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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

CAPITULO XI

EL CULTO PUBLICO Y LA PIEDAD

 

La vida espiritual medieval, en el aspecto exterior del culto público y privado y de las oraciones, fue cambiando progresivamente de carácter durante nuestro período, aunque siguió fiel a una larga tradición doctrinal y litúrgica. Podemos decir, en general, que entre la época de Gregorio Magno y la de Inocencio III la piedad se manifestó principalmente en los oficios litúrgicos, cuyo acto central era la misa (con sus ceremonias complementarias de la Semana Santa y de los días festivos o de penitencia), y en la salmodia y las oraciones del oficio divino. Estos oficios se celebraban públicamente en las iglesias grandes, y en privado, en las comunidades monásticas. Aunque el rito monástico difería considerablemente del de la Iglesia romana y de los otros ritos locales, todas sus formas constituían especies parecidas de un mismo género; por eso las prácticas y costumbres se transmitían con facilidad. Esta vida litúrgica se desplegó plenamente en las catedrales) en las basílicas y en los monasterios. Cuando la reforma gregoriana empezó a influir en sectores distintos del clerical y del monástico, las prácticas de devoción de los laicos se inspiraron en la liturgia y en sus usos monásticos. Se codificaron en una compilación o resumen de los oficios para monjes y canónigos, como el oficio parvo de la Virgen, el de difuntos, las letanías, salmos seleccionados como los penitenciales o los graduales. Después de Inocencio III, como veremos luego, las prácticas devotas, bajo la dirección de los monjes, se fueron adaptando cada vez más a las necesidades de los laicos y a sus condiciones de vida.

La misa o sacrificio eucarístico siempre había constituido el centro del culto y de la piedad. Al comenzar este período existía en todas las regiones una liturgia eucarística sencilla que abarcaba todos los principales elementos de la misa occidental, medieval y moderna. En Roma, durante la edad de oro del ritual y de la creación litúrgica y musical, se había desarrollado en las iglesias pontificias un rito complejo pero austero, basado en el año litúrgico. Los directorios romanos (ordines) definieron el tipo de misa solemne que progresivamente se fue convirtiendo en la regla ordinaria y hoy figura en las rúbricas del misal romano referentes a la misa solemne (1964). En esta misa, las lecturas y los evangelios, todo el canon desde el Sanctus hasta la poscomunión, las colectas y secretas han permanecido casi intactas a través de los siglos para todo el ciclo de los tiempos litúrgicos desde Adviento hasta Pentecostés y para los domingos de después de Pentecostés. Los sacramentarios llamados leoniano, gelasiano y gregoriano son el resultado de un progresivo desarrollo del rito y de la multiplicación de las oraciones y los prefacios que se efectuaron en Roma desde el siglo V al VII. El leccionario de las epístolas y evangelios tomó su forma definitiva hacia el año 750. Durante los siglos siguientes aparecieron en muchas «ciudades» de Italia liturgias afines o similares. En Roma se celebraba en las basílicas la liturgia cantada por un coro. Los cantores solían ser una comunidad de monjes instituida para este fin. En algunas iglesias de los países cisalpinos se establecieron también usos parecidos. En esta liturgia occidental, la misa se celebraba frente a toda la asamblea, que participaba en el ofertorio y las procesiones, y se decía siguiendo unas fórmulas de oraciones y prefacios especiales de Roma, muy breves, dogmáticos e inalterables, pero muy emotivos. Comprendían una selección de versículos de los salmos y pasajes de la Escritura que muestran relaciones misteriosas y sutiles con la doctrina de la fe o con el misterio conmemorado por la fiesta del día. En el marco de esta misa se incluían todos los ejercicios religiosos que más tarde formaron unidades separadas del culto. Además del esquema fundamental de las oraciones, la ofrenda y la re­cepción sacramental de las especies, había un sermón, que se tenía después del evangelio, canto litúrgico muy esmerado, que acompañaba a la misa, así como letanías, procesiones y las oraciones que ordinariamente la precedían.

