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Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO PRIMERO.

ALFONSO VI. — LOS ALMORÁVIDES

(1086 - 1094)

 

Parecía que con la disolución del imperio ommiada, con las ventajas que en todas partes las armas cristianas habían obtenido, y con el desconcierto, los disturbios, las guerras que los reyezuelos musulmanes tenían entre sí, debería haberse decidido en favor de España la gran lucha entre los dos pueblos y las dos creencias que se disputaban su señorío. Y hubiera sucedido así, si por una parte el común peligro no hubiera inspirado a los mahometanos el pensamiento de apelar, como en otra ocasión, a un remedio heroico, y si por otra parte no hubieran tenido una África a que acudir, semillero inagotable de enemigos del pueblo español y del nombre cristiano y a la cual volvían los ojos en sus mayores conflictos y tribulaciones.

Pesábale ya al mismo Ebn Abed de Sevilla haber contribuido tanto con sus alianzas al engrandecimiento del poder de Alfonso. Advertíanselo también las sentidas quejas y murmuraciones que llegaban a sus oídos y el disgusto general de los musulmanes. Meditó, pues, a pesar de los lazos que con él le unían, cómo cooperar a abatir al orgulloso cristiano, que dueño de Toledo, y después de haber corrido y devastado los emiratos de Zaragoza y Badajoz, tuvo el atrevimiento de penetrar con un cuerpo de caballería por tierras del de Sevilla con pretexto de protegerle contra sus rivales de la costa meridional, y avanzando hasta Tarifa metió su caballo hasta el pecho en las aguas del mar como en otro tiempo Okba, y exclamó: «¡He llegado a los últimos términos de la tierra de Andalucía!» Y regresó tranquila y orgullosamente a Toledo. Acabó de mortificar el amor propio de Ebn Abed aquella audacia del castellano y aquella inesperada aparición so color de un auxilio simulado y no pedido. Todavía sin embargo no estalló la oculta rivalidad de los dos monarcas, hasta que con motivo de haber apuñalado los sevillanos a un judío, tesorero y privado del rey Alfonso, que este había enviado a cobrar el tributo que le pagaba Ebn Abed, le despachó el rey de Castilla nueva embajada pidiendo satisfacción del agravio y reclamando varias fortalezas de su reino que le pertenecían. Arrogante y agria era la carta que Alfonso envió con el mensaje, decía así:

«De parte del emperador y señor de las dos leyes y de las dos naciones, el excelente y poderoso rey don Alfonso, hijo de Fernando, al rey Al Motamid Billah Ebn Abed (ilumine Dios su entendimiento para que se determine a seguir el buen camino): salud y buena voluntad de parte de un rey engrandecedor de sus reinos y amparador de sus pueblos, cuyos cabellos han encanecido en el conocimiento de los negocios y en el ejercicio de las armas en cuyas banderas se asienta la victoria, que hace a sus caballeros blandir las lanzas con esforzadas manos, que hace ceñir las espadas en las cinturas de sus campeadores, que hace vestir de luto las esposas y las hijas de los musulmanes y llenar vuestras ciudades de lamentos y alaridos. Bien sabéis lo que ha pasado en Toledo, cabeza de España, y lo que ha sucedido a sus moradores y a los de su comarca en el cerco y entrada de la ciudad; y que si vos y los vuestros habéis escapado hasta ahora, ya os llega vuestro plazo, que sólo se ha diferido por mi voluntad. ... Y si no mirara a los conciertos que hay entre nosotros, ya hubiera invadido vuestra tierra y echádoos a sangre y fuego de España sin dar lugar a demandas ni respuestas, y no habría entre nosotros más embajador que el ruido y tropel de las armas, y el relinchar de los caballos, y el estruendo de los atambores y trompetas de batalla».

Aunque muchos visires, en vista de esta carta aconsejaban al rey de Sevilla que viniese a un acomodamiento con Alfonso y le pagara el tributo, él le contestó con otra no menos soberbia y altiva, concebida en estos términos:

«Del rey victorioso y grande, el amparado con la misericordia de Dios y confiado en su divina bondad, Mohammed Ben Abed, al soberbio enemigo de Allah, Alfonso, hijo de Fernando, que se intitula rey de reyes y señor de las dos leyes y naciones (quebrante Dios sus vanos títulos): salud a los que siguen el camino recto. En cuanto a llamarte señor de las dos naciones  más derecho tienen los musulmanes para preciarse de esos títulos que tú, por lo que han poseído y poseen de las tierras de los cristianos, y por la multitud de sus vasallos y riquezas, que nunca llegará a ser comparable tu poder con el nuestro, ni puede alcanzarlo toda tu ley y sus secuaces Hasta ahora pensábamos pagarte tributo, y tú no te contentas con él y quieres ocupar nuestras ciudades y fortalezas: pero ¿cómo no te avergüenzas de tales peticiones, y quieres que se entreguen a los tuyos y nos mandas como si fuéramos tus vasallos? Maravillóme mucho de la manera con que nos estrechas a que cumplamos tu vana y soberbia voluntad. Te has envanecido con la conquista de Toledo, sin mirar que eso no lo debes a tu poder, sino a la fuerza y voluntad divina que así lo había determinado en sus eternos decretos, y en eso te has engañado a tí mismo torpemente. Bien sabes que también nosotros tenemos armas, caballos y gente esforzada que no se asusta del estruendo de las batallas, ni vuelve el rostro a la horrorosa muerte, y que metidos en la pelea nuestros caballeros saben salir de ella airosos. Nuestros caudillos saben ordenar las filas, guiar los escuadrones, armar celadas, y no temen entrar por entre los filos de vuestras espadas, ni los estremecen las lanzas asestadas a sus pechos. Sabemos dormir en la dura tierra sobre el albornoz, rondar y hacer la vela de la noche y porque veas que es así como te lo digo, ya te tienen preparada la respuesta a tu demanda, y de común acuerdo te esperan con sus alfanjes limpios y acerados y con sus gruesas y agudas lanzas Es verdad que hubo entre nosotros conciertos y capitulaciones para que no moviésemos nuestras armas el uno contra el otro, porque yo no ayudase a los de Toledo con mis fuerzas y consejo, de lo que pido perdón a Dios, y de no haberme opuesto antes a tus intentos y conquistas, aunque gracias a Dios toda la pena de nuestra culpa consiste en las palabras vanas con que nos insultas : pero como éstas no acaban la vida, confío en Dios que con su ayuda me amparará contra tí, y sin tardanza verás entrar mis tropas por tus tierras»

