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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO MUSULMAN

 

CAPÍTULO OCTAVO

 

ALFONSO II EN ASTURIAS: ALHAKEM I EN CÓRDOBA

 

Del 802 al 843

 

 

Dominaba Alfonso el Casto en el segundo año del siglo IX además de las Asturias, el país de Galicia hasta el Miño, algunos pueblos de lo que después fue León y Castilla, la Cantabria y las provincias vascas, debilitándose su acción en estas últimas hasta perderse en la Vasconia, que a veces se sometía a los sarracenos o se aliaba con ellos o con los francos, o se mantenían libres algunas de sus comarcas el tiempo que podían. Las ciudades de la Lusitania, poseídas por los árabes, pero expuestas a las irrupciones de los cristianos de Asturias, solían mudar frecuente aunque momentáneamente de dueño, según los varios sucesos de la guerra. Los musulmanes acababan de ver desmembrarse una buena parte de su imperio por una y otra vertiente del Pirineo Oriental, y la conquista de Barcelona aseguraba al hijo de Carlomagno el territorio español que con el nombre de Marca Hispana se extendía desde las fronteras de la Septimania hasta Tortosa y el Ebro, y constituía una parte integrante de la Marca Gótica. No se comprende la causa de haber estado el emir Alhakem tan remiso en socorrer a los apurados defensores de Barcelona. Acaso no le pesaba ver comprometido a aquel Zaid que antes había cometido la imprudente ligereza de ofrecer la entrega de la plaza a Carlomagno. Es lo cierto que todo estaba terminado ya cuando el emir se movió con su ejército a Zaragoza. No fue, sin embargo, estéril esta expedición. Procedió primeramente a ocupar Pamplona, que no perdonaba ocasión de desprenderse del dominio musulmán, y descendiendo por las riberas del Ebro pasó a Huesca, cuyo walí Hassán era de aquellos que se ofrecían a musulmanes y a cristianos, y no guardaba fe ni a cristianos ni a musulmanes. Y habiendo restablecido allí su autoridad y acaso decapitado al walí (de quien por lo menos no volvió a saberse), dedicóse a exterminar al famoso guerrillero mahometano Balhul, que desde Tarragona, la antigua ciudad de los Escipiones y de los Césares, ahora guarida de un bandido musulmán, con sus bandas de cristianos, gente ruda y montaraz de los Pirineos, sorprendía las guarniciones musulmanas de las comarcas del Ebro, vejaba las poblaciones y devastaba los campos. Pudo el emir apoderarse fácilmente de Tarragona, que se hallaba desmantelada de muros, pero habiéndose corrido Balhul hacia Tortosa, allí le persiguió el emir, que después de darle muchos combates parciales logró al fin vencerle en formal batalla, no sin esfuerzo grande, que no menos de catorce horas se sostuvo peleando con impavidez el rebelde caudillo musulmán. Cayó por último vivo en manos del emir, que instantáneamente y en el acto le hizo decapitar (803). Con esto y con proveer a la seguridad de la frontera, sin intentar por entonces recobrar a Barcelona, regresó Alhakem por Tortosa, Valencia, Denia y el país de Tadmir a Córdoba, desde donde envió una embajada (804), con un séquito de quinientos caballeros andaluces , al joven Edris ben Edris, que acababa de ser proclamado emir independiente del Magreb, ofreciéndole su amistad y alianza; que importaba mucho a los Ommiadas de Córdoba fomentar todo lo que fuese desmembrar el imperio de los Abassidas de Oriente. (Este Edris ben Edris, segundo emir independiente de África, fue el que después, en 807, 191 de la hégira, edificó la ciudad de Fez, que vino a ser capital de un imperio).

Una serie de horribles tragedias, tan espantosa que las tomáramos por ficciones de imaginaciones sombrías si no las viéramos por todas las historias árabes confirmadas, señalaron el resto del reinado del primer Alhakem.

Atónitos y helados de estupor se hallaron una mañana los moradores de Toledo al ofrecerse a sus ojos el sangriento espectáculo de cuatrocientas cabezas separadas de sus troncos y destilando sangre todavía. El espanto se mudó en indignación al saber que aquellas cabezas eran de otros tantos nobles toledanos. ¿Quién había sido el bárbaro autor de aquella horrorosa matanza, y cuál la causa del espantoso sacrificio?

Recordará el lector que cuando el walí Amrú rescató Toledo del poder del rebelde Ambroz, cuya cabeza llevó al emir hallándose en Chinchilla, había dejado por gobernador de la ciudad a su hijo Yussuf. Este inexperto y acalorado joven había con sus violencias y su imprudente conducta exasperado de tal manera a los toledanos, que llegó a producir un tumulto popular en que su alcázar, su guardia, su vida misma corrieron inminente riesgo. Interpusiéronse los jeques y principales vecinos, y lograron apaciguar la tumultuada muchedumbre. Mas sabiendo que el imprudente walí intentaba hacer un ejemplar escarmiento en los sublevados, y temiendo que provocara nuevos desórdenes y desafueros, se apoderaron ellos mismos del temerario Yussuf, y ñe encerraron en una fortaleza, enviando luego un mensaje al emir en que le participaban respetuosamente lo que se habían visto forzados a hacer para sosegar al irritado pueblo. Recibió el emir estas cartas cuando iba a Pamplona, enséñeselas a Amrú, el padre de Yussuf, y después de haber acordado sacar a Yussuf de Toledo, donde su presencia era peligrosa, y dádole la alcaldía de Tudela, Amrú, disimulando el agravio, se convidó a reemplazar a su hijo en el gobierno de Toledo, a lo cual accedió el emir.

