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Historia General de España

EDAD MEDIA - DOMINIO MUSULMAN

 

 

CAPÍTULO XXIV

ARAGÓN. NAVARRA. CATALUÑA  

RAMIRO. LOS SANCHOS. RAMÓN BERENGUER

Del 1035 al 1085

 

VALLE DEL RONCAL (NAVARRA)

 

Diminuto y reducido era el territorio comprendido en el reino de Aragón, así llamado del río de este nombre, que en la parte central de los Pirineos entre los valles del Roncal y de Gistain constituía el Estado que en la distribución de reinos hecha por Sancho el Mayor de Navarra señaló a su hijo primogénito Ramiro. Apenas, según varios historiadores de aquel reino, abarcaba entonces una comarca como de veinticuatro leguas de largo sobre la mitad de ancho poco más o menos. Nadie podía imaginar en aquella sazón que tan estrecho recinto se había de convertir andando el tiempo en Estado vasto y poderoso, y que había de ser uno de los reinos más extensos y respetables, no sólo de España, sino de Europa. Que Ramiro intentó muy desde el principio ensancharlo a costa de los Estados de su hermano García de Navarra, dijímoslo ya en este libro. Pero sorprendido y vencido en Tafalla, hubo de agradecer el poder regresar fugitivo a guarecerse en las montañas de su estrecho y exiguo Estado. Así permaneció hasta 1038, en que su hermano Gonzalo, señor de Sobrarbe y Ribagorza, fue asesinado a traición en el puente de Monclús por su vasallo Ramonet de Gascuña, al volver un día de caza. Entonces los de Sobrarbe y Ribagorza, viéndose sin señor, eligieron por rey a Ramiro, con lo que comenzaron a recibir los primeros ensanches los límites de su reino.

Había casado Ramiro en 1036 con Gisberga, hija de Bernardo Roger, conde de Bigorra, a la cual mudó el nombre en el de Ermesinda. Tuvo de ella cuatro hijos, a saber: Sancho, que le sucedió en el reino; García, que fue obispo de Jaca; Teresa y Sancha, que casaron con los condes de Provenza y Tolosa. Hijo natural de Ramiro fue también otro Sancho, a quien dio el señorío de Adbar, Javierre y Latre, con título de conde, y el de Ribagorza. Murió la reina Ermesinda en 1.° de setiembre de 1049, y fue enterrada en el monasterio de San Juan de la Peña.

Nótase gran falta de documentos y noticias respecto a los primeros años del reinado de Ramiro. Los escritores aragoneses suponen haber extendido su dominación al condado de Pallas, y afirman haber conquistado de los moros Benabarre, lanzándolos de todos los términos de Ribagorza, y aun hecho tributarios a los emires de Lérida, Zaragoza y Huesca, en lo cual no están de acuerdo las crónicas arábigas. Más conocidos son sus hechos religiosos. Dos concilios se celebraron en el reinado de Ramiro I, en San Juan de la Peña el uno, en Jaca el otro. En el primero, que ha llegado mutilado a nosotros, se hizo un canon notable por lo singular: “Decretamos e instituímos, dijeron los padres, que los obispos de Aragón sean nombrados y elegidos de los monjes de este monasterio”, testimonio inequívoco de la influencia y ascendiente que aquellos monjes ejercían. Pero más importante y célebre fue el de Jaca, congregado en 1063. Asistieron a él y le confirmaron, el rey don Ramiro, los dos Sanchos sus hijos, el legítimo y el bastardo, nueve obispos, tres abades, un conde y todos los próceres de la corte, del rey. Era por lo tanto un concilio mixto, como la mayor parte de los de aquel tiempo. Después de tratar de la reforma de las costumbres y disciplina eclesiástica estragadas por las guerras y por el comercio con los infieles se restauró en Jaca la antigua silla episcopal de Huesca, declarando que cuando esta ciudad se recobrara del poder de los mahometanos, la de Jaca le fuese súbdita y una misma cosa con ella «y la obedeciese como hija a su matriz.» Asignó el rey a esta diócesis a título de perpetuidad diferentes tierras y monasterios con sus dependencias.

Mas la deliberación trascendental que se tomó en este concilio, fue la donación que Ramiro y su hijo Sancho hicieron a Dios y a San Pedro (al bienaventurado pescador, beato piscatori) «de todo el diezmo de sus derechos, del oro, plata, trigo, vino y demás cosas que de grado o por fuerza les pagaban así cristianos como sarracenos, de todas las villas y castillos, así en las montañas como en los llanos de todos los tributos que al presente o de futuro percibieran o pudieran percibir con la ayuda de Dios.» «Y donamos, añadieron, a dicha Iglesia y obispo, la tercera parte del diezmo que recibimos de Zaragoza y de Tudela» «Y yo Sancho, hijo del precitado rey, encendido en amor divino, concedo a Dios y a San redro (beato clavigero) la casa que tengo en Jaca con todas sus pertenencias.» Tal era la devoción y piedad del primer Ramiro de Aragón, a quien por lo mismo no extrañamos que el papa Gregorio VII llamara más adelante cristianísimo príncipe. Ofrece este concilio la notable singularidad de haber sido también confirmado por todos los moradores de Jaca, hombres y mujeres, que unánimemente exclamaron: «Demos gracias al Cristo Celestial, y a nuestro benignísimo y serenísimo príncipe Ramiro, etcétera»

