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Historia General de España

 

EDAD MEDIADOMINIO MUSULMAN -

 

CAPITULO XX

REINOS CRISTIANOS

DESDE ALFONSO V DE LEÓN HASTA FERNANDO I DE CASTILLA

Del 1002 al 1037

 

Miniatura-portada del libro de los TESTAMENTOS o PRIVILEGIOS que se conserva en la catedral de Oviedo

(Ejecutada por orden del obispo D. Pelayo a principios del siglo XII)

 

Decíamos en el anterior capítulo que el resultado de la batalla de Calatañazor y la descomposición en que por consecuencia cayó el imperio musulmán, brindaba ocasión propicia a los cristianos, no sólo para recobrarse de sus pasadas pérdidas, sino para haber reducido a la impotencia a los sarracenos, si los nuestros hubieran continuado unidos y sabido convertir en provecho propio el desconcierto a que aquéllos vinieron y las disensiones que los destrozaban. Añadiremos ahora, que si después de la muerte de Almanzor (1002) y durante los seis años del gobierno de su hijo Abdelmelik pudieron todavía los estandartes que triunfaron en la cuesta de las Águilas detenerse hasta un resto de pujanza que conservaba el imperio mahometano bajo la dirección de aquel belicoso caudillo, muerto éste (1008), ni hallamos la razón ni podemos justificar la conducta de los príncipes cristianos por no haber proseguido de concierto la guerra contra los enemigos de la fe. Pronto olvidaron que una sola vez que se habían unido : habían triunfado del gran capitán de los agarenos en el apogeo de su poder; y como si hubiera pasado para ellos todo peligro, volvieron al sistema fatal de aislamiento, y renacieron antiguas rivalidades.

Seguían, es verdad, venciendo las armas cristianas en Gebal Quintos y en Akbatalbacar, allí mandadas por el conde Sancho de Castilla, aquí por los condes Ramón Borrell de Barcelona y Armengol de Urgel. Pero vencían, el uno para dar el trono de Córdoba a Solimán el Berberisco, el otro para entronizar a Mohammed el Ommiada. Eran solicitados como auxiliares, y aparecían como mercenarios pudiendo haber obrado como señores. Contentábanse con la cesión de algunas fortalezas y ciudades en pago de un servicio los que hubieran debido ganarlas por conquista, y las espadas que hubieran debido emplearse contra los enemigos de la fe eran arrojadas en la balanza musulmana para inclinarla con su peso alternativamente, ya en favor de uno ya en favor de otro de los aspirantes al trono musulmán. Algo los disculpa el haberse propuesto, como creemos, debilitar de aquella manera las fuerzas de los mahometanos y contribuir a fomentar sus escisiones.

Sin embargo, no fue por estos solos medios, ni fue solamente el material ensanche de territorio lo que ganaron los reinos cristianos durante la disolución del imperio Ommiada. Reparáronse y se repusieron de las pérdidas y desastres causados por Almanzor, y lo que fue más importante todavía, dieron grandes y avanzados pasos hacia su reorganización religiosa, política y civil. Alfonso V de León, ya en su menor edad bajo la tutela y dirección del conde Menendo de Galicia y su esposa, y de su madre doña Elvira, ya después de haber alcanzado la mayoría y enlazádose en matrimonio con la hija de los condes sus ayos llamada Elvira también (1008), en ambas épocas con recomendable piedad, p inspirada p propia, se ocupó en reparar y fundar iglesias y monasterios, p en dotarles de rentas y hacerles ricas donaciones. Llenos están el cartulario y tumbo de León y todos los pergaminos de aquel tiempo de privilegios de este género otorgados por el joven y piadoso monarca.

Mas no fueron solos monasterios e iglesias los que fundó, reedificó o restauró el hijo del segundo Bermudo. La capital misma de su reino, la ciudad de León desde las deplorables irrupciones de Almanzor y de Abdelmelik había quedado asolada, casi yerma, reducida, como dijo Ambrosio de Morales, a un cadáver de población. Alfonso V se consagró con ahincó y afán a levantarla de sus ruinas, emprendió enérgicamente obras de reparación y construcción, dictó oportunas medidas para atraer nuevos pobladores, y no perdonó medio para hacerla recobrar en lo posible su grandeza y esplendor primitivo. Aún conserva Alfonso V el título de repoblador de León, Qui populavit Legionem post destructionem Almanzor, dice todavía su epitafio: et fecit ecclesiam hanc de luto et latere. Hasta a los muertos los hizo contribuir a dar vida a aquella población exánime, haciendo trasladar a la iglesia de San Juan los restos mortales de todos los reyes que se hallaban sepultados en diferentes iglesias del reino, entre ellos el cuerpo de su padre que hizo conducir desde el Vierzo.