Oculto llevaba ya Amrú un pensamiento de venganza contra los nobles toledanos que habían sabido refrenar a su desacordado hijo. Meditaba una ocasión, y quiso que fuese estruendosa y solemne. Enviaba Alhakem a la España Oriental cinco mil caballos andaluces al mando de su hijo Abderramán, joven de quince años. Al pasar la hueste cerca de Toledo salió Amrú a rogar al joven príncipe se dignase entrar en la ciudad y descansar algún día en su alcázar. Aceptó Abderramán la invitación, y se hospedó en casa del walí, el cual, para obsequiar al ilustre huésped, dispuso para aquella noche un magnífico festín, a que convidó a todos los vecinos más distinguidos y notables de la ciudad. Acudieron éstos a la hora señalada. Al paso que los convidados entraban confiadamente en el alcázar, apoderábanse de ellos los guardias de Amrú, conducíanlos a una pieza subterránea, y allí los iban degollando. El trágico término del festín le pregonaban a la mañana siguiente las cuatrocientas cabezas que el bárbaro Amrú hizo enseñar al pueblo para inspirarle terror. ¿Qué parte habían tenido en la horrenda matanza Alhakem y su hijo? Si el emir no la había ordenado o consentido, por lo menos así se divulgó por la ciudad, y gran parte del odio y de la animadversión pública cayó sobre él (805). En cuanto al joven Abderramán, no se le creyó participante de la negra traición. A los tres días salió con su hueste en dirección a Zaragoza.

Amagaba casi al mismo tiempo en Mérida otra catástrofe, que acertó a evitar la resolución animosa de una mujer. Esfah, el primo y cuñado de Alhakem, que tenía el gobierno de aquella ciudad, había destituido a su visir, el cual persuadió al emir de Córdoba que su destitución envolvía de parte de Esfah el proyecto de sustraerse a la autoridad del emirato y de proclamarse independiente. Creyólo Alhakem y a su vez ordenó la separación de Esfah. Negóse éste a obedecerle diciendo: «Pues qué, ¿así se depone a un nieto de Abderramán como a un hombre vulgar?» La respuesta excitó la cólera de Alhakem, que partió al punto a Mérida, resuelto a hacer un ejemplar escarmiento en el soberbio walí. Guerra terrible amenazaba a Mérida sitiada por el ejército de Alhakem, desgracias y desórdenes se temían dentro de la población, cuando por una de las puertas  de la ciudad se ve salir montada en un fogoso corcel una mujer árabe lujosamente vestida, que acompañada de dos solos esclavos atraviesa impávida el campo de los sitiadores, y se dirige y llega hasta el pabellón del emir. Era la bella y virtuosa Alkinza, hermana de Alhakem y esposa de Esfah, que con varonil resolución había salido a interceder, y con elocuente persuasiva pedía gracia al ofendido hermano en favor del desobediente marido. Dejóse vencer Alhakem a pesar de la acritud y aspereza de su genio, y se conjuró y desvaneció la tempestad. Juntos y en armonía entraron los dos hermanos en Mérida y Esfah, que no esperaba sino ser decapitado si caía en manos del emir, le tuvo hospedado en su casa y recibió de él la confirmación de su autoridad. Convirtióse en alegría y fiesta lo que se creyó que ocasionaría sólo llanto y luto, y Mérida bendecía a la noble y hermosa Alkinza (806).

Mas si la borrasca de Mérida se había conjurado por la mediación benéfica de una mujer, otra tan terrible como la de Toledo se preparaba en Córdoba, que ayudó a estallar el maléfico soplo de un hombre instigador. Una conspiración se había fraguado en la capital del imperio contra el aborrecido emir. Cassim, su primo, había fingido entrar en ella, y bajo la fe de conjurado le había sido confiada la lista de los conspiradores, que eran hasta trescientos caballeros de los principales de Córdoba. El desleal Cassim escribió reservadamente a su primo que se hallaba en Mérida, indicándole lo que pasaba y excitándole a que sin pérdida de tiempo se trasladase a Córdoba para castigar a los conjurados. Así lo ejecutó el colérico emir. Dos días antes que hubiera de estallar la conspiración, Cassim, que estaba al corriente de todos sus planes y pasos, entregó a su primo la fatal nómina, previniéndole que no se descuidase en hacer lo que convenía. «No se durmió el rey, añade la crónica, y por diligencia del presidente del consejo a la tercera vela de la noche vio tendidas sobre sus alfombras las trescientas cabezas de los conjurados, y mandó que amaneciesen puestas en garfios en la plaza, y escrito sobre ellas: Por traidores enemigos de su rey. Horrorizó al pueblo este atroz espectáculo, ignorando la mayor parte la causa de este escarmiento». ¡Así practicaba Alhakem los humanitarios consejos que su padre le había dado al tiempo de morir!

Después del viaje de Alhakem a las fronteras del Ebro, los vascones y pamploneses parece se habían desprendido de nuevo de la sumisión a los árabes uniéndose al rey de Aquitania, y en Galicia los caudillos musulmanes habían concertado ya una tregua de tres años con los cristianos del rey Anfús (Alfonso); que de esta manera se entablaban ya negociaciones entre el pueblo conquistado y el pueblo conquistador.

Donde más viva se mantenía la guerra, aunque en parciales choques y sin resultados sustanciales, era en el territorio que entre el Pirineo y el Ebro se conocía ya con el nombre de Marca Hispana, siendo ahora Barcelona el baluarte principal de los franco-aquitanios, como antes lo había sido de los árabes, y sirviendo a éstos de apoyo la plaza de Tortosa, que como llave del Ebro y el punto más avanzado que les quedaba ya de aquella frontera se habían dedicado a abastecer en abundancia y a fortificar con esmero. Era también por lo mismo el punto en que tenía clavada su vista Carlomagno desde su palacio de Aquisgrán. Así en cumplimiento de sus órdenes, de que era su hijo Luis de Aquitania dócil ejecutor, salieron en 809 de Barcelona dos cuerpos de ejército a poner sitio a Tortosa, el uno a las inmediatas órdenes del mismo rey Luis, el otro a las de Borrell, marqués de Gothia, de Bera, conde de Barcelona, y de otros condes de la Marca de España. El primero recobró de paso a la desmantelada Tarragona, tomó algunas fortalezas, destruyó otras, incendió y saqueó las poblaciones del tránsito y se puso sobre Tortosa. El segundo, después de una correría hasta el Guadalupe, cuyos romancescos pormenores e incidentes se complacen las crónicas francas en contar, logró al fin incorporarse con el primero ante los muros de aquella plaza, cuyo asedio emprendieron con vigor. Mas habiendo acudido desde Zaragoza el joven príncipe Abderramán junto con el walí de Valencia, dieron tan impetuosa acometida a los cristianos, que haciendo en ellos no poca matanza obligaron a los francos a tomar el camino de Barcelona con más precipitación de la que competía a soldados de Carlomagno, a tantos condes acreditados de guerreros y a un rey tantas veces victorioso cual era el hijo del emperador.

