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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

 

SIGLO PRIMERO.

LA BATALLA CONTRA EL JUDEOCRISTIANISMO

 

PROLOGO

El problema de los orígenes es siempre difícil en la historia. Para determinar los hechos con rigor científico, se requieren documentos de archivos y monumentos arqueológicos. Pero éstos suponen que un movimiento ha desembocado ya en la vida pública. Además, los primeros protagonistas están más preocupados por hacer historia que por escribirla. Ello es cierto del cristianismo como de cualquier otro dato histórico y constituye precisamente la dificultad de los primeros capítulos de este libro. Los documentos deben ser utilizados con prudencia. Su datación suele ser difícil, su autenticidad discutida, su interpretación ambigua.

Cabría una solución: contentarse con los detalles ciertamente establecidos. Habría elementos suficientes para escribir una historia de las primeras décadas del cristianismo. De hecho, así se ha procedido muchas veces. Los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas de Pablo, las alusiones de los historiadores latinos, los documentos reunidos por Eusebio de Cesarea permiten alcanzar datos indiscutibles e indiscutidos. Pero es innegable que así obtendríamos de los primeros siglos cristianos una imagen falsa, pues sería sumamente parcial. Los Hechos y las Epístolas sólo se interesan por la obra de Pablo; los historiadores latinos sólo hablan de las relaciones entre los cristianos y el Imperio; Eusebio dispuso de una documentación que se refiere casi exclusivamente a Asia, Siria y Egipto.

Si se quiere obtener una imagen más completa —y, por tanto, más exacta—, será necesario emplear otro método que no se limite a los datos históricos indiscutiblemente atestiguados. Existen, en efecto, ciertos elementos que, a falta de pormenores precisos, permiten lograr perspectivas de conjunto. Y este método es rigurosamente científico, ya que se limita a lo que tiene derecho a afirmar. Pues bien: a falta de documentos que ofrezcan datos históricos concretos, los primeros siglos cristianos nos brindan una herencia literaria de una impresionante variedad.

El problema de su utilización para la historia de la Iglesia resultaba difícil. Existían considerables divergencias entre los críticos sobre la datación y la localización de la Didajé o de las Odas de Salomón, del mandeísmo o del gnosticismo. No había indicios. Pero el descubrimiento, en los últimos veinte años, del trasfondo judío en que surge originariamente el cristianismo y de su complejidad, añadido a una mejor comprensión del ambiente griego y romano por el que este cristianismo se difunde, permiten actualmente situar con más precisión los textos y así utilizarlos para la historia.

Lo cual no quiere decir que haya desaparecido todo margen de incertidumbre: éste irá disipándose poco a poco. Pero, al menos, el método existe. Y por lo mismo resulta posible presentar una imagen más viva y más real de los primeros pasos del cristianismo. Evidentemente, habrá que esbozar antes de fijar definitivamente los rasgos. Y con frecuencia no podremos aspirar a más. Pero, aunque podamos y debamos precisar todavía muchos pormenores, cabe decir que es posible una distribución de los principales volúmenes que nos permita formar una visión de conjunto.

 

 

CAPITULO I

LA IGLESIA PRIMITIVA

 

El principal documento de que disponemos para conocer las primeras décadas de la Iglesia son los Hechos de los Apóstoles. Es innegable el valor histórico de este texto canónico. En su segunda parte, que se refiere a la misión de san Pablo, se apoya en testimonios directos. Pero también es cierto que su exposición sólo abarca una parte de la historia del cristianismo primitivo. Lo escribe un griego y para griegos. De ahí que se interese poco por el cristianismo de lengua aramea. Además, es hostil al judeo-cristianismo. Sin embargo, el cristianismo más primitivo es en gran parte de lengua aramea y permanece largo tiempo profundamente implicado en la sociedad judía.

Al parecer, podemos hoy completar un poco los datos referentes a este primer período del cristianismo gracias a la convergencia de numerosos descubrimientos. Los manuscritos del mar Muerto, al darnos a conocer con mayor precisión una parte del contexto judío de los orígenes cristianos, permiten clarificar en los documentos cristianos lo que presenta características más netamente judías. Los descubrimientos de Nag Hammadi, en particular el del Evangelio de Tomás, nos ponen tal vez en contacto con una tradición aramea de los “logia” de Jesús. Los escritos judeo-cristianos, Didajé, Ascensión de Isaías y tradiciones de los presbíteros, nos ayudan a descubrir una tradición paralela a los escritos del Nuevo Testamento y que es un eco directo de la comunidad judeo-cristiana. Las inscripciones halladas por los PP. Bagatti y Testa en los osarios de Jerusalén y Nazaret nos llevan quizá al conocimiento de los símbolos del ambiente judeo-cristiano original.

