web counter
cristoraul.org
 

 

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

TOMO PRIMERO - LIBRO PRIMERO - EDAD ANTIGUA

 

ESPAÑA BAJO EL IMPERIO ROMANO

 

DE TEODOSIO MAGNO A WALIA

380 - 414 d.C.

 

 

Con orgullo podrá citar siempre la España los tres emperadores que salieron de su seno, Trajano, Adriano y Teodosio. Españoles eran también los padres de este último, Teodosio y Termancia, así como su primera mujer Facila. Hallábase Teodosio, según hemos visto, tranquilo en su retiro, como otro Cincinnato, cultivando su patrimonio, y contento con su honesta medianía, cuando un emperador le busca para partir con él la púrpura imperial como el único hombre capaz por sus talentos y su firmeza de salvar el imperio de Oriente, a punto de ser presa de los bárbaros. De ello se lisonjeaban ya los godos. Por lo que a mí hace, decía uno de sus jefes, estoy cansado de matar, y lo que me admira es que un pueblo tan débil y que huye siempre delante de mí, se atreva todavía a disputarme la posesión de sus provincias y de sus tesoros. Pero llega Teodosio, y renovando los días de los Fabios y de los Escipiones, restablece la disciplina del menguado y desconcertado ejército, acostumbra a sus soldados a oir sin susto los gritos de los salvajes, los ejercita primero en la guerra de ardides y sorpresas, y cuando ya los considera suficientemente aguerridos, los presenta delante de los bárbaros, y por fruto de sus ensayos anteriores, recoge la victoria. Teodosio, guerrero y político, aprovecha las divisiones y rivalidades que existían entre ostrogodos y visigodos, entra en negociaciones con Atanarico y le lleva a Constantinopla, donde le deslumbra con la grandeza de aquella ciudad imperial. Muere al rato Atanarico; Teodosio le manda hacer suntuosas honras, y atrae a su partido a los godos. Éstos se comprometen a guardar los pasos del Danubio contra los demás pueblos, y Teodosio incorpora en las tropas imperiales más de cuarenta mil bárbaros.

Teodosio conserva así la tranquilidad del imperio de Oriente, pero ya quedan establecidos en el imperio los que habían de ser sus destructores; ya los godos y los hunos están al servicio de los príncipes que iban a exterminar (382). En palacio mismo admite a Estilicón, de la sangre de los godos. Ya el imperio, en la corte y en el ejército, iban siendo mitad bárbaro, mitad romano. Ahora obedecen a Teodosio; cuando falte Teodosio, serán ellos los señores y los obedecidos.

No gozaba la misma paz el Occidente. Máximo, soldado, ambicioso, se había hecho proclamar emperador en la Gran Bretaña (383). Viene en seguida a la Galia, acomete a Graciano, príncipe indolente y flojo, dado a la caza, y entregado a una guardia de bárbaros, y le quita el imperio y la vida. Máximo se hace reconocer por galos y españoles, y marcha sobre Italia. Pero San Ambrosio, obispo de Milán, viene a proponerle el pacífico goce de los estados de Graciano, y que no se le disputaría el título de emperador de Occidente en unión con Valentiniano II, con tal que hiciese, cesar la guerra. Máximo accede a las proposiciones de San Ambrosio, y Teodosio ratifica lo pactado. Máximo se asoció su hijo Víctor, y los tres emperadores reinaron por espacio de cuatro años en aparente armonía. Pero el ambicioso Máximo declara de repente la guerra a Valentiniano, marcha sobre Roma y se apodera de ella. Valentiniano se refugia en Tesalónica, implora el auxilio de Teodosio, que había tomado por esposa a Galla, su hermana. Teodosio toma las armas, vence a Máximo en la Panonia, le hace prisionero, y le manda decapitar en Aquilea (383). Restablece a Valentiniano en su trono, sin tomar nada para sí sino la gloria de haber derrocado al usurpador, y la de haber vengado a Graciano, a cuya generosidad debía la púrpura. Pero los hombros de Valentiniano eran incapaces de sostener el peso del imperio. Un franco llamado Arbogasto, hombre de gran bizarría, que habiendo puesto su brazo al servicio de Teodosio, se había aprovechado de su privanza para trastornar el imperio de Occidente, tenía a Valentiniano como prisionero en su propio palacio, y era el que disponía de los empleos y oficios, así civiles como militares, confiriéndolos todos a los francos. Valentiniano quiso un día hacer un esfuerzo de dignidad con Arbogasto, y a poco amaneció el emperador ahogado en su propio lecho. Arbogasto no quiso para sí la púrpura, vistió con ella a un hombre llamado Eugenio, que era profesor de retórica (392). Teodosio resolvió vengar la muerte de Valentiniano. Arbogasto y Eugenio se prepararon también a resistirle con un ejército de francos y alemanes. Teodosio, con su acostumbrada celeridad, pasa los Alpes Julianos, cae sobre Italia, encuentra el ejército de Arbogasto y Eugenio, y se traba la pelea: ya no son los romanos los que combaten en Roma; son bárbaros contra bárbaros; los soldados de Eugenio son francos y alemanes, los de Teodosio son godos, mandados por sus príncipes indígenas, Gainas, Saúl y Alarico. Recia es la pelea y porfiada, pero las armas de Teodosio quedan triunfantes; Eugenio es hecho prisionero, y presentado a Teodosio, que le hace decapitar en su presencia. Arbogasto, desesperado, dos días después de la derrota se quita la vida hundiéndose en el pecho su tosco y pesado machete.

De esta suerte quedó Teodosio dueño único y absoluto de todo el imperio (394), que tuvo la gloria de conservar íntegro mientras vivió, sin que ni una sola provincia se desmembrara, teniendo siempre en respeto los bárbaros que le inundaban, y aun sirviéndose de ellos mismos para sostener el viejo edificio que iban a derribar: habilidad y destreza suma, que le mereció el sobrenombre de Grande con que ha pasado a la historia.

 

DISCO DE TEODOSIO MAGNO

que se encontró en Almendralejo el año de 1847 y se conserva en la Real Academia de la Historia

(Su diámetro alcanza 71 centímetros)

 

El reinado de Teodosio no fué sólo notable por haber sabido mantener vivo y entero un cuerpo que encontró semi-cadáver, teniendo dentro de sí mismo el germen de la muerte y de la disolución; lo fue más todavía por la influencia que ejerció en la revolución social, religiosa y política que se estaba obrando. Porque el viejo y caduco imperio sufría dos invasiones, una física y material que habían hecho los enjambres de bárbaros, otra moral y política que hacían las ideas religiosas. Teodosio con una mano sujetaba los bárbaros y reconstituía la unidad del imperio; con otra empuñaba la cruz, y persiguiendo el politeísmo y la herejía trabajaba por establecer la unidad de religión. Teodosio daba batallas y hacía códigos, destronaba emperadores y derribaba ídolos, protegía una religión de mansedumbre  y cometía actos de sangrienta crueldad, hacíase señor del mundo y se prosternaba á los pies de un sacerdote.

Examinemos la historia de su reinado bajo este punto de vista, más importancia importante para la historia de España y del género humano, que las batallas y conquistas materiales. El cristianismo y el paganismo se disputaban el imperio del mundo por medio de las ideas, como la barbarie y la vieja se le disputaban por medio de las armas. Estamos ya en un tiempo en que los obispos empezaban a tener más influencia y más importancia que los generales. Las disputas de religión ocupaban más que las acciones de guerra. Era la lucha del antiguo mundo con el mundo nuevo. El catolicismo tenía que pelear no sólo con los dioses del viejo Olimpo, sino también con las nuevas herejías, y el arrianismo principalmente se hallaba extendido y pujante en una buena parte del imperio. Algunos emperadores habían sido ardientes arrianos. Teodosio era católico, y contra la costumbre de aquel tiempo de esperar a bautizarse al final de la vida, costumbre que condenan San Jerónimo, San Agustín y otros, Teodosio se hizo bautizar por el obispo de Tesalónica durante la guerra contra los godos. En seguida dió un famoso edicto en favor de la religión católica, y terminada la guerra de los godos pasó a Constantinopla, que era como el foco y asiento del arrianismo, y ordenó a Demófilo, patriarca arriano de Constantinopla, o que reconociese el símbolo de Nicea, o que cediese Santa Sofía y demás iglesias a los sacerdotes católicos (380). San Gregorio Nazianceno fue instalado en la silla por el mismo emperador en persona rodeado de sus guardias. La resistencia de los arríanos produjo la proscripción del arrianismo en todo el Oriente. Teodosio convocó un concilio general en Constantinopla, y en él se confirmó el dogma de la consustancialidad (382). No bastó el poder político para dejar a San Gregorio tranquilo en su silla, y cansado de luchas y de disgustos, de envidias y de intrigas, se retiró a su oscura soledad de Capadocia.

 

No podemos resistirnos a copiar la tierna despedida que San Gregorio hizo a la ciudad de Constantinopla al dejar la silla patriarcal, como un modelo de sentimientos piadosos, y como una muestra de la elocuencia cristiana de aquel tiempo. «Adiós, decía, aldea de Jebús, de que hemos hecho otra Jerusalén. Adiós, santas moradas, que abarcáis los diversos barrios de esta metrópoli, y sois como el lazo y el punto de reunión de ella. Adiós, apóstoles santos, colonia celeste, que me habéis servido de modelo en los combates. Adiós, cátedra pontifical, trono envidiado y lleno de peligros, consejo de los pontífices, ornado con las virtudes y con la edad de los sacerdotes. Adiós, vosotros todos ministros del Señor, que os acercáis a él en la santa mesa cuando baja entre nosotros. Adiós, delicia de los cristianos, coro de nazarenos, piadosas desposadas, castas vírgenes, mujeres modestas, asambleas de huérfanos y de viudas, pobres que levantáis vuestros ojos hacia Dios y hacia mí. Adiós, casas hospitalarias, amigas de Cristo, que me habéis socorrido en mi enfermedad. Adiós, barras de esta tribuna, tantas veces forzadas por los que se agolpaban a oir mis discursos.... Adiós, ciudad soberana y amiga de Cristo... Adiós, Oriente y Occidente, por los cuales he peleado y fui oprimido. Pero adiós especialmente vosotros, ángeles custodios de esta iglesia, que protegisteis mi presencia y protegeréis mi destierro. Y tú, santa Trinidad, mi pensamiento y mi gloria, convence y conserva a mi pueblo; compréndate, a fin de que yo sepa que crece cada día en saber y en virtud.»

Multitud de edictos imperiales ordenaban la ejecución de los decretos del concilio, y la confiscación y el destierro se empezaron a emplear contra los herejes desobedientes.

Mientras esto pasaba por parte de Teodosio, Máximo, aquel usurpador del imperio de Occidente, católico también, llevaba todavía más lejos el celo religioso. Diversas herejías habían cundido en España, entre ellas la de los priscilianistas, sostenida por Prisciliano, obispo de Ávila. Máximo hizo celebrar un sínodo de obispos que le juzgasen a él y a sus cómplices, y Prisciliano, obispo, con dos sacerdotes y dos diáconos, un poeta y una viuda, sufrieron la pena capital.

 

Prisciliano, nacido en Galicia, de familia noble y rica, hombre intrépido, facundo, erudito, se había empapado en las doctrinas de los gnósticos y maniqueos, que le enseñaron Elpidio, maestro de retórica, y Agape, señora no vulgar, y las difundió en la Iglesia de España. Afectando humildad en el traje y en las palabras, se captaba cierto respeto, y consiguió que tomaran su defensa algunos obispos, entre los que sobresalieron Instancio y Salviano. La herejía tomó tal fuerza que fué ya necesario congregar el concilio de Zaragoza, en que se condenó á los obispos mencionados, á Prisciliano y Elpidio. Los prelados pervertidos se reunieron y nombraron á Prisciliano obispo de Ávila, pero encontró resistencia en el metropolitano y en los demás obispos. El emperador Graciano mandó despojarlos de sus iglesias, que les restituyó después por empeños del maestre de palacio Macedonio. Máximo los sujetó al concilio de Burdeos: Prisciliano apeló del juicio de los obispos al César, y fué llevado á Tréveris; San Martín de Tours medió para que no fuese condenado a muerte, mas habiéndose ausentado el santo de la ciudad, se abrió nuevamente el proceso, y Prisciliano fue degollado.

