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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO MUSULMAN

 

CAPÍTULO VI

RONCESVALLES. — FIN DE ABDERRAMÁN I

Del 774 al 788

 

Dejamos á Abderramán en Córdoba en 774, vencidas las facciones de los Abassidas y Fehríes, gozando, si no de paz. por lo menos de un respiro que desde su arribo a España no había podido obtener. ïbase afianzando el poder de los Ommiadas en el centro y Mediodía de España. Los hijos del emir desempeñaban ya cargos públicos importantes. El mayor, Suleman, era walí de Toledo; el segundo, Abdallah, lo era de Mérida. El tercero, Hixem, el predilecto de su padre, el que destinaba para sucesor suyo, vivía en su compañía recibiendo la más esmerada educación, asistiendo a las asambleas de los cadíes de la aljama y al mexuar o consejo de Estado, e instruyéndose en las artes y en las ciencias, de que hacían los árabes alta estima : añaden los escritores que él mismo leía en las academias elegantes versos en elogio de su padre.

Mas al tiempo que reinaba esta calma por la parte del Mediodía, se nublaba el horizonte por Oriente y se preparaba por el Norte estruendosa tempestad. Las indóciles tribus berberiscas que tenían su principal asiento en la parte oriental y septentrional de la Península, las más apartadas del centro del imperio, en sus perpetuos odios de raza no cesaban de conspirar contra el emirato, alimentando siempre la esperanza de la emancipación. Ya un personaje llamado Hussein el Abdari, walí que había sido de Zaragoza, había fraguado en esta ciudad una conspiración, que el Walí Abdelmelek, el bravo Marsilio, había acertado á conjurar, apoderándose bruscamente de Hussein y haciéndole decapitar instantáneamente, dejando con esto por entonces la ciudad consternada y tranquila. Mas estos no eran sino síntomas de otras más terribles borrascas. El germen del descontento minaba sordamente aquel país; silencio y misterio envuelven el período que siguió a aquel amago de revolución, y las crónicas no nos dicen ni lo que pasó después en Zaragoza, ni lo que fue del valeroso Marsilio, ni quién le reemplazó en el gobierno de la provincia. Se sabe sólo que en 777 se hallaba de walí de Zaragoza Suleiman ben Alarabi, que lo había sido de Barcelona por Abderramán y conducídose allí con la mayor fidelidad al emir. Pero el fiel servidor de Abderramán en Barcelona dejó de serlo en Zaragoza. Acaso al verse al frente de una ciudad tan importante y en que dominaba el espíritu y abundaban los elementos de hostilidad hacia la familia de los Omeyas le sugirió el pensamiento de alzarse en emir independiente de la España Oriental. Fuese éste u otro semejante su designio, Zaragoza se hizo el centro y asilo de todos los enemigos y de todos los resentidos o descontentos del emir. Creyó, no obstante, Ben Alarabi (comunmente Ibnalarabi), que necesitaba el apoyo de un aliado poderoso que le ayudase en sus planes contra el soberano de los musulmanes de España. Corría entonces por Europa la fama de los grandes hechos de Carlomagno, y a él determinó acudir el ingrato walí. Trasladémonos por un momento a otro teatro para comprender mejor el interesante drama que se va a representar.

Después de los célebres triunfos de Carlos Martell sobre las armas sarracenas, su hijo Pepino el Breve había extendido su dominación desde este lado del Loira hasta las montañas de la Vasconia. A su muerte, acaecida en 768, los estados de Pepino se dividieron entre sus dos hijos Carlos y Carlomán; mas habiendo ocurrido a los tres años (771) la muerte de Carlomán, hallóse su hermano Carosl, el llamado después Carlos el Grande y Carlomagno, dueño de toda la herencia de Pepino hasta los Pirineos. Tuvo Carlomagno, en los primeros años siguientes, ocupada toda su atención y empleadas todas sus fuerzas y toda su política en el Norte del otro lado de los Alpes y del Rin, peleando alternativamente contra los sajones y contra los lombardos, y oponiendo un diquea las últimas oleadas de las invasiones de los pueblos germanos. Habíanse los sajones sublevado de nuevo en 777; marchó contra ellos el rey franco y los deshizo, y después de haber implantado, como dice un escritor de aquella nación, con ayuda de los verdugos la obediencia y el cristianismo en el suelo rebelde de la Sajonia, los emplazó para que compareciesen en el Campo-de-Mayo de Paderborn.