Esto no significa que restemos valor a los Hechos. Inmediatamente vamos a señalar los datos insustituibles que aportan desde el punto de vista de una concepción rigurosa de la historia de la Iglesia. Pero los nuevos elementos de que disponemos nos permiten corregir lo que de parcial tiene la perspectiva en que se sitúan los Hechos para presentarnos los acontecimientos. Leyéndolos, cabría el peligro de ignorar la gran importancia que tuvo al principio la pertenencia sociológica del cristianismo a un medio judío notablemente vivo, variado y efervescente. De hecho, la Iglesia judeo-cristiana de Jerusalén desempeña un papel decisivo hasta la caída de la ciudad en el año 70. Esta verdad histórica aparece velada en los documentos oficiales, y conviene reafirmarla.

I. PENTECOSTES

Tan imposible es escribir la historia de la Iglesia sin partir de la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés del año 30, como escribir la historia de Cristo sin partir de la Encarnación del Verbo el día de la Anunciación. En ambos casos nos hallamos ante unos acontecimientos que pertenecen a la historia de salvación al mismo tiempo que se insertan en la trama de la historia empírica. Considerarlos tan sólo bajo este segundo aspecto sería desnaturalizarlos por completo. Rudolf Bultmann ha señalado certeramente la vulgaridad de las biografías de Jesús. Lo mismo sucedería con las historias de la Iglesia que quisieran prescindir de su dimensión divina.

En este punto es capital el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, que nos presenta la creación de la Iglesia como un acontecimiento de la historia de salvación. Un testimonio que no tiene motivos para ser puesto en duda. Corresponde unánimemente a la tradición cristiana primitiva y no podría considerarse sospechoso sino en nombre de ciertos prejuicios racionalistas que rechazaran a priori la existencia de acontecimientos sobrenaturales. Los datos esenciales del hecho son los siguientes: por una parte, se trata de la misión del Espíritu (Act., 2, 4) creador y santificador; por otra parte, el objeto de esta misión se refiere a la comunidad constituida por Cristo durante su vida pública: el Espíritu se difunde sobre los Doce reunidos (Act., 2, 1); por último, los Doce quedan investidos por el Espíritu de una autoridad y un poder que los constituyen en predicadores y dispensadores de las riquezas de Cristo resucitado.

Si el acontecimiento en sí es de una historicidad indiscutible, la presentación que de él nos ofrece Lucas reclama ciertas aclaraciones. Es históricamente posible que tuviera lugar el último día de la fiesta de las Semanas del año 30 y en Jerusalén. Los Doce, aun cuando se hubieran dispersado tras el domingo después de Pascua, podían haber vuelto a Jerusalén para la peregrinación de Pentecostés. Por lo demás, la existencia de un fenómeno de glosolalia aparece como verosímil. Lo encontramos otras veces en la vida de la comunidad primera. Lucas no habría tenido motivos para inventarlo. Por el contrario —como vamos a ver—, procura disimularlo.

En cambio, el discurso de Pedro parece un esquema kerigmático arcaico. La “lista de pueblos” recuerda la de Gn., 10. Además, hay varios rasgos conservados por Lucas que subrayan el paralelismo entre la revelación del Sinaí y la del Cenáculo. Así la alusión al viento impetuoso y a las lenguas de fuego recuerda la descripción que hace Filón de la teofanía del Sinaí (Dec., 9 y 11). El milagro de las lenguas puede ser relacionado con una tradición rabínica referente a la revelación del Sinaí. Contrariamente a lo que piensa Trocmé, parece probable que es Lucas quien interpreta la glosolalia como un milagro de plurilingüismo.

Después de Pentecostés comienzan los Apóstoles el anuncio del Evangelio, y en particular Pedro, el cual habla en medio de ellos y en su nombre. Elegidos por Jesús durante su vida pública, investidos por él de un mandato oficial, los Apóstoles habían recibido plenos poderes para dar testimonio del acontecimiento salvífico de la resurrección y para tratar, en nombre de Dios, de las condiciones en que pueden los hombres recibir sus efectos. Pero no comienzan a ejercer tales poderes hasta después de Pentecostés, una vez llenos del Espíritu Santo. Las circunstancias del anuncio subrayan el carácter oficial de su misión. Los exegetas han señalado el tono solemne de la introducción del primer discurso de Pedro (2, 14). El segundo tiene lugar en el Templo (3, 11); el tercero, ante la asamblea regularmente constituida por los jefes del pueblo de Israel.

El objeto del kerigma es la resurrección de Jesús. Este acontecimiento es una acción de Dios: “Dios le ha resucitado”. En favor de información tan inaudita, los Apóstoles presentan una triple justificación. La primera es su propio testimonio. Ellos se comprometen con toda su responsabilidad. Su testimonio recae esencialmente sobre el hecho de que han visto a Cristo resucitado. Las apariciones de Cristo resucitado entre Pascua y la Ascensión adquieren aquí todo su sentido. Tales apariciones tenían por objeto fundamentar la fe de los Apóstoles. San Pablo nos las presentará como uno de los puntos esenciales de la tradición recibida por él de los Apóstoles. La condición para ser Apóstol es haber sido testigo de Cristo resucitado. Pablo es agregado a los Doce precisamente por ser el último a quien se apareció Cristo resucitado. Y la Iglesia transmitirá este testimonio de los Apóstoles: la tradición es “tradición de los Apóstoles”.