Dos años antes de este concilio, hallándose el rey enfermo en San Juan de la Peña (1061) hizo su testamento, que se conserva y cita como pieza auténtica, en el cual, después de declarar sucesor de todas sus tierras y señoríos a su hijo Sancho, «hijo de Ermesinda, cuyo nombre bautismal fue Gisberga» cede al otro Sancho, el ilegítimo, Aybar, Javierre y Latre con las villas de su pertenencia para que las posea en feudo por su hermano Sancho como si fuese por él. Mas «si, lo que Dios no permita, hiciese la infamia de separarse de su obediencia, o de querer levantarse contra los reyes de Pamplona, que sea echado de estas tierras y del señorío que le dejo, y que estas tierras y este señorío vengan a poder de mi hijo Sancho, hijo mío y de Ermesinda». Curiosas son algunas de las cláusulas que siguen, así por la idea que dan de las costumbres, como de la modificación que estaba sufriendo la lengua en aquel tiempo. «Pero mis armas que pertenecen a barones y caballeros, sillas, frenos de plata, espadas, escudos, adargas, cascos, cinturones y espuelas, los caballos, mulas, yeguas, vacas y ovejas, las doy a mi hijo Sancho, al mismo a quien dejo aquella mi tierra, para que lo posea todo; a excepción de mis vacas y ovejas que estuvieron en Santa Cruz y en San Cipriano, que las dejo por mi ánima, mitad a San Juan y mitad a Santa Cruz. En cuanto a mi mobiliario, oro, plata, vasos de estos metales, de alabastro, de cristal y de macano, mis vestidos y servicio de mesa, vaya todo con mi cuerpo a San Juan, y quede allí en manos de los señores de aquel monasterio; y lo que de este mobiliario quisiere comprar o redimir mi hijo Sancho, cómprelo o redímalo, y lo que no quisiere comprar, véndase allí a quien más diere; y aquellos vasos que mi hijo Sancho comprare o redimiere, sea peso por peso de plata. Y el precio de lo que mi hijo comprare o redimiere, y el precio de todo lo demás que fuere vendido, quede la mitad por mi ánima a San Juan, donde he de reposar, y la otra mitad distribúyase a voluntad de mis maestros, al arbitrio del abad de San Juan y del obispo que fuere de aquella tierra, y del señor Sancho Galíndez y el señor Lope Garcés y el señor Fortuno Sanz y de otros mis grandes barones, por la salud de mi ánima pártase entre los diversos monasterios del reino, y en construir puentes, redimir cautivos, levantar fortalezas o terminar las que están construidas en fronteras de los moros para provecho y utilidad de los cristianos, etc. »

Cuentan la mayor parte de nuestros historiadores, inclusos los particulares de Aragón, que teniendo  Ramiro I puesto cerco al castillo de Graus, el Grado según otros, para arrancarle del poder de los sarracenos, fue contra él con poderoso ejército, y como aliado del rey moro de Zaragoza, su sobrino el rey Sancho el Fuerte de Castilla, y que acometido y envuelto por todas partes el de Aragón pereció allí con muchos de los suyos. Mas como Sancho de Castilla no comenzara a reinar hasta 1065, en que murió su padre Fernando el Magno, los escritores que le suponen en guerra con Ramiro I de Aragón han tenido que recurrir a prolongar la vida de este monarca hasta 1067 habiendo muerto en 1063, añadiendo así un error cronológico para poder sostener una inexactitud histórica. Siendo para nosotros cosa averiguada la muerte de Ramiro en 1063, resulta no haber sido posible la ida del rey Sancho de Castilla contra él cuando tenía asediado el castillo de Graus, ni otra guerra alguna entre los dos monarcas. ¿Cómo fue, pues, la muerte de Ramiro I?