Las desavenencias entre el rey de León y su tío el conde Sancho de Castilla debieron comenzar de 1012 en adelante, puesto que aquel año se ve al rey don Alfonso hablar del conde con el afecto de deudo, y en 1017 le trata de inicuo, de desleal, de enemigo que no piensa ni de día ni de noche sino en hacerle daño. Acaso fue la causa de estas escisiones la protección que el castellano solía dar a los criminales que del reino de León pasaban a sus dominios, de cuyo comportamiento se vengó el leonés despojándole de algunas posesiones que aquél tenía en su reino y trasfiriéndolas a sus leales servidores. Agregóse a esto que aquella familia de los Velas, enemiga de los condes de Castilla desde Fernán González, y que expulsada por éste y unida a los sarracenos los había concitado a hostilizar la Castilla y dirigídolos a veces en sus invasiones, viendo mal paradas las cosas de los musulmanes, habíase acogido otra vez a Castilla, donde los recibió el conde don Sancho. Mas como los Velas diesen muestras de volver a sus antiguas infidelidades, los arrojó ignominiosamente el conde de sus Estados. Entonces el de León, no sólo los admitió benévolamente en su reino, sino que les señaló en los valles limítrofes de León y Asturias tierras y posesiones con que pudiesen vivir con arreglo a su distinguida clase, lo cual produjo gran resentimiento en el conde castellano, y estas disidencias duraron hasta su muerte.

No estorbaron al monarca leonés estas discordias ni le sirvieron de embarazo para congregar una de las más importantes asambleas que en la época de la restauración se celebraron en España, y de las que más influjo ejercieron en su reorganización política y civil. Hablamos del concilio de León del año 1020; asamblea político-religiosa que nos recuerda las famosas de Toledo del tiempo de los godos, y la primera de los siglos de la reconquista en que se hizo un código o pequeño cuerpo de leyes escritas que nos hayan sido conservadas después del Fuero Juzgo. Abrióse el día 1 de agosto , en presencia del rey y de su esposa doña Elvira, en la iglesia de Santa María, con asistencia de todos los prelados, abades y próceres del reino. «En la Era MLVIII (dice), el 1.° de agosto en presencia del rey don Alfonso y de la reina Elvira su mujer, nos hemos congregado en la misma sede de Santa María todos los pontífices, abades grandes del reino de España, y por mandato del mismo rey hemos ordenado los decretos siguientes, que habrán de ser firmemente observados en los tiempos futuros». Hiciéronse en él cincuenta y ocho decretos o cánones, de los cuales los siete primeros versan sobre asuntos eclesiásticos, previniéndose en el 7º que se trate primero de las cosas de la Iglesia, después lo perteneciente al rey, y en último lugar la causa de los pueblos. Los otros hasta el 20 son verdaderas leyes políticas y civiles para el gobierno de todo el reino, y los demás son como ordenanzas municipales de la misma ciudad de León y su distrito: el 20 tiene por especial objeto la repoblación de la ciudad, «despoblada (dice) por los sarracenos en los días de mi padre el rey Bermudo.»

Son notables, entre otras disposiciones de este célebre concilio, las siguientes: «Mandamos (dice el canon 13), que el hombre de benefactoría vaya libre con todos sus bienes y heredades a donde quisiere.» El hombre o pueblo de benefactoría, de donde se derivó la palabra behetría, era el que tenía derecho o facultad de sujetarse al señor que más le acomodaba, para que le amparase, defendiese e hiciese bien, con la libertad de mudar de señor a voluntad: «con quien bien me hiciere con aquel me iré»

«Los que han acostumbrado a ir al fosado con el rey, con los condes o con los merinos, vayan siempre según costumbre.» (Los merinos, derivación de la voz latina majorinus, de que ya se halla mención en el Fuero de los visigodos, eran unos jueces mayores del rey, de los cuales el sayón era el ejecutor o ministro)

Ir al fosado era lo mismo que ir a campaña, a lo cual por las leyes godas estaban obligados todos los propietarios, llevando a la guerra, además de su persona, la décima parte de sus esclavos. En las nuevas monarquías habían ido los nobles y ricos relajando esta obligación y mirando como mera costumbre lo que había sido verdadera ley. En algunas partes se había conmutado el servicio personal en una contribución llamada fonsadera. El citado canon tenía por objeto conservar aquella leyó costumbre tan útil y necesaria para la defensa del Estado.

Se decretó en el 18 que en León y en todas las ciudades del reino hubiese jueces nombrados por el rey. Que también en este punto se había relajado la legislación visigoda, apropiándose los señores en muchos lugares este derecho de la soberanía.

En cuanto a los fueros particulares que por este concilio le fueron otorgados a la ciudad de León, los había también muy notables. «Ningún vecino de León, clérigo o lego, pagará rauso (multa que debía pagarse por las heridas), fonsadera (contribución a la guerra), ni mañería (contribución por el derecho de testar los que morían sin hijos, del cual estaban privados los esclavos, colonos y demás personas de origen servil)». Se le concedía por el 24 a la ciudad de León el fuero de que si se cometía en ella algún homicidio, huyendo el reo de su casa y estando oculto nueve días, pudiera volverse a ella seguro de la justicia y guardándose de sus enemigos o componiéndose con ellos, sin que el sayón le exigiera cosa alguna por su delito. Las causas y pleitos de todos los vecinos de León y de su término habían de decidirse precisamente en la capital, y en tiempo de guerra estaban todos obligados a guardar y reparar sus muros, gozando el privilegio de no pagar portazgo de lo que allí vendiesen (can. 28). Todo vecino podía vender en su casa los frutos de su cosecha sin pena alguna (can. 33). Las panaderas que defraudaran el peso del pan, por la primera vez habían de ser azotadas, por la segunda pagarían cinco sueldos al merino del rey (can. 34). Ninguna panadera podía ser obligada a amasar el pan del rey, como no fuese esclava suya (can. 37).

