos rivales de Alejandría y Antioquia, el obispo de la capital bizantina basó sus pretensiones en el estatuto otorgado a su sede por el segundo concilio ecuménico, que la situaba inmediatamente después del obispo de Roma; se atribuyó (desde fines del siglo VI) el título de patriarca ecuménico y se convirtió desde entonces en jefe indiscutible de la cristiandad oriental. Por otro lado, las invasiones eslavas establecieron durante varios siglos un muro de barbarie pagana entre la cristiandad oriental y la occidental. La destrucción del cristianismo en Iliria y la barrera natural impuesta a las relaciones terrestres entre Constantinopla y Roma contribuyeron, por lo menos, tanto como el dominio árabe del Mediterráneo, al distanciamiento progresivo entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. El siglo vil representa un momento decisivo en la historia de tal distanciamiento. En esta época, el latín, lengua oficial de la administración imperial, fue reemplazado por el griego, y los bizantinos lo olvidaron en seguida; incluso los ambientes cultos de Constantinopla cesaron pronto de conocer al Occidente y de interesarse por él. Las tradiciones jurídicas y administrativas imperiales y sus pretensiones políticas a la universalidad permanecieron vivas en el Imperio oriental de los rhomaioi. Pero Bizancio, por la lengua, la cultura y la religión, se convirtió, en el siglo vil, en un Imperio casi totalmente griego.

¿Cuál era la vida cotidiana de la Iglesia oriental en el siglo vil? Descendamos de las controversias teológicas y de la política eclesiástica de los emperadores a un nivel inferior: ¿Qué sabemos de la vida del bajo clero, del desarrollo del monacato, de las costumbres de los laicos instruidos de la capital y de la fe de la gente modesta de provincias? Nuestras fuentes, por muy insuficientes que sean, provienen sobre todo de las obras hagiográíicas y de los cánones del concilio in Trullo o Sinodus Quinisexta. Este concilio fue convocado en Constantinopla por Justiniano II en el 692; la Iglesia de Oriente lo reconoció como parte integrante del sexto concilio ecuménico. Pero Roma lo rechazó porque condenaba ciertos usos de la Iglesia de Occidente y reafirmaba el canon 28 del Concilio de Calcedonia.

Las actas del concilio in Trullo ofrecen un cuadro poco edificante de la sociedad bizantina, tanto eclesiástica como laica. La decadencia de la moralidad cristiana, el ritualismo, que a menudo no se distinguía de la superstición, y el apego a las costumbres paganas son entre otros los vicios que el concilio censuraba severamente. Pero este cuadro sombrío, que revela un gran relajamiento de la disciplina eclesiástica en esa sociedad todavía semicristiana, puede encontrar un contrapeso en las diversas actividades que la Iglesia continuó ejerciendo en las circunstancias frecuentemente dramáticas del siglo VII. Señalemos el desarrollo de la liturgia bizantina que, partiendo de una síntesis de diferentes tradiciones, comenzaba a tomar su forma medieval; la veneración de la Madre de Dios, que se expresaba cada vez más en la liturgia; el desarrollo más acentuado de la himnología griega, que tradujo la experiencia teológica del pasado en poesía religiosa de alta calidad y que fue propuesta como modelo en el canon penitencial de san Andrés de Creta (hacia 660-670); los brillantes ejemplos de perfección espiritual ilustrados por las vidas de santos, que todas las clases de la sociedad bizantina continuaban leyendo, estudiando y admirando con entusiasmo. El Prado espiritual de Juan Mosco, con sus historias de los monjes y ermitaños de Palestina, Egipto y otros países, exaltaba las virtudes del ascetismo, la caridad y la fidelidad a la ortodoxia. Aunque se dirigía especialmente a la gente sencilla y reflejaba las condiciones de vida de fines del siglo VI y principios del VII, esta obra seguía gozando de gran popularidad. Otra obra popular de hagiografía, la vida de san Juan el Limosnero —patriarca de Alejandría a principios del siglo vn y famoso por su amor a los pobres y su defensa de los oprimidos—, prueba cuánto estimaba el pueblo de Bizancio las virtudes de la caridad y la compasión.

La crisis iconoclasta

La crisis iconoclasta dividió durante más de cien años (726-843) a la Iglesia bizantina en dos partidos completamente irreconciliables. Desencadenó una oleada de violencias y persecuciones y produjo gran malestar político y social en la sociedad bizantina. Su desarrollo representó un giro decisivo para la Iglesia de Oriente. Fue un fenómeno complejo, cuyas características esenciales siguen escapando al historiador, en parte al menos. Su origen no es muy claro; se discute aún hasta qué punto influyeron en su desarrollo y desenlace factores no religiosos. Nuestra comprensión del fundamento doctrinal de la querella se ve dificultada por el hecho de que los escritos iconoclastas sufrieron una destrucción masiva en dos ocasiones diferentes: tras la restauración provisional del culto a las imágenes en el 787 y tras su restablecimiento definitivo en el 842; de ahí que tales escritos sólo se puedan reconstruir partiendo de los textos de sus adversarios. Sin embargo, los eruditos modernos han logrado superar en gran medida esas dificultades. Ahora es posible hacer una descripción razonablemente exhaustiva y objetiva de esta notable controversia.

Pero es difícil, a veces imposible, desenredar sus hilos enmarañados. Tuvo sin duda un aspecto social y económico, que se manifiesta con especial claridad durante la segunda fase del iconoclasmo (815-842), pero también en el siglo VIII. El partido iconoclasta debía su fuerza a la población periférica de la capital, a pequeños artesanos y, sobre todo, al ejército, que mostraba ferviente fidelidad al mando y luego al recuerdo de su ilustre caudillo, el emperador iconoclasta Constantino V. Parece que el proletariado de la ciudad siguió venerando fielmente los iconos. Con frecuencia se ha descrito el iconoclasmo como un movimiento de tendencia esencialmente antimonástica; pero esta afirmación no ha sido demostrada. Es cierto que durante la primera fase del iconoclasmo los monjes fueron fervorosos partidarios de los iconos y que, en las postrimerías del reinado de Constantino V, muchos de ellos fueron mártires y confesores; además, tras el restablecimiento del iconoclasmo en el 815, el partido contrario estuvo guiado y apoyado por el abad Teodoro y sus monjes del monasterio de Studion en Constantinopla. Pero no existe ninguna prueba de que los iconoclastas tomasen medidas antimonásticas antes del 760; después del 815, un número considerable de monasterios estuvo al lado de los iconoclastas. En los intentos de los emperadores iconoclastas para imponer sus ideas teológicas a sus súbditos puede advertirse un resurgimiento de la filosofía política bizantina que trataba de someter la Iglesia al poder imperial y que luego fracasó por la derrota final del iconoclasmo. Este punto de vista fue el que incitó a León III a declarar en una carta dirigida al papa Gregorio II: «Yo soy emperador y sacerdote», e impulsó a León V a declarar a sus obispos en el 814: «Yo soy también hijo de la Iglesia, escucharé a las dos partes como mediador y, después de compararlas, definiré la verdad».