Un historiador arábigo, casi contemporáneo y que vivía en Zaragoza, nos informa de este suceso de una manera que hasta ahora no conocíamos. «Cuando Al Moktadir Billah, dice, dejó  Zaragoza para ir con su hueste al encuentro del tirano Radmil (Ramiro), el príncipe de los cristianos, habiendo reunido los dos reyes el mayor ejército posible, diéronse vista musulmanes e infieles; cada uno de los dos ejércitos estableció su campo y se colocó en orden de batalla. Consternóse Al Moktadir; la lucha había sido tan encarnizada que los musulmanes se dispersaron acá y allá. Entonces Al Moktadir llamó a cierto musulmán que aventajaba a todos los demás guerreros en conocimientos militares, el cual se llamaba Sadadah. «¿Qué pensáis vos de este día? le preguntó Al Moktadir. — Desgraciado ha sido, le respondió Sadadah; pero aún me queda un recurso.» Y dicho esto se marchó. Llevaba este tal el traje de los cristianos y hablaba muy bien su lengua porque vivía en su vecindad y se mezclaba con ellos muchas veces. Penetró pues, en el ejército de los infieles, y se acercó al tirano Radmil. Encontróle armado de pies a cabeza, con la visera calada de suerte que no se le veía más que los ojos. Sadadah le acechó esperando una ocasión de poderle herir. Presentósele ésta, lanzóse sobre Ramiro y le hirió en el ojo con su lanza, Ramiro cayó boca abajo a tierra. Entonces  Sadadah comenzó a gritar en romance: «El sultán ha sido muerto ¡oh cristianos!» Difundida por el ejército la noticia de la muerte de Ramiro se dispersaron los cristianos y huyeron precipitadamente. Tal fue por la permisión del Todopoderoso, la causa de la victoria de los musulmanes»

Si así fue como lo cuenta el historiador arábigo, aquel Sadadah fue el Bellido Dolfos de los sarracenos. Sin embargo, el rumor de la muerte de Ramiro había sido falso: el rey estaba herido solamente; pero murió de las heridas el 8 del siguiente mayo, dejando por sucesor a su hijo Sancho el legítimo, que ya durante la enfermedad de su padre había gobernado el reino, a quien llamaremos Sancho Ramírez, para distinguirte de los otros dos Sanchos que reinaron en su tiempo en Navarra y en Castilla.

Joven de diez y ocho años Sancho Ramírez; pero príncipe de ánimo grande y mejor esfuerzo, prosiguió guerreando contra los árabes ansioso de vengar la muerte de su padre, y ensanchó los términos de sus dominios mucho más de lo que eran cuando él los heredó. Una de las empresas que en los primeros años de su reinado dieron más fama al joven príncipe fue la conquista de Barbastro, que hizo en unión con el conde Armengol de Urgel su suegro, si bien costó la vida a este ilustre vástago de la familia de los Armengoles de Urgel que tantos laureles ganaron en las guerras con los musulmanes (1065). Abrió aquella conquista a Sancho Ramírez el camino para otras no menos importantes en las regiones fértiles y abundosas de la tierra llana, en que hasta entonces habían vivido los sarracenos con toda seguridad y regalo. Así no le hubiera distraído del que debía ser su principal objeto como el de todos los monarcas cristianos de aquella época la ambición de Sancho de Castilla, que obligó a los dos Sanchos de Navarra y de Aragón a confederarse entre sí, y que produjo la batalla de Viana (1066) con todas las demás consecuencias de que dimos ya cuenta en el anterior capítulo tratando de la historia de Castilla.

Un negocio eclesiástico, de grave interés perlas proporciones que llegó a tomar y por el gran influjo que con el tiempo ejerció en la condición religiosa y política de toda España, vino a ocupar al rey Sancho Ramírez de Aragón en medio de las atenciones de la guerra. Era el tiempo en que los papas y la corte de Roma aspiraban a extender su influjo y dominio y a someter a él todos los imperios y príncipes cristianos, de cuyo sistema, y de su justicia o injusticia, conveniencia o inconveniencia no juzgaremos ahora. España era el país en que menos intervención había ejercido la Santa Sede aun en los negocios eclesiásticos, y mucho menos en los temporales. A ella, pues, dirigieron sus miras los romanos pontífices. Ocupaba en este tiempo la silla de San Pedro el papa Alejandro II, el cual, en el año segundo del reinado de Sancho Ramírez (1064), envió a Aragón al cardenal legado Hugo Cándido, con la comisión de impetrar del rey la abolición del rito y breviario gótico o mozárabe que hasta entonces había usado constantemente la Iglesia española, reemplazándole con el breviario y ritual romano. Este paso del pontífice debió lisonjear mucho al monarca aragonés, el cual recibió al legado en su corte con grandes honras acompañado de sus hermanos, Sancho el conde, y García obispo de Jaca, y de varios ricos-hombres y caballeros principales del reino. Acaso los asuntos de la guerra impidieron al rey arreglar por entonces la negociación apostólica relativa a la sustitución del rezo por favorables que fuesen para ello sus disposiciones. O más bien se diferiría por la reclamación que en favor del oficio gótico hicieron Castilla y Navarra, de donde pasaron tres prelados al concilio de Mantua de 1067 a representar ante el papa y el sínodo la legitimidad y santidad del rito mozárabe, logrando que uno y otro le reconocieran y aprobaran como tal. A pesar de todo, fue tal el empeño que en aquel negocio mostró Alejandro II, que habiendo vuelto el legado Hugo Cándido a Aragón, quedó abrogado el rito gótico en aquel reino y reemplazado por el romano (marzo de 1071), comenzando a usarse éste en el monasterio de San Juan de la Peña; primera brecha que se abrió en España a la preponderancia de la corte pontificia, preponderancia que había de ir acreciendo, y que monarcas y pueblos inútilmente se habían de esforzar después por atajar.

