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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO DE ORIENTE

CAPITULO XXVIII

EL OCCIDENTE LATINO

 

I. EL PELAGIANISMO

Los años 410-412 señalan un cambio en la historia de la iglesia de Africa como en la vida y el pensamiento de san Agustín: en el momento mismo en que, tras el feliz resultado de la conferencia de 411 y gracias al apoyo sin reservas del brazo secular, el viejo enemigo donatista queda, al parecer, definitivamente abatido, se manifiesta una nueva herejía, el pelagianismo. Y es en Africa donde éste encuentra la primera y más radical oposición; las luchas que de aquí resulten van a absorber progresivamente la actividad de los últimos años de su gran doctor hasta la hora de su muerte (430), que coincide, ya lo hemos indicado, con la caída del Africa romana bajo los golpes de los vándalos.

La invasión de Alarico y la captura de Roma (410) sólo habían tenido para África consecuencias morales —esos angustiosos problemas que san Agustín se esforzará por resolver en su Ciudad de Dios: había visto afluir a sus costas oleadas de refugiados ricos o miserables, ansiosos por poner el mar entre ellos y los bárbaros. Entre estos personajes desplazados se encontraba un monje, Pelagio, oriundo de Gran Bretaña (el primero cronológicamente de los escritores y pensadores que ésta ha producido), pero establecido en Roma desde hacía muchos años (390­400). Allí, un poco como san Jerónimo había hecho antes, había adquirido prestigio y renombre en los ambientes eclesiásticos y entre la nobleza cristiana por su vida ejemplar, su propaganda en favor del ideal ascético, su autoridad como director de conciencias y maestro de vida espiritual.

No obstante, la originalidad de su pensamiento debía haber suscitado ya cierta sospecha, a juzgar por la reserva que sobre él manifiesta san Agustín cuando Pelagio, a su llegada, intentó entrar en contacto con él. Pero no se detuvo en Africa; en el mismo año 411 partió para Palestina, siguiendo en esto el ejemplo de otros muchos refugiados italianos. En Cartago dejaba a uno de sus discípulos más convencidos, Celestio, «cuya indiscreta propaganda provocó pronto reacciones: a finales de este ¡mismo año era conducido ante un concilio de Cartago presidido por el jefe del episcopado africano Aurelio (“condenado, pero no convencido”, partió para continuar la misma agitación en Sicilia y luego en Asia Menor), y ya san Agustín comenzaba redactar la primera de las innumerables refutaciones que había de consagrar a la herejía pelagiana —quince tratados, con un total de treinta y cinco libros, sin hablar de las cartas y los sermones.

Pelagio y Agustín eran dos caracteres totalmente opuestos. Pelagio encontraba ocasión de escándalo en las fórmulas mismas en que la pluma brillante de san Agustín sabía resumir toda una espiritualidad teocéntrica, nacida de la meditación de un convertido, de un pecador arrepentido y lleno de gratitud: “Da lo que mandas y manda lo que quieres”. Agustín, por su parte, encontraba más cosas que censurar. Se nos ha conservado el comentario de Pelagio a las cartas de san Pablo; en él manifiesta una espantosa incomprensión del sentido más obvio de aquellos mismos textos que san Agustín comentará con predilección: Pelagio minimiza con exceso el contenido de los pasajes dogmáticos, mientras exagera el de la moral, siempre can prudente y mesurada, del Apóstol. De temperamento muy poco teólogo, y menos aún místico, Pelagio aparece ante todo como un moralista; predica un ideal de perfección basado en los consejos evangélicos —“Sed irreprochables y puros, hijos de Dios sin tacha...”—, ideal riguroso hecho de renuncia que, incapaz de desarrollarse en el plano de la mística, se repliega en cierta manera sobre sí mismo y acaba en un puritanismo, de aspecto en parte neojudaico, dada su insistencia en la obediencia a la Ley divina, ¿no había incrementado el Evangelio las exigencias morales de la antigua ley? Asceta y técnico del ascetismo, consciente —quizá de­masiado consciente— de los progresos que ha logrado realizar, Pelagio insiste ante todo en la necesidad de la lucha y el esfuerzo. Teórico del perfeccionamiento moral, acaba por interesarse más por los medios que por el fin y elabora una doctrina concebida menos a partir de Dios que en función del hombre y del camino que ha de seguir; de ahí su aspecto humano, demasiado humano.

Pero aquí residía la gravedad del caso. Esta moral práctica formulaba explícitamente su propia teoría: por una paradoja, aunque sólo aparente, este rigorismo ascético se apoyaba en una teología de un optimismo abusivo. Semejante “perfeccionismo”, que llamaba al hombre a una renuncia llevada hasta el heroísmo, obligaba a insistir sobre todo en la responsabilidad, en el papel que corresponde a la libertad, a considerar como peligroso todo lo que pudiera parecer que creaba a ésta un obstáculo, que limitaba su ejercicio; de tal modo que, en último análisis, Pelagio llegaba a minimizar hasta el extremo, si no a eliminar totalmente, la noción de pecado original (que él concebía, es cierto, bajo la forma simplista y casi materialista del traducianismo, concepción que seducía aún a san Agustín, pero que éste, y la Iglesia con él, acabaría por abandonar).

De ahí su dificultad ante la práctica universalmente admitida, y quizá ya plenamente generalizada, del bautismo de los niños. Este es uno de los primeros obstáculos con que vemos tropezar a Celestio, y este argumento litúrgico será hasta el final, en manos de san Agustín, el arma decisiva que opondrá a los pelagianos. Estos vaciaban igualmente de su contenido específico palabras como “elección, predestinación” (que reducían a la previsión de los méritos), e incluso la misma gracia. Cuando, bajo la presión de sus adversarios, Pelagio consiente en reintroducir este término tan esencial a la tradición cristiana, lo hará dándole un sentido totalmente nuevo y muy particular: para él, la primera y la más grande de todas las gracias es la misma naturaleza, y más concretamente el atributo espléndido que le ha conferido el Creador, es decir, la libertad, ese libre albedrío cuya grandeza no se cansa de ponderar. Gracias a él, si nos esforzamos por emplearlo de la mejor manera posible, el hombre dispone de la posibilidad de practicar la virtud, de llegar a la santidad y, al menos a título de ideal, de no conocer el pecado.

Esto era alejarse singularmente de san Pablo. ¿No se mutilaba así, hasta hacerla irreconocible, la enseñanza tradicional de la Iglesia? ¿No era esto debilitar, si no vaciar totalmente, el escándalo, el misterio de la Cruz? Más que a un redentor, Pelagio mostraba en Cristo al autor de una enseñanza, un modelo propuesto a nuestra imitación; su doctrina se mantenía sin duda en un contexto religioso y cristiano: las nociones de creación, de fin último desempeñan en él un papel esencial; insiste en el juicio, en las recompensas prometidas; pero, según él la concibe, ¿no resulta la santidad singularmente cercana al ideal del sabio estoico? En todo caso existen coincidencias curiosas, debidas a la lógica misma, entre los dos sistemas, ambos sólidamente estructurados: la idea, por ejemplo, de que no hay faltas ligeras, que toda transgresión, por mínima que sea, a la ley moral es de una gravedad extrema...

En estas condiciones puede comprenderse el escándalo que sufrieron san Agustín y sus colegas del episcopado de África cuando supieron que en diciembre de 415 Pelagio había logrado hacer proclamar su inocencia a un concilio provincial de Palestina reunido en Dióspolis: había sabido aprovechar la incompetencia de los ambientes orientales, tan extraños a estos problemas totalmente nuevos para ellos, las prevenciones que allí se manifestaban frente a adversarios latinos que encontraba, san Jerónimo, un joven presbítero español, Orosio, discípulo de san Agustín y recientemente llegado de África; había utilizado también, es preciso hacerlo constar, cierta duplicidad y restricción mental en sus denegaciones. ..

San Agustín toma inmediatamente la pluma; concilios provinciales en Cartago y Mileve (verano de 416) renuevan la condenación formulada cinco años antes, comunican los hechos al papa Inocencio, que ratifica su decisión, aunque dejando abierta la puerta al arrepentimiento de los culpables. Aprovechando hábilmente la oportunidad que le brinda el cambio de pontificado que tiene lugar poco después (marzo 417), Celestio vuelve a Roma y obtiene del nuevo papa Zósimo su rehabilitación, al menos provisional, así como la de Pelagio, y una nueva instrucción de su proceso.

Los africanos, con la nerviosa inquietud que puede suponerse, multiplican sus gestiones, recurren insistentes al papa, a los obispos italianos, a los ambientes de la corte imperial de Rávena; sus esfuerzos se ven coronados de éxito: un concilio plenario de toda el África reitera solemnemente la condena de los pelagianos (mayo 418); al mismo tiempo, el emperador Honorio había decidido ejercer contra ellos todo el rigor reservado a la herejía, y finalmente el papa Zósimo, mejor informado, se rehacía de sus primeras vacilaciones y reprobaba solemnemente los errores de Pelagio y su grupo. La misma actitud será mantenida en los años siguientes por el poder imperial y los sucesores de Zósimo, los papas Bonifacio (418-422) y Celestino (422). La fase propiamente doctrinal del problema pelagiano quedaba cerrada.

