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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXX

LA HEREJIA

 

Los primeros movimientos heréticos y los cataros

La historia de la Iglesia en el Imperio Romano está en gran parte constituida por la de la vida y muerte de las herejías, nombre que se aplicaba entonces a todas las desviaciones de la enseñanza moral y doctrinal del catolicismo. A veces estas desviaciones tomaron el aspecto de rebeldías morales o disciplinares. Pero las más célebres e influyentes fueron las concernientes a los misterios más profundos de la fe. Originaron controversias que enfrentaron a personas de gran potencia intelectual y de gran probidad. Del siglo V al XI, en Occidente no hubo prácticamente ninguna herejía que representase un peligro público o mereciese un debate. El impacto de las controversias orientales como el monotelismo y el iconoclasmo sólo repercutió en el plano de la diplomacia pontificia e imperial. Los problemas más internos, como los debates sobre la eucaristía de Pascasio Radberto, sólo se trataron entre expertos. Pero en el siglo XII aparecieron movimientos populares y ampliamente extendidos. Implicaron la formación de verdaderas anti-iglesias y la creación de enclaves en la cristiandad católica. Condujeron a la Iglesia y al Estado a crear un mecanismo represivo cuyos efectos constituyen unos de los rasgos más tristes y deplorables de esta época. En general hubo tres tipos diferentes de doctrinas no ortodoxas, que se mezclaron o se distinguieron de diversas maneras. Existió la simple rebelión contra la religión de los ricos, contra la religión establecida, jerárquica y sacramental. En este caso, el objetivo era hallar un contacto con Dios más espiritual, más sencillo, más individual. Hubo la invasión de la antigua heterodoxia dualista procedente de los Balcanes. En fin, existió la heterodoxia más sistemática y de un contenido más amplio, que manifestaron algunas personas instruidas y bien dotadas. Un famoso historiador ha hecho notar que todos los movimientos religiosos de la Edad Media produjeron y dejaron tras sí una orden religiosa o una secta herética. Ha probado también que muchas de las sectas tuvieron origen en factores económicos o sociales. El culto de la pobreza y de la vida comunitaria fue también un modo de espiritualizar las condiciones reales de la vida y de reaccionar contra los capitalistas ricos y sensuales. La tendencia anticlerical y antisacramental partió de una crítica práctica del sistema en que los sacerdotes eran miserables proletarios; los obispos, aristócratas, y las organizaciones monásticas y capitulares, monopolios ávidos d ganancias. Los primeros movimientos heréticos que dejaron algunas huellas aparecieron a principios del siglo XI en diversas regiones de Francia como en Champagne, Orleanesado y Aquitania, así como en Italia septentrional. Su origen fue oscuro. Todos coincidieron en rechazar la encarnación y, por tanto, la doctrina tradicional de la eucaristía; también en negar la necesidad del bautismo y el poder episcopal de conferir las órdenes. Estas doctrinas negativas, el llamamiento a la pobreza y la comunicación directa con Dios se unieron a veces con opiniones más particulares como el rechazo del matrimonio, la abstinencia de carnes en la comida, la accesión a tal o cual ministerio por la imposición de manos por alguna personalidad eminente. Este tipo de herejía, cuyo punto de partida se suele situar en Italia, evoca una especie de influencia bogomila o maniquea, según se decía entonces.

Enteramente distinta —y nunca heterodoxa en el sentido técnico de la palabra— fue la pataria, movimiento popular milanés y lombardo contra el clero rico y simoníaco. Las sectas abiertamente heréticas y antimorales fueron propagadas por jefes populares, algunos de los cuales pretendían poseer poderes divinos. Más pronto o más tarde fueron reprimidas por los obispos y algunas por el mismo pueblo. Unicamente subsistieron en estado endémico en el Languedoc, que fue durante mucho tiempo vivero y refugio de la herejía. En otras partes desaparecieron al cabo de medio siglo. Es posible que sus miembros dejaran de sentir simpatía por los que se denominaban a sí mismos reformadores cuando se emprendió reforma gregoriana; también es posible que esas sectas hayan caído en el anonimato por el hecho de que carecemos de fuentes escritas referentes a las actividades de minorías diseminadas.

