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Historia General de España

EDAD MEDIA - DOMINIO MUSULMAN

 

CAPITULO XXII

FERNANDO I DE CASTILLA Y DE LEÓN

Del 1037 al 1065

REINOS CRISTIANOS DURANTE EL SIGLO DE LOS TAIFAS MUSULMANES

 

Dejamos a Fernando, primero de este nombre, hijo de Sancho el Grande de Navarra, en posesión de las coronas de Castilla y de León, heredada esta última por su esposa la princesa doña Sancha, por haberse extinguido en Bermudo III, su hermano, la línea masculina de Alfonso el Católico, y adquirida la primera por extinción también de la línea varonil de los condes de Castilla y por herencia de otra princesa castellana, esposa de su padre Sancho, viniendo a ser de este modo dos hembras el lazo que unió las familias de Navarra, Castilla y León, la base y principio de la unidad de la monarquía española, cuyo complemento, no obstante, habrá de diferirse todavía siglos enteros.

Quedaba con esto don Fernando el más poderoso de los reyes cristianos de España. Y si bien al principio le miraban muchos leoneses con alguna desafección, nacida del natural sentimiento de faltarles la antigua y gloriosa dinastía de sus reyes propios y de considerarle de algún modo como extranjero para ellos, dedicóse este prudente monarca, después de conquistada la ciudad, a conquistar los corazones de sus nuevos súbditos, ya gobernando con dulzura y con justicia, ya confirmándoles los buenos fueros que les había otorgado Alfonso V, ya añadiendo otros conformes a sus costumbres, ya también halagándolos con anteponer en algunos diplomas el título de rey de León al de Castilla, aunque posterior aquél a este respecto a su persona. A pesar de esto, avezados algunos magnates y poderosos a revolucionarse fácilmente contra sus reyes y señores, no dejaron de darle algunas inquietudes: hay quien señala entre aquéllos al conde Lain Fernández, pero la prudencia y vigor del nuevo monarca redujeron tales conatos a inútiles tentativas, y el orden y la subordinación se conservaron en ambos reinos.

Se consagró, pues, Fernando en los primeros años de su reinado a moralizar las costumbres, a restaurar las antiguas leyes góticas, a organizar su antiguo y nuevo Estado y a cuidar del orden y la disciplina de la Iglesia. Si la historia no nos ha trasmitido las particulares medidas que dictó para estos objetos, hallámoslas como compendiadas en el Concilio de Coyanza (hoy Valencia de Don Juan), diócesis de Oviedo, celebrado por este monarca en unión con la reina Sancha en 1050, y con asistencia de todos los obispos, abades y próceres o magnates del reino, ad restaurationem nostrae christianitatis: asamblea a la vez religiosa y política como las de Toledo del tiempo de los godos, y en que se ordenaron trece cánones o decretos, algunos de ellos importantísimos para la historia, relativos unos a negocios eclesiásticos, otros al orden político y civil. Notaremos las principales disposiciones de este concilio.

Se manda en el primer decreto (título que se dice en el acta), que cada obispo desempeñe convenientemente su ministerio con sus clérigos en sus respectivas diócesis.

Se ordena en el segundo que todos los abades y abadesas, monjes y monjas, se rijan por la regla de San Benito; y que todos con sus monasterios estén sujetos a los obispos.

El tercero sujeta todas las iglesias y clérigos a la jurisdicción episcopal, quitando a los legos toda potestad o autoridad sobre ellas. Prescribe el servicio personal, el de libros y ornamentos que han de tener las iglesias y los altares: da reglas para el sacrificio de la misa; designa cómo han de vestirse los clérigos, mándales llevar siempre la corona abierta y la barba rapada, les prohíbe el uso de armas de guerra, y tener en su casa otra mujer que no sea madre, hermana, tía o madrastra.

Preceptúa el quinto a los sacerdotes, que no vayan a las bodas a comer, sino a echar su bendición; que los clérigos y legos convidados a comer a las casas mortuorias, no coman el pan del difunto sino haciendo alguna obra buena por su alma, y dando participación a los pobres.

En el sexto, después de aconsejar a los cristianos que asistan a las vísperas los sábados por la tarde y a la misa los domingos, se manda que no anden por los caminos como no sea para enterrar los muertos, visitar los enfermos, o por orden del rey, o para resistir alguna invasión sarracena; y que los cristianos no cohabiten con judíos ni coman con ellos.