Pero la crisis no había terminado. Pelagio se suicida, Celestio es desterrado a Oriente, pero el pelagianismo conserva amistades tenaces, especialmente entre el episcopado italiano. En primera fila figura el joven obispo de Eclano, en Campania, Julián; espíritu combativo, dialéctico terrible, se hace cargo ahora de la defensa de la herejía condenada, contraataca con saña, resiste obstinadamente al mismo san Agustín. Durante doce años los vemos intercambiar acusaciones y defensas, réplicas y contrarréplicas. La muerte sorprende a san Agustín ocupado en refutar minuciosamente, frase por frase, en su Opus imperfectum, los VIII libros ad Florum de Julián.

Expulsado a su vez de Italia, Julián de Eclano busca primero asilo en Cilicia, a la sombra de Teodoro de Mopsuestia; en 429 lo encontramos en Constantinopla, acompañado de Celestio y de Floro, solicitando la protección de Nestorio, gestión que se revela pronto imprudente: el pelagianismo será solemnemente condenado, tras la herejía de Nestorio, en una última sesión del concilio de Efeso (431). La sacudida que produce Pelagio había llegado también al otro extremo del mundo romano, a Gran Bretaña; en este mismo año 429 una misión dirigida por san Germán de Auxerre marchará a restablecer allí la ortodoxia. En la misma Italia vemos al pelagianismo manifestarse por primera vez abiertamente en 439, cuando Julián de Eclano intenta en vano hacerse readmitir por el papa Sixto III; el grupo pelagiano pudo subsistir aún bastante tiempo, pero en la clandestinidad: como ha sucedido con frecuencia cuando las herejías fueron sofocadas, los escritos de Pelagio y Julián circularon bajo la máscara de atribuciones usurpadas, bajo el nombre de un papa Sixto, de san Jerónimo, e incluso —curiosa paradoja— de san Agustín.

La polémica es la nota característica de los tratados escritos por Julián de Eclano en esta segunda fase; no se trata de establecer o ilustrar la doctrina pelagiana con argumentos nuevos (Julián se obstina en una monótona exaltación de la bondad del Creador y de los privilegios concedidos por él a la criatura), sino más bien de responder a los ataques de que es objeto por parte de san Agustín. Para esto todos los argumentos son buenos; más que como teólogo, Julián se comporta como abogado y buen alumno de los retóricos.

De una prolijidad agobiante que discute palmo a palmo, hábil para devolver la acusación, no vacila en recurrir a argumentos ad hominem, rebuscando en el pasado y en los escritos anteriores de su adversario. ¿No había consagrado anteriormente san Agustín tres libros a la gloria del libro albedrío? ¿No confiesa en sus Confesiones, entre otros delitos, haber sido maniqueo durante más de nueve años ? En realidad, sigue siendo maniqueo! Así se explica su obsesión por el pecado, la corrupción, la concupiscencia...

Esto era, según la escuela enseñaba, excelente táctica de guerra. Otra arma sacada del arsenal retórico: deducir lógicamente, partiendo de las proposiciones del adversario, consecuencias extremas, y si era posible, absurdas. El pecado original contraído al nacer, ¿no implica una condenación del matrimonio cristiano? Admitir la necesidad absoluta, universal del bautismo, ¿no es afirmar la condenación eterna de innumerables niños sin pecado personal, de la inmensa masa de infieles también que padecen una ignorancia invencible? Si se admite la predestinación, el pequeño número de los elegidos, ¿dónde quedan la bondad de Dios, su justicia, la eficacia del sacrificio redentor? Y no hay que olvidar que está escrito: “Dios quiere salvar a todos los hombres” (2 Tim. 2, 4).

El interés de semejantes argucias sería mínimo si no constituyesen el primer eslabón de una reacción en cadena cuyos episodios se sucederán durante varias generaciones; las disputas cristológicas nos han ofrecido ya en Oriente, de Apolinar a Eutiques, un primer ejemplo de esta dialéctica:

1. San Agustín, perfecto heredero también de la retórica clásica, se sintió obligado a aceptar el combate que le presentaba Julián, a no dejar ningún argumento sin respuesta, lo cual le llevaba a reforzar incesantemente su propia posición. A menudo esto le dio ocasión de aportar a su doctrina complementos de una importancia decisiva y de una gran riqueza. Así, en torno a la noción de libertad, vino a colocar por encima de la libertad de indiferencia la libertas non peccandi, la capacidad de no pecar, por medio de la cual el hombre redimido participa de la verdadera libertad, la que Dios posee por naturaleza —concepción audaz con la que resuelve, trascendiéndola, la oposición entre gracia y libre albedrío.

No cabe duda, sin embargo, de que con demasiada frecuencia el anciano obispo de Hipona, reducido a una posición defensiva, se vio obligado, ante el acoso de su implacable adversario, a extremar su defensa, a endurecer su pensamiento, a utilizar fórmulas que sobrepasaban quizá su convicción profunda y ciertamente, la fe auténtica profesada por la Iglesia. Si ésta no ha cesado de venerar en él al Doctor de la Gracia, también es cierto que siempre se mantuvo al margen de ciertas exageraciones contenidas en sus tratados antipelagianos; que había en ello al menos la posibilidad de un peligro, lo demuestra el error en que cayeron muchos de sus lectores, de Gottschalk a Jansenio, pasando por Wiclef, Lutero y Bayo.

2. Pronto surgió la reacción. Es significativo que ésta viniera de los ambientes monásticos, de profesionales de la ascesis, fácilmente turbados por toda doctrina que, en su opinión, podía ocasionar un relajamiento o una tibieza de espíritu. Fue en la Galia del Sur donde la reacción tuvo más resonancia; ya en la misma Africa san Agustín había debido calmar las inquietudes que la posición por él adoptada había suscitado entre los monjes de Hadrumeto (hoy Sousse, Túnez); los dos tratados que compuso con esta ocasión (427) agravaron, en lugar de calmarla, la oposición que aparecería igualmente entre los monjes agrupados en Marsella en torno a Juan Casiano, entre los de Lérins y entre los obispos de Provenza, salidos de este ambiente o que gravitaban en su órbita.

Juan Casiano, que precisamente se hallaba entonces (428) ocupado en redactar la segunda serie de sus conferencias con los Padres del yermo —serie que dedicaría a dos monjes de Lérins, Honorato y Euquerio, futuros obispos de Arles y de Lyon—, formuló sus contraproposiciones sobre el problema discutido de la gracia y el libre albedrío, poniéndolas, en su Colatio XIX, en labios del abad Chérémon de Panephysis, en el Delta de Egipto. Bajo el ropaje de esta creación literaria, en realidad es san Agustín el objeto de discusión.

Sin embargo, Casiano no se contentó con oponerle la doctrina tradicional de los ambientes orientales en que él había sido formado —Dios y el hombre, gracia y libre albedrío, cooperando de manera íntima, y para nosotros misteriosa, en la obra de la salvación; como san Agustín, se dejó llevar al terreno delimitado por Pelagio y encerrar en esta nueva problemática que va a caracterizar la especulación occidental. También él se afana por escudriñar el misterio de la salvación personal y se instala en el corazón de la experiencia psicológica.

Con él, la dificultad central viene a ser la del “comienzo de la buena voluntad”, initium bonae voluntatis. Sus explicaciones a este respecto resultan bastante confusas. Sucesivamente parece que este primer paso es atribuido a Dios o al hombre mismo, pero en este caso, puesto que la gracia no puede dejar de recompensar, reforzar, desarrollar este primer gesto, ¿no se quita así a Dios, en última instancia, todo el mérito de la salvación para atribuírselo al hombre? Este es el punto que define la herejía que se suele llamar semipelagianismo, término cuyo empleo se generalizó en el siglo XVII y que de suyo es muy poco afortunado: inútilmente peyorativo, hace suponer una unión directa con Pelagio cuando en realidad se trata de un antiagustinismo.

3. Lo cierto es que en todo esto había motivo para indignar a los fieles partidarios del gran Doctor africano, que no le faltaban. Uno de ellos, el más entusiasta, el más intransigente, se encontraba en el corazón de la plaza enemiga, en la misma Marsella: era Próspero de Aquitania, un simple laico, sin duda monje. De 428-9 a 434-5 se consagrará sin reservas a defender al que él llamaba “su admirable, su incomparable maestro”; se apresura a comunicarle la oposición que se fragua contra él, se encarga personalmente de responder, en prosa, en verso; llama al orden al “conferenciante”, truena contra los que niegan la gracia, aquellos ingratos, refuta punto por punto las objeciones que surgen en Genova, en Lérins, en otras partes; acude a Roma con la esperanza de conseguir el apoyo decisivo de la sede apostólica (431). En realidad sólo consigue del papa Celestino una declaración concebida en términos mesurados, de una prudencia totalmente romana, en forma de carta dirigida a los obispos galos que asocia a un magnífico elogio de san Agustín, considerado como uno de los Doctores más seguros, un llamamiento a la paz y una reprobación no disimulada contra los innovadores que ponen en duda la fe tradicional; pero ¿quiénes eran entonces los innovadores, sino los agustinianos, llevados por la controversia a precisar cada vez más el rigor de su sistema?

4. Su apología apasionada no carecería de cierto endurecimiento suplementario de la posición asumida en sus últimos tratados por san Agustín, posición de suyo ya un poco excesiva. De ahí una reticencia cada vez más fuerte por parte de la oposición, a los ojos de la cual esta actitud aparecía como una herejía cualificada —el predestinacionismo—. Bastaba, en efecto, partiendo del énfasis con que insistía san Agustín en el misterio de la elección y la importancia de la perseverancia final, pasar aquí al límite y acusar a sus partidarios de afirmar, por ejemplo: los que no son del número de los predestinados en vano multiplicarán esfuerzos y buenas obras, pues Dios les retirará voluntariamente su gracia de manera que así se vean impedidos de perseverar en el bien —sin hablar de otras abominaciones del mismo género.

