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LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 

CAPITULO II

BIZANCIO Y LAS IGLESIAS DE LA EUROPA ORIENTAL

 

Directa o indirectamente, la mayoría de las comunidades cristianas que se formaron al comenzar la Edad Media en las zonas de lengua eslava de la península balcánica, en los países situados junto al medio y bajo Danubio y en Rusia debe su existencia a misioneros bizantinos. La conversión de los pueblos que habitaban estas regiones, al menos en lo que respecta a sus clases dirigentes, se terminó a fines del siglo X. El año 1000 se había constituido en Europa oriental una comunidad de naciones cuyos dirigentes y clases cultas estaban en cierto modo unidos, puesto que todos profesaban el mismo cristianismo oriental y aceptaban el mismo tipo de cultura procedente de Bizancio. La conversión de las naciones de Europa oriental y el desarrollo de su cultura cristiana se deben en gran parte al esfuerzo misionero que la Iglesia de Oriente realizó desde el siglo VI, a pesar de varios retrocesos e interrupciones. Las líneas directrices de este esfuerzo se vieron con claridad durante el reinado de Justiniano (527-565).

Líneas directrices de la misión primitiva de la Iglesia oriental

En el siglo VI, la obra misionera de la Iglesia oriental estuvo ligada estrechamente a los objetivos de la política exterior imperial. Ambas encontraron su fuerza motriz y su justificación ideológica en tres principios fundamentales: a) la convicción, heredada de la Roma antigua, de que el Imperio era teóricamente universal y se extendía en la práctica a todo el mundo civilizado, cuyas naciones debían legítima obediencia al emperador de Constantinopla; b) la idea procedente de la concepción del mundo helenístico, según la cual los bárbaros que habían quedado fuera de la Oikoumene civilizada estaban destinados a formar parte un día u otro de la comunidad cultural de los rhomaioi, y c) la creencia heredada de la tradición judeocristiana, según la cual esos rhomaioi, consagrados al servicio de Cristo por el emperador Constantino, eran el nuevo pueblo escogido que debía llevar el evangelio a todas las naciones de la tierra. De este modo se establecía una equivalencia entre la pax romana y la pax Christiana, entre los intereses del Imperio y el progreso de la fe. Esto explica por qué muchos emperadores tomaron muy en serio el deber de convertir a los bárbaros y por qué la misión bizantina, a partir del siglo VI, estuvo determinada en cada etapa por factores religiosos y políticos. Desde este momento el misionero bizantino aparece en su doble función: como personaje apostólico enviado para dilatar las fronteras espirituales del reino de Dios y como embajador del imperialismo romano oriental, rodeado en sus viajes a países bárbaros de toda la pompa y majestad de su soberano temporal. Este vínculo, establecido en el extranjero entre la diplomacia y la labor evangélica en los campos de misión, tenía su equivalente en la misma Constantinopla. Las recepciones concedidas a los enviados de los jefes bárbaros paganos tenían dos finalidades, mezcladas en una hábil escenificación: impresionar a esos hombres con la magnificencia y poderío del Imperio y tocar sus corazones con el espectáculo de la liturgia cristiana celebrada bajo las bóvedas de alguno de los más célebres santuarios de la cristiandad, entre los cuales descollaba Santa Sofía.

El lazo íntimo que unía al Estado y a la Iglesia en su tarea común de extensión de la soberanía imperial cristiana fue a veces perjudicial para el éxito del uno y de la otra. Algunos pueblos bárbaros estaban demasiado apegados a sus creencias paganas para someterse voluntariamente al poderío bizantino. Otros amaban demasiado su independencia política para arriesgarse a comprometerla aceptando la jurisdicción espiritual de Constantinopla. El año 528, un tal Grod, rey de los hunos, que habitaban junto a la ciudad de Bosforo, en Crimea, fue bautizado en Constantinopla. Como era ahijado y vasallo del emperador Justiniano, se esperaba que, vuelto a su tierra, protegería los intereses políticos del Imperio en Crimea. Pero en esta ocasión los diplomáticos bizantinos se equivocaron. Los súbditos de Grod, para no verse obligados a abrazar forzosamente el cristianismo, se rebelaron y asesinaron a su rey. Una expedición militar bizantina restableció la autoridad del Imperio en Crimea meridional; pero este intento de cristianizar a los hunos de la región constituyó un fracaso.