El noveno exceptúa a los bienes de las iglesias de la ley trienal de la prescripción, y el duodécimo devuelve a los templos el derecho de asilo en conformidad áa la ley gótica.

Versan los séptimo, octavo y decimotercero sobre negocios de gobierno político y civil. Estos dos últimos son de especial importancia histórica. «Ordenamos, dice el octavo, que en León y sus términos, en Galicia, en Asturias y en Portugal se juzgue con arreglo a lo establecido por el rey Alfonso para los homicidios, robos y todas las demás calumnias. En Castilla adminístrese la justicia de la misma manera que en los días de nuestro abuelo el duque Sancho.» — «Mandamos, dice el decimotercero, que todos, grandes y pequeños, no sólo respeten la justicia del rey, sino que sean fieles y rectos como en los tiempos del señor rey Alfonso, y se rijan de la misma manera que entonces: pero los castellanos en Castilla sean para el rey como lo fueron para el duque Sancho. El rey por su parte los gobierne como el mencionado conde Sancho. Y confirmo todos aquellos fueros que a los moradores de León otorgó el rey Alfonso, padre de la reina Sancha mi esposa. El que esta nuestra constitución quebrantare, rey, conde, vizconde, merino o sayón, eclesiástico o seglar, sea excomulgado, etc»

Por lo decretado en esta asamblea, aparte de lo perteneciente a la disciplina eclesiástica, se ve cómo el monarca garantía y confirmaba a cada uno de los dos Estados reunidos el uso y ejercicio de sus respectivos privilegios y fueros, dando al propio tiempo testimonio del respeto que le merecían así los pueblos como los reyes sus antecesores. Pasó, pues, Fernando el primer período de su reinado en afianzar la pacificación interior de sus reinos, en sofocar las tendencias de los magnates a la rebelión, en dictar reformas para el clero, en establecer las bases de la legislación, renovando la de los visigodos y agregando a ella la que las nuevas necesidades de sus pueblos exigían, y en cuidar además con la solicitud de padre y con el esmero de rey de la educación de sus hijos. Eran éstos, Urraca, a quien había tenido tres años antes de su advenimiento al trono de León; Sancho, que nació en el mismo año de su coronación; Elvira (en latín Geloira), Alfonso y García. A cada uno de estos hijos procuraba darle la educación más adecuada a su edad y a su sexo, con arreglo a las costumbres de la época y a lo que el estado de la ilustración entonces permitía: a las hijas haciéndolas instruir en las labores propias de mujeres y en los ejercicios de religión y de piedad, y a los varones amaestrándolos en el manejo de armas y caballos y en los deberes a que pudieran ser llamados algún día.

Fatalidad fue de Fernando, como lo había sido de los Alfonsos y de los Ordoños, y lo era para España, tener que desnudar el acero antes contra sus propios deudos y hermanos que contra los enemigos naturales de su patria y de su fe. Por desdicha fue así, y esta desdicha perseguirá todavía por mucho tiempo a esta nación tan heroica como desventurada. La partición de reinos hecha por Sancho el Grande de Navarra, sin duda con mejor intención y fe que con prudencia y tino, y que muy pronto había comenzado a dar amargos frutos con las funestas disidencias entre los hermanos coherederos de Aragón y de Navarra, prodújolos aún más amargos, si bien algo más tarde, entre los de Navarra y Castilla. Tiempo hacía que estaba viendo en secreto con envidiosos ojos el rey García de Navarra una tan bella porción como la de los dos reinos unidos de Castilla y de León en manos de su hermano Fernando. Aunque parecía distraído de este pensamiento, ocupado como se hallaba en unión con su esposa Estefanía en embellecer con grandes edificios y suntuosos templos la ciudad de Nájera, que habían hecho corte y residencia real, no por eso habían dejado de devorarle la ambición y los celos, pasiones de que tan difícilmente se suelen desnudar los príncipes, hasta que un suceso vino a ponerle en ocasión de revelar designios que había tenido encubiertos y en tentación de cometer un acto de insidiosa perfidia.