Después de estas cartas era imposible ya todo acomodamiento y ambos se prepararon a la guerra. El de Sevilla llamó a su hijo Raschid y le comunicó el pensamiento de implorar el auxilio de los Almorávides de África contra el poderoso rey de Toledo. Le disuadió el príncipe diciéndole que si tal hacía aquellos bárbaros acabarían por arrojarlos de su patria. Se obstinó en ello el padre y lo replicó:

«Preferiré, hijo mío, guardar los camellos del rey de Marruecos a ser tributario y vasallo de estos perros cristianos. — Pues hágase, contestó Easchid, lo que Dios te inspire.»

Entonces el rey de Sevilla, tan arrogante con Alfonso, escribió al rey de los Almorávides de África la siguiente humilde carta, en que se pinta bien el abatimiento a que habían venido los mahometanos españoles:

«A la presencia del príncipe de los musulmanes, amparador de la fe, propagador de la verdadera secta del califa, al imán de los muslimes y rey de los fieles Abu Yacob Yussuf ben Tachfin, el ínclito y engrandecido con la grandeza de sus nobles, alabador de la majestad divina, y de la potencia del Altísimo, venerador de Dios y del cielo, que no se envanece de su honra y grandeza, salud cumplida de Dios, como conviene a su soberana y alta persona, con la misericordia de Dios y su bendición. Te envía la presente el que abandonándolo todo se dirige a tu generosa majestad desde Medina-Sevilla en el interlunio de Giumada primera del año 479 (1086), persuadido, oh rey de los musulmanes, de que Dios se sirve de tí para ensalzar y sostener su ley. Los árabes de Andalucía no conservamos en España separadas nuestras kabilas ilustres, sino mezcladas unas con otras, de suerte que nuestras generaciones y familias poca o ninguna comunicación tienen con nuestras kabilas que moran en África : y esta falta de unión ha dividido también nuestros intereses, y de la desunión procedió la discordia y abatimiento, y la fuerza del Estado se debilitó, y prevalecen contra nosotros nuestros naturales enemigos, y estamos en tal estado que no tenemos quién nos ayude y valga sino quién nos baldone y destruya; siendo cada día más insufrible el encono y rabia del rey Alfonso, que como perro rabioso con sus gentes nos entra las tierras, conquista las fortalezas, cautiva los muslimes y nos atropella y pisa sin que ningún emir de España se haya levantado a defender a los oprimidos que ya no son los que solían, pues el regalo, el suave ambiente de Andalucía, los recreos, los delicados baños de aguas olorosas, las frescas fuentes y exquisitos manjares los han enflaquecido y han sido causa de que teman entrar en guerra y padecer fatigas así es que ya no osamos alzar la cabeza; y pues vos, señor, sois el descendiente de Homair, nuestro predecesor, dueño poderoso de los pueblos y dilatadas regiones, a vos acudo y corro con entera esperanza, pidiendo a Dios y a vos amparo, suplicándoos que sin tardanza paséis a España para pelear contra este enemigo, que infiel y pérfido se levanta contra nosotros procurando destruir nuestra ley. Venid pronto y suscitad en Andalucía el celo del camino de Dios que no hay fuerza ni poder sino ante Dios alto y poderoso, cuya salud y divina misericordia y bendición sea con vuestra alteza»

Juntó además en Sevilla una asamblea de jeques, cadíes y príncipes más amenazados del poder de Alfonso, y les expuso la necesidad de llamar con urgencia al príncipe de los morabitas de África para que viniera a ayudarlos en su santa empresa. Todos convinieron en ello, a excepción de Abdallah ben Yussuf, gobernador de Málaga, que tuvo el valor de oponerse al común dictamen en un vigoroso discurso que concluía:

«Uníos y venceréis. No sufráis que los habitantes de los abrasados arenales de África vengan a posarse sobre nuestras tierras como enjambres de devoradoras langostas, y a pasear sus camellos por los deliciosos campos de nuestra Andalucía.»

En mal hora hizo tan patriótica exhortación el previsor walí. Irritáronse todos contra él, llamáronle mal musulmán, traidor y enemigo de la fe, y hay quien añade que le condenaron a muerte. Tan obcecados estaban y tan abatidos se veían aquellos próceres del islamismo, tan soberbios en otro tiempo. Decretóse, pues, enviar un mensaje de llamamiento al príncipe de los Almorávides de África, como allá en 756 en una asamblea de la misma índole se había decretado otro igual para llamar al príncipe Abderramán el Beni-Omeya. Omar ben Alafthas el de Badajoz, que ya antes había escrito por sí al rey Yussuf ben Tachfin una carta en que le pintaba con tristes colores la situación apurada y angustiosa de los musulmanes españoles, fue el encargado de redactar el mensaje, que los embajadores nombrados habían de llevar personalmente. Era el principio del año 1086. Mas antes de anunciar su resultado, digamos quiénes eran esos poderosos extranjeros que los árabes de España llamaban en su ayuda.