Dos de los más apreciables privilegios concedidos por este concilio fueron los siguientes: «Ni merino ni sayón pueda entrar en el huerto o heredad de hombre alguno sin su permiso, ni extraer nada de él, si no fuese de siervo del rey (can. 38).» «Mandamos que ni merino, ni sayón, ni dueño de solar. ni señor alguno entren en la casa de ningún vecino de León por nenguna caloñia (calumnia alguna), ni arranque las puertas de su casa (can. 41)». Recaen estos privilegios ya sobre la mala costumbre que había, o mejor dicho, abuso, que con el nombre de fuero de sayonía se arrogaban los jueces y los ministros de hacer pesquisas y visitas domiciliarias de oficio y sin queja de parte conocida, estafando a los pueblos a pretexto de costas judiciales, ya sobre la corruptela de entrar por fuerza en las casas para cobrar deudas, en cuyos casos, entre otras vejaciones, solían arrancar y llevarse las puertas: costumbres que con razón se denominaban en algunas escrituras malos fueros. Estas mismas gracias concedidas por el concilio demuestran lo oprimidos que antes de su concesión estaban los vecinos de la capital, y de aquí puede deducirse lo tiranizados que vivirían los moradores de las pequeñas poblaciones.

Concluye el concilio con una terrible conminación de anatema a los transgresores de aquella ley: «Si alguno de nuestra progenie o de otra cualquiera intentase quebrantar a sabiendas esta nuestra constitución, cortada la mano, el pie y el cuello, arrancados los ojos, sacadas y derramadas las entrañas, herido de lepra, juntamente con la espada de la excomunión, pague la pena de su delito en condenación eterna con el diablo y sus ángeles.»

Tales fueron las principales disposiciones del célebre concilio de León de 1020. Se mantuvo este código en observancia por espacio de muchos siglos, y recibió el nombre de Fuero de León. Como principal título de gloria pregona, y con justicia, el epitafio de Alfonso V el haber dotado el reino y la ciudad de buenos fueros. Así se iba modificando, sin abolirse por eso ni dejar de regir el Fuero Juzgo, la jurisprudencia heredada de los visigodos, con arreglo a las nuevas condiciones en que se iba encontrando la sociedad española.

Continuó el rey don Alfonso en los años sucesivos promoviendo la devoción religiosa y dando de ella personal ejemplo, protegiendo a los buenos prelados como el docto Sampiro, aplicando frecuentemente a los monasterios e iglesias los bienes que confiscaba a los criminales, y recompensando los servicios de sus más leales súbditos a costa de los que intentaban rebelarse contra su autoridad. Se llegó así el año 1026, en que con motivo de la guerra que hacía por las fronteras cristianas el último califa Ommiada Hixem III, a semejanza del postrer esfuerzo de un moribundo, pasó el monarca leonés el Duero, y prosiguiendo hacia el Sur fue a poner sitio a Viseo en la Lusitania. La plaza estaba ya casi a punto de rendirse, cuando un día, hostigado el rey por el calor, excesivo para aquella estación (5 de mayo de 1027), se puso a hacer un reconocimiento a caballo al rededor del muro, sin coraza y sin otro abrigo ni defensa que una delgada camisa de lino : en esto que una flecha lanzada de lo alto de una torre por mano de un musulmán vino a clavársele en el cuerpo, y cayendo del caballo sucumbió a muy poco tiempo de la herida. Así murió Alfonso V de León, el de los buenos fueros, a los 33 años de su edad y 28 de reinado, dejando dos hijos jóvenes, Bermudo y Sancha, que ambos heredaron el reino como veremos después.

Sancho de Castilla por su parte tampoco se había contentado con dilatar las fronteras de sus dominios, ya recobrando con la espada muchas plazas perdidas en los calamitosos tiempos de Almanzor, ya recibiendo, como antes hemos enunciado, fortalezas y ciudades a cambio y premio del auxilio que a solicitud de los califas o caudillos sarracenos, solía prestarles. Ganó también Sancho, aun antes que el monarca leonés, fama y renombre de generoso y de justiciero, al propio tiempo que de político y de organizador, por la largueza con que otorgó a los pobladores de las ciudades fronterizas exenciones, franquicias y derechos apreciables, que recibieron y conservan el nombre de fueros: nueva forma que comenzó a recibir la jurisprudencia española, origen noble de las libertades municipales de Castilla, y justa y merecida recompensa con que los príncipes cristianos o remuneraban a los defensores de una ciudad que se sostenía heroicamente contra los rudos e incesantes ataques del enemigo, o alentaban a los moradores de un pueblo que había de servir de centinela o vanguardia avanzada de la cristiandad, expuesta siempre a las incursiones e invasiones de los musulmanes; pequeñas cartas otorgadas, y preciosas aunque diminutas y parciales constituciones especie de contrato mutuo entre los soberanos y los pueblos, que más de un siglo antes que en otro país alguno de Europa sirvieron de fundamento a una legislación que todavía encarecen las sociedades modernas.