Fácilmente se comprende que sólo dentro de una perfecta buena fe pudo mantenerse la oposición al agustinismo y adquirir auge especialmente en Lérins y en todo el sudeste de la Galia, que era la zona de influencia de este monasterio. Podemos medir el progreso de esta reacción unos cuarenta años más tarde en la persona de Fausto de Riez, nombrado obispo de esta pequeña ciudad provenzal (entre 455 y 462) después de haber sido durante mucho tiempo monje y luego abad de Lérins. Hacia 473-475 le vemos chocar con un agustiniano de estricta observancia, el presbítero Lúcido, acusarlo inmediatamente de predestinacionismo, convencerlo, refutarlo y hacer condenar la llamada “herejía” en concilios celebrados sucesivamente en Arles y Lyon.

Muerto en medio de una veneración general, después de haber vivido en estrecha amistad con lo más representativo del episcopado galo-romano, Fausto ofrecía, no obstante, puntos flacos a la crítica. Se ha de tener en cuenta, ciertamente, el descenso progresivo del nivel cultural en Occidente cada vez más barbarizado (la misma Provenza cae en poder de los visigodos en 477 y Fausto es desterrado en seguida por el rey Eurico); por otra parte, Lérins, escuela de ascetismo, no era ciertamente un centro de estudios. Encontramos en Fausto una especie de fundamentalismo ingenuo que explica, por ejemplo, su concepción de un alma material (¿no la asimila la Escritura a la sangre?) Esta carencia de base sólida explica sin duda el hecho de que Fausto simplificase un poco su teología, lo cual era muy peligroso en un problema tan delicado como el de las relaciones entre la naturaleza y la gracia. Quizá sin darse plenamente cuenta del alcance de sus afirmaciones, acaba también exaltando los magníficos dones concedidos por el Creador al hombre hecho a su imagen y semejanza: el libre albedrío, esa “gracia primera”, la ley natural, la salvación de los gentiles. ¿No atestigua la misma Escritura la posibilidad de esta salvación en algunos casos, raros, es cierto, pero luminosos? ¿No era esto deslizarse hacia un semipelagianismo o a un neo-pelagianismo quizá?

5. Muy pronto, probablemente hacia 496, vemos a Roma inquietarse por este nuevo peligro: el papa Gelasio exige al obispo Honorato y al presbítero Gennadio de Marsella que precisen su profesión de fe. Algunos años más tarde, hacia 519, el antipredestinacionismo de los provenzales aparece atacado en Constantinopla por los monjes escitas, que ya nos son conocidos por la crisis monofisita; criticado por los obispos africanos —como tales, discípulos fieles, aunque no siempre quizá demasiado competentes, de san Agustín—, relegados en Cerdeña por la persecución vándala; refutado por el más calificado de ellos, Fulgencio de Ruspe.

Dentro de Provenza, el restablecimiento de la ortodoxia, que se hace necesario, pasa, a comienzos del siglo vi, a manos del gran obispo Cesáreo de Arles. También san Cesáreo había vivido en Lérins y estaba familiarizado con la obra de Fausto, pero más aún con la de san Agustín, su maestro y modelo como pastor y predicador. En 529, bajo la inspiración y la dirección de Cesáreo, el segundo concilio de Orange condenó oficialmente la citada tendencia al semipelagianismo en términos de un agustinismo relativamente reservado; sus cánones, cuya redacción había sido cuidadosamente pensada, gozaron posteriormente de una gran autoridad, y a ellos se recurrió particularmente, frente al paulinismo a ultranza de los luteranos, en el concilio de Trento.

2. LA SACUDIDA DE LAS INVASIONES BARBARAS

El Cristianismo en Italia

 

Mientras se desarrollaban estas largas controversias, había tenido lugar la gran mutación histórica de la que debía salir el Occidente medieval y moderno. El Imperio romano iba a ceder su lugar a un conjunto de reinos instalados por los conquistadores germánicos; pero, además, esta gran migración de pueblos, Volkerwanderung, había ocasionado profundas transformaciones políticas y sociales que establecían las condiciones de aparición de los pueblos de la Europa de hoy. Todo esto no se había realizado sin muchos dolores, calamidades y ruinas: los campos asolados, despoblados, colonizados de nuevo por los invasores, las ciudades conquistadas repetidas veces; para mencionar sólo las capitales, Tréveris había sido tomada y saqueada cuatro veces entre 405 y 440 antes de caer definitivamente en poder de los francos hacia 464-5; Sirmio, por su parte, cambió siete veces de dueño entre 427 —cuando el Occidente, definitivamente aislado de esta región lejana, la cede al emperador de Constantinopla— y su destrucción por los ávaros en 582. No es necesario ningún esfuerzo para imaginar las desastrosas consecuencias de semejantes catástrofes para la vida religiosa; no obstante, conviene distinguir regiones y casos:

1. En las zonas marginales del Imperio, donde el cristianismo se hallaba quizá menos sólidamente implantado, pero sobre todo porque los estragos de las invasiones habían sido allí mayores, asistimos a un retroceso momentáneo o a un desvanecimiento casi total de la Iglesia. Ciertamente, una minuciosa investigación arqueológica ha permitido descubrir algunas supervivencias del cristianismo en estas regiones barbarizadas, pero se trata de restos mínimos, casi imperceptibles: unas leves brasas ocultas bajo la ceniza.

Tal es el caso de la antigua Panonia, la llanura entre el Danubio y el Drave, ese crisol donde tantos elementos vendrían a fundirse antes de ver surgir, en el siglo X, la nación húngara. Tal es el caso también, más al Oeste, al sur del Danubio y a caballo sobre el Rhin, de las antiguas provincias de Nórico y Rhetia, colonizados finalmente por los bávaros y los alamanes. Todos estos países no volverán a ser cristianos sino después de un nuevo esfuerzo de evangelización, que producirá sus frutos sobre todo a partir del siglo VII. El mismo fenómeno observamos en las riberas del Mar del Norte, en la llanura flamenca, a decir verdad, apenas rozada hasta entonces por la propaganda cristiana, y en Gran Bretaña, donde, en el suelo de lo que va a ser Inglaterra, los celtas, más o menos romanizados, pero ya en gran parte cristianizados, retroceden o son pro­gresivamente absorbidos por las oleadas de invasores anglosajones.

Un documento excepcional, la Vida de san Severino, escrita en 511 por su discípulo Eugipio, nos permite entrever cómo se desarrollaron los hechos a lo largo del Danubio, entre Ratisbona o Passau y Viena, durante los años 453-488. El libro nos presenta un cuadro impresionante de la inseguridad de esta región fronteriza, de la vida difícil que llevaba la población romana y cristiana establecida en la orilla derecha del río; más o menos bien, hubiera sido posible acomodarse a la poco grata vecindad de los bárbaros —entonces eran los rugos, germanos orientales que habían sido arrastrados entre las hordas de Atila, estableciéndose en esta región tras el ocaso de este efímero imperio—, si el mundo germánico hubiera mostrado una mayor estabilidad.

Apenas se logra encontrar frente a ellos un modus vivendi, una especie de protectorado, aparecen otros enemigos: los alamanes establecidos en Rhetia que, empujados a su vez por los turingios, intentan avanzar hacia el Este, al otro lado del Isar, y luego del Inn. Los romanos se repliegan, evacúan una tras otra sus ciudades o aldeas y se acogen al abrigo de sus protectores. Pero éstos, por su parte, atraviesan horas sombrías: disensiones dinásticas, fracaso de un intento de expansión hacia el Sur.

Italia se halla entonces en manos de un condotiero germánico. Odoacro —el que pone fin, en 476, a la ficción de un Imperio romano de Occidente—; reacciona con energía, prácticamente aniquila a los rugos; y para acabar ordena el traslado masivo de la población romana, que se refugia en Italia, llevando consigo todos sus bienes. Entre los más preciosos que poseían, los monjes del convento construido por san Severino no podían dejar de recoger las reliquias de su santo fundador; acabarán por establecerse a las puertas de Nápoles.

Y no se trata de un hecho aislado. Durante los siglos V y VII vemos multiplicarse traslados semejantes, símbolos expresivos de la desolación en que queda el Ilírico cristiano, de la despoblación, al menos parcial, de la región, de la desorganización, preludio de la desaparición, de sus iglesias. Así, en 412-3, Sirmio deja partir para Tesalónica las reliquias de san Demetrio, en 453-8 las de santa Anastasia para Constantinopla; de Sirmio también, o de sus cercanías, llegaron a Aquilea los restos de san Hermógenes (o Hermágoras) y sus compañeros; a Roma, los de san, Pollión de Cibalae, Roma acogerá también a los Cuatro Coronados venidos de la región de Pecs, a san Quirino de Savaria, en la Panonia meridional. El éxodo continuará: cuando la marca bárbara alcance o amenace la costa dálmata (la metrópoli Salona es destruida por los ávaros hacia 614, sus habitantes se refugian en las islas o tras los muros del cercano palacio de Diocleciano en Espalato), el papa Juan IV (640-642) hace trasladar a Roma, para instalarlas en el bello oratorio de San Venancio en Letrán, las reliquias de los mártires de Salona, así como las de san Mauro de Parenzo en Istria.