Un historiador moderno ha compendiado las noticias que acerca del origen y progresos de aquellas gentes pueden interesarnos para la inteligencia de nuestra historia. «Mientras que así destrozaban las discordias intestinas la España árabe, levantábase del otro lado de la cadena del Atlas, en los desiertos de la antigua Getulia, un hombre que había de reconstituir un día y dar unidad a los elementos entonces disidentes de la dominación musulmana, así en España como en África, y apuntalar con su mano poderosa el bamboleante edificio de su imperio. Este hombre era el berberisco Yussuf ben Tachfin, de la tribu de Zanaga. Los lamtunas, fracción de esta gran tribu, a la cual pertenecía Yussuf, bien que hubieran aceptado con los primeros conquistadores la religión del Islam habían quedado casi del todo extraños a la inteligencia de su moral y de sus dogmas, cuando llegó entre ellos Abdallah ben Yasim, morabita de Suz, afamado por su ciencia y su santidad (414 de la hégira, 1026 de J. C). Abdallah, hombre entendido y hábil, explicando los preceptos de una religión que prescribía el proselitismo por la conquista, despertó fácilmente el espíritu guerrero de aquellas incultas y groseras poblaciones, y explotando mañosamente el entusiasmo que en ellas había producido una fe vivificada y rejuvenecida, las lanzó contra algunas tribus berberiscas que se habían mantenido fieles a sus antiguas creencias. En el fervor de una convicción nueva, los lamtunas soportaron con admirable constancia fatigas inauditas, y alcanzaron en sus ásperas guaridas a aquellos montañeses, a quienes forzaron a admitir la religión del profeta guerrero, y entonces fue cuando para recompensar el valor de que habían dado tantas pruebas los llamó los hombres de Dios (Al morabith), y les profetizó la conquista del Magreb sobre los musulmanes degenerados.

No tardó Abdallah, aprovechando el entusiasmo de los recién convertidos, en conducirlos de la otra parte del desierto, y pasó con ellos el Atlas. La conquista de Sijilmesa y de todo el país de Darah fué el fruto de sus primeras victorias; sentaron los vencedores sus tiendas en el Sahel, entre la montaña y el mar, en medio de las llanuras de Agmat, y ocuparon la pequeña ciudad de este nombre. Algún tiempo después murió Abdallah, dejando a Abu Bekr ben Omar el cuidado de dirigir la regeneración religiosa que él había comenzado. Supo Abu Bekr corresponder a la importancia de su difícil misión (460 de la hégira, 1068 de J. C). Consolidó su poder en el país tanto por la dulzura y el ascendiente de la opinión como por la fuerza de las armas. Agmat se hizo el centro a que acudían de todas partes las poblaciones atraídas por la reputación de la justicia y por la fama de la santidad de los Almorávides. El número de prosélitos se hizo tan considerable que fue menester fundar una nueva ciudad y dar una capital al nuevo imperio. Escogió para ello Abu Bekr una vasta y fértil planicie, llamada en el país Eylana. Mas en el momento de comenzar a edificar, los lamtunas que habían quedado del otro lado del Atlas, viéndose amenazados por sus vecinos, reclamaron la asistencia de sus jeques, y Abu Bekr, sacrificando su naciente imperio a las exigencias de su antigua patria, volvió a tomar el camino del desierto dejando el cargo de proseguir su obra a Yussuf ben Tachfin, que ya se había hecho conocer en las últimas guerras de los lamtunas contra los berberiscos.

Yussuf no pertenecía a las familias nobles de los lamtunas, y debió a su solo mérito y a la estimación de que gozaba entre los suyos el honor de continuar la ardua misión de conquistador religioso, bien que inaugurada por Abdallah y por Abu Bekr. Nacido de pobre cuna, no podía aspirar a tan alto honor. Su padre era alfarero, y andaba de tribu en tribu vendiendo las obras de arcilla, producto de su industria»

Cuenta aquí el historiador cómo había anunciado el horóscopo a Yussuf que sería señor de un grande imperio: describe su carácter generoso, emprendedor, afable y digno. «Reunía, dice, todas las gracias que atraen a la multitud y entusiasman a las masas. Así no tardó en captarse numerosos parciales en las poblaciones de Agmat. Para afirmar su autoridad, que era sólo provisional y meditaba hacer definitiva, resolvió sancionarla por la gloria de las armas. Comenzó, pues, por llevar la guerra a algunas tribus árabes de la comarca no sometidas aún, y les dio la ley. Después de este fácil triunfo proyectó la invasión de la antigua herencia de los Edris del reino de Fez. Convocó todas las tribus que reconocían su autoridad. Más de ochenta mil jinetes armados respondieron a su llamamiento. A la cabeza de esta formidable masa de guerreros invadió como un huracán la provincia de Fez, y se apoderó de la capital, después de haber batido cerca de la montaña de Onegui, a doce leguas de Mequinez, a los descendientes de Zeiri que mandaban allí con independencia de España. De allí avanzó a Tlemcen, de donde arrojó a los Zenetas; se hizo dueño de toda la provincia de este nombre hasta Argel, y volvió triunfante al país de Agmat a comenzar la construcción de su capital proyectada, a la cual se dio más tarde el nombre de Marruecos.

A este tiempo Abu Bekr, sofocados los disturbios de los lamtunas, regresaba sobre el Tell. Pronto tuvo conocimiento de las brillantes hazañas de Yussuf. Demasiado débil para pretender disputar por las armas un imperio que éste había conquistado casi entero, cedió a la opinión y tuvo la prudencia de renunciar a todas sus pretensiones: mas como antes de partir desease ver al feliz. conquistador, pidióle una entrevista que se verificó entre Agmat y Fez, en un bosque que se denominó después el bosque de los Albornoces, porque Yussuf tendió en el suelo su manto para que sirviese de alfombra al que había sido su señor. Abu Bekr le felicitó por sus victorias, le dijo que sólo había dejado sus desiertos por venir a regocijarse en las glorias de su discípulo, la honra y el más firme apoyo de los Almorávides; que en cuanto a él, su misión estaba cumplida, y que no deseaba más que el reposo de una vida apacible en medio de los suyos.

