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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

TERCERA PARTE

(1049-1198)

 

CAPITULO XIII

LA REFORMA GREGORIANA

 

Por falta de estudio suficiente, los historiadores han dado con frecuencia una idea equivocada del gran movimiento de reforma que surgió en la Iglesia occidental y se prolongó durante cien años. En el pasado era frecuente centrar la atención, casi exclusivamente, en el conflicto que enfrentó al Imperio y al Papado, y más concretamente en un punto de este conflicto: en la querella de las investiduras. En el curso de los últimos cincuenta años, esa gran contienda, el conflicto por excelencia, según los historiadores alemanes, se ha descrito con más exactitud como un aspecto del gran movimiento de reforma moral, disciplinar y administrativa que afectó no sólo al pontificado y al clero, sino a toda la sociedad. Profundizando más, puede decirse que esta reforma religiosa y eclesiástica, aun siendo muy importante, sólo representa en realidad uno de los aspectos del proceso mediante el cual Europa occidental se liberó de la tutela intelectual en que se hallaba, para alcanzar sus primeras capacidades teóricas y prácticas. De hecho constituye un rasgo característico de esa vida nueva que, de acuerdo con sus restantes manifestaciones, se ha llamado el renacimiento de los siglos XI y XII. La centralización del poder pontificio, la renovación monástica, el renacimiento de los derechos canónico y civil son diversos aspectos de una misma evolución espiritual que inspiró la dialéctica nueva, el desarrollo de las escuelas, el arte románico y el Domesday-Book. Pero, incluso después de decir esto, no tenemos aún una perspectiva suficientemente amplia. El siglo XI está tan ligado al período precedente como al siguiente. Del mismo modo que el problema de las investiduras no es sino un aspecto del proceso de desacralización de la Iglesia y del Eigenkirchentum universal, así también el influjo cada vez mayor del papado sólo es comprensible si recordamos la larga tradición que la Sede de Roma tenía tras sí. En realidad, el conflicto entre papas y emperadores sólo puede comprenderse adecuadamente después de examinar y recordar la historia de las relaciones que el papado había mantenido con Carlomagno y los emperadores de la Roma oriental desde la época de Constantino. En efecto, el breve período de treinta o cuarenta años que duró el pleno apogeo de la reforma —que la posteridad ha designado con el nombre de Hildebrando o Gregorio y que alcanzó su punto culminante con el pontificado de Gregorio VII— no puede comprenderse, si no se le considera como la consecuencia directa de más de siete siglos de combates teóricos y prácticos. Además, esos años constituyen una línea de ruptura en la historia de Europa, una época breve durante la cual se produjo una evolución importante y duradera, sólo comparable con la Reforma del siglo xvi y con la Revolución Francesa del xviii. La renovación monástica y el renacimiento de la actividad especulativa se estudiarán en otro lugar. Ahora nos referimos únicamente a lo que podemos llamar la historia política de la reforma gregoriana.

Si se considera en todos sus aspectos la reforma moral y espiritual que se produjo entonces, hay que reconocer que fue en gran medida obra de los monjes. Muchos autores proponen acertadamente la fundación de la abadía de Cluny (hacia el 910) como fecha del comienzo de la reforma. Antes de esta fecha, al menos a partir de los primeros años del reinado de Ludovico Pío —un siglo antes—, había habido una decadencia general de la vida religiosa. Ninguna renovación había perdurado. Con la fundación de Cluny asistimos al nacimiento de una institución que se iba a conservar durante todo el período creador de la Edad Media y que, de hecho, se mantuvo hasta que fue barrida, junto con los otros restos de la Europa feudal, por la Revolución Francesa. Pero Cluny no fue un fenómeno aislado. La fundación de Brogne, al norte de Lorena, unos años más tarde (914), y la de Gorze, junto a Metz, veinte años después (933), prueban que empezaban a correr aires verdaderamente reformadores, mientras en el sur de Italia aparecía por las mismas fechas el primer santo de una nueva familia eremítica y monástica. Sin embargo, los reformadores monásticos no influyeron directamente ni en la cabeza ni en los miembros de la jerarquía eclesiástica. Si su influjo rebasó el marco de sus respectivas órdenes, fue sencillamente porque elaboraron los principios de una vida sometida a la regla y porque establecieron monasterios, que fueron los viveros de donde saldrían un siglo después los verdaderos reformadores. Estos fueron monjes, e imprimieron a toda su obra un sello monástico. Consideraron al mundo desde un punto de vista monástico, por así decir. Los remedios que propusieron eran de carácter monástico.

Hemos visto que Silvestre II, cuya carrera e importancia histórica son asombrosamente parecidas a las que tuvo después Adriano VI, dio pruebas de energía durante un breve período de cuatro años. Defendió los derechos de su Sede y tomó la iniciativa de establecer la jerarquía húngara y la polaca. La muerte del emperador en 1002, seguida un año después por la del papa, puso fin a esta primavera prematura. El nuevo rey, Enrique de Baviera, que en su juventud estuvo orientado hacia la carrera eclesiástica, fue un príncipe devoto y consciente de sus deberes, hasta el punto de haber sido canonizado. Sin embargo, no tenía en absoluto la intención de renunciar al tradicional control sobre la Iglesia alemana y lombarda y sobre sus obispos. En realidad, el reinado de Enrique III fue un período de realizaciones. Reinando sobre una Alemania al fin unida, el monarca dominaba al papado, a la sazón en trance de reforma, con un espíritu similar al de Carlomagno. En Roma consiguió el poder la casa de los barones de Tusculum, que proporcionó una serie de papas, siendo Benedicto VIII el más conocido de ellos. Fue éste un barón guerrero y victorioso que reconquistó los territorios perdidos por el papado; su flota, con las de Génova y Pisa, derrotó a los sarracenos. Y fue también un pontífice activo que actuó, conscientemente, bajo el control del emperador. En 1022, con ocasión de un concilio celebrado en Pavía, los dos soberanos de la cristiandad promulgaron entre otras medidas un canon que reafirmaba el celibato de los sacerdotes. Llegaron incluso a ampliar las prescripciones de este canon prohibiendo la incontinencia a todos los clérigos. Sin embargo, este decreto se debió probablemente a razones de política económica y feudal. Había que impedir que las propiedades ajenas a las iglesias privadas escapasen de las manos de los señores feudales. De todas formas, una vez más, el papa y el rey murieron prematura y casi simultáneamente (1024). Juan XIX, papa joven, poco inteligente y de costumbres disolutas, renovó algunos de los antiguos escándalos. Después de un intervalo sumamente confuso, durante el cual llegó a haber en algún momento tres pretendientes a la Sede pontificia, se operó un cambio decisivo, cuando Enrique III designó para el pontificado primero a Suidger, obispo de Bamberg (1046), que tomó el nombre de Clemente II, y luego a Poppon (1047), obispo de Brixen, que se llamó Dámaso II. Este hecho ponía de manifiesto quién ejercía el verdadero poder; pero también ponía término a las pretensiones y disputas intestinas de Roma. Al morir Dámaso años después, Enrique nombró a su pariente Bruno, obispo reformador de Toul. La entrada en escena de Bruno (León IX) señala el comienzo de una nueva época.