A veces, sin embargo, la obra misionera se benefició de la protección imperial. Hacia el año 530 un obispo armenio llamado Kardutsat fue con varios sacerdotes a predicar el evangelio entre los hunos que vivían en las estepas al norte de los montes caucásicos. Durante los siete años que pasó entre ellos convirtió a muchos y tradujo varios libros —sin duda, de la Sagrada Escritura y de la liturgia— a la lengua de los hunos. El emperador justiniano envió a los misioneros harina, vino, aceite, vestiduras de lino y vasos sagrados. Kardutsat fue reemplazado por otro obispo armenio, Maku. Este ilustre misionero, según cuenta un escritor sirio contemporáneo, «edificó una iglesia de ladrillos, plantó árboles, sembró diversas especies de semillas, hizo milagros y bautizó a muchas personas». Estas breves líneas constituyen un resumen expresivo de los rasgos esenciales de una misión afortunada llevada a cabo entre los pueblos de la estepa con la garantía de Bizancio. Celo evangélico auténtico, traducciones de la Sagrada Escritura y de la liturgia en lengua vernácula para facilitar la conversión de los paganos, ayuda política y económica concedida por el gobierno imperial, tentativa de los misioneros para hacer pasar a los nómadas de una economía ganadera a otra agrícola, tentativa que tenía como objetivo dar una base más sólida al desarrollo religioso y cultural de la comunidad; capacidad demostrada por los misioneros para poner su habilidad técnica al servicio de las necesidades materiales de los convertidos; flexibilidad y perspicacia de la diplomacia bizantina, puesto que los clérigos armenios que trabajaban por promover los intereses del Imperio ortodoxo entre los hunos fueron probablemente monofisitas. Esta descripción resume muchas misiones bizantinas enviadas más allá de las fronteras septentrionales del Imperio.

Se advierte la misma mezcla de móviles religiosos y políticos en las misiones que patrocinó el emperador Heraclio (610-641). Los croatas y los serbios se habían instalado en los Balcanes hacia el 626 para proteger las tierras imperiales contra los ávaros. Fueron convertidos por misioneros llegados de Roma a ruegos del emperador. Su conversión no fue duradera, puesto que en el siglo IX hubo que emprender de nuevo la evangelización de Serbia y Croacia. Sin embargo, el hecho de aceptar el cristianismo aumentó su fidelidad política al Imperio durante algún tiempo. El peligro de los ávaros, bien evidente en las condiciones dramáticas del asedio de Constantinopla en 626, explica en gran parte los esfuerzos que hizo Heraclio para asegurarse en las estepas de Rusia meridional un equilibrio político que le fuera favorable. También aquí el proselitismo cristiano y la diplomacia fueron a la par. Heraclio había firmado una alianza con los turcos onoguros (o búlgaros), que, con ayuda de Bizancio, habían fundado un Estado que se extendía del Cáucaso al Don y llegaba probablemente hasta el Dnieper. El bautismo del jefe de los búlgaros consolidó esta alianza en 619; la consecuencia fue que el rey búlgaro Kowrat (f. 642) se convirtió en vasallo del emperador; se había hecho cristiano en su juventud mientras se encontraba en la capital bizantina.