2. La situación es diferente en los países situados en retaguardia con relación a la zona anterior: la Carintia, por ejemplo, la ribera izquierda del Rhin, la parte Nordeste de la Galia (entre el límite Norte de la Valonia actual y el Sena), una parte de la Normandía, la Bretaña. Aquí los estragos de la invasión, la implantación de una población nueva, germánica o celta (es entonces cuando la Armórica se convierte en la Bretaña por la afluencia de refugiados insulares), pudieron ciertamente desorganizar la vida de la Iglesia durante un tiempo más o menos largo; un testimonio fidedigno de este caos tenemos en las lagunas que presentan muchas listas episcopales hasta bastante avanzado el siglo VI. Pero difícil, debilitada quizá, la vida cristiana no llegó a interrumpirse: en numerosos puntos —en Estrasburgo, Tréveris o Maguncia, como en Xanten— la arqueología nos permite comprobar esta comunidad haciéndonos ver que los mismos sitios, iglesias y cementerios, no cesaron de estar en uso, desde la época romana hasta los carolingios, durante todo el período franco. Aunque notablemente despobladas, las ciudades sobrevivieron, y con ellas algunos islotes de romanidad, algunos núcleos de población capaz de mantener las tradiciones de la época imperial —y el cristianismo en particular, como la más preciosa de todas. Esta supervivencia en un contexto histórico tan difícil pone de manifiesto la solidez de los resultados obtenidos por el esfuerzo de evangelización del siglo IV.

Por otra parte, es preciso subrayar, porque el hecho fue rico en consecuencias para el porvenir, el papel de primer plano desempeñado por los hombres de la Iglesia durante todo el agitado período de las invasiones. Cuando el Imperio romano se debilitaba y se desmoronaba piedra a piedra —y con él la mayor parte de las instituciones en que se apoyaba la civilización antigua—, sólo, o casi sólo, se mantuvo la Iglesia, y poco a poco el pueblo cristiano se habituó a apoyarse en ella, a contar con ella para sobrevivir.

Altamente significativo resulta el complejo papel que asigna a su héroe la citada biografía de san Severino: el prestigio que debe a su personalidad espiritual, a sus hazañas de taumaturgo, hace de él el animador, el jefe indiscutido de los romanos del Nórico. La ausencia de Coda autoridad de orden temporal hace que este papel rebase pronto el dominio propiamente religioso; sin duda trabaja por consolidar la fe, la piedad, predica la caridad, fomenta el monacato —pero se ve obligado también a hacer reinar el orden y la disciplina, e incluso a tomar la dirección de operaciones de policía, y con más frecuencia aún a negociar con los jefes bárbaros, sensibles también, a pesar de ser paganos o herejes, a su ascendiente.

El caso de san Severino sólo tiene de excepcional su calidad de monje, es decir, de simple laico; pero tampoco en esto carece de paralelos: santa Genoveva de París, por ejemplo (422-502). El complejo papel que hemos visto desempeñar a este monje fue normalmente asumido por los obispos casi en todas partes: una y otra vez los vemos organizar la resistencia, enfrentarse y dialogar con el invasor —así, con ocasión de las incursiones de Atila en la Galia (451) e Italia (452), san Aignan en Orleans, san Lobo en Troyes, el mismo papa san León Magno

Paradójicamente, el hombre de Dios se hace caudillo guerrero: si hemos de dar fe a la biografía de san Germán de Auxerre —la figura más saliente del episcopado galo en la primera mitad del siglo V (418­448)—, durante su misión antipelagiana en Gran Bretaña, san Germán se puso a la cabeza de los bretones, amenazados por una incursión conjunta de sajones y celtas venidos de Escocia; y obtuvo un éxito, tanto por la habilidad de sus medidas estratégicas como por el entusiasmo religioso que supo inspirar a sus tropas (batalla del Aleluya, Pascua de 429?).

Más tarde, cuando los bárbaros han conseguido la victoria y se han disipado los primeros rencores, los obispos vuelven a realizar su misión de intercesores y desempeñan ante los reyes germánicos que dominan ahora en su país el mismo papel de protectores del Derecho y de defensores del pueblo que les habíamos visto desempeñar durante el siglo IV frente a los rigores de la administración imperial.

3. Lo anteriormente dicho es verdad también para otras regiones del Occidente, donde los trastornos se revelan menos importantes, las invasiones menos complejas y, por tanto, menos desastrosas, las transformaciones demográficas menos radicales, los mismos bárbaros más disciplinados, de modo que la civilización romana pudo prolongar durante generaciones una vida decadente sin duda, pero tenaz. Las ciudades subsisten, con un mínimo de instituciones municipales; subsisten también un cierto número de familias aristocráticas que conservan su estilo de vida del Bajo Imperio, con la tradición de cultura asociada a su ambiente —y sobre todo cl cristianismo, convertido en parte integrante de esa herencia romana.

Tal es el caso de Italia (y de Provenza, que comparte durante mucho tiempo su destino), donde el régimen imperial se mantiene hasta 476 y cuya herencia acogen respetuosamente sus conquistadores ostrogodos (489-493). Su rey, el gran Teodorico (f. 526), se había educado en Cons­tantinopla como rehén y había recibido del emperador altas dignidades; su pueblo había estado en contacto con el mundo romano (aunque estos contactos fueran a menudo belicosos) durante su permanencia en las provincias danubianas donde habían sido instalados, teóricamente en calidad de aliados, a partir de 455.

Un proceso semejante, pero anterior (se sitúa en los años 380-400), había igualmente civilizado a los visigodos, que, tras devastar Italia, establecieron su dominio sobre la Galia del Sur (413-8-507) y después España, donde penetraron a partir de 456, conquistándola primero en nombre del Imperio y pronto por cuenta propia, y cambiando Tolosa por Barcelona y luego por Toledo como capital.

 

El Cristianismo en España

 

Un hecho análogo explica la relativa suavidad del dominio ejercido por los borgoñones: antes de instalarse en Sapaudia (443) y de extenderse en torno a Ginebra y Lyon, habían estado acantonados desde 407 a orillas del Rhin en la región de Maguncia y Worms. Finalmente, los vándalos dejan, sin duda, escapar toda la parte occidental del Africa romana, desde Cirta (Constantina) hasta el Atlántico, región que vuelve a su barbarie original, lo cual no quiere decir que haya desaparecido totalmente el cristianismo; algunos documentos epigráficos nos permiten constatar su conservación hasta el momento de la invasión árabe; pero se trata, en esta “Africa olvidada”, de una supervivencia cristiana crepuscular, como la de las regiones menos favorecidas que considerábamos al principio. Por el contrario, en el país donde a partir de 442 se consolida su dominio, y que corresponde a las regiones más romanizadas, los vándalos respetan la civilización, se romanizan, a su vez, poco a poco y hacen reinar un orden no demasiado indigno del pasado imperial.

Semejante situación, sin embargo, no constituía un beneficio total para la Iglesia. En la medida en que los germanos habían entrado en la órbita cultural del mundo romano, el cristianismo había penetrado en ellos; todos estos pueblos, en efecto, exceptuados los francos y los últimos llegados a los países del Danubio (como sucede con una parte de los lombardos), eran ya cristianos en el momento en que tomaron posesión de los países latinos. Pero, como se sabe, su cristianismo era el que habían recibido de Wulfila, es decir, el arrianismo, en el sentido definido por los concilios de Rímini y Seleucia al final del reinado del emperador Constancio. Esta fe, profesada con sinceridad y ardor, sería causa de no pocas dificultades entre los nuevos señores y las poblaciones católicas caídas ahora bajo su poder.

Es en Africa donde el choque resultó más violento; se pudo hablar a este respecto de “lucha implacable”. Lo que estaba en litigio no era sólo la religión: el reino vándalo estuvo en lucha casi constante con el Imperio (Genserico se apodera de Roma el 2 de junio de 455 y la saquea, a pesar de las súplicas del papa san León, que tuvo con él menos suerte que con Atila); a los ojos de sus dominadores arrianos, los católicos podían ser sospechosos de pactar con el enemigo, y de hecho, viéndose perseguidos, lo llamaron en su ayuda. Hombres de Estado capaces de elaborar una conducta coherente y reflexiva, Genserico (428-477), su hijo y sucesor Hunerico, el cuarto rey vándalo Trasamundo intentaron conscientemente aplicar en sus dominios la misma política de unidad religiosa, garantía de la unidad nacional, que hemos visto adoptada por los emperadores cristianos. Arrianos convencidos, procuraron atraer su pueblo al arrianismo; de ahí las persecuciones enconadas durante largos años con algunos períodos de calma, en particular en el reinado del tercer rey, Gundamundo (485-496). Persecuciones, por otra parte, muy hábilmente dirigidas, que iban acompañadas de una campaña de conversión, de presión moral; se hacen esfuerzos por paralizar el catolicismo, confiscando sus iglesias, desterrando a los obispos, impidiendo el nombramiento de otros; uno de los primeros gestos de Genserico al día siguiente de la toma de Cartago (439) fue expulsar al obispo Quodvultdeus: la sede de la capital permanecerá veinticuatro horas sin titular (456-7-480-1).