¿En qué medida necesitaba reforma la Iglesia de mediados del siglo XI? ¿Cómo había que aplicar esa reforma? ¿Quiénes fueron los primeros reformadores? Una reforma espiritual auténtica puede provenir de dos fuentes: de individuos de virtud, energía y discreción espiritual excepcionales, o de una autoridad inteligente y llena de celo. Este último elemento faltó completamente en Roma hasta 1049. El gobierno imperial era incapaz de reemplazar al papa como habían hecho Justiniano I y Carlomagno: los monarcas alemanes carecieron de talento y de prestigio; además, de hecho, nunca reivindicaron para el príncipe establecido por Dios sobre toda la cristiandad el derecho de regir a toda la Iglesia. Dedicaban su actividad a gobernar un reino difícil, cuyos obispos y abades eran grandes vasallos que se apoyaban en el rey. Pero la vida espiritual de la cristiandad, al menos en teoría, estaba bajo la responsabilidad del papa. Además, sea cual fuere el modo de comprenderlo, el Imperio no equivalía ya a toda la cristiandad: las Islas Británicas y gran parte de Italia, así como toda Francia y un número creciente de Iglesias nacionales de la periferia, como las de Polonia, Bohemia, Hungría y España dependían directamente del papa sin ninguna intervención imperial. Algunos propagandistas imperiales, seguidos por ciertos historiadores actuales, han escrito que los emperadores de la casa de Hohenstaufen controlaban toda la cristiandad occidental, como había hecho Carlomagno. Pero no sucedió así. El conflicto entre el pontificado y el Imperio en 1070 y cincuenta años después no fue una lucha entre dos antagonistas que querían hacer de Europa una sola unidad territorial. Por eso ni el mejor emperador podía dar origen a una reforma de gran envergadura.

Era evidente que el papado necesitaba reforma. Es cierto que los escándalos romanos fueron exagerados por los contemporáneos y, desde Duchesne, por los historiadores. Pero la ineptitud de los papas durante doscientos años, la forma en que se vieron envueltos en las querellas intestinas de Roma y su incapacidad administrativa para dirigir los asuntos de la Iglesia son cosas que no necesitan demostración. La reforma general sólo podía venir de la cabeza y ésta tenía que ser sana y poderosa.

Es difícil saber con certeza si en ese momento el cuerpo de la cristiandad tenía más necesidad de reforma que en otros y en qué sentido. En el siglo XI la mayoría de los cristianos de Occidente eran campesinos incultos y, de una u otra forma, siervos de la tierra que cultivaban. En esa época casi todo el mundo vivía cerca de una iglesia y de un sacerdote. Todos podían asistir a misa y recibir los sacramentos. No podemos hablar del uso que hacían los cristianos de la rudimentaria enseñanza que recibían. Tampoco podemos decir nada de su elemental vida espiritual ni del culto en que participaban. Pero en todo caso, y exceptuando quizá algunas «ciudades» y villas de Italia, el programa de la reforma no se orientaba (a diferencia de lo que ocurrió a fines de la Edad Media) a una reorganización radical a nivel parroquial. En el otro extremo, la reforma monástica —dentro de ciertos límites convencionales— había precedido al movimiento de reforma general. Es cierto que algunos hombres fervorosos se comprometieron en el mundo para instaurar y extender la estricta observancia, pero en general el orden monástico no inspiró serias preocupaciones. La razón de que los primeros reformadores, que en su mayoría eran monjes, pudieran dedicarse a otros grupos es, quizá, que tenían su propia orden relativamente bien sujeta. Como veremos después, la panacea que propusieron consistía en convertir a la Iglesia en un organismo monástico, imponiendo al pueblo una vida de sujeción a una regla y dando en lo posible una regla de vida monástica tanto al clero secular como a los laicos. Quedaba el clero que dependía del papa: obispos, sacerdotes y órdenes menores. En éstos, el mal fundamental —se vio claro en esta época— estaba en que los sacerdotes se enfangaban en el terreno pantanoso de la sociedad laica. El pontificado, cuando no estaba sumergido en el lodazal de los partidos romanos, vivía bajo el yugo de los emperadores alemanes. Con escasas excepciones, los obispos eran designados por los señores laicos. Su fortuna procedía de beneficios concedidos por el rey o por cualquier otro; estaban ligados por obligaciones feudales y consagraban gran parte de su tiempo a tareas administrativas en provecho de su señor temporal. En el peor de los casos habían obtenido el cargo por dinero. Salvo rarísimas excepciones, el clero bajo estaba al servicio de un señor más o menos poderoso; en otras ocasiones, para obtener una pequeña renta que le asegurase la subsistencia, se encargaba de una iglesia considerada como un bien inmueble, cuyos beneficios iban a parar en gran parte a las manos de uno o varios señores. Es cierto que el hecho de que el clero se enredara en tales compromisos no se debió al deseo explícito de los príncipes laicos. Todos los escritos polémicos anteriores a la renovación afirmaban y admitían la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal. Sin embargo, en el mundo de esta época, el clero alto y el bajo habían cesado de vivir la vida a la que están obligados, es decir, una vida organizada, disciplinada o simplemente distinta de la de los laicos. El papa no era más que un barón romano, un soberano poco influyente, a veces el capellán y servidor del emperador. Los obispos eran con frecuencia muy acaudalados por proceder de las grandes familias feudales. Los sacerdotes eran campesinos, estaban casados y a menudo sólo formaban los eslabones de una cadena hereditaria. Así, pues, el clero no constituía un cuerpo organizado, no podía servir de levadura ni de luz para el resto del mundo.

Los reformadores concentraron su atención y su propaganda en dos males universales y en un gran remedio. En el lenguaje de la época, los males eran la «simonía» y el «nicolaísmo». El remedio consistía en la acción disciplinar emprendida por un papado libre y poderoso. Ni los males ni el remedio eran nuevos. En una época en que se precisaban y definían toda clase de problemas, la novedad estribaba en el deseo general de afrontar la situación global mejor que casos aislados, en la búsqueda y creación de un derecho y una organización para realizar este proyecto. En el curso de esta contienda apareció por vez primera en Occidente una clase organizada —el clero o el gran organismo de los clérigos—, estrechamente unida bajo la autoridad de los obispos, estrechamente unidos a su vez con el obispo de Roma. El derecho y los intereses separaban a esta clase del laicado, que debía ocupar una posición inferior.