El centro de la liturgia eucarística, el canon intangible, cuyo origen se pierde en las brumas de la era apostólica, había recibido diversas adiciones insignificantes en varias «ciudades» y regiones. En la misma Roma, el Kyrie eleison, la fracción de la hostia y el Agnus Dei habían sido insertados en el oficio por Sergio I (687-701) siguiendo los modelos orientales. La misa rezada sin diácono ni subdiácono se había generalizado desde el año 600. En el siglo siguiente se hizo normal el uso de hostias redondas, blancas, hechas de pan sin levadura, así como de hostias pequeñas que los fieles recibían en la boca; esto sustituyó en el sacrificio al uso de los panes y el vino presentados en el momento del ofertorio. En el 751 Pipino decidió adoptar la liturgia romana en su reino. Los cantos romanos, introducidos en el norte por primera vez por Crodegango de Metz, se propagaron en el país franco, al menos por algunos lugares, entre ellos Rouen. Años después pidió Carlomagno al papa Adriano I un sacramentario de la Iglesia romana. No sin dificultad, el papa le procuró una copia del sacramentario gregoriano que se ajustaba al rito de la capilla pontificia. Este sacramentario, completado con algunas adiciones francas, constituyó la base de la liturgia de la capilla real de Aquisgrán. De allí se extendió por el Imperio carolingio y hacia el año 1000 volvió a Roma para convertirse en el misal que iba a prevalecer en todo el mundo católico. Por tanto, puede decirse que, desde el siglo v hasta finales del vil, Roma fue un centro de creación litúrgica, pero que más tarde fue la Iglesia de la Galia la que estuvo al frente del movimiento litúrgico. La amalgama resultante fue adoptada en su mayor parte por Roma y transmitida una vez más a toda la Iglesia occidental.

Los liturgistas de la Galia tendían a alargar y dramatizar la liturgia. Se multiplicaron las incensaciones, se rodeó de solemnidad la lectura del evangelio, se añadieron plegarias complementarias y suplementarias para expresar pensamientos e intenciones que hasta el momento no se habían explicitado. Y así se introdujeron en el misal las oraciones Deus, qui humanae substantiae, al preparar el cáliz; Suscipe, Sancta Trinitas, antes del prefacio; las oraciones Domine Jesu Christe y Perceptio corporis tui, antes de comulgar el sacerdote, y el Placeat, antes de la bendición final. Se fueron acumulando largas oraciones antes y después de la misa; algunas de ellas se conservan en la preparación y acción de gracias que figuran todavía en el misal romano. Por influjo de los penitenciales celtas se añadieron algunas oraciones, cuyo único vestigio es (o fue hasta 1964) el Confíteor. Se introdujo también cierto número de salmos, entre ellos el fudica inicial, hoy suprimido; el Lavabo, en el momento de lavarse las manos, y el Dirigatur, al incensar el altar. Durante mucho tiempo, las diversas Iglesias se diferenciaron bastante en puntos secundarios. Hoy día, el rito de Milán difiere considerablemente —y el de Lyon ligeramente— del rito romano, mientras que algunas órdenes religiosas, como los cartujos y los dominicos, han conservado formas litúrgicas que tomaron inicialmente de las tradiciones locales. Hubo adiciones más tardías aún: la elevación de la hostia consagrada, que en París no se adoptó oficialmente hasta el año 1210, las abluciones finales y el Evangelio de san Juan al acabar la misa. Se multiplicaron también los signos de cruz, los besos al altar y las genuflexiones. Como hemos indicado, los cambios y supresiones recientes en el misal romano han hecho desaparecer la mayor parte de las adiciones mencionadas.

Hasta fines del siglo XI, los textos necesarios para la celebración de la misa se hallaban en tres libros: el sacramentario, que contenía el canon y parte del ordinario; el leccionario, con las lecturas, epístolas y evangelios, y el antifonario, donde se hallaban los textos del Introito y las otras partes cantadas de la ceremonia. Poco a poco, debido al desarrollo y multiplicación de las misas privadas, esos tres libros se fundieron en uno, apareciendo así el misal. Las vestiduras, que al principio fueron las de la vida diaria, adoptaron poco a poco una forma convencional. Se hicieron habituales los ornamentos de color; los cinco colores llamados «litúrgicos» se fijaron en la época de Inocencio III, aunque hayan persistido bastante tiempo algunas variantes.