 

Máximo fué el primer príncipe católico que derramó la sangre de sus súbditos por opiniones religiosas. San Ambrosio, obispo de Milán, y San Martín de Tours condenaron estas crueldades. San Ambrosio se negó a toda comunicación con Máximo. Examinemos el carácter y conducta del venerable obispo de Milán. Prescindamos del dictado de Santo que luego mereció. Consideremos en él las ideas de libertad, de independencia, de humanidad y de tolerancia: mirémosle como un ciudadano, como un político, conforme a los principios de la nueva religión. Hemos visto su entereza con Máximo; el obispo católico no quiere comunicar con el emperador católico, porque Ambrosio condena en nombre de la religión la crueldad y la efusión de sangre. Veamos cómo se condujo con Teodosio.

Habían ocurrido desórdenes en Antioquía y en Tesalónica: en la primera ciudad habían destruido las estatuas de Teodosio, de su padre y de toda su familia (387). En Tesalónica el pueblo había asesinado al comandante de la guarnición (390). Teodosio dió orden de exterminar la ciudad, y la revocó cuando ya se había ejecutado. La muchedumbre fue lanceada por las tropas: grande y horrible fue la carnicería. Ambrosio tuvo noticia de esta matanza en Milán, y retirándose a la campiña escribió al emperador: «No me atrevería a ofrecer el sacrificio si asistieseis a él. Lo que me prohibiría la sangre derramada en un solo inocente, ¿lo podré hacer con la de tantas víctimas?» Hízole sensación a Teodosio esta carta: quiso entrar en la iglesia; salióle al encuentro en el vestíbulo un hombre que le detuvo diciéndole: «Has imitado á David en su crimen, imítale en la penitencia» Este hombre era Ambrosio. «Si Teodosio, le decía a Rufino, quiere trocar el imperio en tiranía, yo moriré gustoso» La voz del sacerdote era la voz del cristianismo que se levantaba a condenar la tiranía, cualquiera que fuese el que la ejerciera: era la voz de la humanidad, eran los principios del Evangelio, expresados por la boca de un hombre enérgico que sabía apreciar su dignidad, la dignidad de una religión que establece la igualdad entre los hombres y que no conoce grandes ni pequeños para condenar los crímenes. Jamás en ninguna república pudo llegar a más alto punto la entereza y el heroísmo de un ciudadano en la condenación de la tiranía: y es que la religión la condenaba con él. ¡Sublimidad de la política del cristianismo! Teodosio hizo penitencia pública en la catedral de Milán, despojado de las insignias del poder supremo, y San Ambrosio le absolvió, obteniendo antes una ley para que se dejase siempre un término de treinta días entre la sentencia de muerte y su ejecución, para que no fuese obra de la cólera y del arrebato. A pesar de la magnanimidad de aquel acto, no falta quien opine que el sacerdocio pudo haber humillado menos la majestad.

Dióse en el reinado de Teodosio el último combate entre la nueva y la antigua religión: la lid fue la más interesante de cuantas han presenciado los pueblos: los dioses del Capitolio se defendían contra la fe del Crucificado, el politeísmo contra la unidad: el espectáculo era interesante; tratábase de la caída de una religión y de una sociedad antiguas, y del establecimiento de una nueva religión y de una nueva sociedad: en esta solemne lucha tomaban parte todas las clases del Estado, senadores, ministros, hombres de guerra, historiadores, filósofos, poetas, sacerdotes de uno y otro culto, oradores, todos lidiaban, disputándose palmo a palmo el terreno, los unos en defensa de antiguas y desacreditadas divinidades, los otros en la de un solo y verdadero Dios. La verdad iba a triunfar sobre la envejecida fábula. La idolatría había sido condenada ya por los pueblos, los ejércitos de los bárbaros hacían ya templos de sus tiendas, y las legiones romanas se burlaban de los antiguos dioses; cuando se derribó la estatua de Júpiter,los soldados arrancábanlos rayos de oro que circundaban su cabeza, y los guardaban diciendo que con tales rayos deseaban ser heridos. Teodosio proscribió solemnemente un culto que Constantino había empezado suavemente aabolir, y que Juliano no pudo sostener, porque estaba herido de muerte. «Prohibimos, dice Teodosio, a nuestros súbditos, magistrados o ciudadanos, desde la primera hasta la última clase, inmolar víctima alguna inocente en honor de un ídolo inanimado. Prohibimos los sacrificios de adivinación por las entrañas de las víctimas» Pero ya no era necesario tanto: la luz había venido, y las tinieblas tenían que disiparse. No era menester el mandato, bastaba la discusión.

Curiosa fue la cuestión que Teodosio presentó al senado. «¿Qué Dios deben adorar los romanos, a Cristo o a Júpiter?» Defendía la causa de Júpiter el prefecto Sínmaco, grande orador: la de Cristo la sostenía San Ambrosio, orador no menos distinguido. La mayoría del senado condenó a Júpiter. El poeta cristiano Prudencio describe así la conversión de Roma. «Hubierais visto a los padres conscriptos, lumbreras brillantes del mundo, trasportados de alegría, a aquel senado de ancianos Catones, conmovidos al vestirse el manto de la piedad, más candido que la toga, y al deponer las insignias pontificales. A excepción de unos pocos que permanecieron en la roca Tarpeya, precipítanse todos a los templos puros de los nazarenos, y la estirpe de Evandro corre a las fuentes sagradas de los apóstoles» Cayeron, pues, los templos paganos bajo la fuerza intelectual de la idea religiosa que había penetrado en los entendimientos de los hombres. Este fue el grande acaecimiento del reinado de Teodosio. El imperio había de caer también pronto envuelto en la púrpura de sus príncipes.

Entretanto en España luchaba también el viejo con el nuevo culto, costando trabajo a algunos desprenderse de los antiguos hábitos y preocupaciones; que siempre han sido los españoles tenaces en conservar sus costumbres. Pero la guerra más viva era la que se hacían entre sí herejes y católicos. Varios obispos se habían hecho priscilianistas; perseguíanlos y los denunciaban otros obispos, como Itacio e Idacio, con exaltado celo. Los sectarios de Prisciliano cada vez se mostraban más atrevidos y ardientes. No sirvió que fueran condenados en el concilio celebrado en Zaragoza (381); no sirvió que Graciano los echara de los templos y de las ciudades: no sirvió que Máximo convocara contra ellos otro concilio en Burdeos; no sirvió que Prisciliano, con otros de sus secuaces, sufriera la pena de muerte; el fuego de la herejía no se apagó, antes creció más su incendio; los cadáveres de Prisciliano y sus compañeros de suplicio fueron adorados como mártires, lo que produjo graves alteraciones entre los prelados. Máximo, viendo las discordias que ardían entre los obispos cristianos de España, pensó enviar a ella tribunos pesquisidores, con facultad de confiscar y aun de quitar la vida a los que fuesen tenidos por herejes; especie de tribunal inquisitorial, que, merced a los esfuerzos de Martín, obispo de Tours, no llegó a establecerse en España. Pero estaba reservado al primer emperador que hizo derramar sangre por opiniones religiosas, ser el primero también que concibió el ominoso pensamiento de un tribunal que andando el tiempo la había de verter a raudales.

El clero español había comenzado, también á relajarse en sus costumbres. En el canon VI del concilio de Zaragoza se excomulgaba a los clérigos que pretendían hacerse monjes por vanidad, y por tener más licencia de hacer lo que quisiesen. Himerio, obispo de Tarragona, viendo lo relajadas que andaban ya la disciplina eclesiástica y las costumbres de los cristianos, escribió una carta al pontífice Dámaso; consultándole sobre los desórdenes que se habían introducido en España. Muerto Dámaso le respondió el papa Siricio su sucesor, de cuya carta; que es un célebre documento, son notables las prevenciones siguientes: «que nadie pueda casarse con la que está desposada ya con otro y ha recibido la bendición del sacerdote: que los monjes y monjas que sin atender a su voto y estado faltan a la castidad sacrilegamente viviendo como si estuviesen casados, sean excluidos de la comunión hasta el fin de la vida, y que entonces se les dé el viático de misericordia: que a los ministerios eclesiásticos sólo sean admitidos los de buena vida y costumbres, y los que sólo se hayan casado una vez: que con los clérigos no viva mujer alguna sino las que permite el concilio Niceno» Así decía ya San Jerónimo: «Hay algunos que solicitan el sacerdocio o el diaconado para ver más libremente a las mujeres. Cuidan más principalmente de su vestido, de peinar la cabeza con mucho esmero y de perfumarse. Rizan los cabellos con el hierro: las sortijas brillan en sus dedos: andan de puntillas; de suerte que más os parecerán jóvenes recién casados que clérigos» Extiéndese el santo padre en otras descripciones de este género en prueba de la corrupción que se notaba ya en las costumbres de los sacerdotes. Había, sin embargo, un gran número que eran ejemplo de pureza y de virtud.

Tenía en aquel tiempo la doctrina ortodoxa para luchar con el politeísmo y con la herejía campeones ilustres, sabios elocuentes y vigorosos, obispos filósofos, prelados insignes en letras y en virtudes, apóstoles infatigables, que con la pluma, con la palabra y con el ejemplo, combatían enérgicamente los antiguos y los nuevos errores con que tuvo que lidiar el catolicismo, que desafiaban con valentía la persecución, que hablaban con independiente entereza a príncipes y gobernantes, y que ilustraban al mundo y derramaban por todo el orbe la fe y la civilización. Desde el obispo Atanasio de Alejandría, el varón incontrastable, modelo de perseverancia y de firmeza, hasta el prelado Agustín de Hipona, el inimitable autor de las Confesiones y de la Ciudad de Dios, hubo una serie y sucesión de varones virtuosos y de clarísimos ingenios que imprimieron a los espíritus un movimiento prodigioso por todo el mundo entonces conocido, y le iluminaron con sus brillantísimos discursos y sus eruditas discusiones, enseñándole la verdad y encaminándole hacia el bien. Tales fueron los Crisóstomos; los Gregorios de Nazianzo y de Niza, los Osios, los Basilios, los Ambrosios, los Jerónimos, y otros ilustres y eminentes sabios, que recibieron el honroso nombre de Padres de la Iglesia, y que podríamos llamar también los santos filósofos del cristianismo. A ellos se debió en gran parte el triunfo de la doctrina civilizadora, y el descrédito en que fueron cayendo las antiguas creencias que habían tenido oscurecida la humanidad.

Volvamos ahora a Teodosio.

Le hemos visto como guerrero sostener el imperio sin dejar perder una sola provincia ni una sola pulgada de territorio, como favorecedor de la religión cristiana dejarse arrebatar muchas veces de su ardor hasta la violencia. Como legislador civil, dictó multitud de leyes, que le ganaron verdaderos títulos de gloria. Descúbrese en muchas de ellas un espíritu de sabiduría, de justicia y de humanidad, que merecen cumplida y especial recomendación. Puede servir de ejemplo la siguiente: «En cuanto a los que se hallan detenidos en las cárceles, ordenamos que no se omita medio para apresurar la libertad de los inocentes, y que no se cometa la injusticia de prolongar la detención de los culpables, que sería agravar su pena. A los carceleros y a otros agentes de la justicia que se propasasen en violencias o extorsiones contra los presos, queremos que se les impongan las penas más severas. Los administradores de las casas de detención, que no presenten cada mes un estado exacto de los presos, con expresión de su edad, naturaleza de su delito y duración de la pena a que cada uno está condenado, quedan obligados a pagar a nuestro tesoro una multa de veinte libras de oro: y el juez que por negligencia condenase un proceso, pagará una multa de diez libras de oro sin remisión.» Admirable ley, que desearíamos ver cumplida después de mil quinientos años. Otras disposiciones no menos recomendables de este ilustre príncipe pueden verse en el Código Teoclosiano.