Habiendo enfermado este monarca, se creyó Fernando en el deber fraternal de pasar a visitarle a Nájera (1053). Mas no bien hubo llegado, sugirió su presencia a García tentaciones siniestras contra su hermano, y aun hubo de proceder a dar órdenes para la ejecución de su mal pensamiento. Con todo, no debieron ser tan reservadas que de ellas no se apercibiese el castellano, lo cual le movió a dejar apresuradamente aquella mansión y volverse a sus dominios con la fortuna de haber prevenido y frustrado oportunamente todo criminal intento contra su persona. Quiso la casualidad que a poco tiempo enfermara a su vez Fernando; y García, ya restablecido, quiso volverle la visita, como el medio más propio para disipar cualesquiera sospechas que sobre él hubiera podido concebir su hermano. Grandes pruebas o gran convencimiento debía tener Fernando de las desleales intenciones de García, cuando procedió a ponerle en prisión y a encerrarle en el castillo de Cea. Mas habiendo logrado el navarro evadirse de la prisión sobornando a la guardia encargada de su custodia, y ponerse a salvo en sus Estados, rebosando de indignación y de despecho ya no pensó en más que en hacer guerra abierta a su hermano. Comenzó por devastar a mano armada las tierras fronterizas de Castilla; Fernando por su parte reunió un gran ejercito con el fin de castigar, o por lo menos reprimir semejantes agresiones. Todavía, sin embargo, quiso emplear los medios de la persuasión para ver de evitar un fatal rompimiento, y despachó a García personas respetables y prudentes que le recordaran la sangre común que por las venas de ambos corría, que le hicieran ver cuánto importaba el mantenimiento de la paz entre hermanos, que cada cual podía vivir tranquilo y feliz en los dominios que su padre les había señalado, y que meditara por último que en el caso de obstinarse no era posible que sus tropas, inferiores en número como eran, pudiesen resistir a la muchedumbre de las que Castilla tenía dispuestas contra él. Desoyó el navarro en su ciega cólera tan justas y racionales proposiciones, y en lugar de venirse a buenas como la razón y la conveniencia le dictaban, cometió el atentado de hacer prender los legados, si bien mudó luego de propósito, y poniéndolos en libertad: «Andad, les dijo con arrogancia, id ahora a buscar a vuestro señor, que cuando yo venza a éste, os volveré a traer prisioneros como ovejas de un rebaño.»

Fiaba García en el valor de sus navarros, fiaba en los aliados musulmanes que había logrado atraer a su partido, y fiaba en que él mismo era tan hábil general como soldado valeroso. Con esta confianza rompió con su ejército por tierra de Burgos en busca de su hermano, y estableció su campamento en Atapuerca, a cuatro leguas de aquella ciudad, y a la vista de las huestes castellanas que acampaban en aquel valle. Todavía Fernando, más, a lo que es de creer, por generosidad y nobleza de sentimientos que por temor, renovó a su hermano las proposiciones de paz, y aun envió a su campo a dos venerables varones, San Ignacio, abad de Oña, y Santo Domingo de Silos, con intento de ver si con sus santas palabras hacían desistir de su temerario empeño al obstinado García. Inútiles fueron también los piadosos esfuerzos de tan virtuosos prelados. El malhadado rey de Navarra corría desbocado a su perdición como aquellos hombres a quienes parece arrastrar a su ruina un destino fatal. Frustradas todas las tentativas de avenencia por parte del monarca castellano, la batalla se hizo inevitable y la batalla se dio.

Al primer albor de la mañana (1.° de setiembre de 1054), entre la confusa gritería de ambas huestes se mezclaron los ejércitos y se cruzaron con furor las espadas. En el calor de la pelea se vió a un anciano y venerable navarro arrojarse lanza en ristre, sin casco y sin coraza, en lo más cerrado de las filas enemigas, como quien busca desesperado la muerte, que recibió con la imperturbabilidad de quien la deseaba. Era el ayo del rey don García, el que le había educado en su niñez, que después de haberle exhortado con enérgicas razones a que desistiese de aquella guerra, viendo la ineficacia de sus consejos, no quiso sobrevivir a la pérdida de su patria y a la muerte de su señor que preveía, y se anticipó a morir como bueno. Una cohorte de caballeros leoneses, antiguos allegados al rey Bermudo, y particularmente adictos a la causa de su hermana la reina doña Sancha, de los que se habían hallado en la batalla de Tamarón, se abrieron paso con sus lanzas a través de los dos ejércitos, y llegando adonde se hallaba don García rodeado de un grupo de valientes navarros, se precipitaron sobre ellos y los arrollaron, derribando de su caballo al rey, que cayó al suelo acribillado de heridas. Quedáronle al temerario monarca tan solamente algunos momentos de vida, que aprovechó para confesarse con el abad de Oña, uno de los dos santos prelados cuya misión de paz no había querido escuchar antes el acalorado rey.