Durante los dos siglos transcurridos entre 650 y 850 experimentó un retroceso la obra misionera de la Iglesia bizantina. La península balcánica fue ocupada casi completamente por los eslavos paganos; se trabó un combate desesperado contra los árabes; la controversia iconoclasta hizo estragos. Toda esta lucha por la supervivencia desvió las fuerzas vivas del Imperio, agotó los recursos espirituales de la Iglesia y paralizó la política extranjera. Sin embargo, ni siquiera en este período sombrío olvidaron los bizantinos que su deber religioso y su interés político residían en la predicación del evangelio a los paganos. En el siglo viii se esforzaron por convertir a los cázaros, que dominaban en las mesetas de Rusia meridional. Fracasaron en gran parte, pues los jefes cázaros preferían la neutralidad de la fe judía a los compromisos políticos que implicaba el cristianismo bizantino. Hay que advertir, sin embargo, que los gobiernos iconoclastas de Constantinopla, después de haber perseguido en Crimea a los partidarios del culto a las imágenes, no dudaron en servirse de ellos para propagar el cristianismo entre los pueblos sometidos a los cázaros.

Cirilo y Metodio. La misión de Moravia

A mediados del siglo IX, el nuevo impulso de la actividad misionera de la Iglesia bizantina coincide con una rectificación notable de la política exterior imperial. Ambos factores estuvieron estrechamente unidos al renacimiento político y cultural que siguió en 843 a la derrota de los iconoclastas. Llegaron a su apogeo en el séptimo decenio del siglo IX: la civilización bizantina se había abierto paso más allá de la frontera septentrional del Imperio, había penetrado profundamente en Europa oriental y central y había incluido en su ámbito de influencia a buena parte del mundo eslavo. Este auge es inseparable de los nombres de los dos misioneros bizantinos más famosos: san Cirilo y san Metodio.

Cirilo (o Constantino, como se llamó antes de hacerse monje en las últimas semanas de su vida) y Metodio nacieron en Tesalónica. Su padre era un alto funcionario bizantino. Metodio era el primogénito. Después de una breve carrera administrativa como gobernador de una provincia eslava —probablemente en Macedonia—, hacia el año 640 se hizo monje en una de las casas religiosas del monte Olimpo de Bitinia; Olimpo era, después de Constantinopla, el principal centro monástico del Imperio de Oriente. Constantino, por su parte, mostró grandes aptitudes para los estudios. Los realizó en la Universidad de Constantinopla, donde fue alumno y, después, sucesor del futuro patriarca Focio. Allí recibió también la ordenación sacerdotal. Hacia el 851 encabezó una embajada bizantina enviada al califa árabe; en 860-861 dirigió una misión religiosa y diplomática entre los cázaros. El año 862 llegó a Constantinopla un embajador de Ratislao, príncipe de Moravia; llevaba al emperador Miguel III la oferta de una alianza política y pedía un misionero cristiano conocedor del dialecto eslavo de Moravia. Con estas dos propuestas, Ratislao, cuyo reino comprendía Moravia y Eslovaquia, quería conseguir el medio de asegurar su independencia política frente a Luis el Germánico, rey de Baviera, y de lograr la autonomía cultural de su país. El gobierno bizantino vio en seguida las ventajas espirituales y temporales que podía obtener extendiendo su influencia en Europa oriental; aceptó, pues, la alianza con Ratislao y designó a Constantino y Metodio para dirigir la misión de Moravia. Como eran originarios de Tesalónica, ciudad bilingüe entonces, los dos hermanos hablaban perfectamente el dialecto eslavo utilizado en la cercana Macedonia. En este dialecto se basó Constantino para inventar, antes de abandonar Bizancio, un alfabeto para uso de sus futuros fieles moravos. Hoy se admite unánimemente que se trata del alfabeto glagolítico, creación enteramente original, y que la escritura llamada cirílica, por derivación del nombre monástico de Constantino, en la que se basan los modernos alfabetos búlgaros, serbios y rusos, fue obra de los discípulos de Metodio, que trataron más tarde de adaptar la uncial griega a la transcripción de su lengua eslava. Gracias a su nuevo alfabeto, y con ayuda de lingüistas bizantinos, Constantino tradujo una selección de lecturas evangélicas que comenzaban con las palabras de san Juan: «En el principio era el Verbo».