Sometidas las provincias del Magreb, dueño de Ceuta y de las ciudades de la costa, llevó Yussuf sus armas hacia Oriente, haciendo guerra implacable a los árabes rebeldes a su dominación. En vano los antiguos conquistadores intentaron rechazar su yugo, tanto más odioso cuanto que se le imponían aquellos mismos a quienes sus mayores habían antes subyugado; en vano forcejaron bajo la mano poderosa del berberisco: no les quedó más alternativa que o doblegarse a sus leyes o ir a vivir bajo la de los califas Fatimitas, porque en breve las fronteras de Egipto fueron los solos términos de su poder. Apoderóse de Bugía y de Túnez, hizo a sus príncipes tributarios, y regresó victorioso a su capital de Marruecos, donde se hizo proclamar emir de los musulmanes, y defensor de la religión»

Algunos escritores árabes hacen el siguiente retrato físico y moral de Yussuf. «Era, dicen, de color moreno lustroso, buena estatura, aunque delgado, poca barba, voz clara, ojos negros, cejas arqueadas, nariz aguileña cabellos largos: valeroso en la guerra, prudente en el gobierno, en extremo liberal, austero y grave, modesto y decente en el vestir, moderado en los placeres, afable en sus maneras y en su trato, jamás vistió sino de lana ni comía otra cosa que pan de cebada, carne de camello y leche de camella, aun en el colmo de su grandeza y de su fortuna, y en todo se mostraba digno del gran destino que Dios le tenía deparado.»

Tal era el hombre cuyo auxilio invocaron los musulmanes españoles. Cuando recibió el mensaje de éstos consultó a su alkatib lo que debería hacer: respondióle aquél que mirara bien lo que hacía con pasar a España “porque has de saber, oh emir de los muslimes, le dijo, que España es como una isla cortada y ceñida de mar por todas partes; es como una cárcel donde el que entre difícilmente vuelvea salir, y si una vez pones allá los pies, no estará en tu mano la vuelta”. A pesar de este consejo, Yussuf contestó a los embajadores y a Al Motamid el de Sevilla, que le daría su ayuda, pero que no podría hacerlo si antes no ponían en su poder la Isla Verde (Algeciras), para poder entrar y salir de España cuando fuese su voluntad. Inútilmente expuso al sevillano su prudente hijo Raschid el peligro de acceder a la proposición de Yussuf. Obcecado Al Motamid, hizo solemne donación de la plaza de Algeciras al emperador de Marruecos para sí, sus hijos y descendientes. Un vértigo fatal le arrastraba hacia su ruina; y no contento con entregar la llave de sus dominios a su formidable aliado, determinó pasar a África para informarle personalmente de su desesperada situación. Encontróle entre Ceuta y Tánger; hízole una pintura sombría de la angustia en que tenía a los muslimes de España la pujanza y soberbia del rey Alfonso, y le instó a que no tardase en venir a socorrerlo. «Anda, le dijo Yussuf, torna luego a tu tierra y cuida de tus negocios, que allá iré yo, si Dios quiere, y seré vuestro caudillo y venceremos: yo iré en pos de tí.» Volvióse Ebn Abed a España, y Yussuf entró en Ceuta, y previniendo sus naves y allegando sus banderas, mandó que pasase el ejército a España, y fue tanta la gente que pasó, dice la crónica, que sólo su criador puede contarla.

Desembarcó esta infinita muchedumbre en Algeciras y acampó en sus playas. Cuando Yussuf entró en su nave dicen que extendió sus manos al cielo y exclamó: «Oh Dios mío, si este mi tránsito ha de ser para bien de los musulmanes, aplaca y sosiega este mar, y si no ha de ser de provecho, embravécele para que no pueda hacer la travesía.» Dicen que Dios sosegó el mar y la nave de Yussuf arribó con admirable velocidad a Algeciras (30 de julio de 1086), a cuyas puertas le esperaban ya el rey de Sevilla y los principales emires de España, y en aquella misma tarde hubo consejo para deliberar sobre el mejor medio de ejecutar la expedición. Yussuf hizo reparar los muros de la ciudad, levantar torres y abrir fosos. Ebn Abed partió para Sevilla a disponer alojamientos, provisiones y regalos para el ejército auxiliar. Siguió detrás Yussuf con su innumerable muchedumbre.

Sobre el campo de Zaragoza se hallaba el rey Alfonso VI cuando le llegó la nueva de la irrupción de los africanos. Alzó apresuradamente el sitio de aquella ciudad, celebró consejo con sus generales, llamó en su auxilio a Sancho de Aragón y a Berenguer de Barcelona, de los cuales el uno sitiaba a Tortosa y el otro corría el país de Valencia, y los tres príncipes unieron sus banderas para resistir al nuevo y terrible enemigo: alas tropas de Castilla y Galicia se agregaron muchos caballeros franceses, con deseos de defender la cristiandad contra el más formidable adversario que se había presentado después de Almanzor. También acudieron a Sevilla todos los emires musulmanes con sus respectivas banderas. Ebn Abed el de Sevilla mandaba todos los mahometanos españoles; Yussuf conducía el ejército africano. Pusiéronse en marcha desde aquella ciudad en dirección de Badajoz. Ebn Abed iba delante, y el lugar en que éste acampaba por la mañana le ocupaba por la tarde Yussuf con sus Almorávides.