A vueltas de los defectos que hemos hecho notar, amigos y enemigos solían hacer justicia a sus virtudes. Aun daba lugar su edad a concebir más venturosas esperanzas, cuando falleció en Milán el último emperador que había sabido dirigir con robusta mano el imperio (395). Lo peor fue que le dejó encomendado á sus dos tiernos e inexpertos hijos, Arcadio y Honorio, al primero como emperador de Oriente, como emperador de Occidente al segundo: separación que será ya definitiva.

 

El Código Teodosiano

 

Después de más de mil años de evolución, el Derecho romano se encontraba en un momento crítico respecto a su contenido y a su forma de expresión. La primitiva Ley de las XII Tablas, ya para entonces obsoleta y en parte olvidada; fue superada como sabemos por las leges, los plebiscita, por el edictum perpetuum y por los comentarios de un gran número de juristas. Pero, ninguna de estas fuentes ni siquiera todas ellas en conjunto, contenían el cuerpo completo del Derecho romano. Poner en orden todo el caos que existía y sistematizar el Derecho, se convirtió en una necesidad. Cicerón soñaba con un sistema universal del Derecho. César, más práctico, planeó un esquema comprensivo de codificación que en caso de haber vivido más, pudo posiblemente anticiparse a Justiniano y quién sabe si no a Napoleón. El rescripto de Adriano (129 d.C.) que ordenó la consolidación de los edicta, bien puede considerarse como un paso importante hacia la codificación. Si bien en ningún período de la evolución del Derecho romano es permisible poner “murallas chinas” entre el antes y el después, entre el período arcaico, el preclásico, clásico y posclásico, considero si que siendo nuestra disciplina precedida por el método histórico a partir de sus fuentes; hemos creído necesario en este trabajo, referirnos a la innovación que hiciera Dioclesiano en el campo del Derecho público dividiendo el Imperio en la pars Orientis y pars Occidentis, dos Césares y dos Augustos, fortaleciendo al ejército a las órdenes del mismo emperador. Desde el punto de vista económico su sistema absolutista se plasmó en el célebre edictum Diocletani de pretiis serum venaluim tratando de controlar la vida económica del imperio, dictando la pena de muerte a sus transgresores, promoviendo persecuciones contra los cristianos, etc., hechos todos estos que muestran la visión absolutista de una monarquía orientalizada que tenía el poder imperial, en la cual, la metodología de los juristas romanos, basada en la casuística, el ius, la elaboración jurídica racional y en último término la retórica como afirma Kasser no tenían cabida.

Por lo tanto la conocida frase quod principii placint legem habet vigorem marca sin lugar a duda que la fuente principal del derecho, por no decir la única, serán las constituciones, las leges. Época en que según Guarino aumenta la connotación de “vulgarismo y diritto privato postclassico”

Como sabemos el poder normativo de los emperadores, las leges, adquirió una importancia preponderante en el desarrollo del Derecho, las que recibieron el nombre genérico de constitutio principis, Gayo 1.5 señala “quod imperator decreto vel edicto vel epistula constituit”. Pomponio y más tarde Ulpiano, eso señalan que la constitutio principis est lex. Los juristas se ahogaban en el anonimato de la corte imperial. El silencio de la jurisprudencia en esta época llamada posclásica no es casual, parecería que para estos juristas las obras de sus predecesores eran difíciles de entender y por lo tanto se dedicaban a epitomar y abreviar las obras de los clásicos. Dominan en esta época dos colecciones de leges, los Códigos Gregoriano y Hermogeniano realizados por particulares en la época de Dioclesiano.

Considero importante señalar que si bien la mayor parte de los autores le restan el carácter oficial a los mencionados Códices; actualmente hay diversidad de opiniones al respecto, cuya bibliografía me permito señalar10. El primero de estos Códigos, el Gregoriano fue redactado en Oriente, quizá en el 292. Esta colección fue destinada especialmente para la práctica forense y contenía solamente rescriptos, siendo el más antiguo el de Septimo Severo del 196 divididos en 15 libros y títulos, siguiendo el orden de los libri digestorum de la jurisprudencia clásica que como sabemos es el mismo del Edicto del pretor. El segundo de ellos, se publicó en el 295, siguiendo el mismo método del anterior. Recogió todos los rescriptos de Dioclesiano entre 293 y 294. Posteriormente se les fueron añadiendo las Constituciones de los últimos años de Dioclesiano (295-304) de Constantino y Licinio (314-323) de Valentiniano y Valente (364-365). Los Códigos Gregoriano y Hermogeniano fueron reconstruidos a través de un epítome, contenido en la Lex Romana Wisigoltorum, la Lex Burgundiorum, Fragmenta Vaticana, Collatio. Ambas colecciones adquirieron mucho renombre a partir de que Justiniano las reconociera como fuentes de su propio Código.

ACUEDUCTO DE SEGOVIA

 

 

LOS BÁRBAROS

Un solo hombre había estado deteniendo la caída del imperio. Muerto este hombre, el viejo y minado edificio iba a venirse a tierra, parte desmoronándose, parte desplomándose con estrépito.

Parece que la Providencia no quería dar a cada familia imperial sino un nombre ilustre, para que los grandes de la tierra no se envanecieran. Marco Aurelio, modelo de príncipes, dio al mundo un hijo, tipo de corrupción y de perversidad. Los hijos de Constantino estuvieron lejos de heredar la grandeza de su padre; y al gran Teodosio le suceden sus dos hijos Arcadio y Honorio, el primero pequeño, miserable y estúpido, el segundo desidioso, ligero y desatentado: Arcadio dominado por una mujer y por un eunuco, y Honorio entregado a un tutor de la raza alana, y contento con casarse sucesivamente con las dos hijas de Estilicón, que supo aprovecharse bien de la inercia y de la imbecilidad de su imperial yerno. Tales eran los dos soberanos del imperio en la ocasión en que más hubiera necesitado éste de manos robustas y vigorosas.

Los bárbaros habían estado contenidos por Teodosio como un torrente detenido en su marcha por un fuerte dique: roto el dique por la muerte de Teodosio, el torrente se desborda y precipita. El godo Alarico de la familia de los Paltos, que quiere decir osado y valiente, la más ilustre entre ellos después de la de los Amalos; Alarico, que había sido aliado de Teodosio, y elevado por él al empleo de maestre general de la milicia, con pretexto de verse mal recompensado por la corte de Arcadio, sale del territorio que ocupaba, y con sus masas de godos invade y devasta la Tracia, la Dacia, la Macedonia y la Tesalia (396). Pasa el desfiladero de las Termopilas y penetra en la Grecia. El país de los sabios y de las bellas ficciones ve hollados sus campos y sus ciudades por las plantas de los bárbaros, que siembran el espanto y la desolación desde el golfo Adriático hasta el mar Negro. Arcadio, asombrado, concede a Alarico la soberanía de Iliria, y sus hordas le proclaman rey con el título de rey de los visigodos. De este modo se encuentra ya establecido un nuevo poder en el antiguo imperio romano.

Alarico, ya rey, medita otra expedición. Esta vez la nube va a descargar sobre el Occidente. El jefe de los visigodos endereza sus pasos a Italia (402), que se llena de terror al saber que ha traspuesto los Alpes Julianos. El ruido de la tempestad despertó a Honorio, que permanecía adormecido en el palacio de Milán. Su primer pensamiento fué huir, y hubiéralo hecho a no haberle detenido Estilicón, que se encargó de reunir por sí mismo un ejército para hacer frente al formidable bárbaro. El tutor de Honorio encontró al ejército godo acampado en Pollentia. Era la fiesta de la Pascua, y aquellos godos, cristianos ya, rehusaban entrar en combate por respeto a la festividad. No tuvo Estilicón el mismo miramiento, los atacó y les causó una completa derrota (403). Cayeron en su poder la esposa y los hijos de Alarico, que al fin le fueron devueltos a condición de que saliera de Italia, recibiendo además una pensión del soberano del imperio. Todavía quiso Alarico sorprender a Verona, pero noticioso de ello Estilicón, cayó otra vez sobre él de improviso y le derrotó de nuevo. Entonces Alarico con el resto de sus hordas se resolvió á salir de Italia. Ya un alano, Estilicón, era el único capaz de defender el imperio de Occidente contra otros bárbaros, que enseñaban á Italia la facilidad con que se franqueaban sus barreras.

Por más que Honorio pasara a Roma a hacer un vano alarde del triunfo en que ninguna participación había tenido, ya no se contempló seguro ni en Roma ni en Milán, y sin perjuicio de fortificar los muros de la ciudad del Capitolio, tuvo por más prudente ir a cobijarse en Rávena. Ni el temor había sido infundado, ni inútiles las precauciones. No habían pasado dos años cuando de las riberas meridionales del Báltico se desgajaron precipitadamente sobre Italia más de doscientos mil guerreros, vándalos, suevos, borgoñones, que reforzados por el camino con otras hordas de godos, de alanos y de otras razas y tribus, mandados todos por Radagaiso, cruzaron la Pannonia y los Alpes, salvaron el Apenino, y talando las campiñas y las ciudades etruscas, pusieron sitio a Florencia (405). Allí acudió también el bravo Estilicón con treinta legiones, llevando igualmente en ellas muchos bárbaros auxiliares. La batalla que se dió fué terrible y sangrienta. Estilicón volvió a quedar victorioso: dícese que murieron hasta cien mil de los invasores: Radagaiso fue hecho prisionero y decapitado: muchos de los que fueron vendidos como esclavos perecieron pronto, no acostumbrados a aquel clima (406).

Estilicón, que ya no cuidaba sino de preservar la Italia, deja a los suevos, los vándalos y los alanos descolgarse sobre las Galias, donde pelean con los francos, y devastan por espacio de tres años el país. La nube que España vio levantarse a lo lejos allá en el Norte en tiempo de Decio, va aproximándose a su horizonte, y ya se oye más de cerca el ruido del trueno.

Aprovechando el general desorden las legiones de la Gran Bretaña, nombran emperador a un tal Marco, pero le asesinan en seguida para reemplazarle con Graciano, quien a su vez sufre a los pocos meses la misma suerte, y es sustituido por un soldado llamado Constantino, que sin duda por una miserable imitación del gran príncipe de su nombre llamó también a su hijo Constante, y le decoró con el título de César (407). Pasa Constantino a las Galias, y se apodera de una gran parte de aquel territorio que Honorio no podía ya defender. Franquea Constante los Pirineos con objeto de hacer reconocer a su padre en la Península española. Alármase una parte del país: dos ilustres españoles hermanos, Didimio y Veriniano, de Palencia, de una familia ligada con la de Teodosio, toman las armas en defensa del gobierno legítimo; pero batidos por Constante y hechos prisioneros, son conducidos a Arlés, donde Constantino tenía un simulacro de corte, y pagan allí con la vida su devoción a la familia imperial. Estos triunfos valieron a Constante el título de Augusto que compartió con su padre. En esto Geroncio, a quien a aquél había dejado encomendado el gobierno de España, se subleva también contra Constantino, y con las tropas que tenía a sus órdenes y con el auxilio de los habitantes de los vecinos países, proclama emperador a un tal Máximo; nuevo desorden y nueva guerra: así se jugaba ya con la púrpura.