La segunda prueba en favor de la resurrección de Cristo son las obras extraordinarias realizadas por los Apóstoles: “Eran muchos los milagros y prodigios operados por los Apóstoles”. Los Hechos refieren en particular la curación del paralítico. Estas obras extraordinarias sumen al pueblo en el estupor y el espanto, es decir, que los judíos reconocen en ellas una intervención de Dios. Tales milagros son realizados en el nombre de Jesús. Por la fe en él es curado el paralítico. El milagro aparece así no sólo como un acto maravilloso operado en apoyo de una afirmación, sino también como la eficacia misma de la resurrección que empieza a manifestarse. El milagro demuestra en los Apóstoles la presencia de una virtud divina que realiza, en ellos y por ellos, unas obras divinas por medio de las cuales pueden los hombres reconocer una presencia de Dios y glorificarle.

Hay, en fin, otra prueba que apunta en especial a los judíos: el cumplimiento de las profecías. Y es que en el caso de los judíos el problema de la conversión a Cristo se plantea de una manera particular. Ellos no han de ser convertidos a Dios: ya creen en El. Ni siquiera necesitan ser convertidos a la venida de Dios entre los hombres: ya lo esperan. El único paso que se les exigía era reconocer en Jesucristo el cumplimiento de esa expectación, y de ahí el afán de mostrar que en él se habían cumplido las profecías relativas al fin de los tiempos. Así se explica la considerable importancia de este argumento en los discursos de los Hechos. Se trata de hacer que los judíos reconozcan, en la Resurrección de Jesús, el acontecimiento escatológico anunciado por los profetas. En este sentido lo entiende Pedro, puesto que, ya en el principio de su primer discurso, señala como cumplida en Pentecostés la efusión del Espíritu anunciada por los profetas para los “últimos días”. Una expresión que debe tomarse a la letra.

La finalidad del kerigma es hacer reconocer a los judíos que lo que se ha cumplido en Jesús es una acción de Dios. Se trata, pues, ante todo de un cambio total de su actitud frente a Jesús, de una conversión. Y en un llamamiento a la conversión desembocan los discursos de Pedro. Los judíos deben reconocer que se han equivocado al ignorar el carácter, divino de Cristo y al condenarle como blasfemo porque reivindicaba esa dignidad divina. Por semejante comportamiento se han apartado de Dios, como se apartaron sus antepasados al perseguir a los profetas. Así, pues, reconocer la divinidad de Jesús es convertirse a Dios. La resurrección ha puesto de manifiesto que lo realizado en Jesús era divino. La fe, por testimonio de los Apóstoles, en la resurrección es, al mismo tiempo, reconocimiento de la falta cometida al crucificarle.

2. LAS SECTAS JUDIAS

Esto nos lleva a encuadrar la comunidad primitiva en el contexto general del judaísmo de la época, cuya complejidad nos es conocida. Algunos medios le fueron hostiles. Hostilidad que es, ante todo, la de los sumos sacerdotes y de los saduceos, según indican los Hechos de los Apóstoles. En realidad, se trata de dos grupos distintos. A partir del 6 d. C., los sumos sacerdotes pertenecen a la casa de Sethi. El año 30, el jefe de la familia es Anás; el sumo sacerdote en funciones, Caifás. Estos hombres son, sobre todo, hechura de los romanos. Por su lado, los saduceos son un partido a la vez político y religioso, fiel al ideal sacerdotal centrado en el Templo. Los sumos sacerdotes se muestran especialmente celosos de su influencia sobre el pueblo; los saduceos son más hostiles a las innovaciones religiosas. De hecho, tienen intereses comunes.

Los Hechos nos describen tres manifestaciones sucesivas de hostilidad por parte suya frente a la comunidad cristiana. En un primer episodio, Pedro y Juan se ven sorprendidos por los sacerdotes, el oficial del Templo y los saduceos, con ocasión de que predicaban en el Templo. El oficial del Templo era el jefe de la milicia judía dependiente del sumo sacerdote para mantener el orden en el Templo. Pedro y Juan son detenidos, citados ante el sanedrín y luego puestos en libertad. En otra ocasión, el mismo oficial del Templo, por orden de los sumos sacerdotes, detiene a los Apóstoles, los cuales son de nuevo puestos en libertad después de una reunión del sanedrín. Esta doble puesta en libertad demuestra que el odio de los sumos sacerdotes y los saduceos contra los cristianos no era compartido por los demás partidos representados en el sanedrín.