Así se creó una nueva lengua literaria, el eslavón, basada en el dialecto hablado por los eslavos de Macedonia. Tenía un sello muy eclesiástico y —a causa del gran parecido existente en esta época entre las diversas lenguas eslavas— todos los pueblos eslavos la entendían. Durante la Edad Media fue la tercera lengua internacional de Europa y el idioma sagrado de eslavos que, como los búlgaros, rusos y serbios, debían a Bizancio su religión y gran parte de su cultura.

Los embajadores bizantinos llegaron a Moravia en la primavera del 863. Protegidos por Ratislao y ayudados por clérigos que hablaban el eslavo traído de Constantinopla, Constantino y Metodio comenzaron su labor misionera. Moravia había sido cristianizada en la primera mitad del siglo IX, sobre todo por misioneros francos de Salzburgo y de Passau; es posible que también hubieran trabajado en la región a fines del siglo viii algunos monjes irlandeses venidos de Baviera. Pero los misioneros bizantinos perfeccionaron la obra de sus predecesores llevando a Moravia las Escrituras y la liturgia traducidas en lengua vernácula. Constantino tradujo probablemente al eslavón la liturgia de los oficios bizantinos, en la que figuraba la de san Juan Crisóstomo, así como un formulario basado en la misa latina, con la que los moravos estaban ya familiarizados. Según algunos estudiosos, este formulario era la liturgia llamada de san Pedro, versión griega de la misa romana con algunas adiciones peculiares del rito bizantino. Para los bizantinos era natural y legítimo que la liturgia de los oficios se tradujese a la lengua vernácula, ya que numerosos pueblos de la cristiandad oriental, como los armenios, georgianos y coptos, utilizaban su propia lengua en el culto cristiano. Pero en la Iglesia de Occidente el latín iba a considerarse en la práctica como única lengua litúrgica. Los obispos francos, como es natural, desconfiaban de las experiencias litúrgicas de Constantino y Metodio; su desconfianza se agravó con el resentimiento cuando vieron que los dos misioneros habían rebasado los límites de su dominio eclesiástico. Durante cierto tiempo, la situación explosiva creada en Moravia por la rivalidad entre francos y bizantinos estuvo atemperada por la autoridad y perspicacia del papa. Unos trece años y medio después de su llegada a Moravia, Constantino y Metodio marcharon hacia el sur para conferir las órdenes a algunos de sus discípulos. Durante su viaje conquistaron el apoyo entusiasta del príncipe eslavo Kocel, que reinaba en Panonia con dependencia de los francos. El príncipe estudió el eslavo y encomendó a los dos hermanos, en calidad de discípulos, a cincuenta de sus súbditos. Durante su estancia en Venecia, Constantino defendió con ardor las lenguas vernáculas en una disputa con los clérigos latinos. Estos, según un biógrafo contemporáneo, expusieron «la herejía trilingüe», cuya idea fundamental era que sólo el hebreo, el griego y el latín podían ser lenguas litúrgicas. Probablemente fue en Venecia donde Constantino y Metodio recibieron la invitación del papa Nicolás I. Llegaron a Roma en el invierno del 867-868.

Cuando el nuevo papa Adriano II quiso definir su actitud respecto a los dos misioneros, tuvo que resolver sin duda el dilema siguiente: se sabía que Constantino y Metodio eran amigos del patriarca Focio, a quien el papado se había negado a reconocer; la noticia del golpe de Estado de Constantinopla (24 de septiembre de 867) y del consiguiente advenimiento de Ignacio al patriarcado no había llegado aún a Roma. Por otra parte, la fama de los dos hermanos era grande; traían consigo unas reliquias que se creían de san Clemente de Roma. Estaban muy protegidos por los príncipes eslavos de Europa central, Ratislao y Kocel. El papa, que acababa de obtener notables éxitos en Bulgaria, tenía que alegrarse de sustraer Moravia y Panonia a la jurisdicción del clero franco y de reforzar su sumisión directa a la Santa Sede. Adriano II decidió, pues, prestar entero apoyo a Constantino y Metodio. Recomendó que fuesen ordenados sus discípulos, que la misa se celebrase en eslavón en cuatro iglesias romanas y que los libros litúrgicos en eslavón fuesen colocados en la basílica de Santa María la Mayor. Después de este magno triunfo de toda una vida de trabajo, Constantino cayó gravemente enfermo. El año 869 moría en Roma a la edad de cuarenta y dos años, después de haberse hecho monje con el nombre de Cirilo. Fue enterrado en la basílica de San Clemente.

