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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XIV

LOS SIGLOS MONÁSTICOS (II) NUEVAS ORDENES RELIGIOSAS

 

La división de la historia de Europa en períodos presenta un inconveniente: muchos autores y lectores olvidan que el curso de la actividad humana es continuo; que incluso cuando parece precipitarse como las cataratas del Niágara —así en 1517 y en 1789— la corriente es la misma antes y después. Pero no hay que llevar demasiado lejos la metáfora. En efecto, en el curso de los siglos, los sucesos que originan la superioridad física e intelectual se mezclan de cuando en cuando en una combinación armoniosa y producen un genio en tal o cual región, y un poder espiritual nuevo brota de profundidades ignotas. Pero el historiador debe desconfiar de esas descripciones que muestran una época nueva surgiendo del caos informe como por arte de magia.

La vida que bulle en cada sector de la actividad intelectual se hizo patente en el siglo XI y apareció por primera vez en Italia del norte y en el centro de Francia. En Italia, durante las primeras etapas, la renovación fue ante todo moral e institucional. En Francia estuvieron en el primer plano los factores intelectuales y escolares. Esta distinción desapareció pronto. Pero es normal que el historiador de la Iglesia examine primeramente Italia, patria de los grandes santos y grandes reformadores del siglo X. Estos, salvo raras excepciones, fueron monjes. El lapso que transcurre entre el pontificado de Silvestre II (998-1002) y la muerte de san Bernardo (1153) fue una época de reforma y de expansión del mundo monástico. Lo mismo ocurrió con la historia del gobierno pontificio.

El desarrollo notable y original de la vida monástica no partía de cero y había tenido señales precursoras. Montecassino había brillado de nuevo a comienzos del siglo X, y casi por la misma época Subiaco se hizo rico e influyente gracias a las dádivas de Alberico II, duque de Roma. En la época de Odilón y de Guillermo de Dijon, los reformadores de Cluny y otros habían actuado en Farfa, Roma e Italia del norte. Aunque el fervor de la renovación se entibió pronto, sería falso considerar en plena decadencia al monacato italiano, incluso después que muchas de sus casas fueran destruidas por los sarracenos. Sin embargo, los monasterios que existían en Roma y en las demás regiones de Italia a fines del siglo x seguían el modelo tradicional de vida comunitaria litúrgica. La Regla de san Benito, interpretada en sentido conservador, iba extendiendo entonces su influjo en Italia.

Sin embargo, por la misma época se percibía ya un espíritu completamente nuevo. Los que estaban inspirados por él buscaban un tipo de vida más austera y a veces eremítica. Encontraron sus principios fundamentales en los Padres del desierto o en una interpretación rigurosa y literal de la Regla benedictina. Los precursores de este movimiento fueron probablemente los monjes griegos del sur de Italia, que huían de las invasiones sarracenas, o los que habían sido expulsados de Asia Menor. Pero los adalides (y sus programas) fueron italianos. Citemos de entre ellos a Romualdo, Juan Gualberto y Pedro Damián. Romualdo de Rávena (hacia 950-1027) era monje de Cluny. Proyectó restaurar la vida monástica del desierto con toda la soledad y austeridad que esto comporta. Dejó tras sí los grupos de eremitas de Fonte Avellana y de Camaldoli en Toscana y en los Apeninos. Juan Gualberto de Florencia (990-1073), también monje cluniacense de San Miniato, estuvo algún tiempo en Camaldoli; pero partió luego para fundar una comunidad en Valleumbrosa, donde los monjes guardaban la Regla con clausura estricta y silencio perpetuo. Pedro Damián, de Rávena (1000-1072), pasó varios años en Fonte Avellana como eremita antes de verse arrastrado a las asambleas y actividades de la reforma de la curia; pero sobre todo ejerció su influjo en la vida monástica con sus escritos, que acusaban y recriminaban a la depravada sociedad del norte de Italia. Estas tres personalidades y sus sucesores presentaban unos rasgos característicos que en ellos eran nuevos, pero que iban a caracterizar pronto a toda la época. Consideraban la vida monástica en su forma más austera —es decir, semieremítica— como el camino más perfecto y, en realidad, el único verdadero para imitar a Cristo. En el plano institucional preferían el monacato eremítico al cenobítico y la interpretación estricta de la Regla, inspirada en los consejos de los santos del desierto egipcio. Además de las intenciones expresadas por sus fundadores, Camaldoli y Valleumbrosa iban a tener gran importancia en la historia del monacato. En Camaldoli los eremitas se reunían sólo en ciertos momentos en la iglesia y en el capítulo. Era la primera de una serie de instituciones entre las cuales destacó la Cartuja. Los monjes combinaban la vida eremítica y la monástica y practicaban una gran austeridad. Valleumbrosa fue el prototipo de otra modalidad. La comunidad vivía allí en la reclusión más estricta. La responsabilidad de la administración recaía en los hermanos legos (conver si). Cualquiera que sea el origen de esta categoría de religiosos, ha sido notablemente fecunda desde la época de Romualdo hasta nuestros días.

