web counter
cristoraul.org
 

 

Historia General de España

 

CAPÍTULO XIV

 

FERNANDO III (EL SANTO) EN CASTILLA

 

De 1217 a 1252

 

 

Los dos tronos de los dos más poderosos reinos cristianos de España, Castilla y Aragón, se vieron a un tiempo ocupados por dos de los más esclarecidos príncipes que se cuentan en las dos grandes ramas genealógicas de los monarcas españoles. Jóvenes ambos, teniendo uno y otro que luchar en los primeros años contra ambiciosos y soberbios magnates y contra sus más allegados parientes para sostener los derechos de sus herencias y legítima sucesión, cada uno dio esplendor y lustre, engrandecimiento y gloria a la monarquía que le tocó regir. Comenzamos la historia de dos grandes reinados.

 

Diez y ocho años contaba el hijo de don Alfonso IX de León y de doña Berenguela de Castilla, cuando por la generosa abdicación de su madre fue reconocido y jurado rey en las cortes de Valladolid con el nombre de Fernando III (1217). Compréndese bien el disgusto y la sorpresa que recibiría el monarca leonés al ver revelado en este acto solemne el verdadero objeto con que su antigua esposa había mañosamente arrancado al hijo del lado del padre: y aun cuando Alfonso no hubiera abrigado pretensiones sobre Castilla, no extrañamos que en los primeros momentos de enojo por una acción que podría calificar de pesada burla, a que naturalmente se agregarían las instigaciones del de Lara, todavía más burlado que él, tomara las armas contra su mismo hijo y contra la que había sido su esposa, enviando delante con ejército a su hermano don Sancho, que llegó hasta Arroyo, a una legua do Valladolid. No logró doña Berenguela templar al de León aunque lo procuró por medio de los obispos de Burgos y de Ávila a quienes envió a hablarle en su nombre. Mas también se engañó el leonés si creyó encontrar dispuestas en su favor las ciudades de Castilla. Ya pudo desengañarse cuando desatendiendo las prudentes razones de doña Berenguela avanzó hasta cerca de Burgos, y vio la imponente actitud de los caballeros castellanos que defendían la ciudad, gobernada por don Lope Díaz de Haro. La retirada humillante a que se vieron forzados los leoneses, junto con la adhesión que mostraban al nuevo rey las poblaciones del Duero, bajaron algo la altivez del de Lara, que no se atrevió a negar los restos mortales del rey don Enrique que doña Berenguela le reclamó para darlos conveniente sepultura en el monasterio de las Huelgas de Burgos al lado de los de su hermano don Fernando. Allá fue la reina madre a hacerle los honores fúnebres, mientras su hijo el joven rey de Castilla comenzaba a hacer uso de aquella espada que había de brillar después en su mano con tanta gloria, rindiendo el castillo de Muñón que se le mantenía rebelde. Cuando volvió doña Berenguela de cumplir la funeral ceremonia, encontró ya a su hijo en posesión de aquella fortaleza y prisioneros sus defensores. De allí partieron juntos para Lerma y Lara que tenía don Alvaro, y tomadas las villas y presos los caballeros parciales del conde, pasaron a Burgos, donde fueron recibidos en solemne procesión por el clero y el pueblo presididos por el prelado don Mauricio.

 

No podía sufrir, ni era de esperar sufriese el de Lara con resignada quietud la adversidad de su suerte, y obedeciendo sólo a los ímpetus de su soberbia, puso en movimiento a su hermano don Fernando y a todos sus allegados y amigos, y confiado en algunos lugares fuertes que poseía, comenzó con sus parciales a estragar la tierra y a obrar como en país enemigo, causando todo género de males y cometiendo todo linaje de tropelías y desafueros.

 

Viéronse, pues, el rey y su madre en la necesidad de atajar las alteraciones movidas por el antiguo tutor; y como careciesen de recursos para subvenir a los gastos de aquella guerra, deshízose doña Berenguela de todas sus joyas y alhajas de plata y oro, sedas y piedras preciosas, y haciéndolas vender destinó su valor al pago y mantenimiento de sus tropas. Con esto salieron de Burgos con dirección de Falencia. Hallábase en Herrera la gente de los Laras cuando la reina y el rey de Castilla pasaban por frente de aquella población. El orgulloso don Alvaro salió de la villa con algunos caballos como a informarse del número de las tropas reales, y como quien ostentaba menospreciar al enemigo. Cara pagó su arrogante temeridad, pues acometido por los nobles caballeros y hermanos Alfonso y Suero Téllez, vióse envuelto y prisionero, teniendo que sufrir el bochorno de ser presentado al rey y a su madre, que indulgentes y generosos se contentaron con llevarle consigo a Palencia y Valladolid, y con ponerle en prisión y a buen recaudo, de donde también le sacaron pronto por palabra que empeñó de entregar al rey todas las ciudades y fortalezas que poseía y conservaba, obligándose a hacer que ejecutara lo mismo su hermano don Fernando.

 

Dueño el rey de las plazas que habían tenido los de Lara, el país hubiera gozado de la paz de que tanto había menester, si aquella incorregible familia no hubiera vuelto a turbarla abusando de la generosidad de su soberano. Otra vez obligaron a Fernando a salir en campaña; y como los rebeldes, enflaquecido ya su poder, no se atreviesen a hacerle frente, fuéronse a León a inducir a aquel monarca a que viniese a Castilla, pintándole como fácil empresa apoderarse del reino de su hijo. Otra vez también Alfonso IX, no aleccionado ni por la edad ni por la experiencia, o se dejó arrastrar de su propia ambición, o se prestó imprudentemente a ser instrumento de la de otros, y volvió a hacer armas contra aquel mismo hijo que al cabo había de heredar su corona. Saliéronse al encuentro ambas huestes; repugnábale a Fernando sacar la espada contra su padre: sin embargo, tenía que hacerlo a pesar suyo en propia defensa, y ya estaba a punto de darse la batalla, cuando por mediación de algunos prelados y caballeros aviniéronse padre e hijo a pactar una tregua y regresar cada cual a sus dominios con sus gentes. Apesadumbró tanto aquel concierto a don Alvaro de Lara y vióse tan sin esperanza de poder suscitar nuevas revoluciones, que de sus resultas enfermó, y la pena de verse tan humillado y abatido le apresuró la muerte, vistiéndose para recibirla el manto de caballero de Santiago. Añádese que murió tan pobre, el que tanto y por tan malos medios había querido atesorar, que no dejó con qué pagar los gastos del entierro, y que los suplió con cristiana caridad doña Berenguela, enviando también una tela de brocado para envolver el cadáver de su antiguo enemigo. Diósele sepultura en Uclés (1219). Su hermano don Fernando, con no menos despecho pero con más resolución, apeló al recurso usado en aquellos tiempos por los que se veían atribulados; pasóse a África y se puso al servicio del emperador de los Almohades, que le recibió muy bien y le colmó de honores y mercedes. Allá murió sin volver a su patria, en el pueblo cristiano de Elvora cerca de Marruecos, vistiendo también el hábito de hospitalario de San Juan. Tal fue el remate que tuvieron los revoltosos condes de Lara. Libre el rey de León de estos instigadores, vino a reconciliación con su hijo, y olvidando antiguas querellas convinieron en darse mutua ayuda en la guerra contra los infieles.

 

Vióse con esto el hijo de doña Berenguela tranquilo poseedor del reino. Guiábale y le dirigía en todo su prudente madre. Esta discreta señora, que conocía por propia experiencia cuan peligrosa es para un Estado la falta de sucesión en sus príncipes, y que por otra parte quería preservar a su hijo de los extravíos a que pudiera arrastrarle su fogosa juventud, cuidó de proporcionarle una esposa, y como había experimentado ella misma la facilidad con que los pontífices rompían los enlaces entre príncipes y princesas españolas, no la buscó en las familias reinantes de España. La elegida fue la princesa Beatriz, hija de Felipe de Suabia, y prima hermana del emperador Federico II, de cuya hermosura, modestia y discreción hace relevantes elogios el historiador arzobispo. Obtenido su beneplácito y ajustadas las capitulaciones matrimoniales, el obispo don Mauricio de Burgos con varios otros prelados recibieron la misión de acompañar la princesa alemana hasta Castilla. El rey Felipe Augusto de Francia la agasajó espléndidamente a su paso por París y le dio una lucida escolta hasta la frontera española. La reina doña Berenguela salió a recibirla hasta Vitoria con gran séquito de prelados y caballeros, de los maestres de las órdenes, «do las abadesas y dueñas de orden, y de mucha nobleza de caballería». Al llegar cerca de Burgos, presentósele el joven monarca con no menos brillante cortejo. A los dos días de hacer su entrada, el obispo don Mauricio celebraba una misa solemne en la iglesia del real monasterio de las Huelgas, y bendecía las armas con que el rey don Fernando había de ser armado caballero. El mismo monarca tomó con su mano de la mesa del altar la gran espada. Doña Berenguela, como reina y como madre, lo vistió el cinturón militar, y tres días después (30 de noviembre de 1219) el propio obispo bendecía a los ilustres desposados en presencia de casi toda la nobleza del reino, y se siguieron solemnes fiestas y regocijos públicos.

 

Gozaba Castilla de reposo y de contento, que sólo alteraron momentáneamente algunos turbulentos magnates. Fue uno de ellos don Rodrigo Díaz, señor de los Cameros, que llamado a la corte por el rey para que respondiese a los cargos que se le hacían, y viendo que resultaban probados los daños que había hecho, fugóse de la corte resuelto a no entregar las fortalezas que tenía por el rey. Al fin la necesidad le obligó a darse a partido, y accedió a restituir las tenencias por precio de catorce mil maravedís de oro que el monarca le aprontó sin dificultad. Así solían dirimirse entonces los pleitos entre los soberanos y los grandes señores. El otro fue el tercer hermano de los Laras, don Gonzalo, que desde África, donde había ido a incorporarse con su hermano don Fernando, incitó al señor de Molina a rebelarse contra el rey, cuya rebelión quiso fomentar con su presencia viniéndose a España. Debióse á la buena maña de doña Berenguela el que el señor de Molina, que se había fortificado en Zafra, se viniese a buenas con el rey, y viéndose el de Lara abandonado buscó un asilo entre los moros de Baeza, donde á poco tiempo murió, quedando de esta manera Castilla libre de las inquietudes que no habían cesado de mover el reino los tres revoltosos hermanos (1222).

 

Hallábase otra vez en paz la monarquía, y Fernando contento con el primer fruto de sucesión que le había dado su esposa doña Beatriz (23 de noviembre de 1221), el cual recibió en la pila bautismal el nombre glorioso de Alfonso que habían llevado ya nueve monarcas leoneses y castellanos, y que más adelante aquel niño había de hacer todavía más ilustre, con el sobrenombro de Sabio que se le añadió y con que le conoce la posteridad. Año notable y feliz fué aquel, así por el nacimiento de este príncipe, como por haberse comenzado en él á edificar uno de los monumentos cristianos más magníficos y una de las más bellas obras de la arquitectura de la edad media, la catedral de Burgos, cuya primera piedra pusieron por su mano los piadosos reyes don Fernando y doña Beatriz, bajo la dirección religiosa del obispo don Mauricio. Con esto y con haber hecho reconocer en las cortes de Burgos de 1222 por sucesor y heredero de la corona a su hijo don Alfonso, y bendecir su espada y estandarte por el obispo de la ciudad, y publicar un perdón general para todo el reino, excitando al olvido de lo pasado, a la concordia entre todos los subditos, y al cumplimiento de su deber a los gobernadores de las ciudades y castillos, manifestó su pensamiento de dedicarse a emprender una guerra viva y constante contra los infieles.