A pesar de la importancia de esos problemas en el contexto de la controversia iconoclasta, las cuestiones esenciales han de buscarse en el plano doctrinal. La discusión versaba esencialmente sobre el objeto de la fe cristiana y sobre la naturaleza del culto cristiano, individual o comunitario. El origen y el fundamento del iconoclasmo reside en la hostilidad contra toda forma de arte religioso, hostilidad que una parte de la Iglesia antigua había heredado de la Sinagoga y de las prohibiciones veterotestamentarias (cf. Ex 20,4). En el siglo VIII esa hostilidad se difundió por Asia Menor, donde probablemente se avivó por influjo de los musulmanes, que rechazaban la representación de las formas humanas; seguramente León III estuvo muy influido por las ideas de los obispos de aquella región. Sin embargo, la tradición hostil respecto al arte religioso ya hacía tiempo que se había extinguido. El culto de las imágenes que representaban sobre todo a Cristo y a los santos está atestiguado por primera vez en el siglo v; se propagó a fines del VI; en elVII fue un rasgo característico de la devoción del pueblo bizantino. El carácter popular de este culto determinó que los fieles no distinguieran prácticamente entre las imágenes y aquel a quien representaban, franqueando así la tenue frontera que separa la veneración auténtica de la idolatría supersticiosa. El recelo comprensible de muchos eclesiásticos bizantinos —con frecuencia los más cultos— hacia esta devoción encontraba cierto apoyo en la tradición patrística, sobre todo en la carta de Eusebio de Cesárea a la emperatriz Constanza; en este texto, el autor, de acuerdo con las ideas de Orígenes, pone en tela de juicio la validez teológica de toda imagen pictórica de Cristo. La postura iconoclasta, que al principio tuvo como motivo el temor a la idolatría pagana, se vio reforzada luego por los argumentos cristológicos presentados por Constantino V. Este afirmaba que la verdadera imagen es consustancial a su prototipo y que los iconos de Cristo son heréticos porque, o separan o confunden las dos naturalezas del Señor. Los iconódulos rechazaron enérgicamente estas dos proposiciones man­teniendo que la imagen es diferente de su prototipo según su esencia y que su veneración no constituye idolatría, lo mismo que el honor tributado a las efigies imperiales no es una forma de culto al emperador. Es interesante advertir que, al defender el carácter simbólico de las representaciones religiosas, los iconódulos empleaban argumentos usados ya por los escritores paganos de los siglos II y III, los cuales distinguían entre las estatuas erigidas en honor de los dioses y los dioses mismos, que eran los únicos destinatarios del culto. Pero el argumento principal en favor del culto o las imágenes se fundaba en la doctrina de la encarnación tal como la había definido el Concilio de Calcedonia. Ya estaba implícita en el canon 82 del concilio in Trullo, pero fue expuesta de forma clara y coherente durante la primera mitad del siglo VIII por san Juan Damasceno, el mejor teólogo de su época. Según él, los iconos no son únicamente «sermones silenciosos», «libros para los incultos» y «memorias de los misterios de Dios», sino también signos visibles de la santificación de la materia, posibilitada por la encarnación. Las imágenes dé Cristo en su aspecto visible y humano son verdaderamente representaciones de Dios porque el invisible e indescriptible se hizo visible y descriptible en la carne. El vínculo esencial establecido por Juan Damasceno entre el sentido de los iconos y la teología de la encarnación, y la distinción, esencial también, que hacía entre el «culto» o «adoración», que se debe a Dios sólo, y la veneración, que se debe a las imágenes de Cristo y de los santos, fundamentan las definiciones dogmáticas del séptimo concilio ecuménico y siguen siendo en la Iglesia ortodoxa base de la enseñanza y del arte religioso.

El iconoclasmo logró el apoyo de las autoridades públicas de Bizancio en el 726, cuando el emperador León III declaró abiertamente que se oponía a la veneración de las imágenes religiosas. Por orden del emperador fue destruido un icono de Cristo sumamente venerado; esto provocó un motín en la capital. Inmediatamente, los proyectos iconoclastas de León provocaron la insurrección de los griegos. La crisis se agudizó el año 730, cuando León III publicó un edicto prohibiendo el culto de los iconos y ordenando la destrucción de todas las imágenes sagradas. El programa iconoclasta del emperador adquiría así fuerza de ley. El gobierno tomó inmediatamente medidas para reducir la oposición. Los iconos fueron retirados de las iglesias por la fuerza. Se borraron las pinturas murales que representaban escenas religiosas. Fueron confiscados los objetos y vestiduras litúrgicas que contenían reproducciones de esas escenas religiosas. Se profanaron y quemaron las reliquias de los santos. Aunque no tengamos detalles precisos sobre la persecución de los iconódulos en el reinado de León III (f. 741), es evidente que muchos de ellos fueron asesinados, mutilados o exiliados; el patriarca Germano, que rehusó dar su aprobación al edicto del 730, fue obligado a dimitir. El iconoclasmo alcanzó su punto culminante en el reinado del hijo de León, Constantino V (741-755). Hábil hombre de Estado como su padre, actuó al principio con gran prudencia y no lanzó su política iconoclasta hasta haber reforzado su posición con una adecuada propaganda y con oportunos nombramientos episcopales. A diferencia de su padre, expresó concepciones teológicas extremistas y formuladas con lógica inflexible. El 754 el emperador reunió en Constantinopla un concilio, en el que participaron 338 obispos. Este concilio condenó por unanimidad la veneración de los iconos como idolatría, ordenó la destrucción de los mismos y excomulgó a los jefes del partido opuesto, especialmente a su principal teólogo, san Juan Damasceno. El «sínodo acéfalo», como lo denominaron los ortodoxos, porque no asistió ningún patriarca (ni el papa ni ninguno de los patriarcas orientales enviaron representantes y la sede de Constantinopla estaba aún vacante), apoyó el programa iconoclasta con argumentos teológicos. El gobierno de Constantino V, contando prácticamente con el apoyo doctrinal de todo el episcopado bizantino, procedió a la aplicación de los decretos conciliares. Las autoridades del Estado completaron la destrucción de las obras de arte religioso y persiguieron cada día más brutalmente a los iconódulos, imponiendo un régimen de terror a los monjes, que en esa época eran los partidarios más firmes de la veneración de las imágenes. Muchos de ellos se vieron obligados a huir hacia las regiones periféricas del Imperio, particularmente a Crimea y al sur de Italia, donde se había mantenido la ortodoxia.

