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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

CAPITULO XXXVIII

EL PENSAMIENTO MEDIEVAL (1277-1500)

 

 

Como hemos visto, la muerte de santo Tomás y san Buenaventura, así como las dos condenas de los aristotélicos de París —todo esto ocurrió en siete años—, señalaron el fin de una época en la que los maestros habían intentado realizar la gran síntesis de la teología tradicional y de la filosofía griega. La significación profunda de este momento crucial estuvo marcada en un momento determinado por la supervivencia aparente de la escuela de san Buenaventura con la enseñanza de Juan Peckham. Este armonizó la doctrina de san Agustín con la de los neoplatónicos y los árabes para lograr una especie de sistema que los historiadores llamaron agustinismo. Trató de imponerlo en Oxford cuando fue arzobispo de Canterbury. Encontró resistencia en los dominicos jóvenes, que defendían con entusiasmo y energía el tomismo, lo cual prueba que esta escuela también estaba viva. Sin embargo, el agustinismo y el tomismo desaparecieron rápidamente, el primero por su debilidad filosófica, el segundo porque no tenía un defensor capaz de responder a los ataques contra Aristóteles. Surgieron, en cambio, tres corrientes de pensamiento. En París, y en Francia en general, la Suma dio paso al estudio de temas más personales. En Oxford hubo un movimiento que replanteó toda la doctrina filosófica. En Alemania se cultivó una forma nueva de neoplatonismo que influyó en la teología dogmática y mística.

En el último cuarto del siglo XIII, Oxford igualó a París y fue un foco de pensamiento original, manteniéndose en este nivel hasta 1350. En el pasado fueron numerosos los grandes maestros ingleses, como Esteban Langton, Alejandro de Hales, Roberto Kilwardby y Juan Peckham, que habían recibido su formación de base y habían ganado sus primeros laureles en París. Desde entonces, las inteligencias sobresalientes de Gran Bretaña, como Duns Escoto, Guillermo de Occam, Tomás Bradwardine y Roberto Holcot, se formaron en Oxford y, a veces, permanecieron en Inglaterra durante casi toda su carrera universitaria. Oxford fue durante mucho tiempo el centro de la lógica y de las matemáticas. Desde Guillermo Shireswood (f. 1249) a Guillermo de Heytesbury (f. 1380) y Rodolfo Strode (f. 1400), los lógicos de Oxford dominaron en Europa. En matemáticas y en ciencias naturales hay una serie de nombres ilustres: desde Grosseteste y Rogerio Bacon hasta los mertonianos, que deben su nombre al colegio de Oxford del que eran miembros. El mérito de Escoto estribó en criticar los diversos sistemas de pensamiento y en elaborar una doctrina metafísica original con conceptos y términos nuevos. Fue así el precursor de la filosofía moderna, aun conservando muchos modos de pensar, métodos y expresiones tradicionales. Murió joven, dejando un sistema inacabado. Una serie de discípulos continuó su pensamiento uniéndolo con la doctrina teológica de san Buenaventura y creando así una corriente rival del tomismo. No dudó en prescindir de la iluminación divina del intelecto, que hasta entonces había caracterizado a los agustinianos tradicionalistas, en favor de la epistemología aristotélica. Quizá sea su rasgo más característico la insistencia en la infinitud y la absoluta libertad de Dios. Levantó con esto una barrera entre el objeto del conocimiento filosófico (racional) y el del conocimiento teológico (revelado). Defendió la «primacía de la voluntad» en el hombre contra la «primacía de la inteligencia» afirmada por el tomismo. La libertad y el amor de Dios, más bien que su ley y su verdad, son para Escoto la clave del universo. La esfera del saber demostrable es restringida. La teología natural tiene poca importancia, y un abismo infranqueable la separa del conocimiento sobrenatural y revelado del teólogo. Aunque fue un pensador revolucionario, Escoto se mantuvo siempre por dentro de la ortodoxia. .

Guillermo de Occam fue llamado «el venerable debutante» porque nunca obtuvo el título de maestro. Se ocupó sobre todo de la lógica. Inteligencia poderosa y temperamento audaz, elaboró una lógica que determinó su teoría del conocimiento y su metafísica. Tuvo tendencia a reducir el conocimiento a una intuición de la experiencia individual. Quitó así todo sentido real a términos como esencia o naturaleza y, de hecho, a todos los «universales» como el hombre, la rosa, etc. Para él se trataba de simples nombres o signos, vinculados a las experiencias intelectuales. El uso que hace de ellos la inteligencia es puramente nocional y subjetivo. Igualmente, el concepto de causalidad no es ni necesario ni demostrable. Todo lo que puede decirse es que aparcece A y después B. La navaja mítica de Occam simbolizó realmente su objetivo: eliminar el marco intelectual de la filosofía y de la teología y ceder el sitio a una lógica nueva sumamente elaborada. Entre la experiencia indefinible de las cosas individuales y el conocimiento revelado dado por Dios no hay ninguna relación intelectual. No se puede considerar verdadero ningún juicio general respecto del universo externo. Tampoco se le puede llamar buena a ninguna categoría de acciones. Lo verdadero es lo que Dios ha revelado, el bien es lo que él ha ordenado. Los discípulos de Occam, si no él mismo, emplearon mucho de la distinción entre el poder absoluto y el poder relativo de Dios. El primero, que implica una libertad absoluta, es el único cierto. El otro, la forma que ahora tiene Dios de actuar en el universo, no tiene significado especulativo, teológico o filosófico.

Occam fue denunciado a la curia de Aviñón en 1324, cuando contaba sólo veinticinco años; pero su enseñanza fue censurada moderadamente. Miguel de Cesena lo había arrastrado a la oposición contra Juan XXII. Ambos se evadieron de Aviñón en 1328. Occam pasó el resto de su vida (murió en 1348­1349) dirigiendo polémicas en nombre del emperador Luis. Se mostró tan implacablemente destructor en teoría política como en el campo del pensamiento puro. Sus discípulos continuaron siendo ortodoxos en su práctica y en su profesión de fe. Sin embargo, rompieron prácticamente con la síntesis medieval de la razón y la revelación, de lo natural y lo sobrenatural. La filosofía y la teología especulativa se convirtieron en sutiles ejercicios intelectuales, pertenecientes a un terreno restringido y rigurosamente cerrado. Con frecuencia se ha comparado a los lógicos occamistas con el pensamiento filosófico anglosajón tal como aparece en Russell y Whitehead. No hay que extremar tal comparación. Pero la crisis que revelan estos dos movimientos es idéntica en ambos casos. En el curso de estos últimos años, eruditos americanos y alemanes han tratado de rehabilitar a Occam y a sus discípulos inmediatos como buenos aristotélicos y teólogos ortodoxos. Esta tentativa es feliz: profundiza nuestra interpretación del pensamiento de esa época. Nos revela la seriedad y a menudo la piedad de esos pensadores cuyas opiniones merecen consideración. Pero no puede anular todas las críticas hechas en el pasado.

Durante un tiempo, la lógica occamista sirvió a los universitarios parisienses para demostrar la relatividad de toda verdad. Después, los teólogos nominalistas establecieron cierto equilibrio entre la especulación destructora o al menos árida y la exposición respetuosa del dogma, que llegaba con frecuencia hasta la extravagancia por su exagerada ortodoxia. Como reacción, algunos escasos maestros partidarios del realismo, como Tomás Bradwardine y más tarde Juan Wicklef, se situaron en el extremo opuesto. El primero rozó el determinismo al rechazar todo lo que le parecía ser el «pelagianismo» de Occam. El segundo fue tan realista que modificó su actitud respecto a la doctrina católica de la eucaristía. La «vía nueva» fue primero combatida en París, pero desde la segunda mitad del siglo influyó considerablemente en la Universidad. París fue nominalista hasta fines de la Edad Media, con algunas interrupciones debidas a reacciones. A partir de 1400, casi todas las Universidades de Europa del noroeste fueron entera o parcialmente nominalistas. Las únicas fortalezas del realismo fueron Bohemia y algunas Universidades españolas. Recientemente se ha escrito mucho sobre el influjo del nominalismo en las perspectivas de los grandes reformadores. Durante los decenios que precedieron a Lutero —es decir, en la época de Erasmo—, este influjo fue sobre todo negativo: paralizó toda presentación apostólica y apologética de la fe. Al rechazar los axiomas de la metafísica tradicional, aristotélica o platónica, desvió a los teólogos especulativos de su verdadera tarea, que consiste en tratar de la vida cristiana y del dogma cristiano. Los llevó a discutir de problemas hipotéticos que pertenecían al universo de pensamiento nominalista. Piénsese lo que se quiera de la ortodoxia intencional o real de los teólogos nominalistas, hubo dos corrientes de pensamiento, influyentes y religiosamente ambiguas, en el mundo intelectual nominalista. Hubo, por una parte, el abandono de la metafísica y de la religión natural en cuanto base racional de la argumentación teológica y moral. Así se estimuló una visión humanista o mística de la vida cristiana. Por otra parte, se abandonó en todos los terrenos la confianza en la razón como medio de alcanzar la verdad abstracta. Así se abrió el camino hacia el autoritarismo en materia de teología o de política.

No es preciso hablar aquí de los notables progresos realizados en ciencias naturales y en matemáticas, imputables parcialmente al abandono de la metafísica. El siglo XIV es, en muchos aspectos, el alba de los tiempos modernos. Tampoco tenemos que acusar al nominalismo ante un tribunal inquisitorial de la historia. Sin embargo, quienes minimizan o niegan la heterodoxia de los teólogos nominalistas olvidan quizá que la teología y la espiritualidad cristiana desbordan el campo de las proposiciones rigurosas y que los pensadores nomi­nalistas no se limitaron a la lógica. Con su principio de economía y su manera de eliminar las expresiones teológicas venerables arrojaron de la conciencia cristiana todas las conexiones instauradas por la vida de la gracia y todas las atenciones que Dios tiene por el hombre, todo lo que, a pesar de no haber sido definido como artículo de , había sido considerado hasta entonces como cierto por el conjunto de los teólogos y de los autores espirituales.

En teología, lo mismo que en filosofía, el siglo XIV siguió un camino nuevo. Los grandes maestros del siglo XIII se habían ocupado de elucidar y sistematizar el depósito de la fe y de discutir los diversos artículos de fe extraídos de las Escrituras y de los Padres. Los teólogos de la nueva generación comenzaron a aislar las ideas y las proposiciones teológicas para someterlas a una crítica más filosófica que teológica. Este proceso fue modificado profundamente a partir del tercer decenio del siglo a causa de la influencia de Occam y de sus numerosos discípulos. Las obras teológicas escritas durante los cien años que siguieron a la muerte de Occam (1349) revelan un diálogo entre la doctrina tradicional y los axiomas occamianos. Se olvida la teología natural y la teodicea, el armazón patrístico y escolástico de la vida sobrenatural según la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Se abre un abismo entre el contenido experimental, positivista e intelectual del nominalismo y las verdades y preceptos revelados por un Dios amoroso, pero absolutamente libre e inaccesible para el entendimiento. Al mismo tiempo, los pensadores y los poetas se preocupan del hombre individual más que de la naturaleza humana como tal. La atención se centra entonces en los problemas del libre albedrío, del mérito, de la justificación y la salvación. Los teólogos occamistas insisten, por un lado, en el libre albedrío humano, y por otro, en la libertad de Dios. La primera tendencia los lleva al borde del pelagianismo, herejía que negaba la necesidad de un auxilio sobrenatural para realizar actos meritorios o, al menos, para dirigir el alma hacia Dios. La otra tendencia conduce a separar la elección divina justificante de toda disposición humana. En última instancia, esto lleva a considerar la justificación como la simple relación del hombre con un Dios bondadoso. Se llega incluso a una concepción imputativa de la justicia.