El período que transcurre entre el Domingo de Ramos y el de Pascua, denominado más tarde Semana Santa, la semana litúrgica por excelencia, experimentó transformaciones similares a las de la misa ordinaria. El rito tan conocido del Domingo de Ramos procedió de diversas fuentes. La procesión de los ramos se tomó de Jerusalén, que sigue siendo el origen de tantos ritos y prácticas de la Iglesia. Pero el rito de la bendición de los ramos con sus oraciones especiales apareció más tarde en España y en Francia; en Bobbio se utilizó en el siglo VIII, y en Baviera, en el IX. La versión franca no consistía más que en oraciones; la alemana contenía el esbozo de una misa. En su forma abreviada y resumida, que constituye la base de la actual, el rito llegó a Roma en el siglo XI. El golpe en la puerta (desaparecido actualmente) se introdujo en la Galia más tarde aún, lo mismo que el himno Gloria, laus et honor de Teodulfo de Orleáns. Hacia el año 1000 se empezó a cantar la Pasión; pero hasta cuatro siglos más tarde no se unió la turba o pueblo a los tres solistas. Esto explica que en los misales anteriores a esta época no tengamos ninguna indicación de la participación del pueblo en los cantos.

El triduo del Jueves al Sábado Santo contiene lo esencial de usos muy antiguos, cristalizados en el rito romano. El Viernes Santo, sobre todo en su forma recién renovada, conserva una letanía y un oficio de lecturas muy antiguo y no litúrgico (es decir, no eucarístico). La adoración de la cruz, tomada probablemente de Jerusalén, se introdujo a principios del siglo VII; unos cincuenta años más tarde se añadió la liturgia griega de los presantificados. La forma completa y definitiva del rito se elaboró en la Galia y en España hacia el año 900. La ocultación de la cruz y de la hostia consagrada y su reaparición en la mañana de Pascua aparecieron poco después. En casi todo el Occidente, esta ceremonia fue reemplazada (y en parte absorbida) por la manifestación solemne y la adoración de la hostia después de la misa del Jueves Santo. Pero el rito primitivo se conservaba hasta hace poco tiempo en algunas regiones de Alemania y de Austria. El núcleo de lo que durante mil años fue el rito del Sábado Santo —que ahora se encuentra en la liturgia de la vigilia pascual— es antiquísimo. Es una supervivencia, más completa que la de Navidad, de la liturgia de la vigilia que en los comienzos se celebraba todas las noches del sábado al domingo. Las profecías contenidas en esta liturgia son muy antiguas; pueden ser restos del «oficio» del día en la Iglesia primitiva, al que seguía la eucaristía. Servirían para anunciar el oficio matinal de laudes, que se ha suprimido como «hora» plena —única excepción en el calendario litúrgico— en el caso del Sábado Santo. Esta liturgia antigua está precedida ahora por la bendición del fuego nuevo y del cirio pascual, costumbre importada de la Galia a Roma a fines del siglo VIII.

El oficio divino se formó mucho después de que la liturgia eucarística alcanzarse su forma definitiva. Sin embargo, el canto salmódico y las lecturas tomadas de la Escritura han constituido siempre una parte de la oración oficial cristiana. En Roma, el núcleo original estaba integrado por las vísperas, el oficio de vigilia y los maitines (los laudes actuales). En los ambientes monásticos esta liturgia se desarrolló paralelamente pero con más rapidez; se amplió con la adición de las tres horas del «día», horas «menores»; luego se añadió «prima», a finales del siglo V, y por último las completas.

A fines del siglo VIII existían en Roma unos cincuenta monasterios, diecinueve de los cuales estaban unidos a una basílica. Por esto el oficio monástico «contaminó» al rito romano, a la vez que tomó rasgos de él, por ejemplo, el oficio completo del triduo pascual. Estas formas, sin embargo, conservaron cada una su individualidad en el modo particular de reglamentar los salmos y lecturas. Además, en cada una el oficio ferial precedía al de la fiesta. Hasta el primer siglo de nuestro período el calendario litúrgico fue muy sencillo. No existía más fiesta especial que Navidad —con su «duplicado» de la Epifanía, tomada pronto de la Iglesia oriental—, Pascua y Pentecostés. A fines del siglo VIII, durante el pontificado de Sergio I, primer papa griego (687-701), se adoptaron varias fiestas bizantinas de la Virgen, como la Natividad (8 de septiembre), el 1 de enero, considerado originariamente como una simple fiesta de María, la Purificación (2 de febrero), la Anunciación (25 de marzo) y la Asunción (15 de agosto). En el siglo VIII el calendario romano experimentó una ampliación considerable. Las fiestas de santos mártires se habían celebrado durante mucho tiempo en las iglesias de los cementerios en que estaban sus reliquias. A mediados del siglo VIII, los cuerpos de los mártires con los títulos de las iglesias dedicadas a ellos se transfirieron a Roma, donde se celebraron sus fiestas a partir de entonces. La corte pontificia tomó parte en ellas tan pronto como se establecieron en las diversas iglesias «estaciones» o lugares de reunión para la procesión pontifical. Estas fiestas conmemorativas de los mártires romanos constituyen aún la base del calendario romano. Casi en la misma época tuvieron también su liturgia conmemorativa algunos otros mártires conocidos hacía tiempo por las «actas» apócrifas que relataban su pasión. Así sucedió con el apóstol Andrés, san Lorenzo, santa Cecilia, san Sebastián, santa Inés, san Juan y san Pablo.