Así nos lo confirma el mismo libro de los Hechos. Vemos, en efecto, durante la segunda sesión del sanedrín, cómo el fariseo Gamaliel interviene en favor de los Apóstoles. Pablo se aprovechará más tarde ante el sanedrín de esta oposición entre saduceos y fariseos. El discurso de Gamaliel es evidentemente una creación de Lucas. Comete un error histórico manifiesto al aludir al levantamiento de Teudas, que tendrá lugar diez años más tarde. Pero el conjunto refleja la posición de los fariseos. Estos admiten un mesianismo y no tienen motivos para condenar a priori el movimiento originado por Jesús. En cambio los saduceos, por razones doctrinales, son hostiles a todo mesianismo. Y mucho más los sumos sacerdotes, que ven en ello una amenaza contra su poder personal. Ahí está, al parecer, la fuente del odio que la casa de Anás no ha dejado de profesar contra Jesús y la comunidad cristiana.

Una tercera persecución procede, sin duda, de la hostilidad de la casa de Anás. De ella fue víctima, antes de Pascua del 41, uno de los Apóstoles, Santiago el hermano de Juan, y en virtud de ella fue detenido Pedro. Se alude a los mismos hombres, y el origen debe ser el mismo. Según Act., 12, 1, la iniciativa procedía de Herodes Agripa I. Este, después de haber desempeñado un importante papel en el advenimiento del emperador Claudio el año 41, obtuvo como recompensa la restauración, en su favor, del reino de Israel. Sabemos, por lo demás, que estaba relacionado con Alejandro el Alabarco, hermano de Filón el filósofo. Al subir al trono, había destituido al sumo sacerdote Teófilo, hijo de Anás, remplazándolo por Simón ben Kanthera, que pertenecía a la casa de Boeto, favorecida por su abuelo Herodes el Grande. Pero en el 42 sustituyó a este Simón por Jonatán, sustituido a su vez en el 43 por su hermano Matías, ambos hijos de Anás.

Parece que en este cambio ha de verse un esfuerzo de Agripa por granjearse el apoyo de la poderosa casa de Anás. Según esto, la coincidencia de la persecución contra los cristianos con el retorno de la casa de Anás a las funciones del sumo sacerdocio debe presentar una relación de causa a efecto. Agripa sacrificó a Santiago al odio de la casa de Anás. Los Hechos dicen que el motivo del arresto de Pedro fue su deseo de “agradar a los judíos”. Por lo demás, Agripa no debía de albergar gran simpatía personal por los “hebreos”. Habría estado mucho más cerca de los “helenistas”. Añadamos que este episodio no nos interesa sólo por su contenido. Es el primero que podemos datar con absoluta certeza. Se sitúa, en efecto, el año que precede a la muerte de Agripa en Cesárea, cosa que nos recuerdan los Hechos (12, 20-23). Pero también Josefo nos refiere el episodio. Y pertenece ciertamente al 44. Por tanto, la fecha del 43 para el martirio de Santiago es absolutamente segura.

Frente a la total hostilidad de los sumos sacerdotes —y, en particular, de la casa de Anás— contra los cristianos, la posición de los fariseos es más compleja. Hemos visto cómo Gamaliel defendía a los Doce. En cambio, en la persecución contra los helenistas y Esteban (sept, del 36) son ellos quienes desempeñan el papel principal, y es el fariseo Saulo quien aprueba la lapidación. Tal diferencia es significativa. Los fariseos eran favorables a los hebreos y hostiles a los helenistas. Lo importante a sus ojos era la diferencia de actitud política. El reproche que hacían a los helenistas era su desinterés respecto de la independencia judía, del Templo que era su símbolo y de la estructura legal de Israel. Con esto queda ya precisada la actitud de los hebreos. Había entre ellos fariseos convertidos. Pero, por lo general, eran cristianos adictos a su patria judía, fieles al culto del Templo, estrictos observantes de las usanzas mosaicas. Ellos, sin duda, formaron el grupo más importante de la primera comunidad, y atraían las simpatías de los fariseos por su celo con respecto a la Ley.

A este medio pertenecen personalmente los Doce. Los vemos fieles al culto del Templo. Pero su misión los obliga a estar por encima de los partidos. En realidad, el jefe de los hebreos es Santiago, “el hermano del Señor”, a quien hay que distinguir de los dos Apóstoles de este nombre. Y es notable que los Hechos apenas aludan a él. Parece ser que Lucas ha utilizado unas tradiciones procedentes, por una parte, de los sadocitas convertidos y, por otra, de los helenistas y que ha dejado en penumbra lo que constituía la parte más importante de la Iglesia primitiva de Jerusalén. Ello se debe a que Lucas presenta el punto de vista de Pablo. Y es un hecho que Pablo siempre tuvo divergencias con el partido de Santiago. Como, además, este partido desapareció definitivamente después del año 70, no es extraño que su recuerdo terminara por borrarse. Pero semejante olvido falsea la historia de los orígenes cristianos. La influencia dominante durante las primeras décadas de la Iglesia corre a cargo de Santiago y de la Iglesia judeo-cristiana de Jerusalén.