El porvenir del cristianismo eslavo de lengua vernácula estaría en adelante en manos de Metodio y del papa. Instado por Kocel, Adriano II envió a Metodio a Panonia con una carta dirigida a Ratislao y a un sobrino suyo, Svatopluk; en ella les permitía utilizar en su país la íiturgia eslava. A fines del 879 Metodio regresó a Roma, donde fue consagrado arzobispo de Panonia; luego volvió a su diócesis misionera, que comprendía Moravia y tenía como centro el obispado de Sirmio. El papa quería probablemente compensar así la pérdida reciente de la cercana Bulgaria, que acababa de unirse a la Iglesia bizantina. Pero la base sobre la que Metodio se vio obligado a desarrollar su trabajo en Europa central era precaria. La nueva jurisdicción ejercida por Metodio había puesto fin en Moravia y en Panonia a las prerrogativas del clero franco del este; dicho clero se aprovechó del creciente poderío de Luis el Germánico y obtuvo el arresto de Metodio cuando Ratislao fue depuesto en favor de Svatopluk. Un sínodo local, presidido por el arzobispo de Salzburgo, condenó a Metodio como usurpador de derechos episcopales; el misionero estuvo encarcelado dos años y medio en un monasterio bávaro. Hubo que esperar a 873 para que el papa Juan VIII se enterase de la situación en que se hallaba el arbozispo y ordenase al rey de Baviera y a los obispos su liberación.

Pero a Metodio le espera una nueva prueba: Juan VIII prohibió el uso de la liturgia eslava en la diócesis misionera. El papado no quería arriesgarse a entrar en conflicto con la Iglesia franca sólo por motivo de esa liturgia. Pero Metodio ignoró la prohibición pontificia. Durante los doce últimos años de su vida continuo edificando la Iglesia eslava desde su puesto de arzobispo de Panonia sobre la base de la lengua vernácula. Tradujo los pasajes de la Escritura que no se habían traducido aún, los oficios litúrgicos, un libro bizantino de derecho canónico y diversas obras patrísticas. Formó también un clero de lengua eslava. Su obra se vio continuamente amenazada, bien por la indiferencia de Svatopluk, bien por la hostilidad y las intrigas de clérigos francos. Estos últimos comunicaron al papa que Metodio había recitado el credo omitiendo el Filioque. El 880 Metodio hizo otro viaje a Roma. Logró entonces probar su ortodoxia y consiguió que Juan VIII reconociera una vez más la legitimidad de la liturgia en eslavón. En la bula Industriae tuae (880) declaraba el papa: «Ciertamente no es contra la fe ni la doctrina cantar la misa o leer el santo evangelio o las lecturas divinas del Nuevo y del Antiguo Testamento bien traducidas e interpretadas o cantar los otros oficios de las horas en eslavón, puesto que aquel que hizo las tres lenguas principales, el hebreo, el griego y el latín, creó también todas las otras para su alabanza y gloria».

El apoyo prestado a Metodio por Juan VIII se vio reforzado más tarde por el amistoso interés que mostraron por su obra las autoridades bizantinas, que se habían reconciliado entonces con el papado. Hacia 882 Metodio se dirigió a Constantinopla por invitación de Basilio I. Fue acogido cálidamente por el emperador y el patriarca Focio, y regresó a Moravia con la aprobación de su soberano temporal. Pero los últimos años de su vida estuvieron ensombrecidos por el espectro de la derrota, a pesar de una actividad literaria infatigable. Tras la muerte de Juan VIII en 882, el papado no quiso seguir sirviendo de escudo a Metodio contra el partido alemán de Moravia. Cuando Metodio murió, en 885, su mayor enemigo y rival, el obispo Wiching, fue precipitadamente a Roma y consiguió del papa Esteban V la condenación de la liturgia en eslavón. Unos meses después, los principales discípulos de Metodio, entre los que se encontraba Gorasdo, escogido por él como sucesor, fueron apresados y expulsados de Moravia.