Estas dos aventuras fueron también originales desde otro punto de vista: estaban constituidas por dos edificios. En Camaldoli, los eremitas vivían en la parte superior de la vertiente montañosa; abajo una comunidad austera proporcionaba los candidatos a la vida solitaria. En Valleumbrosa, los monjes vivían en una reclusión relativa en la montaña. Abajo se encontraba el convento de los hermanos legos y una hospedería. Dada su austeridad, estos dos tipos de,instituciones no podían alcanzar gran difusión. Después de nueve siglos subsisten aún las dos, pero siguen siendo principalmente italianas. Es imposible demostrar, aunque sea muy probable, que ejercieron su influjo en las experiencias nuevas de los países cisalpinos.

Al norte de los Alpes, lo mismo que en Italia, la decadencia del monacato distaba de ser general. Guillermo de Volpiano, monje cluniacense, transformó Saint-Bénigne de Dijon en una comunidad observante, casa-madre de una importante congregación. Ayudó también al duque Ricardo II a establecer en Normandía una vida monástica floreciente. Muchas otras «órdenes» de observancia tradicional surgieron en Bec, la Chaise-Dieu, Molismo y San Víctor de Marsella; continuaron desarrollándose durante dos o tres siglos. Paralelamente se realizaron experiencias nuevas. En Muret (1076), san Esteban estableció una orden que observaba una austeridad y pobreza extremas, por no decir salvajes. En Fontevrault, Roberto de Arbrissel, predicador unas veces y eremita otras, erigió un famoso monasterio doble que seguía la Regla de san Benito en su interpretación rigurosa. Los hombres eran capellanes y directores espirituales de gran número de monjas, muchas de ellas de familia noble o real.

Muret y Fontevrault eran dos creaciones nuevas. Pero su objetivo no era satisfacer la necesidad, tan urgentemente sentida, de renovar la vida monástica tradicional destinada a responder a las aspiraciones de la época. En esta dirección se hicieron varias tentativas alrededor del año 1100. En Savigny, en un amplio valle situado en las fronteras de Bretaña y Normandía, Vital —otro predicador itinerante de renombre— fundó un monasterio (1088) que seguía la Regla de san Benito con toda su austeridad. Savigny fue pronto el principal centro de una congregación de casas francesas y anglosajonas. Unos años más tarde, en Tirón, Bernardo, antiguo abad cluniacense, fundó un monasterio, cuyos monjes se dedicaban especialmente al trabajo del campo. Después de un éxito inicial —varias fundaciones en Gales, Escocia y Francia—, la orden de Tirón volvió poco a poco al tipo benedictino tradicional. En Cartuja, en las montañas cercanas a Grenoble, Bruno, último maestro de las escuelas de Reims, se estableció con algunos compañeros en un «desierto» como el de Camaldoli, que quizá conoció Bruno. El fundador fue llamado a Roma. Más tarde fundó otro eremitorio en Calabria, donde murió. Pero la Cartuja continuó y, por etapas, adquirió unas constituciones detalladas y el estatuto de orden. La vida se parecía a la de Camaldoli. Algunos empleos y tareas penosas se realizaban en común; pero, a diferencia de Camaldoli, era un desierto «domesticado». Se construyeron casitas alrededor del claustro formando casi un complejo monástico. Merced a la observancia estricta de su género de vida y a la política decidida de no aceptar sino a los candidatos aptos para ese régimen desde el punto de vista espiritual, psicológico y físico, los cartujos fueron los únicos monjes medievales que no cayeron en relajación. Constituyeron y constituyen hasta hoy día una minoría selecta entre las órdenes religiosas de la Iglesia.

No puede decirse lo mismo de la institución que respondió exactamente a las necesidades de la época. Los padres de la orden cisterciense, como muchos otros, formaron al principio un grupo de eremitas. Sólo después de fundar una casa en Molismo y de comprobar que se habían desviado de su vocación pensaron hacer una tercera tentativa en Citeaux, que iba a representar el ideal de la época.