 

Comienza aquí la época gloriosa de Fernando III. La derrota de las Navas había desconcertado á los musulmanes de África y de España y señalado el período de decadencia del imperio Almohade. Después de la muerte de Mohammed Yussuf Alnasir, el emirato había recaído en su hijo Almostansir, niño de once años, que pasaba su vida en placeres indignos de un rey y no cuidaba sino de criar rebaños, no conversando sino con esclavos y pastores. Su muerte correspondió a su vida, pues murió de una herida de asta que le hizo una vaca, a la edad de 21 años y sin sucesión (1224). Su tío Abd-el-Wahid ocupó su trono por intrigas de los jeques. Sus hermanos Cid Abu Mohammed y Cid Abu Aly ejercían un  imperio despótico en España, y los pueblos de Andalucía vivían en el mayor descontento y separaban sus destinos de África. Nombráronse emires, de Valencia el uno, de Sevilla el otro, y levantáronse partidos y facciones innumerables. Tales fueron los momentos que escogió el monarca de Castilla para llevar la guerra al territorio de los infieles, y no les faltaba a ellos sino la proclamación de guerra hecha por un príncipe cristiano como Fernando III. De tal modo estaba la guerra en el sentimiento de los castellanos, que los de Cuenca, Huete, Moya y Alarcón, oída la voz del rey, por sí mismos y sin aguardar orden ni nombrar caudillos que los gobernaran, arrojáronse de tropel por tierras de Valencia, de donde volvieron cargados de despojos. El rey entretanto había alistado sus banderas, y en la primavera de 1224, acompañado del arzobispo don Rodrigo de Toledo, el historiador, de los maestres de las órdenes, de don Lope Díaz de Vizcaya, de los Girones y Meneses y de otros principales caballeros, emprendió su marcha con su ejército y traspuso Sierra Morena. De buen agüero fueron los primeros resultados de la expedición. El emir de Baeza, Mohammed, envió embajadores á Fernando ofreciéndole homenaje, y aun socorro de víveres y de dinero. Aceptóle el de Castilla y se ajustó el pacto en Guadalimar. Resistieronse por el contrario los moros de Quesada, pero los defensores de la fortaleza fueron pasados á cuchillo, y la población quedó arrasada y «llana por el suelo,» dice la crónica. Aconteció otro tanto á un castillo de la sierra de Vívoras. Varios otros pueblos fueron desmantelados: el país quedaba yermo, y sólo el rigor de la estación avisó á Fernando que era tiempo de volver a Toledo, donde le esperaban su madre y su esposa, y donde se celebraron con fiestas y procesiones sus primeros triunfos.

 

Alentado con ellos el monarca cristiano, cada año después que pasaba el invierno en Toledo hacía una entrada en Andalucía, que por rápida que fuese, no dejaba nunca de costar a los moros la pérdida de alguna población importante. En cuatro años se fué apoderando sucesivamente de Andújar, de Martos, de Priego, de Loja, de Alhama, de Capilla, de Salvatierra, de Burgalimar, de Alcaudete, de Baeza, y de varias otras plazas. El emir de esta ciudad, que antes le había ofrecido homenaje, hízose luego vasallo suyo. Tal conducta costó a Mohammed la vida, muriendo asesinado por los mismos mahometanos. El conde don Lope de Haro con quinientos caballeros de Castilla entró en la ciudad por la puerta que se llamó del Conde. El día de San Andrés (1227) se vio brillar la cruz en las almenas de Baeza, y en celebridad del día se puso en las banderas el aspa del santo, de cuya ceremonia quedó a nuestros reyes la costumbre de llevar por divisa en los estandartes el aspa de San Andrés. Jaén había resistido á las acometidas de los cristianos, pero los moros granadinos, al ver talada la hermosa vega de Granada, y perseguidos y acuchillados algunos de sus adalides hasta las puertas de la ciudad por los caballeros de las órdenes, procuraron desarmar al monarca cristiano por medio de Alvar Pérez de Castro, castellano que militaba con los moros, y el mismo que había defendido a Jaén, ofreciéndose á entregar los cautivos cristianos que tenían. Aceptó el santo rey la tregua, y mil trescientos infelices que gemían en cautiverio en las mazmorras de las Torres Bermejas recibieron el inefable consuelo de recobrar su libertad. En premio de aquel servicio volvió Alvar Pérez a la gracia del rey y continuó después a su servicio. En todas estas expediciones llevaba consigo el rey al ilustre prelado don Rodrigo de Toledo, y en una ocasión que quedó enfermo en Guadalajara hizo sus veces en lo de acompañar al rey el obispo de Palencia, que nunca el monarca dejaba de asistirse de alguno de los más doctos y virtuosos prelados.

 

De regreso de una de estas expediciones, hallándose el rey en Toledo, comunicó al arzobispo el pensamiento de erigir un templo digno de la primera capital de la monarquía cristiana, y que reemplazara á la antigua mezquita árabe que hacía de catedral desde el tiempo de Alfonso VI, sólo venerable como monumento histórico. Idea era esta que no podía menos de acoger con gozo el ilustre prelado, y no pensando ya sino en su realización, pusieron el monarca y el obispo por su mano (1226) la primera piedra, que había de ser el fundamento, como dice el autor de las Memorias de San Fernando, «de aquella magnífica obra que hoy celebramos con las plumas y admiramos con los ojos.» Así hermanaba el santo rey la piedad y la magnificencia como religioso príncipe con la actividad de las conquistas como monarca guerrero.

 

Aprovechando el castellano el desconcierto en que se hallaban los musulmanes, teniendo encomendada la defensa de las plazas conquistadas a sus más leales caballeros y a sus capitanes más animosos, y después de haber puesto hasta al mismo rey moro de Sevilla en necesidad de obligarse a pagarle tributo, salió nuevamente de Toledo y entró otra vez en Andalucía con propósito de rendir a Jaén ya que en otra ocasión no le había sido posible vencer la vigorosa resistencia que halló en aquella ciudad. Ya le tenía puesto cerco, después de haber talado su campiña, cuando llegó á los reales la nueva del fallecimiento de su padre el rey de León (1230), juntamente con cartas de su madre doña Berenguela, en que le rogaba se apresurase a ir a tomar posesión de aquel reino que por sucesión le pertenecía.

 

Ocasión es esta de dar cuenta de los últimos hechos del monarca leonés desde la paz de 1219 con su hijo hasta su muerte. Después de aquella paz tuvo Alfonso IX que sujetar algunos rebeldes de su reino, de los cuales fué sin duda el principal su hermano Sancho, que quejoso del rey proyectaba pasarse a Marruecos, ordinario recurso de los descontentos en aquellos siglos, y andaba reclutando gente que llevar consigo. La muerte que sobrevino a Sancho atajó sus planes más pronto que las diligencias del monarca. Pudo ya éste dedicarse a combatir a los sarracenos, y mientras su hijo el rey de Castilla los acosaba por la parte de Andalucía, el de León corría la Extremadura, talaba los campos de Cáceres, avanzaba también por aquel lado hasta cerca de Sevilla, los batía allí en unión con los castellanos, y regresaba por Badajoz destruyendo fortalezas enemigas. Cáceres, población fortísima que los Almohades habían arrancado del poder de los caballeros de Santiago, que tuvieron allí una de sus primeras casas, se rindió en 1227 á las armas leonesas, y Alfonso IX otorgó a aquella población uno de los más famosos y más libres fueros de ta España de la edad media (1229). El rey moro Abén-Hud, descendiente de los antiguos Beni-Hud de Zaragoza, que en las guerras civiles que entre sí traían entonces los sarracenos se había apoderado del señorío de la mayor parte de la España musulmana, acometió al leonés con numerosísima hueste. A pesar de ser muy inferior en número la de Alfonso, no dudó éste en aceptar la batalla, y con el auxilio, dicen los piadosos escritores de aquel tiempo, del apóstol Santiago que se apareció en la pelea con multitud de soldados vestidos de blancos ropajes, alcanzó una de las más señaladas victorias de aquel siglo. Con esta protección, añaden, y la del glorioso San Isidoro, que se le había aparecido unos días antes en Zamora, emprendió la conquista de Mérida. Es lo cierto que esta importante y antigua ciudad cayó en poder de Alfonso IX con la ayuda de las tropas auxiliares que pidió y le había enviado el rey de Castilla su hijo. Esta fue la última, y acaso la más interesante conquista con que coronó el monarca leonés el término de su largo reinado de cuarenta y dos años (1230). Dirigíase a visitar el templo de Compostela con objeto de dar gracias al santo apóstol por sus últimos triunfos, cuando le acometió en Villanueva de Sarriá una aguda enfermedad que le ocasionó en poco tiempo la muerte (24 de setiembre de 1230). Su cuerpo fué llevado, en conformidad a su testamento, a la iglesia compostelana, donde fué colocado al lado del de Fernando II su padre. Fué, dicen sus crónicas, amante de la justicia y aborrecedor de los vicios: asalarió los jueces para quitar la ocasión al soborno y al cohecho; de aspecto naturalmente terrible y algo feroz, dice Lucas de Tuy, distinguióse por su dureza en el castigo de los delincuentes, pues pareciéndole suaves y blandas las penas que se imponían a los criminales, añadió otras extraordinarias y hasta repugnantemente atroces, tales como la de sumergir a los reos en el mar, la de precipitarlos de las torres, ahorcarlos, quemarlos, cocerlos en calderas y hasta desollarlos. Los panegiristas de este rey, que no emplean una sola palabra para condenar esta ruda ferocidad, notan como su principal defecto «la facilidad con que daba oídos a hombres chismosos.»

 

Mas si tan amante era de la justicia, no comprendemos cómo llevó el desamor y el resentimiento hacia su hijo hasta más allá de la tumba, dejando en su testamento por herederas del reino a sus dos hijas doña Sancha y doña Dulce, habidas de su primer matrimonio con doña Teresa de Portugal, con exclusión de don Fernando de Castilla, hijo suyo también y de doña Berenguela, jurado en León por su mismo padre heredero del trono a poco de su nacimiento, reconocido como tal por los prelados, ricos-hombres y barones del reino, y hasta ratificado en la herencia de León por el papa Honorio III, que era como la última sanción en aquellos tiempos. Ni aun de pretexto legal podía servir á Alfonso IX para esta exclusión la declaración de la nulidad de su matrimonio hecha por el papa, puesto que las hijas lo eran de otro matrimonio igualmente invalidado por la Santa Sede. No vemos, pues, en el extraño testamento del padre de San Fernando, sino un desafecto no menos extraño hacia aquel hijo de que debiera envanecerse, y a cuyos auxilios había debido en gran parte la conquista de Mérida. A tan inesperada contrariedad ocurrió la prudente y hábil doña Berenguela con la energía y con la sagacidad propias de su gran genio y que acostumbraba á emplear en los casos críticos. Con repetidos mensajes instó y apremió a su hijo para que dejase la Andalucía y acudiese á tomar posesión del reino de León. Hízolo así Fernando, y en Orgaz encontró ya a la solícita y anhelosa madre que había salido a recibirle, y desde allí, sin perder momento, como quien conocía los peligros do la tardanza, prosiguieron juntos en dirección de los dominios leoneses, llevando consigo algunos nobles y principales capitanes y caballeros. Desde que pisaron las fronteras leonesas comenzaron algunos pueblos a aclamar á Fernando de Castilla. Al llegar a Villalón saliéronles al encuentro comisionados de Toro, que iban a rendir vasallaje al nuevo rey, por cuya puntualidad mereció aquella ciudad que en ella fuese coronado; desde allí prosiguieron a Mayorga y Mansilla, y en todas partes se abrían las puertas a quienes tan abiertos encontraban los corazones.