Ganó con esto no poca fama entre los suyos el joven Abderramán, que apenas frisaba entonces en los 19 años. Mas en vez de recoger los frutos de su primera victoria, corrió a recoger aplausos en Córdoba, siendo nombrado en su lugar walí de Zaragoza el famoso Amrú, el verdugo de Toledo (809). El gobierno de Zaragoza era tentador para un musulmán del temple de Amrú. Distante del gobierno central, y comprendiendo bajo su dependencia porción de ciudades importantes de las fronteras de la Marca y de la Vasconia, comprendió Amrú el partido que de su nueva posición podía sacar, haciendo un doble papel con el emir su señor y con Carlomagno, el jefe de la cristiandad. Y como por muerte del conde franco Aureolo se apoderase bruscamente de las plazas de la Marca, por un lado escribía al emir poniendo a su disposición con la alegría de un celoso musulmán su nueva conquista, mientras por otro despachaba un mensaje a Carlomagno ofreciendo ponerse a su servicio: mensaje en que el emperador creyó de lleno, correspondiéndole con otro y enviándole legados para acordar la ejecución de lo prometido. Pero el astuto y falaz moro manejóse con tal maña, que los legados hubieron de volverse sin llevar otro resultado que buenas y muy atentas palabras y otras promesas.

De todos modos no desistía Carlomagno de su empresa sobre Tortosa. Además de la importancia de la plaza, el honor de las armas francas se hallaba empeñado en ello. Así al año siguiente (810), dispuso otra expedición, que encomendó, no ya a su hijo, a quien destinó a defender las costas de Aquitania de las depredaciones de los normandos, sino a Ingoberto, uno de los leudes de su mayor confianza. Otra vez partieron de Barcelona dos cuerpos de ejército. Singulares eran las precauciones con que marchaban. Caminaban sólo de noche, muy en silencio y por desusadas veredas; ocultábanse de día en los bosques; ni llevaban tiendas, ni encendían fuego, pero iban provistos de unas barcas de cuatro piezas, que se armaban y desarmaban fácilmente, y podían ser trasportadas en acémilas, con las cuales atravesaron el Ebro. ¿De qué les sirvieron tan exquisitas precauciones? El walí de Tortosa Obeidalah los hizo retirarse de delante los muros de la plaza tan vergonzosamente como la vez primera. El leude Ingoberto no fue más afortunado que lo había sido el rey Luis, y las huestes del gran emperador cristiano volvieron a la Aquitania con gran prisa y no poco bochorno.

A pesar de tan mal éxito, y cuando menos el emperador Carlomagno podía esperarlo, recibió en Aquisgrán una diputación del emir Alhakem proponiéndole la paz; y es que el emir, fatigado de guerrear con los cristianos de Galicia, conocía lo difícil de sostener a un tiempo las dos luchas de Oriente y Occidente. Aceptóla Carlomagno, si bien una expedición marítima de los árabes a la isla de Córcega dependiente del imperio, sirvióle de pretexto para romperla antes de trascurrir un año. Y fijo en su idea favorita de tomar Tortosa, un nuevo y más numeroso ejército que los dos anteriores, al mando otra vez de Luis el Pío, partió en dirección de la codiciada ciudad. Provisto esta tercera vez Ludovico de todo género de máquinas de batir, las empleó contra la plaza por espacio de cuarenta días. Una sumisión menos real que ilusoria, de parte del walí Obeidalah, que ofreció entregar las llaves de la ciudad, y que debió ser uno de los tantos ardides que los sarracenos solían emplear en los casos apurados para entretener al enemigo, fue bastante para que el rey Luis regresara a Aquitania sin que de esta tercera expedición hubiera recogido fruto alguno que por positivo y duradero pudiera tenerse. Tanto que, picado el emperador su padre del poco resultado de esta empresa, envió en el mismo año de 811, otro cuarto ejército a la Marca de España a las órdenes del conde Heriberto, que esta vez parecía dirigido menos contra Tortosa que contra Huesca y los demás puntos que antes había poseído Aureolo y de que se había apoderado después Amrú, a quien acaso iba a pedir cuenta de la falta de cumplimiento de su promesa y de su conducta ambigua y falaz.

Tampoco fue esta invasión más feliz que las tres primeras. Desgraciadas fueron estas tentativas de los francos, y ni Carlomagno, ni su hijo, ni sus leudes (compañeros) y condes ganaron en ellas gran reputación.  

Ni fueron tampoco más afortunados en otra incursión que al año siguiente (812) hizo el rey de Aquitania a otra comarca de nuestra Península, tiempo hacía de los monarcas francos codiciada, la Vasconia española. Los vascones de la otra vertiente del Pirineo se habían alzado hostigados por las vejaciones que sufrían del gobierno de Aquitania. El rey Luis había marchado en persona contra ellos y sometídolos por fuerza. Después de lo cual determinó venir a la Vasconia ultra-pirenaica, que ya comenzaba entonces a llamarse Navarra. Conocía el espíritu indócil de estos habitantes, que en su independiente altivez, si en algunas ocasiones, como en 806, se amoldaban a la alianza de los galo-francos para sacudirse de los sarracenos, nunca de buena voluntad toleraban el influjo de gente extraña, aunque fuesen cristianos como ellos, y sólo la necesidad los hacía valerse alternativamente del apoyo de unos y otros, mientras de unos y otros hallaban oportunidad de descartarse. Venía Luis con objeto de afirmar aquí su autoridad, y entrando por San Juan de Pie de Puerto, llegó sin obstáculo a Pamplona por el mismo camino que treinta y cuatro años antes había traído su padre. Ni en la ciudad ni en su comarca encontró resistencia, y arregló el gobierno del país al modo que en la Marca Hispana lo había hecho.