Hasta ese momento, los reformadores eran personas insatisfechas con la vida litúrgica enclaustrada y complicada de la gran abadía benedictina. En ella, en efecto, los monjes fervorosos estaban acaparados por las tareas administrativas propias de una finca enorme y de una corporación de propietarios: los huéspedes y peregrinos que había que acoger, los alquileres que tenían que cobrar, un ciclo de ceremonias largo y complejo que realizar. El abad era un señor feudal y consejero del rey. Por eso los reformadores adoptaron la vida eremítica o, por decirlo así, volvieron a empezar como al principio fundando unas casas pobres y pequeñas, libres de las trabas y convencionalismos de una comunidad antigua y rica. En los dos casos resultó o un fracaso completo o una vuelta progresiva al modelo original. Por este motivo los padres del Císter se decidieron a ser rigurosos e inflexibles. Rehusaron tierras, iglesias, fincas, tribunales, rentas y siervos. Tomaron como divisa «la Regla hasta su punto extremo» (ad apicem litterae). Suprimieron todos los alimentos, vestidos y objetos que no estaban especificados en la Regla. Abolieron así de un golpe los numerosos oficios menores, letanías, oraciones, procesiones, etc., que siglos de piedad habían ido añadiendo al opus Dei de la Regla. Es decir, casi todo, pues eran hijos de su siglo y no podían llegar hasta la supresión de la misa diaria y el oficio de difuntos. De este modo restablecieron el equilibrio del horarium y la división de las horas de trabajo entre la oración pública, la lectura meditada y el trabajo físico. Reprodujeron así lo que había sido Montecassino: un grupo autónomo que seguía un ciclo sencillo de oraciones y trabajos. Luego dieron un paso ulterior. Sólo habían pedido un trozo de tierra y la habían recibido inculta; tuvieron, pues, que luchar para sobrevivir. Y así, quizá más por necesidad que por voluntad, consagraron gran parte de su labor cotidiana al trabajo manual. En esto excedieron la costumbre de la Regla de san Benito, aunque no se alejaron de su espíritu. Mas pronto tomaron una orientación original: unos monjes que sólo trabajaban varias horas diarias y nada los días festivos no podían ni aumentar en número, ni cultivar los campos, ni cuidar los ganados como era necesario para subvenir a las necesidades de una comunidad numerosa. Los cistercienses no tenían siervos ni dinero para pagar los trabajos; por eso recurrieron a la institución de los hermanos legos (conversi), imitando quizá en esto a Valleumbrosa o a Hirschau. Pero emplearon a esos hermanos legos de una manera nueva: les permitieron seguir un régimen semimonástico y convertirse en auténticos miembros de la comunidad, excepto en los derechos del capítulo y en el servicio del coro y del altar. La vocación de converso satisfacía perfectamente una necesidad espiritual y social en esta época de expansión de la economía rural y de crecimiento demográfico. Los candidatos afluyeron a las abadías cistercienses y excedieron con mucho a los monjes de coro. Los hermanos legos eran también característicos de la época por representar una fuerza de trabajo. Trabajaban parcelas de terreno en grandes campos libres de los usos y costumbres complicados del sistema económico señorial. Durante la semana se encaminaban por turnos a las granjas, situadas a veces lejos de la abadía. Constituían un cuerpo móvil y flexible; pronto perfeccionaron la economía agraria y ganadera de los monjes blancos hasta un nivel muy elevado.

Los primeros padres del Císter —en particular su segundo abad, el inglés Esteban Harding— se mostraron igualmente capaces de solucionar los problemas provocados por la extensión de la orden. La divisa era: uniformidad. Servicio, libros, costumbres, edificios, horario, disciplina, todo debía ser idéntico en todas partes. Para mantener esta uniformidad se adoptaron dos medios que la antigua Iglesia había usado, pero que habían caído en desuso hacía largo tiempo: el capítulo general anual, dotado de poderes legislativos y judiciales, que se reunía en Citeaux, y la visita disciplinaria anual de cada abadía por el abad de la abadía madre. Esta constitución de base se desarrolló paulatinamente y se resumió en un breve documento llamado la Carta caritatis, «carta de amor», que debe considerarse, juntamente con la Regla de san Benito, uno de los escasos documentos fundamentales de la historia de las constituciones monásticas. Aunque escrita para un número restringido de monjes, puede aplicarse a una orden muy numerosa. Muchas de sus disposiciones fueron adoptadas pronto en todas las instituciones posteriores.

Provista de esta organización constitucional y económica, consolidada por la santidad de sus padres fundadores, en particular por la de Bernardo, el admirable abad de Claraval, la orden cisterciense se propagó rápidamente y tuvo un auge sin precedentes en la cristiandad latina durante más de un siglo. En 1153, a la muerte de san Bernardo, la orden contaba ya con 343 abadías, 66 de ellas fundadas por el santo mismo. En 1300 el número había subido a 694. En su edad de oro los cistercienses edificaron sus abadías en regiones alejadas e incultas que explotaron con competencia y constancia. En todos los países de Europa sus abadías forman aún parte del paisaje y son frecuentadas por arqueólogos y turistas. Treinta años después de la fundación del Císter, los cistercienses eran el centro de convergencia de todas las miradas de la cristiandad. Habían arrinconado a los cluniacenses y constituían la primera orden religiosa definida y organizada. Evitaron la «tiranía» de tipo cluniacense y respetaron la autonomía doméstica de cada casa, sin atribuir ningún poder especial a la abadía de Citeaux; no obstante, lograron, mediante la observancia de la regla de la uniformidad, mantener su mutua interdependencia y conservar con el capítulo general un centro común de autoridad. Constituyeron un cuerpo estrechamente unido y bien disciplinado, con espíritu e intereses propios.