Deferente y respetuoso el monarca aragonés hacia la silla pontificia, puso bajo su protección todos los monasterios de su señorío, y con el cardenal Hugo Cándido envió a Roma al abad del de San Juan de la Peña, Aquilino, suplicando al papa recibiese bajo su amparo aquel monasterio que sus predecesores habían fundado y dotado con cuantiosas rentas. A su paso por Barcelona lograron estos dos enviados que el conde Ramón Berenguer decretase la abolición del rito mozárabe en sus Estados y su reemplazo por el romano, al modo de lo que acababa de ejecutarse en Aragón, contribuyendo a ello la condesa doña Almodis, de nación francesa, acostumbrada en su patria a las ceremonias de aquella liturgia. Fácil le fue a don Sancho Ramírez alcanzar del papa Alejandro II las bulas que impetraba. Pero llevaba muy a mal su hermano García, el obispo de Jaca, la exención de los monasterios y de las iglesias que se iban fundando y dotando en los lugares que se ganaban a los moros: exponía al rey que eso era derogar la jurisdicción ordinaria, y procedía contra todos los que pretendían la exención. Inquietos traía a los monjes y al rey la conducta del celoso prelado. Envió Sancho con este motivo nuevo embajador a Roma, y Gregorio VII, que había sucedido en 1073 en la silla de San Pedro a Alejandro II, confirmó las exenciones otorgadas por este. Por último, merced a la solicitud y buena maña del abad Galindo, concedió el sumo pontífice al rey la facultad de distribuir y anexar las rentas de las iglesias, los monasterios y capillas que en adelante se fundasen en su reino o se conquistasen de los infieles (1074). Dio esto ocasión a un hecho que nos demostrará las ideas que en aquel tiempo dominaban.

El rey había hecho aplicación de algunas de aquellas rentas a los gastos y atenciones de la guerra que sostenía contra los enemigos de la fe. A pesar de lo sagrado del objeto, «teníase por grave, dice un historiador de Aragón, lo que el rey hacía; él mismo entró en escrúpulos; y pareciéndole que con aquello ofendería a Dios y acaso movía escándalo en el pueblo, hallándose con la corte en Roda, hizo en presencia del obispo de aquella diócesis penitencia pública en el templo, y pidió perdón y satisfacción a Dios por haber echado mano de las décimas y primicias de las iglesias, mandando desde luego restituir a la de Roda lo que él decía haberle usurpado.»

Un acontecimiento imprevisto vino a poner un nuevo cetro en manos de Sancho Ramírez de Aragón. El 4 de junio de 1076 hallándose entretenido en el ejercicio de la caza su primo Sancho Garcés de Navarra en los bosques de Peñalén, fue alevosamente sorprendido por su hermano Ramón y precipitado por él y sus amigos de lo alto de una elevada roca, de lo cual le quedó en la historia el nombre de Sancho el Despeñado y de Sancho el de Peñalén. Engañóse el fratricida si cometió el asesinato con intención de arrancar a su hermano la corona, porque los navarros, viéndose sin rey y no creyendo digno del trono a quien por tan criminales medios pretendía usurparle, eligieron de común acuerdo al de Aragón, que así se encontró soberano de una nueva y poderosa monarquía. Marchó el aragonés a Pamplona a entrar en posesión del reino que tan inopinadamente le había venido, pero al propio tiempo Alfonso VI de Castilla, que se consideraba con derecho a la sucesión de aquel Estado, se dirigió también con el ejército a Navarra, y se apoderó de la Rioja, de Calahorra y de otras plazas limítrofes de Navarra y de Castilla. Un hijo de Sancho el Despeñado, llamado Ramiro, huyó por temor al asesino de su padre y se refugió en Valencia, donde permaneció mucho tiempo y casó con una hija del Cid. Ramón, el fratricida, expulsado por los navarros, se refugió en Zaragoza, donde fue bien recibido por el rey musulmán, que le dio casa y haciendas con que pudiese vivir con el decoro correspondiente a su clase de príncipe.