Sospechosa se le hizo ya por lo extraña al hijo del emperador aquella conformidad de los navarros, y habiendo determinado regresar á Aquitania por aquel mismo Roncesvalles de tan funesta memoria para Carlomagno, no lo hizo sin tomar precauciones para que no le aconteciese lo que a su padre. Y hubiérale sucedido sin previsión tan oportuna, porque ya le esperaban los montañeses dispuestos a repetir la famosa caza de Roncesvalles. Pero Luis hizo reconocer y ojear antes los montes y collados, y las cañadas y valles por donde tenía que pasar, y como hubiese caído en poder de los exploradores un navarro que tomaron por caudillo de aquellas gentes, hízole colgar de un árbol, y apoderándose en seguida de las mujeres y niños de algunas poblaciones de aquellos valles, mandó el rey colocarlos en medio de las filas de su ejército, y así atravesaron aquellos desfiladeros terribles hasta llegar a sitio en que no pudieran ya ser sorprendidos. Tan temibles se habían hecho los navarros, y tan viva se conservaba en la memoria de los francos la derrota de 778.

Mientras de esta manera se libertaba Luis de Aquitania de las asechanzas de los navarros, el joven Abderramán, hijo de Alhakem, que había vuelto a tomar el gobierno de la España oriental, invadía la Marca Hispano-Franca, recobraba Tarragona y Gerona, llevaba las armas musulmanas hasta la Narbonense, y volvía cargado de riquezas y cautivos: después de lo cual pasó a las fronteras de Galicia. Fatigaba a Alhakem y apuraba su paciencia la guerra que por esta parte le hacían los cristianos; tanto que, de vuelta a Córdoba en 811, encomendó su dirección a los dos más bravos generales del ejército musulmán, Abdalá y Abdelkerim. Alentados éstos con algunos sucesos parciales, llevaron sus campamentos hasta el otro lado del Miño, internándose así imprudentemente en comarcas montañosas que no conocían bien. El resultado de esta imprudencia vino a serles fatal. Dejemos á sus historiadores que lo refieran ellos mismos. «Al año siguiente, dice la crónica arábiga (813), vencieron los cristianos al caudillo Abdalá ben Malehi en la frontera de Galicia, y sufrieron los muslimes cruel matanza, y el esforzado caudillo Abdalá murió peleando como bueno, y su caballería huyó en desorden, llevando el terror y el espanto a la hueste que acaudillaba Abdelkerim, y a pesar del valor de este caudillo huyeron desbaratados, y por huir se atropellaban, que muchos murieron ahogados en la corriente de un río, donde confusamente se arrojaban unos sobre otros; otros se acogían a los cercanos bosques y se subían sobre los árboles, y los ballesteros enemigos por juego y donaire los asaeteaban y burlaban de su triste suerte. Cuenta Iza ben Ahmed el Razi, que después de esta derrota estuvieron trece días ambas huestes a la vista sin osar los cristianos ni los musulmanmes venir a batalla: pero que en una sangrienta escaramuza que se empeñó por ambas partes, fue herido de un bote de lanza Abdelkerim, y dos días después murió»

Nada podría expresar mejor esta solemne derrota de los musulmanes, que las palabras sencillas con que la cuenta el historiador de su nación, ni nada puede dar idea del pavor que se apoderó de ellos, como representarlos encaramándose a los árboles y escondiéndose entre sus ramas, y a los cristianos entreteniéndose en cazarlos como si fuesen aves de rapiña. Estas dos derrotas se verificaron en Naharón y a orillas del río Anceo. Debieron a resultas de esta victoria los cristianos apoderarse de todo el país desde el Miño hasta el Duero. Pues cuando Abderramán pasó de la frontera Oriental a la de Galicia, dice la crónica que arrojó a los cristianos de Zamora. Entonces fue cuando ajustó con ellos la tregua de tres años. El rey Alfonso el Casto de Asturias era el que guiaba los cristianos de Galicia.

Desde que los franco-aquitanios habían conquistado aquella parte de España que se llamó Marca Hispana, habían acudido a aquel país muchos cristianos del interior, huyendo del dominio sarraceno. Todos eran allí bien recibidos, porque hacían falta hombres para poblar y brazos para el cultivo de las tierras. En poco tiempo estos activos colonos hicieron prosperar la agricultura, pero excitada la envidia y la codicia de los condes, oprimiéronlos con impuestos exorbitantes, llegando hasta disputarles la propiedad de sus tierras y la posesión de las ciudades que ellos habían fundado. Quejáronse los maltratados colonos al emperador, el cual los escuchó favorablemente, y en su virtud expidió un praeceptum, que ahora llamaríamos carta, edicto o pragmática, a los principales condes de la Gothia. (Del nombre de esta marca o territorio, Gothia, debió derivarse el de Cataluña que recibió más adelante la parte española en él comprendida. Gothland, palabra teutónica que significa tierra de godos, se fue latinizando y convirtiendo en Gothlandia, Gothalania, Catalonia y después Cataluña).

La tregua recientemente ajustada entre moros y francos dio ocasión a Luis el Pío para poner en ejecución la carta expedida poco antes por su padre en favor de la población española. El texto del célebre praeceptum de Carlomagno, decía así, traducido del latín al español:

 

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu-Santo, Carlos, Serenísimo, Augusto, coronado por la mano de Dios, emperador grande, pacífico, gobernador del imperio romano, y por la misericordia de Dios rey de los francos y de los lombardos, a los condes Bera, Gauseelino, Gisclaredo, Odilón, Ermengardo, Ademar, Laibulfo y Erlino.