La vocación cisterciense era tan apropiada a la época y las instituciones cistercienses tan excelentes que este movimiento tenía que tener inevitablemente imitadores. Figura entre tales imitaciones la orden llamada de los Premonstratenses, por el nombre de su primera casa, o de los canónigos blancos, por el color de su hábito. Establecidos cerca de Laon en 1119 por san Norberto (1080­1134), llegado de Renania, originariamente estuvieron destinados a la predicación y al trabajo misional. Pero influido por los cistercienses y amigo de san Bernardo, san Norberto admitió el elemento monástico en la vida de sus canónigos, los cuales adoptaron varias disposiciones constitucionales de los cistercienses. Desde los primeros tiempos hubo una oposición de ideales dentro de cada casa, así como entre los países germánicos y los latinos. En los primeros predominaba la vocación apostólica; en los segundos, las preocupaciones monásticas y contemplativas. Pero estas diferencias nunca llevaron a la división. En Europa central y en Holanda septentrional la expansión de los canónigos blancos fue incluso más rápida y espectacular que la de los cistercienses. Hicieron maravillas en la explotación de marismas y bosques. Además, al este del Rin proporcionaron obispos a muchas diócesis alemanas. En Francia y en las Islas Británicas, por el contrario, casi no se distinguieron, durante mucho tiempo, de los cistercienses ni por su estilo de vida ni por sus actividades agrícolas y ganaderas.

Al lado de estos grandes grupos, esta época vio nacer otras varias instituciones. Una de ellas, los gilbertinos, se limitó a Inglaterra. Fue al principio una orden religiosa femenina dirigida por canónigos regulares. Los gilbertinos vivían a veces en comunidades separadas; sin embargo, la mayoría de las veces habitaban en un monasterio anejo a un gran convento de monjas. Convento y monasterio estaban situados al lado de una iglesia en la que cada comunidad tenía su propio coro. Se les agregaron hermanos y hermanas legas y todos unidos formaron un conjunto complejo que gobernaba Gilberto de Sempringham por medio de organizaciones constitucionales y disciplinares muy detalladas. Esta orden limitó su expansión a los grandes condados de Lincoln y York. Su fundador propuso en 1147 fusionarse con los cistercienses, pero los monjes blancos, ocupados en absorber el importante grupo de las casas de Savigny, declinaron el ofrecimiento.

Más características aún de la época fueron las dos órdenes llamadas «militares»: la orden del Templo (caballeros templarios), fundada para escoltar y proteger a los peregrinos que iban a los Santos Lugares y que pronto fue el cuerpo selecto de los ejércitos cruzados, y la orden de San Juan (caballeros hospitalarios), que se consagró al cuidado de los peregrinos, enfermos y sanos, que partían para Oriente o regresaban de allí. Los miembros militares y religiosos de estas dos órdenes estaban sometidos a una regla monástica. Unían de una manera sólo concebible en esa época las dos vocaciones más populares entonces: la monástica y la militar. En Oriente vivían como religiosos armados, en fortalezas que eran obras maestras de arquitectura militar, cuyo ejemplar más célebre es el Krak de los caballeros. En Europa, sobre todo en la zona occidental, establecieron pronto una red de residencias que servían como centros de reclutamiento, administración y explotación, y fundaron hospitales para los enfermos y los hermanos ancianos. Estas órdenes estaban gobernadas respectivamente por un maestre y un gran comendador. Se reunían en capítulo general y en consejos más restringidos; estaban organizadas por grupos regionales. Perdieron su misión original cuando salieron de Palestina. Como veremos después, los templarios fueron acusados y desaparecieron. Sin embargo, la idea de una orden militar continuó inspirando las cruzadas en las otras regiones de Europa, sobre todo en España y en las fronteras orientales, donde alemanes y polacos guerreaban contra los paganos.

Los agustinos

El desarrollo y difusión de las órdenes monásticas o cuasi monásticas antiguas y nuevas constituye un tema favorito de los historiadores de la Edad Media. Pero se ha prestado menos atención al desarrollo y difusión de otra categoría, numerosa e importante: la de los canónigos tradicionales, «regulares» y «seculares».

La expresión «vida canónica» se aplicó originariamente a los clérigos que asistían al obispo de la ciudad y que se distinguían de los capellanes privados y de los clérigos menores de toda especie. Pero en la Alta Edad Media el tér­mino tomó un sentido distinto. Desde la época de san Agustín de Hipona había habido tentativas aisladas para reunir a los clérigos de la casa episcopal en una vida comunitaria, fundada en el ejemplo de los primeros cristianos, que implicaba el celibato, unos bienes comunes para atender al alimento y vestido y un estilo de vida cuasi monástico. En la época de la decadencia desapareció este tipo de organización; pero volvió a surgir en todas las reformas serias. Una especie de regla para «canónigos» fue establecida por san Crodegango de Metz (715-766) a base de la regla de san Benito y otras. Cuando Carlomagno trató de reformar y unificar a todos los tipos de clérigos, esa regla se convirtió en un elemento importante de la institutio canonicorum y fue promulgada el 816-817 por el Concilio de Aquisgrán. Como las otras reformas carolingias, ésta desapareció entre las invasiones y las tormentas políticas del siglo X. Pero el documento y el ideal que la habían inspirado subsistieron. En el Imperio, sobre todo en las ciudades, aparecieron y persistieron muchas y grandes casas de canónigos. En Francia y en Inglaterra hubo renovaciones en este terreno durante el siglo X y a principios del XI. Sin embargo, las condiciones económicas y sociales se conjugaron para destruir la vida común y los lazos establecidos con el obispo en los colegios catedralicios. A cada canónigo se le atribuyó una prebenda; desapareció la costumbre del dormitorio y el refectorio comunes. La renovación de la vida comunitaria fue uno de los primeros objetivos de los reformadores de Italia del norte y de Francia meridional. Varias casas importantes como la de San Rufo, junto a Aviñón, y la de Saint-Martin des Champs, en París, se fundaron antes de subir al solio pontificio León IX. Las autoridades oficiales se interesaron por esta cuestión cuando a ruegos de Hildebrando se discutió en el Concilio de Letrán (1059) la disciplina de la vida canónica. Un decreto en términos moderados recomendó la vuelta a «la vida apostólica, es decir, a la vida común». Desde ese momento, las casas de canónigos se propagaron rápidamente, sobre todo en Italia y en Francia. En el oeste y en el norte de Europa era menos urgente introducir este nuevo modelo, cosa que además era difícil por los obstáculos que suponía el conflicto entre el pontificado y el Im­perio.