Los ortodoxos juzgaron más tarde que el reinado de Constantino había representado el apogeo de la persecución y de la herejía. El gobierno no se limitó a proscribir las imágenes y a sus partidarios; prohibió orar a los santos; destruyó sus reliquias e incluso impugnó el culto de la Madre de Dios. Sin embargo, casi todos estos excesos cesaron al morir el emperador. Su sucesor, León IV (775-780), aunque tuvo opiniones iconoclastas, llevó a cabo una política moderada, seguramente por influjo de su esposa, Irene, ferviente iconódula. Las persecuciones contra los monjes cesaron. Al morir León IV, Irene ejerció la regencia durante la minoría de edad de su hijo Constantino VI. El partido ortodoxo pudo arrojar del poder a sus adversarios. Pero la victoria no pudo lograrse verdaderamente sin una demostración de fuerza. El año 786, un concilio reunido por Irene en Constantinopla para restablecer el culto de las imágenes fue dispersado por los soldados de la guardia imperial, fieles a la memoria de su ídolo, Constantino V. Sólo cuando esos regimientos rebeldes fueron reemplazados por tropas leales traídas de Tracia a la capital pudo afianzar Irene el triunfo de la ortodoxia. El 787 se celebró en Nicea un concilio que reunió a unos 350 obispos y que fue presidido por el patriarca bizantino Tarasio. Anuló las decisiones del concilio del 754, declaró herético el movimiento iconoclasta y restableció solemnemente el culto de las imágenes. Esta asamblea, conocida luego en el mundo cristiano oriental con el nombre de séptimo concilio ecuménico, definió la veneración de los iconos del modo siguiente: «Definimos que... lo mismo que las representaciones de la cruz, preciosa y vivificante, también las venerables y santas imágenes —ya sean pintadas, en mosaico o de cualquier otra materia adecuada— deben ser colocadas en las santas iglesias de Dios, en los santos utensilios y vestiduras, en las paredes y en los cuadros, en las casas y en los caminos, ya se trate de la imagen de Dios nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ya sea la de nuestra Señora Inmaculada, la santa Madre de Dios, los santos ángeles, todos los santos y los justos. Cuanto más frecuentemente miren estas representaciones e imágenes, tanto más se acordarán quienes las contemplen de los modelos originales, se dirigirán a ellos, les testimoniarán al besarlas una veneración respetuosa, sin que ello constituya una verdadera adoración según nuestra fe, pues ésta conviene únicamente a Dios. Pero como se hace con la imagen de la Cruz preciosa y vivificante, con los santos evangelios y con los otros monumentos sagrados, se ofrecerá incienso y luces en su honor, según la piadosa costumbre de los antiguos».

Al restablecer la veneración de los iconos, Irene no quebrantó las fuerzas del partido iconoclasta. Con la accesión al trono de León V en el 813 comenzó un período de treinta años durante el cual el iconoclasmo volvió a ser la doctrina oficial del Imperio. En cierto modo, esta época estuvo marcada por el retorno a la política religiosa de León III y de Constantino V. Un concilio celebrado en Santa Sofía rechazó el séptimo concilio ecuménico y ordenó la destrucción de los iconos (815); en el mismo año fue depuesto el patriarca Nicéforo, teólogo dirigente del partido iconódulo; los reinados de León V (813­810) y de Teófilo (829-842) se caracterizaron por persecuciones cuyas principales víctimas fueron los monjes de Studion. Sin embargo, parece que esta segunda oleada del iconoclasmo careció del rigor y la tenacidad que tuvo el movimiento en el siglo precedente. Las persecuciones fueron benignas e intermitentes; el concilio del año 815, aunque condenó radicalmente el culto de las imágenes, no quiso establecer igualdad entre icono e ídolo. El arsenal intelectual usado en esta época por cada partido parece ser sólo una copia del de las controversias teológicas del siglo VIII. En la época en que subió al trono Miguel III (842), la fuerza del iconoclasmo había desaparecido en gran parte. Finalmente, la veneración de las imágenes fue restablecida por un sínodo reunido en marzo del 843 en Constantinopla por iniciativa de la emperatriz Teodora. Con él comenzaba un movimiento de pacificación, de la que tanta necesidad tenían la Iglesia y la sociedad bizantinas, las cuales se hallaban destrozadas por las violencias e intolerancias surgidas de la controversia iconoclasta. Este sínodo se sigue conmemorando aún en las Iglesias ortodoxas el primer domingo de Cuaresma con el nombre de «Fiesta de la ortodoxia». Constituyó para la Iglesia de Oriente el epílogo del período de los concilios ecuménicos y a la vez el preludio de la historia de la Iglesia bizantina medieval.

Consecuencias de la controversia iconoclasta

La controversia iconoclasta determió en diversos aspectos la historia posterior de la Iglesia de Oriente. Tuvo consecuencias remotas en lo concerniente al arte, al monacato y a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Fue además un jalón importante en la historia de las relaciones entre la Iglesia bizantina y la romana.

Pintura, reliquias e himnología.

La relación interna entre las imágenes y la doctrina cristológica establecida por el séptimo concilio ecuménico y consagrada por la «Fiesta de la ortodoxia» orientó el arte religioso bizantino hacia un nuevo estilo de decoración durante los tres siglos siguientes. Los mosaicos y las pinturas murales que en adelante adornaron abundantemente el interior de las iglesias estaban ejecutados de acuerdo con rigurosos principios teológicos y tenían una estrecha relación con la función litúrgica y la estructura arquitectónica de los edificios. El simbolismo bíblico, las connotaciones eucarísticas y la disposición jerárquica de esos motivos de decoración concurrían a evocar la imagen simbólica del cosmos. En las cúpulas y los ábsides, que simbolizaban el cielo, se hallaba representado el Cristo en majestad acompañado de su madre o los ángeles; en el nivel medio de los nichos y lunetos se reproducían escenas de la vida terrena de Cristo; más abajo, el tercero y último plano estaba ocupado por figuras de santos. Esta jerarquía descendente desde el cielo a la tierra atestiguaba las doctrinas fundamentales de la fe cristiana e ilustraba los principales sucesos del año litúrgico. La Iglesia bizantina medieval se había convertido por entero en un icono.