Parece que una segunda oleada partió de Italia y del sur de Francia en la primera mitad del siglo XII. Fue en gran parte un movimiento de reforma que reclamaba el retorno del clero a la pobreza apostólica. Entre los jefes verdaderamente herejes hay que citar a Pedro de Bruys (f. hacia el 1130), que predicó la pobreza y una religión puritana y sin sacramentos; Arnaldo de Brescia (f. 1155) y Hugo Speroni (f. después de 1174). Pedro de Bruys tuvo como adversarios a Pedro el Venerable y a san Bernardo, que se enfrentaron con él personalmente y por escrito. Murió quemado por una multitud enloquecida. Arnaldo de Brescia fue un apóstol infatigable de la pobreza de los sacerdotes y de los monjes. Se mostró hostil a la Iglesia establecida. San Bernardo, quizá sin razón, lo consideró aliado de Abelardo. Arnaldo de Brescia fue también un agitador político y tomó parte en la creación de una comuna en Roma para suscitar el espíritu antiguo. Finalmente fue ejecutado como revolucionario a instancias de Adriano IV y de Federico Barbarroja. Hugo Speroni, jurista heterodoxo recientemente descubierto, es un ejemplar de esos maestros solitarios enfrentados continuamente a la autoridad.

Una tercera oleada más duradera surgió en la segunda mitad del siglo xii. Fue un vastago de la herejía de los bogomilas búlgaros, procedentes a su vez del dualismo maniqueo. Arraigó en Constantinopla y adquirió los rudimentos de un sistema dogmático y ascético. Se extendió por Bulgaria y Bosnia a lo largo de las rutas comerciales. Poco a poco penetró en las regiones populosas de Europa oriental y septentrional, siguiendo siempre los ejes comerciales. A partir de 1140 sus adeptos se multiplicaron en distintas partes: en Renania, con un centro en Colonia; el Perigord, Reims, Lombardia, Italia central y septentrional; pero abundaron sobre todo en el mediodía de Francia, en las proximidades de Albi, Toulouse y Carcasona. El movimiento se caracterizaba por una rigurosa organización eclesiástica y un dinamismo misionero que le proporcionaba vigor y gran poder de resistencia. En la segunda mitad del siglo xii se extendió aún más en Italia, al norte de Roma, gracias a la actividad evangelizadora de Pedro de Lombardia. Vivió en la clandestinidad: grupos diseminados y ocultos, cada uno de los cuales tenía un jefe ordenado y carecía de relación orgánica con los demás. Mientras esta Iglesia se estaba consolidando aún en Italia, sus apóstoles atravesaron los Alpes o penetraron por mar en el valle del Ródano. En un determinado momento, el nombre de cátaros (puros), que sólo designaba a un grupo pequeño (los perfectos), se aplicó a todos los miembros. En Italia los adeptos se reclutaban entre los comerciantes y artesanos. En el Languedoc hubo convertidos entre las grandes familias feudales, como Raimundo VI, conde de Toulouse. Hubo monjes e incluso obispos que se adhirieron al movimiento. En la sociedad relativamente brillante y sensual que vio nacer a los trovadores y a la primera escuela medieval de música profana, esta enseñanza y esta práctica tan nuevas como refinadas se propagaron con mucha rapidez.