Tal fue el fruto que de su tenacidad sacó el monarca navarro García Sánchez, conocido por el de Nájera, en los campos de Atapuerca, que la tradición designa todavía hoy con el nombre de la Matanza. Muerto García, gritaron victoria los castellanos, y desalentáronse y huyeron los navarros y sus auxiliares. Fernando ordenó que se persiguiera a los fugitivos cristianos de modo que se les diera tiempo para salvar sus vidas: los sarracenos auxiliares quiso que fuesen tratados con todo el rigor de las leyes de la guerra, y los que no fueron acuchillados quedaron cautivos. Hizo Fernando recoger y trasportar el cadáver de su hermano a Nájera, y enterróle en la iglesia de Santa María, edificada y dotada por él. Pudo Fernando después de esta victoria haberse hecho acaso sin gran dificultad dueño del reino de Navarra: moderado anduvo en haberse contentado con Nájera y con los pueblos de la derecha del Ebro: de todo lo demás puso él mismo en posesión a su sobrino Sancho, el primogénito de su desventurado hermano García.

Desembarazado de esta guerra, y deseando ya medir sus armas con los infieles, regresado que hubo el victorioso castellano a sus antiguos dominios, preparó sus huestes para la campaña que emprendió la primavera siguiente (1055) pasando el Duero y el Tormes, y penetrando en las provincias de la Lusitania ocupadas por los musulmanes. Apoderóse desde luego por asalto de la fortaleza de Sena (hoy Cea) en la provincia de Beira, Desde allí continuó haciendo devastadoras correrías y tomando poblaciones, sin darse ni dejar más descanso que el que el rigor de las estaciones le obligaba a hacer, y que empleaba en atender a los negocios interiores de su reino. Se atrevió ya en el 1057 a poner sitio a Viseo, ante cuyos muros una flecha fatal había dado treinta años hacía una muerte prematura a su suegro Alfonso V de León. Terrible fue la resistencia que le opusieron los sitiados. Aquellos ballesteros musulmanes eran tan diestros y certeros, que a más de no errar el golpe de saeta las  arrojaban con violencia tal, que no había casco ni coraza tan dura que no la traspasara, lo cual obligó a los sitiadores a armarse de triples corazas y de escudos forrados de madera. Habíase provisto también Fernando de cuerpos de honderos. Merced a estos medios y al arrojo de los castellanos la plaza fue entrada a viva fuerza, y sus habitantes y defensores a pasados a cuchillo a hechos cautivos. Entre estos últimos se hallaba todavía el que disparó el mortífero venablo que puso fin a la preciosa vida de Alfonso V. Dicen que el rey, después de sacarle los ojos, le hizo cortar ambas manos y pies; venganza que querríamos no ver ejecutada por un príncipe cristiano, pero que en aquellos y aun en muy posteriores tiempos se consideraba y aplaudía como un rasgo de celo religioso y de piadosa y justa severidad. A la toma de Viseo siguió algunos meses después la de Lamego, ciudad situada cerca del Duero, y tenida por casi inexpugnable en razón de sus elevados muros. Nada arredró a los castellanos y leoneses, y abierta brecha en aquellas altísimas murallas, se apoderaron de la ciudad matando y cautivando según costumbre. Lo mejor de los despojos fue de orden del piadoso monarca destinado al servicio de las iglesias y «de los pobres de Cristo,» según la expresión de la crónica.