Los dos grandes ejércitos cristianos y musulmanes se encontraron no lejos de Badajoz en las llanuras llamadas de Zalaca. Separábalos un río, de cuyas aguas unos y otros bebían. De un lado resplandecían las brillantes cruces de las banderas de Castilla y León : del otro ondeaban los estandartes de Mahoma en que se veían inscritos versos del Corán. Llamaban la atención de los cristianos las enormes espadas, los groseros sacos y agrestes pieles de los morabitas que les daban un aspecto lúgubre: miraban estos con admiración las armaduras de los cristianos, sus manoplas y sus caballos cubiertos de hierro. Las crónicas árabes y cristianas, todas refieren sueños misteriosos que dicen haber tenido así Alfonso como Yussuf, y presagios fatídicos, como acostumbraban a contar siempre que se iba a decidir una gran contienda.

Con arreglo a lo que prescribe el Corán, Yussuf había intimado a Alfonso, o que le pagara tributo y se reconociera vasallo suyo, o que abandonara la fe de Cristo, y se hiciera musulmán. Y luego añadía: «He sabido, oh rey Alfonso, que deseabas tener naves para pasar a buscarme a mi tierra. He aquí que te he ahorrado esta molestia viniendo yo en persona a encontrarte en la tuya. Dios nos ha reunido en este campo para que veas el fin de tu presunción y de tu deseo. — Ve y di a tu emir, contestó Alfonso al mensajero, que procure no ocultarse, que nos veremos en la batalla.»

Señalóse día para el combate; combate horrible, cual no habían visto otro los hombres, dicen los escritores arábigos. Era un viernes, 23 de octubre de 1086. No nos detendremos a referir los pormenores de aquella lucha sangrienta, de aquella terrible lid en que se derramó tanta sangre cristiana. Nuestros cronistas la mencionan con un laconismo que parece significar que quisieran no les mortificase su recuerdo. En cambio los poetas árabes la celebraron a competencia, como si hubiese sido el triunfo definitivo del Corán sobre el Evangelio. El parte que dio Yussuf, el jefe de los Almorávides, al mejuar de Marruecos, demuestra lo que envaneció a los musulmanes aquella victoria.

«Luego que nos acercamos (le decía) al campo del tirano nuestro enemigo (maldígale Dios), le dimos a escoger entre el Islam, el tributo y la guerra, y él prefirió la guerra. Habíamos convenido en que la batalla se diese el lunes 15 de Regeb, pues él nos dijo: — El viernes es la fiesta de los musulmanes, el sábado la de los judíos de que hay muchos en nuestro ejército, y el domingo es la de los cristianos. — Convenimos, pues, en el día: pero este tirano y sus gentes faltaron como acostumbran a las palabras y conciertos, lo cual acrecentó nuestra saña para la pelea, y les pusimos campeadores y espías que oteasen sus movimientos y nos avisasen do ellos. Así fue que a la hora del alba del viernes 12 de Regeb nos vino nueva de cómo el enemigo ya movía su campo contra nosotros». Refiereluego algunas circunstancias de la batalla y continúa: «Sopló entonces el torbellino impetuoso del combate, y la sangre que las espadas y las lanzas sacaban de las profundas heridas que abrían formaba copiosos ríos y cada uno de nuestros valientes campeadores ofrecía al de Afranc y al maldito Alfonso raudales que les podían servir para hartarse y nadar en ella los quinientos caballeros que de ochenta mil y cien mil peones le quedaron, gentío que trajo Dios a la Almara para molerlos y exprimirlos, y quiso Dios librar a unos pocos malditos en un monte para que desde allí viesen su calamidad sin quedar más que el vano recurso y miserable del Guaí de Alfonso, que no halló más remedio en su desventura que ocultarse en las tinieblas de la oscura y atezada noche. El emir de los muslimes, el defensor de la santa guerra, el numerador y destructor de los ejércitos enemigos, dadas gracias a Dios con bendita seguridad, acampaba sobre el carro del triunfo y de las victorias y a la sombra de las vencedoras banderas, insignias del amparo y de la gloria. Ya los caudalosos ríos, el Nilo de las algaras, arrebata impetuoso sus edificios y fortalezas, tala sus campos y encadena sus cautivos, y mira esto con ojos de complacencia y de alegría, y Alfonso lleno de rabia con desmayados y tristes y vertiginosos ojos. De los emires de España sólo Ebn Abed rey de Sevilla no volvió la cara al temor de la cruel matanza, y se mantuvo peleando como el más esforzado y valiente campeador, como el principal caudillo de los muslimes, y salió de la batalla con una leve herida en un muslo para gloriosa reliquia de la maravillosa acción en que la recibió. Alfonso, amparado de las sombras de la oscura noche, se salvó huyendo sin camino cierto ni dirección, y sin dar sus tristes ojos al sueño, y de los quinientos caballeros que con él escaparon, los cuatrocientos perecieron en el camino, y no entró en Toledo sino con ciento. Gracias a Dios por todo esto»

Mandó Amir Amuminín, añade el autor arábigo, cortar las cabezas a los cadáveres cristianos, e hicieron en su presencia montones de ellas como torres, que cubrían la lanza más larga que había en el campo puesta en pie. Abu Meruán, que se halló en la batalla, escribe que por curiosidad se contaron delante del rey de Sevilla hasta veinticuatro mil. Y Abdel Halim refiere (cosa que parece increíble, exclama el mismo autor musulmán), que de aquellas cabezas envió Yussuf diez mil a Sevilla, diez mil a Córdoba, diez mil a Valencia, y otras tantas a Zaragoza y Murcia, quedando además cuarenta mil para repartir por las ciudades de África, «que con tan prodigiosa victoria humilló Dios la soberbia de los infieles en España»

Aun rebajada la parte hiperbólica de las relaciones de los árabes, no hay duda de que el triunfo de los Almorávides en Zalaca fue grande y solemne, y tal vez el combate que costó más sangre española y cristiana desde que los soldados de Mahoma habían pisado nuestro suelo. Había reunido Alfonso el mayor y más noble ejército que se había visto en España, y todo pereció en un solo día en Zalaca como en Guadalete.

