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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

TERCERA PARTE

(1199-1303)

CAPITULO XXIII

EL SIGLO XIII

 

Inocencio III

Al morir Celestino III en 1198, los cardenales eligieron con rapidez y unanimidad al más joven de ellos, Lotario de Segni, un diácono de treinta y siete años que tomó el nombre de Inocencio III. De este modo, uno de los papas más jóvenes sucedía a un nonagenario, que había nacido antes de la entrada de Bernardo en Citeaux y que probablemente había sido discípulo de Abelardo mucho antes de que éste fuera condenado. Antes de que su tío Lucio III lo elevase al cardenalato, Lotario había estudiado teología en París y derecho canónico en Bolonia con Uguccio. Durante el pontificado de Celestino III no tomó parte en las actividades gubernamentales de la curia. Sin embargo, sus colegas no sólo reconocieron que poseía cualidades excepcionales, sino también que comprendía la crisis que atravesaba la Iglesia y que tenía conciencia de ser capaz de resolverla. Desde su elección, Inocencio III puso en práctica su programa como si llevase años en el poder. En cierto sentido tuvo suerte: no tenía frente a él a un emperador de la talla de Federico I o de Enrique VI. Podía considerar a toda la cristiandad como su reino, sin tener que compartir ni rivalizar con ningún otro monarca. Aunque los asuntos alemanes fueran enojosos y temibles, sólo representaban un sector de su actividad.

Durante su pontificado, relativamente corto, Inocencio III se propuso lograr tres objetivos: organizar una Cruzada; asegurarse el control directo de toda la Iglesia, incluidas las poblaciones laicas y sus jactanciosos soberanos, y reformar la cristiandad, laicado y clero. Antes de llegar a los altos cargos nunca había practicado la vida pastoral, ni siquiera había asumido las tareas del sacerdocio. Había estudiado teología; pero su mayor interés y competencia se habían revelado en Bolonia, donde Uguccio había modelado su espíritu. Inocencio no era un pensador profundo ni un pastor celoso, sino un jurista que sabía formular principios y establecer conclusiones, ordenando los medios y los métodos a fines claramente concebidos. Cuando se estudia su pontificado, sorprende la infinita variedad de sus actividades, su tenacidad nunca quebrantada por el fracaso ni menoscabada por la intransigencia, la rapidez y claridad de sus apreciaciones. No era oportunista y nunca improvisaba. Pero, como buen político, tenía el sentido de lo posible y de lo real. Su notable flexibilidad le permitió más de una vez no dejarse sorprender por las consecuencias de la mala suerte o de un cálculo fallido. Durante su reinado, el gobierno pontificio conoció algo similar a una breve primavera. Sus predecesores más grandes habían tenido que combatir para adquirir un verdadero control. Sus sucesores se sirvieron de las armas del poder, careciendo cada vez más de discreción espiritual y de clarividencia política. Sólo Inocencio III pudo hacerse obedecer porque actuaba según lo reclamaba el interés de sus súbditos. En la actualidad podemos preguntarnos si la idea del papado que había heredado y desarrollado no era fatal, en cuanto que buscaba un objetivo inaccesible y poco deseable: la subordinación de la política temporal al poder espiritual. Sin embargo, esta idea era aceptable y deseable en la época de Inocencio III, como en nuestra época lo ha sido la de asegurar un gobierno armonioso y pacífico del mundo gracias a una confederación de Estados o a una unión supranational de ellos.

A juicio de la posteridad, Inocencio III cometió cierto número de errores importantes. No supo ver que Venecia podía utilizar la Cruzada para sus fines propios. Con sus prejuicios seculares de europeo y dignatario de la curia, se permitió perdonar en parte la destrucción criminal de Constantinopla y de subestimar la capacidad de recuperación del Imperio de Oriente. Se equivocó, según parece, respecto al carácter y los fines de Raimundo de Tolosa y de Simón de Montfort y despertó los demonios que no podía exorcizar. Quizá también en esto fue demasiado hombre del siglo XIII para anteponer la justicia natural y la caridad cristiana al celo por extirpar la herejía. En lo concerniente a Inglaterra, no reconoció —al menos así lo juzgan los ingleses— las fuerzas que actuaban en el reino insular. Se puso de parte del rey, que era ciertamente un vasallo obediente, pero también un soberano indigno de confianza y tiránico. En la complicada trama de los asuntos alemanes antepuso el interés político a la lealtad y no dejó en herencia a sus sucesores más que problemas. Sin embargo, en todos esos asuntos conservó la iniciativa donde otros se hubieran visto aplastados.