Sabed que los españoles cuyos nombres siguen, habitantes de los países que vosotros administráis, Martín, sacerdote, Juan, Quintila, Calapodio, Asinario, Egila, Esteban, Rebellis, Ofilo, Atila, Fredemiro, Amable, Cristiano, Elperico, Homodei, Jacinto, Esperandei, otro Esteban, Zoleimna, Marchatelo, Teodaldo, Paraparius, Gomis, Castellano, Ardarico, Vasco, Vigiso, Viterico, Ranoido, Suniefredo, Amaucio, Cazorellas, Langobardo y Zate militares, Obdesindo, Váida, Roncariolo, Mauro, Pascales, Simplicio, Gabino y Salomón, sacerdote, han acudido a Nos quejándose de las numerosas opresiones que sufrían de vosotros y de vuestros oficiales inferiores. Y nos han dicho, así como lo atestiguan los unos de los otros a nuestro fisco, que ciertos jefes del país los han arrojado de sus propiedades contra toda justicia, quitándoles el beneficio de nuestra investidura de que han gozado hace treinta años y más; representándonos que eran ellos los que en virtud de la licencia que les habíamos otorgado habían sacado estas tierras del estado de incultura. Dicen también que muchas ciudades que ellos mismos edificaron les han sido quitadas por vosotros, y que los sometéis a prestaciones injustas, que vuestros ujieres les exigen violentamente y a la fuerza. Por lo tanto, hemos dado orden a Juan, arzobispo, nuestro delegado, de presentarse a nuestro muy amado hijo, el rey Luis, para tratar con él de este negocio cuidadosa y minuciosamente. Le enviamos, pues, a fin de que llegando oportunamente y compareciendo vosotros por vuestra parte a su presencia, arregle cómo y de qué manera hayan de vivir los españoles. Hemos, no obstante, ordenado expedir estas cartas, y os las despachamos para que ni vosotros ni vuestros oficiales subalternos impongáis por vosotros mismos censo alguno a los susodichos españoles, venidos a Nos de España con confianza, propietarios ahora de yermos o baldíos que les habíamos dado a cultivar, y que se sabe han cultivado, ni permitáis que ellos mismos se impongan ninguno, sino que al contrario, mientras nos sean fieles a Nos y a nuestros hijos, lo que han poseído durante treinta años lo posean tranquilos ellos y sus herederos, y vosotros se lo conservéis. Y todo lo que hayáis hecho vosotros y vuestros oficiales contra justicia, si les habéis tomado algo indebidamente, lo restituyáis al momento si queréis obtener el favor de Dios y el nuestro. Y para que deis más entera fe a este escrito, hemos ordenado que vaya sellado con nuestro anillo.

Dado el IV de las nonas de Abril, en el año de gracia de Cristo, XII de nuestro imperio, el XLIV de nuestro reinado en Francia, y el XXXVIII de nuestro reinado en Italia, en la V indicción. Fecho felizmente en el palacio real de Aquisgrán, en el nombre de Dios. Amén»

 

Entre estos nombres los hay, como advertirá el lector, de origen romano-hispano, como Cristiano, Homodei, etc., otros góticos, como Atila, Elperico, Viterico, etc., y otros también sarracenos, como Mauro, Zoleiman ó Solimán, Zate, que acaso sería Zaide, sin duda musulmanes conversos.

 

Este rescripto o  praeceptum fue confirmado por dos cartas posteriores redactadas en el mismo espíritu, pero más explícitas todavía, sobre los derechos y deberes de los españoles refugiados. «Todos los que sustrayéndose a la dominación de los sarracenos, decía el emperador en la primera a sus condes, se pongan espontáneamente bajo nuestra potestad, queremos sepáis que los tomamos bajo nuestra protección, y que entendemos que conservan su libertad». Seguidamente deslinda los derechos y obligaciones de dichos súbditos. Estos colonos estaban obligados como los demás hombres libres a tomar las armas al llamamiento de sus condes, a los cuales competía regularizar el servicio. Estábanlo también a proveer de raciones, alojamientos y bagajes a los enviados del emperador y a los de su hijo Lotario. Ninguna otra carga debía imponérseles. Debían comparecer ante su conde, cuando fuesen judicialmente llamados, así en las causas civiles como en las criminales. Los negocios de menor cuantía, las contestaciones o diferencias que se suscitaban entre ellos y aquellos a quienes cedían sus tierras como precio del trabajo, podían juzgarlas entre sí, según su antigua costumbre. Pero los delitos de los terratenientes quedaban sujetos a la jurisdicción de los condes. Les colonos perdían todo derecho de propiedad sobre las heredades que cultivaban en el caso de abandonarlas, y volvían a su primer dueño. En lo demás los colonos estaban exentos de tributos, y dependían directamente del emperador. Pero podían, según costumbre franca, hacerse vasallos particulares de un conde, o feudatarios suyos, si les parecía más ventajoso. El original de este rescripto o constitución, como se nombra en latín, se depositó en los archivos del palacio real de Aquisgrán, y se sacaron para cada ciudad tres copias, una para el obispo, otra para el conde y otra para los vecinos españoles, es decir, para el pueblo.

La tercera carta (de 10 de enero de 816) arregló al fin las relaciones de los españoles entre sí. Los que se habían hecho vasallos de un propietario y en cambio y remuneración habían recibido tierras de él, debían conservar su disfrute con las condiciones una vez pactadas; cuya disposición se hizo extensiva a todos los refugiados españoles que en lo sucesivo se establecieron en las Marcas. De esta ordenanza se depositaron siete copias en las ciudades de Narbona, Carcasona, Rosellón, Ampurias, Barcelona, Gerona y Bézier, en cuyos territorios formaban los españoles una considerable parte de la población y tenían más particularmente sus propiedades.

Por esta reseña vemos la particular constitución que regía a los españoles de estas Marcas. Súbditos del imperio por una parte, sujetos por otra en lo militar y judicial a los condes, pudiendo hacerse vasallos inmediatos, o del rey, o de los condes, o de sus mismos compatriotas propietarios, vivían entre sí ligados con costumbres y leyes particulares.

Por una coincidencia singular dos acontecimientos importantes y parecidos se verificaron en la España árabe y en el imperio cristiano de Occidente durante la tregua de que hemos hablado entre cristianos y musulmanes. El emperador Carlomagno, sintiendo sus fuerzas debilitadas por la edad, llamó cerca de sí a su hijo Luis, y ante una asamblea de obispos, abades, duques, condes y sus lugartenientes, reunidos en su palacio de Aquisgrán, pacífica y honestamente, dice la crónica, preguntó a todos si serían gustosos en que trasmitiese el título de emperador a su hijo Luis. A lo cual contestaron unánimemente que tal pensamiento debía ser inspirado por Dios. Con que quedó Luis, rey de Aquitania, reconocido emperador de Occidente, como lo había sido su padre. Por el mismo tiempo, conociendo Alhakem que su hijo Abderramán, aunque joven, pues sólo contaba sobre veintidós años, era ya la gloria del Estado y el alma del gobierno, convocó a todos los walíes, visires, alcaldes y consejeros, y en presencia de todos, según costumbre, le declaró walí alahdi o futuro sucesor del imperio, jurándole en seguida los primeros sus primos Esfah y Cassim, hijos de Aballah, después el hagib o primer ministro, el cadí de los cadíes, continuando los demás walíes y funcionarios, siendo celebrado aquel día con grandes y solemnes regocijos.