 

Sin embargo, no todos estaban por don Fernando. Aun cuando el suyo fuese el mayor, había, no obstante, otros partidos en el reino. Las dos princesas declaradas herederas por el testamento se hallaban en Castro-Toraf encomendadas por su padre al maestre y a los caballeros de Santiago, que las guardaban y defendían, más por galantería y compromiso que por desafecto a Fernando. Todo fué cediendo ante la actividad de doña Berenguela, que se hallaba ya a las puertas de la capital. Por fortuna los prelados de León, de Oviedo, de Astorga, de Lugo, de Mondoñedo, de Ciudad Rodrigo y de Coria, allanaron a Fernando el camino del trono leonés, adelantándose a reconocer el derecho que a él le asistía. De esta manera pudieron doña Berenguela y su hijo hacer su entrada en León sin necesidad de derramar una sola gota de sangre, y Fernando III fué alzado rey de Castilla y de León, uniéndose en tan digna cabeza las dos coronas definitivamente y para no separarse ya jamás.

 

Restaba deliberar lo que había de hacerse con las dos princesas, doña Sancha y doña Dulce, contra quienes el magnánimo corazón de Fernando no consentía abusar de un triunfo fácil, ni la nobleza de doña Berenguela permitía quedasen desamparadas. En todos estos casos se veía la discreción privilegiada de la madre del rey. Apartando á su hijo de la intervención en este negocio, por alejar toda sospecha de parcialidad, y por no hacer decisión de autoridad lo que quería fuese resultado de concordia y composición amistosa, resolvió entenderse ella misma con doña Teresa de Portugal, madre de las dos infantas, que como en otra parte hemos dicho, vivía consagrada a Dios en un monasterio de aquel reino, para que el acuerdo se celebrase pacíficamente entre dos madres igualmente interesadas. Accedió a ello la de Portugal, y dejando momentáneamente su claustro y su retiro vino a reunirse con doña Berenguela en Valencia de Alcántara, que era el lugar destinado para la entrevista. Vióse, pues, en aquel sitio a dos reinas, hijas de reyes, esposas que habían sido de un mismo monarca, separadas ambas con dolor del matrimonio por empeño y sentencia del pontífice, motivada en las mismas causas, madres las dos, la una que había abandonado voluntariamente el mundo por el silencio y las privaciones de un claustro, la otra que había cedido espontáneamente una corona que por herencia le tocaba, ambas ilustres, piadosas y discretas, ocupadas en arbitrar amigablemente y sin altercados sobre la suerte de dos princesas nombradas reinas sin poder serlo. El resultado de la conferencia fué, que como doña Teresa se penetrase de que sería inútil tarea intentar hacer valer para sus hijas derechos que los prelados, los grandes y el pueblo habían decidido en favor de Fernando, se apartara de toda reclamación y se contentara con una pensión de quince mil doblas de oro de por vida para cada una de sus hijas. Contento Fernando con la fácil solución de este negocio, debida á la buena industria de su madre, salió á buscar á las infantas sus hermanas, que encontró en Benavente, donde firmó la escritura del pacto (11 de diciembre, 1230), que aprobaron y confirmaron los prelados y ricos-hombres que se hallaban a distancia de poder firmar. Tan feliz remate tuvo un negocio que hubiera podido traer serios disturbios, si hubiera sido tratado entre príncipes menos desinteresados ó prudentes y entre reinas menos discretas y sensatas que doña Teresa y doña Berenguela.

 

Visitó en seguida Fernando las poblaciones de su nuevo reino, administrando justicia, y recibiendo en todas partes los homenajes de las ciudades, y las demostraciones más lisonjeras de afecto de sus subditos. Y como supiese que los moros, aprovechándose de su ausencia, habían recobrado Quesada, encomendó al arzobispo de Toledo la empresa de rescatar para el cristianismo esta villa, haciéndole merced y donación de ella y de lo demás que conquistase. El prelado Jiménez, que era tan ilustre en las armas como en las letras, y que reunía en su persona las cualidades de apóstol insigne y de capitán esforzado, no solamente tomó Quesada, sino que adelantándose á Cazorla la redujo también a la obediencia del rey de Castilla, principio del Adelantamiento de Cazorla que gozaron por mucho tiempo los prelados de la iglesia toledana. Para ayudar al arzobispo envió luego el rey a su hermano el infante don Alfonso, dándole por capitán del ejército á Alvar Pérez de Castro el Castellano, el que antes había servido con los moros de Jaén y de Granada. Hallábanse á la sazón los musulmanes desavenidos entre sí y guerreándose encarnizadamente, en especial los reyes o caudillos Abén-Hud, Giomail y Alhamar, que traían agitada y dividida en bandos la tierra. La ocasión era oportuna, y no la desaprovecharon los castellanos, atreviéndose a avanzar, ya no sólo hasta la comarca de Sevilla, sino hasta las cercanías de Jerez. Viéronse allí acometidos por la numerosa morisma que contra ellos reunió Aben-Hud, el más poderoso de los musulmanes, y aunque los cristianos eran pocos, se vieron precisados a aceptar el combate, a orillas de aquel mismo Guadalete, de tan funestos recuerdos para España. Pero esta vez fueron los sarracenos los que sufrieron una mortandad horrible, cebándose en las gargantas muslímicas las lanzas castellanas y contándose entre los que perecieron al filo del acero del brioso Garci-Pérez de Vargas el emir de los Gazules que de África había venido en auxilio de Abén-Hud, y a quien éste había dado a Alcalá, que de esto tomó el nombre de Alcalá de los Gazules. Esta derrota de Aben-Hud, fué la que desconcertó su partido y dio fuerza al de su rival Alhamar, y le facilitó la elevación al trono, así como abrió a los cristianos la conquista de Andalucía. Las proezas que en este día (1233) ejecutaron los castellanos acaudillados por Alvar Pérez las celebraron después los cantares y las leyendas. La hueste victoriosa regresó llena de botín y de alborozo y encaminóse a Palencia, donde se hallaba el rey, a ofrecerle los despojos y trofeos de tan señalado triunfo.

 

Omitimos las circunstancias maravillosas con que la Crónica de San Fernando decora este glorioso suceso, y los milagros y apariciones que la buena fe del cronista le inspiró sin duda añadir. Pero no dejaremos de mencionar la celebrada hazaña que se cuenta del famoso toledano Diego Pérez de Vargas, hermano de Garci-Pérez, del cual dice la crónica, que después de haber inutilizado y roto matando moros su lanza y su espada, «no teniendo a qué echar mano, desgajó de una oliva un verdugón con un cepejón, y con aquel se metió en lo mas recio de la batalla, y comenzó a ferir a una parte y a otra a diestro y a siniestro, de manera que al que alcanzaba un golpe no había más menester. E hizo allí con aquel cepejón tales cosas, que con las armas no pudiera facer tanto. Don Alvar Pérez con el placer de las porradas que le oya dar con el cepejón, decia cada vez que le oya golpes: Así, así, Diego, machicca, machuca. Y por esto desde aquel dia en adelante llamaron á aquel caballero Diego Machuca, hasta hoy quedó este nombre en algunos de su linaje.» Si acaso algunas circunstancias no son verosímiles, en el hecho no hallamos nada de improbable, y Diego Machuca de Castilla no pasaría de ser un trasmito de Carlos Martel de Francia, sin otra diferencia que la de la alcurnia y de la posición de jefe o de soldado o capitán.

 

Mientras el infante don Alfonso y el arzobispo don Rodrigo hacían la guerra en Andalucía, atenciones de otro género habían ocupado al monarca de Castilla y de León. El rey de Jerusalén y emperador de Constantinopla Juan de Breña o Juan de Acre, a quien la necesidad había obligado a abandonar su reino, recorría la Europa buscando alianzas, había logrado casar su hija única con el emperador Federico II, rey de Napóles y de Sicilia, había venido a España y recibido agasajos y obsequios del rey don Jaime de Aragón, y pasaba por Castilla y León con objeto o con pretexto de ir a visitar el cuerpo del apóstol Santiago. También le agasajó el rey de Castilla, y de estas cortesías y atenciones resultó que se concertara el matrimonio del de Jerusalén, que era viudo, con la hermana de don Fernando, llamada también doña Berenguela como su madre, a la cual se llevó consigo á Italia. Por otra parte don Jaime de Aragón, que desde 1221 se hallaba casado con doña Leonor de Castilla, tía del rey, se había separado de su esposa por sentencia del legado pontificio, fundada como tantas otras en el parentesco en tercer grado, y pasaba el aragonés a segundas nupcias con doña Violante do Hungría. Receloso el castellano de que este segundo enlace pudiera redundar en perjuicio de la herencia y sucesión de Alfonso, hijo de don Jaime y doña Leonor, determinó tener pláticas con el aragonés, que se verificaron en el monasterio de Huerta, confines de Aragón. Aseguró don Jaime que en nada se lastimarían los derechos de Alfonso, por más hijos que pudiera tener de su segunda esposa, y después de proveer á la decorosa sustentación de la reina divorciada, añadiendo la villa de Ariza a los lugares que ya le tenía señalados, separáronse amigablemente los dos ilustres príncipes volviendo cada cual a su reino (1232). Empleóse don Fernando en el suyo de León en dictar providencias y medidas tocantes al gobierno político del Estado, y los fueros de Badajoz, de Cáceres, de Castrojeriz y otros que amplió y otorgó o modificó, manifiestan la solicitud con que atendía al bien de sus gobernados.

 

Dadas estas disposiciones y seguro ya del amor de sus nuevos vasallos, determinó proseguir la guerra contra los moros andaluces, y juntadas las huestes fué a sitiar Úbeda, una de las plazas fronterizas más fuertes de la comarca. Púsole apretado cerco, y la penuria que comenzaron a experimentar los sitiados vino en auxilio del valor de los sitiadores, a términos de rendirse la ciudad y dar entrada a los soldados y estandartes de Castilla, que tremolaron dentro de la ciudad morisca el 29 de setiembre de 1234. Tomó Übeda por armas la imagen del arcángel San Miguel en memoria del día en que fué recobrada de los infieles, y otorgó el santo rey a los nuevos moradores el fuero de Cuenca, por haber sido los de esta ciudad los que principalmente la poblaron. Disponíase Abén-Hud para acudir en socorro de Úbeda y pasar de allí a Granada, cuando supo, no solamente su caída, sino que los cristianos de aquella ciudad, junto con los de Andújar, valiéndose de la revelación de unos prisioneros almogávares, habían tenido la audacia de acercarse secretamente a las puertas de Córdoba, apoderarse de la Axarquía, escalar los muros de la ciudad, llegando el atrevimiento de una compañía mandada por Domingo Muñoz aá penetrar por sorpresa en las calles y recorrerlas a caballo, si bien teniendo que apresurarse a ganar la salida para no verse sepultados entre las saetas que sobre ellos llovían. Acuarteláronse, no obstante, en la Axarquía o arrabal, y mantuviéronse firmes hasta recibir socorro de los de Andújar y Baeza, siendo Alvar Pérez de Castro el primero que acudió desde Martos con gente de Extremadura y de Castilla. Peligrosa y comprometida era la situación de estos atrevidos cristianos, y así se apresuraron a noticiarlo al rey, que después de la conquista de Úbeda se había vuelto a Castilla, acaso con motivo de la muerte de la reina doña Beatriz que falleció por este tiempo.