Hallábase, pues, Carlomagno presidiendo esta célebre dieta en el fondo de la Germania, cuando inopinadamente se presentaron en ella unos hombres cuyos trajes y armaduras revelaban ser musulmanes. ¿A qué iban y quiénes eran aquellos extranjeros que así interrumpían las altas cuestiones que se agitaban en la asamblea? Era Ben Alarabi, el walí de Zaragoza, que con Cassim ben Yussuf y algunos otros de sus compañeros iba a solicitar de Carlomagno el auxilio de sus armas contra el poderoso emir de Córdoba Abderramán. No desechó el monarca franco una invitación que le proporcionaba propicia coyuntura, no sólo de asegurar la frontera de los Pirineos, sino también de ensanchar sus Estados incorporando á ellos por lo menos algunas ciudades de España que el disidente musulmán le debió ofrecer, dado que más allá no fuesen sus pensamientos de conquistador. Preparóse, pues, para invadir España en la primavera del año siguiente (778). Dejó aseguradas las fronteras de Sajonia, pasó el Loira, cruzó la Aquitania, juntó el mayor ejército que pudo, y dividiéndole en dos cuerpos ordenó que el uno franqueara los desfiladeros del Pirineo Oriental, mientras él a la cabeza del otro penetraba por las gargantas de los Bajos Pirineos.

Sin tropiezo avanzó el rey franco, con todo el aparato y brillo de un conquistador poderoso, por San Juan de Pie de Puerto y los estrechos pasos de Ibañeta hasta Pamplona, cuya ciudad, en poder entonces de los árabes, tampoco le opuso resistencia; y prosiguiendo por las poblaciones del Ebro, talando y devastando sus campos, se puso sobre Zaragoza. Gran confianza llevaba el monarca franco de entrar derecho y sin estorbo a tomar posesión de la ciudad. Grande por lo mismo debió ser su sorpresa al encontrar las puertas cerradas y sus habitantes preparados a defenderla. ¿Qué se habían hecho los ofrecimientos y compromisos de Ben Alarabi? ¿Es que se arrepintió de su obra al ver a Carlos presentarse, no como auxiliar, sino con el aire y ostentación de quien va a enseñorearse de un reino? ¿O fue que los musulmanes llevaron a mal el llamamiento de un príncipe cristiano y de un ejército extranjero, y se levantaron a rechazarle aún contra la voluntad de su mismo walí? Las crónicas no lo aclaran, y todo pudo ser. Es lo cierto que en vez de hallar amigos vio Carlos sublevarse contra sí todos los walíes y alcaldes, todas las poblaciones de uno y otro margen del Ebro, y que temiendo el impetuoso arranque de tan formidables masas, tuvo a bien retirarse de delante de los muros de Zaragoza, con gran peso de oro, dicen algunos anales francos, pero con gran peso de bochorno también. Determinado a regresar a la Galia por los mismos puntos por donde había entrado, volvió a Pamplona, hizo desmantelar sus muros, y prosiguiendo su marcha se internó en los desfiladeros de Roncesvalles,  sin haber encontrado enemigos. Sólo en aquel valle funesto había de dejar sus ricas presas, la mitad de su ejército, y lo que es peor para un guerrero, su gloria.