No trató por entonces el aragonés de disputar a su primo el de Castilla la posesión de las plazas de Rioja de que se había apoderado. Le urgía más pelear contra los infieles, y con esta intención pasó a Ribagorza, donde sitió el fuerte castillo de Muñones y le tomó por asalto después de derrotar en sangrienta lid al emir de Huesca que a defenderle había acudido. En 1078 se atrevió a cruzar Zaragoza, taló sus campos, siguió las corrientes del Ebro y construyó la fortaleza de Castellar, desde la cual tenía en respeto toda aquella comarca mahometana. En los años siguientes obligó al rey de Zaragoza a comprar la paz con un tributo anual, tomó varias fortalezas, conquistó por asalto del castillo de Graus, lugar que tan funesto había sido a su padre, fortificó Ayerbe, conquistó Piedra Tajada, y por último en 1086 ganó Monzón, que con el título de rey dio a su hijo don Pedro, que ya lo era de Sobrarbe y Ribagorza.

Tal era el estado de las cosas en Aragón y Navarra cuando Toledo fue conquistada por las armas de Castilla. Veamos lo que entretanto y en el mismo período había acontecido en el condado de Barcelona.

De once á doce años de edad contaba solamente Ramón Berenguer I cuando en conformidad al testamento de su padre Berenguer Ramón I el Curvo, subió al trono condal de Barcelona en 26 de mayo de 1035. Veremos, no obstante, la justicia con que se aplicó al conde niño el sobrenombre de el Viejo, por el tino, madurez y prudencia que supo desplegar en el gobierno del Estado. Éranle tanto más necesarias estas prendas y virtudes cuanto que tuvo que luchar muy desde el principio contra las pretensiones de su abuela la condesa Ermesindis, cuya ambición y afán de dominar habían dado ya harto que hacer a su hijo, el padre del actual conde. No porque ella tuviese la tutela y administración del condado durante la menor edad de su nieto, como han consignado graves autores, sino porque no queriendo renunciar a la desapoderada sed de influencia y de mando, movió tales desavenencias, rencores y disturbios en la familia, que llegaron a hacer ligas y confederaciones muy enconadas unos con otros, y aunque su joven nieto la contrariaba con la entereza de un hombre de edad madura, no por eso dejó de llenar de amargura sus días: que son temibles las intrigas y manejos de una mujer ambiciosa de influjo y dada por intervenir en los negocios de gobierno. Llegó su venganza hasta el punto de pedir y alcanzar del jefe de la Iglesia una excomunión contra el conde su nieto, comprendiendo en ella a su segunda esposa Almodis y al obispo de Narbona Wifredo. En cuanto a sus pretensiones, no renunció a ellas hasta los últimos años de su larga vida, en que arrepentida tal vez de sus injusticias, y de cierto cansada de luchar en vano con la firmeza del conde, vino a pactos con él, como había hecho con Berenguer Ramón su hijo, y añadiendo una prueba de interesada y desdorosa codicia a las que había dado de ambición, vendióle sus pretendidos derechos a los condados de Gerona, Barcelona, Manresa y Vich por el miserable precio de 100,000 sueldos barceloneses, o sea, 1,000 onzas de oro, confesando ella misma en las escrituras su usurpación, obligándose a ser fiel a sus nietos y comprometiéndose a obtener del Papa el alzamiento de la excomunión que á su instancia había contra ellos fulminado.

Unido en matrimonio con la princesa Isabel, hija del conde de Bitiers, Bernardo Trencavelo, tuvo de ella tres hijos, Berenguer, Arnaldo y Pedro Ramón, de los cuales sólo vivió el último para desgracia de su padre y del Estado, como veremos después. En los once años que duró esta unión, de 1039 hasta 1050 en que murió la condesa, tuvieron no pocas contestaciones y diferencias grandes con varios otros condes y obispos, transacciones, convenios, alianzas, cesiones mutuas de poblaciones y fortalezas, que demuestran cómo los nobles catalanes esquivaban ya y rehuían la sujeción a la autoridad central, y cómo el prudente conde supo renovar los feudos y hacer que los principales barones le rindieran homenaje y le juraran lealtad y ayuda en las guerras contra los sarracenos. Dedicóse a éstas más principalmente después de la muerte de la condesa Isabel su primera esposa, y la fortuna le favoreció lo bastante para obligar a varios régulos musulmanes a rendirle tributo. El de Zaragoza fue uno de los que probaron más la fortaleza y el brío de los cristianos catalanes. De gran auxilio sirvió para esto al de Barcelona el célebre pacto que hizo con el intrépido y valeroso Armengol de Urgel, por el cual se obligó éste a serle amigo fiel y a ayudarle sin fraude ni engaño en todas sus expediciones contra los infieles, si bien reservando Armengol para sí la tercera parte de lo que conquistasen, dándole el de Barcelona en feudo el castillo de Cubells, con 100 onzas de oro barcelonesas y 350 mancusos de oro anuales (1058). En virtud de este pacto, que nos recuerda el que en otro tiempo hicieron los dos hermanos Ramón Borrell de Barcelona y el otro Armengol de Urgel para atajar aunados las invasiones de Almanzor, rompieron los dos aliados la guerra por el valle de Noguera Ribagorzana, tomaron varias fortalezas a los musulmanes, y se ensancharon los límites del condado barcelonés por la parte de Lérida, de Tortosa y de Tarragona, estableciendo el conde alcaides de frontera en los castillos y fuertes avanzados hasta darse la mano por algunos puntos con el reino de Aragón. El ardimiento bélico del de Urgel y la circunstancia de haber dado su hija Felicia en matrimonio al rey Sancho Ramírez de Aragón moviéronle a ofrecer su brazo a este monarca para ayudarle en el sitio de Barbastro, y en esta gloriosa empresa le arrebató la muerte (1065), de lo cual le quedó en la historia el sobrenombre de Armengol el de Barbastro.