A partir del 843, la creciente popularidad del arte religioso en Bizancio no se limitó a los mosaicos y frescos. La veneración de las pinturas sobre tabla y el culto de las sagradas reliquias, muy unido a aquéllas, alcanzaron un auge desconocido hasta entonces. Se pensó que la gracia sobrenatural y los socorros que los fieles buscaban en esas reliquias —sobre todo cuando se trataba de reliquias que eran objeto de veneración nacional— se extendía a toda la sociedad política. Constantinopla en particular poseía reliquias de fama universal, como el cuerpo de san Esteban protomártir, la cabeza de san Juan Bautista, la imagen de Cristo «no hecha por mano de hombre», entregada, según creían, a Abgar, rey de Edesa, y llevada a Constantinopla el año 944. En Bizancio, la gente sencilla creía que tales reliquias garantizaban la protección sobrenatural de la ciudad y del Imperio. Constantinopla, sobre todo, ponía su gloria y, en los momentos de peligro nacional, su confianza en el patrocinio especial de sus protectores celestiales: la Divina Sabiduría, cuyo templo era Santa Sofía, y la Madre de Dios, cuyo manto se conservaba en la iglesia de Blanquernas, estaba protegido por los muros de la ciudad y era considerado como paladión de la metrópoli. La aureola de santidad que envolvió a Constantinopla hasta la caída del Imperio de Oriente no tenía más rival, a los ojos de toda la cristiandad oriental, que la gloria de Jerusalem Para los cristianos de Oriente, Constantinopla, «el ojo de la fe de los cristianos», «la ciudad que el mundo envidia», era realmente la nueva Jerusalén.

El siglo IX significó también para la liturgia bizantina un período de desarrollo decisivo. El rito bizantino, que había evolucionado desde el siglo V, adquirió entonces todos los rasgos esenciales que ha conservado hasta hoy día. Durante el período iconoclasta se compusieron numerosos himnos, labor en la que destacaron Juan Damasceno y Teodoro Estudita. Tales himnos constituyen la base de numerosos libros litúrgicos de la Iglesia ortodoxa; así, el Triodion, el Pentekostarion y una versión nueva del Oktoechos se reunieron en libros en el monasterio de Studion durante el siglo ix (el Oktoechos, después del 843). Tras la derrota de los iconoclastas, los monjes, que eran los animadores de la renovación litúrgica, adoptaron los elementos nuevos del ritual de Jerusalén. La síntesis que resultó de la reunión del rito bizantino con el palestino cons­tituyó desde entonces el rito oficial de Constantinopla y del Imperio. En esta época la tradición litúrgica de Bizancio manifiesta la misma tendencia a la sistematización y a la uniformidad que observamos en el estilo posiconoclasta en la decoración de las iglesias bizantinas. Entonces quedó fijada definitivamente la himnología cristiana oriental y se reunió en un repertorio litúrgico muy elaborado que constituye todavía una de las principales obras maestras de la Iglesia bizantina medieval.

El monacato bizantino.

  La derrota del iconoclasmo implicó también una renovación poderosa del monacato en el Imperio de Oriente. Si en el siglo IV el asceta sustituyó al martir como suprema encarnación del ideal de perfección cristiana, los dos modelos se fundieron temporalmente durante las persecuciones iconoclastas. En efecto, los monjes sufrieron extremadamente por la causa de la ortodoxia. Era natural que, al restablecerse la veneración de las imágenes, el prestigio del monacato y el atractivo que ejercía sobre el pueblo aumentasen aún más en la sociedad bizantina. El monacato cenobítico había sido reformado, robustecido y minuciosamente reglamentado por san Teodoro (759-826), abad del monasterio de Studion en Constantinopla, centro que desempeñó en esta época un papel fundamental en el movimiento monástico de la cristiandad oriental. Las disposiciones adoptadas por Teodoro se basaban en las reglas de san Basilio; inspiraron a numerosas constituciones monásticas (typica) en el Imperio de Oriente y en los países eslavos ortodoxos. Respecto al Imperio, que, a partir del 843, lo honró y protegió, el monacato representó a menudo un beneficio equívoco: muchos monasterios manifestaron una marcada tendencia a la adquisición de extensos dominios. El emperador intentó en vano frenar esta tendencia que provocó el empobrecimiento continuo del tesoro imperial y la debilitación del ejército. La decadencia de la disciplina monástica, sobre todo en los siglos XI y XII, constituyó un manantial perenne de inquietudes para los reformadores eclesiásticos. Desde el período iconoclasta se puede distinguir con claridad la existencia de un partido influyente y bien organizado, formado principalmente por monjes; es posible rastrear su actividad hasta el final de la historia de Bizancio. Este partido tendía a defender una postura ultraconservadora en la interpretación del derecho canónico; era hostil a la instrucción profana y no hizo concesión alguna al oportunismo, ni siquiera cuando esto no implicaba compromisos doctrinales. Es claro que no todos los monjes pertenecían a este partido extremista «zelota»; pero era grande su influjo en los asuntos de la Iglesia. Sin embargo, el papel que el monacato desempeñó en la Iglesia ortodoxa de la Edad Media fue en conjunto estimulante y creador: en todas las generaciones los obispos procedieron de los monjes. Estos aportaron su contribución al teatro, a la literatura, a la himnología y a la tradición litúrgica de la Iglesia. Dieron consejos espirituales y apoyo moral a los laicos de todas las clases sociales, desde el emperador hasta la gente más humilde: fueron un testimonio vivo de la disciplina moral inherente a la vida cristiana y a la realidad sacramental de la Iglesia. Mantuvieron la tradición ininterrumpida de la oración contemplativa, tan cara a los ermitaños y a las comunidades monásticas del mundo bizantino, la cual adquirió nuevos fundamentos teológicos y ejerció un poderoso influjo en la vida religiosa de Europa oriental durante la última parte de la Edad Media. La vitalidad del monacato bizantino no fue en ningún lugar tan evidente como en el monte Athos. Allí, en la ver­tiente meridional de una península insignificante que se interna en el mar Egeo desde la costa septentrional de Grecia, habían comenzado a establecerse algunos ermitaños en el siglo IX; y fue allí donde, el año 963, el monje griego Atanasio fundó el monasterio de la Gran Laura. La institución cenobítica de san Atanasio, establecida bajo el patronazgo particular del emperador Nicéforo Focas, fue el primero de una serie de monasterios fundados en el monte Athos durante la Edad Media por monjes de diversas nacionalidades: griegos, georgianos, búlgaros, rusos, serbios y hasta amalfitas. Encarnaron los tres tipos principales de la vida monástica propia del cristianismo oriental: la vida cenobítica, la eremítica y una forma intermedia, la laura o serie de ermitas agrupadas en torno a un maestro común. Hay que añadir el tipo «idiorrítmico», que apareció a fines del siglo xiv y dejaba a los monjes mayor libertad individual. Durante la Edad Media, y hasta los tiempos modernos, la «montaña santa» ha sido lugar de reunión para las diferentes naciones del mundo ortodoxo. Los monjes fueron los depositarios y los maestros incomparables de la vida espiritual.