Alentado Fernando con estos triunfos, concibió el proyecto de apoderarse de Coimbra. Era Coimbra la ciudad más importante y como la capital de todas aquellas posesiones musulmanas. Para prepararse a tan gloriosa empresa como cumplido y fervoroso cristiano pasó el rey de Castilla a visitar el sepulcro del santo apóstol Santiago, a quien dirigió por espacio de tres días y tres noches humildes y fervientes oraciones, implorando por su intercesión el auxilio divino en favor de las armas españolas. Hecho esto, volvió a poner sitio a Coimbra (enero de 1058), lleno de esperanza y de fe. No le fue, sin embargo, la toma de la ciudad tan fácil como acaso se habría imaginado. Costóle siete meses de asedio, al cabo de los cuales el hambre y la penuria, a lo que se cree, obligaron a los sitiados a pedir capitulación (24 de julio), que el monarca cristiano les otorgó, fijándose en los dos días siguientes las condiciones, reducidas a que los habitantes entregarían la plaza al monarca cristiano, saliendo ellos con sus mujeres y sus hijos y el dinero necesario para su viaje. Fueron, no obstante, más de cinco mil sarracenos entregados al vencedor en calidad de cautivos, y el domingo 26 de julio hizo su entrada solemne en Coimbra, acompañado de la reina doña Sancha, de los obispos de Compostela, Lugo, Viseo y Mondoñedo, y de otros principales personajes.

Dueño Fernando de Coimbra, encomendó el gobierno de la ciudad y su comarca a un tal Sisnando, que en su juventud había sido hecho prisionero en Portugal por Ebn Abed, rey de Sevilla; en cuya ciudad había llegado por su mérito y sus luces a obtener de tal modo el favor del emir, que además de haberle confiado éste importantes cargos, vino a serle su más íntimo consejero. Habíase puesto después Sisnando en relaciones con el rey de Castilla y de León, y como Sisnando conocía bien la religión, las costumbres y la lengua de los árabes, parecióle al rey a propósito para gobernar así a los cristianos como a los musulmanes que quedaron en la jurisdicción y distrito de Coimbra, donde les permitió seguir viviendo bajo ciertas condiciones. Sisnando gobernó sabiamente aquel territorio, haciéndose respetar igualmente de mahometanos y cristianos, bajo el título que adoptó de alvasir, españolizando el visir de los árabes. Bajo la administración de este singular personaje fue agrandada y embellecida Coimbra con magníficos monumentos.

Fernando volvió a dar gracias al apóstol Santiago por el feliz éxito de su empresa, y regresando a León celebró una asamblea de magnates para deliberar, al modo que lo hizo en otro tiempo Ramiro II, a qué punto de los dominios mahometanos convenía llevar la guerra. Tomado el competente acuerdo, salió el ejército cristiano a campaña la primavera siguiente (1059), y tomó San Esteban de Gormaz, tan disputada dos siglos hacía por musulmanes y cristianos; también Vadoregio, Aguilar y Berlanga. Prosiguió hasta Medinaceli, destruyó castillos y poblaciones, derribó las cabanas o aduares que los sarracenos tenían para proteger y guardar los ganados, demolió la línea de atalayas que de trecho en trecho habían construído, pasó la frontera de Cantabria (1060), y volviendo otra vez al reino de Toledo, traspuso Somosierra, taló los campos de Uceda y Talamanca, recogiendo rebaños, cautivando hombres, mujeres y niños, llevando la devastación por todas partes, y no dando reposo ni a los musulmanes ni a sus soldados. Guadalajara, Alcolea, Madrid, todas las poblaciones musulmanas situadas en los valles y en las márgenes del Henares, del Jarama y del Manzanares, fueron teatro de las terribles correrías del monarca y ejército castellano, que por último puso estrecho cerco a la importante ciudad de Al-Kalaa-en-Nahr (altura o fortaleza del río), de que le vino el nombre que hoy tiene de Alcalá de Henares.