Los siglos V y VI fueron una época de compilación de los sacramentarlos y leccionarios romanos; durante ella se compusieron colectas y oraciones, verdaderas obras maestras cuya sobriedad y claridad dogmática siguen siendo admirables. El siglo VII fue la época en que los especialistas de la liturgia romana compusieron las antífonas y responsorios del propio del «tiempo», obras maestras del arte litúrgico de un nivel nunca más alcanzado. Los oficios de Adviento, Navidad, Cuaresma, el tiempo de Pasión y las semanas después de Pascua siempre descorazonarán a los imitadores modernos. Sus textos escriturarios fueron seleccionados perfectamente; en ellos, la lengua latina parece haberse apropiado la armonía de la poesía hebrea. La evocación de los misterios cristianos está impregnada de una emoción profunda, aunque contenida. Además, estas liturgias son incomparables por la fuerza dramática que dan a cada palabra y a cada acción y por la habilidad —comparable a la de un Esquilo o un Shakespeare— con que utilizan ciertas palabras-clave para destacar tal pasaje u oficio. Por su perfecta adecuación tanto a los días de penitencia como a los de gozo, dan a cada tiempo su colorido y sus tonalidades particulares. Esos maestros anónimos, que trabajaron uno tras otro casi durante un siglo, y a los que quizá hay que atribuir también el oficio de difuntos romano, merecen nuestra gratitud porque crearon un ciclo de oficios litúrgicos que constituye una de las más valiosas joyas de la tradición cristiana.

Los monasterios basilicales de Roma y de algunas otras grandes «ciudades» de Occidente ejercieron gran influjo; pero su existencia fue relativamente corta. Fundados en Roma únicamente para celebrar el oficio litúrgico, sin derechos ni deberes parroquiales, esos monasterios eran independientes del sacerdote encargado de la iglesia, el cual no tenía sobre ellos ninguna autoridad. Su abad era designado por el papa; a menudo era un clérigo secular que administraba los bienes propios. Los monjes, que solían pasar después al servicio del papa, probablemente se diferenciaban poco de los canónigos regulares. En el siglo vn los monasterios más importantes de este tipo fueron los tres vinculados a la basílica vaticana de San Pedro. Desde esta iglesia, «cabeza del mundo» y estrella de los peregrinos, el oficio divino de tipo romano se propagó por Europa. Benito Biscop en Wearmouth (hacia el 680) y Crodegango en Metz (754) fueron las dos únicas personalidades que, llevadas por su amor a la liturgia romana, la implantaron íntegramente en sus lejanas iglesias; Remedius de Rouen y Pipino se encargaron de difundirla por la Iglesia de la Galia. La liturgia romana evolucionó ligeramente de basílica en basílica y de época en época; quedó fijada definitivamente por Amalario, el gran liturgista carolingio.