Al lado de sus errores —si se tienen por tales—, Inocencio III supo demostrar que gobernaba toda la cristiandad con prudencia y habilidad. Prueba de ello son sus cartas y los juicios que emitió. En los decretos del Concilio de Letrán recapituló todas las exigencias de la vida cristiana. Aplicó a todos los religiosos las saludables constituciones elaboradas por los cistercienses. Por encima de todo dio pruebas de una discreción clarividente y verdaderamente apostólica, al reconocer y alentar los nuevos objetivos y los nuevos ideales de santo Domingo y san Francisco.

Con razón se ha dicho de Inocencio III que era «más dinámico que fascinante y que suscitaba la admiración más que el amor». Pero los escasos datos sobre él conservados en las Vidas de san Francisco, en Geraldo de Gales y en Tomás de Marlborough nos muestran a un hombre capaz de dialogar con individuos muy diferentes entre sí y de adaptar sus palabras y apreciaciones a sus interlocutores. Aunque sus palabras, tal como se nos han transmitido, no nos conmueven como algunos de los dichos de Gregorio VII, no se puede reducir su actuación de gobierno de la Iglesia a una manifestación de poder político o a la expresión de las ambiciones de un hombre egoísta, o bien a los resultados de una simple clarividencia. Inocencio III aparece más bien como un hombre preocupado por utilizar y aumentar todos los poderes inherentes a su cargo para servir a un objetivo que lo trasciende: la Iglesia de Cristo en Europa y la felicidad eterna de sus hijos. Se ha dicho que fue el más grande de los papas. Tales calificativos son quizá necios; sin embargo, Inocencio III debe ser considerado como uno de los pontífices más capaces y, de haber vivido veinte años más, probablemente habría podido realizar una magnífica obra. Para ser «el papa más grande» habría tenido que ser también santo como León I, Gregorio I o incluso Gregorio VII. A pesar de su piedad sincera, Inocencio III no se caracterizaba por una santidad evangélica. Sin embargo, los juicios que lo han presentado como un hombre de Estado con tiara, como un Richelieu llegado a papa o como un hierócrata sin piedad, no encajan con los testimonios que tenemos respecto a él. El hombre que en plena actividad política supo reconocer y bendecir a san Francisco —un desconocido que se presentaba con exigencias radicales y aparentemente no contaba con ningún recurso—, ese hombre no fue sólo perspicaz, sino que dio también pruebas de clarividencia espiritual. Desapareció cuando el mundo lo necesitaba todavía, en el momento en que iba a salvar al papado como había salvado a la Iglesia del desastre inminente. Murió en Perusa. Su corte lo abandonó. Sus servidores se apoderaron de sus vestiduras, de sus muebles y hasta de su cuerpo. Sin embargo, no murió solo, pues es casi seguro que junto a él se encontraba entonces san Francisco.

Cuatro antorchas de la edad de oro                                        .