Mientras tales contrariedades experimentaba el débil Honorio en Bretaña, en las Galias y en España, vuelve a aparecer en las fronteras de Italia el feroz Alarico al frente de nuevas bandas guerreras, tan imponente como si antes no hubiera sufrido revés alguno (408). Esta vez se presenta el bárbaro aparentando respetar a Honorio, y prometiendo marchar a las Galias contra Constantino, siempre que le den dinero y le cedan la soberanía de alguna provincia occidental. Estilicón, que traía en su mente proyectos sobre los Estados de Arcadio, acoge ahora la amistad del rey godo, y arranca al senado el consentimiento de entregar a Alarico cuatro mil libras de oro y de encomendarle la defensa de las fronteras italianas. Este proceder de Estilicón le atrae el resentimiento de las legiones que así se veían postergadas eirrita a algunos senadores que todavía conservaban un resto de energía y de amor patrio. Explota estas disposiciones un tal Olimpio, y a una señal suya las tropas romanas deguellan a todos los amigos de Estilicón: él se refugia en Rávena, se acoge a los altares, es arrancado del sagrado asilo, y con su hijo Eucherio es condenado a muerte, que sufre con la misma serenidad y valor que había mostrado en las batallas.

¿Quién puede detener ya a Alarico? Nadie. Las tropas auxiliares de Honorio, que sólo servían en las filas romanas por afecto a Estilicón, se pasan a las del rey godo en número de treinta mil. Con esto el bárbaro no vacila ya sobre el partido que ha de tomar. Ya no hay para él compromisos de amistad ni de alianza; habla a sus hordas de los ricos despojos que encierra la antigua capital del mundo; levanta su campo; marcha de ciudad en ciudad, y pronto coloca sus tiendas ante los muros de Roma. «¿A dónde vas?le había preguntado en el camino un ermitaño.—Dios lo sabe, respondió Alarico: siento dentro de mi una vos secreta que me dice: «Anda y a destruir a Roma.» Cerca de setecientos años hacía que Roma no había visto acercarse á sus puertas ejércitos extranjeros. ¡Cuán otra era Roma cuando vio flotar las banderas de Cartago! ¿Quién resistirá ahora á este Aníbal del Septentrión? ¿Qué era de los Fabios y los Escipiones?

Un riguroso asedio va reduciendo a la inmensa muchedumbre que se albergaba en la ciudad de Rómulo al extremo de apurar hasta los alimentos más repugnantes. Extenuadas del hambre se caían ya las gentes, y los cadáveres infestaban las calles y las plazas. De la ciudad que había enseñoreado todo el orbe, salen dos diputados a pedir la paz a un rey bárbaro. Todavía trataron de infundirle algún respeto diciéndole: Mira que aun hay en Roma inmensa muchedumbre de gente.Mejor, contesta el bárbaro, cuanto más espesa nace la hierba mejor se corta. Y les pide todo el oro y toda la plata y cuantos objetos preciosos encierra la ciudad, y la libertad de todos los esclavos bárbaros.—Entonces, le preguntaron los diputados, ¿qué nos dejas?La vida, les contestó Alarico. Tasóles al fin la contribución que debían de aprontarle, reduciéndola a cinco mil libras de oro, treinta mil de plata, otras tantas de pimienta, cuatro mil túnicas de seda y tres mil piezas de púrpura. No pudiendo los romanos completar el precio del rescate, acordaron despojar las imágenes de los templos, y fundieron las estatuas de oro de la Virtud y del Valor. Así derriban ellos mismos sus ídolos:y en cuanto al Valor y la Virtud, ¿para qué queríanlos que no tenían ya ni virtud ni valor las imágenes que los representaban?

Retiróse por entonces satisfecho Alarico (409), cargado de oro, y engrosadas sus bandas con cuarenta mil bárbaros rescatados en Roma; y retiróse como aquel que tiene la generosidad de perdonar lo que está en su mano destruir. Pero no tardó en volver a humillar de nuevo a aquella en otro tiempo tan orgullosa ciudad. Irritado de que el impotente Honorio, siempre cobijado en Rávena, hubiera hecho jurar a los oficiales del imperio que no transigirían nunca, antes harían guerra implacable al godo, presentóse otra vez Alarico delante de Roma, y con una moderación que no era de esperar de un bárbaro poderoso y ofendido, contentóse con obligar al senado a reconocer por emperador a Atalo, prefecto de la ciudad. Puso el senado humildemente la desacreditada púrpura en los hombros de quien Alarico le designaba, y el nuevo Augusto correspondió al que le hacía emperador dándole el mando de los ejércitos de Occidente, y el de sus guardias a Ataúlfo, cuñado de Alarico, con el título de conde de los Domésticos.

¿Pero era el destino de Roma ser solamente humillada? ¿Qué era lo que le había dicho a Alarico aquella voz secreta aá que no podía resistir? Anda y vé a destruir a Roma.Sonó, pues, la hora de cumplirse el destino de la ciudad eterna. Entretenido estaba el imbécil Honorio en Rávena, en cuidar una gallina que llamaba Roma (¡apenas puede concebirse tanta degradación!), mientras la ciudad de Rómulo caía en poder de Alarico. El 24 de agosto del año 410 de Jesucristo, a los 1163 años de su fundación, los estandartes godos plantados en lo alto del Capitolio, anunciaron que la ciudad de los Césares había pasado á otro dueño, y que una nueva raza de hombres entraba en posesión del mundo antiguo. La depredadora del universo fue a su vez saqueada por aquellas turbas feroces, y la que se había jactado de subyugar al mundo entero, se vio entregada por espacio de diez y seis días al furor de una soldadesca bárbara. Por la espada pereció la que por la espada se había engrandecido.

Parecía haberse escrito para ella aquellas palabras del profeta: «Esto ha dicho el señor: ved un pueblo que vendrá de la tierra del Aquilón, y una gran nación se levantará de las extremidades de la tierra. Tomará sus flechas y su escudo: es cruel y no conoce la compasión; su voz resonará como el mar: montará en sus caballos, como guerrero que se apresta a la pelea, contra , hija de Sión. Hemos oído su fama: nuestros brazos han desfallecido: la tribulación se ha apoderado de nosotros.» Y bien podía decirse de Roma como de Jerusalén: «La señora de las naciones ha quedado viuda: la reina de las ciudades se ha hecho tributaria... sus enemigos se han levantado sobre su cabeza... porque el Señor ha hablado contra ella a causa de la multitud de sus iniquidades.» «¿Quién hubiera pensado jamás, escribía San Jerónimo, que Roma, tan altamente ensalzada por sus victorias, había de perecer, y que después de haber sido la madre de los pueblos, había de ser su sepulcro?»

Estatuas, vasos, mesas, sepulcros, ídolos, los objetos preciosos del culto, las obras maestras más insignes de las artes, todo caía hecho pedazos a los rudos golpes del hacha de los godos. Palacios suntuosos fueron presa del voraz incendio, muchos hombres fueron degollados, muchas doncellas y muchas matronas hechas esclavas, y los bárbaros destruían por placer los bellos jardines y las magníficas moradas de los opulentos y voluptuosos patricios. En aquellos días de universal devastación se presenta en Roma un espectáculo sorprendente. Desde el monte Quirinal hasta el Vaticano, se ve marchar una procesión solemne; los soldados que hasta entonces se han ocupado en el pillaje caminan ordenadamente en dos filas: entre ellas van sacerdotes cantando piadosos salmos: ¿qué significa esa ceremonia semi-religiosa, semi-bélica? Es que conducen las reliquias de los mártires de Cristo, es que llevan los vasos sagrados de que se sirven en los altares los sacerdotes del Crucificado, que Alarico ha mandado respetar y custodiar: Alarico, que ha dado orden para que se respeten también los templos cristianos, y no se derrame la sangre de los que se han refugiado en ellos. Así los perseguidores del cristianismo deben su salvación a aquellos mismos lugares que ellos intentaban derribar, a aquella misma religión que tan crudamente perseguían. Es el cristianismo que viene a anunciar al mundo que ha concluido la idolatría, y que el culto de los dioses pagados ha terminado con el imperio de los Césares. Es la idea religiosa, que traían ya desde sus bosques los destructores providenciales de los disolutos emperadores y de las falsas divinidades. Es la, sociedad cristiana que viene a reemplazar a la sociedad idólatra. Es el principio civilizador, que la espada de un bárbaro ayuda a triunfar, sin que él mismo lo conozca, de la resistencia que aun oponía a las doctrinas de los apóstoles y de las escuelas. Es la fuerza que viene a completar la obra de la idea. Porque la Providencia, dijimos en nuestro discurso preliminar, cuando suena la hora de la oportunidad, pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas.

Retiráronse los godos cargados de botín a la Italia Meridional. A los pocos días murió Alarico, como si hubiera concluido su misión sobre la tierra. Los godos proclamaron rey a Ataúlfo, cuñado del jefe que acababan de perder. Ataúlfo había concebido el pensamiento de fundar un imperio godo sobre las ruinas del romano; mas comprendiendo luego que su pueblo no estaba aún preparado para recibir las instituciones y las leyes de un gobierno regular, parecióle que podría merecer mejor la gratitud del mundo haciendo al imperio romano recobrarse de su postración, contento con que esto se debiera a la influencia goda. Ofreció, pues, su amistad a Honorio, que no desdeñó admitirla a pesar del odio que había jurado a los godos. Encargóse entonces Ataúlfo de combatir a los que en las Galias tenían usurpado el poder romano, y se posesionó de Narbona, Tolosa, Burdeos, y todo el país que se extiende desde Marsella hasta el Océano.

Entre las damas que los godos habían hecho prisioneras en Roma, hallábase la bella Placidia, hermana de Honorio. Habíase prendado de ella Ataúlfo, y muchas veces la había pedido a su hermano por esposa. Como éste rehusase siempre su consentimiento, determinó el godo por sí mismo casarse con la que por derecho de guerra hubiera podido tratar como esclava. Celebráronse solemnemente los desposorios en Narbona. Ataúlfo se presentó en la ceremonia vestido a la romana, y Placidia con el traje y pompa de emperatriz. Cincuenta lindos mancebos vestidos de seda ofrecieron a la ilustre desposada otras tantas bandejas llenas de oro y pedrería. Así un godo venido de la Escitia se desposaba con la hija del gran Teodosio, llevándole en dote los despojos del imperio de su padre.

Destinado estaba este consorcio a ejercer un gran influjo en la suerte del decadente imperio, y a no tenerlo menor en la de nuestra España. Amaba también a Placidia Constancio, a la sazón ministro y consejero de Honorio, que aspirando a la mano de aquella princesa esperaba poder encumbrarse un día al trono. Hombre animoso y hábil había tenido Constancio la fortuna de ir acabando con todos los usurpadores del imperio. Constantino y Constante en las Galias, Heraclio en Africa, Máximo y Geroncio en España, todos habían ido pereciendo, o en batalla, o suicidados, o sentenciados a muerte. A Constantino había reemplazado en las Galias Jovino, que cayendo en manos de Ataúlfo fue decapitado también, y su cabeza enviada como un trofeo por el godo vencedor al emperador su cuñado (413). Así los dos rivales, el esposo y el amante de Placidia, proporcionaban triunfos al imbécil Honorio, opor lo menos le libertaban de sus competidores. Mas las victorias de Ataúlfo no hacían sino excitar más los celos de Constancio, quien provocó al emperador a que exigiera al rey godo la restitución de Placidia su hermana. Negóse a ello Ataúlfo y rompió con el emperador y con el imperio. Era lo que Constancio deseaba. Habiendo tenido la precaución de aliarse con los otros bárbaros que procedían del Rin, pudo Constancio dedicarse exclusivamente a hostilizar a Ataúlfo y sus godos. Entonces el sucesor de Alarico determinó venir a España: traspone el Pirineo Oriental y toma posesión de Barcelona (414). ¿Cuál era el pensamiento de Ataúlfo, y cuál su objeto en venir a España? Veamos cuál era la situación de nuestra provincia cuando esto acaecía.