Antes de acabar el siglo XI, la mayoría de las casas canónicas estaban situa­das en las ciudades, donde los canónigos se consagraban a tareas pastorales. Esas casas no presentaban entre sí ninguna uniformidad ni ninguna comunidad de regla o de institución fuera de la de Aquisgrán. En otras palabras: los canónigos formaban, todavía y sobre todo, grupos de clérigos que imitaban la vida apostólica común de la Iglesia primitiva. Antes del pontificado de Urbano II (1088-1099) sobrevino un gran cambio al adoptar varias casas la llamada Regla de san Agustín. Esta Regla se menciona a menudo en las aprobaciones y privilegios concedidos por la Iglesia a partir de esta época; pero fue en el siglo XII cuando se la consideró como el único código de reglamentación. Esta Regla se había ignorado durante más de seis siglos. Por lo demás, su origen y su forma han sido objeto de una discusión crítica durante estos últimos años. La Regla que se divulgó al comienzo del siglo XII —que es la utilizada en nuestros días por los canónigos de san Agustín y otras órdenes religiosas— es probablemente una adaptación hecha por Agustín, o por algún otro escritor antiguo, de la carta (n.° 211) que el santo escribió a su hermana, que dirigía una comunidad femenina (la «primera» Regla). No es en modo alguno una Regla completa. En los manuscritos anteriores al siglo Xll lleva a modo de prefacio una descripción muy breve y austera de la vida regular (la «segunda» Regla). Esta se dejó en seguida porque era imposible practicarla. La versión de la Regla destinada a los hombres (la «tercera» Regla) se enriqueció luego con colecciones de constituciones particulares de tal o cual orden. Progresivamente, y gracias a la adopción de esta Regla, y por la necesidad que se sentía de atribuirse un fundador ilustre y antiguo, la mayoría de los canónigos (una minoría permaneció siempre «secular») se transformaron en una orden religiosa que pretendía existir desde la época de san Agustín. Al principio había muchas especies de casas de canónigos: el capítulo de las catedrales o el personal de las basílicas, la fundación urbana (o Stift), corriente en Lorena y en Alemania; los grupos pequeños llamados «campamentos», unidos a los castillos en que vivían sus fundadores —tipo corriente en Francia y en Inglaterra—, y los pequeños grupos rurales instalados por algún terrateniente en una antigua y rica iglesia privada. Además existían grupos más estrictos y mejor organizados, como los Victorinos y los arruasianos. En general, dado el ambiente de la época y el ejemplo de las otras órdenes, se tendía a «monaquizar» a los canónigos, a los que se les llamaba agustinos o canónigos negros para diferenciarlos de los norbertinos «blancos». Muchas de las casas más importantes llegaron a no distinguirse de las benedictinas. Pero los canónigos agustinos siguieron siendo la orden religiosa menos austera, menos claustral y más ligeramente estructurada. Era, por decirlo así, la extrema izquierda de un frente cuya extrema derecha estaba representada por los cartujos y los camaldulenses. Sin embargo, en el siglo XII salieron de sus filas muchos santos y obispos. Probablemente, dado su número y el lugar que ocupaban en el mundo, tuvieron mucha mayor importancia a los ojos de los hombres de su época que la que tienen para los historiadores actuales. En todas las regiones de Alemania fueron más numerosos que los cistercienses y premonstratenses juntos. Entre 1071 y 1166 se fundaron más de cincuenta casas en la provincia de Salzburgo. Los canónigos agustinos encontraron en Cerhoh de Reichersberg (1093-1169) un agente y un abo­gado de primera calidad.