De temer era que España hubiera vuelto a sucumbir como entonces bajo la ley del Profeta, si Yussuf hubiera proseguido la conquista como Tarik. Pero Dios determinó no abandonar a los suyos, y no dar a los vencedores dicha cumplida. En la noche misma del triunfo recibió Yussuf la triste nueva de haber fallecido en África su hijo más querido, y no pudiendo resistir a un sentimiento de ternura, partió el héroe africano a presenciar los funerales de su hijo en lugar de asistir a las fiestas triunfales que en España se preparaban, dejando el mando del ejército a Abu Bekr, uno de sus mejores caudillos. Con la ausencia de tan insigne jefe cobraron aliento los cristianos, y no tardó en volver a introducirse la desunión entre los musulmanes, obrando otra vez cada cual por su cuenta. Abu Bekr, con los africanos y con Ben Alafthas el de Badajoz, corrió las fronteras de Castilla y de Galicia recobrando pueblos y fortalezas ocupadas por los cristianos. El de Sevilla se entró por tierra de Toledo y tomó las plazas que en virtud de anteriores tratos había cedido a Alfonso. Pasó luego al país de Murcia, donde encontró una partida de esforzados españoles que desesperadamente le arremetieron y destrozaron la mitad de su hueste, forzándole a buscar asilo al lado del gobernador de Lorca. Acaudillaba estos españoles Rodrigo Díaz el Cid, que con este motivo volvió á la gracia del rey Alfonso. Envió el monarca algunos refuerzos al castillo de Aledo (Alid o Lebit entre los árabes) de que el Cid se había apoderado, y desde donde molestaba sin cesar las fronteras del sevillano. Disgustado éste del mal éxito de sus operaciones en lo de Murcia y Lorca, retiróse a Sevilla, y escribió á Yussuf informándole de los estragos que los cristianos hacían en sus tierras, y ponderándole sobre todo los que el Cid hacía por la parte de Valencia. Decíale que los Almorávides no tenían jefe que supiera mandarlos ni entendiera la guerra que convenía hacer en España: que si las atenciones del gobierno no le permitían venir, él se encargaría de conducir las banderas muslímicas en la Península. La impaciencia no le permitió esperar la respuesta a esta carta, y pasó a Marruecos con el fin de exponer de palabra a Yussuf la situación de España. Esperaba Ebn Abed que le daría el mando en jefe de los Almorávides, pero Yussuf penetró su pensamiento y sus intenciones, y después de recibirle con mucho agasajo le dijo como la vez primera: «Allá iré yo pronto, y pondré remedio a todos los males arrancando de raíz las causas que los producen.» Con esto Al Motamid se volvió a España más apesadumbradoo que satisfecho.

En efecto, al poco tiempo desembarcó Yussuf por segunda vez en Algeciras (1088), donde ya le esperaba Ebn Abed con multitud de acémilas y carros, y mil camellos cargados de provisiones. Escribió desde allí Yussuf a todos los emires españoles invitándolos a concurrir a la guerra santa, y señalándoles por punto de reunión la fortaleza de Aledo, o más bien los campos que la rodeaban. Concurrieron a esta expedición los granadinos acaudillados por su rey Abdallah ben Balkin; los malagueños, por Themin, hermano de este; los de Almería por Mohammed Al Motacim, los de Murcia por Abdelaziz, los walíes de Jaén, Baza y Lorca; Ebn Abed el de Sevilla con todos los suyos, y por último Yussuf con sus Almorávides. Atacaron los musulmanes la plaza de Aledo con vigor, y Yussuf la hizo bloquear y batir por todas partes; en vano se repitieron los ataques día y noche por espacio de cuatro meses. La bizarría con que se defendieron los cristianos hizo inútil toda tentativa, y Yussuf y Ebn Abed fueron de opinión de que se levantara el cerco, y que sería más ventajoso correr las fronteras de los cristianos y hacer incursiones en sus dominios. Túvose consejo para deliberar; los pareceres fueron diversos; agrióse la discusión, y Ebn Abed echó en cara a Abdelaziz el de Murcia, que estaba en inteligencia con los cristianos; Abdelaziz, joven acalorado y fogoso, hecho mano a su alfanje para herir a Ebn Abed; Yussuf hizo prender al agresor y se le entregó a Ebn Abed con grillos a los pies. Las tropas de Abdelaziz se amotinaron, y no sólo abandonaron el campo, sino que acantonadas en los confines de la provincia interceptaban las comunicaciones y víveres al mismo ejército musulmán, haciendo cundir en él el hambre y la miseria.

Noticioso de estas desavenencias el rey de Castilla, juntó un ejército y marchó al socorro del castillo, Al propio tiempo cundió en el campo de Yussuf la nueva de que los de Afranc se dirigían al mismo punto en auxilio de Alfonso, y todo junto le movió a levantar sus tiendas, y dándose repentinamente a la vela en Almería, pasó otra vez a la Mauritania. Los demás capitanes retiráronse también cada cual a sus dominios. Alfonso entonces corrió la tierra de Murcia, y convencido de los peligros y dificultades de conservar una fortaleza enclavada en territorio enemigo, hizo desmantelar el castillo de Aledo, donde tantos intrépidos defensores habían recibido una muerte gloriosa, y volvió satisfecho a Toledo.