Entre las razas salvajes que en la grande irrupción del año 406 dijimos haber inundado el imperio romano, contábanse, según indicamos también, los vándalos, los alanos y los suevos, que precipitándose sobre las Gallas las devastaron por espacio de tres años. Habían hecho estas tribus su principal asiento, si asiento hacían en alguna parte estos guerreros nómadas, en la Aquitania y la Narbonense. Viéndose casi al pie de los Pirineos, o bien que Geroncio los llamara de España, o bien que los empujara sólo su propia movilidad, o que los aguijara la codicia ó el deseo de ver lo que se ocultaba detrás de aquella formidable barrera de elevados montes, franquearon los Pirineos (409), desgajándose como torrentes por las comarcas españolas en ocasión que en la España andaban revueltos en guerras los Máximos, los Constantes y los Geroncios, disputándose entre sí un retazo de la desgarrada púrpura romana. Coincidía este gran suceso con la entrada de Alarico en la capital del antiguo mundo romano. Cada uno de estos pueblos trashumantes traía su rey, o más bien su jefe militar. Gunderico se llamaba el de los vándalos, los más poderosos y fieros, a quienes acompañaban los silingos, tribu particular de su misma raza; Atacio era el de los alanos, y Hermarico o Hermenerico el de los suevos.

Triste y horroroso espectáculo ofrecía entonces España. El genio de la devastación se apoderaba de ella. El incendio, la ruina, el pillaje, la muerte, era la huella que dejaba tras sí la destructora planta de los nuevos invasores. Campos, frutos, ciudades, almacenes, todo caía, o devorado por las llamas, o derruido por el hacha de aquellas hordas feroces. Veíanse las gentes morir transidas de hambre, sustentábanse algunos con carne humana, llegando el caso, al decir de algunos historiadores, de que una mujer se alimentara sucesivamente con la carne de sus cuatro hijos; barbarie horrible que la costó ser apedreada por el indignado pueblo. Siguiéronle a los horrores del hambre los de la peste: porque los campos se hallaban cubiertos de insepultos cadáveres, que con su podredumbre infestaban la atmósfera, y a cuyo olor acudían manadas de voraces lobos y nubes de cuervos y de buitres, que los unos con sus aullidos, con sus roncos y tristes graznidos los otros, infundían nuevo espanto á los que presenciaban la calamidad. La cólera divina parecía querer descargar entera sobre este desventurado pueblo. En este estado, hartos los bárbaros de carnicería y de rapiñas, acordaron repartirse entre sí la España, en cuya distribución tocó a los suevos la Galicia, a los alanos la Lusitania y la Tarraconense, la Betica a los vándalos, que le dieron el nombre de Vandalusía. Algunos pueblos de Galicia conservaron su independencia en las montañas. Y no obstante la ferocidad de estas gentes, cuando ya se asentaron, casi se felicitaban los indígenas ele verse sujetos a la dominación bárbara con preferencia a la sabia opresión de los magistrados romanos.

En tal situación aconteció la venida de Ataúlfo y de sus godos a España. Diferentes y aun opuestos juicios hacen los historiadores acerca del objeto que pudo impulsar al monarca visigodo a penetrar en la Península, y no es de extrañar que las historias de aquellos tiempos participen de la general confusión en que entonces andaba todo envuelto y turbado. Suponen unos que por anteriores conciertos con Honorio le había concedido éste, además de la posesión de la Narbonense, la parte oriental de España más próxima al Pirineo. Sospechan otros que sólo vino huyendo de las legiones imperiales de Constancio. Afirma Jordanes, cuyo testimonio no carece de importancia en lo relativo a las cosas de los godos, que Ataúlfo hizo ya cruda guerra a los vándalos de España. ¿Y no pudo decir Ataúlfo, a la manera de Alarico: «Siento dentro de mí una voz que me dice: «Anda y ve a lanzar de España a los bárbaros que la inundan, y funda en ella un imperio?» Por lo menos los sucesos posteriores mostraron que esta era la misión providencial que habían recibido los godos. Mas si Ataúlfo había tenido este pensamiento, faltóle tiempo para la ejecución faltándole la vida. Quitósela en Barcelona el godo Sigerico, ansioso de reemplazarle en el mando, y con pretexto acaso de la flojedad con que Ataúlfo hacía la guerra a los romanos.

Todos los ímpetus que el nuevo rey había anunciado antes de serlo contra los imperiales, los descargó inhumana y bárbaramente contra la familia de Ataúlfo, ya degollando a los seis hijos que de su primera mujer había éste dejado, ya haciendo marchar a Placidia por espacio de doce millas delante de su caballo a pie y mezclada entre una turba de mujeres esclavas. Tan intempestiva fiereza debió irritar a los godos, que habiendo sin duda aprendido ya de los romanos la manera de quitar y poner reyes, asesinaron a los siete días al violento y arrebatado Sigerico, nombrando en su lugar a Walia.

Reservámonos referir en otro lugar los triunfos de Walia sobre los vándalos, la devolución de Placidia a Honorio, la concesión que este emperador hizo a los godos de las tierras de Aquitania, y el establecimiento de la corte goda en Tolosa. Limitámonos en este capítulo a apuntar los primeros pasos en España de los que habían de trasformar nuestra península de provincia romana en monarquía goda. Dejámosla cuajada de ejércitos bárbaros, de masas de salvajes que se mueven y chocan entre sí disputándose la posesión de un suelo envidiado; a otros bárbaros menos salvajes y feroces que ellos pugnando por arrojar a los primeros invasores; el imperio romano de Occidente desmoronándose, saqueada por los godos la capital del que se había llamado pueblo-rey, un emperador imbécil dando leyes a subditos que no tenía, y cuyos sucesores no hacían ya sino disputarse los harapos inservibles de una púrpura desgarrada; la dominación romana, moralmente abolida en España, pero luchando todavía por sostener un poder ilusorio y fantástico, y fundiéndose y como amasándose una España nueva: período de fermentación y mezcla de pueblos y de elementos extraños, de que habrá de resultar otro idioma, otros nombres, otras costumbres, otra forma de gobierno, otra sociedad. La España se está descomponiendo para renovarse.

Por eso, sin dar por definitivamente terminada la dominación romana, ni por formado todavía el imperio godo que la habrá de sustituir, pero no rigiendo ya la organización a que hasta ahora ha quedado sujeta, parécenos que debemos dar cuenta del carácter de la situación política que termina, para que podamos después apreciar mejor el cambio material y moral que va a sufrir.

 

 

 

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA BAJO EL IMPERIO ROMANO

I. Mejor que los hombres de la república comprendió Augusto la geografía de España, cuando a la desigual división de Tarraconense y Bética, o de España Citerior y Ulterior, sustituyó la división en tres grandes provincias, a saber: Tarraconense, Bética y Lusitania. La Bética, como provincia senatorial, era gobernada por un procónsul; la Tarraconense y Lusitania; como provincias imperiales, lo fueron por legados augustales. Cada una estaba dividida para la administración de justicia en varios distritos judiciales, llamados conventos jurídicos, semejantes a las audiencias modernas. La Tarraconense comprendía siete, a saber: Tarragona, Cartagena, César-Augusta, Clunia, Lucus, Asturica, y Bracara: cuatro la Bética: Hispalis, Cades, Corduba y Astigis: y tres la Lusitania: Emérita, Pax-Julia y Scalabis. Cuando los emperadores cercenaron al senado la autoridad directiva de algunas provincias que le había dejado Augusto, los gobernadores de las de España solían llamarse presidentes.

Otón incorporó a la Bética la provincia de África nombrada Tingitania. Constantino, separando la Tingitania de la Bética y los gobiernos de Galicia y Cartagena de la Tarraconense, dejó a España dividida en seis provincias y diócesis, a las cuales Teodosio o alguno de sus hijos añadieron las Baleares. Comprendía esta provincia las islas de su nombre; Tingitania, cuya capital era Tingi (Tánger), cogía la parte de África enque están hoy los reinos de Fez y de Marruecos; los términos marítimos de la Lusitania eran las dos playas del Océano, desde el Duero hasta el cabo de San Vicente, y desde aquí hasta el Guadiana: las bocas del Duero formaban su límite septentrional, y el oriental se extendía por las riberas del Guadiana hasta el Océano: Galicia confinaba con la Lusitania por el Duero, y con la Tarraconense por el término donde tocan las Asturias con Castilla la Vieja: formaban el límite septentrional de la Tarraconense las costas de Castilla y Vizcaya con la cordillera de los Pirineos, el oriental las de Cataluña y Valencia hasta más adelante de Peñíscola, y entrábase otra línea por Aragón hasta las fuentes del Ebro, donde se tocaban la Tarraconense, la Cartaginense y Galicia: la Cartaginense confinaba con la Bética por el Guadiana, con la Tarraconense por el Ebro y por el Duero con la Lusitania. Comprendía la Bética las costas marítimas desde el riachuelo Almanzor hasta el Guadiana, y la línea que la divide de la Cartaginense bajaba de Medellín por Sierra Morena y por el Poniente de Baeza y Guadix. Cuando Constantino dividió el mundo romano en cuatro grandes prefecturas ó diócesis, estableció en España un vicario, subordinado al prefecto de las Galias, teniendo él a su vez bajo su autoridad inmediata otros tantos gobernadores cuantas eran las provincias. Habiendo Constantino separado la administración militar de la civil, el gobierno militar de las provincias le desempeñaban los comités ó condes.

A través de estas alteraciones en la organización territorial, subsistían siempre las diferentes clases y categorías en que estaban divididas las ciudades por razón de sus derechos políticos. Eran las primeras de todas en preeminencias las colonias, pobladas de ciudadanos y soldados romanos que gozaban de todos los derechos de la metrópoli, y eran considerados como vecinos de Roma ausentes. Dábanse las colonias á los veteranos beneméritos que habían cumplido con buenas notas el tiempo porque estaban obligados a servir. Dos diputados señalaban el terreno más a propósito para fundar una colonia, y el contorno de la futura ciudad se demarcaba arando un surco con una vaca y un buey uncidos y guiados por un sacerdote: las medallas antiguas nos representan comúnmente bajo este emblema el establecimiento de las colonias. Seguían los municipios, cuyos moradores se gobernaban por sus propias leyes, y sin gozar de todos los derechos de ciudadanos romanos tenían opción a las dignidades del imperio y nombraban sus propios magistrados. Eran las terceras las ciudades latinas, pobladas por habitantes del Lacio. Sus moradores se igualaban a los ciudadanos de Roma tan pronto como eran investidos de alguna magistratura. Pertenecían á la cuarta clase las ciudades libres (immunes), que quedaban en posesión de sus leyes y de sus magistrados locales, y estaban exentas de las cargas que pesaban sobre el resto del imperio. Era este un privilegio que se obtenía con mucha dificultad, y sólo por necesidad le otorgaban los romanos: así sólo le alcanzaron seis ciudades en España. Aun eran menos las aliadas (confederatae), que al principio vivieron en una verdadera independencia. Había además las tributarias, que eran sobre las que gravitaba el peso de la dispendiosa máquina de aquel Estado, y las que alimentaban el lujo de la ciudad madre: y habíalas también stipendiatae, pequeñas ciudades como agregadas a otras mayores.

De las ciudades que según Plinio había en España en el tiempo de las tres grandes divisiones, la Bética contaba ciento setenta y cinco; de ellas nueve colonias, ocho municipios, veintinueve latinas, seis libres, tres aliadas, y ciento veinte tributarias. La Tarraconense contenía ciento setenta y nueve: de ellas doce colonias, trece municipios, diez y ocho con leyes latinas, una aliada y ciento treinta y cinco tributarias, sin contar las Baleares. Contaba la Lusitania cuarenta y cinco; entre ellas cinco colonias, un municipio, tres latinas y treinta y seis tributarias. Pero todas estas distinciones fueron desapareciendo. Otón comenzó por conceder a muchos españoles los mismos derechos que gozaban los ciudadanos de la metrópoli. Vespasiano extendió el derecho del Lacio a todas las provincias; y Antonino Pío concluyó por declarar ciudadanos romanos a todos los subditos del imperio.

Al paso que todos los pueblos se iban identificando en derechos con la ciudad soberana y que se confundían, por decirlo así, con la metrópoli, iba ganando en importancia el derecho municipal. Cada ciudad se iba acostumbrando a vivir con una especie de independencia, regida por sus leyes locales, viniendo a formar las ciudades como otras tantas pequeñas repúblicas, reemplazando así la vida municipal y de localidad a la vida política y de nación. Contenta la metrópoli con que le pagaran los impuestos, iba dejando a las ciudades gobernarse en lo demás por sí mismas, y cuanto más decaía el imperio, más se robustecía el poder municipal. Sólo en la exacción de tributos eran inexorables los magistrados romanos.

La administración interior de las ciudades de España se diferenciaba poco de las de Italia. Gobernábanse por una curia o consejo, compuesto de diez miembros con el título de decuriones, elegidos entre los principales ciudadanos. El cargo de decurión era gratuito, y la recaudación de los impuestos le hacía tan oneroso, que los ciudadanos le rehusaban cuanto podían, pero no lograban eximirse de él sino por gracia particular del emperador. Había también duumviros y cuatuorviros, encargados de los caminos públicos (cuatuorviri viarum curandarum): ediles, que cuidaban de la policía urbana, dirigían las ceremonias y fiestas públicas, e inspeccionaban los abastos: curatores, que atendían a la distribución de los granos depositados en los graneros públicos: decemviri, que administraban la justicia en primera instancia, y otra multitud de funcionarios subalternos que sería largo enumerar.

El sistema de impuestos sufrió varias alteraciones durante la dominación romana. A las exacciones arbitrarias del período de la conquista sucedió en tiempo de Augusto un sistema ordenado, pero complicado y destructor. Además de los tributos ordinarios y comunes a todas las provincias, tenía España sobre sí la carga de alimentar a la metrópoli, enviando a Roma la vigésima de sus granos al precio que el senado los tasaba: era una de las provincias nutrices. Considerábase esto, no como un tributo, sino como una subvención forzosa a título de necesidad. Gravitaba también sobre ella, en concepto ya de verdadera contribución, otra vigésima sobre las sucesiones. Modificada por Trajano y duplicada por Caracalla, volvió luego a quedar en la veintena en que la había fijado Augusto. Pero no era lo excesivo de los impuestos lo que los españoles sentían más, sino el enjambre de empleados que con el título de censitores, de inspectores, de arcarii, de exactores, etc., rodeaban a los encargados de la recaudación. Que no suelen ser los tributos en sí, por fuertes y subidos que sean, lo que más agobia a los pueblos y los exaspera, sino la manera cómo se exigen, recaudan y perciben, las violencias, extorsiones, injusticias y crueldades que se emplean en su cobranza. Diéronse en un principio las contribuciones en arriendo por contratas de compañías de monopolistas, que se llamaban mancipes o publicani. «Eran los pblicanos una clase de ciudadanos que hacían profesión de enriquecerse con la miseria del pueblo, que por lograrlo más pronto estudiaban y empleaban todos los medios de la opresión y de la superchería, y que tenían los oídos sordos y el corazón impenetrable a los lamentos y lágrimas de los infelices.»—«Los publícanos eran los árbitros de los impuestos, y podían aumentarlos según su capricho, siendo forzoso pagar cuanto sabía pretender el avaro publicano, sin ser permitido el pedir la razón de ello.» Tales debían ser sus excesos, tales sus vejaciones, que el mismo Nerón se vió precisado a publicar unas ordenanzas para reprimirlos, mandando entre otras cosas que se estableciese en cada provincia un pretor para juzgar sus informales exacciones, lo cual llama Montesquieu los bellos días de este emperador. Poco remediaron estos prefectos del pretorio. Facultados para aumentar los impuestos en circunstancias y necesidades extraordinarias, su avaricia inventaba fácilmente necesidades imprevistas, y lo que antes acumulaban los publícanos pasaba después á la caja privada de los pretores.

¿Y qué se adelantó, preguntamos nosotros, con esa nube de funcionarios asalariados que descargó posteriormente sobre los pueblos con achaque del censo o estadística, y de corregir los anteriores abusos de los publicanos? Lactancio lo demuestra con colores bien fuertes y sombríos. «La calamidad pública, dice, llegó a su más alto punto cuando descargando el azote del censo sobre todas las provincias y pueblos, se esparcieron los censores por todas partes, y lo trastornaron todo. No parecían sino invasores enemigos. Medían los campos por terrones, contaban las cepas de las viñas, anotaban los animales de toda especie, y empadronaban a los hombres. Para esta operación amontonaban nobles y plebeyos en lo interior de las poblaciones: las plazas públicas hormigueaban de familias reunidas como rebaños, porque cada cual llevaba allí sus hijos y sus esclavos. Por todas partes resonaban el tormento y el azote. Los hijos eran colgados para deponer contra sus padres, los esclavos más fieles puestos en el tormento para que acusasen a sus señores, y hasta las mujeres para que denunciasen a sus maridos. Por estos bárbaros medios se arrancaban al dolor de las víctimas declaraciones de bienes que no poseían, y que sin embargo se anotaban. No servían de excusa ni la edad ni la falta de salud. Los enfermos que no podían ir por su pie, eran llevados; a cada uno se le fijaba la edad, aumentando años a los niños y rebajando a los viejos. El caos, la tristeza y el luto reinaban por todas partes. A cada cabeza se imponía cierta suma, y ele este modo se compraba la existencia a precio de oro Entretanto los animales disminuían, morían los hombres, pero se pagaba también contribución por los muertos, a fin de que no se pudiese vivir ni morir sin pagar. No quedaban más que los mendigos, etc.»

Esta pintura, al parecer exagerada, la confirma Salviano: siendo lo notable, que a medida que se aumentaban las exacciones de los pueblos, se ocupaban menos de ellos los emperadores. «Se enviaban más tropas a las fronteras para resistir a los bárbaros, y quedaban menos en el interior para mantener el orden. De este modo se hallaba el despotismo cada vez más exigente y más débil, obligado a tomar mucho é incapaz de proteger lo poco que quedaba.»

Una de las contribuciones que se hacían más sensibles a los españoles era la de la milicia. Consecuentes los romanos a su sistema de conquista, sacaban soldados de España para llevarlos a morir por Roma allá en la Tracia o en la Iliria, en la Armenia o en la Capadocia, mientras sus legiones venían aquí a tener sujeta a España, y a aclimatar en ella su lengua y sus costumbres. Del valor que en todas partes acreditaron los españoles, certifican las inscripciones que en honor suyo se han conservado en la Gran Bretaña, en las Galias, en Italia, en Egipto y en África: y de lo numerosos y frecuentes que eran los subsidios de hombres que a esta provincia se exigían fue buena prueba la resistencia que encontró Adriano en los diputados de Tarragona para aprontarle el nuevo contingente que pedía, dando por causa la falta que se experimentaba ya de juventud.

Y eso que debía ser grande la población de España en aquel tiempo: pues si ya al terminar la república decía Cicerón: «No hemos superado ni en número a los españoles, ni a los galos en fuerza, ni en las artes a los griegos,» mucho debió crecer con la paz que siguió al establecimiento del imperio a pesar de las contribuciones de sangre. Así no nos parece de modo alguno exagerada la cifra de los que hacen subir la población hispano- romana a más del duplo, y aun á dos tercios más de la que en el día tiene; lo cual está también de acuerdo, así con los censos romanos que se conocen, como con el gran número de ciudades que todos mencionan y cuentan.

 

II. No obstante lo gravoso de los impuestos que pesaban sobre España, no es posible dudar de la riqueza que encerraba esta región tan favorecida por el cielo. Hemos dicho ya que era una de las provincias nutrices o alimentadoras de liorna, como lo eran también Sicilia y África. Era una de las que más abastecían a la metrópoli de cereales; uno de sus graneros. Veníale bien a España, mercantilmente considerado, el desenfrenado lujo de Roma, la vida muelle de los príncipes, entre fiestas, meretrices, bailarines, eunucos y bufones, la locura con que el pueblo se entregaba a los espectáculos, el abandono en que tenían la agricultura, aquellas fértiles campiñas de Italia o incultas o malamente trabajadas por manos esclavas; porque reducida Roma a pueblo consumidor, obligada a tener siempre provistos los graneros públicos para satisfacer das hambres frecuentes que solían agobiar al pueblo, monstruo de cien bocas siempre abiertas para recibir el alimento que le enviaran los pueblos de las provincias, todo proporcionaba ocasión a España para dar salida a los abundantes frutos de su suelo; y aunque no hubiera entrado en el interés de los emperadores proteger la agricultura en las provincias proveedoras, bastaba el interés de los indígenas para mirarla como una fuente de riqueza propia. El trigo y la cebada eran los cereales de que España surtía principalmente a Roma: del último, al decir de Plinio, se cogían dos cosechas anuales en muchas comarcas de la Celtiberia, y tan pródigo era el suelo, que no era raro el que diese ciento por uno. La espiga y el racimo que se ven en las monedas españolas de aquel tiempo; son los emblemas de los dos principales ramos de agricultura que se cultivaban.

Los romanos, que en los seis primeros siglos no habían usado el vino, hiciéronle después objeto de lujo en las mesas y banquetes: muchos patricios hacían vanidad de ser grandes bebedores; los poetas cantaban sus virtudes, y M. Antonio escribió una apología de la embriaguez. Con esto se hizo uno de los ramos más productivos de comercio la introducción de vinos extranjeros, y los de España alternaban con los de Grecia y de Sicilia: el de Tarragona era preferido a los de Italia. Así, a pesar de los edictos de algunos emperadores mandando descepar las viñas, la plantación de la vid se había hecho común en la Península; todo el litoral del Mediodía y Oriente estaba plantado de viñedo, y su fruto iba a parar a las mesas de los epulones romanos.

Como se hubiese hecho tan común en Roma el uso de la púrpura, que lo que al principio sólo se empleó para adorno de los dioses, de los templos y de los pontífices, se fue extendiendo a la toga, a la pretexta, a la clámide, hasta a las colchas de las camas y a los vestidos de los soldados, era este ramo de lujo de gran recurso á España para dar salida a sus lanas, de cuya calidad y del aprecio en que se las tenía hemos dado cuenta en el curso de la historia. Ibiza sacaba gran producto del establecimiento de tintorería de púrpura que tenía; y en la Bética se utilizaban grandemente de la cochinilla, y muchos habitantes hallaban en la coscoja un medio para pagar sus tributos. En tiempo del emperador Vespasiano encareció la grana purpúrea en términos que se compraba casi al valor de las perlas. Ni eran menos apreciados los linos de la Tarraconense, y los de Asturias y Galicia. Pero el que llevaba la palma a los de todas las provincias del imperio era el de Setabis (Játiva), del cual tomaron su nombre los pañuelos y servilletas setabinas, que por su extremada finura usaban sólo los ricos. El poeta Cátulo las menciona en dos lugares; y Sillo Itálico dice también hablando de estas telas:

 

Setabis et telas Arabum sprevisae superba

 

Eran igualmente objetos de comercio y de lucro para los españoles, la cera, la miel, las frutas, los higos secos de Ibiza, el aceite, que tanto recomendaba el emperador Galieno, y de cuya preparación nos informa Columela, y multitud de otros artículos y producciones debidas a la privilegiada feracidad del territorio español, y de que hacían constante tráfico las costas de Mediodía y de Levante, saliendo frecuentemente para Roma barcos de Cádiz, de Málaga, de Cartagena, de Tarragona, de Barcelona y de otros puntos del litoral.

Mirando los romanos el comercio y la industria como profesiones innobles, satisfechos por haber acumulado en Roma el oro y la plata de todas las provincias del imperio, dejando a los pueblos conquistados el comercio activo, y limitados ellos a sólo el pasivo, no advirtieron que teniendo que recibir las producciones y manufacturas de aquellos mismos pueblos conquistados, y no creando nada ellos, necesariamente habían de ir devolviéndoles a cambio de mercancías aquellos mismos metales de que con las armas los habían despojado. Era una riqueza facticia la ele Roma; riqueza puramente metálica, que arrebatada en un día de victoria y de despojo a las provincias productoras tenía que refluir lentamente a los mismos pueblos de donde había salido. Opulentia, había dicho Floro, par ritura mox egestatem. Plinio da por seguro que salían cada año de Roma por lo menos cien millones de sestercios. Sólo la prodigiosa abundancia de dinero que allí se había concentrado pudo hacer que no se sintiera de repente la falta; era una enfermedad lenta que iba royendo el Estado, y cuyo estrago no se percibía sino cuando el mal llegó a hacerse demasiado grave. El primer Antonino tuvo ya que vender los adornos imperiales para subvenir a las urgentes atenciones del imperio. Marco Aurelio se vio obligado por dos veces a hacer una liquidación de los vasos de oro, de las joyas y alhajas del palacio imperial. Alejandro Severo se vió precisado a vender su vajilla de oro, y a alterar en dos tercios la moneda. Cuando en el imperio de Maximiano hubo que fundir los metales preciosos de los templos y los monumentos de las antiguas victorias para convertirlos en dinero: cuando en el reinado de Galieno se advirtió que sólo circulaban monedas de cobre, porque la plata había desaparecido casi toda; cuando, en fin, entre todos los ciudadanos romanos no pudieron reunir el oro en que Alarico había tasado su rescate y tuvieron que apelar a fundir en el fuego las estatuas de las virtudes, entonces pudieron conocer los pródigos romanos cuán efímeras son las riquezas que no se fundan en el trabajo, en la industria y en la economía: opulentia paritura egestatem. Las riquezas de Roma habían vuelto a pasar a las provincias productoras.

Otro de los ramos de la riqueza de España eran las minas. Los romanos, en los primeros tiempos de la conquista, dejaron a los naturales el cuidado de trabajarlas, seguros de que sus productos habían de ir a parar a sus manos. Los emperadores se reservaron la explotación de algunas minas, dando el resto en arriendo a compañías de publicanos, que las subarrendaban a los habitantes del país. Estaba prohibido emplear en los trabajos de una mina más de cinco mil operarios, que regularmente eran esclavos o criminales de la ínfima plebe: y pueblos había a quienes se les daban tierras de qué vivir, a condición de que trabajaran las minas de plomo en beneficio del Estado, de lo cual fueron nombrados plumbarii. Los romanos apenas tuvieron que hacer en el ramo de minería sino proseguir y perfeccionar las obras comenzadas por los fenicios y cartagineses. Abrían las galerías con mucha regularidad: hacían los pozos redondos; y los barnizaban con un betún que hacía sus paredes tersas como las de un vaso de tierra cocida. Poníanles comunmente el nombre de algún emperador o emperatriz, o alguno de sus favoritos o amigos.

Siendo España la provincia del imperio más rica en metales, era también donde más moneda se acuñaba. Eran muchísimas las ciudades que tenían derecho y casas de fabricación. De aquí la abundancia de monedas que se encuentran a cada paso en las ruinas de las antiguas ciudades romanas de la Península, y la facilidad con que los aficionados a la numismática acrecen cada día sus privados monetarios. Y eso que este derecho duró sólo desde Augusto hasta Calígula, que despojó de él a las provincias, y le hizo privilegio exclusivo de Roma. Casi todas las monedas imperiales de España eran de cobre; las de plata pertenecían generalmente a familias ricas cuyo nombre llevaban. Era uno de los cargos de los ediles inspeccionar la fabricación de moneda, y en muchas de ellas se leen sus nombres y los de los duumviros monetarios. Es de notar que las monedas de este tiempo no tenían la perfección artística de las celtíberas, o sea de los tiempos anteriores a la conquista romana.

Mosaico romano encontrado cerca de Gerona

 

Representa una carrera de cuadrigas en un circo, viéndose en su parte superior una sección del oppidum y en la inferior todo lo importante que constituía la arena

 

 

 

III. Lejos, no obstante, de ser extraños a los españoles los conocimientos artísticos, bien puede asegurarse que hubo en este tiempo muchos y excelentes artistas en España, principalmente marmolistas, lapidarios, fundidores, plateros y cinceladores, los cuales parece formaban gremios o corporaciones de obreros dirigidas por un presidente elegido entre los ciudadanos más ilustrados, según acredita más de una inscripción y más de un epitafio dedicados o a simples artistas o a los presidentes de sus asociaciones o colegios. No negaremos que a España, como a la misma Roma, le fueran importadas y trasmitidas las artes liberales por los insignes maestros de la culta Grecia, de cuyo país tomaron los romanos (y fue la más rica adquisición de su conquista, y el más honroso trofeo para los griegos) las letras como las leyes, y las artes como las letras, y muy principalmente la arquitectura y la estatuaria. Mas tampoco puede negarse la aptitud que debieron hallar en los españoles para el ejercicio de algunas artes, pues ya antes de la conquista los hemos visto sobresalir en la fabricación de la moneda, en el temple y estructura de las armas, en el tejido de las telas y otras manufacturas y oficios, según en otro lugar dejamos expresado. Ni cabe en lo posible que tantas obras artísticas como enriquecieron entonces el suelo español fueran exclusivamente debidas á artífices extraños, sin que tuvieran gran participación en ellas los naturales.

Porque no hay sino ver esa prodigiosa riquéza monumental que España conserva todavía, restos preciosos de la antigua grandeza hispano- romana, para calcular cuán maravilloso debía ser el número de obras artísticas que en aquel tiempo se levantaron en este suelo. Aparte de los museos que, aunque abundantes, deberían ser, fuera de los de Italia, los más ricos del mundo en antigüedades romanas, toda España es un museo disperso de apreciables objetos artísticos, y cada comarca una historia inagotable en que cada día se descubren nuevas páginas escritas en piedra o en metal: cada día la reja del arado del labriego y la piqueta del albañil se enredan en la estatua de un emperador, en la columna miliaria de una vía militar, en el privilegio de un municipio, en la urna cineraria de un cónsul, o en el mosaico de un suntuoso palacio imperial. Apenas pasa día en que no se descubran o las ruinas de un templo, o los restos de un circo o de un anfiteatro, o los fragmentos de un arco de triunfo o la lápida de un panteón, o el ara en que se ofrecían sacrificios a una divinidad. No pocas veces hemos visto con lástima desmenuzar la piedra de un sarcófago para rellenar los hoyos de un camino público, mutilar la imagen de un ídolo para empotrarla en el lienzo de un edificio privado, o enterrarla para que le sirviera de cimiento: hemos hallado en las tapias de las huertas inscripciones importantes arrancadas de un palacio de los Césares, y esculturas y bajos relieves de ágata o de granito en lugares que ni aun fuera decoroso nombrar. Por fortuna la creación de academias y corporaciones arquelógicas, de institutos de bellas artes y de museos provinciales, va poniendo remedio a los males que la indolencia o la ignorancia hacían lamentar, y enriqueciéndose diariamente estos establecimientos, la ilustración y la laboriosidad de sus individuos contribuyen a hacer nuevas y útiles investigaciones históricas.

Ni es de nuestro propósito, ni bastarían volúmenes enteros si hubiéramos de dar cuenta de los infinitos vestigios de monumentos romanos que aun se conservan en nuestra Península. Sólo Tarragona, la ciudad española de los Césares, ostenta todavía tantas y tan venerables ruinas, que solas ellas bastarían para mostrar cuánta fué la opulencia, cuánta la magnificencia de las ciudades hispano-romanas del imperio. Otro tanto podemos decir de Mérida, de uno de cuyos monumentos dijo el erudito Pérez Bayer: «Vi el famoso arco romano; ni en Roma, ni en parte alguna he visto cosa igual ni que se le parezca.» Las ruinas de Itálica, tan dignamente celebradas por la vigorosa musa de Rioja, son tan preciosas como no podían menos de ser los restos de la ciudad

 

Donde «nació aquel rayo de la guerra,

gran padre de la patria, honor de España,

Pío, Felice, Triunfador Trajano,

ante quien muda se postró la tierra...»

Donde «de Elio Adriano,

de Teodosio divino,

de Silio peregrino

rodaron de marfil y oro las cunas.»

 

Hemos nombrado una sola ciudad de cada una de las tres grandes provincias, no porque en otras muchísimas dejen de existir monumentos igualmente magníficos, sino porque sus solos nombres formarían un largo catálogo, pasando ya de dos mil las poblaciones en que se sabe haberse descubierto más o menos preciosas antigüedades romanas; estando con tal abundancia y prodigalidad sembradas en el suelo español, que más de un labriego del siglo XIX se sienta a descansar en la puerta de su humilde vivienda sobre alguna pilastra del antiguo palacio de un procónsul, y las pilas de las regaladas termas romanas sirven a veces de abrevadero al ganado del aldeano. Templos, anfiteatros, circos, palacios, puentes, acueductos, baños, naumaquias, estatuas, aras, mosaicos, columnas, capiteles, vasos, lápidas infinitas, mil otros objetos por todas partes diseminados están testificando el esplendor a que llegó la España romana, y por los despojos que subsisten se puede discurrir la grandeza de lo que fue.

Habían los romanos llegado a unir a Roma con todas las principales ciudades del mundo por medio de grandes ramales de caminos, que partiendo de la metrópoli, y enlazándose entre sí, venían a convertir el vasto imperio en una sola y gran ciudad. Nada ha igualado en solidez, belleza y magnificencia a estas grandes vías romanas, de que se conservan trozos que al cabo de cerca de veinte siglos admiran todavía y sorprenden por el mérito de su construcción. De las dos principales cadenas de comunicaciones que venían de Italia a España, la una arrancaba de la misma Roma por la puerta Aurelia, seguía por la Toscana a Génova, a Arlés por los Alpes Marítimos, a Narbona, Cartagena, Málaga y Cádiz; la otra partía de Milán, y atravesaba los Alpes Cotianos y la Galia Narbonense, continuaba por Gerona, Barcelona, Tarragona, Lérida, Zaragoza, Calahorra y León, y se prolongaba por Galicia y Lusitania hasta Mérida. Cruzaban España además otras muchas magníficas calzadas, de las cuales concurrían nueve a Mérida, siete a Astorga, cuatro a Lisboa, cuatro a Braga, tres a Sevilla y cinco a Córdoba. Calcúlase en una longitud de cerca de tres mil leguas lo que los romanos tenían ramificado de calzadas. Muchas de ellas estaban cubiertas con una capa de argamasa en extremo consistente y dura; el camino que atravesaba por Salamanca lo estaba de una piedra blanquecina, que le dio el nombre de Via argéntea. Señalábanse con mucha exactitud las distancias de una a otra ciudad en elegantes marcos llamados columnas miliarias, de que se encuentran muchas todavía. A veces se inscribían en ellas el nombre del emperador que había hecho abrir el camino, o del magistrado que le había hecho reparar, y solían también recordar algún suceso contemporáneo. Los pueblos en que las legiones hacían sus estaciones o descansos, se hallan igualmente especificados con sus respectivas distancias en el Itinerario de Antonino. Además de las grandes vías mencionadas había otras de orden inferior para las comunicaciones particulares de los pueblos entre sí, las cuales recibían, segán su clase, los nombres de pretorianas, consulares, vecinales, etc. La mayor parte de los grandes caminos se construyeron en los buenos tiempos del imperio.

COLUMNA DE LA CONCORDIA, MÉRIDA

 

IV. Los españoles, que en medio del estruendo de las armas y a través de las turbaciones de los tiempos durante la república habían mostrado ya su afición a las letras y su aptitud intelectual, acudiendo presurosa su juventud a la escuela fundada por Sertorio, ¿podían dejar de progresar en los conocimientos humanos desde que llegó la edad de Augusto llamada la edad de oro de la literatura romana? La paz en que quedó el país, la protección de Augusto y el ejemplo de Roma los convidaban al cultivo de las letras. La lengua indígena había ido cediendo su lugar a la latina: de las costas y de los países llanos; los más abiertos a la invasión, y que por consecuencia experimentaban más el influjo del trato y comunicación con los conquistadores, se iba retirando el lenguaje nativo a las montañas, acabando por refugiarse en esas comarcas que hoy llamamos Provincias Vascongadas, únicos puntos donde se ha conservado. Por más tenaces que los españoles fueran y por más apegados que estuviesen a su idioma primitivo, no era posible que resistiera éste a la influencia de la larga dominación romana, mucho más siendo el latín la lengua oficial, la lengua de la legislación que regía a España, la de las escuelas y de la poesía, a que tan temprano se dedicaron los españoles, y posteriormente hasta la lengua de la religión. Reemplazó, pues, el latín al idioma ibero y a los dialectos locales, sin perjuicio de que se conservara en el pueblo una especie de lenguaje intermedio o de latín corrompido y mezclado con voces de la lengua nativa, que acaso fuera el precursor del que con la mezcla de otras sucesivas había de constituir un día la lengua española.