Cluny

Mientras se efectuaban estas innovaciones, las formas más antiguas de la vida monástica continuaban existiendo y a veces evolucionaban en su estilo de vida. Por simple coincidencia, el año histórico de 1049 señaló una etapa para Cluny: este año fue nombrado abad el joven aristócrata Hugo de Semur. Permaneció al frente de la abadía durante sesenta años y la llevó a su máximo esplendor, aunque en sus últimos años pudo percibir ya los síntomas de su decadencia. Odilón (994-1049) fue quien dotó a Cluny >del armazón de una «orden»; el año en que Odilón comenzó a ser abad había 37 casas dependientes de Cluny; en el momento de su muerte eran 65. Pero la enorme expansión de la orden se debe a Hugo. A su muerte, según los cálculos prudentes de un his­toriador, la abadía contaba con unas 1.184 casas más o menos importantes. Este rápido desarrollo se debió ante todo a la fama siempre creciente de Cluny. Ser cluniacense significaba a la vez un honor, una salvaguardia y una garantía. Esta celebridad se debía en parte a la personalidad de Hugo, llamado pronto Hugo el Grande; a su reputación de prudencia, a su santidad y a su influjo. Es in­dudable que Hugo se mostró más dispuesto que sus predecesores a acceder a las peticiones de reforma y de control. Pero hay que decir imparcialmente que Hugo tuvo como primer objetivo la difusión del espíritu monástico, la reforma en su sentido más amplio, y no la construcción de un Imperio. Parece que Hugo tuvo proyectos magníficos en todos los terrenos. En su tiempo se triplicó la comunidad de Cluny, llegando casi a los 300 miembros. Se ampliaron los edificios para responder a las nuevas necesidades. Hugo hizo construir la tercera basílica de la abadía, que no iba a ser sobrepujada —y esto por el propósito deliberado de los arquitectos— más que en algunos metros por la basílica de San Pedro de Roma, que data del siglo XVI. Bajo la dirección de Hugo alcanzaron el prestigio y la reputación su punto culminante.

Sin embargo, los gérmenes de la decadencia se sembraron en tiempos de Hugo. Cluny había sido y seguía siendo estrictamente monárquico. La clave de bóveda del gran edificio era la profesión de obediencia que hacían todos ante el abad de Cluny. En teoría, todos los monjes eran miembros de la casa madre. No existía ninguna organización constitucional fuera del capítulo con­ventual normal de los monjes de Cluny. No se hizo ningún intento de establecer un sistema de representación o delegación. La enorme máquina funcionaba por su propio impulso, y el abad de Cluny la supervisaba pasando casi todo su tiempo en viajes incesantes. La institución de Cluny tenía como objetivo escapar de las garras del sistema feudal. Pero ella misma era también una organización semifeudal, sus miembros estaban unidos por un sentimiento de lealtad y una necesidad de protección, ligados por la promesa solemne de obediencia que hacían todos los monjes. Se extinguió el espíritu de iniciativa y se debilitó el fervor. Además, el mismo Hugo dio ocasión a ambas deficiencias: acogió a un número ingente de candidatos, a los que admitía después de una prueba simbólica, que a menudo sólo duraba unos días. La vida de Cluny y, sin duda, la de las otras casas se vio dificultada por el número dé monjes, muchos de los cuales no tenían la menor vocación para esa vida. A la muerte de Hugo se advirtió el peligro latente bajo el esplendor. Pons, su brillante y voluble sucesor, introdujo la discordia e incluso la violencia en el claustro. El navio se enderezó bajo la dirección de otro joven aristócrata: el competente y celoso abad conocido luego con el nombre de Pedro el Venerable (1132-1156). Pero el golpe infligido y la entrada en la liza de órdenes nuevas pusieron fin a la supremacía religiosa de Cluny. Su estilo de vida y su aspecto externo habían sido atacados por un rival nuevo y poderoso que ejercía un ascendiente comparable al que había ejercido Hugo. La polémica de san Bernardo con los cluniacenses y la apología con que respondió Pedro el Venerable constituyen un debate clásico sobre las cuestiones de principio de espiritualidad en la Iglesia occidental. Estos dos campeones se disputan todavía el favor de la opinión pública. ¿Se trataba de celo evangélico que condenaba la relajación de los monjes o de puritanismo que condenaba a un cristianismo indulgente? ¿No se ocultaba el fariseísmo bajo el celo? ¿No disimulaba la caridad, como una piel de oveja, la molicie y la lujuria? En todo caso, el historiador debe advertir que Pedro el Venerable fue un reformador importante y que los cistercienses perdieron en cincuenta años mucho de su primitivo fervor.

Antes de finalizar el siglo xii había llegado al límite la marea constante del monacato. Aunque hubo nuevas fundaciones acá y allá, sobre todo en la peri­feria del mundo cristiano latino, se había alcanzado ya el punto de saturación. Durante los dos siglos transcurridos entre Silvestre II e Inocencio III, el orden monástico y las organizaciones similares habían adoptado una nueva forma social, religiosa e institucional. De manera general se puede decir que lo que había sido una clase se convirtió en una vocación. Al principio el monje había tenido la misión de interceder por la sociedad y de ocuparse del servicio litúrgico; se había convertido en un hombre consagrado a la búsqueda de la perfección evangélica absoluta. En esa época fervorosa, los camaldulenses, los cartujos, los cistercienses y premonstratenses no formaban parte de la sociedad feudal, sino que representaban la huida al desierto. En el terreno espiritual, el monje tenía como meta más lejana la comunión con Dios, la vida mística. Desde el punto de vista institucional, había nacido la orden religiosa, organi­zada, unificada y supranacional. Algunas de sus particularidades, como el capítulo general, las visitas de inspección y todo el mecanismo que esto implicaba, se habían adoptado en todas partes. No se puede calcular estadísticamente la importancia de la gran oleada que representó el movimiento monástico. Sin embargo, podemos formarnos una idea por lo que sucedió en Inglaterra, donde hallamos informes más copiosos que en otros lugares. En Inglaterra, en el siglo y medio que va de 1066 a 1216, el número de casas religiosas pasó de unas '60 a más de 700. El número de monjes, monjas y canónigos pasó de unos 1.000 a 15.000.