Dividido en dos cuerpos marchaba por aquellas angosturas el grande ejército de Carlomagno a bastante espacio y distancia el uno del otro. Carlos a la cabeza del primero, «Carlos, dice el astrónomo historiador, igual en valor a Aníbal y a Pompeyo, atravesó felizmente con la ayuda de Jesucristo las altas cimas de los Pirineos.» Iba en el segundo cuerpo la corte del monarca, los caballeros principales, los bagajes y los tesoros recogidos en toda la expedición. Hallóse éste sorprendido en medio del valle por los montañeses vascos, que apostados en las laderas y cumbres de Altabiscar y de Ibañeta, parapetados en las breñas y riscos, lanzáronse al grito de guerra y al resonar del cuerno salvaje sobre las huestes francas, que sin poderse revolver en la hondonada, y embarazándolas su misma muchedumbre, se veían aplastadas bajo los peñascos que de las crestas de los montes rodando con estrépito caían. Los lamentos y alaridos de los moribundos soldados de Carlomagno se confundían con la gritería de los guerreros vascones, y retumbando en las rocas y cañadas aumentaban el horror del sangriento cuadro. Allí quedó el ejército entero; allí todas las riquezas y bagajes; allí pereció Eginard, prepósito de la mesa del rey; allí Anselmo, conde de palacio; allí el famoso Rolando , prefecto de la Marca de Bretaña; allí, en fin. se sepultó la flor de la nobleza y de la caballería francesa, sin que Carlos pudiera volver por el honor de sus pendones ni tomar venganza de tan ruda agresión.

Tal fue la famosa batalla de Roncesvalles, como la refiere el mismo secretario y biógrafo de Carlomagno que iba en la expedición, desnuda de las ficciones con que después la embellecieron y desfiguraron los poetas y romanceros de la edad media de todos los países. Por muchos siglos siguieron enseñando los descendientes de aquellos bravos montañeses la roca que Roldan, desesperado de verse vencido, tajó de medio a medio con «su espada, sin que su famosa Durindaina ni se doblara ni se partiera; aun muestran los pastores la huella que dejaron estampada las herraduras del caballo de aquel paladín; aun se conservan en la Colegiata de Nuestra Señora de Roncesvalles, fundada por Sancho el Fuerte, grandes sepulcros de piedra, con huesos humanos, astas de lanzas, bocinas, mazas y otros despojos que la tradición supone pertenecientes a aquella gran batalla.

Entre los cantos de guerra que han inmortalizado aquel famoso combate, es notable por su enérgica sencillez, por su aire de primitiva rudeza, por su espíritu de apasionado patriotismo, de agreste y fogosa independencia, el que se nos ha conservado con el nombre de Altabizaren cantua, que abajo ponemos en el antiguo idioma vasco, y de que damos aquí una imperfecta traducción.

«Un grito ha salido del centro de las montañas de los Eskaldunacs : y el Etcheco-Jauna (el caballero hacendado, el señor de casa solariega), de pie delante de su puerta, aplicó el oído y dijo: ¿qué es esto? Y el perro que dormía a los pies de su amo se levantó, y sus ladridos resonaron en todos los alrededores de Altabiscar. Un ruido retumba en el collado de Ibañeta: viénese aproximando por las rocas de derecha e izquierda : es el sordo murmullo de un ejército que avanza. Los nuestros le han respondido desde las cimas de las montañas; han tocado sus cuernos de buey, y el Etcheco-Jauna aguza sus flechas.

¡Que vienen! ¡que vienen! ¡Oh qué bosque de lanzas! ¡Qué de banderas de diversos colores se ven ondear en medio! ¡Cómo brillan sus armas! ¿Cuántos son? ¡Mozo, cuéntalos bien! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, diez y seis, diez y siete, diez y ocho, diez y nueve, veinte.

¡Veinte, y aun quedan millares de ellos! Sería tiempo perdido quererlos contar. ¡Unamos nuestros nervudos brazos; arranquemos de cuajo esas rocas; lancémoslas de lo alto de las montañas sobre sus cabezas: aplastémoslos, matémoslos!

Y ¿qué tenían que hacer en nuestras montañas estos hijos del Norte? ¿Por qué han venido a turbar nuestro reposo? Cuando Dios hizo las montañas, fue para que no las franquearan los hombres. Pero las rocas caen rodando, y aplastan las haces: la sangre corre a arroyos; las carnes palpitan. ¡Qué de huesos molidos! ¡qué mar de sangre!  