No era el conde don Ramón Berenguer I hombre que por atender a las empresas militares desatendiera los negocios religiosos y políticos del Estado. Por el contrario, más todavía que de guerrero supo ganar perdurable fama de piadoso, de legislador, de reformador de las costumbres públicas. Además de haberle debido Barcelona la nueva fábrica de la catedral y otras piadosas fundaciones, quiso poner remedio a las costumbres relajadas y un tanto rudas de los eclesiásticos, que más se cuidaban de armaduras y caballos y de ejercicios de guerra y de montería que de los deberes de su sagrado ministerio. A este propósito congregó en 1068 con aprobación del papa Alejandro II un concilio en Gerona que presidió el legado Hugo Cándido de vuelta de su primer viaje a Roma. Los catorce cánones de este concilio nos revelan cuáles eran los abusos y excesos que predominaban y que se creyó más urgente corregir. Se condenó la simonía, se aseguró la dotación del clero secular, se excomulgó a los que no se apartasen de los matrimonios incestuosos y a los maridos que rehusasen reunirse con sus mujeres legítimas, se prohibió a los clérigos el matrimonio y el concubinato, el uso de las armas, el ejercicio de la caza y los juegos de azar, pero no se abolió en este concilio el oficio gótico, como muchos han creído, sino tres años después y de la manera que hemos enunciado ya.

No contento con esto el celoso conde, y aspirando al glorioso título de legislador, convocó en aquel mismo año y congregó en Barcelona y en su mismo palacio a los condes, vizcondes y barones principales de Cataluña, y de acuerdo y conformidad con la condesa doña Almodis, su segunda o tercera esposa, manifestó a aquella ilustre asamblea la necesidad de reformar la legislación catalana. Había regido hasta entonces el Fuero Juzgo de los godos; pero muchas de sus leyes se habían alterado o caído en desuso con el trascurso de los tiempos, eran otras inaplicables a las circunstancias de entonces, y los usos y costumbres de los nuevos pueblos habían introducido y arraigado costumbres, que habían ido adquiriendo fuerza de ley. Era, pues, necesario suprimir unas, acomodar otras a las nuevas condiciones sociales, y autorizar con la sanción lo que la experiencia había aconsejado como conveniente. Era menester, en una palabra, variar la constitución civil y social del pueblo, y esto fue lo que hizo el conde don Ramón Berenguer el Viejo con su esposa doña Almodis y con el auxilio de sus barones y magnates en las cortes de Barcelona de 1068, compilando el famoso código de los Usages de Cataluña, sabia compilación que los ilustrados monjes de San Mauro llamaron la compilación sistemática e integra de usos, más antigua y auténtica que se conoce. Obra fué esta la más honrosa del conde Ramón Berenguer I, y una de las más brillantes páginas de la historia del pueblo catalán. Debemos advertir que aquella asamblea de Barcelona no fue un concilio, como equivocadamente han querido decir Baronio, Mariana y otros autores, ni la presidió el cardenal Hugo Cándido, ni asistió a ella un solo obispo, sino un verdadero congreso político, unas cortes en que no se trató una sola materia eclesiástica, Y lo que es más, no se abolieron tampoco en ellas las leyes góticas, como muchos también han pretendido, sino que se mantuvieron en observancia en la parte no reformada o reemplazada por los Usages hasta mucho después de incorporado el condado de Barcelona con el reino de Aragón.

En cuanto a Doña Almodis hay vehementes indicios y aun algunos datos para creer que después de la muerte de la condesa doña Isabel y en los tres años que mediaron hasta que el conde contrajo nuevo matrimonio con doña Almodis, hija de los condes de la Marca en el Limosín, estuvo don llamón Berenguer el Viejo casado con doña Blanca, de desconocida familia, a quien sin duda repudió por los nuevos amores con doña Almodis, repudiada a su vez por Poncio, conde de Tolosa. Créese que este hecho fue el que dio ocasión a la abuela doña Ermesinda para alcanzar del papa la excomunión de que hemos hablado contra sus nietos.