La Iglesia y el poder imperial.

La coincidencia del triunfo final del monacato en el 843, con la derrota del movimiento iconoclasta, tuvo también otro significado. Los monjes —cuya vocación los hace testigos de que el reino de Dios no es de este mundo— lucharon durante la crisis iconoclasta para afirmar la autonomía del orden espiritual. Todos ellos, y especialmente su jefe, san Teodoro Estudita, se opusieron con firmeza a los emperadores iconoclastas, que pretendían tener derecho a definir la doctrina de la Iglesia. Ni esas pretensiones ni las contiendas que suscitaban eran desconocidas en Bizancio. Unas y otras se exacerbaron con la acritud de la controversia iconoclasta y la violencia que de ella derivó. Incluso la afirmación de León III de ser «emperador y sacerdote» tenía su precedente en Bizancio. Hay que recordar que el derecho del emperador al praesidium Ecclesiae fue reconocido por el papa León Magno. Es verdad que estas afirmaciones no deben tomarse a la letra, puesto que el emperador cristiano no pretendió tener derecho a administrar los sacramentos, y las definiciones imperiales tocantes a la doctrina tenían que ser respaldadas por los obispos para adquirir fuerza de ley; sin embargo, no cabe duda de que los emperadores romanos de Oriente, a partir de Constantino, se consideraron representantes de Dios y portavoces de la verdad revelada. En general, las tentativas de los emperadores para presionar a los obispos y arrogarse el derecho de definir el dogma fueron consideradas como abusos intolerables por la Iglesia bizantina. Para protestar contra los emperadores iconoclastas, que trataban de imponer a la Iglesia su voluntad y sus creencias, san Teodoro Estudita se limitó a exponer de nuevo las ideas que en época anterior habían defendido san Juan Damasceno, san Máximo el Confesor y san Juan Crisóstomo.

La autonomía doctrinal de la Iglesia bizantina y el poder que reclamaban sus jefes de imponer reglas morales al emperador crecieron considerablemente tras la derrota iconoclasta. La relación entre el poder imperial y la autoridad eclesiástica en el Bizancio medieval no puede definirse fácilmente con precisión, y su gran complejidad impide describirla en un breve resumen. Debe decirse que, después del 843, el emperador continuó ocupando una posición soberana y sacrosanta en la sociedad bizantina, que los cánones y reglas de la Iglesia necesitaban su sanción para tener fuerza de ley, que, como último recurso, podía deponer normalmente a un obispo o patriarca recalcitrante y que la libertad de la Iglesia tuvo que sufrir a menudo los excesos de la poderosa protección imperial. Pero no es menos cierto que el emperador, por la promesa solemne que hacía al recibir la corona, estaba obligado explícitamente a proteger la fe ortodoxa, que los cánones de la Iglesia formulados y proclamados por los concilios eclesiásticos y que las últimas tentativas de los emperadores para intervenir en las cuestiones doctrinales —que no deben atribuirse a su afán de dominar a la Iglesia, sino al deseo de imponer soluciones de compromiso para preservar la paz y unidad del Estado o asegurar el apoyo militar del Occidente— siempre fueron rechazadas por la Iglesia, que fue intransigente en lo tocante a la pureza de la fe ortodoxa. Estudios recientes sobre la sociedad bizantina han probado qué engañoso es el término «cesaropapismo», con el que los eruditos de otros tiempos pretendían designar la política imperial de sometimiento de la Iglesia. Lo inadecuado de este término puede verse a la luz de tres hechos esenciales: primero, a pesar de la interpenetración de lo espiritual y lo temporal en Bizancio, existía para la Iglesia un abismo infranqueable entre las prerrogativas políticas del Estado y la función santificadora y salvífica de la Iglesia; además, la soberanía del emperador estaba intrínsecamente limitada por estar subordinada a la ley divina, a la doctrina ortodoxa y a las exigencias de la «filantropía» impuestas al emperador por la naturaleza de su cargo; también estaba limitada extrínsecamente por la autoridad espiritual del obispo y la autoridad moral del santo y del asceta. Finalmente, aunque siempre se reconoció en Bizancio, según la concepción helenística, que el emperador es la «ley viviente» y que su soberanía es la representación terrena, la imagen, el icono de la monarquía celestial de Dios, en la práctica las relaciones entre la Iglesia y el Estado se modificaron en forma importante: tras un período de descaradas intervenciones imperiales en los asuntos eclesiásticos se pasó a los conflictos de la época iconoclasta; luego, en el siglo IX, se estableció un acuerdo en el 843, después de la restauración del culto de las imágenes. Este acuerdo se resumió en la Epanagogé, código cuyos elementos se reunieron hacia el año 880 durante el reinado de Basilio I, y que declara: «Puesto que la comunidad se compone de partes y de miembros, por analogía con el hombre individual, las partes mayores y más necesarias son el emperador y el patriarca. Por esto el acuerdo en todas las cosas y la armonía entre el imperium y el sacerdotium traen la paz y la prosperidad al cuerpo y al alma de los súbditos».

Esta doctrina de la relación «armónica» entre la Iglesia y el Estado no constituía una innovación revolucionaria. De hecho, este texto de la Epanagogé tiene un paralelo en la sexta ley posterior del emperador Justiniano, publicada más de tres siglos antes. Pero esta fórmula expresaba la manera de pensar bizantina y correspondía más exactamente a la realidad de la época posicono­clasta que a la del siglo VI. Este desplazamiento de acento en la relación entre lo espiritual y lo temporal que siguió a la derrota del iconoclasmo se vuelve a encontrar en el arte de la corte imperial de Bizancio. Antes del siglo IX, los los retratos imperiales reflejaban preferentemente los aspectos triunfales y gloriosos de la soberanía del emperador; a partir del 843 presentan a este último, sobre todo, rindiendo homenaje a Cristo o recibiendo la investidura de él. Al destacar más la piedad del emperador que sus triunfos temporales, el arte bizantino medieval reflejó fielmente el influjo que ya ejercía la Iglesia en los diferentes campos de la cultura bizantina.