Ocurrió el año siguiente (28 de enero de 814) la muerte del emperador Carlomagno en Aix-la-Chapelle (Aquisgrán), a los setenta y dos años de edad, el cuarenta y siete de su reinado como rey de los francos, el treinta y seis de la fundación del reino de Aquitania, y el catorce del imperio. La muerte de este ilustre personaje, que tanto y por tantos años había influido en los destinos de Europa, no podía menos de hacerse sentir en nuestra España, si bien al pronto su hijo y sucesor Luis alteró muy poco la antigua constitución del imperio. Mas en el año 817 hízose la famosa partición del imperio franco entre los tres nietos de Carlomagno, Lotario. Pepino y Luis. Lotario fue asociado al título y a la potestad del emperador: a Pipino le fue adjudicada la Aquitania propiamente dicha, la Vasconia, la Marca de Tolosa, el condado de Carcasona, en la Septimania, el condado de Autun, en Borgoña, Avalón y Nevers. La Marca de España y la Septimania fueron segregadas del antiguo reino aquitanio, y erigidas en ducado, cuya capital devino Barcelona, bajo la dependencia directa del imperio de Luis y del mayor de sus hijos, reconocido heredero de la dignidad imperial, y admitido a llevar su título provisionalmente.

Parece que en 815 se había roto la paz entre árabes y francos, pero momentáneamente y sin grandes consecuencias; pues Abderramán, que había vuelto a tomar el gobierno de las fronteras orientales, la solicitó de nuevo del emperador Luis y fue prorrogada por otros tres años.

Nadie gozaba más de ella que Alhakem. Desprendido de todo cuidado del gobierno, encerrado en su alcázar de Córdoba, pasando la vida en sus jardines entre mujeres y esclavas, entregado de lleno a los placeres sensuales, sin miramiento a las prácticas religiosas de los buenos muslimes, no se acordaba de que era rey sino para exigir tributos, y para satisfacer, dice la crónica, cierta sed de sangre que parece tenía, pasándose pocos días sin dar o confirmar alguna sentencia de muerte. Atribuyósele haber introducido en España el uso de los eunucos, de los cuales tenía muchos dentro del alcázar. Había creado y le rodeaba una guardia de cinco mil hombres, los tres mil andaluces mozárabes, y los dos mil esclavos, a los cuales asignó sueldo fijo, imponiendo para ello un nuevo derecho de entrada sobre varias mercancías. Su vida muelle y licenciosa tenía disgustados a todos los buenos musulmanes, y su despotismo irritaba al pueblo.

Un día negáronse algunos a pagar el nuevo tributo, y atropellaron a los recaudadores. Siguióse conmoción y alboroto en las puertas. Diez de los trasgresores fueron presos. Alhakem halló ocasión de satisfacer sus instintos sanguinarios, y mandó empalar a los diez delincuentes en la orilla del río. Acudió a presenciar la ejecución gran muchedumbre de pueblo, especialmente del arrabal de Mediodía, y como acaeciese que un soldado de la guardia hiriera por casualidad a un vecino, alborotóse la multitud y cargó sobre él a pedradas; herido y ensangrentado se acogió a la guardia de la ciudad, pero la muchedumbre desenfrenada persiguió a los soldados hasta el mismo alcázar con gran gritería y con amenazas insolentes. Alhakem, ardiendo en cólera, sin escuchar los templados consejos de su hijo, del hagib y de otros caudillos, salió de su alcázar, y puesto a la cabeza de sus mercenarios cargó bruscamente a la muchedumbre, que huyó al arrabal y se encerró en las casas. Muchos habían caído atravesados por las lanzas de los esclavos. Sobre unos trescientos que cayeron prisioneros fueron clavados vivos en estacas y colocados en hilera a lo largo del río desde el puente hasta las últimas almazaras o molinos de aceite. A tan bárbara ejecución siguió una orden para que fuese demolido el arrabal, y por espacio de tres días se permitió a la soldadesca cometer a mansalva todo género de desmanes, salvo la violación de las mujeres, que se les prohibió. Al cuarto día mandó el emir quitar de los maderos a los infelices ajusticiados, y otorgó seguridad de la vida a los que habían podido escapar con ella, pero desterrándolos de Córdoba y su territorio. Abandonaron, pues, aquellos desventurados, no ya sus hogares, sino las cenizas de ellos, único que había quedado. Muchos anduvieron errantes por las aldeas de la comarca de Toledo, hasta que por compasión les abrieron las puertas de la ciudad. Más de quince mil pasaron con sus familias á Berbería,  de las cuales ocho mil se quedaron en Magreb, y los restantes continuaron su marcha hasta Egipto.

En más de veinte mil hombres útiles disminuyó Alhakem con tan rudo golpe la población de Córdoba. El grande arrabal quedó convertido en campo de siembra, y se prohibió edificar en él. Y el sanguinario emir, que en el principio de su reinado se apellidaba Al Morthadi (el Afable), fue después llamado Al Rabdí (el del Arrabal), y Abul Assy (el Padre del mal), de que los cristianos hicieron Abulaz.