Así pues, la fama de la grandeza y poderío de Ramón Berenguer había llegado á los árabes del Mediodía de España, y cuando Ebn Abed el de Sevilla se puso sobre Murcia, su negociador y caudillo Ebn Omar, el mismo que había agenciado la amistad y alianza de Alfonso VI de Castilla, pasó también a Barcelona a solicitar auxilios del conde, que obtuvo a precio de diez mil doblas de oro, prometiendo otras tantas tan pronto como la hueste auxiliar catalana llegase a Murcia. El hijo del rey de Sevilla había de ser entregado en rehenes al conde de Barcelona, y éste envió con igual condición un primo suyo al emir sevillano. Pisaron, pues, las tropas catalanas los campos de Murcia; púsose el hijo del emir en manos del conde barcelonés, mas como no viese cumplidos por parte del rey musulmán otros artículos del convenio, apoderóse la sospecha y la desconfianza del ejército catalán y de su jefe, siguiéronse conflictos y choques en el campo, y Ramón Berenguer tomó, sin soltar sus rehenes, la vuelta de Cataluña. Retenido permaneció en su poder el hijo de Ebn Abed Al Motamid, hasta que su ministro Aben Omar volvió a pasar a Barcelona, no ya con sólo la suma estipulada, sino con treinta mil doblas de oro, efectuándose entonces el canje del primo del barcelonés y del hijo del sevillano.

Si prudente, activo y mañoso fue el conde Ramón Berenguer I para restablecer la quebrantada unidad condal y dilatar las fronteras de su Estado de este lado de los Pirineos, no lo fue menos para aumentar y asegurar las posesiones que de la otra parte de los montes le pertenecían por derecho de herencia de su abuela Ermesinda. Astucia, energía y diligencia necesitó, y esta fue una de sus mayores glorias, para conseguir que fuesen renunciando a sus respectivas pretensiones los jefes de aquellas casas poderosas; y merced a su habilidad y destreza se vio por los años 1070 al 1071 dueño de los pingües Estados de Carcasona, Tolosa, Narbona, Cominges, Conflent y otros de aquella parte del Rosellón. De modo que llegó este célebre conde a concentrar en una sola mano un vastísimo territorio que de uno y otro lado de los Pirineos comprendía los condados de Barcelona, Gerona, Vich, Manresa, Carcasona, el Panadés, y las comarcas que caían en los condados de Tolosa, de Foix, de Narbona, de Minerva y de otras regiones traspirenaicas.

Pero reservado estaba a tan gran príncipe ver acibarados los postreros años de su gloriosa carrera con un gravísimo disgusto doméstico, el mayor de todos los que había experimentado. Entre su esposa la condesa Almodis y el hijo único que le había quedado de la princesa Isabel, llamado Pedro Ramón, estallaron discordias que turbaron lastimosamente la paz de la familia. Acaso el entenado sospechaba que la madrastra por amor a sus hijos propios instigara al padre para que le privase de lo que le pertenecía por derecho de primogenitura. Fuese esta u otra la causa, el encono y las malas pasiones del hijo de Isabel le cegaron y arrastraron al extremo de ensangrentar sus manos en la prudentísima esposa de su padre, y a mediados de noviembre de 1071 cometió el horrible crimen de asesinar a su madrastra la condesa Almodis. Golpe fue este que apenó tan hondamente al desgraciado padre y esposo, que aquel corazón que los contratiempos no habían podido nunca consternar, dio entrada al pesar y al abatimiento, a términos de ir consumiendo poco a poco aquella vida preciosa hasta llevarle a la tumba. Falleció, pues, el ilustre conde don Ramón Berenguer el Viejo, el guerrero, el legislador, el justo, coronado de gloria y de laureles, pero lleno de amargura, el 27 de mayo de 1076, después de un reinado de 41 años. La historia sigue denominándole con el título de el Viejo, no por su edad, sino por el consejo y prudencia que mostró desde su juventud.

Los cuerpos de los ilustres condes don Ramón Berenguer I y doña Almodis se conservan en la catedral de Barcelona, en dos urnas de madera cubiertas de terciopelo carmesí, colocadas en el lienzo de pared interior que media desde la puerta de la sacristía ala que da salida al claustro, a unos quince palmos de elevación del pavimento. El matador de su madrastra, Pedro Ramón, parece que desterrado de su país natal fue condenado por el pontífice y colegio de cardenales a una ruda penitencia que duró veinticuatro años.