Había ya el rey de Castilla desmantelado a hierro y fuego los edificios exteriores, ya el ariete había desmoronado una parte de sus muros, cuando en tal aprieto despacharon los sitiados una embajada al rey de Toledo, que lo era entonces Al Mamún, suplicándole les libertase por cualquier medio del rudo enemigo que en tan apretado trance los tenía, y que lo hiciese pronto si no quería que a la pérdida de Alcalá siguiese la de todo el reino de Toledo. Hecho cargo Al Mamún del peligro, y escuchando los consejos de los más prudentes, reunió una inmensa cantidad de oro y plata acuñada, telas y vestidos riquísimos, y habiendo obtenido un salvoconducto del monarca cristiano, pasó muy cortésmente en persona al campo del rey, y admitido a su presencia le rogó que aceptase aquellos presentes y que levantara mano en la devastación de las fronteras de su reino. Aun hizo más el musulmán toledano. Para mover al rey de Castilla a que dejase más pronto en paz sus dominios le dijo que él y sus Estados quedaban desde aquel momento bajo la protección y amparo del monarca leonés. Fernando, si bien no confiaba mucho en las palabras del sarraceno, como que de todos modos por ser llegada la estación fría pensaba regresar a sus dominios, aceptó el presente y la oferta, y volvió cargado de botín a Tierra de Campos, como en otro tiempo Alfonso III se había retirado cargado de riquezas de debajo de los muros de Toledo.

ZAMORA - IGLESIA DE SAN JUAN BAUTISTA

Aprovechó Fernando aquel periodo de reposo dedicándole a las mejoras de su reino : restauró Zamora, arruinada como León en los calamitosos tiempos de Almanzor, y en esta última ciudad reconstruyó de cal y canto la iglesia de San Juan Bautista, ya reedificada de tierra cuarenta años antes por Alfonso V que había hecho colocar en ella los cuerpos de los reyes sus predecesores. Fernando, a ruegos de la reina Sancha, que tenía especial devoción a este templo, lo destinó también para panteón suyo y de su familia, y dispuso que fuesen trasladadas a él las cenizas de su padre Sancho el Mayor y de su cuñado Bermudo. Terminadas estas obras, y deseando el piadoso monarca aumentar la devoción del pueblo a aquel privilegiado santuario, determinó enriquecerle con las reliquias de los santos que existían en las ciudades dominadas por los infieles. Y como no esperase adquirirlas de otro modo que por la fuerza de las armas, juntó Fernando poderoso ejército, y encaminóse con él por la Extremadura y Lusitania, y entróse por tierra en Andalucía esparciendo la devastación y el terror. Intimidado Ebn Abed el de Sevilla, de quien eran los Estados ivadidos, y a quien hemos visto en guerra casi incesante con los de Málaga y Granada, salió al encuentro del castellano llevando ricos presentes, que ofreció al monarca cristiano rogándole los aceptase y que dejara de hostilizar sus tierras y súbditos. Consultó Fernando con los prelados y principales caudillos la respuesta que debería dar, y como éstos le aconsejasen que usara de mansedumbre hasta con los enemigos de la fe, aceptó el ofrecimiento del musulmán, mas no sin exigirle otro tributo de bien diferente índole, el que permitiera trasladar el cuerpo de la santa virgen y mártir Justa que desde la persecución de Diocleciano yacía en aquella ciudad. Accedió gustoso Ebn Abed a la demanda, satisfecho de haber conjurado a tan poca coste la tempestad que le amenazaba, y hechas las paces tornóse Fernando con su victorioso ejército a León (1062).

Desde allí despachó a Sevilla una solemne embajada, compuesta del obispo de León Alvito, de Ordoño de Astorga, del conde Munio o Nuño, y de otros dos nobles personajes llamados Gonzalo y Fernando, con buena escolta para que llevasen a ejecución lo pactado con Ebn Abed. Presentáronse estos ilustres comisionados al rey musulmán, el cual les dijo que en efecto se acordaba de lo ofrecido, pero que era el caso que el cuerpo de la mártir Justa no se encontraba. Vanas fueron también las diligencias y pesquisas que por hallarle hicieron los enviados cristianos, lo que les dio no poco desconsuelo. Cuentan que en tal aflicción el obispo Alvito exhortó a sus compañeros a que por tres días consecutivos de ayuno y oraciones procurasen mover a Dios a que no hiciese inútil su piadoso viaje, revelándoles dónde se ocultaba el sagrado tesoro que iban buscando. Parecióles bien el pensamiento, y practicáronlo así los enviados del rey. La crónica añade que las tres noches se le apareció en sueños al venerable Alvito un hombre con una respetable cabellera blanca, ceñida su frente con la mitra episcopal, que con gran majestad y dulzura le dijo: “Sé que el intento con que tú y tus compañeros habéis venido es el de llevar el cuerpo de la bienaventurada mártir Justa. Mas ten por cierto que la voluntad de Dios es que las reliquias de la santa queden aquí para consuelo y amparo de esta ciudad. Sin embargo, no quiere la bondad divina que os volváis con las manos vacías a vuestra patria, pues desde ahora os concedo mi propio cuerpo; tomadle pues, y llevadle a la corte de León» Preguntó entonces Alvito a aquel venerable prelado quien era, y él respondió: «Yo soy el doctor de las Españas, Isidoro, que fui en otro tiempo obispo de esta ciudad» Y dicho esto, desapareció el santo anciano con toda la majestad y claridad que traía. Dicen también que en la segunda aparición señaló el santo obispo el lugar donde estaba su sepulcro hiriendo la tierra tres veces con el báculo que llevaba, y que en confirmación de ser verdad cuanto decía pronosticó a Alvito que hallado el sepulcro y sacadas las reliquias le atacaría una enfermedad, la cual a los pocos días le enviaría a participar con él de la corona de la gloria.