Precedió, hemos dicho, el conde Sancho de Castilla al rey Alfonso V de León en la concesión de estos fueros y cartas-pueblas. Nos ha quedado escrito el que en 1012 concedió a Nave de Albura a la margen izquierda del Ebro. Las referencias de otros soberanos posteriores al confirmar los que muchos pueblos habían obtenido del conde don Sancho, nos certifican de la liberalidad con que otorgó esta clase de derechos a las poblaciones de sus dominios el que tuvo la gloria de pasar a la posteridad con el honroso sobrenombre de Sancho el de los Buenos Fueros. La exención de tributos y el no hacer la guerra sin estipendio, como hasta entonces  se había acostumbrado, fue uno de los más notables fueros que concedió este célebre conde de Castilla. Heredado é enseñoreado el nuestro señor conde don Sancho del condado de Castilla … Jizo por la ley é fuero que todo home que quisiese partir con él á la guerra á vengar la muerte de su padre en pelea, que á todos facía libres, que no pechasen el feudo ó tributo que fasta allí pagaban, é que no fuesen de allí adelante á la guerra sin soldada. «Dio mejor nobleza a los nobles, dice el arzobispo don Rodrigo, y templó en los plebeyos la dureza de la servidumbre»

El que precedió a su coetáneo Alfonso V de León en la concesión de fueros, si bien los del conde castellano no formaban todavía un cuerpo de derecho escrito como los del monarca leonés, le precedió también en la muerte, en 1021, dejando por sucesor del condado a García su hijo, muy joven aún; pues que había nacido en el mismo año que su padre hizo la expedición a Córdoba en calidad de aliado y auxiliar de Solimán.

Mientras así obraban los soberanos de León y de Castilla durante la disolución del imperio musulmán cordobés, el conde Ramón Borrell de Barcelona, no menos celoso de la prosperidad y engrandecimiento de su Estado que los castellanos y leoneses, después de su expedición a Córdoba como auxiliar de Mohammed, y de regreso de las batallas de Akbatalbacar y del Guadiaro, redobló sus ataques contra las fronteras musulmanas, en unión con los prelados, abades, vizcondes, caballeros y todos los hombres de armas, conquistando fortalezas y castillos hacia el Ebro y el Segre, y proveyéndolos de alcaides y gobernadores de probado valor. Así descendió el noble conde al sepulcro (25 de febrero de 1018), dejando por sucesor del trono condal a su hijo Berenguer Ramón, joven de tierna edad, bajo la tutela de su madre la condesa doña Ermesindis, que en las ausencias de su esposo había quedado siempre gobernando el condado, y de saber dirigir los negocios públicos con fortaleza, discreción y buen consejo había dado multiplicadas pruebas. Mas esta misma intervención en el gobierno del Estado a que se acostumbró en vida del conde su esposo, las excesivas facultades con que éste quiso dejarla favorecida en su testamento, y la corta edad e inexperiencia de su hijo, despertaron en la condesa viuda tan desmedida ambición de mando, que el joven Berenguer Ramón I tuvo que luchar después constantemente contra las exageradas pretensiones de su madre, origináronse disturbios graves en la familia, acaso las catástrofes sangrientas que luego sobrevinieron tuvieron en estas discordias su principio y causa, y el hijo tuvo por fin que pactar con la madre sobre el imperio como se pudiera pactar entre dos rivales y extraños poderes.

A pesar de estas flaquezas y de no haber sido el conde Berenguer Ramón un príncipe guerrero, debióle el condado el haber hecho sentir la fuerza blanda de la ley y haber comenzado a dar asiento y forma al imperio heredado de sus mayores. «Por esto, dice un moderno historiador de Cataluña, la historia debiera trocar por el de Justo el sobrenombre de Curvo con que designa a Berenguer Ramón I; y a Barcelona le cumple añadirle el de Liberal, ya que a él debieron en 1025 los moradores de este condado la primera confirmación histórica de todas sus franquicias y de la libertad de sus propiedades». Ya el conde Borrell II en 986 en su carta de población de Cardona había dado a esta ciudad privilegios y derechos apreciables, y estas y otras exenciones eran las que confirmaba el desgraciado hijo de Ramón y de Ermesindis.

Así iban los soberanos de la España cristiana casi simultáneamente y como por un sentimiento unánime fundando una nueva jurisprudencia y despojándose de sus atribuciones para compartirlas con los pueblos que con tan heroico y constante esfuerzo sostenían sus tronos al mismo tiempo que la causa de la cristiandad.

