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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXXII

¿REFORMA O DECADENCIA?

 

Se acostumbra considerar el siglo XIII como la edad de oro, el apogeo de la civilización medieval. En efecto, en múltiples aspectos fue una época de madurez y esplendor. Una cultura que no manifestaba ninguna señal de decadencia alcanzó cumbres elevadas: la catedral con sus esculturas y vidrieras, el dominio teológico de san Buenaventura y santo Tomás, el rey santo, fuerte, inteligente y resuelto, príncipe de la cortesía y león de la justicia, la poesía de Dante, que alcanza su plenitud en la Divina Comedia. Sin embargo, en otros aspectos, el sol había pasado el cénit mucho antes de que Dante comenzase a escribir. La pureza primaveral de san Francisco desapareció rápidamente. La segunda mitad del siglo estuvo repleta de controversias. Entonces aparecieron el rigor y la crueldad en el campo de la acción y la intolerancia lógica en el campo del pensamiento.

El siglo XIII conoció una Iglesia occidental dueña de todos sus recursos. Gracias al desarrollo del derecho canónico y a los decretos del Concilio de Letrán, el clero pastoral podía seguir unas directrices claras. Entre 1215 y 1350, la parroquia y la diócesis gozaron de un período de bienestar general. Los obispos —muchos de los cuales eran magistri con formación universitaria y elegidos por su capítulo— se dedicaron al servicio de su diócesis. Celebraron sínodos, hicieron viajes de inspección, establecieron curatos, reconstruyeron o embellecieron sus catedrales, llevaron un registro de todos sus actos y especialmente de sus prescripciones. Aparecieron los frailes, animados de un nuevo celo pastoral. Exhortaron, instruyeron, confesaron y atrajeron a multitud de candidatos. Las Universidades no se limitaron a revelar los talentos de una época extraordinariamente rica en genios especulativos; en medio de úna población más numerosa proporcionaron una instrucción básica a clérigos, juristas y sacerdotes. En la cumbre de la escala social, muchas personas dieron pruebas de talento y santidad. El siglo abundó en santos canonizados, entre los que figuran dos reyes, una reina y varios frailes legos iletrados. Hubo ilustres personalidades no sólo en las órdenes nuevas Francisco, Domingo, Alberto, Tomás, Buenaventura, Raimundo, Antonio y muchos más, sino también en el episcopado secular, que contó en Inglaterra con tres obispos canonizados: Edmundo de Canterbury, Ricardo de Chichester y Tomás de Hereford. En realidad, Inglaterra ofrece un ejemplo privilegiado del espíritu de reforma que había dejado Inocencio III. Durante más de un siglo permaneció intacla la libertad canónica de la elección. Los capítulos eligieron prudentemente y a menudo entre los profesores de Oxford. Tres de ellos fueron santos. Roberto Grosseteste de Lincoln fue uno de los obispos más notables e influyentes de su época. Canterbury, York, Lincoln, Salisbury y otros obispados de menor importancia estuvieron regidos por prelados piadosos y competentes. Muchas catedrales, abadías e iglesias parroquiales adoptaron entonces el aspecto que iban a tener hasta fines de la Edad Media. Los obispos mantuvieron relaciones frecuentes y amistosas con las dos Universidades. Los dos concilios convocados por los cardenales legados, Otón (1236) y Ottobono (1268), publicaron constituciones reformadoras que, con el decreto sobre la predicación del arzobispo Peckham, estuvieron vigentes hasta la Reforma. El franciscano Eudes Rigaud de Ruán y Pedro de Tarantasia, en Francia; san Engleberto de Colonia, en Alemania, y Julián de Cuenca, en España, fueron prelados sumamente competentes y espirituales. En Italia pudo verse florecer por primera vez el arte que iba a desarrollarse durante varios siglos. En el resto de Europa aparecieron numerosas obras maestras de arquitectura, escultura y miniatura. En Alemania, Suiza y Lorena, la organización parroquial urbana, con sus asociaciones, hospitales y fiestas, favoreció la unidad social y cultural de la burguesía rica. Entre los frailes, las órdenes segunda y tercera suscitaron nuevos tipos de vocaciones religiosas entre personas cuyo nivel social les dificultaba el acceso a los aristocráticos conventos de las benedictinas. Las mujeres particularmente gozaron de mayor consideración y encontraron más interés que antes en los curas de parroquia y en los directores de conciencia.