¿Podemos, sin embargo, rastrear algún dato cierto? Por lo que se refiere a la persona de Santiago, la Epístola a los Gálatas nos permite entrever su importancia y sus tendencias. Algunos documentos posteriores no canónicos procedentes de los medios judeo-cristianos nos aportan ciertos elementos. Así, en el Evangelio de los Hebreos, que parece relacionado con una comunidad judeo-cristiana de Egipto a comienzos del siglo II, Cristo resucitado se aparece en primer lugar a Santiago. En el Evangelio de Tomás, hallado en Nag Hammadi, se dice que los Apóstoles, después de la Ascensión, deben acudir a Santiago el Justo. Clemente, en las Hipotiposis, le menciona antes que a Juan y Pedro, como a receptor de la gnosis de Cristo resucitado. Los tres Apocalipsis de Santiago, hallados en Nag Hammadi, y que son gnósticos, reflejan las fuentes judeo-cristianas del gnosticismo. En los escritos pseudo-clementinos, que utilizan fuentes judeo-cristianas ebionitas, Santiago es presentado como el personaje más importante de la Iglesia.

Por otra parte, Hegesipo, que según Eusebio (es un judío convertido, nos dice que Santiago no bebía vino ni bebida alguna que embriagase, que nunca se rasuraba y que pasaba su vida en el Templo intercediendo por el pueblo. Y añade que contaba con la confianza de los escribas y fariseos. Así se confirma la relación de Santiago con el judaísmo rabínico. Lo mismo aparece en la Epístola que le atribuye la tradición. En torno a Santiago se agrupan cierto número de parientes del Señor, los “desposynoi”, que ocupan un importante lugar en el ambiente de los hebreos. Es lo que Stauffer ha llamado el “khalifat”. Constituían el centro de un poderoso partido. Por las protestas que formulan los helenistas, adivinamos su tendencia a monopolizar la Iglesia. Tras la dispersión de aquéllos, son los dueños de la Iglesia de Jerusalén.

De este cristianismo rabínico hallamos algunos indicios en los escritos del Nuevo Testamento, por más que éstos procedan de otro ambiente y tiendan a quitarles importancia. A él se remonta, sin duda, toda una literatura targúmica, de la cual encontramos indicios en san Pablo y cuyos fragmentos nos han sido transmitidos por la Epístola de Clemente, la Epístola de Bernabé y otras obras posteriores. El targum es, en efecto, un género característico de los escribas fariseos. Algunas partes del Targum de Jerusalén son ciertamente anteriores a nuestra era. Los escribas convertidos emplearon el mismo género literario dándole un sentido cristiano. De igual modo, numerosas prescripciones morales o fórmulas litúrgicas, cuyo eco se percibe en los Evangelios, viene a ser una prolongación del judaísmo rabínico.

 Por último, la cuestión de los esenios. Aquí los datos tienen un carácter singular. Por una parte, los documentos cristianos atestiguan ciertas semejanzas indiscutibles entre algunos aspectos de la comunidad cristiana de Jerusalén y lo que sabemos de dicho grupo por los manuscritos del mar Muerto y las noticias de Filón y Josefo. Algunas de estas analogías son sorprendentes, pero no implican que la primera se sitúe en la prolongación de la comunidad sadocita. Por otra parte, a falta de documentos, no sabemos si tales prácticas, que sólo conocemos por lo que se refiere a Qumrán, se daban en otros ambientes del judaismo. Había, desde luego, haburoth o cofradías en las que no era extraña la comunidad de bienes y los banquetes comunitarios. Tal parece ser la explicación más probable de las analogías que podemos advertir.

Es innegable, por lo demás, que la comunidad cristiana compartió las esperanzas escatológicas que descubrimos en los escritos apocalípticos procedentes del medio sadocita. Pero ello no quiere decir que la comunidad cristiana reclutara sus miembros en ese medio sadocita. Sabemos por Filón que los esenios formaban un círculo restringido, lo mismo que los fariseos y saduceos. El conjunto del pueblo judío era ajeno a estos partidos. No obstante, experimentaba su influencia. Es seguro, a este respecto, que la influencia sadocita desbordaba con mucho al pequeño grupo de los miembros de la secta, sobre todo por el hecho de ser un activo centro de creación literaria. Su influjo preparó, sin duda, los espíritus para una apertura a Cristo. Y es probable que muchos se convirtieran a Jesús precisamente en los medios por ellos influenciados, donde era más intensa la expectación escatológica.