Las doctrinas de la secta, aunque diferían teórica y prácticamente de un grupo a otro, eran en general restos del maniqueísmo adaptados primero por los bogomilas y mezclados luego con el cristianismo. Los cátaros fueron convirtiéndose poco a poco en rivales de los católicos porque imitaron la organización y el ritual cristiano. Se basaban en una teoría dualista del bien y del mal, del espíritu y de la materia. El principio del bien, creador del mundo del espíritu, se oponía al principio del mal, que era o un hijo coeterno pero rebelde o —como sostenían algunos— un ángel caído, un demiurgo. En todo caso, la creación del mundo material era obra de un principio malo. Las almas humanas eran fragmentos de espíritu o, según algunos, ángeles caídos encadenados a la materia. Cristo era el mayor de los ángeles (o el mejor de los hombres) que Dios había tomado por hijo. Su cuerpo y su muerte eran meras apariencias; en todo caso, su muerte carecía de importancia, ya que redimió al hombre mediante su enseñanza y no mediante su pasión. La Iglesia católica era el vástago corrompido de una comunidad primitivamente pura. Sus doctrinas eran falsas, sus sacramentos carecían de realidad. El Antiguo Testamento era malo; el Nuevo, divino. La Iglesia cátara se dividía en dos categorías: una pequeña y otra grande. A la categoría pequeña de los «perfectos» o «puros», que dieron su nombre a toda la secta, pertenecían todos los responsables de la jerarquía, que eran también predicadores. Esos estaban ordenados por un sacramento de iniciación, precedido por un severo período de prueba que borraba el pecado, daba al Espíritu Santo y confería los poderes ministeriales. Este sacramento, llamado consolamentum, implicaba una vida muy austera, la castidad perpetua y una rigurosa abstinencia. También se prohibía a los puros la guerra y el juramento. Los demás, los «adherentes», gozaban de más libertad y podían usar los bienes de este mundo. Cuando era posible recibían el consolamentum, en forma abreviada, a la hora de la muerte. El repudio de la creación material conducía en teoría al desprecio de la vida. El suicidio voluntario por inanición (endura) no era raro. En la teoría y a veces también en la práctica, al principio, los perfectos estaban obligados a una vida austera y virtuosa. Los demás podían seguir una moral menos estricta. El matrimonio era considerado malo y la mujer como una parte de la creación peor que el hombre. Con el tiempo se fue debilitando el rigor de estas distinciones. Parece que ejerció un influjo moral positivo la doctrina de que todos están obligados a prepararse para la perfección. En la práctica se aceptó el matrimonio. Existían considerables diferencias en la doctrina, sobre todo en Italia. Algunos afirmaban que cuando un «obispo» pecaba gravemente, perdía su validez el consolamentum que había recibido, así como los consolamenta que él había conferido. Ciertos polemistas católicos sostuvieron que los cátaros, que condenaban todas las relaciones sexuales, no distinguían entre lo normal y lo perverso, entre la unión legítima y el amor libre, y que, por tanto, los simples «adherentes» no tenían moralidad. Estas afirmaciones pueden haber tenido algún fundamento, pero en general no son exactas.

Los cátaros tuvieron una liturgia pública, en la que podían descubrirse huellas de la liturgia eucarística. Se multiplicaron extraordinariamente en el Languedoc, en Provenza y en Italia del norte. Establecieron escuelas y organizaron talleres para los creyentes, que se reclutaban en todas las clases de una sociedad notablemente próspera y culta. El poderoso atractivo de su enseñanza, tan extraña para la mentalidad moderna, es un hecho histórico innegable. La Iglesia católica había perdido su prestigio en muchas regiones y en determinados ambientes sociales. El clero ortodoxo del Languedoc vivía en la opulencia y la relajación. Los cátaros dieron a muchos el sentido de la vida comunitaria y del apoyo mutuo, que no existía en la sociedad católica de la época. Su carácter esotérico y su frío ritual no parecen haber debilitado su poder de atracción.