No de otra manera obraba por su parte Sancho el Mayor de Navarra. Aunque otro monumento no hubiera quedado de este gran príncipe que el insigne y celebrado fuero de Nájera, hubiera bastado para darle renombre. De esta manera y por una coincidencia singular, mientras el imperio mahometano de Córdoba caminaba apresuradamente hacia su disolución, los reinos o Estados cristianos de León, de Castilla, de Barcelona y de Navarra, sin dejar de progresar en lo material aunque no tanto como hubieran podido si hubieran obrado de concierto contra el enemigo común, se reorganizaban y reconstituían interiormente sobre la base de una nueva codificación, que sin destruir la antigua (pues ya hemos dicho que el código de los visigodos no dejó por eso de considerarse como la jurisprudencia general), daba nueva fisonomía a la constitución civil de los Estados, suplía a aquél en las necesidades y condiciones de nuevo creadas en las nacientes monarquías, y ampliándose cada día había de ser la base y principio de la legislación foral que tanta celebridad goza en la historia de la edad media en España.

La muerte de Sancho de Castilla y la de Alfonso V de León, ocurridas la primera en 1021, la segunda en 1027, dieron ocasión a enlaces de familia entre príncipes y princesas de las dinastías reinantes, los cuales produjeron relaciones y sucesiones que cambiaron esencialmente la condición de los Estados cristianos en que estaba la España dividida y complicaciones de largos y duraderos resultados.

Era, como hemos dicho, conde de Castilla el joven García II hijo de Sancho, cuando sucedió en el trono de León a Alfonso V su hijo Bermudo, tercero de su nombre, joven también de diez y siete a diez y ocho años, pero esclarecido en saber, aunque pequeño en edad, como le califica un antiguo escritor. Uno de los primeros actos del nuevo monarca leonés fue unirse en matrimonio con la hermana del conde castellano (1o28) llamada Jimena Teresa, en algunos documentos también Urraca. Otra hermana del conde de Castilla, doña Mayor de nombre, y mayor también en edad, estaba casada con don Sancho el de Navarra. De forma que los tres soberanos de León, Navarra y Castilla, estaban emparentados en igual grado de afinidad.

Para estrechar más todavía estos lazos entre las familias reinantes, los condes de Burgos celebraron consejo y acordaron enviar un mensaje a Bermudo III de León solicitando diese en matrimonio su única hermana Sancha al conde García, y que con tal motivo consintiese en que dicho conde tomara el título de rey de Castilla. Acogió el leonés con beneplácito la embajada de los caballeros burgaleses y les prometió acceder a los dos extremos de su demanda. Partió, no obstante. Bermudo a Oviedo, cuya iglesia parece había hecho voto de visitar, dejando en León a la reina su esposa y a su hermana. Satisfechos del resultado de su misión los nobles castellanos, regresaron a Burgos, e instaron al conde García a que pasase por León a Oviedo y concertase con Bermudo todo lo concerniente a su matrimonio y al título real. Hízolo así García, partiendo de Burgos en los primeros días de mayo de 1029, con la flor de la nobleza castellana. Llegado que hubieron a León, pasó inmediatamente García a visitar a la reina su hermana y a la hermana del rey, Sancha su prometida. Pensaba detenerse en León sólo los días precisos para el descanso y para cumplir con los deberes de la galantería y de la urbanidad. ¡Cuán ajeno estaba de sospechar la catástrofe que le esperaba allí!

Sabedores los Velas de la llegada de García a León, aquellos Velas a quienes el conde Sancho había arrojado de Castilla y Alfonso V había acogido en su reino y dádoles posesiones en las montañas de Asturias, aquellos eternos enemigos de la familia de Fernán González, que vieron una ocasión de vengar antiguos y personales agravios, aprovechándose de la ausencia del rey Bermudo, levantaron un buen golpe de gente de sus parciales, y marchando a su cabeza y caminando toda una noche sin descanso, sorprendieron al rayar el alba del otro día la ciudad de León. Habíase dirigido el conde castellano, sin duda con objeto de cumplir alguna devoción, al templo de San Juan Bautista. A la puerta misma del templo se vio de improviso asaltado por los conjurados, que sin respeto a la santidad del lugar consumaron su horrible proyecto, y la cabeza del joven conde de Castilla cayó a los pies de los que habían sido súbditos de sus mayores, en los momentos en que le sonreía el más halagüeño porvenir. Por una coincidencia que hace resaltar el horror del crimen, Rodrigo Vela, que en los días de reconciliación con el conde don Sancho había tenido en la pila bautismal al niño García, fue el que descargó ahora con mano impía el golpe mortal sobre su ahijado. Varios caballeros castellanos y leoneses que acudieron a defender al joven conde cayeron también al golpe de los afilados aceros de la gente de los Velas. Mas viendo éstos amotinarse el pueblo para vengar la muerte de García, abandonaron la ciudad y se retiraron al castillo de Monzón. Fue este lamentable suceso el 13 de mayo de 1029. La princesa Sancha, dice la crónica, derramó abundante llanto sobre el cadáver de su prometido esposo, y le hizo enterrar con los debidos honores cerca del de Alfonso su padre en la iglesia misma de San Juan Bautista.