Cuando las iglesias de Roma adoptaron las fiestas conmemorativas de los mártires cuyas reliquias recibían, integraron también el «oficio» dedicado a cada santo. Al principio, el oficio del santo (o parte de él) se celebraba además del oficio del día. Luego, el oficio ferial desapareció de todas las liturgias, excepto para algunas de las fiestas más importantes, como las de san Pedro y san Pablo; en el siglo XIII desapareció incluso de estas fiestas. Durante los siglos que van desde el 650 hasta 1050, la liturgia romana alcanzó, según la expresión de su historiador más eminente, «un estado de perfección que no iba a ser sobrepasado ni conservado»

La salmodia y las lecciones conservaron durante toda la Edad Media el orden que hemos esbozado. Los únicos cambios en los ritos seculares y monásticos que merecen citarse conciernen a la reducción de las lecciones. Pero entre los dos ritos subsistió largo tiempo una diferencia notable. El oficio romano careció de himnos durante siglos. Fueron introducidos en la vida cristiana por Ambrosio de Milán; durante mucho tiempo fueron extralitúrgicos. Ambrosio compuso personalmente muchos himnos sobrios y bellos en versos yámbicos según las reglas de la prosodia clásica. Estos himnos, y otros con igual métrica, aparecieron por primera vez en el marco de la liturgia en la Regla de san Benito. Han conservado la misma forma hasta el día de hoy en los oficios feriales de la semana y en las horas menores de las fiestas y ferias del año. En los monasterios y en algunas iglesias seculares se añadieron poemas o series de estrofas compuestas por poetas cristianos del Bajo Imperio. La primera vez que se empleó una métrica distinta del yambo fue quizá en el Pange lingua de Venancio Fortunato; pero con el renacimiento carolingio se amplió el repertorio. Se adoptaron himnos compuestos según las diversas posibilidades de la prosodia lírica clásica. Citemos, por ejemplo, el magnífico Ut queant laxis de la festividad de san Juan Bautista, obra de Pablo el Diácono y compuesto en versos sáficos, y otros como el Node surgentes del domingo, el Ecce iam noctis, el tan conocido Iste confessor, el admirable Urbs Jerusalem beata, en troqueos, y el O Roma felix, en trímetros yámbicos. Muchos de esos himnos aparecieron probablemente por primera vez en las iglesias seculares. Pero a partir del año 1000 su uso era casi universal, aunque las grandes basílicas los rechazaron por principio. El oficio romano, por su parte, no incluyó ningún himno hasta finales del siglo XIII.

Podemos terminar esta parte con algunas notas sueltas. El símbolo llamado de Atanasio, compuesto probablemente en España hacia el 580, apareció en el oficio de prima del domingo en Basilea el año 836, durante el episcopado de Hayto; en Cluny se recitaba diariamente en la época de Ulrico (1070). El oficio cotidiano («oficio parvo») de la Virgen apareció a principios del siglo XI; contribuyó a su difusión san Pedro Damián, mientras que Roma, como en otros casos, se resistió a la innovación. Al principio, el oficio de difuntos no estaba unido a la misa ni al servicio fúnebre, que era más antiguo; fue una creación exclusivamente romana, que data del siglo VIII y tuvo por origen una «vigilia» fúnebre; luego se propagó rápida y ampliamente bajo la forma de un oficio distinto. La conmemoración de los fieles difuntos (día de las ánimas), como se sabe, se celebró por primera vez en Cluny por iniciativa de san Odilón (f. 1049). El oficio monástico se enriqueció con numerosos salmos y oraciones adicionales: los salmos graduales antes del oficio de la noche; los penitenciales, antes de prima; los llamados «familiares», por los parientes y bienhechores, y los oficios brevísimos de Todos los Santos, la fiesta de la Santa Cruz y otros.

De este modo, en el curso de un progresivo desarrollo, que duró al menos seis siglos, la liturgia del año, las ceremonias celebradas en ciertos días particulares o en ocasiones especiales, los oficios de devoción o facultativos y las letanías alcanzaron su mayor esplendor a comienzos del siglo XI, primero en la Iglesia romana, luego en la galicana y en los medios monásticos. Estas creaciones litúrgicas iban a influir en la piedad de los laicos durante unos dos siglos, siguiendo casi intactas hasta las reformas litúrgicas de Sixto V y los cambios más radicales efectuados recientemente en el curso de los últimos cincuenta años. Las más recientes transformaciones culminan en el uso de las lenguas vernáculas y la renovación de la concelebración autorizados por el Concilio Vaticano II.

No es fácil describir la piedad eucarística de la Edad Media dada la dispersión y, a veces, la incoherencia de los testimonios que se pueden extraer de los hechos, de los preceptos y de las recomendaciones. Podemos, sin embargo, distinguir tres categorías de fieles: los monjes y monjas, los clérigos que no tenían obligación oficial de celebrar la misa y los laicos.