Determinados grupos, cuya procedencia no coincidía con la de los cátaros, mantuvieron con éstos ciertas relaciones y adoptaron algunas doctrinas y prácticas secundarias. Se trata de grupos ortodoxos —al menos en sus comienzos— que aparecieron en varias ciudades y que, por sus prácticas y su piedad, se parecen a las sectas «no conformistas» y «congregacionalistas» de siglos ulteriores. Hay que mencionar los «humillados» de las ciudades lombardas, que llevaban una vida comunitaria, laboriosa y pobre. Se consagraban a la predicación y a la lectura de la Biblia en lengua vulgar. Rebajaban la función del sacerdote y del sacramento y exaltaban la unión interior y personal con Dios. Más a la izquierda, por decirlo así, se hallaban los valdenses del Delfinado y del Piamonte. Debieron su nombre a Valdés, rico mercader de Lyon. Se dedicaban a la piedad y a las buenas obras, a la lectura de la Biblia, la predicación y la mendicidad. Valdés fue completamente ortodoxo en sus primeros tiempos. Cuando abandonó su casa para seguir la vocación apostólica dejó a sus dos hijas en la aristocrática abadía de Fontevrault. Sin embargo, algunos grupos valdenses fueron abiertamente heterodoxos. Son los que consideraron la Biblia como autoridad suprema y negaron la presencia real en la eucaristía. Algunos tomaron de los cátaros la organización y ciertas prácticas y recomendaciones, pero no su teología. La mayor parte permanecieron ortodoxos, como los «humillados» y los «pobres católicos»; otros fueron «herejes» cristianos: son los valdenses o «protoprotestantes», que continuaron influyendo en la historia religiosa durante toda la Edad Media y, pese a las persecuciones, siguen existiendo aún. Personalidades eminentes como Pedro el Venerable, san Bernardo, Vacario y Adán de Lille, y más tarde multitud de frailes anónimos, atacaron la herejía en sus escritos y sermones. Poco a poco, la coerción temporal y eclesiástica sustituyó a la persuasión. Faltando un procedimiento fijo se aplicaron castigos de diversa severidad. El derecho imperial bizantino había condenado a muerte a los maniqueos; más tarde, la hechicería se castigó con el fuego. Sin embargo, los obispos y los controversistas se opusieron durante mucho tiempo a la pena de muerte y a los castigos corporales severos. Finalmente, en 1163, a petición de los príncipes y de los obispos, el Concilio de Tours fijó un procedimiento de averiguaciones eclesiásticas. Los albigenses convictos de herejía eran remitidos a las autoridades temporales para que los encarcelaran y privaran de sus bienes. Esta legislación suscitó rebeliones armadas, contra las que convocó una cruzada el III Concilio de Letrán. Cinco años después, Lucio III, de acuerdo con Federico I, promulgó una decretal que lanzaba la excomunión global contra todas las herejías existentes y confiaba directamente al obispo el deber de inquirir, con inspección y denuncia, en todas las localidades consideradas refugios de herejes. Los acusados que podían demostrar su inocencia eran entregados al poder seglar. No se especificaba ningún castigo. Los príncipes que se mostraron muy celosos en combatir la herejía se contentaron al principio con el encarcelamiento tradicional y la confiscación de los bienes. La pena de fuego aplicada a la herejía apareció por primera vez en Europa occidental, según varios historiadores, en un decreto de Pedro de Aragón en 1197. Sin embargo, muchos de los primeros jefes del siglo XI fueron quemados. El foco más importante de herejía fue el de los albigenses, en el sur de Francia, entre el Loira y el Ródano. Su centro era el condado de Toulouse. En esta región, los barones belicosos e inmorales, opulentos, instruidos y muy «orientales» habían utilizado a los cátaros en sus guerras contra el conde de Toulouse. La herejía había contaminado a la jerarquía aristocrática y a ciertos clérigos poco instruidos. La auténtica austeridad y las buenas obras de los «perfectos», así como la actitud ambigua de Raimundo VI, favorecieron las conversiones.

Inocencio III oyó hablar de herejes por todas partes. Tenía un conocimiento personal del catarismo de Lombardia y Toscana. Identificó la herejía y la traición y se impuso como tarea extirparla y entregar al poder temporal a todas las personas condenadas, aunque al principio no imaginaba que pudieran imponerles la pena capital y aunque él prefería procedimientos puramente espirituales. El papa envió a la comarca de Toulouse monjes cistercienses, entre ellos el abad de Citeaux y otros legados. Esta misión dio escasos resultados. En efecto, el estilo de vida de los enviados, opulento y lujoso, contrastaba con la austeridad de los perfectos. Como luego veremos, se encontró un remedio a largo plazo en los frailes dominicos. Mientras tanto, todos los esfuerzos fueron inútiles. Raimundo VI fue excomulgado como sospechoso de herejía. El legado Pedro de Castelnau fue asesinado por un agente del conde (enero 1208). Escandalizado, Inocencio III declaró entonces a Raimundo cómplice de los cátaros e incitó al rey de Francia, Felipe Augusto, a desencadenar una Cruzada. El rey vaciló; pero muchos barones acometieron esta empresa, a la que habían concedido las recompensas habituales otorgadas a los cruzados. Raimundo VI se entregó a una penitencia espectacular. Ofreció ir personalmente a la Cruzada. Pero los barones del norte no querían que se malograse su plan. Poco después ocurrió la terrible matanza de Beziers (21 julio 1209). Los cruzados se adueñaron del botín en presencia de los legados pontificios. Mal informado y desbordado por los acontecimientos, el papa aceptó formalmente la instalación de Simón de Montfort en el condado de Toulouse, pese a que Raimundo había hecho repetidas veces acto de sumisión. Así acabó el primer acto de la tragedia albigense. Por lo demás, Inocencio se mostró dispuesto a aprobar a los valdenses y a los humillados que aceptasen la disciplina y la fe común de la Iglesia. En el Concilio de Letrán se reguló la cuestión de los albigenses mediante un acuerdo. Se autorizó a Simón de Montfort para conservar sus conquistas, es decir, Toulouse y Montauban. Raimundo VII se quedó con la Provenza.