Con la muerte de García acababa la línea masculina de la ilustre prosapia de Fernán González, su tercer abuelo, y sólo restaban dos princesas, casadas ambas, la menor con Bermudo III de León, la mayor con Sancho el Grande de Navarra. Así el importante condado de Castilla venía a quedar expuesto a las pretensiones, o del más ambicioso de los dos monarcas, o del más fuerte, o del que se creyera con más derecho a él. Reuníanse todas estas cualidades en don Sancho el Mayor de Navarra, que no tardó en hacerlas valer para alzarse con la soberanía de Castilla, ni tardó tampoco en presentarse con poderoso ejército, apoderándose del país como de una herencia de que venía a tomar posesión. Pero al propio tiempo los asesinos de García vieron caer sobre sí un vengador terrible, de aquellos de que a las veces se vale la Providencia para la expiación de los grandes crímenes.

Dijimos que los Velas se habían refugiado al castillo de Monzón. Estaba esta fortaleza situada en una colina a orillas del río Carrión, en tierra de Campos, a dos leguas de Palencia, en la villa que hoy conserva su nombre. Allí los fue a buscar el viejo rey de Navarra; púsoles apretado cerco, tomó al fin el castillo por asalto, degolló a todos sus defensores, excepto a los tres hijos de Vela, a los cuales reservaba otro género de muerte..... Los hijos de Vela, los asesinos de García, fueron quemados vivos por orden del nuevo soberano de Castilla. Después de lo cual el heredero y vengador del malogrado conde pasó a Burgos y se hizo reconocer por los grandes y caballeros castellanos como conde o duque soberano de un país que tan digna y valerosamente había sabido hasta entonces conservar su independencia desde los tiempos de Fernán González cerca de un siglo había.

Así don Sancho de Navarra se encontraba el más poderoso de los monarcas cristianos. Pero esto era poco para satisfacer sus ambiciosas miras, que la facilidad con que se apoderara de Castilla no hizo sino despertar. La proximidad al reino de León, la corta edad del príncipe que ocupaba aquel trono, la fuerza de que entonces disponía, todo le excitaba a proseguir en la carrera de conquista que tan próspera se le presentaba. Érale, no obstante, necesario otro pretexto para llevar sus armas al territorio leonés, sobre el cual carecía absolutamente de derechos que alegar. Un suceso vino a proporcionarle el motivo u ocasión que deseaba para romper con el rey de León. He aquí cómo lo refieren las crónicas.

Cazaba un día el viejo monarca navarro con sus monteros en uno de los bosques de la comarca de Palencia. Un jabalí herido y acosado por los alanos se internó en lo más fragoso de la selva: el rey, que le perseguía con el ardor e interés de entusiasmado cazador, le vio entrar en una gruta y no vaciló en entrar también en pos de la fiera con resolución de acabarla de matar: mas al levantar el brazo para arrojarla el venablo le sintió embargado e inmóvil. Entonces reparó en un altar que en el subterráneo había con la imagen de San Antolín, y conociendo que la repentina parálisis del brazo podría ser un castigo de su desacato, pidió al santo perdón y le ofreció edificarle allí un templo, con lo que el brazo recobró su acción. Y habiéndole informado a don Sancho de que aquel era el solar de la antiquísima Palencia que el tiempo y las guerras habían arruinado y convertido en bosque de jarales, determinó reedificar la ciudad y en ella el prometido templo a San Antolín, encomendando este cuidado al obispo Ponce de Oviedo, de quien no sabemos cómo estuviese en tan íntimas relaciones con el monarca navarro siendo súbdito del de León. Sea lo que quiera de esta anécdota, que se encuentra referida en uno de los privilegios del rey don Sancho, debiósele a este rey la reedificación de la ciudad y templo, y hállase hoy aquella santa gruta en medio del cuerpo principal de la catedral, dedicada al santo mártir Antolín, siendo objeto de gran veneración para los fieles palentinos, de los cuales no hay quien ignore la aventura del rey don Sancho y del jabalí, origen tradicional de la fundación del venerado santuario.

Opúsose el monarca leonés a la reedificación de Palencia comenzada por el navarro, alegando pertenecer aquel territorio a sus dominios y no a los de Castilla; sostenía lo contrario el de Navarra, y la discordia produjo un rompimiento entre los dos príncipes, que era sin duda lo que Sancho apetecía y más en aquellos momentos en que el rey de León se hallaba en Galicia con objeto de sofocar dos pequeñas sediciones que en aquel país se habían movido. Escogió, pues, el activo y experimentado Sancho ocasión tan oportuna para invadir resueltamente los Estados de su nuevo enemigo, y le fue fácil posesionarse del territorio comprendido entre el Pisuerga y el Cea. Franqueó seguidamente este río, y avanzó hasta los llanos de León. Mas allí encontró ya a los leoneses alzados en defensa de su reino y de su rey. Éste por su parte acudió también con su ejército de Galicia, y ya los dos monarcas estaban para venir a las manos, cuando los obispos de uno y otro reino se presentaron como mediadores, haciendo ver a ambos monarcas lo funestas que eran tales disensiones para la causa común del cristianismo. Y éranlo en verdad tanto, que en aquella sazón acababa de caer el último califa de los Omeyas, arrastrando tras sí la disolución del imperio musulmán; oportunísima ocasión para arruinar del todo el quebrantado poderío de los muslimes, si los cristianos no se hallaran con tales discordias distraídos. Lograron al fin las razones de los prelados traer a los dos monarcas a un acomodamiento (luego veremos si de buena fe por ambas partes), estableciéndose por bases de la paz el casamiento de Sancha, la hermana del rey de León, antes prometida al malogrado García de Castilla, con el príncipe Fernando, hijo segundo del rey de Navarra (1012), que éste tomaría el título de rey de Castilla, y que Bermudo daría en dote a su hermana el país que Sancho al principio de la campaña había conquistado entre el Pisuerga y el Cea, quedando de esta manera cercenado el reino de León. Celebráronse las bodas con la más suntuosa solemnidad y Fernando quedó instalado rey de Castilla.