 

Acaeció la muerte de la reina doña Beatriz en Toro en noviembre de 1235, y fué sepultada en las Huelgas de Burgos. Murió, añade, en buen olor de virtud y santidad, y así lo indica su hijo don Alfonso el Sabio en uno do sus cantares. Tuvo de ella don Fernando los hijos siguientes: don Alfonso, don Fadrique, don Fernando, don Enrique, don Felipe, don Sancho, don Manuel, doña Leonor, doña Berenguela y doña María. Algunos do éstos, como Fadrique, Felipe y Manuel, suenan por primera vez en las familias reales de España.

 

Hallábase el rey en Benavente y sentado a la mesa, cuando llegó Ordeño Álvarez con cartas de los del arrabal de Córdoba. Leídas éstas y oído el mensajero, «aguardad una hora.» dijo el rey; y a la hora, después de dejar orden a las villas y lugares para que siguiesen en pos de él á la frontera, cabalgaba ya don Fernando con solo cien caballeros, y tomando la ruta, en razón del estado de los caminos y de los ríos (que era estación de grandes lluvias aquella), por Ciudad Rodrigo, Alcántara, Barca de Medellín, Magacela, Bienquerencia, Dos Hermanas y Guadaljacar, dejando Córdoba a la derecha puso sus reales en el puente de Alcolea. Discúrrese el contento con que recibirían esta noticia los cristianos del arrabal de Córdoba: contento que crecía al ver llegar diariamente compañías de Castilla, de Extremadura y de León, comunidades y caballeros de las órdenes a incorporarse con el rey. Encontrábase Abén-Hud en Écija, y a pesar de sus anteriores descalabros hubiera podido libertar a los cordobeses y poner en apuro al rey de Castilla, si de este propósito no le hubiera retraído el engañoso consejo de un desleal confidente. Tenía Abén-Hud en su corte un cristiano nombrado Lorenzo Juárez, a quien Fernando por algunos delitos había expulsado de su reino. En él había puesto gran confianza el rey musulmán, y en esta ocasión le consultó lo que debería hacer. Respondióle éste que le parecía lo mejor ir él mismo con solo tres cristianos de a caballo a los reales del de Castilla para informarse disimuladamente de las fuerzas que componían el ejército enemigo, y tomar en consecuencia la más conveniente resolución. Agradó a Abén-Hud el consejo y partió Juárez con sus tres cristianos, a dos de los cuales mandó se quedasen a alguna distancia del campamento, y él se entró con el otro por los reales de Castilla. Pidió á un montero que le introdujese con el rey, pues tenía que hablarle de un asunto que en gran manera interesaba al soberano. Sorprendió y aun irritó a Fernando ver en su presencia al mismo a quien había desterrado del reino; mas luego que Juárez le informó de su objeto y de su plan, que era hacerle un gran servicio apartandaá Abén-Hud de todo intento de acometerle y de socorrer a los de Córdoba, holgóse mucho de ello el rey, volvió á su gracia su antiguo vasallo, y puestos ya los dos de acuerdo sobre lo que debería hacerse, volvióse don Lorenzo a Écija, donde ponderó al musulmán el gran poder de la hueste de Castilla, añadiendo que tendría por temeridad grande intentar cosa alguna contra un ejército tan disciplinado y fuerte como el que tenía el rey Fernando, de lo cual podría cerciorarse más enviando para que lo viesen a otras personas de su confianza.

 

Dio entera fe Abén-Hud á la relación de su confidente; y como a la mañana del siguiente día llegasen a Écija dos moros enviados por el rey de Valencia Giomail ben Zayán, rogándole le favoreciese contra don Jaime de Aragón que con todas sus fuerzas se dirigía sobre aquella ciudad, tomando el consejo de Lorenzo Juárez y de algunos de sus isires, resolvió Abén-Hud ir en socorro del valenciano, confiando también en que Córdoba era sobrado fuerte para que los castellanos pudieran tomarla. Encaminóse, pues, la hueste muslímica hacia Valencia. Llegado que hubo a Almería, el alcaide Abderramán alojó a Aben-Hud en la alcazaba y quiso agasajarle con un banquete. Después de haberle embriagado, «ahogóle, dice la crónica árabe, en su propia cama con cruel y bárbara alevosía» «Así, añade, acabó este ilustre rey, prudente y esforzado, digno de mejor fortuna. Fué su reinar una continua lucha e inquietud, de gran ruido, vanidad y pompa: pero de ello no dejó á los pueblos en herencia sino peligros y perdición, ruinas, calamidad y tristeza al estado de los muslimes» «De allí adelante, dice la crónica cristiana, el señorío de los moros de los puertos acá fué diviso en muchas partes, y nunca quisieron conocer rey ni lo tuvieron sobre sí como hasta allí» Sabida la muerte de su rey y caudillo, desbandáronse los moros de la expedición de Écija, dejando á Valencia sin socorro y expuesta a ser tomada, como así aconteció, por el aragonés; y Lorenzo Juárez con sus cristianos se vino a los reales de Castilla, cada día aumentados con banderas de los concejos, y con hijosdalgo, caballeros y freires de las órdenes que allí acudían.

 

Con esto pudo ya con desembarazo el santo rey estrechar y apretar el bloqueo de Córdoba. La noticia de la muerte de Abén-Hud, la falta de mantenimientos y la ninguna esperanza de ser socorridos, abatieron á los cordobeses al extremo de acordar la rendición. No les admitió otra condición Fernando que la vida y la libertad de ir donde mejor les pareciese. El 29 de junio de 1236, día de los santos apóstoles San Pedro y San Pablo, se plantó el signo de la redención de los cristianos en lo más alto de la grande aljama de Córdoba: purificóse y se convirtió en basílica cristiana la soberbia mezquita de Occidente; consagróla el obispo de Osma, gran canciller del rey; los prelados de Baeza, de Cuenca, de Plasencia y de Coria, con toda la clerecía allí presente, después de celebrado el sacrificio de la misa por el de Osma, entonaron solemnemente el himno sagrado con que celebran sus triunfos los cristianos, y las campanas de la iglesia compostelana que dos siglos y medio hacía, llevadas por Almanzor en hombros de cautivos, estaban sirviendo de lámparas en el templo de Mahoma, hízolas restituir el piadoso rey de Castilla al templo del santo Apóstol en hombros de cautivos musulmanes: mudanza solemne, que celebrará siempre la Iglesia española con regocijo. «Los tristes muslimes, dice el historiador árabe, salieron de Córdoba (restituyala Dios), y se acogieron á otras ciudades de Andalucía, y los cristianos se repartieron sus casas y heredades.» A voz de pregón excitó el monarca de Castilla a sus vasallos a que fuesen a poblar la ciudad conquistada, y tantos acudieron de todas partes, que antes faltaban casas y haciendas que pobladores, atraídos de la fertilidad y amenidad del terreno. Rendida Córdoba, hiciéronse tributarias y se pusieron bajo el amparo del rey Fernando, Estepa, Écija, Almodóvar y otras ciudades muslímicas de Andalucía.

 

Hecha la conquista, y dejando por gobernador en lo político á don Alfonso Téllez de Meneses y en lo militar a don Alvar Pérez de Castro, volvióse el rey a Toledo, donde le esperaba su madre doña Berenguela, que con admirable solicitud no había cesado en este tiempo de proveer desde alli a todas las necesidades del ejército, enviando vituallas, y excitando a los vasallos de su hijo a que ayudasen por todos los medios a aquella gran empresa. La Iglesia participó del regocijo de los españoles, y Gregorio IX que a la sazón la gobernaba, expidió dos bulas, la una concediendo los honores de cruzada, y facultando a los obispos de España para que dispensasen a los que con sus personas o sus caudales concurrieran y cooperaran a sustentar la guerra todas las indulgencias que el concilio general concedía a los que visitaban los santos lugares de Roma: la otra mandando contribuir al estado eclesiástico para los gastos de aquélla con un subsidio de veinte mil doblas de oro en cada uno de los tres años siguientes, puesto que la Iglesia debía concurrir al gasto, ya que suyo era el ensalzamiento, el papa colmaba de elogios al rey de Castilla por haber rescatado del poder de los infieles la patria del grande Osio y del confesor Eulogio, la Católica Córdoba.

 

Doña Berenguela, por cuyos sabios consejos seguía gobernándose el monarca, pareciéndole que no estaba bien en estado de viudez, le proporcionó un segundo enlace con una noble dama francesa llamada Juana, hija de Simón conde de Ponthieu, y biznieta del rey de Francia Luis VII cuyas prendas elogia mucho el arzobispo don Rodrigo, y de la cual dice el rey Sabio que era «grande de cuerpo, et fermosa además, et guisaba en todas buenas costumbres» Celebráronse las bodas en Burgos con gran pompa (1237), y acatáronla como reina todos los prelados, grandes, nobles y pueblos de León y de Castilla.

 

A consecuencia de la muerte de Abe'n-Hud se formaron varios pequeños Estados en Andalucía, donde antes había llegado él a dominar casi solo. Mientras el país de Niebla y los Algarbes se gobernaban por jefes indígenas y en Sevilla se formaba una especie de gobierno republicano, en Murcia se elegía emir aá Mohammed ben Aly Abén-Hud , y en Arjona se proclamaba a Mohammed Alhamar, que se tituló primeramente rey de Arjona, por ser natural de esta villa, pero que fue después reconocido ei Guadix, en Huéscar, en Málaga, en Jaén y en Granada, viniendo así a coincidir la conquista de Córdoba con la fundación del reino de Granada que veremos subsistir por siglos enteros con gran brillo y no escaso poder y constituir la última forma y representar la postrera faz de la dominación de los musulmanes en España.