Los siglos XI y XII fueron un período de germinación y de dinamismo. Alumbraron ideas e instituciones que iban a constituir la estructura de la nueva civilización medieval y de la nueva cultura europea. Hombres llenos de decisión, y que sólo perseguían un fin, como Hildebrando, san Bernardo y Tomás Becket inauguraron caminos nuevos, con energía y soportando los dolores del alumbramiento. Se admite generalmente que el siglo xiii fue uno de los raros períodos de la historia de Europa en que una cultura pudo madurar y dar abundantes frutos con esa armonía y esa perfección de forma que señalan las cimas del genio humano, uno de esos momentos en que están unidos todos los elementos que, por decirlo así, modelan su mentalidad y su personalidad. La época y el reinado de Isabel en Inglaterra constituyen sendos ejemplos de esos momentos, que han tenido particular importancia en la historia de Europa. En cierta medida, el siglo xiii fue un momento más importante y más completo que todos los mencionados. En efecto, produjo una cultura que se extendió por toda Europa occidental a los dos lados de un eje que iba de Sicilia a Escocia. Esta cultura tuvo más de un centro de difusión y alcanzó cumbres en todos los campos de la actividad humana, exceptuado el conocimiento estrictamente científico. De suyo, la historia de la Iglesia no tiene un vínculo directo con la evolución de las civilizaciones ni con el crecimiento o la disminución del genio humano. Pero el siglo XIII es único entre todos los períodos de madurez porque fue producto exquisito de una sociedad hondamente religiosa, cuyas actividades más elevadas —con pocas excepciones— eran religiosas o estaban estrechamente vinculadas a la religión. Fue una época fecunda en grandes hombres, en hombres de talento; y la historia de la Iglesia de esta época tiene que citar sus nombres, al menos los de algunos. Así, pues, no nos salimos de los límites de nuestro estudio por fijar la atención en cuatro personajes que aparecen siempre entre las figuras representativas de la época: san Francisco de Asís, san Luis, santo Tomás de Aquino y Dante Alighieri. Tres de ellos fueron santos, canonizados por la aclamación general antes de serlo oficialmente. El cuarto, aunque no sea santo, ha sido considerado muchas veces como un místico. En sentido amplio, fue ciertamente, dentro del pequeño grupo de los grandes poetas del mundo, el único primera y principalmente poeta religioso. Estos cuatro hombres representan la quintaesencia de la Edad Media. Tres de ellos, al menos en ciertos aspectos importantes de su obra, fueron genios eternos y, por tanto, modernos, los primeros genios de esta clase, cada uno en su sector particular.

Todo el mundo está de acuerdo en que san Francisco es uno de los santos más conocidos y queridos. En la época actual es probablemente el santo más atrayente, aunque no siempre lo sea por su santidad. Parece el más evangélico de todos los santos, y por tal lo tuvieron sus contemporáneos. Su éxito consistió en fundar los frailes; era una nueva categoría de religiosos y una «imagen» que entraba por los sentidos. Por eso se puede ver en san Francisco el primero que —aunque sin pretenderlo— satisfizo la oleada general y vehemente de reivindicaciones que invadía el mundo religioso de su época y el que encauzó hacia la Iglesia el gran movimiento de piedad que estaba al borde de la heterodoxia y la rebelión. Sin embargo, su inmensa popularidad no se explica por esa gran obra que le llevó a fundar una orden religiosa, una de las más numerosas desde su fundación. Su popularidad se debe a su delicadeza exquisita y a su amable gentileza, así como a su amor a la belleza de la creación y, podemos añadir, a su actitud —nueva, al parecer— hacia Jesucristo y su pasión y hacia la vida religiosa. De él y de san Bernardo procede la piedad de los tiempos modernos y la de la Baja Edad Media. Por su vida y su ideal de pobreza sigue siendo un hombre de su época, un hijo de Umbría, seguro, seráfico, varón de dolores, místico, il poverello.

San Luis es el menos moderno de los cuatro. Los historiadores actuales ven en él uno de los pilares de la monarquía francesa, el que la dotó de su fuerte administración jurídica y financiera. Fue admirado y respetado por sus contemporáneos, que podían reconocerlo como uno de ellos: actuaba como ellos deseaban, pero con una firmeza y un sentido de la justicia incomparables. San Luis ha quedado como el modelo del rey y del caballero cristiano que supo atemperar con la caridad el ejercicio de la justicia, que mantuvo firmemente sus derechos tradicionales frente a un papado autoritario y a un vasallo usurpador, que fue severo con los malhechores y traidores, pero leal y afable en todas las relaciones que anudaba. Sin embargo, sus rasgos medievales son más difíciles de comprender. Su valor caballeresco, su ardor y su celo por la Cruzada nos parecen hoy una traición a los deberes que le imponían el servicio de su país y su oficio de rey. Esos rasgos encajan muy bien en la concepción romántica de la Edad Media, pero no se ajustan a la idea que nos hacemos —y que se hacían los griegos— del papel del príncipe y del hombre de Estado. En el caso de san Francisco, la idea romántica que tenemos de él nos aleja del hombre verdadero y de sus sufrimientos intelectuales y físicos. En lo que a san Luis se refiere, nos choca el obstáculo que representa su amor caballeresco a la Cruzada y nos cuesta trabajo descubrir al hombre bajo la visera del casco militar. Uno y otro, cada uno a su manera, nos muestran —como todos los santos— un aspecto del Cristo eterno. Ambos son cristianos piadosos, ortodoxos, obedientes y, sin embargo, muy alejados de nuestra experiencia.