En lo que toca a los monjes de Italia central, a mediados del siglo VI parece que en los monasterios que seguían la Regula Magistri celebraba la misa un sacerdote que acudía a la iglesia el domingo. Este sacerdote consagraba el pan o las hostias en cantidad suficiente para que el abad pudiese distribuir la comunión a diario. Está claramente indicado en la Regla de san Benito que la comunión frecuente, incluso diaria, era cosa normal; pero nada hace suponer que la misa fuese cotidiana. En la época carolingia, Teodulfo de Orleans recomendó la comunión diaria. En el siglo X esta costumbre se hizo obligatoria para los monjes y monjas de Inglaterra en la Regularis Concordia (hacia el 970). Un siglo más tarde, la constitución redactada por Lanfranco para los monjes de Canterbury no mencionaba la comunión. Cincuenta años después, la regla cisterciense se limitaba a exhortar a los monjes que no eran sacerdotes a comulgar una vez a la semana, preferentemente el domingo. Durante este período se fue haciendo corriente el que los monjes de coro recibiesen las órdenes mayores. Los libros monásticos de costumbres toleraban la misa rezada diaria. De hecho, está comprobado que en el siglo XI los sacerdotes decían más de una misa al día por motivos de devoción. A mediados del siglo XIII se cita entre las virtudes de santo Tomás de Aquino el celebrar la misa diariamente. Los sacerdotes de parroquias estaban obligados a celebrarla los domingos y fiestas. Se exhortaba a los clérigos a recibir la eucaristía con frecuencia, pero no puede saberse qué ocurría en realidad.

Respecto a los laicos, según el testimonio de Beda (hacia el 730), los romanos recibían la comunión diariamente; él recomendaba a su discípulo Egberto que siguiera esta costumbre en York. Sin embargo, en la época carolingia, los concilios reiteraron prescripciones que variaban entre sí en puntos secundarios. En el 813 se decretó en Tours que se debía recibir la comunión tres veces al año (Navidad, Pascua y Pentecostés). En Aquisgrán (836) se recomendó recibir la comunión todos los domingos. En los siglos XI y xiii, la regla habitual era comulgar tres veces al año y, en ocasiones, por cuarta vez el Jueves Santo. El IV Concilio de Letrán, lejos de aportar innovaciones, supuso una especie de regresión, aunque dio un valor nuevo y solemne a la comunión pascual. Si examinamos ahora los consejos más bien que los decretos y concilios, constatamos que Pedro Damián aconsejaba a los devotos la comunión diaria. Gregorio VII, en una de sus escasas cartas de dirección espiritual, recomendó la comunión frecuente, quizá diaria, a su dirigida la condesa Matilde. Gregorio, como los demás, se apoya en san Juan Crisóstomo y en los otros Padres. Cita la conocida máxima de san Agustín según la cual no se debe elogiar ni censurar a la persona que comulga cada día. Pedro Lombardo recomienda la comunión diaria; santo Tomás, lo mismo que Alberto y Buenaventura, establece la doctrina que se hizo tradicional; es decir, que la comunión diaria es lícita y deseable para los cristianos fervorosos que comulgan por consejo de su director espiritual. Santo Tomás y los otros argumentan que la sagrada eucaristía, a la que según ellos alude directamente la oración dominical, es un pan cotidiano (y así, per contra, no debe recibirse dos veces al día). No usaron el argumento de que es litúrgicamente normal que todos los asistentes a la misa comulguen, salvo si están en pecado mortal. Como se sabe, en el siglo XIII se desarrolló mucho la devoción al Santísimo Sacramento bajo sus especies visibles. Pero no es evidente que esta piedad fuese unida a una mayor frecuencia de la comunión. De hecho, según algunas indicaciones, parece que la comunión se hizo menos corriente —y no más frecuente —en los siglos XIV y XV. El autor de la Imitación, le dedicó al Santísimo Sacramento un tratado que es clásico en la espiritualidad, indica que en esa época la comunión era frecuente más bien que cotidiana. Sabemos que a principios del siglo XVI Tomás Moro acostumbraba recibir la comunión cuando se encontraba ante problemas graves.

 

 

CAPITULO XII

LA CULTURA CRISTIANA EN OCCIDENTE