 

La aglomeración de moradores que de todas partes acudieron a repoblar el país conquistado, la destrucción consiguiente á la guerra y a las continuas cabalgadas, y el abandono y falta de cultivo en que con tal confusión habían quedado los campos, produjo, a pesar de la natural fecundidad de aquella tierra, tal escasez de mantenimientos, que llegó a faltar el necesario sustento y a sentirse el rigor y el apuro del hambre, en Córdoba muy especialmente. Vióse obligado Alvar Pérez a ir en persona a exponer al rey la angustiosa situación de los cristianos. Acudió Fernando al remedio de la necesidad con dinero de su tesoro y con granos y otras provisiones, que envió para que lo distribuyese oportunamente Alvar Pérez, a quien dio amplísimas facultades y poderes, nombrándole su adelantado y como virrey, y mandando que fuese en todo obedecido como su misma persona. Mas como de allí a poco volviese otra vez Alvar Pérez a Castilla á dar cuenta de su administración y gobierno, y acaso a procurarse de nuevo víveres y recursos, sucedió que dejó a la condesa su esposa en el castillo de Martos con solos cuarenta caballeros capitaneados por don Tello su sobrino. Éste, como joven que era y amante de gloria, salió cor sus cuarenta caballos a hacer una cabalgada por tierra de moros dejando desamparado el castillo. Súpolo Alhamar el rey de Arjona, y sin perder instante se puso con gran golpe de gente sobre la peña de Martos, que era como la llave de toda aquella tierra de Andalucía. No desmayó la condesa por hallarse sola con sus doncellas en el castillo; antes uniendo a la astucia y al ingenio una resolución varonil y un valor heroico, hizo que todas sus damas trocasen las tocas por yelmos y que empuñando las armas se dejasen ver en las almenas, para que creyera Alhamar que aun había hombres que defendieran el castillo, mientras por algún criado que le quedó hizo avisar secretamente á don Tello para que acudiera a sacarla de tan estrecho trance. Este ardid, empleado ya en otro tiempo por Teodomiro para con el árabe Abdelaziz en los muros de Orihuela, no fué ahora infructuoso contra el moro Alhamar en la peña de Martos, puesto que los ataques fueron menos vivos y el proceder más lento que si él supiera que no había sino mujeres en la fortalecía. Acudieron, pues, don Tello y sus caballeros, mas al ver la numerosa morisma que cercaba la peña creyeron imposible penetrar por entre tan espesas filas, y hubieran desmayado y desistido si no les alentara el valeroso Diego Pérez de Vargas, el nombrado ya Diego Machuca, que entre otras razones les dijo: «Ea, caballeros, si queréis, hagámonos un tropel y metámonos por medio de estos moros y probemos si podemos pasar por ellos, que alguno de nosotros logrará pasar de la otra parte, y los que murieren salvarán sus ánimas y harán lo que todo buen caballero debe hacer.... Yo de mi parte antes querría morir hoy a manos de estos moros haciendo mi posibilidad, que no que se pierda mi señora la condesa y la peña, y nunca yo apareceré con esta vergüenza ante el rey y ante don Alvar Pérez mi señor. E yo determino de meterme entre estos moros y hacer lo que bastasen mis fuerzas hasta que allí muera, y pues todos sois caballeros hijosdalgo, haced lo que debéis, que no tenéis de vivir en este mundo para siempre, que de morir tenemos» Alentáronse todos con estas palabras, y haciendo un grupo rompieron por entre las espesas filas, yendo delante de todos y abriendo camino el animoso Diego Pérez de Vargas, y aunque algunos fueron acuchillados, pasaron los más y llegaron á la peña con indecible gozo de la condesa y de sus dueñas, que de esta manera prodigiosa fueron ellas y la fortaleza libertadas (1238), puesto que el rey moro desistió ya de atacar un baluarte por tan intrépidos y esforzados campeones defendido.

 

La alegría que el rey tuvo al saber la heroica defensa de la peña de Martos túrbesela del todo la triste nueva que recibió de la muerte del ilustre caudillo Alvar Pérez, acaecida en Orgaz de resultas de una aguda dojencia que allí le acometió cuando regresaba a Andalucía con dinero y alimentos para Córdoba y toda la frontera (1239). Aumentó el hondo pesar del monarca el fallecimiento que casi al propio tiempo aconteció de Pedro López de Haro, otro de los más altos y nobles caballeros que en el reino había. No era fácil hallar quien reemplazara dignamente á dos tan hábiles gobernadores y tan valerosos capitanes. Determinó, pues, el rey pasar él mismo a Córdoba para que con la falta de Alvar Pérez no se entibiase el ardor de sus soldados. Premió entonces con largueza á los que habían tenido más parte en la conquista de la ciudad; hizo algunas cabalgadas con éxito feliz, dio la fortaleza de Martos a los caballeros de Calatrava, y rindiéronsele varias villas y lugares, unas dándosele ellas mismas a partido, otras por fuerza de armas, contándose entre ellas Moratilla, Zafra. Montero, Osuna, Cazalla, Marchena, Aguilar, Porcuna, Corte y Morón, con algunas otras que las crónicas mencionan. Después de lo cual regresó á Castilla, donde tuvo que atender a una discordia que con carácter de rebelión le movió don Diego López de Vizcaya, que al fin vino a ponerse amerced del infante don Alfonso, a quien su padre había dejado en Vitoria con el mando o adelantamiento de la frontera.

 

No descuidaba Fernando las cosas del gobierno por atender a la guerra y las campañas; y entre otras notables providencias que en este tiempo dictó, fué una la traslación de la universidad de Palencia, o sea su incorporación a la escuela de Salamanca (1240), cuya medida nos merecerá después particular consideración. Su actividad y su energía se vieron por algunos tiempos embarazadas por una enfermedad que le acometió en Burgos. Y como en aquel estado no pudiese volver personalmente a Andalucía, dióle a su hijo el infante don Alfonso el cargo de defender aquella frontera. Partió, pues, el príncipe heredero, mas al llegar a Toledo encontróse con mensajeros del rey moro de Murcia que venían a ofrecer su reino al monarca cristiano de Castilla, trayendo ya ordenadas las condiciones con que reconocían su señorío. Inspiró esta resolución a los musulmanes murcianos la situación comprometida y desesperada en que se veían. Conquistada Valencia por don Jaime de Aragón, dueños ya de Játiva los aragoneses, amenazada y hostigada por otra parte Murcia por Alhamar el de Arjona, su enemigo, que dominaba ya en Jaén y en Granada y era el más poderoso de todos los reyes mahometanos, fatigados ya también de los bandos y discordias de sus propios alcaides, «de que no sacaban, dice el escritor arábigo, sino muertes y desolación,» antes que someterse á Alhamar el moro, prefirieron hacerse vasallos de Fernando el cristiano. Aceptó el infante su demanda en nombre de su padre y firmáronse las capitulaciones en Alcaraz por el rey de Murcia Mohammed ben Aly Abén-Hud (el que los nuestros nombran Hudiel) juntamente con los alcaides de Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Cieza y Chinchilla: pero no vinieron en este concierto ni el walí de Lorca, ni los alcaides de Cartagena y Mula. En su virtud, y con acuerdo de su padre, pasó el príncipe Alfonso a Murcia acompañado de varios de sus caballeros y del maestre de la orden de Santiago en Uclés don Pelayo Correa, que llevó sus gentes mantenidas a su costa, y «le ayudó mucho, dice la crónica, en estas pleitesías.» El día que entró Alfonso en Murcia fué un día de gran fiesta: posesionóse pacíficamente del alcázar (1241), tratábanle todos como a su señor, «y él requirió y visitó la tierra como suya sin vejar a los moradores»

 

Mientras el rey don Fernando, restablecido de su enfermedad, asistía a la profesión religiosa de su hija doña Berenguela en las Huelgas de Burgos; mientras como monarca piadoso daba un ejemplo sublime de humildad y caridad sirviendo á la mesa á doce pobres; mientras como solícito príncipe cuidaba de abastecer de mantenimientos las nuevas provincias de Córdoba y Murcia, y como legislador creaba un Consejo de doce sabios que le acompañasen y guiasen con sus luces para el acierto en la administración de justicia, el nuevo rey moro de Granada, el vigoroso y enérgico Alhamar había estado dando no poco que hacer en Andalucía a los caballeros de Calatrava, que al mando de su maestre Gómez Manrique labían conquistado Alcaudete; había derrotado en un encuentro a don Rodrigo Alfonso, hijo bastardo do Alfonso IX de León y hermano del rey, acuchillando a las tropas cristianas que a la desbandada huían, habían merecido en aquel combate el comendador de Martes don Isidro Martín Ruiz de Argote, que se señaló por su esfuerzo en la conquista de Córdoba, varios otros freires y caballeros. Estimuló esto al santo rey a marchar  otra vez a Andalucía para abatir la soberbia del envalentonado Alhamar. Esta vez llevó en su compañía a la reina doña Juana, a quien dejó en Andújar, prosiguiendo él a los campos de Arjona y de Jaeén, que taló y devastó. En esta expedición cercó y rindió Arjona, tomó los castillos de Pegalajar, Bejíjar y Carchena, y envió a su hermano don Alfonso con los pendones de übeda, Quesada y Baeza, para que destruyese la vega de Granada. Allá fué él a incorporárseles en cuanto trasladó á la reina de Andújar a Córdoba, y llegó a tiempo de escarmentar a 500 jinetes de Alhamar que con una impetuosa salida habían puesto en desorden á los cristianos (1244). Don Fernando incendió aldeas, redujo a pavesas las mieses, derribó los árboles de la vega; no dejó, dice la crónica, «cosa enhiesta e las puertas afuera, así huertas como torres.» Una hueste de moros gazules, raza valerosa de África, que tenía en grande aprieto aá la escasa guarnición de Martos, fué aventada por el príncipe don Alfonso y los freires de Calatrava, y el rey don Fernando se retiró á Córdoba a reposar algún tiempo de tantas fatigas.

 

Llególe allí la nueva de los triunfos que su hijo Alfonso alcanzaba en el reino de Murcia sobre los walíes de las ciudades que habían resistido aometerse a su señorío, Cartagena y Lorca. Gran placer recibía el monarca con las prosperidades de su primogénito, y gozábase de contemplar cómo acogía ya glorias el que había de sucederle en el reino. Por otra parte la reina doña Berenguela hízole anunciar su deseo, y aun su resolución, de pasar a visitarle, y don Fernando, viendo a su madre tan determinada a hacer un viaje que en lo avanzado de su edad no podía dejar de serle molesto, quiso corresponder a su cariño saliendo a encontrarla a la mayor brevedad posible. Partió, pues, don Fernando de Córdoba y halló ya a su venerable madre en un pueblo nombrado entonces el Pozuelo, que después se llamó Villa-Real y hoy es Ciudad-Real. Pasados los primeros momentos de expansión entre una madre y un hijo tan queridos, expuso doña Berenguela cuan grave y pesada carga era ya el gobierno de tan vasto reino para una mujer agobiada con el peso de los años, concluyendo por suplicar á su hijo la permitiese retirarse ya a un claustro o a otro lugar tranquilo para prepararse a una muerte quieta y sosegada. Grandemente enternecieron a Fernando las palabras de aquella madre que había puesto en su frente las coronas de dos reinos, pero luchando en su ánimo el amor filial con los deberes de rey, y representando a su madre que en el caso de apartarse ella de los cuidados de la gobernación tendría que abandona la guerra contra los infieles en que por consejo suyo se hallaba empeñado, aquella ilustre matrona, siempre discreta, virtuosa y prudente, se resignó a hacer el último sacrificio de su vida en aras del bien público, y ofreció consagrar el resto de sus días a aliviar a su hijo en la dirección do los negocios del Estado como hasta entonces. Así concluyó aquella tierna y cariñosa entrevista, despidiéndose madre e hijo, y regresando aquélla a Toledo, a Córdoba éste, para no volver ya a ver jamás ni a su madre ni á Castilla.

 

Poco descanso se dio el rey en Córdoba. Inmediatamente juntó sus guerreros, y continuando el plan de privar de recursos a los enemigos taló los campos de Alcalá la Real; seguidamente incendió el arrabal de Illora, rica villa de donde recogió buena presa de joyas, de preciosas telas, ganados y cautivos; avanzó hacia Iznalloz, arrasó con su hueste asoladera cuantos frutos encontró en la vega de Granada, y volvióse a Martos, donde otra vez vino a traerle lisonjeras nuevas de las prosperidades de su hijo Alfonso en Murcia, el maestre de Santiago don Pelayo Correa; habíase apoderado de la importante plaza de Mula, y devastaba los términos de Cartagena y Lorca : él mismo le había ayudado con su persona, sus gentes, sus rentas y su buen consejo. Pidióle también parecer don Fernando, como tan entendido que era el maestre en materias de guerra sobre el proyecto que tenía de cercar á Jaén, cuya conquista anhelaba por lo mismo que otras veces la había ya intentado sin fruto. Aprobó el de Uclés el pensamiento del monarca, y en su virtud convocados todos los grandes y ricos hombres y todos los concejos, y haciendo dos hueste para que alternasen en las fatigas del cerco, que no fueron pocas en la estación más rigorosa y cruda de lluvias y de fríos, ejecutóse todo tal como el monarca lo había pensado y ordenado (1245). Defendía la ciudad el bravo walí Omar Aben Muza. El cerco se prolongaba, y los cristianos sufrían mil penalidades por efecto de la inclemencia de la estación. Un suceso inesperado vino a indemnizarles de sus padecimientos y a dar a sus intentos un desenlace más pronto y más feliz del que hubieran podido esperar.