Esta enorme oleada de entusiasmo tenía su origen en la convicción de que la vida monástica, con la renuncia y la piedad que implicaba, era la verdadera vida cristiana. En cierto sentido, el ideal evangélico y apostólico de la perfección cristiana, predicado a todos y accesible a todos, se había ensombrecido durante un largo período de violencia, ignorancia e inseguridad que había provocado el sentido de la falta y del castigo y la necesidad de un refugio y una disciplina. La vida monástica respondía a sus necesidades y, como una marea salvadora, se desbordó propagándose por el mundo. La práctica y la devoción monásticas nutrieron a mujeres y hombres piadosos que no entraron en las órdenes ni emitieron votos especiales.

No sólo las hermanas y hermanos legos, sino también los laicos, hombres y mujeres, se vieron arrastrados por este movimiento. En un sentido muy real, la Iglesia occidental se había «monaquizado». Al mismo tiempo, el mundo circundante empezaba a influir sobre las órdenes monásticas que crecían en importancia y riquezas. Durante un corto período, entre Inocencio III y la gran peste, las órdenes se mantuvieron en el apogeo de su magnificencia exterior, estando todavía inspiradas por sus primeros ideales. Pero no continuaron modelando la piedad ni representando un ideal religioso excelso para el mundo que las rodeaba.

El motivo que inspiró principalmente la creación de todas esas nuevas instituciones de monjes y canónigos fue de índole religiosa. Tanto en los fundadores como en sus discípulos, las razones que provocaron la rápida expansión de esas instituciones eran también de naturaleza religiosa. Sin embargo, pueden señalarse causas económicas y sociales que influyeron en esta afluencia sin precedentes hacia los claustros. Más pacífica y más culta, la sociedad experimentaba la necesidad y el gusto de consagrarse libremente al estudio y a la creación artística. El desarrollo demográfico multiplicó las vocaciones en este campo como en todos los demás. En fin, se ve claramente el influjo de una razón económica en el aumento numérico de los hermanos legos cistercienses procedentes especialmente de la clase campesina rica (como en el Danelaw inglés) y de familias campesinas libertadas que explotaban las tierras en la periferia de los monasterios.

Bernardo de Claraval y Pedro el Venerable

La primera mitad del siglo xn fue la fase última y más espectacular del período denominado «los siglos monásticos». Era normal que estuviese dominada por un personaje cuya vida y palabras constituían un ejemplo y eran una manifestación del ideal monástico. Bernardo, monje del Císter y primer abad de Claraval, ejerció en la Iglesia occidental durante unos treinta años un influjo no igualado por ninguna persona sin título de pontífice, e incluso superior al de algunos de los papas más grandes. Su personalidad estaba a la altura de su época. Un siglo antes, un genio religioso, por grande que hubiera sido, no habría podido extender su influjo sobre Europa, entonces dislocada y no desarrollada. Un siglo después, un hombre de la talla de Bernardo se habría visto envuelto y neutralizado por la espesa pared del poder eclesiástico centralizador. Bernardo pasó los años de su madurez en una sociedad cuyos centros fueron Citeaux y Claraval, casas que durante un corto período detentaron el poder espiritual en la cristiandad occidental. Gozando de la libertad espiritual absoluta del simple monje, vivió en una época en que la sociedad en la que llevaba a cabo su obra admitía sus principios, aunque no los observase. Ninguno de sus numerosos adversarios o rivales tuvo suficiente fuerza polémica, administrativa o material para reducirlo al silencio y contrarrestar sus planes. Poseía en grado eminente las cualidades que lo capacitaban para desempeñar un papel direc­tivo: don de gentes por su origen noble, gran valor moral y espiritual, talento literario y oratorio de primer orden, ausencia de ambición temporal y de deseos materiales, gran confianza en sí mismo y voluntad de hierro, sinceridad total, pero también habilidad táctica, amor real y práctico a sus compañeros, que no le hacía mostrarse indulgente o moderado cuando atacaba lo que consideraba mal.