Era el año que a consecuencia de la muerte alevosa dada a otro príncipe, Sancho Garcés el de Peñalén, se habían unido las dos coronas de Navarra y de Aragón en la persona de Sancho Ramírez. Así, al propio tiempo que estos dos reinos parecía marchar hacia la unidad, Ramón Berenguer el de Barcelona, llevado del amor de padre como Sancho el Mayor de Navarra y Fernando el Magno de Castilla, había incurrido en el mismo deplorable error que ellos, dejando el Estado pro indiviso a sus dos hijos y de la condesa Almodis, los dos hermanos gemelos Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II. Parecía fatalidad de los grandes príncipes, cuanto mayores eran, desconocer más las pasiones de la naturaleza humana. Tenían demasiado cerca los nuevos condes el incentivo de la ambición para que pudiera dejar de tentar al uno o al otro. Una sola corona para dos cabezas, por más que el padre dejara dispuesto para evitar discordias que partiesen entre sí las rentas y las gozasen por igual, fácilmente se había de convertir en manzana de discordia, y así aconteció. Ramón Berenguer, el primer nacido, llamado Cabeza de Estopa (Cap de Estopa, por su blonda cabellera), era de tan gentil presencia como de índole apacible y amante de las virtudes pacíficas: Berenguer Ramón, el menor, era belicoso, activo, impetuoso y descontentadizo.

No tardó este último en mostrar por quién había de romperse la difícil armonía y concordia tan necesarias para el bien de sus comunes pueblos, exigiendo al mayor palabra pública y testimoniada de que se efectuaría la partición de las tierras. Antojósele luego poco segura aquella palabra, y más adelante, en 1079, ya exigió su cumplimiento, proponiendo además que, pues el gobierno debía partirse en lo posible, cada uno de ellos morase medio año en el palacio condal, el uno desde ocho días antes de Pentecostés hasta ocho antes de Navidad, y el otro el resto del año, y que cada cual esperase su turno y retuviese como en garantía el castillo del puerto. A todo iba accediendo el bondadoso y cándido Ramón Berenguer Cap de Estopa, y nada bastaba a satisfacer al exigente y descontentadizo hermano Berenguer Ramón. Al año siguiente (1080) los hallamos celebrando otro contrato, que descubre a las claras el rencor y malquerencia del hermano menor, pues entre otras condiciones arrancó a su hermano la de entregarle en rehenes diez de sus mejores prohombres. Tanta condescendencia y tanta mansedumbre de parte de don Ramón Berenguer no hicieron sino precipitar su ruina. Dos años después de este último convenio, el 6 de diciembre de 1082, en un bosque solitario que había camino de Gerona entre San Celoni y Hostalrich se encontró el cadáver de un hombre que se conocía haber muerto a manos de asesinos. Era él, el buen Berenguer Cap de Estopa, asesinado por gentes de su hermano Berenguer Ramón. El desgraciado acababa de ser padre de un niño que un mes hacía le había dado su esposa Mahalta, la hija del valiente capitán normando Roberto Guiscard.

Espanto, indignación y horror causó en toda Cataluña la nueva del horrible crimen. Sin embargo, nadie se atrevía a tomar sobre sí la defensa y tutela de la desventurada viuda y del ilustre huérfano, llamado también Ramón Berenguer como su padre. Atrevióse el primero el vizconde de Cardona Ramón Folch (1083) a declararse vengador del Fratricida. Siguieron más adelante su ejemplo (1084) los Moneadas y otros barones y allegados de la casa condal, juntos con el conde y condesa de Cerdaña y el obispo de Vich. «Mas ¿qué podía, exclama con razón un juicioso historiador catalán, una junta celebrada a escondidas y a la sombra del misterio por unos pocos servidores contra la habilidad y pujanza de Berenguer Ramón?» Por otra parte, el testamento del último conde favorecía al que sobreviviese de los dos hermanos coherederos, y ya por respeto a esta cláusula, ya por temor al carácter y pujanza de Berenguer Ramón, hubieron los conjurados de tener por prudente diferir para mejor ocasión sus planes de venganza, y consentir en que se sometiese la tutela del niño y el gobierno de lo que a este le tocaba en herencia a su tío Berenguer, el asesino de su padre, de la cual se le invistió en 6 de junio de 1085, si bien limitándola al plazo de once años, y hasta que el niño Ramón alcanzase a los quince el derecho de reinar y de calzar las espuelas de caballero, símbolo del mando.

Dejamos, pues, al conde Berenguer Ramón II el Fratricida, gobernando el condado de Barcelona por sí y a nombre de su sobrino; época que fue en Cataluña fecundo principio de grandes e importantes sucesos: y puesto que hemos trazado el cuadro de lo que aconteció en los tres reinos de Aragón, Navarra y Barcelona hasta la memorable conquista de Toledo, que inauguró una nueva era para Castilla, cuya marcha y vicisitudes hemos adoptado por norma para las divisiones de nuestros periodos históricos, hagamos aquí alto y examinemos con arreglo a nuestro sistema las modificaciones que en su vida material y moral ha ido recibiendo cada Estado de la España, así cristiana como muslímica, en el período que comprenden los capítulos de este libro.

 

 

CAPÍTULO XXV

RESUMEN CRÍTICO DE LOS SUCESOS DE ESTE SIGLO

Del 976 al 1085