¡Huid , huid, los que todavía conserváis fuerzas y un caballo! Huye, rey Carlomagno, con tus plumas negras y tu capa encarnada. Tu sobrino, tu más valiente, tu querido Roldán yace tendido allá abajo. Su bravura no le ha servido de nada. Y ahora, Eskaldunacs, dejemos las rocas, bajemos aprisa lanzando flechas a los fugitivos.

¡Huyen, huyen! ¿Qué se hizo aquel bosque de lanzas? ¿Dónde están las banderas de tantos colores que ondeaban en medio? Ya no despiden resplandores sus armas manchadas de sangre. ¿Cuántos son? Mozo, cuéntalos bien. Veinte, diez y nueve, diez y ocho, diez y siete, diez y seis, quince, catorce, trece, doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno.  

¡Uno ! ¡Ni uno siquiera hay ya! Se acabaron. Etcheco-Jauna, ya puedes retirarte con tu perro, a abrazar a tu esposa y tus hijos,  a limpiar tus flechas, a encerrarlas con tu cuerno de buey, a acostarte después y dormir sobre ellas.

Por la noche las águilas vendrán a comer esas carnes machacadas, y todos esos huesos blanquearán eternamente»

El escarmiento de Roncesvalles aleccionó a Carlomagno y le enseñó a abstenerse de traspasar unas fronteras tan ostensiblemente por la naturaleza trazadas, así como le sirvió para procurar la mejor defensa de aquel natural baluarte por la parte que miraba a sus Estados, encomendando su guarda a sus más fieles condes, abades y leudes. y poniendo la Aquitania bajo una vigorosa organización militar que la conservase al abrigo de una invasión por parte de los árabes o de los montañeses vascones.

Después de la desastrosa retirada de Carlomagno, Zaragoza fue teatro de nuevas turbulencias entre los caudillos musulmanes enemigos de Abderramán. Hussein ben Yahia, el Abassida, había hecho asesinar a Ibnalarabi, provocado una reacción contra los malos muulmanes, que habían llamado al rey de los cristianos Karilah, y proclamádose emir independiente de la Oriental. Los partidarios de Ibnalarabi, incluso su gijo Issum, igualmente que los parciales del emir de Córdoba, habían tenido que refugiarse en los valles de los Pirineos y en la Septimania, huyendo de la común persecución de Hussein. La traición de Ibnalarabi y la invasión de Carlomagno habían conmovido menos a Abderramán que la noticia de haberse enarbolado de nuevo en Zaragoza el aborrecido pendón de sus eternos enemigos los Abassidas, y desde luego acudió con gran golpe de gente contra la sublevada ciudad. Costó esta vez la rendición de Zaragoza dos años de obstinado sitio, al cabo de los cuales, cansado Hussein y agotados todos sus medios de defensa, se sometió a Abderramán, dando al vencedor en rehenes sus hijos (780). El valeroso Ommiada, restablecida su autoridad en Zaragoza, pasó á Pamplona, que desmantelada de murallas dos años antes por Carlomagno, no pudo oponerle resistencia alguna; desde allí prosiguió a visitar el país vecino a Roncesvalles, teatro de las glorias de los montañeses vascones, pero sin atreverse a penetrar en aquellas terribles gargantas en que tan duro escarmiento había hallado un príncipe cristiano, no menos esclarecido y poderoso que él; después, cruzando de nuevo el Aragón, y reducidos a la obediencia los Avalíes y alcaldes de las ciudades y villas de aquellas inquietas comarcas, pasó a Gerona, Barcelona y Tortosa, y asegurada al parecer la tranquilidad en estas no menos turbulentas tribus, regresó a su residencia habitual de Córdoba, satisfecho de dejar sometidos á su dominación los valles del Ebro y las tribus y ciudades de las vertientes de los Pirineos.

Pero destinado estaba el ilustre fundador del imperio árabe de Occidente a pasar una vida desasosegada y zozobrosa. Veinticinco años se contaban desde su arribo a la Península, y apenas había podido gustar algunos momentos de reposo. Vencedor de cien rebeliones, tantas veces reproducidas como sofocadas, parecía que sus enemigos de dentro y fuera se habían propuesto proporcionarle ocasiones de ganar gloria, aunque a costa de inquietudes y peligros. Aun no había trascurrido un año de la sumisión de Zaragoza cuando se vio tremolar otra vez la bandera de la rebelión en el seno mismo de la Andalucía (781). El otro hijo de Yussuf el Fehri, aquel Abul Asuad, a quien en 763 dejamos recluido por orden de Abderramán en un torreón de los muros de Córdoba, acababa de evadirse de la prisión, y era el que había alzado de nuevo el estandarte rebelde de los Fehríes. Las circunstancias de su evasión merecen ser referidas.

Los primeros años de su cautiverio había sido custodiado con toda rigidez, porque el bando de los Fehríes era todavía fuerte y hacía necesaria toda precaución. Mas al paso que se disipaban los temores de nuevas revueltas por parte de aquella parcialidad indócil, había ido aflojando el rigor de los guardas y carceleros, y disminuyendo poco a poco su vigilancia y cuidado. No era, sin embargo, ésta tan escasa que hubiese podido Abul Asuad realizar su fuga en dos ocasiones que lo intentó. Entonces apeló a un ardid, tan ingenioso como de paciencia grande y de ejecución difícil. Un día, habiéndole sacado a que gozase de la luz del sol, fingió en aquel momento quedarse ciego, y lo fingió con tal propiedad y lo sostuvo con tal perseverancia que llegaron todos a persuadirse de ser una realidad su ceguera. Con este motivo fueronsele ensanchando los límites de la prisión; permitíasele bajar a los aljibes, y a las salas bajas del baluarte que daban al río, y cuyas ventanas ofrecían fácil salida; dejábasele hasta dormir en aquellas piezas en las noches del estío. En este estado había tenido ocasión de comunicar su proyecto a algunos parciales de su familia que acudían a verle, y de concertar con ellos los medios de ejecución. Así fué que una tarde de verano, aprovechando la hora y sazón de estarse bañando las gentes en el Guadalquivir y distraídos en otros negocios sus carceleros, se descolgó de repente por una de las ventanas bajas de la escalera de las cisternas, pasó a nado el río, y cuando se halló del otro lado tomó un disfraz y un caballo que sus amigos le tenían dispuesto, y se encaminó por sendas desusadas a Toledo, donde ya le esperaban también sus adictos, los cuales le proveyeron de todo lo necesario y le facilitaron medios para que pudiese sin peligro pasar a las montañas de Jaén, abrigo de todos los descontentos del emir y Fehríes.

Cuando el emir supo la evasión del creído ciego, exclamó: «Temo mucho que la fuga de este ciego nos haya de causar no poca inquietud y efusión de sangre». En efecto, ya entonces se hallaba Abul Asuad al frente de seis mil hombres posesionado de las sierras de Segura y de Cazorla, mientras su hermano Cassim, el fugado de Toledo, el compañero de Ibnalarabi, había reaparecido otra vez como por encanto en la Serranía de Ronda, y reclutaba gente para engrosar las bandas de Abul Asuad. Admirable actividad y constancia la de los hijos de Yussuf, sólo comparable a la de su padre. Noticioso el emir de esta novedad, partió de Córdoba a la cabeza de su caballería y dio órdenes a diferentes walíes para que se le incorporasen con sus respectivas huestes. Encastillados los rebeldes en las breñas de Cazorla, sostuviéronse por espacio de tres años haciendo la guerra de montaña, la más a propósito para rendir de fatiga y sin resultados las tropas del emir. Impacientado ya éste y ardiendo en deseos de terminar de una vez lucha tan prolongada y fatigosa, hizo un llamamiento general a todas las tribus, y congregados todos los hombres útiles de guerra, dispuso una batida simultánea en las asperezas en que se abrigaban los rebeldes, resuelto a no dejar un enemigo a vida. Abul Asuad, de resultas de este ojeo, reconcentró su gente en Cazorla. Aconsejábanle allí unos que implorase la clemencia del emir, seguro de que sería acogido con benignidad, otros que aceptara la batalla y en lo más recio de ella se pasara al campo enemigo donde sería recibido con benevolencia. Desechó altivamente el Fehri una y otra proposición como innobles, y prefirió aventurar el todo por el todo en un combate. Y así fue que forzado a aceptar la pelea en los campos de Cazorla, sus indisciplinadas bandas, buenas para la guerra de montaña, de sorpresa y de rapiña, pero poco a propósito para una batalla campal, fueron pronto acuchilladas y deshechas por los escuadrones regulares y aguerridos de Abderramán. Muchos se ahogaron en las aguas del Guadalimar; otros se retiraron a sus casas; Hafila, uno de los bandidos más antiguos, huyó a sus conocidas montañas de Jaén; Cassim pudo retirarse a la Serranía de Ronda, y Abul Asuad escapó despavorido con unos pocos por Sierra Morena a Extremadura y el Algarbe. Más de cuatro mil hombres habían quedado en el campo (784).