Parecía que con esto debería haber quedado satisfecha la ambición del anciano rey de Navarra, si a la ambición de los conquistadores se pudiera poner límites. Pero apenas habían gozado un año de paz los leoneses, cuando volvió el navarro, sin pretexto que nos sea conocido, a llevar sus armas al territorio de León; se apoderó de Astorga, y procedió a gobernar como dueño y señor el reino de León, las Asturias y el Vierzo hasta las fronteras de Galicia, donde se había acogido Bermudo. De esta manera se halló Sancho el Grande de Navarra, merced a su ambición y a su energía, dueño de un vasto imperio que se extendía desde más allá de los Pirineos hasta los términos de Galicia, y si él no tomó ya el título de emperador, aplicáronsele después por lo menos.

Pero le duró ya poco el goce de tan vasto poder, porque se cumplió el plazo que estaba señalado a la vida del conquistador. Y bien fuese que recibiera muerte violenta yendo a visitar las reliquias y el templo de Oviedo, según la Crónica general; bien fuese natural su muerte, como parecen indicarlo los dos prelados cronistas de Toledo y de Tuy, no le cogió aquélla desprevenido, puesto que sintiendo aproximarse su fin tuvo tiempo para hacer entre sus hijos aquella célebre distribución de reinos que tantas discordias había de producir y tanto había de alterar la respectiva condición de los Estados cristianos. Dejó, pues, Sancho a su hijo mayor García el reino de Navarra; a Fernando el antiguo condado de Castilla, juntamente con las tierras conquistadas al reino de León entre los ríos Pisuerga y Cea; a Ramiro, habido fuera de matrimonio, le señaló el territorio que hasta entonces había formado el condado de Aragón, y por último, a Gonzalo, otro de sus hijos, el señorío de Sobrarbe y Ribagorza.

Tal fue la famosa partición de reinos que don Sancho el Mayor de Navarra hizo entre sus hijos poco tiempo antes de su muerte acaecida en febrero de 1035, después de un reinado de cerca de 65 años; duración prodigiosa y la más larga que se hubiese hasta entonces visto.

En este mismo año (26 de mayo de 1035), murió también el conde de Barcelona Berenguer Ramón I el Curvo, cuando sólo contaba treinta años de edad, si bien el cielo le había dotado de larga sucesión en dos mujeres que había tenido, doña Sancha de Gascuña y doña Guisla de Ampurias, sucediéndole en la soberanía condal de Barcelona el primogénito del primer matrimonio Ramón Berenguer, llamado el Viejo, aunque joven, por la razón que diremos después.

No conocemos bastante para poder apreciarlas debidamente, ni las razones especiales que moverían a Sancho de Navarra, ni la intención y el fin que pudo llevar en distribuir de la manera que lo hizo entre sus hijos la rica herencia que les legó, ni los motivos personales que le impulsaran a dejar favorecidos a unos más que a otros en aquella desigual partición. Infiérese de las escatimadas y oscuras explicaciones de los escritores de aquel tiempo que influyeron no poco en ella secretos y afecciones nacidas de la vida doméstica de aquel gran monarca. De todos modos, cualquiera que hubiese sido la partición, una vez rota la obra laboriosa de la unidad, una vez distribuido como patrimonio de familia el grande imperio que Sancho había sabido concentrar en una sola corona con los esfuerzos de su vigoroso brazo, hubiera sido difícil poner freno a la ambición, a la codicia y a la envidia que muy pronto se desarrolló entre los hermanos coherederos, y evitar las sangrientas guerras civiles que entre ellos nacieron apenas enfrió el hielo de la muerte el cadáver de su padre.

Ramiro el Bastardo, a quien tocó el pequeño reino de Aragón, fue el primero que, descontento de su lote, tomó las armas contra su hermano García de Navarra, que de orden y acaso con alguna misión de su padre se hallaba a la sazón en Roma. Mas no contando Ramiro con bastantes fuerzas propias para despojar a su hermano, llamó en su ayuda a los régulos musulmanes de Zaragoza, Huesca y Tudela, con cuyo refuerzo penetró hasta Tafalla y puso sus tiendas alrededor de esta ciudad. Pero García, que con noticia de la muerte de su padre, regresaba a sus Estados, informado del movimiento y proyectos de Ramiro, reunió apresuradamente un ejército de pamploneses, y con la celeridad del rayo cayó sobre el campamento de Tafalla, arrolló las desapercibidas huestes, huyeron despavoridos los que quedaron con vida, y el mismo rey de Aragón, que acaso reposaba descuidado, para no caer en manos de García hubo de montar descalzo y casi desnudo en un caballo desjaezado y sin más bridas que un tosco ronzal al cuello, y así huyó hasta ganar las montañas de su reino; quedando los navarros dueños de las tiendas y despojos de cristianos y musulmanes. Debe creerse que no tardaron en ajustarse paces entre los dos hermanos, pues se vio luego a don Ramiro en posesión tranquila de su reino.