 

Vióse el rey de Granada hostigado y amenazado dentro de su misma ciudad por una facción enemiga, llamada el bando de los Oximeles, tanto que se creyó en peligro hasta de perder el trono. En tal conflicto tomó la resolución extrema de ampararse del rey de Castilla y reconocérsele vasallo. Una mañana se presentó el granadino armado de punta en blanco en los reales de Fernando, pidió ser admitido á su presencia, besóle la mano y le manifestó el objeto que allí le llevaba. Recibióle Fernando con no menos cortesanía y afabilidad, y concertóse entre los dos el pacto siguíente: que Alhamar entregaría al castellano la ciudad de Jaén, con más la mitad de las rentas de sus dominios, que eran de 300,000 maravedís de oro anuales; que quedaría obligado a asistir al de Castilla con cierto número de caballeros cuando le llamase para alguna empresa, y a concurrir a las cortes como uno de sus grandes o ricos hombres, y que Fernando le reconocería en lo demás sus posesiones y dominios. Pactadas estas condiciones, despidiéronse amigablemente los dos reyes, y llevándose consigo el de Granada al valeroso walí de Jaén, hicieron los cristianos su entrada en la ciudad, donde reinaba por parte de los moros triste y sepulcral silencio que contrastaba con el canto de los sacerdotes que en procesión se dirigían a la mezquita mayor para consagrarla y celebrar en ella la misa solemne de acción de gracias (abril de 1246). Erigióse silla episcopal en Jaén, que dotó el rey espléndidamente, otorgó libertades, privilegios y heredamientos a los cristianos que fuesen a poblarla, reedificó sus muros y los fortaleció con nuevas torres y adarves, y permaneció en ella ocho meses dando providencias y dictando medidas de gobierno.

 

Parecióle, no obstante, a don Fernando que había dado ya demasiado descanso a las armas, y resuelto a proseguir con actividad la obra de la reconquista, tomó consejo de los ricos-hombres, caballeros y maestres de las órdenes sobre lo que debería hacerse : dábale cada cual su dictamen, pero prevaleció el de don Pelayo Correa, maestre de Uclés, que opinó por que se acometiera la empresa de conquistar Sevilla. Pero convenía mucho arreglar antes las diferencias que pudieran suscitarse entre Aragón y Castilla, respecto á los antiguos reinos musulmanes de Valencia y Murcia, en que se tocaba y confundía lo conquistado por las huestes aragonesas conducidas por el rey don Jaime y lo ganado por las tropas castellanas mandadas por el infante don Alfonso. Remedióse todo por consejo de los nobles y prelados con un pacto de alianza en que ambos soberanos se convinieron en ayudarse mutuamente en vez de perjudicarse; y para asegurar y consolidar este pacto se concertó el matrimonio del primogénito de Castilla con la infanta doña Violante, hija del de Aragón, cuyos esponsales se celebraron en Valladolid en los primeros días de noviembre de aquel mismo año (1246), señalándose luego por dote a la princesa las ciudades y villas de Valladolid, Palencia, San Esteban de Gormaz, Astudillo, Ayllón, Curiel, Béjar, y algunos otros lugares. Mas la satisfacción de aquel pacto y la alegría de estas bodas fueron para el santo rey engañoso preludio de un amarguísimo pesar que recibió cuando comenzaba a recoger en Andalucía los primeros triunfos de la nueva campaña.

 

Tal fué la nueva de la muerte de su virtuosa y querida madre, la magnánima doña Berenguela, gloria y honor de Castilla y modelo de discretas y prudentes princesas. «E non era muy maravilla (dice el rey Sabio hablando del dolor de su padre) de haber gran pesar: ca nunca rey en su tiempo otra tal perdió de cuantas ayamos sabido, nin tan comprida en todos sus fechos. Espejo era cierto de Castiella et de León, et de toda España: et fué muy llorada de todos los concejos et de todas las gentes de todas leyes, et de los fidalgos pobres, á quien ella mucho bien facia.» Aun es acaso más cumplido el elogio que el arzobispo Jiménez de Toledo hace de esta gran matrona castellana que por tantos años y con tanto acierto gobernó los dos reinos de León y de Castilla. Y para acabar de afligir el corazón del atribulado monarca terminó también su vida por este tiempo este mismo panegirista de su madre, el gran prelado don Rodrigo de Toledo, lustre de la Iglesia, de las letras y de las armas españolas.

 

Era el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada natural de Puente de Rada en Navarra. Estudió en la célebre universidad de París. Fué obispo de Osma antes que de Toledo. Promovió en Francia la cruzada de las Navas de Tolosa, a cuya batalla asistió con el estandarte de su iglesia. Se halló en el IV concilio general lateranense, donde sostuvo la reñida disputa contra los metropolitanos de Braga y de Santiago sobre la primacía de España, y pronunció una oración latina que al día siguiente tradujo en italiano, tudesco, inglés, castellano y vascuence. Hizo otros dos viajes a Roma en 1218 y 1235. Estuvo en el concilio general de Lyón de 1245. Era doctísimo y versado en lenguas. Escribió entre otras obras, el tratado de Rebus in Rispania gestis: la Historia de los romanos, de los ostrogodos, de los hunos, vándalos, suevos y alanos, y la de los árabes de 750 a 1150. Murió en 1247 en Francia al regresar a su patria viniendo por el Ródano. Fué el gran consejero de Alfonso el Noble y de San Fernando. En su epitafio del monasterio de Huerta, donde fué enterrado, se leía este concepto expresado en mal latín: Mi madre es Navarra: Castilla mi nodriza: París mi escuela: Toledo mi domicilio: Huerta mi sepultura : el cielo mi descanso.

 

Bien era menester que distrajeran el ánimo de Fernando las atenciones de la guerra para que ahondara menos en su corazón la herida que estos golpes le causaron. Había ya, en efecto, el santo rey dado principio a las operaciones de la guerra que habían de preparar la conquista de Sevilla, para lo cual había reclamado también el auxilio del rey moro de Granada Alhamar con arreglo a la capitulación de Jaén.

 

Necesario es decir quién era y lo que había sido este rey, y cómo se hizo el fundador del reino granadino. El verdadero nombre de Alhamar era Mohammed Abu Abdallah ben Yussuf el Ansary. Llamósele después Alhamar (el Bermejo). Era hijo de unos labradores o carreteros de Arjona. Pero habiendo recibido una educación superior a su fortuna, y distinguídose desde su juventud por su amor a las grandes empresas, llegó por su valor a inspirar temor y respeto, por su prudencia, su frugalidad, su dulzura y su austeridad de costumbres a captarse la estimación general. Sirvió bajo los emires descendientes de Abdelmumén, y se señaló por su rectitud en los empleos administrativos, por su denuedo en las expediciones militares. Enemigo de los Almohades, en la decadencia del imperio de aquellos africanos en España, trabajó por aniquilar su poder. Rebelóse después contra el mismo Abén-Hud y fué uno de sus más terribles rivales. Llegó a tomar por asalto Jaén (1232), y se apoderó sucesivamente de Guadix, Baeza, y otras poblaciones de Andalucía, donde se hizo proclamar Emir Almumenín. Cuando Abén-Hud murió ahogado á traición por el alcaide de Almería, creció mucho el partido de Alhamar, y con ayuda de su walí de Jaén ganó a los habitantes de Granada, que le proclamaron y recibieron por rey (1238), y a la cual hizo asiento de su reino. Fué el que puso al rey de Murcia, el hijo de Abén-Hud, en el caso desesperado de ampararse del rey de Castilla y entregarle sus dominios, porque entraba en los planes de Alhamar promover la rebelión de sus súbditos. Para la defensa de sus fronteras destinaba caballeros, a quienes por su empleo nombraba Seghrys, de que tal vez tuvieron origen los Zegries. De vuelta de una de sus algaras contra los cristianos, le saludaron en Granada con el título de ghaleb (el vencedor), a lo cual él respondió: no hay otro vencedor más que Dios. Desde entonces estas palabras fueron la divisa de los reyes de Granada, y se estamparon en todos los lienzos del palacio de la Alhambra, fundado por él. Cuando regresó de hacer la capitulación de Jaén con el rey de Castilla, dedicó su preferente cuidado a levantar ese monumento que tanto admiró la posteridad y admiramos todavía. Bajo su dirección se fabricaron la torre de la Vela, la fortaleza de la Alcazaba que amplió hasta la torre de Comares, y él dirigió las cifras e inscripciones, no desdeñándose de mezclarse entre los alarifes y albañiles.

 

Hermoseando estaba Alhamar a Granada, y embelleciéndola con hospitales, colegios, baños y otros útiles establecimientos, y fomentando maravillosamente la instrucción, la industria y las artes, cuando Fernando III de Castilla reclamó su auxilio para guerrear contra los moros de Sevilla. Dominaban en esta ciudad los Almohades al mando de Cid Abu Abdallah, y no le pesaba á Alhamar, como andaluz que era, contribuir a la destrucción de aquellos africanos. Fuese, pues, al campo cristiano con quinientos jinetes escogidos. Las primeras poblaciones muslímicas que sufrieron los estragos de las huestes castellanas fueron Carmena, que se dio a concierto con tregua que pidió de seis meses, Constantina, Reina, Lora y Alcolea, que fué entregando el rey a los caballeros de San Juan y de Santiago. Pasaron las tropas el Guadalquivir con no poco riesgo y graves dificultades, por haberse engañado en cuanto a la profundidad del río por aquella parte, teniendo que suplir la falta de consistencia del fangoso terreno de su álveo con mucho ramaje que sobre él hacinaron. Pasaron el río, cayeron sucesivamente en poder de los cristianos Cantillana, Gexena, Guillena y Alcalá del Río, esta última con más trabajo, por haber acometido al rey una enfermedad que le hizo retirarse a Guillena, y no pudo ser rendida Alcalá hasta que algo restablecido el rey y mandando quemar la campiña intimidó al alcaide con su presencia y su energía.