Vióse Abul Asuad acosado en tierra extraña por los walíes de Beja, de Alcántara y de Badajoz; abandonáronle sus compañeros; y solo, errante noche y día por bosques y cuevas, como hambriento lobo, dice un autor árabe, derrotado y miserable entró en Coria, donde estuvo oculto algún tiempo: precisado a volver a salir de allí, continuó errante de bosque en bosque, apagando su sed en los arroyos y pidiendo limosna a los transeúntes: por fin, descalzo y andrajoso, desfigurado con los trabajos, entró en Alarcón, pueblo y fortaleza de Toledo, donde recibió la hospitalidad del desvalido, y a poco tiempo una muerte oscura puso fin a sus infortunios. Tal fue el lamentable fin del hijo mayor de aquel Yussuf, enemigo implacable de Abderramán. Habíase fingido ciego en la prisión, y sólo recobró la libertad y la vista para gozar de la libertad de las fieras del bosque y del espectáculo de su negra desventura.

Terminada esta guerra, pasó Abderramán a visitar la Extremadura y Lusitania. Recorrió las ciudades de Mérida, Évora, Lisboa, Santarén, Coimbra, Porto y Braga, haciendo levantar en todas partes mezquitas y estableciendo escuelas públicas para la enseñanza del islam : volvió por Zamora, Astorga y Ávila, ciudades todas conquistadas antes por el rey cristiano de Asturias Alfonso I, y abandonadas sin duda después o poco defendidas, y pasó a Toledo, donde fue recibido por su hijo Abdallah con las mayores demostraciones de alegría (785). Allí supo que Cassim, el hijo menor de Yussuf, unido al indómito Hafila, restos ambos de la batida de Cazorla, hacían todavía los últimos desesperados esfuerzos por la parte de Murcia y Almería. Mientras Abdallah, hijo del célebre Marsilio, y heredero del valor y de la severidad de su padre, perseguía a Cassim ben Yussuf, Abderramán visitaba los pueblos de las montañas de Jaén, teatro de la última guerra, cambiando con su presencia y porte el espíritu desfavorable que en ellos dominaba y disipando con su amabilidad las prevenciones que contra él tenían. Al llegar a Segura de la Sierra, exclamó: «Esta fortaleza, defendida por un buen alcaide y por algunos ballesteros fieles, sería inaccesible como el nido del águila en la empinada roca». Lleváronle allí la noticia importante de haber caído Cassim el Fehri en manos de Abdallah, hijo de Marsilio (Abdelmelek ben Omar). Invirtió algunos días el emir en recorrer las aldeas de la sierra, y luego bajó a Denia, donde le esperaba otra nueva no menos feliz. Abdallah había capturado también al terrible caudillo de los rebeldes Hafila, a quien había decapitado en el acto. Cuando Abderramán llegó a Lorca, incorpóresele el vencedor Abdallah, y juntos se encaminaron a Córdoba, donde entraron en medio de las más vivas aclamaciones y plácemes de los habitantes de la ciudad (786). Presentáronle allí al rebelde Cassim encadenado: el hijo de Yussuf imploró la clemencia del emir besando la tierra que pisaba el mismo a quien había hecho guerra obstinada y pertinaz. El ilustre emir puso término a la guerra de treinta años con un rasgo de magnanimidad que acabó de realzar su grandeza. No sólo mandó quitar las cadenas y grillos al cautivo Fehri, sino que le otorgó mercedes y le dio tierras en Sevilla para que pudiese vivir conforme a su antiguo rango y socorrer a sus parientes desvalidos. Cassim, conmovido con tan generoso proceder, ofreció solemnemente ser desde entonces el más fiel servidor y amigo de su magnánimo bienhechor.