En santo Tomás de Aquino encontramos un hombre que poseyó un lenguaje claro que habla directamente a nuestra inteligencia. Puede parecer paradójico, pero santo Tomás es en cierta manera el más normal y comprensible de nuestros cuatro personajes. Si prescindimos del talento y de la santidad y consideramos solamente la vida y los ideales del religioso, hoy día pueden encontrarse muchos Tomás de Aquino en Friburgo y en Saulchoir. La obra decisiva de santo Tomás fue repensar el conjunto del pensamiento griego a la luz de la ley y del evangelio y utilizar la técnica filosófica más sencilla y más clara para dar un armazón sólido a la teología cristiana. Su obra decisiva fue también dar a la actividad humana, al pensamiento, al arte y a la política una autonomía y un valor que habían perdido a los ojos de los teólogos influidos en el curso de la historia por el neoplatonismo y por la conciencia del pecado. En santo Tomás es el aparato externo lo que resulta insólito: la exposición que va avanzando por cuestiones y artículos, mayor, menor y conclusión, objeción y res­puesta en todas las materias, grandes y pequeñas, sublimes e insignificantes. No hallamos en esa obra el interés por los hombres y las cosas, por la literatura y la vida, que manifestaron otros grandes pensadores y teólogos como Agustín y Platón. Pero, para los que aceptan sus principios, el pensamiento tomista es eterno.

Con Dante, nuestro cuarto personaje, nos encontramos en la frontera de dos mundos. Es hombre de su época por sus intereses, sus pasiones y sus aventuras. Es tan «medieval» como san Francisco o san Luis. Sin embargo, en un contexto de problemas políticos tan diferentes de los nuestros —el mundo de Bonifacio VIII y de Angel Clareno—-, el poeta pulsa una cuerda nueva que expresa un amor intenso, personal, apasionado, pero sublime. Describe con lenguaje exacto la hermosura de la naturaleza que san Francisco sintió, pero no pudo expresar; descubrimos una gama de emociones que no se habían encontrado en ningún poeta desde Lucrecio, Virgilio y Catulo. En sus páginas aparece toda la Italia medieval. Pero el genio de Dante consistió en hacer poesía con la teología, en elevarse por encima de las cosas humanas a las verdades de la fe, a las virtudes teologales, las bienaventuranzas y el amor místico, a la Madre de Dios y al cielo mismo. Dante retrató a san Bernardo, san Francisco, santo Domingo, san Buenaventura y santo Tomás; y la imagen que los europeos tienen de estos personajes responden a la descripción del poeta. Dante transformó en poesía el dogma cristiano y la teología. Así lanzó a la corriente de la poesía occidental concepciones e ideales ignorados frecuentemente por los poetas del norte de los Alpes, pero que son familiares a los amantes de la literatura y han contribuido mucho a propagar el tomismo fuera de los límites de la Iglesia católica. Puede considerarse al Dante como el santo patrono de los laicos o, al menos, de su apostolado. Aunque no tuvo nada de conformista y atacó con frecuencia a los papas —pudo escribir la Monarchía como si no hubiera existido la Unam sanctam—, fundamentalmente fue fiel al papado porque en todos los terrenos conservó el «espíritu de la Iglesia». Aunque no fue un tomista puro, como a veces se ha creído, estuvo tan lejos del nominalismo o del pelagianismo como santo Tomás. Y aunque en cierta medida fue un intelectual anticlerical, para muchos papas, cardenales y obispos ha sido el único poeta. Es, desde luego, el poeta supremo de la cultura católica medieval. Medieval por sus amores y sus odios, por lo que esperaba de Italia, por sus sueños de un orden universal armonioso. Católico hasta la medula por su teología, por su visión mística del paraíso. Poeta de todos los tiempos por su modo de expresar las emociones humanas y el amor ideal más profundo, la hermosura de la naturaleza y del arte, la fe religiosa y el destino eterno del cristiano.

 


CAPITULO XXIV

LA SUPREMACIA PONTIFICIA Y LA DIFUSION DE LA FE