Según esto, es muy posible que no faltaran esenios, en el sentido estricto de la palabra, entre los primeros convertidos al cristianismo. Tal vez el sabor esenio que presenta en los Hechos el cuadro de la comunidad primitiva se deba a que Lucas utilizó un documento procedente de un círculo cristiano de origen sadocita. Este cuadro no deja de recordarnos el que hace Filón, un poco antes, de la comunidad esenia. La semejanza es tan notable que Eusebio de Cesárea llegó a creer que la descripción de Filón se refería a la primitiva comunidad cristiana. Así se explicarían también otros rasgos de los primeros capítulos de los Hechos. Por ejemplo, la presentación de Pentecostés, donde hemos visto el afán de Lucas por sugerir una semejanza con la revelación del Sinaí. A este respecto sabemos que, para el medio sadocita, según indica en particular el Libro de los Jubileos, la fiesta de las Semanas, o Pentecostés, era la fiesta de la revelación y de la alianza. Más en concreto, el último domingo de la fiesta se conmemoraba la teofanía del Sinaí. Se ha subrayado también que los discursos de los primeros capítulos de Lucas reflejan, en la elección de las citas y en el método de la exégesis, algunos contactos particulares con los manuscritos de Qumrán. Estos discursos pertenecen al documento utilizado por Lucas y reflejan así, con toda seguridad, una catcquesis de sabor sadocita.

Pero ¿tenemos, en el texto de los Hechos, alusiones más precisas a estos convertidos procedentes del esenismo en los días de la primera comunidad? Nos hallamos aquí ante un problema singular: por una parte,, los primeros cristianos parecen presentar grandes afinidades con los esenios; por otra, éstos constituyen la única de las tres grandes sectas históricas no mencionada en el Nuevo Testamento. O. Cullmann ha propuesto ver en los helenistas a esenios convertidos . Lo cierto es que estos helenistas son difíciles de identificar. H. J. Schoeps ve en ellos una proyección, aplicada por Lucas a la Iglesia de Jerusalén, de una situación posterior al año 70. Gaechter y F. Trocmé los consideran como judíos de Palestina que hablaban griego; M. Simon, como judíos de la Diáspora. En realidad, parece tratarse de un grupo heterogéneo. Según las indicaciones de los Hechos, encontramos entre ellos judíos palestinenses, como Esteban y Felipe, cuyos nombres griegos comprueban la helenización.

Podían pertenecer al círculo de los Herodes, como Manahem, hermano de leche de Herodes el Tetrarca. Algunos podían proceder de la Diáspora, como Bernabé, originario de Chipre. Había también entre ellos algunos prosélitos, es decir, paganos convertidos al judaísmo, como los recordados en Act., 2, 11 y Nicolás, prosélito de Antioquia, expresamente designado como helenista. Tampoco hay que excluir que ciertos esenios, separados por su secesión del judaísmo oficial, se hubieran unido a este grupo. Estaban emparentados con él por su hostilidad al sacerdocio oficial, por sus afinidades con el helenismo.

3. LA VIDA DE LA COMUNIDAD

Los Hechos, al tiempo que nos describen el medio en que se desenvuelve la comunidad de Jerusalén, nos dejan ver algunos aspectos de su vida. Los primeros cristianos siguen tomando parte en la vida religiosa de su pueblo. “Los millares de judíos que han creído son celosos de la Ley”. Lo cual quiere decir que circuncidan a sus hijos, que observan lo prescrito acerca de las purificaciones, que practican el descanso del sábado. En particular, los cristianos de Jerusalén toman parte en las plegarias que tienen lugar diariamente en el Templo. Vemos a Pedro y Juan subir al Templo para la oración de la mañana y para la oración de nona. Los cristianos aparecen así a los ojos del pueblo como judíos especialmente fervorosos, a quienes acompaña la bendición de Dios. Téngase en cuenta cómo los Hechos advierten que acuden todos juntos al Templo. Así, pues, los cristianos constituyen un grupo particular en el seno de la comunidad de Israel.

Pero los cristianos tienen conciencia de formar a su vez una comunidad particular. Los Hechos los designan ya con el nombre de ecclesia. La palabra significa en griego una asamblea oficial. Pero parece ser que su uso en los Hechos alude a su empleo en la traducción griega de la Biblia, donde el término designa al pueblo de Dios reunido en el desierto. La palabra significa, según esto, que los cristianos se consideraban no como una comunidad más, sino como el nuevo pueblo de Dios. El vocablo ecclesia designó, en un principio, a la iglesia de Jerusalén. Más tarde será aplicado a las diversas iglesias locales que irán surgiendo a imitación de la Iglesia-madre. Así Pablo reunirá la iglesia de Antioquia y saludará a la iglesia de Cesárea (18, 22). En estos pasajes aparece el carácter concreto de la Iglesia. No obstante, los cristianos tendrán conciencia de que se trata de una sola e idéntica Iglesia que está presente en diversos lugares, y la palabra tomará el significado de Iglesia universal.