¡Cuán diferente estrella la de los hijos de Yussuf el Fehri! Abul Asuad, preso dieciocho años en una torre, logra a costa de una fingida ceguera, ficción aún más incómoda que el mismo cautiverio, evadirse de la prisión, alza el pendón rebelde en el corazón de una montaña, es batido a ojeo como una fiera dañina, le derrotan en un combate, le abandonan los suyos, vaga por los bosques como una alimaña perseguida por el cazador, pide limosna a los transeúntes, apaga la sed en los torrentes del desierto, lo desfiguran los trabajos de la vida salvaje, y escuálido y desnudo entra en una población donde muere como un mendigo en la oscuridad y en la miseria. Cassim, su hermano, diez veces prisionero y otras tantas auxiliado para fugarse, fomentador de todas las rebeliones, conspirador incansable y eterno, aparece doquiera que había enemigos armados del emir, en ciudades y en despoblados, en España y fuera de ella, en Mediodía y en Oriente, en riscos y llanos, es apresado al fin, y no sólo obtiene perdón e indulto de un vencedor de quien fuera tan mortal enemigo, sino también tierras de que poder vivir con la grandeza de un príncipe. Inútil sería buscar en lo humano las causas de estos contrastes que en todos los siglos, en todas las religiones y en todos los países suele ofrecer la suerte de los hombres.

Llegamos por fin al término de la carrera de Abderramán: treinta años llevaba de luchas el hijo de Moawiah con pocas interrupciones, al cabo de los cuales, vencedor siempre, pero siempre molestado, logró todavía poder dedicar con quietud alguno aunque corto tiempo a afianzar el trono de los Ommiadas y a legársele en un estado brillante a sus sucesores. Dedicó, pues, Abderramán este apetecido período de sosiego a embellecer Córdoba con monumentos que testificaran a la posteridad su poder y grandeza. Ya la había adornado con alcázares, palacios y jardines; mas queriendo dejar levantado en la capital del imperio un templo que igualara o excediera a los más magníficos y soberbios de Oriente, dio principio a la construcción de la grande aljama o mezquita mayor de Córdoba sobre el mismo plan de la de Damasco, en lo cual llevó acaso la idea religiosa y el pensamiento político de apartar más y más a los musulmanes españoles de la dependencia moral de Oriente en que los conservaba la veneración a la Meca, haciendo de Córdoba un nuevo centro de la religión musulmana. Para activarlos trabajos y alentar a los operarios con su ejemplo, trabajaba Abderramán por sí mismo una hora cada día; mas a pesar de tanta actividad y de haber consumido en los gastos de la obra más de cien mil doblas de oro, Dios no le permitió ver concluido el grandioso monumento, en que, al decir de un moderno poeta, el ojo había de perderse en maravillas. Reservada estaba esta satisfacción a su hijo Hixem.

Pero a Abderramán corresponde la gloria del pensamiento y la honra de haber dotado con rentas perpetuas los hospitales y escuelas (madrasas) que levantó a la sombra de la grande aljama.