Pero esta política debía al fin fracasar y aumentar, en vez de disminuir, la hostilidad de los católicos frente a los vándalos; la actitud tolerante del penúltimo rey, Hilderico, no logró hacer olvidar las vejaciones sufridas en tiempo de sus predecesores, y las tropas bizantinas, enviadas a Africa al mando de Belisario por el emperador Justiniano, serán acogidas como libertadoras (533).

Los obispos habían dirigido o sostenido, como mejor pudieron, la resistencia del pueblo católico a lo largo de este difícil período; un lugar preferente entre estos teólogos v polemistas ocupa Fulgencio, obispo de Ruspe (f. 523). Su actividad desborda el marco de África: durante sus largos años de destierro (702-517, 517-523), establecido en Cagliari, Cerdeña, funda un monasterio (había sido monje antes de ser obispo), desarrolla una intensa actividad pastoral, mantiene contacto con los monjes escitas, interviene como hemos visto en la polémica semipelagiana, manteniendo con todas sus energías la más severa tradición agustiniana. Y no se trata de un caso aislado; conocemos otros desterrados o refugiados, obispos o monjes, que fecundaron igualmente el país que los acogió, Campania, Provenza, España. Indudablemente es éste un honor de la iglesia de África, pero semejante éxodo, añadido a los efectos de la persecución y del retorno a la barbarie, contribuyeron también a su debilitamiento; Justiniano y sus sucesores encontrarán allí una cristiandad pobre que deberán esforzarse por reanimar.

En el resto del Occidente el arrianismo de los germanos no creó problemas tan graves. El choque fue allí menos brutal, quizá por el hecho de que, desde generaciones, el pueblo estaba acostumbrado a ver bárbaros servir como mercenarios en el ejército imperial, para acabar por constituir lo esencial en él; otros habían sido acantonados en los campos, instalados y provistos de tierras en virtud del contrato, o de la ficción, que hacía de ellos “aliados”, foederati. De esta manera se reguló la transición entre los dos regímenes: durante mucho tiempo los germanos fueron considerados un poco como un ejército extranjero de ocupación, superpuesto a los provincianos latinos o romanizados. Estos dos elementos de la población estaban separados por una serie de barreras: lengua, costumbres (el vestido, la alimentación...), derecho (no se aplicaban las mismas leyes a los romanos y a los bárbaros en el interior de un mismo reino) y hará falta mucho tiempo para que estos elementos se fundan y hagan nacer los pueblos de la Europa moderna. La diferencia de confesión, sin duda vivamente sentida, sólo constituía un obstáculo más para esta fusión.

Ciertamente hubo fricciones, por ejemplo, entre los visigodos de Aquitania o de España. La conducta de su rey Eurico (466-484) frente a los católicos recuerda en ciertos aspectos la de sus colegas vándalos: apenas se apodera de una nueva provincia, destierra a las figuras salientes del episcopado; la suerte que corrió Fausto de Riez tras la anexión de Provenza (477), había sido la de Simplicio de Bourges y de Sidonio Apolinar, obispo de Clermont, tras la conquista de Auvernia (475). Parece que se opuso también a la sustitución de los obispos depuestos, lo cual, a la larga, habría amenazado a la Iglesia de extinción como en el caso de África.

El interés político explica suficientemente estos rigores: los obispos habían sido a menudo el alma de la resistencia; algunos pertenecían a las grandes familias aristocráticas estrechamente vinculadas al Imperio; tal es el caso de Sidonio Apolinar. Tanto en el reino de Tolosa como en el de Toledo se debe hablar de malestar, de dificultades momentáneas más que de persecución.

La mayoría de los reyes visigodos se mostraron tolerantes con sus súbditos católicos: Amalarico, por ejemplo, autoriza la reunión de un concilio general (Toledo, 527). La única crisis notable se produce tardíamente, en el reinado de Leovigildo (567-586): su hijo mayor Hermenegildo, establecido como regente en Andalucía, se convierte al catolicismo por influencia de su mujer, una princesa franca, y del gran obispo Leandro de Sevilla; se revela contra su padre y es pronto vencido y ejecutado. Esto da lugar, naturalmente, a una reacción arriana; un concilio de obispos arrianos (580) se esfuerza, no sin habilidad, pero sin gran éxito, por conseguir la adhesión del episcopado católico.

Pero poco después de subir al poder (587), el segundo hijo y sucesor de Leovigildo, Recaredo, se convierte también y con él buena parte de los grandes y de los obispos godos. Sin duda el arrianismo no desaparece de golpe; en tiempo de Viterico (603-610) realizará un intento de recuperación, pero está ya herido de muerte. El concilio III de Toledo, reunido solemnemente en 589, inaugura un nuevo período de la historia del reino visigodo caracterizado por una colaboración estrecha y de tipo ya medieval entre el Estado y la Iglesia, que se manifiesta en particular con ocasión de los grandes concilios nacionales: de 633 a 702 se reunirán otros quince nuevos concilios en la metrópoli, política y eclesiástica a la vez, de Toledo.

Entre tanto, había vuelto también a la unidad con la Iglesia católica el pueblo de los suevos, entrados en España con los vándalos y rechazados por los visigodos a la parte Noroeste de la Península Ibérica; paganos a su llegada, parece que tuvieron un primer rey católico, Rechiario (448-457), pero habían pasado luego al arrianismo. Su conversión definitiva tenía lugar hacia 556, en el reinado de Charriarico, en particular gracias a la acción eficaz de un gran apóstol, san Martín de Braga, establecido en Galicia primero como monje, luego como obispo de Dumio (556) y finalmente como metropolitano de Braga (570-1-579). El reino suevo fue anexionado al Estado visigodo en 585.

La misma actitud tolerante observamos en la Galia por parte de los borgoñones. También ellos quizá se habían acercado al catolicismo durante su primer establecimiento a orillas del Rhin, pero cuando en la segunda mitad del siglo V los encontramos instalados en la región del Ródano habían pasado al arrianismo. Los obispos del país, entre los que destaca san Avito de Vienne (494-518), influyeron poderosamente en la familia real: en tiempo de Gondebaud (f. 516) varias princesas son ya católicas, su hijo y sucesor Segismundo acaba también por convertirse. Su muerte trágica, a manos de sus adversarios francos (523), hirió la sen­sibilidad popular que veneró como el de un mártir el recuerdo de un rey, piadoso ciertamente, pero violento y cruel como todos estos reyes bárbaros : hubo de expiar el asesinato de su propio hijo.

Sobrina del rey Gondebaud es santa Clotilde, esposa del rey de los francos, Clodoveo; por influjo de ésta y del obispo san Remigio de Reims, Clodoveo pidió y recibió el bautismo, seguido, como siempre, por una buena parte de sus nobles y su pueblo (en torno al año 500). Pasados directamente del paganismo al catolicismo, los francos y su dinastía se consideraron por ello llamados a lograr la adhesión a su fe de sus súbditos iban a conquistar progresivamente: Aquitania arrebatada a los visigodos en 507, el reino borgoñón en 532-4, Provenza a los ostrogodos en 536.

En Italia, finalmente, la presencia de elementos germánicos, fuese a título de mercenarios, invasores o protectores, no alteró gravemente la situación religiosa. Mientras dura el Imperio, sigue fiel a su política tradicional : el catolicismo religión del Estado.

Las iglesias italianas no se vieron molestadas después de 476, en el reinado de Odoacro, y luego, a partir de 489-493, durante el dominio de los ostrogodos. Un aspecto significativo del sabio gobierno de su gran rey Teodorico (f. 526) lo constituyen su tolerancia frente a los católicos, sus relaciones respetuosas con el papado. El conflicto que enfrentaba desde 484 a la iglesia bizantina y a la iglesia latina a propósito del Henotikon de Acacio, por su naturaleza, garantizaba la seguridad del rey en el plano político. Restablecida la comunión entre Roma y Constantinopla (519), las cosas pudieron cambiar y la fracción de la aristocracia romana que no se resignaba al yugo de sus dominadores ostrogodos pudo mirar con cierta complacencia, esperando su ayuda, al emperador de Oriente. Así, más que por una repentina crisis de persecución arriana, se ha de explicar la desgracia (523) y la muerte (524) del gran filósofo Boecio, que había entrado tardíamente al servicio de Teodorico como magister officiorum.

Ciertamente el rey ostrogodo se sentía solidario del arrianismo, que había venido a ser en cierto modo la religión nacional de los germanos al servicio del Imperio: el papa Juan I moriría en 526 en la cárcel donde le había hecho encerrar Teodorico tras el fracaso de la misión que en nombre suyo había realizado en Constantinopla —misión, por otra parte, singular para un papa, pues se trataba de interceder en favor de los arrianos, tratados severamente por el emperador Justino. Pero sólo podríamos señalar un pequeño número de episodios lamentables como éste; a la muerte de Teodorico, acaecida el mismo año 526, sucedería una paz completa. Conviene señalar que Casiodoro, otro representante típico de la intelligentsia italiana del tiempo, había podido aceptar la sucesión a Boecio en el cargo de magister officiorum; de 533 a 538 ocuparía la magistratura suprema, la prefectura del pretorio: la reconquista justiniana había comenzado ya (535).