De hecho, al mismo tiempo que toman parte en la vida de su pueblo, los cristianos tienen su vida propia. Se reúnen comunitariamente en casas particulares. Es el caso del cenáculo, donde se reunió la naciente comunidad. Pero pronto se multiplican estos lugares de reunión. Los Hechos nos dicen que los cristianos “partían el pan en sus casas”. Una de éstas nos es bien conocida: la de María, madre de Juan Marcos, donde se hallaba reunida en oración una asamblea bastante numerosa, mientras Pedro permanece en la cárcel. Asimismo, vemos a Pablo exhortando a los hermanos en casa de Lidia, en Filipos y celebrando la eucaristía en Tróade, en el tercer piso de una casa particular La “sala alta”, más amplia y normalmente no habitada, se acomodaba perfectamente para aquellas reuniones nocturnas. Es de notar el apoyo prestado así a la Iglesia por las familias que ponían sus casas a disposición de la comunidad. Pablo hablará de Aquila y Priscila y de “la iglesia que está en su casa”.

Los cristianos se reunían con frecuencia. Los Hechos hablan de reuniones diarias, que comprendían la fracción del pan, una comida y oraciones de alabanza. Algunas de estas reuniones tenían lugar durante la noche. Precisamente de noche encuentra Pedro en casa de María, la madre de Juan Marcos, a una numerosa asamblea en oración). Lo que parece cierto es la existencia de una asamblea en la noche del sábado al domingo. Así lo indican los Hechos. Los cristianos tomaban parte en las plegarias comunes del sábado y después se reunían por su cuenta. Parece ser que a esta costumbre se debe la designación del domingo como octavo día. Tal expresión, que se encuentra ya en la Epístola del Pseudo-Bernabé, no se explica sino como referencia al séptimo día de la semana judía. La designación más corriente es la de kyriaké, que corresponde a nuestro domingo. Pero no es cierto que las asambleas cristianas se celebraran siempre de noche. Es muy posible que pudieran tener lugar a otras horas. Tal es, en concreto, el caso en que la eucaristía iba acompañada de una comida, como aparece indicado en la Primera Epístola a los Corintios.

Podemos formarnos una idea de semejantes asambleas por lo que dicen los Hechos). Constaban de instrucción, fracción del pan y oraciones. Si los Hechos nos ofrecen numerosos ejemplos de la predicación a los no creyentes (kerigma), no nos refieren la enseñanza impartida a la comunidad. No obstante, podemos vislumbrar algo a través de las expresiones que la designan. Puede tratarse de una enseñanza propiamente dicha (didajé). Pero esta palabra se aplica sobre todo a la catequesis preparatoria del bautismo. En las asambleas ordinarias se trata más bien de exhortaciones (paraklesis) destinadas a fortalecer la fe y la caridad o de homilías, de charlas familiares. Las Epístolas de Pablo y las demás Epístolas canónicas pueden darnos una idea de estas charlas y exhortaciones, de las que, en gran parte, vienen a ser un eco.

Las instrucciones iban seguidas de la “fracción del pan”. Expresión arcaica con que los Hechos designan la eucaristía. Con ella se recuerda la acción de Cristo al distribuir el pan después de haber pronunciado sobre él las palabras consagratorias. Cristo había instituido la eucaristía durante un banquete pascual. La bendición del pan es la de los ácimos antes del banquete; la del vino corresponde a la copa que seguía al mismo banquete. Dos ritos que han conservado los cristianos, pero independientemente del banquete pascual, y que realizan bien a continuación de una comida, o bien sin acompañamiento de comida alguna. El que presidía la eucaristía, ‘después de dar gracias, bendecía el pan y el vino extendiendo sobre ellos las manos y pronunciaba las palabras del Señor en la cena. La plegaria de bendición y la extensión de las manos correspondían a lo que hallamos en las berakoth judías y en los manuscritos de Qumrán.

La eucaristía iba seguida de “oraciones”, nos dicen los Hechos. Estas oraciones estaban reservadas a los Apóstoles o a los ancianos que presidían la asamblea. Pero también podían hacerlo los miembros de la asamblea que habían recibido gracia para ello. Por ejemplo, los profetas de la comunidad de Antioquia, o el profeta Agabo. San Pablo se refiere en su Primera Epístola a los Corintios a tales profetas. Las mujeres, que estaban excluidas de la enseñanza, podían hacer, sin embargo, la acción de gracias. San Pablo precisa que deben tener cubierta la cabeza. El diácono Felipe tenía cuatro hijas que profetizaban. Y no se olvide que la efusión del Espíritu Santo tuvo lugar principalmente en el curso de la asamblea cristiana. Esta es el nuevo Templo en que Dios habita y que hace inútil el Templo antiguo, con el cual, sin embargo, sigue coexistiendo.