Paralelamente comenzó un debate sobre los grandes problemas de la predestinación y del conocimiento que Dios tiene de las acciones libres futuras, debate que enfrentó a los occamistas extremistas con los agustinianos tradicionalistas. El más eminente de estos últimos fue Bradwardine, famoso profesor de Oxford. Durante algunos meses (1349) fue arzobispo de Canterbury, donde murió poco después a causa de la peste, casi al mismo tiempo que el venerable Inceptor, cuya enseñanza había atacado tan duramente. Bradwardine se separó de la tradición tanto como Occam. Concibió un universo enteramente controlado por la presciencia de Dios. La raza humana está predestinada a la gloria o a la condenación. Cada acto meritorio está determinado por decreto divino. Sin embargo, Bradwardine influyó en su generación menos que Occam. Wicklef puede contarse entre sus discípulos.

Las teorías occamistas sobre la justificación fundamentaban la opinión según la cual los paganos «buenos» podían salvarse y los niños no bautizados podían ir al cielo. Occam sólo fue censurado moderadamente y nunca se dudó de la ortodoxia de Bradwardine, lo cual es síntoma de la confusión de la época. Los procesos y los anatemas quedaron para aberraciones menos oscuras y más llamativas: Wicklef, los lollardos y los husitas. Estas querellas y los debates violentos y prolongados de los conciliaristas ensombrecieron los últimos decenios del siglo XIV. Aquí, como en otros muchos terrenos, sólo se llegó a abordar los problemas: su solución no se alcanzó hasta los debates de la Reforma, en los que habrían podido participar Occam y Bradwardine si hubieran vivido todavía.

Aparte de los problemas occamistas y conciliares y los suscitados por Wicklef y Huss, durante los siglos XIV y XV hubo escasas cuestiones teológicas. Benedicto XII se opuso a la opinión personal de su predecesor Juan XXII, al definir que las almas puras o purificadas llegan a la visión beatífica de Dios en cuanto mueren, si están libres de pecado. Un siglo después se incluía la enseñanza tradicional sobre el purgatorio y los siete sacramentos en las definiciones doctrinales que Roma preparó para imponerlas a los griegos, armenios y otros. Este tema se trataba como una doctrina corriente, cuando en realidad aparecía por vez primera como definición auténtica y solemne de la fe. En esta misma ocasión definió Eugenio IV la supremacía del pontífice romano (1349).

Algunos historiadores han concedido escasa atención al resurgimiento del tomismo en el siglo XV. Tras un período en el que el nominalismo estuvo en boga hasta entre los dominicos, hubo una reacción con Capréolo (1380-1444), al que se le ha llamado el «primero de los tomistas» (princeps thomistarum). Con su importante comentario de la Suma, Capréolo es casi el creador del tomismo, es decir, de un sistema teológico completo que se apoya en una interpretación particular de santo Tomás. Esta obra fue acabada por Cayetano en los primeros años del siglo XVI y finalmente prolongada por Báñez ochenta años más tarde. Unos decenios después de Capréolo, otro discípulo ortodoxo de santo Tomás, Torquemada, se dedicó a elaborar la constitución dogmática de la Iglesia. Enrique de Gorkum aplicó los principios tomistas a la teología moral. Fue él quien introdujo en las Universidades nuevas la opinión favorable a la filosofía tradicional. Se ha pretendido con frecuencia que la primera gran época del tomismo comenzaba con Cayetano y Vitoria. De hecho, se inauguró cien años antes. Este es otro ejemplo de la renovación que, comenzada antes de la Reforma, prosiguió durante todo el siglo de las rupturas.

 

CAPITULO XXXIX

HEREJIA Y REVOLUCION