La simonía es un pecado tan viejo como el cristianismo. En su origen consistía en la opinión pertinaz de que los dones sobrenaturales y los poderes carismáticos podían comprarse con dinero. Más tarde se recurrió a la simonía para la compra o la venta de las acciones o de las tareas espirituales y sacramentales. La simonía se propagó, acabando por afectar a todos los servicios dados o solicitados en el momento de una designación o de una ordenación sacerdotal o episcopal. Como en su origen este pecado consistía en confundir la gracia con la magia y en desconocer totalmente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, fue catalogado como una herejía. La teología sacramental estaba dando sus primeros pasos. La administración de las órdenes mayores no se había concedido todavía como análoga al bautismo. Entre los reformadores fácilmente se extendió la opinión de que toda transacción simoníaca impedía la transmisión de los poderes espirituales, por lo que todas las órdenes y sacramentos obtenidos por simonía eran nulos. Todavía no se distinguía con claridad la licitud de la validez en el ejercicio de un poder. No podemos decir nada sobre el número de transacciones verdaderamente simoníacas en el terreno de las designaciones episcopales. Carecemos de datos concretos sobre compras de cargos episcopales por grandes sumas de dinero antes del siglo XII. Los casos más escandalosos y más numerosos parece que surgieron cuando ya había comenzado la campaña de los reformadores. Un tipo de simonía menos reprensible que el anterior se extendió más ampliamente: un obispo pagaba el equivalente de una obligación feudal cuando aceptaba un feudo; o bien, en un plano inferior, un sacerdote pagaba un «derecho de entrada» en la iglesia. El primer tipo de simonía no fue habitual hasta que el sistema feudal estuvo totalmente elaborado y generalizado. Evidentemente, los reformadores tenían una labor inmensa, aun cuando exageraran o interpretaran mal algunos de los casos que citaban. En el fondo se enfrentaban con la apropiación laica de dominios y cargos eclesiásticos y las consecuencias que de esto se derivaban para la Iglesia: servidumbre, pillaje y degradación moral.

El término nicolaísmo, que designa el segundo mal de la Iglesia, tiene un origen incierto. Acabó por designar la incontinencia de los clérigos. La castidad y el celibato formaban parte de la antigua disciplina canónica de la Iglesia occidental; pero ya se habían abierto brechas en esta disciplina. De hecho, en Europa occidental, tras la caída de la civilización romana, el olvido de este precepto fue cada vez más corriente. Pero tampoco en este campo disponemos de estadísticas. Los reformadores exageran a menudo. Con todo, tenemos pruebas numerosas y constantes de que —como se puede esperar en un gran organismo indisciplinado— el matrimonio o el concubinato eran prácticas corrientes. El término «matrimonio» no es incorrecto, ya que las órdenes sagradas no constituían en esta época impedimento canónico para invalidar una tentativa matrimonial. El matrimonio no exigía la presencia ni la bendición de un sacerdote. En todos los países había muchos sacerdotes que habían contraído uniones duraderas, soportaban todas sus consecuencias legales y gozaban de todos sus derechos. Así, pues, el nicolaísmo tenía resultados que no eran sólo los relativos a los individuos. Llevaba, naturalmente, a la transmisión hereditaria de las iglesias (en cuanto beneficio) y a la dispersión de la propiedad eclesiástica por donación o por testamento. Llevaba igualmente a dificultades sociales y económicas propias de esta época. Aunque el sacerdote fuese de condición servil o villana, su oficio lo elevaba sobre sus iguales. Su esposa solía ser libre por su nacimiento y los hijos «tenían la condición de la madre». El señor, por tanto, se veía privado de la progenitura de sus siervos, así como de una parte de los bienes de la iglesia que el siervo había adquirido por regalo o por herencia. De este modo, el señor laico y los reformadores fueron a veces aliados por razones económicas. Pero, en general, cuando cada iglesia estuvo en manos de un solo propietario —clérigo o laico—, cuando la diócesis fue una región geo­gráfica o un agregado de iglesias más que una unidad administrativa pastoral bien integrada, cuando los sacerdotes, que socialmente eran iguales a sus hermanos campesinos y con frecuencia iletrados, empezaron a casarse o a compartir su casa con una mujer y unos hijos, el sacerdocio sólo pudo contribuir débilmente a la reforma de la sociedad. A esto hay que añadir —de acuerdo con las pruebas aportadas por Pedro Damián y algunos otros— la frecuencia de casos de vicios o irregularidades sexuales en la población de las ciudades del norte de Italia y de Provenza. El partido de la reforma se apoyaba en la convicción de que todas esas irregularidades sólo se podían combatir formando un clero íntegro y disciplinado, gobernado por obispos independientes de los señores laicos y elegidos libremente, consagrados conforme al derecho canónico y dirigidos a su vez por un papa enérgico, capaz de sostener y de aplicar la disciplina tradicional canónica de la Iglesia romana.

Reformadores como Wazon de Lieja y Pedro Damián ejercieron casi toda su actividad y escribieron casi toda su obra en la primera mitad del siglo XI. Pero puede situarse en 1049 el momento crucial en que las tentativas individuales dieron paso a la actuación de la autoridad de la Iglesia. En efecto, León IX llegó a Roma acompañado por el joven Hildebrando. Pronto se le unieron una serie de loreneses que compartían sus perspectivas intelectuales: Hugo Cándido, Udón de Toul, Federico de Lorena y Humberto de Moyenmoutier. Todos ellos serían pronto cardenales. Esta internacionalización del cardenalato era por sí sola testimonio elocuente de un programa; pero esta práctica no se iba a convertir todavía en norma permanente. El nuevo papa había sido elegido, siendo todavía joven diácono, para dirigir las tropas de un obispo; toda su vida conservó cualidades que recuerdan las de un gran capitán: rapidez de movimiento y decisión. Comenzó en seguida su obra celebrando en Roma un sínodo pascual que renovó los antiguos decretos contra la simonía. De hecho, parece que León, apoyado por Humberto, consideraba inválidas las ordenaciones logradas por simonía y deseaba imponer la reordenación. Pero el sínodo no quiso ir tan lejos. Después de la asamblea, el papa emprendió inmediatamente el primero de sus grandes viajes. Fue a Colonia, Aquisgrán, Tréveris y Toul. Al llegar a Reims, en otoño, reunió un sínodo para liquidar las prácticas simoníacas; luego celebró otro en Maguncia. El año siguiente viajó por Italia septentrional y central. Condenó a Berengario en Roma. Visitó Italia del norte y atravesó los Alpes para ir a Toul y a Augsburgo (febrero de 1051). En otoño estaba todavía en Italia central, y en la primavera siguiente (1052) partió hacia el norte por tercera vez y se encontró con Enrique III en Presburgo. Alentado por éste, partió a la cabeza de un gran ejército y atravesó los Alpes para atacar a los invasores normandos de Italia meridional, que amenazaban el territorio pontificio en Benevento. Su ejército fue derrotado; él cayó prisionero y murió (1054) después de haber pactado con los normandos y de haber enviado a Constantinopla una embajada para defender la causa de ía unidad, tan comprometida.

León se hallaba en el umbral de un mundo nuevo. Hombre devoto y espiritual, con sus viajes y su política de visita de las iglesias cisalpinas fue el primero que ejerció el poder pontificio de manera abierta, directa y enérgica como un instrumento de reforma de la Iglesia. Amigo de un emperador sinceramente piadoso, no resolvió, y quizá no comprendió, el problema del control de los laicos sobre las elecciones episcopales. Muchos opinaron que le faltó discreción al luchar con los normandos y prudencia al enviar a Humberto a Constantinopla. Aunque fue varón espiritual, no orientó verdaderamente los asuntos como hubiera debido hacerlo en cuanto padre espiritual de todos los cristianos.