Otro aspecto de la vida de la comunidad de Jerusalén —aquel en que más insisten los Hechos— es su organización económica. Los Hechos hablan de una comunidad de bienes por parte de los hermanos: “Vendían sus propiedades y campos y dividían el precio entre todos de acuerdo con las necesidades de cada uno”. Los Hechos citan en particular el caso de Bernabé, que poseía un campo, y lo vendió, entregando el precio a los Apóstoles. Por el contrario, Ananías y Safira, habiendo vendido un campo, se quedaron con parte del precio, engañando así a los Apóstoles. El texto precisa que esta comunidad de bienes no era obligatoria. La falta de Safira consistió en haber engañado a la comunidad.

Es difícil la interpretación de esta comunidad de bienes. Puede suponerse la existencia de una caja común para remediar las necesidades de los indigentes, a la manera como existía ya en la sinagoga. A eso alude también el servicio de las viudas. Sin embargo, Lucas parece referirse a algo más, a una verdadera comunidad de bienes. Esto nos parece hoy menos sorprendente, una vez que hemos descubierto que existía tal práctica entre los sadocitas. Además, hemos observado que el relato de Lucas parece tener cierto sabor esenio. Para su descripción pudo inspirarse en la comunidad del Qumrán. En concreto, el episodio de Ananias y Safira recuerda tan de cerca la disciplina de Qumrán que parece dar a entender que en este punto hay una influencia efectiva de las prácticas esenias en la comunidad de Jerusalén.

Los problemas de organización económica aparecen también a propósito de otra cuestión. Los Hechos nos dicen que, a consecuencia de las protestas de los helenistas, que veían descuidadas a sus viudas, los Apóstoles eligieron entre ellos a siete personajes, entre los cuales figuraba Esteban. Hemos visto, en efecto, que los cristianos, según el modelo de la Sinagoga, habían establecido un servicio para los pobres. Este era controlado por los Apóstoles. Y lo que hacen al elegir a los Siete es desprenderse de aquel control. Pero los Siete no son destinados únicamente a la gestión del servicio de los pobres. Los vemos predicar y bautizar. Los Apóstoles aprovechan la ocasión para proporcionarse unos colaboradores, a quienes comunican parte de sus propios poderes. Y se los confieren mediante una ordenación.

Pero entonces se plantea la cuestión de saber si esta institución afecta sólo a los helenistas. Dado que los Apóstoles sentían la necesidad de proporcionarse colaboradores, ¿no harían otro tanto entre los hebreos, como supone Gaechter? El silencio de Lucas se explicaría por la falta de interés que muestra para con los hebreos. Colson parece estar más en lo cierto al ver en los Siete una institución propia de los helenistas. Los hebreos tenían ya presbíteros o ancianos. Santiago el Justo era seguramente uno de ellos. Los Hechos nos presentan a los cristianos de Antioquia confiando a los ancianos (presbyteroí) de Jerusalén unas limosnas para los pobres. Estos ancianos tienen emir los hebreos la misma función que los Siete entre los helenistas.

Un hecho nuevo es la preeminencia que adquiere Santiago el Justo entre los presbíteros. Parece más plenamente asociado a los poderes apostólicos. Cuando vaya Pablo a Jerusalén el año 41), se encontrará con Pedro y con este mismo Santiago. En el concilio de Jerusalén, él es el único que habla además de Pedro. Santiago era, pues, ciertamente la cabeza de la comunidad de Jerusalén. Y parece incluso disponer de poderes semejantes a los de los Apóstoles. En este sentido podemos comprender a Eusebio cuando escribe que Pedro, Santiago y Juan no se reservaron la dirección de la iglesia local de Jerusalén, sino que eligieron a Santiago el Justo como obispo (epíscopos). A él toca en lo sucesivo, y no a Pedro y a los Apóstoles, lo que se refiere a la dirección de la iglesia local de Jerusalén Aparece a la vez como presidente del colegio local de los presbíteros y como heredero de los poderes apostólicos.

La estructura de la iglesia de Jerusalén toma así una fisonomía propia. Los Apóstoles son los testigos de la resurrección y los depositarios de la plenitud de poderes. Pedro aparece como su jefe. Al principio presidieron ellos y administraron directamente la iglesia de Jerusalén. Pero pronto echaron mano de algunos colaboradores. Estos son, por una parte, los presbíteros, que se ocupan de los hebreos, formando un colegio presidido por Santiago, el cual participa de manera especial de los poderes apostólicos. Por otra parte, los Apóstoles establecen una organización similar para los helenistas. Los Siete corresponden a los presbíteros de los hebreos. Es difícil saber si Esteban era entre ellos el equivalente de Santiago. De todos modos, la marcha de los helenistas hará del colegio de los presbíteros la única jerarquía de Jerusalén.

 

CAPITULO SEGUNDO

LA IGLESIA FUERA DE JERUSALÉN

 

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA