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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO CUARTO

RESPUESTA Y DEFENSA. LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO

II

LA NOCHE DE SAN BARTOLOME Y LAS GUERRAS DE LOS HUGONOTES

 

Al igual que había ocurrido en Alemania con la Paz religiosa de Augsburgo, tampoco el Edicto de San Germán de 1562 representó el final de las discusiones religiosas en Francia. A los protestantes les parecía insuficiente. Es cierto que en París los predicadores exhortaban a cumplir el Edicto y a no hacer uso de la violencia, pero en el resto del país la gente se dejó influir más bien por el ejemplo belicoso de Ginebra. En diversos lugares ocurrieron agresiones contra iglesias y monasterios, llegándose incluso a asesinatos, a los que respondían en otros sitios los católicos con la misma moneda. Las agresiones fueron aprobadas por varios predicadores llegados de Ginebra, que exigían el exterminio total de la «idolatría» católica, para lograr lo cual estaba permitido incluso resistir a unas autoridades impías. El Parlamento de París se negó, por ello, a inscribir oficialmente el Edicto de San Germán.

La matanza que las tropas del duque de Guisa hicieron entre los 1.200 asistentes a un sermón protestante, el 1 de marzo de 1562, en Vassy, pueblo de la Champagne, en la cual fueron muertos 74 protestantes, constituyó la señal para el estallido de la primera guerra de los hugonotes. A ella habían de seguir siete más, hasta el año 1598. En estas guerras civiles se realizaron crueldades innumerables y ambos bandos echaron mano, sin escrúpulo alguno, de la traición, el asesinato, la mentira y el engaño. Estalladas por cuestiones religiosas, estas guerras adquirieron también muy pronto un matiz político, antiespañol. No sin razón se veía en Felipe II el aliado más poderoso y predispuesto de los católicos, detrás del cual venía, a mucha distancia, la ayuda del papa y del duque de Saboya. Por este motivo, los hugonotes llamaron en auxilio suyo a los príncipes alemanes y, en especial, a Inglaterra, En luchas enconadas se llegó a un cierto equilibrio militar, después de morir en el campo de batalla Antonio de Navarra y San Andrés, y caer asesinados Francisco de Guisa y también el príncipe Condé. Sólo el miedo a un complot entre la reina madre y el rey Felipe continuó alentando las luchas, hasta que la Paz de San Germán, de agosto de 1570, dio fin a la tercera guerra de los hugonotes. En este tratado, la reina madre, que entretanto se había vuelto claramente católica, pero también anti­española, otorgó amnistía total y plena libertad de conciencia a los hugonotes. Estos podían celebrar sus oficios religiosos en los territorios de la nobleza y en algunas ciudades, excepto París y el lugar en que residiese la corte; tenían acceso a todos los puestos políticos y recibieron, por el plazo de dos años, cuatro plazas fuertes, que podían ocupar con sus tropas propias. La reconciliación de ambos partidos religiosos había de sellarse con el matrimonio de la hermana del rey, Margarita de Valois, con el calvinista Enrique de Borbón, hijo de Antonio de Navarra.

El almirante Coligny adquirió ahora gran influjo sobre el joven y poco enérgico rey Carlos IX, influjo que aprovechó para poner a Francia de parte de Inglaterra en la guerra contra España. Con ello los rebeldes de los Países Bajos habrían obtenido también una ayuda decisiva. Mas la ambiciosa reina Catalina vio disminuido su poder por Coligny. Por esto, en alianza con su hijo menor, Enrique de Anjou, hijo del asesinado duque de Guisa, decidió eliminar a Coligny, asesinándole alevosamente. El atentado fracasó, sin embargo, y el almirante quedó solamente herido. Como se temía la venganza de los hugonotes, se decidió ahora —si es que no lo habían planeado ya antes los Guisa— asesinar a todos los jefes de los hugonotes, que habían acudido a París a la boda de Enrique de Borbón. Cuando el rey supo quién se ocultaba tras el primer atentado, dio su aprobación a este proyecto demoníaco. En la madrugada de la festividad de san Bartolomé (24 de agosto) de 1572, Coligny y los más importantes de sus correligionarios cayeron bajo el puñal de los asesinos, que pertenecían a las tropas de los Guisa. La matanza prosiguió en París todo el domingo y los dos días siguientes; después se corrió a las provincias. A las tropas del rey se unió también el populacho, ansioso de sangre y de botín, que participó en las carnicerías desde Bourges y Lyon hasta Toulouse y Burdeos. El número de víctimas se cuenta por millares, si bien las cifras de 30.000 y más son sin duda muy exageradas. Una inteligente propaganda presentó a las víctimas no como mártires de su fe, sino como delincuentes culpables, que habían proyectado una gran conjura contra el rey y contra la corte. Tales noticias fueron creídas también por el papa Gregorio XIII, que, al recibir la noticia del aniquilamiento de los «rebeldes», hizo celebrar un Tedeum y organizó otras manifestaciones de júbilo. El papa creía, en efecto, que ahora se abrogaría la Paz de San Germán y que Francia volvería a emprender un rumbo inequívocamente católico.

La noche de san Bartolomé privó ciertamente a los hugonotes de sus jefes —el que escapó a la muerte, tuvo que abjurar de su fe, como Enrique de Borbón-Navarra y el hijo de Condé— y puso fin también a peligrosas discusiones acerca de cuestiones constitucionales en la Iglesia protestante, pero no acabó con los hugonotes. Tras el terror, la huida y la emigración iniciales de muchos, la masa de los creyentes volvió a reunirse, aprestándose a resistir. En 1577, en el Tratado de Poitiers, reinando Enrique III, el derecho de los hugonotes volvió a quedar limitado a la libertad de conciencia en todo el reino, y al libre ejercicio de su religión para la nobleza y en 75 ciudades. Tampoco la guerra siguiente trajo variación alguna. Pero entretanto había aparecido una nueva fuerza política, que impidió que se hiciesen más concesiones a los protestantes, a saber, la llamada Liga Santa, que era una alianza católica, fundada en la patria de Calvino. ¡Hasta tal extremo la predicación de los jesuítas y capuchinos había hecho cambiar ya el clima espiritual de Francia! La Liga pretendía proteger la religión católica también contra el débil rey Enrique III. Frente al absolutismo ilimitado, se dio suma importancia al pueblo y a su soberanía. Ya se habían discutido también en el campo católico los problemas del derecho a la resistencia contra las autoridades y al tiranicidio. La Liga consiguió ganar al pueblo de París para su idea e impedir así que el rey hiciera más concesiones.

La situación en Francia se hacía cada vez más crítica, debido a la falta de descendencia de Enrique III y a la muerte de su hermano menor. El próximo sucesor de la corona habría sido Enrique de Navarra, que hacía ya mucho tiempo que había vuelto al calvinismo. Ahora bien, bajo un rey protestante, y dado el carácter agresivo de los calvinistas, la Francia católica parecía perdida. En este momento el movimiento popular de la Liga se transformó en una alianza militar, bajo la dirección del duque Enrique de Guisa. Para defender los intereses católicos y excluir de la sucesión al trono a Enrique de Navarra se estableció una alianza con Felipe II de España. Los hugonotes se habían organizado ya en una especie de Estado y habían nombrado protector suyo a Enrique de Navarra. Entonces la Liga, mediante un levantamiento del pueblo de París, obligó en 1585 al rey a revocar todas las concesiones hechas hasta entonces a los hugonotes y a prohibir, bajo pena de muerte, el culto protestante. La Liga y el rey de España consiguieron luego de Sixto V que excomulgase a Enrique de Navarra como hereje reincidente y le declarase excluido de la sucesión al trono; esta medida fue rechazada en Francia, por considerarla una intromisión en los derechos del Estado. Sin embargo, el papa no se dejó convencer para unirse a la Liga. En 1585 estalló la octava guerra de los hugonotes, que había de resultar decisiva no sólo para la corona francesa, sino también para el destino de la Iglesia en Francia, para el predominio de España y para la independencia del pontificado. Pronto surgieron complicaciones entre la Liga y el indeciso rey, que tuvo que abandonar la ciudad de París, favorable a aquélla. Para vengarse mandó asesinar, en diciembre de 1588, a los jefes de la Liga, Enrique de Guisa y a su hermano Luis, cardenal de Reims, y encarcelar al candidato de la Liga al trono, el cardenal de Borbón. Sixto V le citó por este motivo a juicio. La Sorbona declaró por unanimidad que el pueblo no estaba ya obligado a guardar su juramento de fidelidad al rey. Este se alió ahora con Enrique de Navarra para conquistar París. Pero el 1 de agosto de 1588 cayó bajo el puñal de un dominico, que era partidario fanático de la Liga. Al morir nombró sucesor suyo a Enrique de Navarra, a quien exhortó a abrazar la fe católica.

Enrique de Borbón-Navarra no pudo triunfar al principio contra Felipe II y contra la Liga, a quienes el sucesor de Sixto V apoyaba ahora con tropas y dinero. Sus promesas a los católicos suscitaron la desconfianza de sus amigos hugonotes. Ante la candidatura de la española Isabel, hija de Felipe II y nieta de Catalina de Médici, Enrique IV, que era un hábil político y cuyos vínculos e intereses religiosos no eran muy fuertes, decidió convertirse. El 25 de julio de 1593, en la iglesia de san Dionisio, abjuró de la herejía. La guerra dejó de ser ahora una guerra de religión y se transformó en una lucha contra los españoles y contra sus aliados de dentro de Francia. Por este motivo la Liga tuvo finalmente que disolverse. Clemente VIII absolvió al rey y gestionó en 1598 la paz con Felipe II. Quedaba asegurada así la posición de Francia como gran potencia, y, por cierto, como gran potencia católica.

Los antiguos aliados de Enrique quedaron primero desconcertados y luego enfurecidos por su conversión. Finalmente, en el Edicto de Nantes de 30 de abril de 1598, Enrique IV les hizo muchas concesiones también por motivos políticos —pues los hugonotes, que constituían aproximadamente una tercera parte de la población, mantenían aún su organización político-religiosa—. Tal Edicto determinaba, ciertamente, que la religión católica debía ser reconocida como predominante en el Estado, que el culto católico debía ser restablecido en todos los lugares donde se lo había suprimido y que los bienes robados a la Iglesia deberían ser devueltos. Mas los partidarios de la «denominada religión reformada» consiguieron libertad de conciencia y también, en gran parte, libertad de culto en todo el reino. Tenían derecho al libre ejercicio de la religión no sólo en todos los lugares en que lo habían conseguido ya en 1596 y 1597, sino también en dos poblaciones de cada provincia, excepto París y algunas ciudades episcopales, lo mismo que en los palacios y castillos de la nobleza. Tenían acceso a todos los cargos del Estado. Su organización eclesiástica fue subvencionada con una elevada suma de dinero del Estado. Y además consiguieron tribunales especiales, mixtos, determinados puestos en el Consejo real y más de 200 plazas fuertes, durante ocho años, como garantía de la paz, plazas que en parte fueron ocupadas por guarniciones protestantes, que pagaba el rey, y en parte fueron entregadas a la nobleza.

El Edicto de Nantes, que el papa no aprobó, que los Parlamentos no inscribieron sino a regañadientes, y además del cual los protestantes consiguieron también de hecho la permanencia de su organización política, resolvió casi durante un siglo el problema confesional en Francia, si bien sus resoluciones políticas sólo estuvieron vigentes durante una generación. La solución francesa no es la alemana de la Paz religiosa de Augsburgo, pues en Francia no existían príncipes territoriales al lado de la realeza absolutista. En el Edicto de Nantes no se habla tampoco de una paridad de las confesiones. En él se creó más bien una especie de dualismo, un Estado dentro de otro Estado; este sistema se ha comparado con el estatuto de las minorías nacionales en la Europa Central después de la primera guerra mundial.

LOS PAISES BAJOS

También en los Países Bajos se creyó poder acabar por la violencia con los disturbios políticos y con la innovación religiosa. Felipe II envió a aquel país a su mejor general, el duque de Alba, con plenos poderes y con instrucciones severísimas. A los catorce días de haber llegado estableció ya el duque de Alba el «Consejo de los disturbios», que el pueblo denominó, no sin razón, «Consejo de la sangre». Una ola de violencia y de terror se extendió por el país. Encarcelamientos, ejecuciones, que ascendieron a miles —entre ellas también las de los condes Egmont y Horn—, la huida de varios millares de personas a Inglaterra y Alemania y graves opresiones financieras eran las características del nuevo sistema instaurado por el duque de Alba en las provincias sureñas del dominio español. Mas por todas partes estallaban levantamientos. Al frente de la lucha por la libertad volvió a ponerse Guillermo de Orange, que al principio proclamó la libertad de conciencia y la del país, pero que en 1573 se declaró abiertamente a favor del calvinismo. En tierra y en mar consiguieron los Pordioseros un triunfo tras otro. El duque de Alba tuvo que ser destituido. El calvinismo consiguió triunfar en las provincias de Holanda y de Zeelanda; el culto católico fue prohibido. Como centro científico del calvinismo, Guillermo fundó en 1575 la universidad de Leiden. Pero el gobernador general Alejandro Farnesio (1578-1592) logró, de todos modos, romper el frente adversario, gracias a los abusos calvinistas en Gante, y salvar la Bélgica actual para España y para la Iglesia católica. Y así, en lugar de la paz religiosa proyectada por Guillermo para todo el país, sobrevino la formación de la Unión de Utrecht, con sólo nueve provincias del norte. Estas se declararon independientes en 1581. En la nueva república federal de los Estados Generales, que Guillermo dirigía como gobernador, la libertad religiosa debía estar garantizada. Sin embargo, en determinadas circunstancias el culto católico fue considerado como un crimen merecedor de la pena de muerte. Es verdad que la Noche de san Bartolomé había privado a los rebeldes de sus aliados franceses, y que la guerra por el arzobispado de Colonia les impidió relacionarse libremente con sus amigos alemanes. Pero el hundimiento de la Armada Invencible representó también para ellos el éxito definitivo. Las luchas se prolongaron todavía ciertamente durante decenios y no terminaron hasta el reconocimiento de la independencia de los Países Bajos en la Paz de Westfalia. De esta manera surgió un nuevo Estado calvinista, muy orgulloso de sí mismo y con una poderosa fuerza económica, aunque sin la compacta unidad de la fe. Una cuarta parte al menos de la población continuaba siendo católica, incluso en las ciudades. Pero esta gran minoría no tenía ya ningún derecho, ningún culto público y ninguna dirección eclesiástica. La organización de las diócesis fue destruida, la mayor parte de los clérigos, expulsados, y los bienes de la Iglesia, confiscados. Sólo la herencia del humanismo holandés entre los dueños del país impidió una constante persecución sangrienta. Fue necesario recurrir a la labor ilegal de sacerdotes errantes, sobre todo franciscanos y jesuítas, para mantener la fe de esta minoría, hasta que Roma pudo volver a ocuparse de ella. En 1592 el vicario episcopal de Utrecht fue nombrado primer vicario apostólico, aunque, ciertamente, no pudo dirigir la actividad de los misioneros más que desde Colonia. La posterior conquista de los «países de la generalidad» (partes de Brabante y Limburgo), con su población predominantemente católica, proporcionó a los demás católicos un considerable refuerzo moral. Hacia mediados del siglo  había en los Países Bajos una gran tolerancia y libertad de confesión, gracias al influjo duradero de la mentalidad erasmiana y por consideración a los intereses económicos de la nación.

¿ACUERDO ESPIRITUAL? LOS COLOQUIOS RELIGIOSOS

Además de acudir al empleo del derecho y de la violencia, desde el principio se intentó superar también espiritualmente la innovación. Mas aquí se puso muy pronto de manifiesto que todos los escritos apologéticos, por muy sincera y buena que fuese su intención, no pudieron hacer dudar de su punto de vista a uno solo de los reformadores ni pudieron tampoco impresionar al pueblo. Las obras sistemáticas escritas en latín, demasiado extensas con frecuencia, eran leídas por muy pocos; en todo caso, no podían competir con los escritos alemanes de Lutero, sus panfletos y los de sus amigos, ilustrados con xilografías de artistas populares. Además, muchos de los autores de aquellas obras no estaban libres de éste o del otro defecto, tal como acumulación de beneficios, ansia de poseerlos, vanidad y ergotismo. Cuanto más sabios eran, más groseramente los atacaban los reformadores, aniquilándoles así moralmente. La contribución del humanismo tuvo gran importancia. Los humanistas fueron, en efecto, los primeros admiradores de Lutero, y muchos personajes destacados de la Reforma protestante procedían ellos mismos del humanismo. Melanchton puede ser considerado en verdad como el  fundador del humanismo protestante. Por ello, la separación de los orígenes espirituales no podía llevarse a cabo con polémicas. En este terreno fue preciso llegar a renuncias dolorosas y, por ello, estar dispuesto también a los compromisos, a los cuales, en el campo contrario, se inclinaba de antemano precisamente el humanismo. El mismo Erasmo escribió a Lutero en 1519 que él quería permanecer neutral para poder servir a las ciencias florecientes. Y en 1521 propuso que, en lugar del proceso eclesiástico, unos árbitros imparciales celebrasen una disputa sobre la causa de Lutero. Durante toda su vida estuvo de acuerdo con la crítica de éste a los defectos existentes en la vida de piedad. Es cierto que la realidad cotidiana de la Reforma protestante, tal como él la vivió en Basilea, la libertad degenerada en libertinaje, las malas costumbres y la intolerancia de los partidarios de la nueva fe, pero sobre todo la decadencia de sus amados estudios, a consecuencia de la innovación, le convirtieron en un enérgico crítico de ésta. Pero no llegó a captar el auténtico impulso religioso que movía a los reformadores. Para el «distinguido fanático de la libertad» (Auer), el problema de la justificación se convierte en la simple cuestión de la voluntad libre. Cuando, en 1524, escribe contra Lutero, a instancias del rey de Inglaterra, se limita a este punto: no escribe, por ejemplo, una defensa del primado o de los siete sacramentos. Si con su obra De libero arbitrio se había acarreado la réplica encolerizada de Lutero, al que había contestado con dureza, pocos años más tarde quiso evitar la lucha y resignarse sumisamente ante lo insoluble. La conciencia de no poder demostrar sus convicciones religiosas no le impedía profesarlas con energía y combatir sencillamente como error las opiniones contrapuestas. Pax y Concordia estaban para él y pará sus discípulos por encima de la verdad con signo polémico.

Sus discípulos y amigos se encuentran en ambos campos. Cuando se reunen, estos intelectuales tan sensibles, comparados con el «poderoso espíritu de campesino» de Lutero (Huizinga), creerán haber encontrado vías de unidad, así como poder restablecer la paz y superar la división. Pero los paladines de una verdad existencial no pueden contentarse con tales compromisos y desgarran los tejidos de las concesiones hechas. Este parece ser el signo espiritual de los años cuarenta. Ya antes había Lutero recusado en Marburgo los intentos humanísticos de mediación de Bucer, y más tarde había calificado de hipocresía la Confesión de Augsburgo, de Melanchton. Por parte católica, el canciller del emperador, Gattinara, mandó callar, en la primavera de 1527, a los belicosos teólogos de Lovaina. El futuro parecía pertenecer a aquel tercer partido de hombres que, según palabras del mismo canciller, no habían jurado ni al papa ni a Lutero y que «sólo buscaban la gloria de Dios y el bien de la cristiandad» Todos estos hombres —ya fuesen erasmistas, o irenistas, o simplemente inspirados en el Evangelio, ya se encontrasen en las cortes, en los cabildos catedralicios, en las sedes episcopales, e incluso en el colegio cardenalicio, desde que Pablo III había llamado al supremo senado de la Iglesia, ya en el primer año de su pontificado, a hombres como el seglar Contarini, o al obispo Sadoleto, autor de un comentario a los Salmos encomiado entusiásticamente por Erasmo —creían que, para acabar con la división, no era útil la polémica ni era necesario un concilio, sino únicamente buena voluntad por ambas partes. Prevalecieron en medio de las amenazas de guerra cuando, en la Dilación de Francfort de 1539, se anunció, para el verano siguiente, un coloquio religioso «para lograr la unificación cristiana, honorable», coloquio del cual, originariamene, debía estar excluido incluso el papa.

La serie de los coloquios religiosos, que el historiador debe considerar como sustitutivo del concilio siempre retardado y ahora (1539) aplazado por tiempo indefinido, se inició en Hagenau en junio de 1540. Pero la reunión sufrió las consecuencias de la ausencia de Melanchton, que se había puesto enfermo durante el viaje, y del número pequeño en general de participantes. En el invierno el coloquio prosiguió en Worms. El canciller del Imperio, Granvela, un erasmista, que lo dirigía, instó a todos a trabajar con todas sus fuerzas para restablecer la unidad. De los teólogos disputaron Melanchton y Eck; también algunos príncipes de ambas confesiones intervinieron en el diálogo. El éxito fue muy pequeño. Pero entre tanto habían tenido lugar conversaciones secretas entre Bucer y Juan Gropper, teólogo de Colonia y jurista de origen, que defendía una doctrina sobre la justificación basada totalmente en san Agustín y subrayaba la importancia central de la fe. Muy pronto llegaron ambos a un acuerdo en la doctrina sobre el pecado original y la justificación. Los artículos sobre la misa, la transubstanciación y la adoración a los santos dieron lugar a dificultades mayores. El esquema de Gropper, con las variaciones introducidas por Bucer, llegó también a manos de Lutero, que rechazó de manera radical el compromiso. Entre tanto el canciller había ordenado interrumpir el coloquio oficial, que debería ser proseguido con toda energía, en presencia suya, en la Dieta de Ratisbona. Esta se inauguró en abril de 1541, bajo los auspicios más favorables, sobre todo porque Pablo III había designado legado suyo a uno de sus mejores cardenales, Contarini, profundamente religioso y de tendencias irenistas. Los príncipes apoyaban en su mayor parte el proyecto de unión del emperador. El espíritu de conciliación había de presidir los coloquios, en los que intervinieron Eck, Gropper y Julio Pflug de Naumburgo, y, por parte protestante, principalmente Bucer y Melanchton. Basándose en los resultados logrados en Worms, muy pronto se llegó a un acuerdo sobre los problemas del estado primitivo y la libertad de la voluntad, de la causa del pecado y del estado de pecado original, y pocos días más tarde incluso sobre la justificación, en el sentido de que la fe que actúa por la caridad justifica. Una vez conseguido un acuerdo sobre esta parte fundamental, de la que había partido la evolución de Lutero, aceptando una doble justicia, se creyó poder tener esperanzas. Pero, en las conversaciones siguientes, los protestantes se negaron a reconocer la infalibilidad de los concilios, el primado del papa, la confesión y especialmente la transubstantación. La obra de unión había fracasado. Tampoco tuvo éxito el intento del emperador de conseguir al menos que ambas partes reconociesen aquellos artículos en los que ya se había llegado a un compromiso. Lutero opinaba que no se podía pactar con el demonio, y la Curia había declarado, inmediatamente después de recibir el artículo sobre la justificación, que la fórinula podía interpretarse en sentido protestante, siendo rechazable por ello. También los Estados de la Dieta se opusieron en su mayoría. El segundo coloquio religioso, convocado cinco años más tarde por el emperador en Ratisbona, acabó a las pocas semanas con un fracaso. La teología conciliadora no tenía ya puesto alguno en la alta política. En ella hablan ahora las armas. Estas acabarán también, indirectamente, con el intento reformador del erasmiano arzobispo de Colonia, Armando de Wied. Y en la teología dejan oír ahora su voz los padres del Concilio de Trento, que entre tanto había vuelto a reunirse, con sus decisiones inequívocas.

LA RENOVACION RELIGIOSA

El ideal humanístico de la paz y la concordia no podía impedir o al menos detener la escisión de la Iglesia, que avanzaba y se extendía cada vez más, como una avalancha. Esto no podía lograrlo más que la energía religiosa y vital de la misma Iglesia. Sólo una renovación de la Iglesia hecha desde dentro podía darle a ésta capacidad de resistencia y fuerza de atracción, y hacerla resplandecer de nuevo con su antigua belleza. Esta renovación no partió de la Curia oficial; el proceso de curación no podía tener tampoco su origen en Alemania, que estaba amenazada de muerte. Sin que la Italia del Renacimiento se diese cuenta de ello, fueron más bien pequeñas células de seglares y unos pocos sacerdotes, que se alimentaban en su mayor parte de la tradición de las hermandades medievales, los que iniciaron la regeneración de la Iglesia. Poco a poco estas nuevas fuerzas fueron penetrando y encontrando partidarios en la Curia; sólo más tarde se aprobó su actuación y se las transformó en órganos de la Iglesia oficial.

En el mismo año en que Lutero publicaba sus tesis sobre las indulgencias, llegaba a Roma el Oratorio del Divino Amor. En su origen se encontraban hermandades caritativas, sobre todo de Genova. De un número máximo previsto de cuarenta miembros, en Génova sólo podían ser sacerdotes cuatro. En Roma sus miembros cultivaban la oración y practicaban al amor al prójimo, poniéndose al servicio de los incurables y peregrinos. Entre sus miembros se contaban altos funcionarios de la Curia, como el antes citado Sadoleto y Giberti. El Oratorio se extendió también a otras ciudades de Italia. En Vicenza se agregó a él Cayetano de Thiene, sacerdote de noble familia, lleno de grandes ideales. Un año más tarde (1520) se añadió a él el obispo de Chieti, Juan Pedro Carafa, pastor de almas celoso del cumplimiento de su deber, y de una autodisciplina durísima. Ambos se decidieron a fundar en 1524 una asociación de sacerdotes seculares, que debía observar la más estricta pobreza y ejercer una actividad sacerdotal ejemplar. Se propusieron como meta santificarse en la cura de almas y el servicio a los enfermos. La primera estaba entonces muy descuidada, y la formación de buenos sacerdotes constituía una viva preocupación. La asociación obtuvo la aprobación pontificia ese mismo año, con la denominación de Orden de los teatinos, tomada del nombre latino de la diócesis de Carafa. Giberti, Contarini, Pole se contaban entre los amigos de aquella comunidad pequeña, pero dispuesta a los mayores sacrificios.

El ideal de la santa pobreza de san Francisco, que influyó sobre los teatinos, suscitó nuevas energías también en la Orden del santo de Asís. En la Marca de Ancona surgió el franciscano observante Mateo de Bascio, hombre de piedad infantil y predicador popular, que quería imitar al fundador de su Orden en todo, incluso en el vestido. Pronto se reunió en torno a aquel predicador penitencial, que llevaba un tosco hábito y una puntiaguda capucha, un ejército de observantes, bajo la guía de Luis de Fossombrone. Contra la costumbre de la Orden, éstos llevaban una vida eremítica, se limitaban al trabajo manual y a cuidar a los enfermos, pero no querían saber nada de los estudios. La oposición a la nueva forma de vida fue grande. Carafa la defendió en la Curia, y en 1528 el papa reconoció a la pequeña comunidad. Seis años más tarde contaba ya con cinco mil miembros y había abandonado de hecho el ideal eremítico en favor de la predicación y de los estudios necesarios para ella. No le faltaron, ciertamente, a la nueva Orden de los capuchinos graves crisis en los años siguientes.

Una vida llena de amor al prójimo y dedicada a la cura de almas anhelaba también Jerónimo Emiliano, hijo de un senador de Venecia, que, siendo ya mayor, fundó en Somasca, cerca de Bérgamo, una congregación de sacerdotes y seglares dedicada al cuidado de los enfermos y de los pobres. De ella surgió, tras su muerte, la Orden de los somascos, la cual se dedicó sobre todo a la juventud huérfana y desamparada. Una Orden semejante es también la de los barnabitas, fundada en Milán por el antiguo médico y luego sacerdote Antonio María Zacearía, en unión de un abogado y de un matemático. La comunidad había de dedicarse a la pastoral popular y también al cuidado de las jóvenes, a través de la cofradía de las angélicas (sórores angelicae), agregada a aquélla. Para cuidar a los enfermos y educar a los jóvenes había fundado también entonces en Brescia Angela de Merici su primera casa, de la que había de salir la prestigiosa Orden docente de las ursulinas. Todos estos círculos y fundaciones, con su destacada participación de seglares y su gran orientación hacia la vida activa, eran, naturalmente, uno a uno, pequeñas energías, pero todos juntos se convirtieron en una importante fuerza regeneradora, que había de alcanzar luego la garantía de eficacia permanente gracias a la obra de un personaje no italiano, el vasco Ignacio de Loyola.

EL PAPA ADRIANO VI

Pareció por un momento que estas nuevas fuerzas y orientaciones iban a poder triunfar rápidamente, cuando, después de la muerte del frívolo León X, fue elegido papa, en enero de 1522, el cardenal de Tortosa, Adriano de Utrecht. Adriano VI, el último papa alemán (o, si se quiere, holandés), había tenido estrechas relaciones con los círculos de los Hermanos de la Vida Común cuando era profesor de teología en Lovaina, y también había trabado contacto con los humanistas que rodeaban a Erasmo, aunque él personalmente se inclinaba más bien hacia la Escolástica tardía. Como educador y consejero de Carlos V se había granjeado el favor de éste, que lo había nombrado obispo de Tortosa y gobernador y regente de España. Hombre de vida intachable y de elevados sentimientos idealistas, aunque, ciertamente, carente de comprensión para la cultura renacentista y para las formas sociales y, por ello, despreciado en Roma como bárbaro, se había propuesto como meta, en el terreno político, unir las fuerzas cristianas enemistadas, es decir, el emperador y Francia, para salvar a la cristiandad del peligro de los turcos. Estos, en efecto, habían conquistado por vez primera en 1521 Belgrado, en su campaña hacia el norte. El punto principal de su programa eclesiástico era la reforma de la Curia Romana. En ninguno de los dos campos tuvieron éxito sus esfuerzos. Al morir, a los veinte meses de haber sido elegido papa, Rodas había caído en manos del sultán, a pesar de la valentísima defensa realizada por los caballeros hospitalarios, y él mismo había tenido que concertar con el emperador, pocas semanas antes, una alianza defensiva en contra de Francia. La reforma de la Curia constituía para él el presupuesto de la salvación de Alemania para la Iglesia. El papa no tenía la menor duda de que los abusos introducidos en todas partes desde los más altos cargos eclesiásticos favorecían en gran medida a Lutero. Ya en su primera alocución en el consistorio habló muy seriamente sobre esto. Por ello, al día siguiente de su coronación declaró nulas todas las expectaciones de futuros cargos vacantes. Eliminó los cargos que su predecesor había introducido y redujo con todo rigor el personal palatino y todo el cuerpo administrativo. El enjambre de literatos, artistas, músicos y bufones tuvo que abandonar el Vaticano. Las miles de peticiones acumuladas fueron estudiadas con un rigor verdaderamente meticuloso, para que ninguna persona indigna pudiera obtener un beneficio. Sin embargo, el papa y sus colaboradores más íntimos eran extranjeros, que no se entendían con el alma del pueblo romano y no encontraban el camino para llegar a ella. Por esto, sus medidas de reforma suscitaron mucho encono y tropezaron con sentimientos hostiles.

En cambio, Adriano quiso llegar al corazón de los alemanes y moverles a la generosidad. Envió como legado suyo a la Dieta de Nuremberg (1522/23) a Francisco Chieregati, con la misión de conseguir que los príncipes alemanes ayudasen a Hungría contra los turcos y cumpliesen el Edicto de Worms. El papa pagaba de antemano por ello un precio jamás conocido: una confesión de culpa y un ofrecimiento de reforma de la Curia. En la instrucción dada al legado y redactada sin duda por el mismo Adriano, que fue el primer paso de la Contrarreforma (Brandi), el Sumo Sacerdote cargaba con la culpa de la Iglesia confiada a él y confesaba sus culpas ante Dios y ante los hombres, prometiendo penitencia y satisfacción. Hizo declarar ante el pueblo alemán lo siguiente:

«Dirás también que confesamos abiertamente que Dios permite esta persecución de su Iglesia a causa de los pecados de los hombres, y en especial de los sacerdotes y prelados. Pues sin duda no está acortada la mano del Señor para poder salvarnos, pero el pecado nos separa de El, y por eso no nos escucha. La Sagrada Escritura dice bien alto que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados eclesiásticos... Sabemos que también en esta Santa Sede se han cometido, desde hace años, muchas cosas execrables: abusos en cosas espirituales, incumplimientos de los mandamientos, más aún, que todo ha ido cada vez peor. Por ello no es de extrañar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y clérigos, nos hemos apartado del camino de la justicia, y desde hace mucho no hay uno solo que practique el bien. Por ello, todos nosotros debemos dar gloria a Dios y humillarnos ante El. Cada uno de nosotros debe meditar la causa por la que ha caído, y juzgarse a sí mismo antes que Dios lo juzgue el día de su cólera. Prometerás, pues, en nuestro nombre que emplearemos toda nuestra capacidad para mejorar en primer término la Corte romana, de la cual han tomado origen tal vez todos estos males. Entonces, lo mismo que ha salido de aquí la enfermedad, saldrá también de aquí la curación. Nos consideramos obligados a llevar a cabo tales cosas, tanto más cuanto que todo el mundo anhela una reforma de ese tipo. No hemos ambicionado la dignidad de papa y habríamos preferido acabar nuestros días en la soledad de la vida privada. Con gusto nos hubiéramos despojado de la tiara; sólo el temor de Dios, la legitimidad de la elección y el peligro de un cisma nos han decidido a aceptar el sumo ministerio pastoral. El cual queremos desempeñar no por deseo de poder, ni para enriquecer a nuestros parientes, sino para devolver a la santa Iglesia, esposa de Dios, su antigua belleza, para auxiliar a los oprimidos, honrar a hombres sabios y virtuosos, y en general hacer todo aquello que debe hacer un buen pastor y verdadero sucesor de san Pedro... Sin embargo, nadie debería extrañarse de que no eliminemos de un golpe todos los abusos; pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene muchas ramificaciones. Por ello es necesario proceder paso a paso, y en primer lugar enfrentarse a los males más graves y peligrosos, con las medicinas adecuadas, para no perturbar todavía más todo, mediante una reforma precipitada de todas las cosas».

El efecto causado por esta grandiosa confesión de culpa de la mundanizada Curia —esta confesión supera, por su carácter categórico y clásico, incluso la petición de perdón hecha por Pablo VI en el Concilio Vaticano II —fue, de todos modos, nulo. Se rechazó el cumplimiento del Edicto de Worms, y Lutero, que entonces escribía su sátira sobre el papa-asno, se burlaba de este papa tachándole de tonto e ignorante, de tirano hipócrita y de anticristo. Fracasado en sus mejores intenciones, este noble papa murió ya en septiembre de 1523. Y, sin embargo, de su energía saltó una chispa a un peregrino que, en los días de Pascua de 1523, se arrodillaba ante Adriano y deseaba peregrinar a Jerusalén: Ignacio de Loyola recibió la bendición del primer papa reformador.

IGNACIO Y LOS PRIMEROS JESUITAS

Este peregrino español y la Compañía por él fundada eran una de las fuerzas más poderosas que, surgidas fuera del ámbito de influencia de la Curia, se ofrecieron como medios eficacísimos para superar la escisión y la apostasía. Iñigo López de Loyola, el menor de los ocho hijos de un noble vasco, llegó joven a la corte de un grande de Castilla; más tarde prestó servicios militares a las órdenes del virrey de Navarra. El alegre y frívolo oficial, que, por lo demás, estaba lleno del espíritu de aquella caballería española que se había llenado de entusiasmo por la fe en la lucha contra los moros, fue gravemente herido, cuando contaba treinta años, en la defensa de la fortaleza de Pamplona, y llevado a su casa natal. Como fue preciso romper de nuevo la pierna mal arreglada, Ignacio intentó pasar el tiempo leyendo los únicos libros que había en la casa, a saber, las Vidas de santos, de Jacobo de Vorágine, y la Vida de Cristo, del cartujo de Estrasburgo Ludolfo de Sajonia. Trasformado su ánimo por estas lecturas, determinó llevar a cabo severa penitencia. Una vez curado, peregrinó al santuario de Montserrat, hizo allí confesión general y colgó sus armas en el altar de la Virgen. La peregrinación a Jerusalén resultaba imposible, pues el puerto de Barcelona se hallaba cerrado a causa de la peste. Se acomodó primeramente en Manresa, y aquí realizó penitencias exageradas; mas sólo cuando hubo enfermado volvió a hacer de nuevo vida ordinaria.

El año pasado en Manresa le proporcionó el don de la oración contemplativa. Después de orar y mortificarse, logró obtener claridad y seguridad internas, tras haber sufrido grandes luchas de conciencia. En Manresa constituían su lectura y enseñanza diarias dos pequeños libros: uno era el Ejercitatorio de la vida espiritual, del abad Cisneros de Montserrat, inspirado en san Bernardo, los Victorinos y los maestros holandeses de la devotio moderna. El otro era la Imitación de Cristo. Ignacio no quería romper, pues, con la tradición espiritual; intentaba, más bien enlazar internamente con la Edad Media como base firme y segura. De estas lecturas Ignacio aprendió dos cosas. En primer lugar, que la vida santa no consiste en realizar ejercicios exteriores de penitencia, sino que la contemplación de los misterios de Dios y de la vida de Cristo representa, por el contrario, el más importante de todos los «ejercicios» de piedad, y que la purificación del corazón y la entrega humilde a la voluntad de Dios es la meta más importante de la vida religiosa. Lo segundo fue la ordenación metódica de la vida interior, de manera que no se deje nada a la improvisación del momento ni tampoco al arbitrio de la persona piadosa. Así le vino a Ignacio la idea de trazar un sistema formal de tales ejercicios espirituales metódicos. Los «ejercicios» que él mismo realizó, su propia experiencia espiritual de Manresa, constituyen la parte principal del conocido librito, al que se ha comparado, por los efectos tan vivos que produjo, con la regla monástica de san Benito (G. Schnürer).

Tanto ésta como aquéllos expresan una experiencia interior, fruto de luchas internas; tanto ésta como aquéllos manifiestan un extraordinario conocimiento de las almas; tanto en la una como en los otros, la personalidad coincide de modo ideal con la norma propuesta. En Ignacio era la unión del espíritu rigurosamente militar con el ardor místico, que precisamente entonces alentaba en la Península Ibérica. Aquel espíritu le ayudó, en primer lugar a él mismo, a poner en orden las pasiones, imágenes y fantasías, angustias y proyectos que le asaltaban, pero se convirtió también en reglamento para todos aquellos que, al igual que él, querían luchar por la gloria de Dios, bajo la bandera de Cristo. De acuerdo con la propia naturaleza secamente viril de Ignacio, la vida del cristiano no es para él un tranquilo descansar al lado del Señor, a la manera de la mística alemana, sino un luchar bajo su bandera. Cristo es el caudillo, y la imitación de Cristo culmina en la participación en la lucha por el reino de Cristo. Este reino lo ve Ignacio en la Iglesia jerárquica, en la cual continúa viviendo Cristo. La propia vida está dedicada al servicio de la Iglesia, a la gloria de Dios, para el cual hay que ganar el prójimo y el mundo. Para llevar a cabo esta tarea es preciso utilizar todos los medios terrenos en su justa medida, sin distanciarse ascéticamente de ellos por principio. Tal educación del cristiano para la vida activa tenía que gustar a una época en que Occidente empezaba a llevar la dirección del mundo, al dominar sobre todos los mares y sobre los amplios continentes recién descubiertos. El espíritu de Ignacio es el espíritu del Barroco católico. En una época en que la Iglesia se defendía con el universum (P. Claudel), el Ad maiorem Dei gloriam se trasforma en un fascinante grito de guerra, que prendió en miles de corazones, haciéndoles arder en pura llama.

Los proyectos para la vida posterior de Ignacio no estaban todavía claros. Realizó una peregrinación de penitencia a Jerusalén. Antes fue recibido en audiencia, al igual que los demás peregrinos españoles, por el papa Adriano VI. La peregrinación duró medio año, y de todo ese tiempo Ignacio estuvo en Tierra Santa sólo diecinueve días. Su intento de convertir a mahometanos fracasó. Volvió a su patria por mandato expreso del guardián franciscano del Monte Sión. Pero durante los diez años siguientes no tuvo otra meta que Jerusalén, donde había tenido aquella contemplación viva de los santos lugares, con cuya ayuda la vida de Jesús se trasformó para él en una presencia misteriosa. Ahora sabía que su vida no podía estar dedicada más que al servicio de las almas, pero también que, para realizar esto, debería adquirir la formación necesaria. Por este motivo acudió a la escuela junto con los niños pequeños de Barcelona, a fin de aprender latín. Dos años más tarde trasladóse a Alcalá, y luego a Salamanca, para comenzar los estudios teológicos. Al mismo tiempo se dedicaba, con algunos amigos, a la dirección de almas entre personas de su ambiente. Los estudios salieron perjudicados, Ignacio llamó mucho la atención, y la Inquisición le mandó encarcelar. Había resultado, en efecto, sospechoso de ser uno de aquellos fanáticos alumbrados que sembraban perversos errores en el país con el pretexto de recibir inspiraciones directas de Dios. Su inocencia quedó ciertamente demostrada, pero se le prohibió que ejerciese cualquier actividad pastoral antes de realizar otros cuatro años de estudio. Para evitar tal inconveniente se trasladó en 1528 a París. Durante siete años completó , sus estudios de filosofía y de teología en el colegio de Santa Bárbara, obteniendo en 1535 el grado de magister. Por los mismos años estudiaba también Calvino en París. Pero los dos grandes adversarios no llegaron a conocerse personalmente nunca.

Mientras se hallaba todavía estudiando, intentó ganar a los más inteligentes de sus compañeros para trabajar por el reino de Cristo, seleccionándolos cuidadosamente. El primero que se le agregó fue el piadoso saboyano Pedro Fabro, y luego, su propio paisano, el ambicioso magister Francisco Javier, que se inclinaba un poco a los luteranos, y el portugués Rodríguez. Finalmente se le juntaron otros tres españoles: el magister Laínez, el joven Salmerón, y el tenaz Bobadilla. A todos ellos los Ejercicios de Ignacio les habían llevado a tomar una decisión sobre su vida. Mientras Calvino y sus amigos iniciaban sus ataques contra la santa misa, en el verano de 1534 Ignacio y sus compañeros reunían, en la fiesta de la Ascensión de María, en la capilla de san Dionisio, en Montmartre, para constituir una sólida comunidad. Hicieron voto de guardar pobreza y castidad y de peregrinar a Jerusalén, para propagar allí el reino de Dios, pero antes pedirían a Roma autorización para ello. Si resultase imposible llevar a cabo la peregrinación a Jerusalén antes de un año, se pondrían a disposición del papa. Ignacio y sus compañeros se reunieron en Venecia en 1537. Pero su proyecto de ir a Tierra Santa mostró ser irrealizable. En el largo tiempo que estuvieron esperando inútilmente un barco, Ignacio y los demás, excepto Fabro, fueron ordenados sacerdotes. Pasado el plazo de un año, el grupo se puso a disposición del papa, que los empleó para el ministerio de la docencia, la enseñanza de la doctrina cristiana y la reforma de los monasterios. Para no dispersarse los amigos decidieron en 1539 formar una Orden religiosa propia. Hicieron llegar a la Santa Sede su reglamento, la Formula Instituti. El nombre de la nueva congregación, Societas Jesu o Compañía de Jesús, revela, más aún que la solidaridad casi militar de una compañía dispuesta a luchar por Cristo y por su vicario en la tierra, la estrecha vinculación personal con el Señor. La aprobación pontificia de las constituciones se hizo esperar dieciséis meses. Sólo la bula Regimim militantis ecclesiae, de 1540, reconoció a la Compañía de Jesús como Orden de clérigos regulares. Su finalidad es fomentar el pensamiento y la vida cristianos y propagar la fe mediante la predicación, los ejercicios espirituales, la catcquesis, la confesión y otras obras de misericordia. Además de los votos de castidad y de obediencia a los superiores, sus miembros debían hacer también el voto de pobreza; la obligación de guardar pobreza no rige, sin embargo, cuando se trata de la manutención de los estudiantes de la Orden. Además, mediante un cuarto voto especial, los miembros se ligaban al papa, para ir a donde éste quisiera enviarlos, a tierras de turcos, al Nuevo Mundo, a los luteranos o a cualquier otro sitio. Las constituciones redactadas por Ignacio en largos años de meditación y aprobadas en 1558 contienen otras resoluciones: Los jesuítas no tendrán obligación de observar la oración en el coro, para no quitar con ello tiempo al servicio al prójimo. Tampoco poseen un hábito propio. Sólo serán admitidos en la Compañía los que se distingan por su inteligencia, laboriosidad y vida santa. Se da especial importancia a poseer una formación profunda en filosofía y teología, adquirida en largos años de estudio. Laínez fue el primero que pensó en fundar colegios para educar así a los aspirantes. La constitución de la Orden es estrictamente monárquica y centralista. El General es elegido vitaliciamente. El decide y distribuye los cargos, nombra a los provinciales y rectores y dispone del dinero de la Orden. Los miembros no residen de modo estable en una casa determinada; el papa o el General pueden enviarlos a cualquier sitio.

Medio año después de ser dada la bula pontificia de aprobación, Ignacio fue elegido primer General de la Compañía (Praepositus generalis). Mientras los suyos se desparramaban por todo el mundo, él permaneció en Roma y dirigió desde allí la Compañía (muy pronto fue eliminada la primitiva limitación numérica). Ignacio se preocupaba de todo, de lo grande y de lo pequeño: dictaba las cartas para Alemania y para Japón, pero podía examinar también por la noche, en los cuartos de los enfermos, si las vendas estaban bien puestas. Y cada noche se oía en la casa, durante horas, el taconeo de su bastón, cuando Ignacio se paseaba de un lado para otro, orando y meditando, con su pierna encogida desde los tiempos de Pamplona. En estos años hizo de la Compañía el reflejo de su propio ser, dándole una disciplina perfecta de la voluntad, un dominio total de sí misma y una incansable actividad al servicio de Dios en la Iglesia visible.

Ignacio murió el 31 de julio de 1556, víctima de una enfermedad hepática que venía padeciendo largos años. Fue la suya una muerte solitaria, sin sacramentos y sin la bendición pontificia, en una hora difícil para la joven Orden. Laínez parecía estar próximo a la muerte, Francisco Javier había muerto ya, ante las costas de China, y el papa Paulo IV, que estaba a punto de declarar la guerra a España, mandó registrar el Colegio Romano en busca de armas. Pero a la muerte del Fundador, la Compañía de Jesús se hallaba extendida ya por las cuatro partes de la tierra. A pesar del rigor con que se seleccionaban sus miembros, había más de mil, si bien sólo cuarenta y dos de ellos eran profesos, y estaban distribuidos en doce provincias que iban desde la India, con casas en Japón, hasta Brasil. Esta difusión tan rápida, realmente impetuosa, no se detuvo tampoco bajo los siguientes Generales, Laínez, Francisco de Borja y sus sucesores. Si en 1630 contaba la Compañía 353 casas, en 1710 tenía 1.190. Los jesuítas encontraron rápido acceso sobre todo en los países latinos. Menor fue su éxito en Alemania, aun cuando las primeras casas se abrieron ya en los años cuarenta. Pedro Canisio escribía, en efecto, en 1551: «Aquí se está convencido de que tiene por lo menos tanta importancia que ingrese un solo alemán en nuestra Compañía que el que ingresen veinte italianos o españoles». La parte todavía católica de Alemania sufría una falta gigantesca de cualidades sacerdotales. Por esto causaba gran impresión, ya de por sí, la condición sacerdotal de los jesuítas. La importancia de la nueva fuerza religiosa la percibieron de modo instintivo especialmente aquellos pocos lugares de la Iglesia que exigían y fomentaban seriamente una reconstrucción católica. Se los solicitaba, e incluso llegó a haber una auténtica competencia por conseguir atraerse a los pocos padres disponibles, que sólo en número muy escaso fueron asignados a Colonia, Augsburgo, Ratisbona, a los obispos de Espira y Passau y al nuncio. Frente a la escisión de la conciencia cristiana causada por la Reforma protestante, estos padres, siempre sobrecargados de trabajo y que cambiaban constantemente de ministerio y de lugar, poseían la unidad de la idea y la acción. El jesuíta aislado era función de su Orden, y ésta, función de la Iglesia (Lotz); en ningún lugar aparecían división e individualismo; no había culto a la personalidad, sino únicamente entrega generosa, rigurosamente dirigida.

El primer jesuíta que llegó a Alemania fue Pedro Fabro, en 1540. El papa lo envió al coloquio religioso de Worms, antes aún de la aprobación oficial de la Orden. Estuvo también en Ratisbona como consejero de Contarini. Fabro no es un teólogo conciliador como éste, pues conoce la actitud consciente de sus metas de los protestantes. La salvación no la esperaba de las medidas militares, ni tampoco de las discusiones, sino de una reconstrucción religiosa, del influjo y el ejemplo personales. Por ello buscaba ocasiones de ejercer la cura de almas, y dio ejercicios a clérigos y a seglares. Como fruto de tales ejercicios, en abril de 1543 ganó en Maguncia al joven Pedro Canisio, de Nimega, que había de ser el segundo apóstol de Alemania. De la primera casa jesuíta de Colonia (1544), a las veinte que existían en 1580, en las más importantes ciudades del Imperio, hay, ciertamente, un largo camino de trabajo inteligente, pero asimismo sacrificado y tenaz del primer provincial de la provincia de Germania superior, erigida por Ignacio el mismo año de su fallecimiento.

RENOVACIÓN DE LA CURIA

La Iglesia oficial no pudo sustraerse, a la larga, al influjo de las múltiples fuerzas religiosas que surgieron en los países latinos en los primeros decenios del siglo y que se fueron trasladando cada vez más hacia Roma. Fue Paulo III (1534-1549) el papa que, aun viviendo él, personalmente, inmerso todavía en muchas custumbres nada eclesiásticas del Renacimiento, como antiguo favorito del nefasto Alejandro VI, se dio cuenta, sin embargo, de que era necesaria una autorreforma religiosa, y empezó a realizarla. Consideró la reformación espiritual del Colegio cardenalicio como la primera tarea a realizar, pues, dada la forma como estaba compuesto, no podía el papa contar con que sus miembros estuviesen dispuestos a colaborar en la reforma. Y así, elevó ciertamente al Senado de la Iglesia a nepotes y a secuaces de amigos políticos suyos, pero, en mayor número aún, a hombres destacados por su saber y su piedad: no sólo el obispo inglés Juan Fisher, que se consumía en la cárcel, sino también el noble veneciano Gaspar Contarini, seglar que, trasladado a Roma, se convirtió allí en centro de un círculo reformador y apoyó una y otra vez al papa en sus buenas intenciones. El influjo de los círculos reformistas fue aumentando cada vez más en el Sacro Colegio con los posteriores nombramientos de cardenales. El gran nombramiento de 1536 hizo cardenales a los antes citados Carafa, Sadoleto y Pole, y otro nombramiento posterior, a Cervini, al renombrado nuncio alemán Morone, a un obispo de Gubbio deseoso de reforma y a un abad de Venecia. Hacía siglos que el Colegio cardenalicio no era, como ahora, una asamblea de los hombres más sabios y nobles de la época (F. X. Kraus). En el otoño de 1536, ya antes del gran nombramiento de cardenales, el papa había convocado a estos hombres, además de a Giberti y a algunos otros, para que formasen una comisión encargada de proponer las necesarias reformas de la Curia, antes aun de que se inaugurase el esperado concilio. La comisión presentó su dictamen, el famoso Consilium de enmendando, ecclesia, en la primavera siguiente. Sus autores subrayaban con toda franqueza que la fuente principal de todos los males era el exceso desmesurado del poder papal, realizado por canonistas aduladores a quienes los papas anteriores habían nombrado consejeros suyos. Entre los defectos y abusos particulares citados luego está el modo de actuar de los funcionarios de la Curia, con todas sus artimañas enmascaradas jurídicamente, que imposibilitaban el cumplimiento del ministerio pastoral de la Iglesia; y estaban además los conventos corrompidos, a los que habría que dejar extinguirse sencillamente; las dispensas y privilegios concedidos a la ligera, y el fiscalismo de legados y nuncios. No es extraño que en este círculo, al que pertenecía Giberti, el ejemplar pastor de almas de su diócesis de Verona, se subrayase la absoluta primacía de la cura de almas.

Este dictamen no pasó de ser, sin embargo en gran parte, un mero programa. Su efectividad quedó debilitada no sólo porque en Alemania se publicó sin permiso y Lutero lo aprovechó para justificar la separación de la Iglesia romana; su puesta en práctica tropezó también con la oposición de otros cardenales y de la burocracia de las autoridades romanas. Sin embargo, fueron reformadas la dataría, que se ocupaba de la otorgación de beneficios por el papa, y la penitenciaría, que tramitaba las dispensas pontificias. Después siguieron otras oficinas papales. Se dio importancia especial a que los obispos cumpliesen su deber de residencia.

Sin que ello estuviese relacionado con este dictamen, con cuya comisión estaba unido únicamente por la persona de su miembro más riguroso, Carafa, tuvo lugar, algunos años más tarde, bajo Pablo III, la reorganización de la Inquisición romana. Carafa consiguió inculcar cada vez más en la conciencia del papa, que por lo demás era muy liberal, el peligro de la penetración de la innovación religiosa también en Italia. No necesitaba exagerar para ello. El mismo Carafa había visto, en efecto, en Venecia cuántos defensores y cuántas ideas de la Reforma protestante alemana y suiza llegaban también a la ciudad de las lagunas a través del comercio. Algo parecido ocurría en todo el norte de Italia. Y en el sur, el círculo erasmiano de Juan de Valdés, al que el napolitano Carafa consideraba con desconfianza incluso ya por motivos patrióticos, parecía irse transformando en una célula muy activa de luteranismo. Su traducción al español de una parte de las Sagradas Escrituras y la añoradora mística de su Tratado sobre Cristo crucificado resultaban sospechosas. Incluso la celebrada poetisa Victoria Colonna, la gran admiradora de Miguel Angel, pertenecía a este círculo. Otros círculos humanísticos, inficionados real o sólo aparentemente por la Reforma protestante, alentaban en Siena, Ferrara y otras ciudades. En Ferrara, la duquesa Ferrara de Este había acogido durante algún tiempo al mismo Calvino.

Parece que fue Ignacio de Loyola el que primero incitó al papa a organizar la defensa. En julio de 1542 se fundó la Inquisición romana, conocida ordinariamente con el nombre de Santo Oficio. Los primeros inquisidores generales fueron Carafa y el español Toledo. De acuerdo con la bula pontificia que la instituía, la Inquisición debería intervenir en todos los lugares de la Iglesia en que apareciese el error o la sospecha de error. Sus sentencias se fueron haciendo cada vez más rigurosas al ir aumentando la influencia de Carafa. Sin embargo, ya el mero hecho del establecimiento del supremo tribunal de la fe dispersó los focos protestantes de Italia y obligó a los indecisos a tomar una decisión. Entre ellos se encontraban personalidades de gran prestigio, destacados predicadores, como el canónigo agustino Pedro Mártir Vermigli, natural de Florencia, y en otro tiempo visitador de su Orden, y el sienés Bernardino Ochino, que en 1541 había sido elegido por segunda vez vicario general de la joven Orden de los capuchinos. Ambos habían caído en Nápoles bajo el influjo de Juan de Valdés, y a ambos los denunciaron, como a sospechosos de herejía, los teatinos. Cuando en 1542 la Inquisición instó a Ochino a que se presentase ante ella, éste encontró en el camino a Vermigli. Ambos huyeron juntos a Ginebra, donde se pusieron al servicio de la innovación, y tras haber tenido una vida andariega, dura con frecuencia, que llevó a ambos a Inglaterra bajo el reinado de Eduardo VI, acabaron su vida el uno como zuingliano en Zurich, y el otro como presunto antitrinitario, en Moravia. El hecho de que la Orden de los capuchinos, a la que se le había prohibido ya que se propagase fuera de Italia y a la que se le prohibió predicar tras la apostasía de su vicario general, consiguiera superar esta crisis, es una prueba de la interna solidez de la Orden y de la energía vital de la reforma.

 

III

LA LUCHA POR EL CONCILIO DE TRENTO