El sucesor de León fue Víctor II (1054-1057), pariente del emperador. Se contentó con aceptar la protección de su patrono y presidió con él los concilios. Pasó en Alemania gran parte de su pontificado. Le sucedió Federico, hermano del duque de Lorena. Era un reformador y acababa de hacerse monje para sustraerse al castigo que el emperador quería imponerle por su participación en la embajada de 1054 a Constantinopla. Fue designado abad de los monjes rebeldes de Montecassino. Nombrado luego cardenal, pronto fue elegido canónicamente por el clero romano con el nombre de Esteban IX, siendo aún menor de edad Enrique IV. Durante su corto pontificado (1057-1058) se publicó un tratado de Humberto llamado Adversus simoniacos, obra que se distingue de los anteriores escritos contra la simonía por abogar claramente en favor de los dos remedios. En primer lugar, como corolario de su inquebrantable afirmación de que la simonía es una herejía y, por consiguiente, las ordenaciones simoníacas son inválidas, Humberto propone la anulación de todas las órdenes conferidas y de todos los sacramentos administrados por simonía. En segundo lugar, restablece completamente la elección canónica, ío que implica la eliminación del control de los laicos. Suele admitirse que el tratado de Humberto fue la causa próxima del decreto de 1059 sobre la elección. A la muerte de Esteban IX, la nobleza romana escogió al obispo de Velletri, que tomó el nombre de Benedicto X. Hildebrando, que estaba como legado en la corte imperial, regresó para proponer como candidato a un reformador: Gerardo, obispo de Florencia. Este fue Nicolás II; y el 13 de abril de 1059 se promulgó el famoso decreto que concedía a los cardenales obispos, con el apoyo de los otros cardenales y la aprobación del clero y del pueblo de Roma, el derecho y el deber de elegir al papa. El rey de Alemania sólo tendría en adelante un derecho de asentimiento. Era natural que los obispos alemanes respondiesen condenando al papa y rompiendo sus decretos. Eran las primeras escaramuzas de un gran conflicto.

El papa había reforzado ya su posición negociando una alianza con Roberto Guiscardo y restaurando el decreto de elección en el sínodo de 1069; ahora se omitían las alusiones al pueblo de Roma y al rey de Alemania y se añadían amenazas de sanciones. Reiteró el decreto de León IX sobre la simonía y el celibato de los clérigos. Estableció por decreto casas de canónigos y recordó las exigencias de «la vida apostólica». Prohibió a los fieles asistir a las misas celebradas por sacerdotes que vivieran en concubinato. Puede verse en esto la huella de Pedro Damián; el papa, en efecto, siguió su opinión moderada en lo concerniente a la reordenación. Finalmente se prohibió a los clérigos recibir una iglesia de manos de un laico. No se sabe con certeza si se quiso que esta medida fuese absoluta e inmediata. Considerados en su conjunto, se puede decir que los pontificados de León IX y Nicolás II se aproximan mucho a lo que llamamos la reforma gregoriana. La muerte prematura de Nicolás fue una desgracia para la Iglesia. Tras un interregno de tres meses fue elegido canónicamente Anselmo de Luca, que adoptó el nombre de Alejandro II. Sin embargo, un concilio alemán reunido en Basilea designó a Cadalo, obispo de Parma, acusado a veces de nicolaísmo. Por esta época ya había muerto el extremista Humberto, mientras que Pedro Damián trabajaba para restablecer la armonía con la corte de Alemania. Esta armonía se logró gracias a Alejandro II, pero a costa de sacrificar un principio: Alejandro sometió el litigio que le suscitaba Cadalo a una comisión formada por Godofredo de Lorena y la corte de Alemania. En esta ocasión redactó Pedro Damián un tratado que abogaba por una estrecha concordia entre el papa y el monarca. Después escribió a Anón, arzobispo de Colonia, para sugerirle la reunión de un concilio que aclarara el problema en cuestión. Esto suscitó una acerba censura de Hildebrando, lo que dio ocasión a que Pedro Damián le llamara alusivamente su «santo Satán». No obstante, el concilio se celebró en 1064 en Mantua con toda normalidad. Alejandro II fue confirmado como pontífice y el rey de Alemania como árbitro del pontificado. Por lo demás, Alejandro II fue un papa activo y reformador; persiguió a los sacerdotes de conducta licenciosa y simoníaca y prohibió la asistencia a las misas que celebrasen. Mientras tanto, en Alemania, bajo el gobierno de la emperatriz Inés, que ejercía la regencia durante la minoría de su hijo Enrique IV, la simonía reapareció con fuerza: obispados y abadías eran objeto de comercio en el palacio real; todas las designaciones se hacían en nombre del rey. Alejandro II careció de firmeza en el modo de oponerse a estas prácticas. Sin embargo, aunque a veces manifestó su debilidad e inconsecuencia, el papa reforzó la centralización del poder enviando legados a Italia, Francia, Inglaterra, España e incluso a Alemania para tratar de los asuntos que le in­cumbían en última instancia. Dirigió las cruzadas españolas y se opuso resuelta­mente al intento de divorcio de Enrique IV. Pretendió ejercer la soberanía pontificia sobre el sur de Italia, Sicilia y España. Su pontificado no careció de importancia.

Alejandro II murió el 21 de abril de 1073. Al día siguiente el pueblo romano aclamaba al cardenal Hildebrando, y los cardenales procedieron a su elección según las normas canónicas. Hildebrando nació entre 1015 y 1020 en Toscana, de familia plebeya. Fue educado en un monasterio romano, donde tal vez se hizo monje; pero es más probable que fuese en Lorena donde profesó los votos monásticos. Después entró al servicio de Gregorio VI y, en 1046, acompañó a su pesar al papa, depuesto y exiliado por Enrique III. Regresó poco después, durante el pontificado de León IX, de quien fue legado en Francia. Nicolás II lo nombró arcediano de la Iglesia romana, y llegó a ser el consejero de confianza del papa. Su diario de pontificado, que podemos completar con cartas y documentos de otro origen, nos permite conocer sus métodos, sus principios, sus motivos e ideales, mejor que los de los papas que se sucedieron desde Gregorio I. Advertimos la inflexible resistencia, apoyada en argumentos lógicos, que manifestaba al afirmar el poder soberano y ía autoridad de derecho divino de que gozaba la Sede romana. Hildebrando puede suscitar antipatía en quien se limite a considerar sus pretensiones obstinadas a la veneración universal, a la obediencia sin límite, a la infalibilidad y su convicción de no tener que rendir cuentas a nadie. Pero una lectura minuciosa revela que sus pretensiones tenían el obligado contrapeso: espiritualidad y piedad auténticas, gran caridad y humildad personal. La autoridad pontificia, según él, sólo debía emplearse para hacer avanzar la causa de la justicia, entendida como la voluntad de Dios y revelada por los mandamientos. Justicia y paz son las palabras clave de todas las declaraciones de Hildebrando, convertido en Gregorio VII.

Al principio de su pontificado, Gregorio VII tuvo sin duda alguna una deci­dida voluntad de paz y armonía con todos. Reconoció la validez de las desig­naciones laicas, cuando no había mediado ninguna transacción económica. Con­cedió la absolución a todos los culpables que habían incurrido en excomunión después de la elección de Milán. En el primer sínodo de cuaresma, reunido en 1074, reiteró sin modificarlos los decretos de sus predecesores contra la simonía y la incontinencia. Renovó la prohibición de asistir a las misas celebradas por sacerdotes incontinentes. Encontró resistencias y llegó a la convicción de que había que recurrir a medidas más enérgicas. En el sínodo de cuaresma de 1075, tras renovar los decretos del año anterior, reiteró también el de 1059, que prohibía recibir una abadía o un obispado de manos de un laico. Pero esta vez, lo mismo que la anterior, la promulgación del decreto no tenía valor universal. En realidad, Gregorio mostraba con su modo de actuar que estaba dispuesto a reconocer la validez de cualquier designación con tal de que estuviese totalmente exenta de simonía. En cierto sentido el decreto no constituía una novedad: era una vuelta al derecho canónico vigente desde hacía seiscientos años. Pero prácticamente resultó una revolución en dos planos: primero, el decreto iba contra una práctica que databa al menos de tres siglos; gracias a ella, los emperadores, los monarcas y los señores feudales habían otorgado obispados y abadías con toda libertad y sin el menor impedimento. Aun teniendo en cuenta la nostalgia que experimentaban los hombres de la Edad Media por un pasado remoto al que consideraban como una edad de oro que era preciso resucitar en la medida de lo posible, la ruptura repentina con el pasado inmediato y la práctica corriente en un terreno como éste constituían una revolución desde el punto de vista político. En segundo lugar, los decretos pontificios abolían —ignorándola— la necesidad de que la elección canónica fuese seguida de la aprobación del monarca. Esta aprobación había sido admitida e incluso prescrita por los papas desde la época de Carlomagno. Romper con esta costumbre secular era dar un paso muy importante, pues suponía que Gregorio hacía una interpretación nueva de las prerrogativas pontificias. De hecho, en este momento fue cuando se elaboraron los famosos Dictatus papae (1074­1075). Ciertamente, la interpretación tradicional, que considera ese texto como un manifiesto o un programa, es probablemente incorrecta. Sin embargo, los Dictatus exponen los poderes pontificios tal como los concebía y trataba de aplicar Gregorio. Se trata de una aplicación práctica y coherente del encargo confiado por Cristo a Pedro. Pero, aunque casi cada frase puede apoyarse en decretos anteriores (como las Falsas Decretales, que son algo más que una mera afirmación tajante de lo que se admitía comúnmente), los Dictatus esbozan un programa doctrinal, conciso y detallado, que hubiera permitido —si se hubiera aplicado— una concentración de poderes y un grado de centralización jamás alcanzados ni imaginados hasta entonces.

En realidad, la puesta en práctica de los Dictatus es lo que dio su mayor importancia al pontificado de Gregorio VII. La centralización del poder, fundada en la convicción de que la autoridad suprema y la responsabilidad universal pertenecían al papa, revistió diversas formas. Respecto a la jerarquía, Gregorio VII redujo la importancia de la autoridad primada y disminuyó los poderes del arzobispo en lo relativo a la consagración de sus sufragáneos y a la presidencia de los sínodos. Los obispos diocesanos fueron dirigidos directamente desde Roma. El papa continuó y amplió la utilización de legados plenipotenciarios, tanto en legaciones temporales y particulares como en misiones permanentes y regionales. Citemos como ejemplo notable a Hugo de Die, arzobispo de Lyon desde 1082, enérgico, celoso e intransigente, más gregoriano que el mismo papa. En otros lugares encontramos a Altmann de Passau (Alemania, 1080), Anselmo de Luca (Lombardia, 1081) y Amado de Oloron (sudoeste de Francia, 1075). Esos hombres ejercieron una actividad asombrosa. No podemos decir si las protestas provocadas por sus métodos enérgicos eran justificadas. Pero, al menos en algunos casos, el papa revisó las sentencias de deposición y excomunión que pronunciaron; en una carta a Hugo de Die, el papa le recuerda la tolerancia y discreción que debe mostrar la Iglesia romana; este documento debe tenerse en cuenta al juzgar la personalidad de Gregorio. La reforma halló otro instrumento en una actividad nueva, característica de la época: la polémica y el planfleto. Sin embargo, los legados no siempre fueron capaces de tratar adecuadamente con gente tan astuta como Germán de Bamberg y Manasés de Reims.

Aunque el primer objetivo de Gregorio era conservar buenas relaciones con Enrique IV, fue imposible lograr un acuerdo completo. Las perspectivas propias de los dos caudillos, la oposición que existía entre el programa pontificio in­transigente y la personalidad voluble del rey —a pesar de sus cualidades políticas— hacían imposible un concordato. La ruptura sobrevino a propósito del obispo de Milán. Tras diversas revueltas, el pueblo exigió en 1075 otro obispo para reemplazar a Atto, que había sido elegido canónicamente. Enrique nombró a Tebaldo. Después de reprimir la rebelión de Sajonia contra su gobierno, el rey no hizo caso alguno de las protestas del papa y convocó una asamblea en Worms (enero de 1076); en el curso de ella, sus consejeros y sus obispos excomulgados, que habían rehusado asistir a los sínodos convocados por Gregorio y obedecer los decretos pontificios, aceptaron la deposición del «falso monje Hildebrando». Por su parte, Enrique escribió al papa una carta en la que pretendía estar designado por Dios como vicario temporal de Cristo y estar provisto de una de las dos espadas del evangelio. Gregorio respondió suspendiendo la autoridad real de Enrique (cuaresma de 1076), desligando a sus súbditos del juramento de fidelidad y excomulgándolo. Esto último no tenía precedente en la historia pontificia. Los príncipes alemanes respetaron la excomunión pronunciada por el papa; no les desagradaba encontrar, en ella un pretexto para rebelarse. Se reunieron en Tibur (10 de octubre) y decidieron que el rey debía ir a Augsburgo el 2 de febrero de 1077 para defenderse ante el papa. Gregorio aceptó esta decisión y, en un invierno excepcionalmente riguroso, marchó a Alemania. La escolta que se le había prometido no se presentó. Corrían rumores de que Enrique se dirigía al sur. Entonces el papa se refugió en un castillo inexpugnable perteneciente a la condesa Matilde, partidaria del pontificado durante toda su larga vida.

El castillo de Canossa se encontraba (y se encuentra aún) en un contrafuerte de los Apeninos. Enrique, rodeado de un grupo de los suyos, se presentó ante las verjas del castillo para declarar su arrepentimiento y pedir la absolución. Gregorio le dio largas durante tres días; luego, bien a ruegos de Matilde y del abad Hugo de Cluny —prima y padrino, respectivamente, del rey— o bien, lo que es más probable, porque en su calidad de padre espiritual supremo no podía resistir a las súplicas de un penitente que presentaba todas las señales externas de sinceridad, el papa cedió y levantó el castigo. Los partidarios de Enrique (pero no el rey personalmente) dieron garantías con juramento de la conducta futura de Enrique. Se discute si éste fue restablecido en el ejercicio de sus poderes reales; pero es probable que el papa no llegase a esto.

Gregorio obró bien en el terreno espiritual; en el de la política perdió una gran ventaja. Los aliados que tenía entre los nobles alemanes consideraron su gesto como una traición. Prescindiendo de Enrique, eligieron en su lugar a Rodolfo de Suabía, a pesar de los esfuerzos de los legados pontificios para obtener una dilación. Las consecuencias fueron tres años de confusión, durante los cuales perdió el papa la iniciativa, así como muchos de sus partidarios en Alemania. Finalmente, Enrique amenazó invadir Italia y capturar a Gregorio. Este contestó con una segunda excomunión (7 de marzo de 1080), que fue completada con la deposición, la profecía de un desastre y el reconocimiento de Rodolfo como rey legítimo. Esto le enajenó las simpatías de casi todos los obispos alemanes que, unidos a sus colegas descontentos de Lombardia, se reunieron en Brixen (25 de junio) y depusieron a Gregorio. Eligieron al antipapa Guiberto, arzobispo de Rávena (Clemente III). Es evidente que esta segunda medida iba contra las reglas canónicas. Muchos obispos alemanes vacilaron. Pero la muerte de Rodolfo en combate el 15 de septiembre de 1080 eliminó al único rival de Enrique y pareció a muchos un juicio divino contrario al que el papa había pronunciado con tanta seguridad. Enrique tenía ahora libertad de movimientos para dirigirse hacia el sur. Comenzó una guerra de panfletos. Enrique presentaba sus pretensiones al reino por derecho hereditario y por derecho divino. Se oponía así a la reiteración de las pretensiones intransigentes del papado que se encontraban en la segunda carta (texto-programa) que Gregorio había dirigido a Germán de Metz. El papa se vio obligado a refugiarse en la fortaleza de Sant’ Angelo, mientras el emperador y sus obispos lo deponían una vez más, para establecer en el trono pontificio a Clemente III (24 de marzo de 1084). Clemente dio en seguida la corona imperial a Enrique (31 de mayo). Dos meses después Roberto Guiscardo, aliado de Gregorio, reconquistó Roma. Pero la ciudad fue saqueada y esto hizo que los ciudadanos se alzasen contra Gregorio. Este dejó Roma a su rival, que entró de nuevo. Entre tanto, el papa se refugiaba en Salerno, donde murió (25 de mayo de 1085) con su energía indómita, después de haber liberado de toda condena a sus adversarios, excepto al emperador y al antipapa, y de haber juzgado su propia vida con la conocida frase «He amado la justicia y aborrecido la iniquidad, por eso muero en el destierro».

Gregorio y Enrique, lo mismo que Tomás Becket y Enrique de Inglaterra un siglo más tarde, fueron enemigos en una querella que dividirá siempre las simpatías de quienes la estudien. En los dos casos, casi todo el mundo admite tanto el valor, la probidad intelectual y la superioridad espiritual del eclesiástico como la energía y habilidad política del rey y la fuerza de la costumbre, que favorecía la causa de este último. En los dos casos también, el rey se rebaja por su conducta violenta y su debilidad moral, mientras que el papa o el arzobispo pierden nuestra simpatía por sus propósitos rigurosos y exagerados y sus pretensiones excesivas. Sin embargo, Gregorio VII es una personalidad más sobresaliente que Tomás Becket. No fue un innovador. Todas sus pretensiones podían justificarse con algunas leyes canónicas antiguas y declaraciones pontificias o se deducían legítimamente de su persuasión de haber heredado el cargo y las promesas hechas a san Pedro. Pero antes de él nadie había reclamado el derecho de deponer a un rey y de eximir a sus súbditos del juramento de fidelidad. Antes de él nadie había actuado de forma tan coherente e implacable para lograr sus pretensiones. De hecho, Gregorio fundó e hizo funcionar una Iglesia completamente organizada y centralizada, con la estructura de un cuerpo jurídico y político. Además, aunque en los Dictatus papae no haya nada formalmente nuevo, las declaraciones altisonantes de Gregorio provocan a primera vista la consternación y, como otras declaraciones autoritarias e inflexibles, parecen al lector normal de una rigidez y egocentrismo insoportables. Sin embargo, pierden parte de su dureza cuando se les aplica una exégesis técnica y exacta. Ciertamente, Gregorio cobra importancia cuando se le examina de cerca. Casi todas sus palabras y obras fueron provocadas por alguna preocupación o algún motivo espiritual. Si el papado quería librarse de la tutela imperial y librar a toda la Iglesia del control laico y de la debilidad moral, había que actuar con severidad y energía. Pero podemos preguntarnos si Gregorio, en algunos de sus propósitos y en su modo de prodigar las amenazas de excomunión, no se adentró por el camino que condujo a la extravagancia y al irrealismo de las pretensiones de Bonifacio VIII. Sea lo que fuere, Gregorio logró que el papado avanzara irrevocablemente hacia el estado de libertad frente a todo control que correspondía a sus necesidades y a sus derechos. Erraríamos si pusiéramos en el mismo plano esta disputa y la que enfrenta a la Iglesia y al Estado. Ningún contemporáneo atribuía al Estado el derecho natural de existir ni el de determinar su destino en oposición al de la Iglesia. El emperador y el papa pertenecían a la Iglesia. El último fallo del partido antipontificio fue no haber imaginado ni exigido nunca un sistema, en el que el papa y el clero no fuesen los que otorgasen los dones de Dios ni los únicos jueces de todas las causas espirituales. Lo mejor que hubiera podido hacer ese partido, después de haber cesado de apelar a la costumbre, hubiera sido reclamar para el rey el derecho divino de gobernar a la cristiandad y de controlar la vida de todos los cristianos en los terrenos, en que se podía juzgar sin poderes estrictamente sacerdotales. El papa podía reclamar el derecho de instituir emperadores o privarlos de su poder; podía pretender incluso el derecho de crear la misma dignidad temporal. Los reyes y emperadores habían admitido siempre que los prelados, aun los elegidos por ellos, tenían que ser consagrados. Habían admitido también que esos prelados sólo podían actuar de acuerdo con un mandato al que los príncipes no tenían nada que objetar. Gregorio VII no puso fin al conflicto entre el sacerdotium y el imperium, pero libró al poder espiritual de toda tutela y permitió que este poder independiente durase no sólo durante toda la Baja Edad Media, sino también en los siglos siguientes, en circunstancias muy distintas a las del siglo XX.

A los ojos de los contemporáneos, los últimos años del pontificado de Gregorio VII debieron de parecer desastrosos para el papado y para la causa de la reforma. Después de expulsado de Roma, el papa murió en el exilio. El emperador, coronado por el antipapa, quedaba libre para actuar como le pareciese. Los panfletarios de ambos campos desplegaron gran actividad, sacando a luz teorías y proposiciones diversas. Benzo de Alba, partidario del emperador, llegó a sugerir que el monarca fuese a residir en Roma junto a un candidato al pon­tificado, resucitando así el Imperio antiguo. Sin embargo, la causa de la reforma no estaba perdida. Los pontificados de León IX, Nicolás II y Gregorio VII habían impulsado por Europa el desarrollo del espíritu de reforma. Muchos obispos y cardenales eran gregorianos convencidos. Esta opinión pública en las altas esferas fue la que salvó el programa gregoriano en los años siguientes.

De momento reinaba la incertidumbre. Desiderio de Montecassino fue elegido canónicamente un año después de morir Gregorio. Pero rehusó el cargo durante diez meses; luego lo aceptó con el nombre de Víctor III. Era hombre erudito, pero débil; murió a los seis meses y los cardenales eligieron a Eudes de Chátillon, obispo de Ostia, que tomó el nombre de Urbano II. El nuevo papa era de familia noble; durante algún tiempo fue discípulo de san Bruno en Reims y luego arcediano. Dejó después los estudios para hacerse monje en Cluny (1073-1077). De allí fue llamado a la curia. Piadoso y dotado de gran sentido político, se propuso aplicar íntegramente el programa gregoriano, pero con tacto y amplitud de miras. Mientras tanto, la actividad separatista de Enrique IV iba logrando éxitos en Alemania y alrededor de Roma, donde reinaba el antipapa. De carácter menos autoritario que Gregorio, Urbano reiteró formalmente la condena de la simonía, el nicolaísmo y la investidura laica. No intentó aplicar el decreto sobre esto último y adoptó una postura ambigua respecto a la reordenación de los simoníacos; sin embargo, se mostró enérgico en el gobierno de la Iglesia fuera de Italia. Favoreció especialmente la libertad de los monasterios y la fundación de casas de canónigos regulares. Roma merecía que se luchase por ella. Urbano la reconquistó en 1089; pero pronto tuvo que dejarla, cuando Enrique IV invadió Italia en 1090-1092 para instaurar de nuevo en el solio pontificio a Clemente III. A su vez, éste se retiró cuando, en 1092, el emperador marchó de nuevo hacia el norte. Durante este tiempo, los canonistas y panfletarios continuaban sosteniendo la reforma. Urbano II se mostró más activo y riguroso. Un gran concilio reunido en Piacenza (marzo de 1095) declaró que las órdenes de los clérigos ordenados por el antipapa eran tan inválidas como las de los excomulgados. La simonía y el nicolaísmo fueron condenados de nuevo. En julio de 1095 Urbano emprendió un viaje a Francia para defender la causa de la reforma. Esto iba a tener consecuencias importantes e imprevisibles. El papa acababa de recibir una petición de socorro del emperador de Oriente, Alejo; había constatado también el éxito de la cruzada de España. Pasó por Le Puy, donde se entrevistó con el obispo Ademaro; después, por Saint-Gilles, donde deliberó con Raimundo IV, conde de Tolosa. Convocó un concilio reformador para el 18 de noviembre. En éste se promulgaron una vez más decretos de reforma. A los que estaban al frente de un obispado o de una abadía se les prohibió prestar juramento de fidelidad. Fue excomulgado Felipe de Francia, que había perseverado largo tiempo en adulterio. Luego, el 27 de noviembre, Urbano pronunció el famoso sermón que originó la cruzada, no tanto para ayudar a Alejo como para conquistar Jerusalén. El número de sus oyentes y su entusiasmo no fueron tan grandes como se ha dicho. Pero el proyecto, que al principio sólo se propuso a los franceses, fue aceptado. Como Felipe II no podía ponerse al frente de la expedición, ésta se confió a Ademaro, el legado pontificio. El entusiasmo fue creciendo y exaltándose hasta convertirse casi en histerismo. Al principio se pensó en formar un solo ejército. Luego pasaron a ser cuatro —uno del sur de Francia, otro del dominio real, el tercero de los territorios imperiales y el último de Italia meri­dional normanda—, sin contar con las bandas populares, mal armadas. En las ciudades renanas las turbas comenzaron la cruzada asesinando a los judíos.

El comienzo de las cruzadas de Oriente fue casi accidental. Constituye todavía un episodio misterioso. Parece evidente que el propósito inicial del papa era muy modesto. El pontífice no se proponía desviar la atención de la controversia que sostenía con Enrique ni alejar a quienes podían causar alborotos. Sin embargo, esto constituía un precedente grave y, en esta ocasión, desafortunado. El papa animaba y recompensaba una guerra importante y sin motivo que iba a durar dos siglos y que pasó por diversas fases. Podía de este modo inspirar otras aventuras bélicas que llevasen a la crueldad y a la efusión de sangre. Pero en esta época, el llamamiento a la cruzada realzaba sin ninguna duda el prestigio del papado. A diferencia del emperador, el papa influía así en toda Europa.

Mientras tanto, Urbano proseguía infatigable su obra a través del Occidente. Comenzó a servirse de legados, instituyó cierto número de primados, recurrió a la centralización y a la actuación pontificia directa, reiterando juntamente los decretos contra la investidura laica y el homenaje debido a los señores laicos. Reforzó la disciplina con otra medida: reivindicando el ejercicio de la jurisdicción sobre los monasterios y tratando de suprimir la función de abogado laico (Advocatus, o Vogt en alemán). En octubre de 1098 reunió un concilio en Bari, que definió la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Murió el 29 de julio de 1099, después de un pontificado que no prometía gran cosa en sus principios, pero que fue luego uno de los más importantes de la Edad Media. Por vez primera un papa se había presentado como jefe personal de la cristiandad.