Ocupado estaba el ilustre Ommiada en estos trabajos, cuando sintiéndose próximo a descender al sepulcro, convocó a los walíes de las seis provincias, y a los gobernadores de doce ciudades principales, con sus veinticuatro visires, y teniéndolos reunidos en su alcázar, á presencia de su hahgib o primer ministro, del cadí de los cadíes, de los alkatibes, secretarios y consejeros de Estado, declaró su voluntad de dejar a su hijo Hixem por wali alahdi, o sucesor del imperio; rogó a todos le reconociesen y jurasen por tal, y lo hicieron así todos aquellos altos dignatarios, tomando la mano de Abderramán, según costumbre, en señal de obediencia y respeto, y prometiendo fidelidad al futuro emir cuando su padre muriese. Era Hixem el predilecto de su padre, porque aventajaba a sus hermanos en bondad y en sabiduría, en prudencia y rectitud. Murmuróse que la sultana Howara, madre de Hixem, la más querida, y acaso la única esposa que tuvo el emir, no había dejado de influir en la elección. Mas aunque los dos hermanos mayores, Suleiman y Abdallah, no podían reclamar legalmente derecho de preferencia a la soberanía, puesto que ésta era electiva, como lo era también en aquella época entre los cristianos, no pudieron sin secretos celos y sin un resentimiento que por entonces ahogaron, verse postergados a un hermano menor, cuyo mérito y virtudes presumían por lo menos igualar.

Despedida la asamblea, partió Abderramán a Mérida, acompañándole Hixem, y quedando Abdallah en Córdoba: Suleiman volvió a su gobierno de Toledo. A los pocos meses adoleció Abderramán en Mérida de una enfermedad, de la cual no tardó en sucumbir. Acaeció su muerte en el año de la hégira 171, el 22 de la luna de Rebie segunda (30 de setiembre de 788). Tenía entonces poco más de cincuenta y nueve años, y dejaba once hijos y nueve hijas. Hízosele un entierro solemne y pomposo, acompañando su féretro toda la gente de la ciudad y de sus contornos, con señaladas muestras de sentimiento y pesadumbre.

Así terminó su agitada y gloriosa carrera el primero de los Ommiadas de España, Abderramán ben Meruán,a cuyas aventajadas cualidades sus mayores enemigos no pudieron menos de hacerle justicia. Almanzor, califa de Bagdad, y por lo mismo natural enemigo de su nombre y familia, elogiaba su valor y sus talentos, y se felicitaba de que las guerras interiores de España le hubieran impedido ejecutar el atrevido pensamiento que tuvo, según Al Makari, de llevar la guerra hasta el Oriente, y de derrocar la poderosa dinastía de los Abassidas. Los escritores cristianos, a pesar de sus naturales antipatías, no pudieron dejar de reconocer sus virtudes. El Silense le llama el gran rey de los moros, y el arzobispo don Rodrigo dice que Abderramán fue llamado Al Adhil, el Justo. «Carlomagno, dice un escritor contemporáneo, la figura colosal que descuella en aquel siglo, queda rebajado en comparación de Abderramán»

Aunque Abderramán gobernó como jefe supremo e independiente, y aunque las historias cristianas y algunas árabes le nombran Rey, Califa (Vicario), o Miramamolín, consta por Al Makari que nunca se dio a sí mismo sino el modesto título de Emir. Los dictados de miramamolín y de califa no empezaron a darse a los emires de Córdoba hasta el octavo de los Ommiadas de España Abderramán III, o sea, Abderramán al Nasir.

El mismo año de la muerte de Abderramán I entró en África Edris ben Abdallah, que después de haber andado errante por aquellas regiones, como en otro tiempo Abderramán, se apoderó de Almagreb, quitándoselo a los califas de Oriente, y echó los cimientos del reino de Fez, que trasmitió en herencia a su hijo Edris ben Edris. De esta manera el África propiamente dicha, desde el Egipto hasta el Estrecho, se constituía independiente de los califas Abassidas, como treinta y ocho años antes se había constituido la España: circunstancia interesante para la inteligencia de los sucesos ulteriores de nuestra historia.

 

 

 

CAPÍTULO SEPTIMO

HIXEM Y ALHAKEM (AL-HAKAM) EN CÓRDOBA; ALFONSO EL CASTO EN ASTURIAS

Del 788 al 802