La Inquisición

La herejía siguió propagándose, manteniendo su núcleo principal en la región albigense. En Italia subsistía una Iglesia cátara en algunas comunidades diseminadas. Penetró incluso en la Renania. Para combatir este peligro, los papas del siglo xiii organizaron la Inquisición.

Nació ésta directamente del decreto de Lucio III, reiterado por el Concilio de Letrán y por Gregorio IX, que confió a los obispos el deber y el derecho de investigar y castigar la herejía y de entregar a los culpables al brazo secular para que éste se encargase de aplicar el castigo pertinente (animadversio debita). Durante el pontificado de Honorio III recomenzó la lucha entre los partidarios de la dinastía autóctona de Toulouse y los de Simón de Montfort. Se emprendió otra Cruzada (1221) parecida a la anterior. El rey Luis VIII se incorporó a ella en 1226. Los soberanos habían obedecido los decretos del IV Concilio de Letrán. El emperador Federico, en 1220, y el rey Luis VIII, en 1226, reconocieron el derecho del obispo a buscar y juzgar a los herejes y el del poder secular para aplicar el castigo. En 1224 el emperador decidió imponer a los herejes la pena de la hoguera, práctica ya usual en Aragón y en el Languedoc. El papa Honorio la aceptó también para la Italia durante los últimos años de su pontificado. Gregorio IX confirmó la anexión del condado de Toulouse a la corona de Francia y transformó la legislación imperial en ley canónica (1231). Entre tanto, Luis había aceptado la animadversio debita en 1229. Gregorio IX fue el máximo responsable de que se integrara en el derecho canónico el proceso inquisitorial con las calificaciones penales que implicaba. Inmediatamente entró en funcionamiento la organización. En Roma y en Sicilia, el papa autorizó el paso de esta legislación del derecho canónico al civil. Las ciudades del norte de Italia se adhirieron al movimiento. Al mismo tiempo, el papa otorgó poderes especiales al soberano alemán Conrado de Marburgo, el cual emprendió durante un año una campaña contra los herejes luciferianos de los alrededores de Tréveris. En Italia, el papa y el emperador acordaron aplicar los métodos de la Inquisición a los cataros y otros herejes. Durante los últimos años de Gregorio IX, la Inquisición funcionó plenamente en Francia, Alemania, Países Bajos y norte de España. En el Languedoc y en todo el sur de Francia, los legados del papa y los inquisidores locales hicieron lo posible para extirpar la herejía, que contaba aún con numerosos partidarios, activos y a veces edificantes. En el norte de Francia el dominico Roberto el «Bougre», tránsfuga del catarismo, adquirió, por el terror que inspiraba, una fama igual a la de Conrado de Marburgo, asesinado en 1213. La Inquisición, apoyada por el papa, los obispos y los dominicos; temida y odiada en general, fue extirpando progresivamente la herejía cátara del sur y del norte de Francia. En Italia se dejó sentir la influencia más pacífica de san Francisco y sus frailes. A partir de entonces comenzó a existir la Inquisición como institución reglamentada y su rigor se mitigó un poco.

Al principio, la Inquisición completó la acción de los tribunales eclesiásticos normales, luego la reemplazó. Su finalidad consistía al principio en ocuparse de herejías como la de los cátaros, que tenían mucha fuerza en algunas regiones y contaban con numerosos partidarios ricos y poderosos, incluso entre las filas del alto clero. Las pesquisas comenzaban con una exhortación a la confesión, acompañada de una promesa de clemencia; se recordaba a los fieles la obligación de denunciar a los culpables. El procedimiento normal dirigido por el arcediano contra un individuo determinado fue sustituido por el mandato de acusar a todos los sospechosos de herejía en una región determinada. Los que presentaban tales acusaciones debían quedar en el anonimato, y se hacía una averiguación sobre las personas acusadas. La responsabilidad de disculparse correspondía a los acusados. Si no lo lograban, eran sometidos inmediatamente a un interrogatorio, cuya finalidad estribaba en obtener de ellos una confesión de herejía. Cuando se lograba dicha confesión, se fijaba un castigo más o menos grave. El mayor que los inquisidores podían imponer era el encarcelamiento, cuya forma más rigurosa consistía en la reclusión solitaria perpetua. Por encima de estos castigos se hallaba la condena a la hoguera, que se reservaba para los herejes que rehusaban retractarse o reincidían después de la retractación, y era aplicada por el brazo secular, en general con presteza y con el consentimiento oficial de la autoridad eclesiástica. A lo largo del proceso, el acusado se hallaba en situación precaria. La legislación, la casuística y el recurso directo y declarado a los subterfugios fueron minimizando progresivamente toda la protección de que gozaba el acusado al principio: el abogado, la nulidad de las pruebas obtenidas por la violencia, la protección contra la tortura y contra su reiteración. De nada sirvieron las tentativas que hicieron papas como Clemente V para asegurar a los acusados un trato equitativo. Nuestros contemporáneos tienen alguna experiencia del proceso, en apariencia inevitable, que transforma el mecanismo jurídico en una trampa cuando es utilizado por una autoridad soberana con fines políticos o por cualquiera que pretende que la razón de Estado, la ideología o la religión pueden invocarse contra la verdad y contra la justicia.