Todo, dice la crónica, se verificó tal como el venerable prelado godo lo había revelado al de León. La caja de enebro en que reposaban los restos de San Isidoro, fue hallada en el sitio por él indicado, llenando de suavísima fragancia a todos los circunstantes como si hubiera caído sobre ellos un blando rocío de bálsamo; el obispo Alvito murió a los siete días en Sevilla, después de recibir los santos sacramentos y de haber encomendado la traslación del santo cuerpo a sus compañeros. Obtenida, pues, la venia del soberano musulmán, fueron las sagradas reliquias de San Isidoro, junto con el cuerpo del obispo Alvito, trasladadas a León, donde el rey Fernando les tenía ya preparado un recibimiento solemne y pomposo, y aun él mismo con la reina y sus hijos, seguido del clero y el pueblo, salió de la ciudad en procesión á recibir los sagrados cuerpos. El de San Isidoro fue depositado en la iglesia de San Juan Bautista, que desde aquel día tomó el nombre y advocación de aquel santo, y el del obispo Alvito lo fue en la de Santa María de Regla. El día de la ceremonia el rey agasajó con un banquete a todo el clero leonés, en el cual para dar un testimonio público de humildad y de devoción, él mismo, la reina y los príncipes sus hijos sirvieron a los convidados a la mesa, haciendo los oficios no sólo de domésticos o criados, sino los reservados a los esclavos de ambos sexos que se cogían en la guerra. Acaeció el ruidoso suceso que acabamos de referir en diciembre de 1063.

Con motivo de la ceremonia de la traslación de las reliquias de la lumbrera de la Iglesia goda San Isidoro, habían acudido a León los principales personajes de ambos reinos, y aprovechando esta ocasión el piadoso rey don Fernando, y sintiéndose ya en edad avanzada, reunió una asamblea más política que religiosa, a fin de repartir el reino entre sus hijos, para que a su muerte pudiesen vivir con tranquilidad y en buena armonía. En esta distribución, en que tal vez se propuso imitar a su padre, no considerando bien los males y escisiones que aquélla había ocasionado entre los hermanos, adjudicó a Alfonso, que aunque no era el mayor era a quien amaba con preferencia, todo el reino de León con los Campos Góticos o Tierra de Campos; a Sancho, que era el primogénito, le dio el reino de Castilla; hizo rey de Galicia a García, el más joven de todos; a Urraca, su hija mayor, le confirió en dominio absoluto la ciudad de Zamora, y a Elvira la de Toro, ambas sobre el Duero, con todos los monasterios de su reino para que pudiesen vivir en el celibato hasta concluir sus días.

Decoró el piadoso monarca con lujo y esplendidez la iglesia ya dicha de San Isidoro, pasábase en ella muchas horas en oración, y solía mezclar su voz con la de los sacerdotes que cantaban las alabanzas divinas. Cuando iba al monasterio de Sahagún asistía con los monjes al coro, y más de una vez tomó humildemente asiento con ellos a la hora de la refección, participando como si fuese otro monje de la vianda preparada para la comunidad. Su mano liberal estaba siempre abierta para socorrer a sacerdotes y clérigos, a las vírgenes consagradas a Dios, y en general a todos los pobres cristianos menesterosos.