Fue, pues, la literatura romana, obra ella misma de imitación (que así se van trasmitiendo los pueblos su civilización, y así se va enlazando la vida universal de la humanidad, contribuyendo todos a su vez a la gran obra del progreso social), aclimatándose en España, en términos que a aquellos primeros poetas cordobeses, cuyas palabras y estilo parecía ofender el armonioso oído de Cicerón, sucedieron otros poetas, otros oradores y otros filósofos, españoles que tuvieron la honra de fundar una escuela hispano-latina en la misma Roma, y de imprimir el sello de su gusto a la literatura romana.

No diremos que España pudiera presentar ni un Cicerón, ni un Tito Livio, ni un Virgilio, ni un Horacio, pero sí que a poco de haber pasado la era de Augusto, y cuando Roma se arrastraba en el cieno de la sensualidad y de la corrupción, la única literatura que prevalecía en el imperio era la española, y lo mejor que entonces se escribía era obra de los ingenios españoles, aparte de alguna otra lumbrera, como Tácito, que aun solía aparecer en el turbado y nebuloso horizonte romano. Convendremos, si se quiere, en que la escuela española, al volver a Roma bajo Nerón el impulso literario que de ella había recibido bajo Augusto, corrompiera el gusto de sus maestros como en venganza de la servidumbre en que España había sido tenida. Pero aun así, ¿fue indigna la literatura española de figurar al lado de la romana? Dejemos hablar á un erudito historiador extranjero, que con una imparcialidad no coinún en los escritores de su país cuando tratan de España, se explica de este modo acerca de las dos literaturas: «Se podrá disputar sobre su preeminencia; se podrá preferir la una a la otra, nada más natural: pero nadie podrá negar que sea un glorioso catálogo de oradores, de poetas y filósofos, aquel en que figuran los Sénecas, Lucano, Marcial, Quintiliano, Silio Itálico, Floro Columela y Pomponio Mela, por no hablar sino de los más ilustres. Tales son los maestros de la literatura-hispano-latina pagana; tales son también los primeros de entre los escritores de Roma después de la edad en que escribían Virgilio y Horacio; Toda esta escuela tiene un carácter propio, y que no deja de tener relaciones con el genio literario español de las edades siguientes. »

En efecto, aparte de los Balbos, del bibliotecario Higinio, del poeta Sextilio Henna, de los oradores Marco Porcio Latrón, Junio Gallión, Marco Anneo Séneca, y otros que florecieron ya en el tiempo de Augusto, ¿quién no ve en Lucio Anneo Séneca el Filósofo, el moralista de la antigüedad pagana? ¿Quién no admira la fecundidad de su ingenio, la profundidad de sus pensamientos, la sublimidad de sus máximas, y aquella valentía de imaginación, aquel conocimiento del corazón humano, aquella alma ardiente y melancólica, aquella dignidad de sentimiento que respiran sus escritos del Reposo, de la Providencia, la Vida Feliz, los Consuelos, a Helvia y a Marcia, y otras muchas de sus obras? En vano ha intentado zaherirle La-Harpe en su Curso de Literatura, acaso en despique de lo mucho que Diderot gustaba de los escritos de Séneca, como observa el historiador antes citado. Schlegel le llama el verdadero fundador de un nuevo gusto amanerado y sentencioso. Pero esto en nada disminuye su mérito como pensador. ¡Ojalá hubiera participado menos del estoicismo de su tiempo! Nuestro juicio y nuestra admiración al talento del filósofo español es tanto más imparcial cuanto más severamente hemos censurado sus flaquezas como hombre.

«Con Lucano, prosigue Schlegel, vemos a la poesía de los romanos volver a tomar la forma heroico-histórica, como si no hubiese podido olvidar su antiguo origen sepultado en el olvido.» El autor de la Farsalia era sobrino de Séneca, y murió como su tío víctima de la tiranía y de la insensatez de Nerón, que tenía el necio orgullo de pasar por el mejor poeta como por el mejor músico, y miraba como un rival a Lucano. Córdoba podrá gloriarse siempre de haber sido cuna de una familia tan ilustre como los Sénecas.

Así puede envanecerse Calahorra de haber producido un Quintiliano, el juicioso y profundo retórico, el honrado orador, la gloria de la toga romana, que decía Marcial, el primer profesor asalariado que hubo en Roma, y cuyas Instituciones serán consideradas siempre como un tesoro para los humanistas.

Viene el historiador poeta Silio Itálico, cuyo poema histórico es un manantial de instrucción sobre todos los lugares que fueron teatro de la segunda guerra púnica. Todos los amantes de la literatura visitaban su retiro por el gusto de conocer al antiguo cónsul hecho poeta fecundo y filósofo amable. El poeta Marcial se envanece de que Silio se dignara escuchar sus epigramas y concederle un lugar en su biblioteca. Floro, historiador español también, aunque vivió casi siempre en Roma, no se olvidó de realzar en su compendio histórico las glorias de su patria llamando a España viribus armisque nobilis.

Marcial, natural de Calatayud, puede decirse el creador de los epigramas, si bien desearíamos que no hubiese escrito tantos, pues es muy difícil hacer mil seiscientos epigramas buenos. Nadie, sin embargo, ha podido llevar más lejos la precisión, la finura y la agudeza que este género de composición exige. Lástima que al lado del genio se vea en los que tituló Obscena el grado de libertinaje y de inmoralidad a que había llegado la civilización del paganismo. Distinguióse Marcial por un amor tierno y ardiente a su país nativo: a él se retiró después de treinta y cinco años de vida tormentosa, y desde él escribía á su amigo Juvenal: «Mientras tú recorres inquieto y agitado las tumultuosas calles de Roma, yo descanso al fin en mi amada ciudad natal... duermo a mi gusto... al levantarme encuentro una buena lumbre, los cazadores me esperan, mientras el mayordomo distribuye el trabajo a los esclavos. He aquí cómo vivo, y cómo quiero vivir hasta el término de mis días.» Eran sus amigos Plinio el Joven, Quintiliano, Frontino, Juvenal, Silio Itálico y Valerio Flacco.

Mas no fueron solamente poetas, oradores y filósofos los que produjo la España durante el imperio. Honorato Columela, natural de Cádiz, fué el sabio agrónomo de la antigüedad, y mereció ser llamado el padre de la agricultura. Plinio, su contemporáneo, le cita muchas veces con elogio en su Historia Natural; y sus obras De Re rustica, y De Arboribusrevelan un hombre profundamente entendido en estos ramos. Pomponio Mela, de Mellearia, pudo acaso no ser un insigne geógrafo, pero hay en su cosmografía concisión, variedad, estilo rápido y animado: algunos lugares especialmente favorecidos por la naturaleza están descritos con admirable talento.

Nos hemos ceñido en esta breve reseña a aquellos que adquirieron una celebridad en la literatura latina, y le imprimieron una nueva índole y carácter, sin que el objeto de nuestra obra nos permita detenernos ni a analizar con más extensión a estos, ni a hacer un catálogo de los demás que en España cultivaron las letras con más o menos reputación, como Flavio Dextro, el amigo de San Jerónimo, Sexto Rufo Avieno, y otros, porque no hacemos una historia literaria. Basten estos apuntes para mostrar los progresos que había hecho la civilización en España en el período que comprende el presente libro.

¿Pero podríamos dejar de mencionar á los ilustres emperadores españoles Trajano y Adriano, ya como protectores de las letras, ya como literatos y doctos ellos mismos? «¿Qué honores no dispensas (decía Plinio el Joven a Trajano) a los maestros de elocuencia? ¿Qué beneficios no haces a todo hombre docto y erudito? Por los estudios han recobrado la vida y vuelto a su patria, después de haberlos desterrado bárbaramente la crueldad de otros príncipes viciosos.» «Ya volvió los ojos (decía hablando de él Juvenal) a las musas afligidas, a los poetas insignes, a quienes la dura necesidad había obligado a servir en los baños públicos, a encender los hornos de Roma, y aun a tomar la trompeta del pregonero... Ya no tenéis que humillaros, oh jóvenes cantores, a ocupaciones tan indignas de vuestro espíritu, pues el príncipe os mira con amor y os estimula, y no espera sino que le déis ocasión para ejercitar con vosotros su conocida generosidad.» Grande, como César, imitóle también, aunque en mérito no le igualara, en escribir las guerras en que había tomado parte. Adriano, su sucesor, aquel hombre de tan asombrosa y universal erudición que apenas había ramo de literatura que le fuese extraño, el que introdujo la costumbre de premiar a los hombres de letras con pensiones vitalicias, ¿podría dejar de favorecer singularmente á los españoles estudiosos, siendo su patria España?

Otro género de literatura comenzó a desarrollarse en nuestra Península con la introducción del cristianismo, y con el estudio que era consiguiente de las letras sagradas, de la filosofía religiosa que tanto influyó en el cambio del orden social. En este nuevo campo que se abrió a los entendimientos no faltaron tampoco a España varones distinguidos e ilustres, que con discursos y escritos luminosos contribuyeron a la propagación de la fe, y de ello son buena prueba los concilios que a principios y fines del siglo IV se celebraron en Illiberis y en Zaragoza. Y si en España no hubo en aquel tiempo plumas tan fecundas y elocuentes como las de los Gregorios, de los Ambrosios, de los Ciprianos, de los Jerónimos y de los Agustines, nadie ha desconocido ni la instrucción científica, ni la fogosa elocuencia del venerable Osio de Córdoba, el presidente de los concilios; y su carta a Constancio sobre la separación de los poderes eclesiástico y civil, sobre ser una bella producción literaria, es una obra maestra como testimonio de magnanimidad episcopal. Aquilino Juvenco puso en versos hexámetros la vida de Jesucristo: San Gregorio de Illiberis compuso un libro titulado De la Fe contra los arrianos; Prudencio de Zaragoza, fue el mejor y más elocuente de todos los poetas sagrados de la antigüedad; y se señalaban ya como hombres de letras los obispos Itacio é Idacio, autor este últimode la crónica, así como el sacerdote de Tarragona, Orosio, autor de la otra historia. El mismo Prisciliano, el propagador de la herejía, era hombre que escribía con facilidad y con fuego; y las mismas controversias que suscitaba la herejía ejercitaban, como hemos indicado en otra parte, el pensamiento, y tenían despiertas las inteligencias, y en actividad continua los espíritus.

Tal era el estado político, administrativo, social e intelectual que España había alcanzado en el período del imperio romano desde Augusto hasta Honorio.

España, con la conquista romana, perdió su independencia, pero adquirió la unidad política que no tenía. Incorporada al imperio como una sola provincia, entra a participar de la civilización del antiguo mundo, de la vida universal de la humanidad; pero participa también de la imperfección del elemento constitutivo de las antiguas sociedades, la religión y la filosofía pagana. Cuando otro principio civilizador, unido por una disposición providencial con el elemento bárbaro, representante de la fuerza, disuelve la antigua sociedad humana para refundirla, España se prepara a entrar en un nuevo período de su vida, que será ya una vida más propia, más individual, como pueblo que empieza á emanciparse después de una larga tutela. Va a recibir una gran modificación en su existencia. Veamos cómo se fue realizando esta trasformación social.

 

 

 

8

CURIOSIDADES DE LA SOCIEDAD CIVIL Y MILITAR ROMANAS

 

 

TEMPLO DE MARTE EN MÉRIDA