La Inquisición de la Edad Media era el producto de las circunstancias históricas y del ambiente intelectual de la época. Por un lado, la sociedad era totalmente cristiana en sus instituciones, creencias, postulados y costumbres. Esta sociedad tomaba conciencia por primera vez de que en su seno existía un grupo de desviacionistas, nuevo, numeroso, dinámico y en gran parte clandestino. Estos disidentes propagaban doctrinas y prácticas que imitaban los ritos más sagrados; repudiaban explícitamente la fe cristiana; en cierto sentido constituían un reto para la doctrina moral del cristianismo. Por otro lado, la Iglesia —el cuerpo eclesiástico cuyo jefe es el papa— había pretendido con algún éxito (resultado del gran movimiento llamado reforma gregoriana) ejercer una autoridad suprema y un poder efectivo sobre la vida política de la cristiandad. En particular se admitía que la responsabilidad de asegurar la protección y el orden en toda la Iglesia incumbía al papado (y éste estaba dispuesto a asumir dicha responsabilidad). Las autoridades temporales eran en la Iglesia súbditos del papa. Así, disponiendo de las armas espirituales del vicario de Cristo, el papa reivindicaba y detentaba realmente —al menos en ciertos sectores y niveles— la autoridad de un poder totalitario. Por sí solas, estas circunstancias no tenían que conducir necesariamente a recurrir al castigo de la hoguera o a los nuevos métodos de la Inquisición para extirpar la herejía. Pero a tales circunstancias se añadía la convicción, compartida por toda la sociedad, de que era preciso dar semejante paso. Los ataques lanzados contra los herejes del siglo XI y comienzos del XII habían sido populares y tumultuosos. Los obispos y los reyes se limitaron a dar su aquiescencia. En el norte de Francia y en otros lugares se temía a los herejes, en parte por superstición, en parte por xenofobia. A fines del siglo xii y durante todo el XIII, el emperador, el rey de Francia y los otros príncipes llevaron a cabo una terrible represión judicial sin que se les incitara a ello; estaban dispuestos a apoyar al papa y más tarde a la Inquisición. Esta represión se perfeccionó indudablemente gracias a un nuevo y mejor conocimiento del Derecho Romano, que contenía leyes contra el maniqueísmo, autorizaba la pena de muerte y consideraba la herejía como un crimen de Estado o una traición. Hay que sumar a esto la evolución de la opinión pública en casi toda la Europa culta en favor del poder absoluto y cierto embotamiento de la sensibilidad humana y de la justicia natural. Durante el siglo xii y los precedentes habían abundado las violencias y se había ignorado la justicia en muchos aspectos; pero la crueldad legal y deliberada del siglo XIII era un fenómeno nuevo. El empleo de la tortura, al que se había opuesto la generación precedente, no tropezó con escrúpulos. Se había perdido el sentido del humanitarismo ensalzado por la literatura antigua, tanto cristiana como pagana. Aún no se había pronunciado la afirmación filosófica de los derechos naturales. El lector de ayer y el de hoy se rebela y se indigna cuando estudia el procedimiento seguido por la Inquisición. No es preciso recordarle a qué excesos conducen el miedo al enemigo de dentro, las ideologías belicosas y el poder totalitario. La preocupación por la salvación de la sociedad, la responsabilidad de conservar intacto el depósito de la fe en la Iglesia de Cristo y la convicción de que los no bautizados y los herejes carecían de derechos estaban ampliamente difundidas. Toda comparación con la atmósfera intelectual de hoy o de cualquier período posterior al siglo XV es inadecuada. El hereje de la Edad Media no era como esas personas que obedecen lo mejor posible a su conciencia o a su razón en medio de múltiples creencias e increencias. Fue con frecuencia un hombre que se opuso conscientemente, a veces de forma revolucionaria, a las creencias de su entorno y en ocasiones blasfemó contra ellas sin adoptar por eso una interpretación paralela del mensaje cristiano. Las gentes de la época se formaron la idea de «hereje» partiendo de los cátaros más que de los valdenses. Esto no significa justificar los métodos y los actos de la Inquisición ni juzgarlos conformes a la enseñanza de Cristo en todos sus extremos. En particular, la mayoría de los inquisidores no distinguieron entre el que abandonaba la fe cristiana conscientemente y el que desde su infancia había vivido entre «herejes», como ocurría a muchos en el sur de Francia. No distinguieron tampoco entre el que escogía la rebelión y el que poseía una mentalidad o una afectividad enfermizas. Los hombres que actuaron en nombre de la autoridad pública descuidaron a veces asombrosamente la justicia y la caridad cristianas, aunque en su vida privada se mostrasen justos y afables.