 

Desde que concibió Fernando el pensamiento de la conquista de Sevilla había llamado a su corte a Ramón Bonifaz, noble ciudadano burgalés, que gozaba fama de hábil y entendido marino, y encargádole que construyese y habilitase naves con que poder combatir la ciudad por el lado del Guadalquivir; que en verdad fuera inútil sitiarla por tierra si se dejaba libre el río a los cercados o para huir o para recibir socorros. Dióle, pues, el cargo y título de primer Almirante o jefe de las fuerzas de mar, principio y creación de la dignidad de almirante, que tan importante se hizo después en Castilla. Cumplió Ramón Bonifaz el mandado del rey con actividad prodigiosa, dedicándose a la construcción de naves en las marinas de Vizcaya y Guipúzcoa, cuyos habitantes se han distinguido siempre como intrépidos y diestros marinos. Fortificaba el rey a Alcalá del Río, que acababa de conquistar, cuando le llevó un mensajero la buena nueva de que Ramón Bonifaz había arribado felizmente a la embocadura del Guadalquivir con una nota de trece naves y algunas galeras, bien tripuladas y abastecidas. Gran contento recibió de esto el monarca, y túvole mucho mayor cuando supo con poco intervalo de tiempo que su almirante había dado ya una brillante muestra de su inteligencia y de su arrojo, venciendo con sus valerosos vizcaínos una armada de más de treinta embarcaciones moriscas que de Ceuta y Tánger venía en socorro de los sevillanos, apresándoles tres naves, echando a pique otras tres, quemándoles una y haciendo huir las demás, y que Ramón Bonifaz quedaba enseñoreando el río. Con esto el rey, que había levantado ya sus reales de Alcalá para ir en auxilio de la armada, mandó avanzar su gente, y el 20 de agosto de 1247 púsose el ejército cristiano sobre Sevilla.

 

Vióse, pues, la insigne ciudad del Guadalquivir bloqueada de uno y otro lado del río. Con gran trabajo y peligro pasaron éste por bajo de Aznalfarache el valeroso maestre de Santiago don Pelayo Correa con sus freires, y el rey moro de Granada Alhamar con sus caballeros, para atender al gran barrio de Triana (el Atrayana de los moros), que separado de la ciudad por el Guadalquivir, se comunicaba con ella por medio de un puente de barcas amarradas con gruesas cadenas de hierro. Las salidas, los rebatos, las cabalgadas, escaramuzas y peleas que cada día ocurrían de uno y otro lado del río, eran tantas y tan frecuentes, que las proezas e individuales hazañas a que dieron ocasión sería difícil enumerarlas. En grandes aprietos y apurados lances se vio el insigne prior de Uclés don Pelayo Correa, teniendo que atendera los moros de Aznalfarache y de Triana, y al rey o señor de Niebla, que con la caballería de Algarbe vino en socorro de los sevillanos, y tuvo Fernando que darle ayuda, enviándole trescientos hombres, con los capitanes Rodrigo Flores, Fernando Yáñez y Alfonso Téllez. En el campo del rey, establecido en Tablada, y para cuya segundad hubo de hacer una cava o trinchera, distinguíanse por su valor y arrojo Gómez Ruiz de Manzanedo, que gobernaba la gente del concejo de Madrid, y el intrépido Garci-Perez de Vargas, que por dos veces se burló el solo de siete moros que en una de sus atrevidas excursiones le salieron un día al encuentro. Otro día salieron los sevillanos con intento de quemar las naves de Ramón Bonifaz, que les impedían recibir socorro ni de gente ni de bastimentos. Al efecto hicieron una gran balsa que atravesaba el río, y en ella pusieron tinajas llenas de alquitrán y de resina, y acercando la balsa a las embarcaciones cristianas trataron de arrojar sobre ellas el alquitrán, lanzando al propio tiempo mechas encendidas. Salióles mal este ardid, porque apercibido el almirante cristiano cargó tan reciamente con sus naves contra los moros de la balsa y contra las pequeñas galeras sevillanas, que volvieron bien escarmentados, así los del río como los que protegían su operación por tierra, principalmente desde la torre del Oro, o como dice la crónica, «hicieron a los moros ser arrepisos de su acometimiento»

 

Coincidió este triunfo con la noticia do la rendición de Carmena, que trascurridos los seis meses de la tregua, y no viendo esperanza de ser socorrida, se dio en señorío al rey Fernando, sin otra condición que la de salvar los moros sus vidas y haciendas. Don Rodrigo Gonzalo Girón tomó posesión de Carmena en nombre del rey, y quedaron por aquella parte los cristianos sin enemigos áa la espalda, y desembarazados para atender mejor al cerco de Sevilla. Continuaban en este los reencuentros diarios entre sitiados y sitiadores por agua y por tierra, casi sin descanso, dando lugar a multitud de parciales hazañas y heroicos hechos, que fuera prolijo referir, y en que se distinguieron principalmente el almirante Ramón Bonifaz, el maestre de Santiago don Pelayo Correa, los de San Juan, Calatrava y Alcántara, el infante don Enrique, los caballeros Garci-Perez de Vargas, Rodrigo González Girón, Alfonso Téllez, Arias González y otros no menos ilustres adalides. Ibanse agregando al ejército sitiador nuevos pendones y concejos de León y de Castilla, y hasta el arzobispo de Santiago acudió con hueste de gallegos, y no fueron pocos los prelados y clérigos que de todas partes iban á incorporarse al ejército cristiano. Lo que dio más animación y lustre al campamento fué la llegada del príncipe heredero don Alfonso, que ordenadas las cosas de Murcia y arreglada la contienda que traía pon su suegro don Jaime de Aragón sobre límites de los dos reinos, que desde entonces quedaron del modo que hoy se hallan, dejó aquello obedeciendo al llamamiento de su padre, y se presentó en los reales acompañado de don Diego López de Haro y con refuerzo considerable de castellanos.

 

La larga duración del sitio, que contaba ya cerca de un año, permitía espacio y suministraba ocasiones para todo género de lances, de vicisitudes y alternativas, de situaciones dramáticas, de aventuras caballerescas, y de episodios heroicos. Entre las industrias empleadas para cortar la comunicación do los moros de Sevilla con los de Triana por el puente de barcas del Guadalquivir, fué una y la más notable y eficaz, la de escoger las dos más gruesas naves de carga de la flota cristiana, y aparejándolas de todo lo necesario para el caso y montando en una de ellas el mismo Ramón Bonifaz, hacerlas navegar a toda vela y cuando soplaba más recio el viento un buen trecho del río hasta chocar con ímpetu contra el puente de barcas. La primera no hizo sino quebrantarle, pero al rudo empuje de la segunda, en que iba el almirante, rompiéronse las cadenas que ceñían las barcas. El puente quedó roto y deshecho con gran regocijo de los cristianos y no menor pesadumbre de los moros, que se vieron privados del único conducto por donde podían recibir socorro y mantenimientos. Era el día de la Cruz de Mayo (1248), y atento al día y al objeto de la empresa hizo el rey enarbolar estandartes con cruces en lo más alto de los mástiles de la nave victoriosa, y colocar al pie del palo mayor una bella imagen de María Santísima. Al día siguiente, sin perder momento, dispuso el rey, de acuerdo con don Ramón Bonifaz, atacar a Triana por mar y por tierra. Pero los moros del castillo arrojaban sobre los cristianos tal lluvia de dardos emplumados y de piedras lanzadas con hondas, y era tal el daño y estrago que hacían, que el rey hubo de mandar que se alejasen los suyos, y encargó al infante don Alfonso que con sus hermanos don Fadrique y don Enrique, y el maestre de Uclés y demás caudillos, minasen el castillo; hiciéronlo así, mas tropezándose con la contramina que los moros hacían, hubieron de desistir y nada se adelantó entonces contra Triana.

 

Por dos veces durante el sitio recurrieron los moros a la traición, ya que en buena ley veían no poder conjurar la catástrofe que los amenazaba, enviando al campamento cristiano quien con engaños y fingidas artes viera si podía libertar al islamismo del terrible y obstinado campeón de los cristianos. Uno de aquellos traidores fué enviado al rey don Fernando, otro a su hijo don Alfonso. En ambas ocasiones se hubieran visto en peligro las dos preciosas vidas del soberano y del príncipe, si la sagacidad y la previsión no hubieran prevenido el engaño y frustrado los designios de la sorpresa, burlando por lo menos á los alevosos, ya que no pudo alcanzarles el castigo de la perfidia.

 

Al fin, después de quince meses de asedio, cansados y desesperanzados los moros, no muy provistos ya de vituallas, y sin fácil medio de introducirlas, determinaron darse a partido y propusieron al rey la entrega de la ciudad y del alcázar a condición de que quedasen los moros con sus haciendas, y que las rentas que percibía el emir se repartirían entre él y el monarca cristiano por mitad. A estas proposiciones, que se hicieron al rey por conducto de don Rodrigo Álvaroz, ni siquiera se dignó contestar. En su virtud ofreciéronle otros partidos, llegando hasta proponerle la posesión de las dos terceras partes de la ciudad, obligándose ellos a levantar á su costa una muralla que dividiera los dos pueblos. Todo lo rechazó Fernando con entereza y aun con desdén, diciéndoles que no admitía más términos y condiciones que la de dejarle libre la ciudad y entregársele a discreción. Al verle tan inexorable, limitáronse ya á pedir que les permitiera al menos salir libres con sus mujeres y sus hijos y el caudal que consigo llevar pudiesen, a lo cual accedió ya el rey. Una cosa añadían, y era que les dejasen derribar la mezquita mayor, o por lo menos derruir la más alta torre, obligándose ellos a levantar otra no menos magnífica y costosa. Remitióse en esto el monarca á lo que determinase su hijo don Alfonso, el cual dio por respuesta que si una sola teja faltaba de la mezquita haría rodar las cabezas de todos los moros, y por un solo ladrillo que se desmoronara de la torre no quedaría en Sevilla moro ni mora con vida. La necesidad los forzó a todo, y aviniéronse a entregar la ciudad libre y llanamente. Firmóse esta gloriosa capitulación el 23 de noviembre de 1248, día de San Clemente.

 

Aunque la ciudad pertenecía ya a los cristianos, todavía se difirió la entrada pública por un mes, plazo que generosamente otorgó el rey a los rendidos para que en este tiempo pudieran negociar sus haciendas y haberes y disponer y arreglar su partida. Ofreció además el monarca vencedor que tendría aparejados por su cuenta acémilas y barcos de trasporte para llevarlos por tierra o por mar á los puntos que eligiesen, y prometió al rey Axataf que dice nuestra crónica, o sea al walí Abul Hassán, que así nombran al defensor de Sevilla los árabes, dejarle vivir tranquilamente en Sevilla o en cualquier otro punto de sus dominios, dándole rentas con que pudiese vivir decorosamente; pero el viejo walí, como buen musulmán, no quiso sino embarcarse para África en el momento de hacer entrega de la ciudad. Cumplido el plazo, verificóse la entrada triunfal del ejército cristiano en la magnífica y populosa Sevilla. Adelantóse Abul Hassán a hacer formal entrega de las llaves al rey Fernando, y mientras el musulmán proseguía tristemente en busca de la nave que había de conducirle a llorar su desventura en África, mientras por otra puerta salían trescientos mil moros a buscar un asilo, o en las playas africanas, o en el Algarbe español, o en el recinto de Granada bajo la protección del generoso Alhamar, los cristianos entraban en procesión solemne en la insigne ciudad de San Leandro y de San Isidoro, más de 500 años hacía ocupada por los hijos de Mahoma. Sublime y grandioso espectáculo sería el de esta ostentosa entrada. Era el 22 de diciembre. Delante iban los caballeros de las órdenes militares con sus estandartes desplegados, presididos por sus grandes maestres don Pelayo Pérez Correa de Santiago, don Fernando Ordóñez de Calatrava, don Pedro Yáñez de Alcántara, don Fernando Ruiz de San Juan, y don Gómez Ramírez del Templo. A la cabeza de los seglares el clero presidido por los obispos do Jaén, de Córdoba, de Cuenca, de Segovia, de Ávila, de Astorga, de Cartagena, de Palencia y de Coria. Seguía un magnífico carro triunfal, en cuya parte superior se veía la imagen de Nuestra Señora, como queriendo mostrar el vencedor que era á la Reina del cielo a quien debía sus triunfos. A los lados del carro sagrado marchaban, el rey don Fernando llevando la espada desnuda; su esposa la reina doña Juana; los infantes don Alfonso, don Fadrique, don Enrique, don Sancho y don Manuel, hijos del rey; el príncipe don Alfonso de Molina su hermano; el infante don Pedro de Portugal; el hijo del rey don Jaime de Aragón y el del rey moro que fué de Baeza, y liberto sobrino del pontífice Inocencio IV. Seguíanlos don Diego López de Haro, duodécimo señor de Vizcaya, y los ricos-hombres, caballeros y nobles de León y de Castilla, cerrando la marcha las victoriosas tropas y los soldados de los concejos con sus respectivas banderas y variados pendones.