Pasó Yussuf todo el año siguiente en África, atendiendo a los negocios de su vasto imperio. Mas llegó el año 1090 (483 de los árabes), y las cartas apremiantes de Seir Ben Abu Bekr, su lugarteniente en España, revelándole las intrigas y discordias de los andaluces, e informándole de las continuas hostilidades de los cristianos en las fronteras musulmanas, le movieron a venir por tercera vez a España. Ahora no venía llamado por los reyes árabes de Andalucía, ahora traía Yussuf otras intenciones, y pronto iban a recoger los mismos que antes reclamaron su auxilio el fruto de su imprudente llamamiento. Desembarcó Yussuf en su ciudad de Algeciras, y a marchas forzadas se puso sobre Toledo, obligando a Alfonso a encerrarse en la ciudad, devastando las campiñas y poblaciones de sus contornos, y aterrando a las gentes de la comarca. Pero el hecho de no haberle acompañado a esta expedición ningún príncipe andaluz, le hizo sospechosos los emires españoles, y éstos por su parte conocieron que no eran ya sólo los cristianos contra quienes iba a desenvainarse la espada del poderoso morabita. El primero que penetró sus intenciones fue el rey de Granada Abdallah Ben Balkin, y el primero también contra cuya ciudad se encaminó Yussuf desde los campos de Toledo, acompañado de formidable hueste de moros zenetas, mazamudes, gómeles y gazules. Unos dicen que el rey de Granada le cerró al pronto las puertas, otros que disimuló y le recibió como amigo. Es lo cierto que Yussuf se posesionó de Granada, y que habiendo hecho prender á Abdallah y a su hermano el gobernador de Málaga Themin, los envió aprisionados con sus hijos y servidumbre a Agmat de Marruecos, donde les señaló una pensión para vivir que satisfizo religiosamente, acabando así la dinastía de los Zeiritas en Granada, que había dominado ochenta años.

Fijó Yussuf por algún tiempo su residencia en esta ciudad, encantado de sus bosques, sus jardines, sus aguas, su espaciosa vega, sus aires puros, su brillante sol. y las altas cumbres de aquella sierra cubierta de perpetua nieve. Allí le enviaron los reyes de Sevilla y Badajoz sus emisarios para felicitarle por la adquisición de su nuevo Estado, que el miedo a los poderosos conduce casi siempre a la adulación y a la bajeza. El príncipe africano no permitió a los aduladores que pisasen los umbrales de su alcázar y los despidió con enérgica dignidad, harto bochornosa para ellos. Esto acabó de descorrer el velo que hasta entonces hubiera podido encubrir sus intenciones, y los emires desairados, reconociendo, aunque tarde, su falta y la posición comprometida en que iban a verse, comenzaron a prepararse a la propia defensa, y más el de Sevilla, a quien principalmente amenazaba la tempestad.

Resuelto había venido Yussuf a apoderarse de toda la España mahometana, arrancándola de manos que creía impotentes para defenderla, y haciéndola, como en otro tiempo Muza, una provincia del imperio africano. Con este pensamiento y el de levantar nuevas huestes de las tribus berberiscas, pasó otra vez a Ceuta y Tánger, dejando las convenientes instrucciones a Seir Abu Bekr sobre el modo como había de manejarse en la ejecución de la empresa. Reunidos, pues, los africanos que de nuevo envió Yussuf con los que existían ya en España, dividiéronse los Almorávides en cuatro cuerpos para operar simultáneamente al Este y al Oeste de Granada. El general en jefe Abu Bekr marchó en persona al frente de la más fuerte de estas divisiones contra el rey de Sevilla, como el más poderoso y temible enemigo. Porfiada y tenaz resistencia opuso Ebn Abed; no tanto por el número de sus fuerzas, que eran inferiores a las del moro, como por los recursos de su talento. Pero poco a poco fue perdiendo las plazas de su reino; Jaén, que fue tomada por capitulación; Córdoba, en que los africanos hicieron gran carnicería, y en que fue pérfidamente asesinado un hijo de Ebn Abed; Ronda, en que pereció también el más joven de sus hijos a manos del mismo ejecutor; Baeza, Übeda, Almodóvar, Segura, Calatrava, y por último Carmena, tomada al asalto por el mismo Seir Abu Bekr y que acabó de quitar toda esperanza de resistencia a Al Motamid reducido ya a los solos muros de Sevilla.

Entonces, viéndose perdido este emir, se humilló a solicitar de nuevo el auxilio del rey cristiano Alfonso, contra quien antes había llamado a Yussuf y a sus Almorávides, ofreciendo al rey de Castilla entregarle las plazas en otro tiempo conquistadas para dote de su hija Zaida, así como todo lo que en lo sucesivo con su ayuda adquiriese. Y Alfonso, bien fuese por consideración y obsequio a Zaida, bien porque le asustasen los progresos de los Almorávides, todavía accedió a enviar al inconstante Al Motamid, olvidando tantos perjuicios y males como por causa suya había sufrido, un ejército de cuarenta mil infantes y veinte mil caballos, a las órdenes probablemente del conde Gormaz. Pero habiendo escogido Ben Abu Bekr sus mejores tropas lamtunas, zenetas y mazamudes, para que saliesen a batir a los cristianos, quedaron éstos derrotados cerca de Almodóvar después de rudos y sangrientos combates en que perecieron multitud de lamtunas o almorávides.