Bizancio y Roma en el siglo VIII.

La controversia iconoclasta hizo que la Iglesia de Bizancio y la de Roma se distanciasen todavía más. Durante esta querella, los papas defendieron la veneración de los iconos y denunciaron las opiniones heréticas de los emperadores de Oriente, que nominalmente eran aún sus soberanos. El partido ortodoxo, sobre todo los monjes de Studion, consideraba a Roma como el custodio de la ortodoxia. Era natural, por tanto, que los emperadores iconoclastas desplegasen una política hostil a la sede apostólica. Hacia el año 732 León III sustrajo a la jurisdicción pontificia las provincias de Calabria, Sicilia e Iliria (esta última abarcaba en realidad toda la península balcánica, excepto Tracia) y las puso bajo la autoridad del patriarca de Constantinopla. Este gesto provocó la animosidad de Roma contra Bizancio; además, la debilidad de las posiciones militares bizantinas en Italia, demostrada claramente por la conquista del exarcado de Rávena por los lombardos (751), hizo que el papado pidiera el auxilio de los francos. De aquí resultó la alianza entre Esteban I y Pipino (754), alianza que presagiaba la coronación imperial de Carlomagno (800) y significaba que el papado se iba alejando del Imperio bizantino.

A pesar de las rivalidades de jurisdicción, de la animosidad política y del amargo recuerdo del iconoclasmo, la Iglesia bizantina y la romana continuaron siendo en muchos aspectos dos partes estrechamente ligadas de un mismo organismo. Nadie dudaba aún, ni en Oriente ni en Occidente, de que la cristiandad era un solo cuerpo. La complejidad de las relaciones entre las dos Iglesias —relaciones que en un sentido eran antagónicas, pero que en otro consistían en un lazo íntimo de implicación recíproca— apareció con evidencia asombrosa en la querella a la que, desde el 858 hasta el 880, está asociado el nombre del patriarca Focio.

La querella de Focio

Tras la controversia iconoclasta, la Iglesia bizantina experimentó un sentimiento penoso que, a pesar del acuerdo del 843, duró al menos una generación. El partido «intransigente» y el «moderado», de cuyas opiniones divergentes hemos hablado ya, también tuvieron posturas diferentes en cuanto a la actitud que debía adoptarse respecto al antiguo clero iconoclasta que trataba de reconciliarse con la Iglesia. Los intransigentes opinaban que los iconoclastas debían ser tratados con severidad inflexible. Los moderados, según el principio de «economía», alegaban que la caridad y el buen sentido exigían olvidar los errores pasados. El patriarca Ignacio, designado por la emperatriz Teodora en el 847, se inclinaba a los intransigentes. Pero, a consecuencia del golpe de Estado del 856, que arrebató el poder a Teodora, Ignacio tuvo que dimitir. Focio fue elegido patriarca de Constantinopla dos años más tarde. Antes de esta elección era laico, profesor de la Universidad y presidente de la Cancillería imperial. En una semana recorrió las etapas obligatorias para la ordenación. «Moderado» por convicción, Focio fue un sabio eminente, tal vez el más notable de los patriarcas bizantinos si atendemos a las cualidades personales. Poco después de su designación escribió al papa para anunciársela; al mismo tiempo, el emperador Miguel III invitaba al papa a enviar sus legados a Constantinopla para participar en un concilio convocado con el fin de reiterar la condenación del iconoclasmo, peligro real todavía para la Iglesia bizantina. Sin embargo, ante la insistencia de los legados, el concilio del 861 aceptó tratar ante todo del litigio existente entre Ignacio y Focio. Con la conformidad de los legados, el concilio reconoció a éste como patriarca legítimo. Pero el papa Nicolás, influido por los informes tendenciosos de los partidarios de Ignacio llegados a Roma, rehusó ratificar la aprobación de sus legados. Un sínodo de la Iglesia romana declaró anticanónica la elección de Focio, lo excomulgó y repuso en la sede patriarcal a Ignacio (863). Las autoridades bizantinas no hicieron ningún caso de estas decisiones. En Constantinopla manifestaron gran resentimiento por lo que consideraban una intervención injustificada del papa en los asuntos internos de la Iglesia bizantina. De este modo se produjo una ruptura abierta entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla.

Las relaciones se enconaron rápidamente a causa de los sucesos de Bulgaria. El 865 el príncipe búlgaro Boris fue bautizado por unos misioneros bizantinos, que comenzaron seguidamente a convertir también a los súbditos del rey. Al año siguiente, sin embargo, Boris, considerando más provechosas las relaciones con la Iglesia de Occidente, pidió al papa que estableciera en su reino una jerarquía eclesiástica. Parte de Bulgaria había pertenecido a la provincia eclesiástica del Ilírico, y Roma nunca se conformó con su pérdida. De ahí que Nicolás aprovechara esta ocasión para extender su jurisdicción sobre el reino de Boris; rápidamente se enviaron misioneros romanos a Bulgaria. Puede imaginarse la reacción de Bizancio. La región meridional de Bulgaria, es decir, el norte de Tracia, nunca había estado bajo la jurisdicción romana; se corría el riesgo de que, al amparo de los misioneros occidentales, la influencia política de los francos llegara hasta las puertas de Constantinopla. El gobierno bizantino se alarmó; las autoridades bizantinas quedaron consternadas al saber que el clero romano exigía que en Bulgaria se añadiese la palabra filioque al símbolo de Nicea.

En una carta encíclica dirigida a los patriarcas orientales el año 867, Focio denunció el filioque como doctrina herética. El mismo año, un concilio reunido en Constantinopla y presidido por el emperador excomulgó y depuso al papa Nicolás I. En este momento álgido de la crisis, otra revolución de palacio transformó de improviso la situación en Constantinopla. Miguel III fue asesinado; Basilio I, su asesino y sucesor, obligó a Focio a dimitir e instaló de nuevo a Ignacio en la sede patriarcal (867). Se reanudó la comunión con Roma. En 869-870, un concilio reunido en Constantinopla excomulgó a Focio. Pero los legados del papa Adriano II que asistían a él tuvieron que enfrentarse con la fuerza creciente del partido de Focio; no pudieron impedir el retorno de Bulgaria al seno de la Iglesia bizantina, ya que, tras una hábil maniobra, Boris cambió nuevamente de postura. El último acto de este drama que iba prolongándose terminó con una reconciliación general. El año 877 murió Ignacio y Focio volvió a subir a la sede patriarcal. Los dos partidos se mostraron entonces moderados. El papa Juan VIII, considerando que se había mantenido la supremacía de la sede romana, quería reconocer a Focio. Este, aunque se negó a presentar disculpas por lo que Roma consideraba sus malas acciones pasadas, manifestó la deferencia debida a la Santa Sede y consintió en no insistir en las pretensiones de la Iglesia bizantina respecto a Bulgaria . En 879-880 se celebró en Constantinopla otro concilio con asistencia de los legados pontificios. Reconoció a Focio como patriarca legítimo, anuló las condenas pronunciadas anteriormente contra él, revocó las decisiones del concilio de 869-870 y, aludiendo explícita pero no exageradamente al filioque, condenó toda adición al símbolo de Nicea. Estas decisiones fueron aceptadas por Roma. Durante el segundo período en que ocupó la sede patriarcal (877-886), Focio permaneció en comunión completa con el papado, restableciéndose la paz en la cristiandad. Focio, destituido una vez más de sus funciones por León VI, se retiró a la vida privada, aunque siguió desarrollando una actividad polémica y teológica. No conocemos la fecha de su muerte.