 

El Cristianismo en las Galias

 

3. FIN DE LA ERA PATRISTICA EN OCCIDENTE

En todas las regiones donde la avalancha de las invasiones no había trastornado con demasiada profundidad la estructura administrativa, económica y social del mundo romano, la vida, pasado el vendaval, siguió como antes y, en este marco a fin de cuentas intacto, la vida de la Iglesia en particular se mantuvo en la trayectoria del siglo IV. Así sucede en lo que quedaba del Ilírico, la Dalmacia, en la parte de Africa caída bajo el dominio vándalo y, hasta cierto punto, también en la periferia de la Península Ibérica (los visigodos se habían instalado sobre todo en la meseta central); de manera especial es este el caso de la Galia al sur del Loira y, finalmente, de Italia.

La vida romana se prolonga, aunque indudablemente un poco empobrecida: hemos entrado en un tiempo de decadencia. Sin embargo, no hay que exagerar la generalidad del fenómeno, ni la rapidez de este proceso de desintegración. El esplendor de los monumentos de Rávena da testimonio todavía hoy de la vitalidad de la civilización antigua en esta Italia de los siglos V y VI y de su fecundidad, al menos en el plano artístico. Residencia imperial a partir de 402-4, honrada por la estancia de la regente Gala Placidia (423-450), capital de Italia en tiempo del rey Teodorico y sus sucesores (493-535), y a partir de 540 durante la dominación bizantina. Rávena nos permite seguir la continuidad de una tradición todavía floreciente durante más de un siglo (en cifras redondas: 470-650); no se da aún ruptura con las generaciones precedentes. Como en Oriente, nos hallamos todavía en la Antigüedad cristiana, en la Spatantike.

En la misma Roma, a pesar de las ruinas acumuladas por tantas catástrofes, saqueos (410, 455, 472), rendiciones o asedios sucesivos (536, 537-8, 545-6, 547, 550, 552), preludios de una ruina casi completa, podemos hacer las mismas observaciones al estudiar lo que nos queda de las iglesias entonces fundadas, reconstruidas o decoradas. De estos siglos V y VI datan los más bellos mosaicos monumentales, del arco triunfal de Santa María la Mayor, dedicada a raíz del concilio de Efeso por el papa Sixto III (432-440), del ábside de SS. Cosme y Damián, construido por el papa Félix IV (526-530) que transformó en iglesia un grupo de antiguas construcciones paganas al borde de la Vía Sacra.

La vida continúa: la Iglesia se enfrenta con las mismas tareas, siendo la más importante la de completar la evangelización de Occidente. En el siglo V había aún paganos por convertir, y esto no sólo en los cantones más alejados de las provincias, sino también en las grandes ciudades y en la misma Roma. Los vemos alzar la cabeza en período de crisis; cuando la invasión de Alarico (408-410) pretenden restaurar el uso de los sacrificios, achacando al abandono de la religión ancestral la responsabilidad de las calamidades que se han abatido sobre la patria romana; estas objeciones parecen suficientemente graves para que san Agustín se considere en la obligación de responder con su monumental Ciudad de Dios (413-427). Hacia 495, el papa Gelasio deberá todavía alzar su voz contra la celebración de las Lupercales; se hablará incluso de abrir de nuevo el templo de Jano con ocasión del asedio de 537-8.

No obstante, el bloque de la resistencia pagana se desvanece. La penetración del cristianismo en las grandes familias senatoriales, vigorosamente iniciado como se ha visto desde finales del siglo IV, continúa, y a comienzos del VI la integración a la Iglesia de esta élite a la vez cultural y social parece acabada. El tutor y abuelo de Boecio, cristiano como él, es biznieto del gran Símmaco, líder en su tiempo del partido pagano, el adversario de san Ambrosio; por el mismo Boecio podemos apreciar la calidad del cristianismo de estos últimos romanos, una religión culta, nutrida de filosofía, fiel a la tradición clásica, pero de una fe auténtica, perfectamente al corriente de los problemas teológicos y canónicos de la Iglesia de su tiempo.

El mismo fenómeno aparece en provincias. Parece como si frente a la marea de barbarie que sube se hubiera constituido una especie de frente común del cristianismo y de la cultura. Es característica la carrera de un hombre de letras como Sidonio Apolinar: nacido en Lyon en torno al año 430, también aristócrata, hijo v nieto de prefectos del pretorio, yerno de uno de los últimos emperadores de Occidente (Avito, 455-6), prefecto de Roma a su vez (468); cristiano de siempre, en un principio bastante tibio, es cierto, pero madura, entra en el clero y termina su vida como obispo de la ciudad de los armenios (en la actual Auvernia), en el territorio de la cual se encontraba su dominio y su residencia preferida (471-486). Allí ve sucesivamente a Lyon caer en poder de los borgoñones (470-4), Auvernia conquistada por los visigodos (475); el servicio de la Iglesia es el único refugio que permite a Sidonio, en medio de estas tempestades, permanecer fiel a las diversas tradiciones que anhela mantener hasta el fin. No encontramos, pues, en Occidente el equivalente de la resistencia obstinada que veíamos, por ejemplo, en los últimos neo-platónicos de la escuela de Atenas.

Los problemas pendientes todavía de solución no eran sustancialmente distintos para la élite y para las masas, urbanas o rurales: en ambos casos se trataba de luchar contra un paganismo remanente, hecho de prácticas tradicionales más que de creencias conscientemente profesadas, en vía de degradarse en supersticiones. Estas, por otra parte, amenazaban también sobrevivir contaminando a los mismos cristianos: en la predicación de este tiempo ocupan un gran lugar las amonestaciones poniendo en guardia contra semejante infiltración. Así, por ejemplo, hacia el año 440 el papa san León, en un sermón de Navidad, fustiga a los fieles que, antes de entrar en la basílica de San Pedro en el Vaticano, se volvían para hacer, a la manera pagana, un profundo saludo al sol naciente.

En este sentido la actitud de la Iglesia no fue uniformemente negativa. Supo también incorporar viejas tradiciones y, hechas las necesarias adaptaciones y trasposiciones, ponerlas al servicio de la piedad cristiana. De esta manera, las antiguas procesiones romanas de las ambarvalia encontraron un homólogo cristiano en el triduo de Rogativas organizado en sus diócesis de Vienne por el obispo san Mamerto (f. 470), hermano mayor del filósofo Claudio Mamerto, uno de los últimos representantes de la cultura griega en Occidente.

Este esfuerzo de evangelización, de conversión en profundidad que caracterizó a los siglos V y VI estuvo animado, en efecto, por grandes obispos, pastores y doctores a la vez, herederos en esto de la tradición de los Padres del siglo IV. En Roma podemos escoger como tipo al que la posteridad ha dado el sobrenombre, con pleno derecho, de Magno: san León (440-461). Si su correspondencia nos lo presenta en sus funciones de papa, interviniendo con autoridad en Oriente y en Occidente para establecer la norma en materia de dogma o de disciplina, sus sermones nos lo dan a conocer como obispo, preocupado por instruir a su pueblo. Son sermones breves, sobrios y densos, de contenido ante todo doctrinal, pero de una teología centrada en sus elementos esenciales (se percibe a la vez la preocupación pedagógica de acomodar la enseñanza a la capacidad o a la necesidad de los oyentes y, por otra parte, el reflejo de la situación histórica: el período de germinación, de creación está cerrado, el dogma aparece estabilizado). San León se expresa de una manera sencilla, en una lengua armoniosa y clara donde abundan las fórmulas lapidarias de cuño perfectamente logrado; su lengua está como tejida de reminiscencias litúrgicas y utiliza, por otra parte, con maestría y discreción los procedimientos más salientes de la retórica clásica (antítesis, paralelismo, asonancia, ritmo). Todo lector puede percibir todavía hoy tanto la riqueza del fondo como la eficacia de la forma; el historiador subrayará, además, los méritos peculiares de esta sobriedad intencionada: este estilo en claroscuro representa una reacción importante, que honra grandemente a san León, contra la retórica intemperante, el preciosismo exasperado, la lengua artificiosa, demasiado culta, que afectaban los literatos de la época y que en ellos aparece, sin duda, como uno de los síntomas más característicos de la decadencia.

Volvemos a encontrar esta importancia otorgada a la predicación, a la enseñanza doctrinal —la misma tendencia también a simplificar las cosas, incluso en teología (estamos lejos de los refinamientos y las sutilezas que nos ha dado a conocer el Oriente)—, entre los obispos italianos de la generación precedente como Máximo de Turin (f. antes de 423) o sus contemporáneos, como Pedro Crisólogo de Rávena (432-440-450), o más tarde y en otro ambiente, en Cesáreo de Arles (503-542) en la Galia, o Martín de Braga (561-580) en Galicia. Estos dos últimos fueron para su región grandes organizadores que convocaron, animaron concilios, atentos a resolver los problemas que planteaba el desarrollo de las instituciones eclesiásticas, desarrollo paralelo al del progreso de la evangelización.

Todos se esforzaron celosamente, mediante el ministerio de la palabra, por difundir en profundidad el mensaje evangélico, por elevar el nivel religioso de sus fieles, por combatir las prácticas supersticiosas en las que sobrevivía el paganismo. Lucha difícil que debía prolongarse durante siglos con éxito desigual; algunas de estas costumbres fueron, por fin, eliminadas, por ejemplo, las mascaradas de caras de animales que tenían lugar en las fiestas paganas del primer día del año (algo de ello ha perdurado hasta nuestros días en el África del Norte a pesar de la islamización). Otras han subsistido, aunque degradadas al nivel de folklore: hemos conservado la costumbre, también pagana y violentamente combatida por nuestros predicadores, de los aguinaldos y de los “buenos deseos” del Primer día de enero. Entre las lenguas de la Europa occidental, sólo el portugués ha adoptado el uso eclesiástico, generalizado en territorio griego, de designar los días de la semana por el número de orden de la feria, en lugar de los nombres de las divinidades astrales de la semana astrológica: día de la Luna, día de Marte... 