Privado Ebn Abed de este primer recurso, estrechado más y más por el activo representante de Yussuf, y acosado por las instancias de los sevillanos que reducidos al último extremo le aconsejaban la capitulación, consintió en solicitarla, y la obtuvo alcanzando seguridad para sí, sus hijos, mujeres y esclavos, y para todos los habitantes. Tomó, pues, posesión de Sevilla Seir Abu Bekr en la luna de Kegeb (setiembre de 1091), e hizo embarcar á Ebn Abed con toda su familia con destino a la fortaleza de Agmat. Cuando por última vez desde la nave que los conducía por el Guadalquivir volvieron los ojos hacia la bella ciudad de Sevilla, abierta como una rosa, dice un autor árabe, en medio de la florida llanura, y vieron desaparecer las torres de su alcázar nativo, como un sueño de su grandeza pasada, todas sus mujeres, sus hijos que cambiaban una vida de placeres por las miserias del destierro, saludaron con destrozadores lamentos aquella patria que no habían de ver más. En su cautiverio estuvo siempre Ebn Abed rodeado de sus hijas, vestidas de pobres y andrajosas telas; pero bajo aquellos humildes vestidos se descubría su delicadeza y hermosura y resplandecía en sus rostros la regia majestad, siendo como un sol eclipsado y cubierto de nubes. Dicen que era tan extremada su pobreza que llevaban los pies descalzos y ganaban hilando su sustento. Murió Ebn Abed Al Motamid, el más poderoso de los emires de España después del imperio, en su destierro de Agmat, miserable y desastrosamente: triste remate a que le condujo el llamamiento de auxiliares extranjeros.

Dueños los Almorávides de Granada, de Córdoba y de Sevilla, fácil les fue enseñorearse de toda la España musulmana. Poco tardó en caer en su poder Almería, donde tan gloriosamente había reinado el erudito y generoso Al Motacim, teniendo su hijo Izzod-haula (que sólo reinó después de su padre tres meses) que buscar un asilo en Bugía (1091). Aun cupo más desventurada suerte a Omar ben Alafthas el de Badajoz, que hecho prisionero con sus dos hijos Fahdil y Alabbás después de tomada por asalto la ciudad, fueron inhumanamente degollados de orden de Seir Abu Dilnum que destronó el rey Alfonso, fue tomada también por los Almorávides. Abandonada por los cristianos que sostenían a Ben Dilnum, el cadí de Valencia Ahmed ben Gehaf la entregó a los africanos, y Yahia Alkadir sucumbió desastrosamente (1092). Cayeron luego las Baleares en poder de los nuevos conquistadores de África. De esta manera en menos de tres años tuvo Yussuf el orgullo de someter una en pos de otra todas las soberanías de la España musulmana.

Sólo Zaragoza se había salvado de la universal conquista. Razones de alta política y de mutuo interés mediaron para que fuese respetada esta parte de España. Su rey era un príncipe rico, afable además y muy humano, querido de sus pueblos y respetado de los vecinos: sostenía con heroico valor una gran parte de la España Oriental, en que se comprendían las importantes ciudades de Medinaceli, Calatayud, Daroca, Huesca, Tudela, Barbastro, Lérida y Fraga: dueño del Ebro bajo, de los Alfaques y Tarragona, enviaba sus naves cargadas de frutos españoles a los mares y puertos de África, y recibía en retorno mercaderías de Oriente, de la India, de la Persia y de la Arabia. Yussuf no se atrevió a enojar a tan poderoso rey, y Abu Giafar temía por su parte tener por enemigo a quien tan multiplicadas victorias y conquistas iba haciendo. Para conjurar, pues, la tempestad envió a Yussuf presentes de gran valor, que Alcodai hace consistir en catorce arrobas de plata, acompañadas de una carta en que solicitaba su alianza y amistad, y en la cual entre otras cosas le decía:

«Es mi reino el baluarte que media entre tí y el enemigo de nuestra ley: este antemural es el amparo y defensa de los muslimes, desde que reinaron en esta tierra mis abuelos, que siempre velaron en esta frontera para que los cristianos no entrasen a las demás provincias de España. Será mi más cumplida satisfacción la seguridad y confianza de tu amistad, y que estés cierto de que soy tu buen amigo y aliado. Mi hijo Abdelmelik te manifestará las disposiciones de nuestro corazón, y nuestros buenos deseos de servir a la defensa y propagación del Islam.»

A esta carta contestó Yussuf con otra no menos atenta y expresiva, ofreciéndole todas las seguridades de una amistad sincera y estrecha, con que quedaron ambos reyes satisfechos y contentos.

Oportunamente hizo esta alianza el rey mahometano de Zaragoza, y falta le hacían los auxilios que le suministraran los Almorávides, por más que los historiadores árabes exageren su poder, porque desde 1088, así el rey don Sancho Ramírez de Aragón como don Pedro su hijo no habían cesado de hostilizar y talar sus fronteras, le habían tomado Monzón y Huesca, y haciendo por último una violenta irrupción en tierras de Zaragoza, se había apoderado el último de estos monarcas de Barbastro, habiendo sucumbido más de cuarenta mil musulmanes en esta guerra al filo de las espadas cristianas. Pero con la ayuda que recibió de los Almorávides, y gracias a su oportuna alianza, no dejó de mejorar su posición y de variar el aspecto de la guerra, como habremos de ver en la historia de aquel reino.

Quedaba, pues, posesionada de la España muslímica una nueva raza de hombres, los Almorávides africanos, conquistadores de los mismos que antes los habían conquistado a ellos: nuevos cartagineses llamados por sus hermanos y convertidos en dominadores y tiranos de los mismos que los habían invocado como protectores y salvadores. Cumplióse la profecía del walí de Málaga y del hijo de Ebn Abed cuando dijeron: «Ellos nos atarán con sus cadenas y nos arrojarán de nuestra patria.» Terribles fueron sus primeros ímpetus y arremetidas contra los cristianos: veremos cómo se desenvuelven de estos nuevos y formidables enemigos.

 

 

CAPITULO II.

EL CID CAMPEADOR