El mutuo desconocimiento, las explosiones de recíproca intolerancia y el conflicto de jurisdicción que caracterizaron la cuestión de Focio estaban ligados a dos problemas de importancia decisiva que, a partir de esta época, iban a sobresalir en las discusiones entre la Iglesia bizantina y la romana: la supremacía pontificia y el filioque. Vamos a examinarlas brevemente.

Bizancio y la supremacía pontificia

La importancia histórica de la querella fociana se debe ante todo a que entonces se produjo abiertamente la primera ruptura entre el concepto romano de la primacía de su sede, tal como la habían definido León Magno y Gelasio y la ratificaba enérgicamente Nicolás I, y el punto de vista de la Iglesia de Oriente respecto a la naturaleza de la autoridad y del gobierno eclesiástico. La Iglesia de Oriente reconoció que la Sede romana tenía la primacía sobre todas las otras Iglesias y que el papa era el primer obispo de la cristiandad. Desde el siglo IV, esta primacía de Roma fue reconocida explícitamente por la mayor parte de los eclesiásticos bizantinos. Nunca definieron éstos con precisión la naturaleza de tal primacía, que los bizantinos no atribuían tanto al origen apostólico de la Sede romana cuanto al hecho de que estaba situada en la antigua capital del Imperio Romano y había conservado prácticamente la ortodoxia doctrinal intacta. Según ellos, estaba en juego algo más que una simple primacía de honor, ya que, al menos en ciertas ocasiones, implicaba que reconocían a todo condenado por su autoridad eclesiástica particular el derecho de apelar a Roma en virtud del canon 3 del Concilio de Sárdica (343). Pero ni los bizantinos habían aceptado ni el Concilio de Sárdica había aprobado el privilegio que reivindicaba Nicolás I, según el cual el papa podía convocar a cualquier clérigo a la corte pontificia y volver a juzgar los asuntos concernientes a intereses vitales de su Iglesia particular. Rechazaron, en esta época y después, la concepción romana de la primacía, que atribuía al papa el poder supremo sobre la Iglesia cristiana. Se consideraron agraviados por las tentativas que hizo Nicolás I para imponer su decisión en la disputa entre Ignacio y Focio, estimando que este modo de obrar constituía una intervención anticanónica del titular de un patriarcado particular en los asuntos internos de otro. Tal ha sido siempre la actitud tradicional de la Iglesia ortodoxa respecto al obispo de Roma, actitud que se manifestó de manera elocuente el año 1136 en estas palabras que Nicetas, arzobispo de Nicomedia, dirigió a un obispo de la Iglesia de Occidente:

«Mi muy querido hermano: No rehusamos a la Iglesia romana la primacía entre los cinco patriarcas hermanos y le reconocemos el derecho de ocupar el lugar más honorífico en el concilio ecuménico. Pero se separó de nosotros por su orgullo cuando por su orgullo usurpó una monarquía que no correspondía a su oficio. ¿Cómo vamos a aceptar sus decretos, que han sido promulgados sin consultarnos e incluso sin informarnos? Si el pontífice romano, sentado en el alto solio de su gloria, quiere tronar contra nosotros y, por así decir, vociferarnos sus órdenes desde sus alturas, si desea juzgarnos y gobernarnos a nosotros y a nuestras Iglesias, no de acuerdo con nosotros, sino a su antojo, ¿qué clase de fraternidad o qué clase de parentesco puede existir entre nosotros? Seríamos los esclavos, no los hijos de semejante Iglesia, y la Sede romana no sería la madre bondadosa de hijos, sino la dueña dura y arrogante de esclavos [...]. Os suplico me perdonéis que hable así de la Iglesia romana. Pero no puedo estar de acuerdo con ella en todo, como lo estáis vosotros, y no creo que necesariamente haya que estar de acuerdo con ella en todo».

Esta era la actitud característica de los miembros importantes de la Iglesia bizantina, que se expresaban con franqueza en una época en que las divisiones entre Oriente y Occidente no habían cristalizado aún en el cisma definitivo. El reconocimiento de la supremacía pontificia se unía al convencimiento de que el gobierno monárquico de la Iglesia universal es contrario a los cánones y a la tradición; el respeto a la Sede romana y a su titular se unía a la certeza de que la doctrina infalible de la Iglesia no puede ser declarada por un solo obispo, por muy alto que fuera su puesto, sino por toda la Iglesia, representada por sus obispos reunidos en concilio ecuménico. La creencia en la igualdad fundamental de todos los obispos se basaba en la doctrina que Ignacio de Antioquia había expuesto claramente; según ella, la Iglesia está plenamente allí donde el obispo, que representa el sacerdocio eterno de Cristo, celebra la eucaristía en presencia de los fieles.