Sucedió a Urbano II el cardenal Rainiero. Era un monje italiano y tomó el nombre de Pascual II (1099-1118). Inauguró su pontificado condenando la investidura laica, unificando así las controversias que enfrentaban al papado con los monarcas europeos. Antes de continuar es conveniente recapitular la historia reciente de ese problema. En la primera fase, los puntos esenciales de la querella entre papa y emperador fueron la pretensión del monarca de nombrar los obispos y (exigencia más tardía, que acompañó a menudo a la primera sin ir unida necesariamente a ella) de exigir o, al menos, recibir a cambio cierta suma de dinero. Esta última práctica, pública por estas fechas, constituía la simonía. La primera era simplemente la manifestación más importante del control laico sobre la Iglesia, y en lo referente al papado, había desaparecido prácticamente desde el decreto de Nicolás II instituyendo la elección (1059). Quedaba todavía, a pesar de la libertad y canonicidad de la elección, la cues­tión de la investidura. Obispos y abades eran señores feudales, propietarios de tierras. Por eso, al entrar en posesión de su feudo, rendían homenaje con un juramento de fidelidad. Siguiendo una costumbre muy antigua, recibían a la vez su cargo y su tierra gracias a la investidura conferida por el señor con el anillo y el báculo. En la primera fase del conflicto, los reformadores insistieron en la injusticia existente en el hecho de que un laico designase para un oficio espiritual. Esta postura era comprensible. Podía ser impugnada por los partidarios del emperador, pero de suyo no atacaba al sistema feudal en su conjunto. Sin embargo, la investidura y el homenaje parecían ser en esencia un medio, como otro cualquiera, de adquirir dominios. Mientras se consideró que esta práctica abarcaba la donación del cargo y de las tierras, constituyó el obstáculo en que se estrellaron todos los esfuerzos para lograr la paz. Durante esta época, los canonistas y controversistas de ambos lados habían publicado sus panfletos. La mayoría de ellos estaban impregnados de concepciones partidistas y con frecuencia exageradas. Pero, a medida que la querella se extendía, se hizo evidente para muchos que la estructura feudal de la sociedad debía admitirse como una condición de vida y como una institución que no existía cuando se creó el derecho canónico. Así, pues, era necesario hallar un compromiso. El primer escritor conocido por haber propuesto una teoría diferente de la simple tolerancia práctica fue Guy de Ferrara (hacia 1086). Yvo de Chartres, a partir de 1090, contribuyó a difundir la idea de un acuerdo, que se alcanzó finalmente y del que fue signo precursor el acuerdo entre Anselmo y Enrique I de Ingla­terra. Tal compromiso se basaba en el postulado de que la investidura acom­pañada de la donación de una propiedad y del juramento de fidelidad no era de suyo, en lo que concierne a los clérigos, contraria al derecho canónico. El problema esencial era la distinción entre el cargo espiritual y el feudo temporal. En su tiempo, sin embargo, Urbano II había desaprobado esta idea y había endurecido sus propios métodos.

Pascual II, como hemos dicho, inauguró su pontificado condenando sin paliativos la investidura laica. Abría así una fase dura y nueva de la querella. Mientras tanto, Enrique IV y su hijo sostenían una guerra civil. Cuando aquél murió en 1106, éste seguía actuando de manera totalmente contraria a las reglas canónicas en lo relativo a la designación de los obispos. El papa reiteró la condenación de la investidura en un concilio reunido en Troyes (1107). Pero, casi al mismo tiempo, la controversia llegó en Inglaterra y en Francia a un arreglo basado en la opinión de Yvo. Repentinamente se encendió de nuevo la gran disputa. Enrique V, que deseaba ceñir cuanto antes la corona imperial, decidió ir a Roma. Aun manteniendo su postura, el papa accedió. Al acercarse a la ciudad, el rey renovó sus pretensiones. Pascual II propuso una solución enteramente nueva: la Iglesia renunciaría a sus derechos sobre los bienes recibidos del rey y éste renunciaría al derecho de investidura. Si se hubiese podido aceptar, esta solución habría revolucionado la estructura religiosa y social de Europa y habría tenido consecuencias incalculables en la historia del papado y de la Iglesia. Habría realizado lo que todos los reformadores de la Edad Media desearon lograr. Habría mantenido a la Iglesia (y los otros señores feudales habrían seguido su ejemplo) fuera del control del poder laico y, consecuencia todavía más importante, libre de las garras de Mammón. Sin embargo, esta propuesta no podía llevarse a la práctica por las mismas razones que es irrealista en el mundo moderno proponer que algunos países o todos ellos se comprometan espontáneamente al desarme. Si Pascual II se hubiera comportado antes como una especie de san Francisco, su ofrecimiento habría sido al menos el reto de un santo. Pero sus actos precedentes y siguientes hacen pensar que se trataba más bien de una sugerencia quijotesca y casi irresponsable. Con una rápida intuición política, Enrique probó fortuna. Aceptó con tal de que el papa contase con la aprobación de los obispos. Pascual convino en ello y el acuerdo se estableció con esta condición. La ratificación estaba prevista para el principio de la ceremonia de la coronación. Enrique renunció legalmente al derecho de investidura, pero cuando el papa renunció en nombre de la Iglesia a los regalia, al punto estalló la tempestad en san Pedro y rápidamente se convirtió en motín. Ni los obispos ni los señores laicos quisieron aceptar este acuerdo. Enrique se apoderó de la persona del papa. Tras dos meses de cautiverio, Pascual capituló: se toleraba la investidura. El papa accedía a coronar a Enrique como emperador. Este regresaba triunfalmente a Alemania, dejando al papa vencido y humillado. Sin embargo, ni Europa ni la Iglesia eran ya lo que habían sido un siglo antes. Había muchos obispos —y no sólo en Francia e Italia— que eran gregorianos convencidos y resueltos. Llegaron al papa cartas llenas de consejos o de injurias. Este tuvo que retractarse de los compromisos que se le habían arrancado por la violencia. Por su parte, el emperador —como le ocurrió setecientos años después a un emperador francés— se había enajenado muchas voluntades recurriendo a la violencia contra Pascual. Yvo de Chartres contribuyó a aclarar el problema aportando una mediación discreta. En el sínodo de cuaresma de 1112 el papa retractó su aceptación de la investidura. En marzo de ese mismo año, un concilio reunido en Letrán anuló el privilegium de lili concedido a Enrique. El emperador, ocupado con las inquietudes que le proporcionaban sus turbulentos súbditos, no invadió Italia hasta 1116. El papa huyó. Enrique regresó a Alemania sin haber logrado gran cosa y Pascual II volvió a Roma, donde murió en 1118.

Su sucesor, Gelasio II, murió al cabo de un año de pontificado. Fue reemplazado por Calixto II, un gregoriano arrogante, que había sido arzobispo de Vienne. En esta época el conflicto se había convertido en un problema teórico más que práctico. Cada campo deseaba una paz con el mayor honor posible. En Mouzon, al nordeste de Francia, en 1119 se estuvo muy cerca de lograr la armonía. Pero Enrique provocó con su desconfianza la brusca retirada del papa. El acuerdo final no se logró hasta el 23 de septiembre, con la firma del concordato de Worms. A la elección libre (que debía hacerse ante el rey para lo que concernía a Alemania) seguiría la investidura con el cetro real y el homenaje del elegido. El papado sólo aceptó este compromiso como un acto provisional de indulgencia (misericordia) que moderaba sus pretensiones. Pero con él acabó al fin la gran querella que durante unos sesenta años había agitado a las esferas más elevadas de la Iglesia. Fue un compromiso práctico. La gran disputa teórica relativa a la primacía del poder quedaba sin solucionar. Recomenzaría treinta años más tarde para continuar a través de los tiempos bajo una forma u otra. Desde un punto de vista superficial puede pensarse que se trató de una batalla indecisa. Los reyes siguieron haciendo lo que les parecía en lo concerniente a las designaciones episcopales, y siguieron prescindiendo de las órdenes del papa igual que antes. Pero a largo plazo, y al menos para la Edad Media, el papa consiguió una victoria importante: logró triunfar de las pretensiones reales e imperiales a la soberanía. Estableció el poder espiritual al frente de la Iglesia, conservando intacta su pretensión de gobernar también a toda la sociedad. En las luchas posteriores, la Iglesia podría encontrar en adelante resistencia y oposición, pero ya no se podría prescindir de ella.

 

 

CAPITULO XIV

NUEVAS ORDENES RELIGIOSAS