La obra misionera de san Cirilo y san Metodio se había emprendido en una cristiandad que, a pesar de las tensiones progresivas entre Oriente y Occidente, tenía aún conciencia de formar un solo cuerpo. Fue un factor de reconciliación entre los tres elementos principales, bizantino, romano y eslavo, que constituían la civilización de la Europa medieval.

Ciudadanos del Imperio Romano de Oriente, Cirilo y Metodio realizaron lealmente su doble tarea de misioneros de la Iglesia bizantina y embajadores del Imperio. Las autoridades bizantinas, por su parte, protegieron continuamente sus trabajos. Durante su último viaje a Constantinopla, Metodio, antes de regresar a Moravia, dejó, a ruegos del emperador, un sacerdote y un diácono provistos de los libros litúrgicos en eslavón. En cuanto murió, algunos de sus discípulos, que habían sido vendidos como esclavos por los moravos, fueron rescatados en Venecia por un enviado del emperador de Bizancio y recibieron el encargo de continuar su obra en Bulgaria. Parece cierto que en la última mitad del siglo IX las autoridades bizantinas reclutaron sacerdotes de lengua eslava y constituyeron reservas de libros litúrgicos eslavos con vistas a sus empresas misioneras en los Balcanes y en Rusia. El hecho de que el clero franco hiciera lo posible para destruir la Iglesia de lengua eslava en Europa central no debe hacernos olvidar que también el papado, durante cierto tiempo, acogió bien y dio su bendición al trabajo de Cirilo y Metodio. Los dos misioneros bizantinos, como muchos de sus compatriotas, reconocieron sin ninguna duda el primado de honor sobre toda la cristiandad que correspondía al obispo de Roma, al Apostolicus, como se le llama en el siglo IX en las biografías eslavas de Cirilo y Metodio. En cuanto a los eslavos, debieron a los dos hermanos los fundamentos de su cultura cristiana medieval: las Escrituras, la liturgia bizantina traducidas fielmente en una lengua parecida a la suya, la comprensión de la literatura patrística griega y de la cultura bizantina, una lengua que favorecía la creación de una auténtica literatura nacional sagrada y profana; en fin, la idea original —que los escritores eslavos de la alta Edad Media heredaron de Cirilo y Metodio y de sus próximos discípulos— según la cual cada nación está consagrada al servicio de Dios por el uso de su lengua vernácula y, por consiguiente, debe tener sus carismas particulares y una vocación oficial particular en el seno de la Iglesia universal.

A pesar de la hostilidad manifestada por el clero franco y —a partir del año 885— por Roma, tuvieron que pasar doscientos años para que desapareciera completamente lo que quedaba del trabajo de Cirilo y de Metodio en Europa central. La literatura y la liturgia eslavonas florecieron en Bohemia y en Croacia hasta fines del siglo XI. Entonces fueron destruidas o ahogadas por la política romana de centralización y de uniformidad lingüística. Sin embargo, sus últimas manifestaciones tuvieron sólo una importancia secundaria. El porvenir del cristianismo eslavo de lengua vernácula estaba en otra parte. Expulsados de Moravia después de morir su maestro, los discípulos de Metodio encontraron refugio en Bulgaria. Este país estaba destinado a salvar la cultura eslava indígena y a transmitirla, acrecentada y enriquecida, a los otros eslavos que estaban en el área de influencia de la Iglesia de Oriente, es decir, a los rusos y los serbios.

 

 

CAPITULO III

LAS IGLESIAS DE LA EUROPA OCCIDENTAL