Digna es de saberse la suerte que corrieron los desgraciados proscritos del arrabal de Córdoba. A los que se quedaron en Magreb les concedió el emir Edris ben Edris un asilo en su nueva ciudad de Fez, y el barrio que se les dio a habitar se llamó el Cuartel de los Andaluces. Menos afortunados los que prosiguieron a Egipto, les negó el gobernador de Alejandría la entibada en la ciudad, pero cansados ya y desesperados de tantas contrariedades e infortunios, penetraron a viva fuerza, y después de hacer gran mortandad se apoderaron de ella y de su gobierno. Habiendo luego acudido Abdalá ben Taber, walí de Egipto por el califa abassida Almamún, capituló con los cordobeses, accediendo éstos a dejar la ciudad mediante una suma considerable de oro, y a condición de dejarles libres los puertos de Egipto y de Siria hasta que eligiesen una isla en que establecerse. Salieron, pues, los desterrados andaluces de Alejandría, y armándose de naves con el dinero que habían recibido, corrieron como piratas el mar y las islas de Grecia, hasta que al fin se asentaron en Creta, que hallaron poco poblada,  cuyo clima y fertilidad les agradó. Gobernábalos Omar ben Xoaib, natural de las cercanías de Córdoba, a quien desde el principio habían nombrado su caudillo. La parte de la isla que eligieron para su morada fue donde hoy se levanta Candía. Poco a poco se hicieron dueños hasta de veintinueve ciudades, convirtieron en mezquitas los templos cristianos, y propagaron allí el mahometismo. Rechazaron varias expediciones que contra ellos fueron enviadas, y así se mantuvieron por espacio de 138 años hasta el 961, en que fue vencido su gobernador Abdelaziz ben Omar, y conquistada Creta por Armetas, hijo del emperador griego Constantino.

 

 

Desde este tiempo (la Matanza del Arrabal de Córdoba) pocos sucesos notables ocurrieron en el imperio, como no fuesen las ordinarias correrías a las fronteras de Galicia y de Afranc, en que Abderramán logró algunos parciales triunfos, y las expediciones marítimas que entonces ocupaban a los árabes en las islas de Cerdeña, de Córcega y Baleares, donde se señalaban por sus devastaciones, pero que mostraban el desarrollo que desde Abderramán I había tomado la marina del pueblo musulmán.

Por empedernido y sanguinario que fuese el corazón de Alhakem, la matanza del arrabal de Córdoba había sido tan espantosamente terrible, que sus recuerdos le hicieron caer en una hipocondría febril que le consumía el cuerpo y le alteraba la razón. Paseábase solo y como espantado de sí mismo por los salones y azoteas del alcázar; en aquellos paseos solitarios representábasele la matanza, y parecía le ver y oír la gente que combatía, el ruido y chocar de las armas y los ayes de los moribundos. A deshora de la noche solía llamar a su palacio a los caudillos y jeques de las tribus, como para encomendarles la ejecución de algún proyecto, y cuando los tenía reunidos hacía cantar a sus esclavas o danzar delante de ellos sus bailarinas, y seguidamente los mandaba retirarse a sus casas. Cuéntanse de él muchos actos de verdadera demencia. A veces exhalaba su melancolía y sus impetuosos instintos en cantos poéticos de fogosa y vehemente expresión. Pero la fiebre le iba consumiendo; y al fin un jueves, cuatro días por andar de la luna dylhagia del año 206 de la hégira (25 de mayo de 822), murió el cruel Ommiada, arrepentido de su crueldad, dicen sus crónicas, después de un reinado de veintiséis años.

Alfonso de Asturias, que desde su advenimiento al trono había mostrado a los árabes que el cetro cristiano se hallaba en manos harto más hábiles y fuertes que las de sus cuatro antecesores; Alfonso, que desde la victoria de Lutos había paseado dos veces el pendón de la fe hasta los muros de Lisboa; Alfonso, que desde las montañas de Galicia había sabido hacer frente y frustrar todos los esfuerzos del imperio musulmán; que había con su denuedo y su constancia desesperado a Alhakem, al joven e intrépido Abderramán, a sus mejores caudillos Abdallah y Abdelkerim; Alfonso II, que como guerrero había hecho revivir los tiempos de Pelayo y del primer Alfonso, y pactado ya con el emir de Córdoba como de poder a poder, dedicábase en los períodos de paz a fomentar la religión como príncipe cristiano, y a regularizar y mejorar el gobierno de su Estado como rey. Oviedo se embellecía y agrandaba con nuevos edificios públicos, casas, palacios, baños, acueductos, ya de sólida y regular arquitectura. La iglesia del Salvador, fundada por su padre Fruela, se reedificaba y convertía en grandiosa basílica episcopal, con doce altares dedicados a los doce apóstoles. Asistían a su solemne consagración todos los obispos que el peligro y la fe tenían refugiados en Asturias, y un noble godo, Adulfo, fue el primer prelado que tuvo la honra de ser designado y puesto por el piadoso monarca para regir la primera catedral de la restauración, a la cual dotó el magnánimo rey con nuevas rentas, hizo y confirmó donaciones, y otorgó y ratificó privilegios.

Interesantes son las dos actas o escrituras de fundación y donación expedidas por Alfonso el Casto, ambas en 812, que originales se conservan en el archivo de la catedral de Oviedo, y su libro de Testamentos, y cuya copia inserta el P. Risco en el tomo XXXVII de su España Sagrada. En la primera después de dar a la iglesia el atrio, acueducto, casas y otros edificios construidos en su circuito, y muchas alhajas para el culto y ornato del templo, le ofrece los llamados mancipios ó clérigos sacricantores, a saber: «Nonnello, presbítero, Pedro, diácono, que adquirimos de Corbello y de Fafila; Secundino, clérigo, Juan, clérigo, Vicente clérígo hijo de Crescente; Teodulfo y Nonnito, clérigos, hijos de Rodrigo; Enneco, clérigo, que compramos de Lauro Baca, etc.» Firman este testamento el rey, tres obispos y varios abades y testigos. En la segunda, después de confirmar el testamento y donaciones de su padre Fruela, le ofrece toda la ciudad de Oviedo que él había circundado de muro:... montes, tierras, prados, aguas y molinos fuera de la ciudad, con muchos ornamentos de oro, plata y otros metales, telas de seda y lino para uso de los altares, etc. Confirman con el rey esta escritura cinco obispos y varios testigos.

Tardó la catedral de Oviedo treinta años en concluirse.

El pequeño templo dedicado a San Miguel, y enclavado entonces en el palacio como capilla doméstica, y que hoy subsiste con el nombre de Cámara Santa, donde se custodian las reliquias de la catedral; el monasterio de San Pelayo, las iglesias de San Tirso, de San Julián, de Santa María del rey Casto, son monumentos que viven todavía en la capital de Asturias y recuerdan la piedad del ilustre hijo de Fruela.

Deseoso el rey de adornar la basílica del Salvador con una rica ofrenda, había reunido grande cantidad de oro y joyas con intento de hacer labrar una preciosa cruz. Inquieto y apesadumbrado andaba por no hallar en sus Estados artista bastante hábil para poder ejecutar tan piadosa obra, cuando repentinamente al salir un día de misa (dicen las crónicas y las leyendas), se le aparecieron dos desconocidos en traje de peregrinos que le habían adivinado su pensamiento y se ofrecieron a realizarlo. Al instante los llevó Alfonso a un aposento retirado de su palacio. A poco tiempo, habiendo ido algunos palaciegos a examinar el estado en que los artífices llevaban su trabajo, los sorprendieron dos prodigios a un tiempo. Los peregrinos habían desaparecido: una cruz maravillosamente elaborada, suspendida en el aire, despedía vivos resplandores.

Aquellos peregrinos eran dos ángeles, dijo el pueblo cristiano, y así se lo persuadió su fe; y la preciosa cruz de Alfonso el Casto, revestida de planchas de oro y piedras preciosas, que hoy se venera todavía en Oviedo, sigue llamándose la Cruz de los Ángeles.

Otro prodigio, que como milagroso refieren también los devotos cronistas de la edad media, señaló el reinado del segundo Alfonso. Cerca de ocho siglos hacía, dicen, que el cuerpo del apóstol Santiago había sido traído de la Palestina por sus discípulos, y depositado en un lugar cerca de Iria Flavia en Galicia. Pero las continuas guerras y trastornos de aquel país habían hecho olvidar el sitio en que el sagrado depósito se guardaba, hasta que se descubrió en tiempo de Alfonso el Casto. Cuentan las crónicas haber acaecido del modo siguiente.

Varios sujetos de autoridad comunicaron a Teodomiro, obispo de Iria, haber visto diferentes noches en un bosque no distante de aquella ciudad resplandores extraños y luminarias maravillosas. Acudió en su virtud el piadoso obispo al lugar designado, y haciendo desbrozar el terreno y excavar en él, hallóse una pequeña capilla que contenía un sarcófago de mármol. No se dudó ya que era el sepulcro del santo Apóstol.

Puso el prelado el feliz descubrimiento en noticia del rey Alfonso que se hallaba en Oviedo, e inmediatamente el monarca se trasladó al sagrado lugar con los nobles de su palacio, y mandó edificar un templo en el Campo del Apóstol (que desde entonces, acaso de Campus Apostoli, se denominó Compostela), y le asignó para su sostenimiento el territorio de tres millas en circunferencia. Posteriormente le hizo merced de una preciosa cruz de oro, copia, aunque en pequeño, de la de los Ángeles de Oviedo, y empleando la buena amistad en que estaba con Carlomagno, le rogó impetrase del papa León III el permiso para trasferir la sede episcopal de Iria a la nueva iglesia de Compostela. Hízolo así el pontífice, que con este motivo escribió una carta a los españoles.

Pronto se difundió por las naciones cristianas la noticia de la fundación del santo sepulcro y de los milagros del Apóstol, y multitud de peregrinos acudían ya a mediados del siglo XI a visitar el santuario de Compostela.

Atento el monarca, no sólo a los asuntos de interés religioso, sino también a los civiles y políticos de su reino, adicto a las costumbres y gobierno de los godos, que vivían en su memoria, restableció el orden gótico en su palacio, que organizó bajo el pie en que estaba el de Toledo antes de la conquista: promovió el estudio de los libros góticos, restauró y puso en observancia muchas de sus leyes, y llevó a la Iglesia su antigua disciplina canónica: que fue un gran paso hacia la reorganización social del reino y pueblo cristiano.

No amenguaron por eso las dotes de guerrero que desde el principio había desplegado. En las expediciones que Abderramán II, sucesor de su padre Alhakem en el imperio musulmán, hizo por sí o por sus caudillos a las fronteras de Galicia, encontráronle siempre los infieles apercibido y pronto a rechazarlos con vigor. Hacia los últimos años de su reinado un caudillo árabe, Mohammed ben Abdelgebir, que en Mérida se había insurreccionado contra el gobierno central de Córdoba, acosado por las victoriosas armas del emir, hubo de buscar un asilo en Galicia, que el rey Alfonso le otorgó con generosidad dándole un territorio cerca de Lugo, donde pudiesen vivir él y los suyos sin ser inquietados (833). Correspondió más adelante el pérfido musulmán con negra ingratitud a la generosa hospitalidad que había debido a Alfonso, y tan desleal al rey cristiano como antes lo había sido a su propio emir, alzóse con sus numerosos parciales y apoderóse por sorpresa del castillo de Santa Cristina, dos leguas distante de aquella ciudad (838). Voló el anciano Alfonso con la rapidez de un joven a castigar a sus ingratos huéspedes, y después de haber recobrado el castillo que les servía de refugio, los obligó a aceptar una batalla en que pereció el traidor Mohammed con casi todos sus secuaces, sobre 50.000 acorde a algunos cronistas. Alfonso regresó victorioso a Oviedo por última vez.

Este fue el postrer hecho de armas del rey Casto, sin que ocurrieran otros sucesos notables hasta su muerte, acaecida en 842, a los cincuenta y dos años de reinado, y los ochenta y dos de su edad. Sus restos mortales fueron depositados en el panteón de su iglesia de Santa María. Aun se conserva intacto el humilde sepulcro que encierra las cenizas de tan glorioso príncipe.

Los monjes de los monasterios de San Vicente y San Pelayo iban diariamente en comunidad a orar sobre los restos del rey Casto, y aún conserva el cabildo catedral la costumbre de consagrarle anualmente un solemne aniversario. Su memoria vive en Asturias como la de uno de los más celosos restauradores de su nacionalidad.

Letura Académica Complementaria:

La batalla de los Lutos/Los Llodos (Asturias 794). Una hipótesis de ubicación en las Veigas-Picu Mirayu (PDF).

 

 

 

CAPITULO NOVENO

LA ESPAÑA CRISTIANA EN EL PRIMER SIGLO DE LA RECONQUISTA

Del 718 al 842