Aunque estaban convencidos de que el derecho canónico y la tradición patrística justificaban su negativa a la aspiración de los obispos de Roma a ejercer una jurisdicción directa sobre las Iglesias orientales, los bizantinos se sentían en un terreno menos seguro cuando intentaban definir la naturaleza de la primacía pontificia y la relación de las Iglesias orientales con la Sede romana. En su manera de responder a las pretensiones romanas, los bizantinos vacilaban a veces. Frente a la claridad y a la lógica de la doctrina romana, sus tesis no se apoyaban en una eclesiología plenamente desarrollada. Pensamos que esa falta de claridad que manifestaban los hombres de Iglesia bizantinos cuando defendían sus tesis frente a las pretensiones pontificias se debe, por una parte, a que insistían más en la realidad sacramental de la Iglesia que en su estructura jurídica, y por otra, a la relación estrecha que se establecía en Bizancio entre el concepto de autoridad espiritual y la idea de Imperio; a la luz de esta última concepción, para muchos bizantinos las pretensiones pontificias constituían un problema más político que eclesiológico. De hecho, parece que los bizantinos, al menos hasta el siglo xiii, no comprendieron la verdadera índole de las tesis pontificias y las atribuyeron al deseo de los papas de aumentar su poder personal. Trataron de replicar a las pretensiones de Roma con la teoría de la pentarquía, que existía ya en el siglo vi, se había desarrollado en el IX y se había formulado plenamente en el XI. Según esta tesis, el gobierno de la Iglesia corresponde conjuntamente a los cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquia y Jerusalén. Pero esta tesis adolecía de la misma confusión entre primacía y autoridad, que los teólogos bizantinos reprochaban a Roma, y resultó difícilmente conciliable con el carácter autocéfalo que las Iglesias eslavas se arrogaron durante la baja Edad Media.

El «filioque»

Como acabamos de ver, los bizantinos no respondieron con gran claridad ni lógica a las implicaciones teológicas de las pretensiones de la Santa Sede; en cambio, se expresaron sin equívocos ni incoherencias en lo concerniente al punto fundamental de la querella fociana, es decir, en el problema del filioque. La adición de la palabra filioque al símbolo de Nicea —adición que expresaba la doctrina según la cual el Espíritu Santo no procede sólo del Padre, sino a la vez del Padre y del Hijo— parece que se practicó por primera vez en la Iglesia española del siglo VI; en esta época era una forma de defenderse del arrianismo de los visigodos. La costumbre pasó de España a Francia y a Alemania, y Carlomagno se apresuró a adoptarla. Para él era un arma contra los griegos, a quienes acusaba de herejía. Sin embargo, Roma no admitió el filioque hasta el siglo XI. Los papas sostenían que, aunque la adición del filioque estuviese justificada teológicamente, no era conveniente alterar la versión del símbolo aceptada por toda la cristiandad. Pero los misioneros romanos de Bulgaria emplearon el término controvertido; ello desencadenó la controversia que vino a constituir el núcleo del debate teológico entre la cristiandad griega y la latina durante la Edad Media y que todavía separa a las Iglesias ortodoxa y católico-romana.

La Iglesia bizantina se oponía al filioque por dos razones. En primer lugar, los concilios ecuménicos habían prohibido expresamente cambiar nada del símbolo. Solamente otro concilio ecuménico podía anular esta prohibición. En segundo lugar, según Bizancio, el filioque era teológicamente falso. En su Mistagogía del Espíritu Santo, Focio demuestra que esta doctrina destruye el frágil y misterioso equilibrio entre unidad y diversidad en el seno de la Trinidad. No podemos ofrecer un breve resumen que dé cuenta de esta controversia técnica y compleja. Anotemos simplemente que, cuando trataban de expresar en términos teológicos el misterio trinitario, los latinos y los griegos se colocaban a menudo en puntos de vista divergentes. Los latinos insistían sobre todo en el hecho de que la esencia (oúsía, substantia) es el único principio de unidad en la Trinidad, y examinaban a la luz de la esencia las relaciones entre las tres personas. Los griegos, en cambio, preferían partir de la distinción entre las tres personas (hipóstasis) y pasar de ahí al examen de la unidad esencial. Los dos puntos de vista eran legítimos para los teólogos orientales, con tal que la equivalencia misteriosa entre la esencia común y las personas distintas no se perdiera de vista por supervalorar la primera en detrimento de las segundas. Según los griegos, la doctrina del filioque, que afirma que el Espíritu Santo procede del Hijo igual que del Padre, era una deducción injustificada del dogma de la consustancialidad del Padre y del Hijo, debilitaba la «monarquía» del Padre, tendía a sacrificar la distinción entre las hipóstasis a la simplicidad divina de la esencia común e implicaba una teología en la cual la realidad mística del Dios trino quedaba en cierto grado oscurecida por una filosofía de la esencia.

La ruptura de 1054

El problema del filioque ocupa un puesto —aunque menos central que en el siglo IX— en la disputa entre las Iglesias romana y bizantina que condujo a la dramática ruptura de 1054. Las razones de lo que pomposa e inadecuadamente se ha denominado «gran cisma» fueron complejas y numerosas. Cualquiera que sea la opinión personal sobre los problemas doctrinales implicados en la controversia, el historiador de hoy tiene que suscribir las palabras del papa Juan XXIII cuando afirmaba que las responsabilidades de la división de la cristiandad en dos partes conciernen a ambas. Por lo que se refiere a las causas inmediatas de la crisis, que estalló a mediados del siglo XI, hay que señalar primero los intentos papales de imponer una práctica litúrgica uniforme en las Iglesias griegas de la Italia meridional que los normandos iban arrancando poco a poco al Imperio de Oriente. Influyeron también las medidas tomadas por el patriarca bizantino para obligar a las Iglesias latinas de Constantinopla a seguir los usos griegos. Se añadió a esto el antagonismo creciente entre las pretensiones del papado fortalecido y el deseo, igualmente grande, que tenía la Iglesia bizantina de salvaguardar su autonomía tradicional en un momento en que tenía conciencia más que nunca del prestigio que le proporcionaban sus vínculos con el Estado más poderoso y culto de la cristiandad. A instancias del patriarca constantinopolitano Miguel Cerulario, León de Ocrida, jefe de la Iglesia búlgara, redactó una carta llena de insultos destemplados contra las prácticas latinas, especialmente contra el uso del pan ázimo o sin levadura en la eucaristía. León IX respondió enviando a Constantinopla una embajada dirigida por el cardenal Humberto (1054). Los silencios históricos de Humberto, sus excesos en el lenguaje y su comportamiento truculento fueron casi emulados por el patriarca de Constantinopla, que no dio más que pruebas de intransigencia y arrogancia farisaica. La escena que tuvo lugar en Constantinopla el 16 de julio de 1054, durante la cual Humberto y sus compañeros de legación colocaron sobre el altar de Santa Sofía una bula de excomunión contra Cerulario y sus principales partidarios, ha adquirido una notoriedad triste y quizá excesiva. Tras este incidente, el emperador Constantino IX ordenó quemar la bula, y un sínodo reunido en Constantinopla excomulgó solemnemente a Humberto y sus compañeros.

 

 

 

CAPITULO VII

ROMA Y CONSTANTINOPLA

 

 

 

LA IGLESIA BIZANTINA ( 600-850)

PLANO DE CONSTANTINOPLA