 

Purificada la mezquita mayor por el arzobispo electo de Toledo don Gutierre; celebrada por él la primera misa en aquel mismo carro triunfal, artificiosamente dispuesto para que sirviese de altar portátil, y enarbolado en la más alta torre el estandarte real con la cruz, pasó el rey a tomar posesión del alcázar y a proveer al gobierno de la ciudad y reino conquistado. Restableció la antigua iglesia metropolitana, nombrando por primer arzobispo al prelado de Segovia don Ramón de Lozana, si bien haciendo procurador de la metrópoli y como arzobispo de honor a su hijo el infante don Felipe; estableció un cabildo eclesiástico y dotó la iglesia con ricos heredamientos. Repartió las tierras y casas de los musulmanes entre los que más habían ayudado a la conquista: llamó pobladores, que de todas partes acudieron a la fama de la grandeza de la ciudad y de la fertilidad y abundancia de su suelo; dióles franquicias y libertades, otorgándoles el fuero de Toledo; creó para el gobierno de la ciudad un cuerpo decurial para sentenciar los juicios, y finalmente nada descuidó de cuanto podía contribuir a dejar establecido un orden de gobernación tal como le requería tan insigne ciudad.

 

Así acabó el imperio de los Almohades en Andalucía. «Despidióse Ben Alhamar de Granada, dice su crónica, del rey Ferdeland, y tornóse más triste que satisfecho de los triunfos de los cristianos, que bien conocía que su engrandecimiento y prosperidades producirían al fin la ruina de los muslimes, y sólo se consolaba con esperanzas que su imaginación le ofrecía, de que tal vez tanto poder y grandeza mudando de señor se arruinaría y caería de su propio peso, confiando en que Dios no desampara a los suyos» «De cuantos musulmanes, dice Al-Makari, deploraron los desastres de su patria, nadie prorrumpió en acentos más nobles y tiernos que Abul Beka Selali el de Ronda» En un poema elegiaco que dedicó a la perdida de Sevilla se leían estos patéticos y filosóficos pensamientos:

 

«Todo lo que se eleva á su mayor altura comienza á declinar,Oh hombre, no te dejes seducir por los encantos de la vida!... Las cosas humanas sufren continuas revoluciones y trastornos. Si la fortuna te sonríe en un tiempo, en otro te afligirá — ¿Dónde están los monarcas poderosos del Yemen? ¿Dónde sus coronas y diademas?... — Reyes y reinos han sido como vanas sombras que soñando ve el hombre — La fortuna se volvió contra Darío, y Darío cayó: se dirigió hacia Cosroes y su palacio le negó un asilo. — ¿Hay obstáculo para la fortuna? ¿No pasó el reino de Salomón?... No hay consuelo para la desgracia que acaba de sufrir el islamismo. — Un golpe horrible, irremediable, ha herido de muerte la España: ha resonado hasta en la Arabia, y el monte Ohod y el monte Thalan se han conmovido. — España ha sido herida en el islamismo, y tanta ha sido su pesadumbre que sus provincias y sus ciudades han quedado desiertas. — Preguntad ahora por Valencia: ¿qué ha sido de Murcia? ¿Qué se ha hecho de Játiva? ¿Dónde hallaremos á Jaén? — ¿Dónde está Córdoba, la mansión de los talentos? ¿Qué ha sido de tantos sabios como brillaron en ella? — ¿Dónde está Sevilla con sus delicias? ¿Dónde su río de puras, abundantes y deleitosas aguas? —¡Ciudades soberbias!.... ¿Cómo se sostendrán las provincias, si vosotras, que erais su fundamento, habéis caído? — Al modo que un amante llora la ausencia de su amada, así llora el islamismo desconsolado — Nuestras mezquitas se han trasformado en iglesias, y sólo se ven en ellas cruces y campanas. — Nuestros almimbares y santuarios, aunque de duro é insensible leño, se cubren de lágrimas, y lamentan nuestro infortunio. — Tú que vives en la indolencia tú te paseas satisfecho y sin cuidados: tu patria te ofrece encanto: ¿pero puede haber patria para el hombre después de haber perdido Sevilla? — Esta postrera calamidad hace olvidar todas las otras, y el tiempo no bastará á borrar su memoria. — ¡Oh vosotros, los que montáis ligeros y ardientes corceles, que vuelan como águilas en los campos en que el acero ejerce sus furores: — Vosotros, los que empuñáis las espadas de la India, brillantes como el fuego en medio de los negros torbellinos de polvo: — Vosotros que del otro lado del mar veis correr vuestros días tranquilos y serenos, y gozáis en vuestras moradas de gloria y de poder: ¿no han llegado á vosotros nuevas de los habitantes de España? Pues mensajeros os han sido enviados para informaros de sus padecimientos. — Ellos imploran incesantemente vuestro socorro, y sin embargo se los mata y se los cautiva. ¿Qué? ¿No hay un solo hombre que se levante a defenderlos?.... ¿No se alzarán en medio de vosotros algunas almas fuertes, generosas e intrépidas? ¿No vendrán guerreros a socorrer y vengar la religión? — Cubiertos de ignominia han quedado los habitantes de España: de España, que era poco há un Estado floreciente y glorioso. — Ayer eran reyes en sus viviendas, y hoy son esclavos en el país de la incredulidad. — ¡Ah! si tú hubieras visto correr sus lágrimas en el momento en que han sido vencidos, el espectáculo te hubiera penetrado de dolor, y hubieras perdido el juicio — Y estas hermosas jóvenes tan bellas como el sol cuando nace vertiendo corales y rubíes: — ¡Oh dolor! el bárbaro las arrastra para condenarlas a humillantes oficios; bañados están de llanto sus ojos y turbados sus sentidos. — ¡Ah! que este horrible cuadro desgarre de dolor nuestros corazones, si todavía hay en ellos un resto de islamismo y de fe!!»

 

Conquistada Sevilla, ganada la reina del Guadalquivir, fácil era prever que no habría de tardar en someterse toda la tierra de Andalucía. Ni el genio activo de Fernando le permitía darse más reposo que el necesario para dotar del competente gobierno a los nuevos pobladores de la ciudad conquistada. Así, emprendiendo de nuevo la campaña, en poco tiempo se rindieron á las armas del monarca triunfador Sanlúcar, Rota, Jerez, Cádiz, Medina, Arcos, Lebrija, el Puerto de Santa María, y en general «todo lo que es faz de la mar acá de aquella comarca.» Las crónicas no expresan ni los capitanes que mandaron estas expediciones ni las ciudades que opusieron resistencia, como si con el silencio hubieran querido significar la rapidez de estas conquistas, o que se miraban como natural consecuencia de la rendición de Sevilla. Sólo nos dicen que las unas «ganó por combatimientos, las otras por pleytesías que le trajeron.» De todos modos, pequeñas empresas eran ya estas para quien acababa de dar cima a otras más difíciles y gloriosas, y para quien abrigaba el pensamiento de llevar la guerra a las playas africanas y de combatir allí a los enemigos de la fe. Arrojado y aun temerario hubiera parecido este designio en otro que no hubiera sido el tercer Fernando de Castilla. Pero ni nada arredraba al vencedor de Sevilla, de Córdoba y de Jaén, ni había empresa imposible para quien tenía tanta y tan pura confianza en Dios, en su espada y en el valor de sus soldados.

 

Ya el almirante don Ramón Bonifaz tenía de orden del rey aparejada su flota victoriosa, ya el ejército se disponía a ganar nuevos triunfos del otro lado del mar, ya en África se había difundido la terrible voz de que el poderoso Fernando de Castilla iba a pasar las aguas que dividen los dos continentes, ya el pavor tenía consternadosaá los moros, y el rey de Fez combatido por los Beni-Merines había entablado negociaciones de amistad con el monarca castellano, cuando vino a frustrar todos los proyectos y á desvanecer todas las esperanzas el más triste acontecimiento que se pudiera discurrir, la muerte del soberano, que en este tiempo quiso Dios pagase el fatal tributo que pesa sobre la humanidad.

 

Si gloriosa había sido la vida del hijo ilustre de doña Berenguela, no fué ni menos gloriosa ni menos admirable su muerte. Atacado de penosa enfermedad en Sevilla, cesó el guerrero, el triunfador, el conquistador insigne, y comenzó el hombre devoto, el piadoso monarca, el héroe cristiano. Cuando vio al obispo de Segovia acercarse a su alcoba llevando en sus manos la hostia sagrada, arrojóse el rey del lecho del dolor en que yacía, postróse en el suelo ante la majestad divina, y con una humilde soga al cuello tomando con sus trémulas manos el signo de nuestra redención y haciendo una fervorosa protestación de fe, recibió con avidez el santo viático: después de lo cual, mandando que apartasen de su cuerpo y de su vista toda ostentación o signo de majestad, pronunció aquellas edificantes palabras: «Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo he de volver al seno de la tierra»

 

Rodeáronle en el lecho mortuorio sus hijos don Alfonso, don Fadrique, don Enrique, don Felipe y don Manuel, habidos de su primera esposa doña Beatriz; don Fernando, doña Leonor y don Luis, hijos de doña Juana. Hallábase también esta señora vertiendo copioso llanto a la cabecera del lecho de su moribundo esposo. A todos les dio el rey su bendición; y después de dirigir a su primogénito y sucesor don Alfonso un tierno razonamiento lleno de piadosas máximas y de saludables lecciones para el gobierno del reino que estaba llamado a regir, despidió a toda su amada familia, y quedando solo con el arzobispo y el clero pidió una candela, tomóla en su mano, ordenó que entonasen el Te Deum laudamus, como quien iba a gozar del mayor de los triunfos, y entre los cantos sagrados de los sacerdotes entregó su alma al Redentor el mayor monarca que hasta entonces había tenido Castilla, el jueves 30 de mayo de 1252, a los 54 años no cumplidos de edad, a los 35 y 11 meses de su reinado en Castilla, y á los 22 de haber ceñido la corona de León.

 

Tal fué el glorioso tránsito del tercer Fernando de Castilla, a quien la Iglesia, en razón de sus excelsas virtudes, colocó después en el catálogo de los más ilustres santos españoles. Lloróse su muerte en todo el reino como la de un padre. Al día siguiente fué aclamado y reconocido su hijo don Alfonso rey de Castilla y de León, bajo el nombre de Alfonso X.

 

 

 

CAPÍTULO XV

JAIME I (EL CONQUISTADOR) EN ARAGÓN

De 1214 a 1253

 

 

Monumento a Fernando II "El Santo" en la Plaza Nueva (Sevilla)