Por su parte Bermudo de León, tan luego como supo la muerte de Sancho, se preparó a recobrar sus antiguos dominios. Ayudábale el buen espíritu de sus pueblos, y fácilmente se reinstaló en León y recuperó las tierras del Oeste del Cea. Como quien ostentaba hallarse otra vez en la plenitud de sus derechos, expidió carta de privilegio para la reedificación de la ciudad y templo de Palencia, anulando la que había dado don Sancho, como emanada de un poder ilegítimo. Y como en su propósito de recuperar todo lo que obligado por la fuerza y la necesidad había cedido al nuevo rey de Castilla avanzase sobre las modernas fronteras de los dos reinos, don Fernando, viéndose atacado por fuerzas superiores a las suyas, acudió en demanda de auxilio a su hermano don García el de Navarra. No tardó éste en presentarse con un ejército en Burgos. Reunidas las fuerzas de ambos reyes castellano y navarro, marcharon al encuentro del leonés. Halláronle con su gente en el valle de Tamarón, ribera del río Carrión, y se empeñó una sangrienta batalla, en que de un lado y otro se peleó con igual arrojo y esfuerzo. El rey don Bermudo se mostró uno de los más intrépidos y de los primeros en arrostrar los peligros: fiado en su juventud, en su valor y en la ligereza de su caballo, llamado Pelagiolus, se precipitó lanza en ristre en lo más cerrado y espeso de las filas enemigas buscando y desafiando a Fernando. Su ciega intrepidez le perdió. Fernando y García resistieron firmemente el choque de su rival; se tropezó Bermudo con las puntas de sus lanzas, y cayó mortalmente herido del caballo. Siete de sus compañeros de armas perecieron a su lado. El combate duró todavía algunos instantes, pero la noticia de la muerte de Bermudo se difundió entre los leoneses y se pronunciaron en dispersión y retirada hacia León (1037).

Así pereció el joven rey don Bermudo III, concluyendo en él la línea varonil de los reyes de León, pues un solo hijo que había tenido sobrevivió unos pocos días más a su nacimiento. El monje de Silos, al dar cuenta de la muerte de aquel malogrado monarca, se muestra embargado y como agobiado de dolor. Todos los historiadores elogian las virtudes de este príncipe. Joven, sin los vicios de la juventud, se ocupó en reformar las costumbres, era el consuelo de los pobres, fue justo y benéfico, y con leyes y castigos oportunos llegó a corregir en gran parte el desenfreno y la licencia que se habían introducido y propagado en el reino.

Después de la batalla de Tamarón, conociendo Fernando lo que le importaba la actividad para consumar su obra, prosiguió con su ejército victorioso hasta los muros de León. Cerráronle los leoneses las puertas; pero reflexionando luego sobre la dificultad de resistir al castellano, considerando por otra parte que no había más heredero del trono de León que doña Sancha su mujer, y que no les convenía atraerse la enemistad del que un día u otro había de ser su soberano, acordaron abrirle las puertas, entró don Fernando en León con banderas desplegadas y entre las aclamaciones de su ejército y alguna parte, aunque pequeña, del pueblo. Hízose, pues, ungir y coronar rey de León en la iglesia catedral de Santa María por su obispo Servando a 22 de junio de 1037.

De este modo vinieron a reunirse las coronas de Castilla y de León, que ambas habían recaído en hembras, la primera en doña Mayor, hija del conde de Castilla y mujer de don Sancho de Navarra, y la segunda en doña Sancha, hermana del rey de León don Bermudo III y mujer de don Fernando: «Accidente y cosa (dice el P. Mariana hablando de haber recaído las dos coronas en hembras), que todos deben aborrecer, pero diversas veces antes de este tiempo vista y usada en el reino de León : si dañosa, si saludable, no es de este lugar disputado ni determinado. A la verdad muchas naciones del mundo fuera de España nunca la recibieron ni aprobaron de todo punto.»

De esta manera se extinguió la línea masculina de aquella ilustre estirpe de reyes de Asturias y León que se remontaba hasta Pelayo y se enlazaba con las dinastías de los antiguos monarcas godos. La reunión de las dos coronas de León y de Castilla, si bien costó sangre muy preciosa, encerraba en germen la futura unidad de las monarquías cristianas de España. Por desgracia esta obra de la perseverancia española tardará todavía en llevarse a feliz término: sufrirá todavía interrupciones sensibles y contrariedades penosas; pero los cimientos de tan apetecida unión quedaron echados.

 

CAPÍTULO XXI

FRACCIONAMIENTO DEL CALIFATO. - GUERRAS ENTRE LOS MUSULMANES

Del 1031 al 1080