La red de obispados se hace más tupida. Así, en la parte de la Galia que limita con el Mediterráneo (las dos provincias de Narbonense, el Sur de la Viennense y de los Alpes Marítimos), que contaba ya con una veintena de sedes episcopales a finales del siglo IV, aumenta en una decena durante el v y casi otras tantas en el vi. En la Península Ibérica las sedes se elevan ahora a sesenta y nueve.

La evangelización del campo donde, como hemos visto, quedaba mucho por hacer, también ha progresado rápidamente; de ahí la necesidad de fundar iglesias rurales que se multiplican bien en las localidades que habían sido centros religiosos en tiempos del paganismo, bien en los antiguos poblados o en agrupaciones nuevas que surgen en el interior de los grandes dominios de estructura ya cuasi medieval. Era éste un fenómeno enteramente nuevo que contrastaba con la estructura tradicional de la Iglesia concentrada originariamente en los centros urbanos y estrechamente unida en torno a su obispo.

Como en Oriente, la parroquia rural tardará en encontrar su estatuto definitivo. Numerosos concilios regionales nos permiten seguir la evolución progresiva que acabará por diferenciarla: así, para la Galia meridional, los concilios de Riez, 439; Vaison, 442; Agde, 506; Arles, 524; Vaison, 529... Lo mismo sucede en España, desde el I concilio de Toledo (400) al III (589). El número de estas parroquias poco a poco llega a ser considerable; excepcionalmente poseemos datos de Galicia: en 569 la diócesis de Braga cuenta con veintinueve parroquias, la diócesis vecina de Portugal, veinticuatro.

El presbítero que atiende una iglesia rural sólo recibe al principio poderes canónicos o recursos económicos bastante limitados; durante mucho tiempo se procurará todavía reunir a todos los fieles, con ocasión de las grandes fiestas, en la iglesia episcopal, o al menos principal.

La Italia del Norte y del Centro nos da a conocer una organización original y más compleja, la pieve, que constituye un eslabón intermediario entre el obispo y la parroquia elemental: las iglesias rurales de un distrito forman una especie de comunidad bajo la autoridad de una iglesia principal, la única que es iglesia “bautismal”.

A una escala superior, los obispados se agrupan por provincias bajo la autoridad de un metropolitano: el principio nunca es discutido, aunque a veces se discuta la extensión de la jurisdicción, bien a causa de ambiciones personales, bien porque las modificaciones de la administración civil tienden a reflejarse en la geografía eclesiástica. Así, en la Galia meridional, la autoridad de la sede de Arles, adonde se replegó la prefectura del pretorio de Tréveris a finales del siglo IV, gana terreno frente a la antigua metrópoli Vienne. Arreglada en principio por el concilio de Turin (398), la situación jerárquica de los obispos de esta región vuelve a discutirse en diversas ocasiones a lo largo del siglo V, en medio de enconadas contiendas que obligaron a intervenir a varios papas, desde Zósimo (417-418) a Hilario (461-468).

Toda la Iglesia latina se encuentra congregada en torno a la sede de Roma; los lazos que a ella la unen pueden parecemos bastante débiles si se los compara con la centralización actual, o también con lo que veíamos en los patriarcados orientales de los siglos V y VI; sin embargo, este mismo período nos hace asistir a un proceso muy marcado en el reconocimiento del primado romano, y esto en todos los planos —dogmático, disciplinar, jurisdiccional.

Realizado a pesar de las desfavorables circunstancias históricas, este progreso es debido a la acción de grandes papas, muy conscientes de su autoridad, preocupados por hacerla conocer y respetar, desde Inocencio I (401-417) a san Gregorio Magno (590-604). No pudiendo enumerarlos a todos, conviene al menos recordar aquí los nombres de san León (440­461) y de Gelasio (492-496: a pesar de la relativa brevedad de su pontificado, poseemos de él unas ciento cincuenta cartas o fragmentos de cartas). Atentos a todas las necesidades de la Iglesia, no vacilaron en multiplicar sus intervenciones, yendo a menudo muy lejos en el detalle de la reglamentación. Una carta del papa Celestino a los obispos de Provenza (428) condena la costumbre introducida por obispos salidos de Lérins de llevar un hábito especial, sin duda de origen monástico: obsérvese que esta condena es el primer testimonio que poseemos sobre la aparición del hábito eclesiástico; hasta entonces —y así lo deseaba el pontífice— el clero sólo se distinguía de los fieles “por su ciencia, sus virtudes, su ortodoxia, no por el vestido”.

No es preciso insistir en el papel, a veces decisivo, de la posición adoptada por Roma en las polémicas cristológicas o pelagiana. En el ámbito de la jurisdicción, es un principio indiscutido que el recurso a la sede apostólica constituye la instancia suprema; en la realidad, la tendencia muy natural de las iglesias regionales a resolver ellas mismas sus dificultades internas hace que tales apelaciones resulten esporádicas y bastante excepcionales. Se tiene a veces la impresión de que, un tanto contenta de tener una ocasión de ejercer su derecho, la curia romana manifiesta cierta tendencia a escuchar con un prejuicio favorable al que acude a ella con la queja de absolverle sin haber escuchado a la parte contraria, lo cual origina a menudo protestas y hace que el pleito no acabe: el de un presbítero africano, Apiario de Sicca Veneria, excomulgado por mala conducta por su obispo, debía prolongarse de 417-8 a 426 y ocupar sucesivamente a los papas Inocencio, Bonifacio y Celestino.

Por otra parte, el ejercicio de esta autoridad choca con dificultades crecientes debidas a los enrevesados cambios políticos. Tras la invasión de 406, las relaciones entre la sede de Roma y la Galia del Norte prácticamente están interrumpidas; incluso con las provincias del Sudeste, que siguen siendo romanas y políticamente están unidas a Italia, las comunicaciones no son demasiado fáciles. Con plena claridad lo vemos en un asunto tan grave como la crisis monofisita; san León había tenido cuidado de comunicar a los obispos de Provenza (5 mayo 450) el texto de su famosa Carta a Flaviano. La respuesta del concilio de Arles llegó a Roma demasiado tarde para que los legados pudieran, como lo hubiera deseado el papa, presentarla al concilio de Calcedonia: el acuse de recibo de san León está fechado el 27 de enero de 452. Dato curioso: en esta respuesta encarga a los obispos galos que comuniquen el feliz resultado del concilio a los obispos de España, como si él no pudiera comunicárselo directamente. Mediante estas cartas se constata que las comunicaciones dependen de la visita ad limina de tal o cual prelado, en este caso el metropolitano de Embrun que acude a Roma con motivo de un conflicto de jurisdicción; así mismo, es un obispo de Grenoble quien lleva a Milán la Carta a Flaviano.

Así se explican ciertos intentos por remediar este estado de cosas. Según el modelo del vicariato de Tesalónica que servía al papa para ejercer indirectamente su autoridad en las provincias griegas de su patriarcado (la institución es definitivamente puesta en marcha por Inocencio, 412), se intentó crear, en diversas ocasiones, un delegado más o menos permanente que pudiera servir de intermediario entre Roma y las diferentes provincias eclesiásticas de una región.

En la Galia mediterránea esta función fue reivindicada por Arles: concedida en 417 por el papa Zósimo al intrigante Patroclo, la primacía de Arles se eclipsa en 419; el enérgico san León se opondrá firmemente a las iniciativas tomadas por san Hilario fuera de su propia provincia. Restablecida hacia 462, de nuevo en 514 (en beneficio de san Cesáreo), una última vez en 595 durante el pontificado de san Gregorio Magno, esta institución no logrará echar raíces; una vez que intervienen las vicisitudes políticas en un país disputado entre visigodos, ostrogodos, borgoñones y francos. En la Galia unificada de los merovingios, el obispo de Lyon ocupa el primer lugar y recibe el título de primado (570, 585...), pero sin ejercer en sentido estricto las funciones de un vicario del papa.

En España vemos, igualmente, conferir un vicariato de este género al obispo de Sevilla por parte de los papas Simplicio (468-483), Félix (483­492) y más tarde Hormisdas (1514-523); éste precisa la extensión del territorio interesado, las provincias de Bética y Lusitania; parece haber concedido funciones análogas a un obispo de Tarragona. Pero también aquí se trata de concesiones provisionales; el porvenir no se hallaba de ese lado: España se orientará hacia una Iglesia nacional unificada en torno a la sede de Toledo; ésta, en un principio siempre sufragánea de Cartagena, sube a metropolitana en 527; tras la conversión del rey Recaredo (587), obispo de la capital, el titular de la sede de Toledo se convierte de hecho en primado de toda España (aunque el título no aparece hasta 647).

Por otra parte, los siglos V y VI nos muestran a la institución monástica en pleno desarrollo; también aquí la tradición inaugurada en el siglo precedente se continúa sin alteración notable. Los focos ya creados dan origen a otros nuevos: podemos seguir la irradiación de Lérins én la región Vienne-Lyon, y desde allí en el Jura (Condado, hoy Saint-Claude, 450) y en Valais (Agaune, hoy Saint-Maurice, 515). Aparecen focos nuevos: así, concretándonos a España, Asán en Aragón, fundado por san Emiliano, al que dio fama san Victoriano (f. 558), Dumio, Braga en Galicia creados por san Martín hacia 550.