Réstanos hablar de la última campaña contra los infieles con que este gran monarca terminó su glorioso reinado. Era. por el cotejo de las historias árabes y españolas, el año 1064, cuando penetró Fernando con su ejército en la antigua provincia Celtibérica, infundiendo nuevamente el terror en los sarracenos, talando campiñas, saqueando lugares, incendiando y destruyendo cuanto encontraba fuera de las ciudades amuralladas, llegando en su excursión delante de la ciudad de Valencia. Gobernaba este reino el débil Abdelmelik Almudhaffar, hijo de Abdelaziz, o por mejor decir, le gobernaba en su nombre su pariente Al Mamún el de Toledo. Sitiáronla los castellanos y leoneses. Un día fingieron éstos levantar el sitio como quienes se retiraban convencidos de su impotencia para conquistar la ciudad. Cayeron los valencianos en el lazo, y haciendo una salida, vestidos con sus trajes de gala como si fuesen a divertirse con el ejército cristiano, dieron en la emboscada que Fernando astutamente les había preparado cerca de Paterna, y acometidos de improviso por los cristianos, gran número de ellos fueron acuchillados, siendo bastante afortunado su rey Abdelmelik para salvarse por la fuga. Volvió Fernando después de este triunfo a estrechar el cerco de Valencia, y estaba a punto ya de tomarla, cuando hizo la mala suerte que le acometiera una enfermedad que le obligó a retirarse otra vez a León, donde no mucho antes había hecho que fuese trasladado el cuerpo del mártir San Vicente, hermano de las santas Sabina y Cristeta, que se hallaban en Ávila.

Llegó, pues, Fernando a León un sábado 21 de diciembre de 1065. A pesar de su quebrantadísima salud su primera visita fue al templo de San Isidoro, donde arrodillado ante los sepulcros de los santos mártires hizo fervorosa oración a Dios por su alma. De allí pasó al palacio a reposar algunas horas. A la media noche se hizo conducir otra vez a la iglesia, donde asistió a la misa solemne de la Natividad del Señor, y después de haber comulgado hubo que llevarle en brazos a su lecho. A la mañana siguiente, al apuntar el día, presintiendo cercano su fin, convocó a los obispos, abades y religiosos de la corte para que fortificasen su espíritu en aquel trance supremo, y todavía otra vez se hizo trasportar al templo en compañía de aquellos venerables varones, revestido de todas las insignias reales. Allí, arrodillado ante el altar de San Juan, alzando los ojos al cielo, pronunció con voz clara y serena estas memorables palabras: «Vuestro es el poder, Señor, vuestro es el reino, vos sois sobre todos los reyes, y todos los imperios del cielo y de la tierra están sujetos a vos. Yo os devuelvo, pues, el que de vos he recibido, y que he conservado todo el tiempo que ha sido vuestra divina voluntad. Os ruego, Señor, os dignéis sacar mi alma de los abismos de este mundo y recibirla en vuestro seno.» Y dicho esto, se desnudó del manto real, se despojó de la corona de piedras preciosas que ceñía su frente, y recibiendo el óleo santo de mano de los obispos, trocó el manto por el cilicio y la diadema por la ceniza, y prosternado y con lágrimas imploró la misericordia del Señor, a quien entregó su alma a la hora sexta del tercer día de Pascua, fiesta de San Juan Evangelista. Tal fue y tan ejemplar y envidiable la muerte del primer rey de Castilla y de León, a los 28 años y medio de haber ceñido la segunda corona, cerca de 31 de haber llevado la primera. Fue enterrado en el panteón de la iglesia de San Isidoro que él había hecho construir.

Bajo el cetro vigoroso de Fernando I adquirieron gran preponderancia los reinos cristianos de Castilla y de León, y su reinado preparó la gloria de los siguientes. Con justicia, pues, es llamado Fernando el Magno el que fue uno de los príncipes más gloriosos que cuenta la España.

Panteón de los Reyes de la Colegiata de San Isidoro de León

 

CAPITULO XXIII

LOS HIJOS DE FERNANDO EL MAGNO. — SANCHO, ALFONSO Y GARCÍA

Del 1065 al 1085