Nombrado en su juventud abad fundador de Claraval en 1115, Bernardo adquirió, tras algunos años de esfuerzos costosos, una posición de autoridad espiritual que conservó hasta su muerte en 1153. Durante casi todo ese período, las abadías de Citeaux y Claraval constituyeron el centro espiritual de la cris­tiandad occidental. Bernardo desempeñó el papel de reformador, consejero, líder, predicador, director de conciencia y teólogo: difícilmente podría hallarse otro ejemplo semejante en la historia de la Iglesia. Estaba al frente de una gran comunidad monástica hacia la que miraba toda Europa y que en treinta años llegó a ser casa madre de setenta filiales, desde Northumberland hasta Roma; a pesar de ello, era llamado constantemente fuera de la clausura. Con su prestigio confirmó la legitimidad del papa Inocencio II, provocó la condena de Abelardo y de Arnaldo de Brescia y logró la sumisión de Gilberto de la Porree. Retó a la gran comunidad de Cluny y, con su ardor y su amor, hizo fracasar al mismo Pedro el Venerable; censuró a los herejes y emitió su juicio decisivo sobre elecciones discutidas. Depuso a los obispos indignos, convirtió a infinidad de gente con su predicación, como a los estudiantes de París; con sus cartas, como el famoso Suger, y con su fama de santidad. Sin ayuda de nadie consiguió que Francia y Alemania emprendieran la cruzada. Vio a sus monjes convertirse en abades, obispos y cardenales; finalmente pudo aconsejar y reprender a uno de sus hijos espirituales que había subido al solio pontificio. Fue guía de otros santos que pertenecían a instituciones distintas, como san Norberto y san Gilberto. Dio su Regla a los templarios e inspiró la de los pre-monstratenses. Se ha estudiado el influjo que ejerció sobre los obispos, sobre las órdenes de monjes y de canónigos distintas del Císter, sobre monjas, laicos, hombres y mujeres y, de hecho, sobre casi todos los sectores de la sociedad contemporánea. Fue el último de los Padres de la Iglesia por haber escrito un tratado sobre el amor de Dios, la encamación y el libre albedrío. Su particular devoción a la vida terrena y sufrimientos de Jesús, así como a la Virgen, a los misterios de la .anunciación y natividad, a los ángeles y a los santos hace de él uno de los más eminentes fundadores de la piedad moderna. Fue el maestro que mejor enseñó la Regla de san Benito y el mayor místico autobiógrafo de la Europa occidental. Juan de Salisbury lo ensalzó con razón como el predicador más famoso desde san Gregorio Magno. A Bernardo se le ha llamado el autor latino más elocuente aparecido en el período que media entre san León Magno y Petrarca. Fue el mejor de los autores de cartas, tan característicos de su época. Es casi el único de los escritores medievales capaz de apasionar aún al lector moderno. Incomparable conductor de hombres, podía atacar a fondo y perseguir a un hombre con energía implacable para terminar una larga controversia con paz y amistad. Utilizaba el arte de la persuasión; fue maestro consumado en la elección del momento justo y de los métodos adecuados, que muchos juzgaban duros y demasiado tajantes. Sin embargo, podía conquistar a su auditorio recurriendo a lo que él mismo llama «coruscación» de signos y milagros, que no tienen paralelo en la hagiografía. Era una llama ardiente, un prodigio y juntamente una persona de trato afable y cortés. Durante su vida, muchos lo odiaron y temieron, mientras que otros lo defendieron y admiraron con pasión. Los historiadores han descubierto y siguen descubriendo aún razones para censurar sus actos; pero nadie niega su talento. En verdad, Bernardo no tuvo igual. A su lado, todos los adalides espirituales del mundo medieval, incluidos san Gregorio y san Francisco, parecen menos imponentes. Durante toda su vida y hasta su muerte suscitó apreciaciones diversas. Pero como escritor, hombre de acción y santo, es uno de los hombres más eminentes del pasado de Europa.                .

Aunque inferior a Bernardo en prestigio, elocuencia y hondura teológica, Pedro de Montboissier (Pedro el Venerable) fue también uno de los hombres más influyentes de Europa durante toda su generación. Vivió casi en la misma época que su famoso rival y fue abad de Cluny desde 1122 hasta 1156. Cuando sólo tenía treinta años cogió el timón del gran navio, que zozobraba, y trabó una lucha incesante y desesperada contra la ley de la gravedad moral. Más de una vez se vio enfrentado a san Bernardo, especialmente a lo largo de una copiosa correspondencia en la que se ve a los dos adversarios defender la causa de sus respectivos partidos monásticos. San Bernardo aparece como reformador idealista y Pedro el Venerable como hombre de paz, llamado no a destruir o rasgar, sino a reavivar el pabilo humeante y a enderezar la caña quebrada, capaz de admitir que las aceradas críticas de Bernardo son justas y de aplicar a Cluny el remedio de Claraval. La noble cortesía de Pedro el Venerable, la compasión que siente por Eloísa y Abelardo prefiguran las grandes cualidades de un autor como Fenelón. Estaba siempre en camino para visitar a los miembros dispersos de su comunidad o para realizar misiones diplomáticas de orden temporal o eclesiástico. Sus viajes lo llevaron de Roma a Inglaterra y de Borgoña a España. Fue amigo y corresponsal de todos los monarcas y de todos los papas de su época. En cuanto a sus cartas, por el contenido y el estilo, son menos vehementes que las de san Bernardo o las de san Juan de Salisbury, que constituían verdaderos informes, pero son parte integrante de la historia política y monástica de la época. De este modo, durante treinta años, Cluny, con su inmensa red, fue también un coloso imponente extendido sobre la cristiandad, y Citeaux fue el árbol exuberante cuyas ramas cubrían la tierra. Ambos estuvieron dirigidos por hombres de una finura de espíritu fuera de lo corriente y de una santidad libre de todo apego al mundo y de toda ambición. Semejante fenómeno no tenía precedente en la cristiandad occidental y no ha vuelto a repetirse.

 

 

CAPITULO XV

LA IGLESIA EN EL SIGLO XII