Continuó el proceso de centralización del gobierno de la Iglesia. Inocencio III descolló como jurista, administrador y político. Sus iniciativas prestigiaron al papado ante los ojos de los obispos, los monarcas y los fieles. No vaciló en recurrir a la medida extrema de lanzar el entredicho sobre un país o una región cuando tuvo que enfrentarse con la conducta caprichosa de algún príncipe. Sus sucesores y la tradición de la curia lo imitaron en muchos aspectos. Honorio III, que había sido mucho tiempo camarero, y Gregorio IX, canonista que recopiló cinco libros de decretales, fueron papas reformadores. Utilizaron el aparato de vigilancia y coerción con fines pastorales y buscando el bien de los fieles. En tiempo del gran canonista Sinibaldo Fieschi, que fue papa con el nombre de Inocencio IV, las palabras y las actuaciones de la Santa Sede manifestaron a menudo la tendencia a exaltar los plenos poderes pontificios con exclusión de los demás y a utilizar esos poderes con fines no estrictamente religiosos. En otros términos: parece que Inocencio IV se sirvió a veces de sus poderes para conseguir objetivos temporales y políticos. Los papas precedentes, como Gregorio VII e Inocencio III, afirmaban con convicción que la cabeza y los miembros no sólo existían para su mutuo provecho, sino que no podían existir sin el vínculo de la solicitud recíproca. En cambio, Inocencio IV parece sugerir que la Iglesia está establecida en provecho del papado. Se ha dicho frecuentemente —aunque también se ha negado— que su pontificado señala el momento en que el papado cesó de alimentar para comenzar a esquilmar. Esta dura afirmación es falaz. En efecto, Inocencio y sus sucesores actuaron en muchas ocasiones y manifestaron en muchos momentos intereses de orden pastoral. Sin embargo, hay algo de verdad y es posible que esa parte de verdad sea la de mayor importancia histórica.

La tendencia absolutista de que hablamos puede observarse más claramente en el sistema fiscal pontificio y en la colación de beneficios. Hasta el final del siglo xXII, la Iglesia careció de sistema fiscal. El papa, como soberano regional y feudal, imponía tributos y percibía censos. Durante más de doscientos años, los papas sólo impusieron una insignificante suma anual a las abadías e iglesias encomendadas a la Santa Sede. Durante siglos habían recibido de Inglaterra (y luego de Escandinavia) la pequeña ofrenda voluntaria del óbolo de san Pedro. En España, Hungría, Polonia, Dinamarca y, de forma más espectacular, en Inglaterra hubo soberanos que le rindieron vasallaje. Esto implicaba el pago anual de una pequeña suma. Para acelerar la obtención de un privilegio o la conclusión de un proceso era necesario dar honorarios y obsequios. La curia se convirtió en el tribunal supremo de apelación y en el organismo que designaba para los altos cargos. Era inevitable que fuese acusada de venalidad. Cuando Juan de Salisbury criticó abiertamente a Adriano IV, no era la primera vez que se hablaba de sed de riquezas de Roma. Sin embargo, las fuentes de ingresos eran insuficientes para las necesidades del aparato administrativo y judicial de una Iglesia extendida por toda Europa. Cuando a esas necesidades se añadieron los gastos de las empresas políticas y religiosas de las misiones pontificias, Cruzadas de toda especie, guerras y expediciones, se vio con claridad que la curia no podía tener suficiente con los ingresos del patrimonio y los pequeños presentes. La percepción de impuestos directos parece que comenzó durante el pontificado de Inocencio III, con el impuesto para la Cruzada, establecido en 1194, el cual equivalía a la cuadragésima parte de las rentas de todos los beneficios y de todas las casas religiosas. Este procedimiento se reiteró y pronto se establecieron otros dos impuestos: el de las anatas (igual al valor anual de un beneficio y que debía pagarlo todo nuevo titular) y el diezmo de todas las rentas eclesiásticas. Estos impuestos se percibieron desde 1225 durante la guerra entre Gregorio IX y Federico II. Subsistieron durante toda la Edad Media. Existían además otras entradas ocasionales, como las grandes sumas que debían pagar en el momento de su elección los abades de las casas exentas. Juntamente con el impuesto fue creciendo el control pontificio de la colación de beneficios.