Joaquin de Fiore

Parece que éste es el momento de mencionar a un hereje de un tipo muy distinto. Joaquín de Fiore (o Flore) se hizo monje cisterciense a la edad de cuarenta años y llegó a ser abad de Corazzo, en Calabria. Salió de este monasterio en 1190 para fundar una nueva orden monástica en San Giovanni in Fiore, donde murió en 1202. Durante los últimos años de su vida escribió muchos comentarios apocalípticos de las Escrituras y una polémica contra la teología trinitaria de Pedro Lombardo, a la que consideraba herética, puesto que, según él, implicaba un Dios cuádruple formado por tres personas y su divinidad. Protestando su ortodoxia, negaba la unidad real de las tres personas y fue condenado justamente por el IV Concilio de Letrán, que defendió a Pedro Lombardo. Este fue mencionado expresamente en el decreto definitorio. Pero Joaquín murió en olor de santidad después de haber sometido todos sus escritos a la decisión de la Iglesia.

Sus tres obras principales —la Armonía (Concordia) del Nuevo y del Antiguo Testamento, el Comentario sobre el Apocalipsis y el Salterio decacorde— presentan un gran esquema de la historia del mundo en tres partes: la edad de Dios Padre y de la Ley, desde la creación hasta la redención; la edad del evangelio y del Hijo, que estaba llegando a su término, y la edad del evangelio eterno y del Espíritu Santo. Este último período, para el que había que prepararse desde 1200 y que iba a comenzar en 1260, se caracterizaría por una comprensión nueva y espiritual del mensaje evangélico. Una orden nueva de hombres espirituales, bajo la dirección de un jefe evangélico, iba a reemplazar a los obispos. En los escritos de Joaquín, al lado de detalles propios de un visionario, se encuentra una gran profundidad religiosa. Estos escritos fueron revisados y corregidos continuamente por su autor. Con su concepción de la evolución progresiva de una época a otra y de las clarificaciones cada vez más precisas del mensaje divino, Joaquín reconoció la importancia de un proceso histórico «lineal», no estático ni cíclico. Sus profecías, subestimadas durante muchos años, se hicieron célebres cuando los frailes, sobre todo los franciscanos, vieron en san Francisco y en su orden ese jefe y esos hombres espirituales que iban a gobernar el mundo nuevo a partir de 1260. Este programa fue expuesto por Gerardo da Borgo san Donnino en su Introducción al evangelio eterno (1254). Esta obra fue condenada, no sin controversia, por una comisión pontificia. Desde entonces, las profecías de Joaquín no cesaron de hallar eco en los franciscanos espirituales y en los fraticelli. Juan de Parma, Pedro Olivi, Ubertino de Casale y toda una serie de hombres menos conocidos fueron acusados de joaquinismo. La parte de profecías apocalípticas que hay en su programa desacreditó mucho la causa de los reformadores en su conflicto con los conventuales y con el papa. Como muestra una línea de Dante, Joaquín obsesionó la imaginación de los hombres mucho tiempo después de haber desaparecido del recuerdo de sus contemporáneos la figura histórica de este abad de Calabria.

 

 

CAPITULO XXXI

LOS JUDIOS Y LA USURA