En lo que concierne a las elecciones episcopales, el papado se había atenido siempre al principio que exigía que el clero y las personalidades locales procedieran a la elección con plena libertad canónica. El electorado quedó pronto reducido prácticamente al capítulo de la catedral. Los diversos concordatos que pusieron fin a la contienda de las investiduras estipulaban a veces que la elección debía celebrarse en presencia del rey, quien de este modo conservaba el control práctico. Inocencio III y el Concilio de Letrán volvieron al ideal canónico. En Iglaterra y en algunos otros países, las elecciones fueron notablemente libres durante el siglo XIII. Sin embargo, aparte de todo procedimiento no canónico y de las antiguas reivindicaciones de los monarcas, el papado podía controlar de hecho todas las elecciones de diversas formas. Por una tradición antigua y nueva, cuando un obispo cambiaba de diócesis, cuando dimitía o era depuesto por el papa, cuando moría estando de viaje o durante una estancia en la curia, el papa adquiría el derecho de designar a su sucesor. Además, cuando se impugnaba una elección recurriendo a Roma —como solía ocurrir—, si el papa descubría una infracción de la ley, podía proceder a la designación. Sin embargo, durante el siglo xiii prevaleció el sistema de la elección canónica por el capítulo, excepto cuando intervinieron el papa en virtud del derecho canónico y el rey por la fuerza.

En lo concerniente a los beneficios menores, el proceso fue diferente. Hay que distinguir aquí entre el derecho de presentación en una iglesia y la designación para un beneficio sin cura de almas como las canonjías o decanatos. En el primer caso los reformadores abolieron el régimen de iglesia privada por cuanto sólo dejaron al propietario laico el derecho de presentación al obispo. Aunque no mediase ninguna transacción simoníaca, era un derecho de presentación elevado. En el segundo caso, la designación pertenecía originariamente al obispo o bien al rey o a un laico. En el siglo XII, el papado comenzó a intervenir recomendando al candidato; luego recurrió a designaciones forzosas. Al principio, esta intervención se hacía en cuatro etapas: la demanda, la admonición, el precepto y la orden perentoria. En cada etapa podía abandonarse el procedimiento. A partir de Inocencio III, las «provisiones» perentorias fueron cosa corriente; su uso se impuso con naturalidad y rapidez. En el siglo xm se emplearon cada vez más a menudo como medio de recompensar a los grandes y pequeños dignatarios de la curia. Inocencio IV y Clemente IV, sobre todo, extendieron el uso de las «provisiones». Clemente IV afirmó los derechos del papa a la universalidad y reservó a la Santa Sede todos los beneficios que estaban vacantes en la curia. Así pudieron conservarse muchos beneficios durante períodos de duración ilimitada y sirvieron de sueldos. Los impuestos y las «provisiones» pontificias suscitaron por primera vez en Europa occidental un resentimiento general y organizado, incluso en las esferas que aceptaban plenamente las pretensiones pontificias de poder universal. Los presentadores de toda clase se irritaron por la pérdida de sus derechos. Los obispos y los patriotas deploraron la intrusión, en los asuntos económicos internos de las parroquias, de provisores indignos, sin edad canónica y extranjeros. Los reyes protestaron contra la violación de los derechos tradicionales. La protesta de Grosseteste de Lincoln en 1245 y la de los obispos franceses en el reinado de Luis IX en 1247 son justamente célebres. Los papas se contentaron con no percibir los derechos de presentación de los particulares laicos. Los obispos fueron las víctimas principales. Grupos más importantes se irritaron igualmente por los impuestos que pesaban sobre ellos. El cronista inglés Mateo París denunció violentamente el sistema repetidas veces. El descontento se agravó por los métodos que emplearon los recaudadores de impuestos, que habitualmente eran banqueros italianos, por su incompetencia, por las sustracciones de fondos que llevaban a cabo y por su modo de recurrir a las armas espirituales para obligar al pago del impuesto. No cabe duda de que estas quejas estuvieron con frecuencia muy justificadas; pero su carácter agresivo provenía, al menos en parte, de la hostilidad medieval contra toda clase de impuestos. Mirados en su conjunto, los impuestos pontificios y reales no eran abrumadores en el sentido moderno del término. Pero parece que los hombres de la Edad Media nunca comprendieron que la administración pontificia —a la que tantas veces recurrían— no podía funcionar más que con las subvenciones de los que disfrutaban de sus servicios y su protécción. Mientras tanto, el papado parecía preocuparse ante todo de explotar los recursos financieros de la Iglesia universal y, para hacerlo, empleaba a comisionistas y banqueros que eran objeto de la antipatía pública y que estaban autorizados a recurrir a las sanciones espirituales para conseguir sus fines. Esta medida fue deplorable y, cuando llegó la hora de ajustar cuentas, se adujo como cargo contra Roma.


 

 

CAPITULO XXXIII

LAS ARTES (1150-1300)