Panonio de origen, como su homónimo y patrono san Martín de Tours, san Martín de Braga había sentido su vocación religiosa y apostólica durante su estancia en Palestina. Como el de Provenza, este monacato ibérico se inspira directamente en los primeros monjes de Oriente; san Martín traduce y hace traducir los Apophthegmata de los Padres del Yermo. A ésta añaden, contribuyendo a su florecimiento, otras influencias, en particular las que llevan consigo los refugiados de Africa. En 569 se señala la llegada a la región de Valencia de un abad Donato acompañado de setenta monjes y de un cargamento de libros; en los años siguientes, la del abad Nanctus que se establece en Mérida. A esto se debe, sin duda, la introducción en España de la regla de san Agustín.

Pero ésta no bastaría para explicar un fenómeno que se hace muy general; la contribución del monacato al reclutamiento del cuerpo episcopal. La causa reside en las condiciones históricas: la barbarie creciente de las costumbres, el empobrecimiento general de la cultura hacían más difícil la elección de buenos obispos; para superar los recelos recíprocos, se recurrirá cada vez más a los monjes; Lérins, por ejemplo, desempeñará durante estos dos siglos el papel de vivero de obispos. Su propio fundador, san Honorato, acaba su carrera en la sede de Arles (427-430), precedido o seguido de tres de sus discípulos; otros irán allí más tarde, entre ellos el gran Cesáreo (503-542). La irradiación de Lérins se extiende a todo el Sudeste de la Galia: a mediados del siglo V encontramos a san Euquerio en Lyon, a sus dos hijos Salonio y Verano en Ginebra y Vence. El mismo fenómeno se observa en Africa, en España; Roma, siempre conservadora, seguirá más tarde: hay que esperar hasta finales del siglo VI para ver a un monje elegido papa —y ese papa será san Gregorio Magno (590-604).

Nombrados obispos, estos monjes no abandonaron su primer ideal: siguen siendo monjes de corazón, de hecho —incluso, como hemos visto ya, en el vestido. Sin duda (aunque las precisiones en este punto nos faltan casi siempre) estos hombres agruparon con frecuencia en torno suyo a cierto número de sus clérigos para llevar con ellos una vida comunitaria; más visible es su papel en la difusión del monacato como fundadores o legisladores.

Esta expansión monacal, en efecto, se efectúa en una atmósfera un poco anárquica: como en Oriente, cada monasterio adopta la organización o el espíritu definido por su fundador; de ahí ese característico pulular de Reglas, conservamos una veintena. En ellas no todo, ni mucho menos, es original; sin hablar de las traducciones o adaptaciones de reglas orientales, estos documentos se copian mucho; en ciertos casos plagios y filiaciones aparecen con evidencia: así las dos Reglas, masculina y femenina, de san Cesáreo, derivadas a su vez de san Agustín y sin duda también en la tradición de Lérins, inspiran por su parte la serie jalonada por Aureliano de Arles, la Regula Tarnantensis, la Regula Ferreoli, sin hablar de su influencia en España o Italia.

En este contexto, un tanto confuso, ha de situarse la redacción de la más célebre y fecunda de estas reglas, la que debemos a san Benito de Nursia, monje en Subiaco y luego en Monte Casino, donde la compuso, según parece, hacia 540. Su relación con otros textos, y en particular con la misteriosa Regula Magistri, es todavía hoy objeto de ardientes discusiones, pero, cualquiera que sea el sentido de esta dependencia, la comparación hace patente su originalidad y sus méritos: sobriedad y precisión, sentido de la medida, sabio equilibrio, insistencia en la estabilidad, la obediencia, la vida común. Es tradicional venerar a san Benito como Padre de los monjes de Occidente; el título es justo, pero conviene hacerle dos observaciones:

1. Aunque la Regla benedictina conoció inmediatamente en Italia un comienzo de difusión, ésta se vio pronto entorpecida por el desorden producido por la invasión lombarda: en 577 Monte Casino era devastado y sus monjes debían refugiarse en Letrán; no llega a la Galia hasta el siglo VII, y a España quizá más tarde. Sólo a partir de la época carolingia y en particular gracias a la obra reformadora de san Benito de Aniano (f. 821), esta Regla se hará de uso general y aparecerá en adelan­te como una de las notas características del monacato occidental.

2. Ciertamente la Regla nos parece ya muy occidental de espíritu, aunque sólo sea por lo que aparece en ella como herencia de la tradición jurídica romana; pero el propio san Benito sigue siendo aún un santo de tipo marcadamente oriental: en él hallamos los rasgos de un taumaturgo pneumático, carismático, en la tradición inaugurada por san Antonio. No se olvide que su Regla no pretende ser más que un régimen de vida destinado a principiantes y que su capítulo LXXIII y último desemboca en una perspectiva más amplia: más allá de este simple “comienzo de vida monástica”, aconseja, al que aspira a la vida perfecta, que acuda a la escuela de los Padres antiguos, y nos remite a las Conferencias, a las Instituciones de Juan Casiano, a las Vidas de los Padres del Yermo así como a las Reglas de san Basilio.

En el fondo —y la observación vale no sólo para san Benito, sino para todo este monacato de los países mediterráneos en los siglos V y VI— nos hallamos todavía en presencia del ideal monástico heredado de la Antigüedad; éste se define ante todo por la huida del mundo, y entre los falsos valores de éste a los cuales renuncia figura en primer lugar la cultura intelectual (en realidad, la cultura bastante decadente de los ambientes cultos contemporáneos); sólo a partir de los siglos VII-VIII se desarrollará el monacato culto y civilizador, específico del Occidente medieval.

 

El monacato en Occidente

 

La misma continuidad se observa en el terreno de la piedad y de la vida religiosa: dentro de la línea marcada por el siglo IV asistimos a un desarrollo del culto a los mártires y más generalmente a los santos, dentro del cual, como en Oriente, destaca ahora de modo singular el culto tributado a la Virgen María. A comienzos del siglo V todavía no se ha establecido en Roma la costumbre de distinguir las diferentes iglesias por el nombre de un santo; se las designa aún por el nombre del generoso donante: tal es el caso de la vigésimoquinta iglesia titular, o parroquia urbana, establecida en el pontificado del papa Inocencio (401-417), San Vital, que en un principio es conocida por el nombre de titulus Vestínae. Por el contrario, unos treinta años más larde, cuando a raíz del concilio de Efeso, como se recordará, Sixto III decora magníficamente la basílica reconstruida sobre el Esquilmo, no vacila en dedicar formalmente a la Theotokos sus nuevas reconstrucciones:

Virgo Maria, tibi Xystus nova tecta dicavi .

La costumbre se generaliza, y a finales del siglo VI los fundadores de los antiguos títulos se ven todos precedidos del epíteto de “santo”: el titulus Sabinae se convierte en Santa Sabina, el que había fundado el papa Marcos durante su breve pontificado (336), San Marcos...

Este culto a los santos se manifiesta también en la veneración a sus reliquias, con los inevitables abusos que origina el interés apasionado por su posesión o su adquisición; en las peregrinaciones a los santuarios en que se conservan estas reliquias o recuerdos.

Los occidentales, como se ha visto, siguen visitando los santuarios de Oriente; Roma y sus catacumbas reciben numerosos peregrinos: la catedral de Monza, en Lombardia, conserva una colección de ampollas que contuvieron aceite cogido en las lámparas que ardían ante las memoriae de los distintos mártires romanos (cada una está identificada por una etiqueta que indica su origen) y que un presbítero había llevado, para satisfacer su devoción, a la reina de los lombardos, Teodolinda, en los años 590-604.

Como sucedió también a principios del siglo XIX, pudo ocurrir que se tomasen por auténticos mártires simples fieles inhumados en las catacumbas. Este culto se resiente, también, del ocaso general de la cultura: para satisfacer la curiosidad de los devotos y peregrinos comienza a multiplicarse una literatura legendaria que proporciona biografías fantásticas de santos sobre los que las generaciones precedentes sólo habían trasmitido a la posteridad el nombre y sus coordenadas hagiográficas (lugar de su sepulcro y fecha de su conmemoración).

Poseemos, además, otros testimonios de igual carencia de sentido histórico, de seriedad y a veces de sensatez. Así, con ocasión del cisma que provocó la discutida elección del papa Símaco, cuestión compleja que se prolongó de 498 a 507, sus partidarios no vacilaron, para mejor defender su causa, en componer verdaderas falsificaciones. El problema era saber si el papa acusado de diversos crímenes o delitos —al parecer, de manera calumniosa— podía ser llevado ante un tribunal de obispos. Para mejor demostrar que tal proceder era inadmisible, los apócrifos simaquianos imaginan que el problema había sido planteado y resuelto en pontificados anteriores, de donde, por ejemplo, el Constitutum Silvestri, protocolo de un pretendido concilio celebrado en Roma en tiempos de Constantino, con asistencia del emperador recientemente bautizado y milagrosamente curado de la lepra por el papa mismo.

Pero no hemos de detenernos demasiado en estas desconcertantes manifestaciones de una cultura en vías de regresión; a esta misma época y a este mismo ambiente hemos de reconocer el mérito de una gran obra en todos sus aspectos digna de admiración: la elaboración de la liturgia romana. Es entonces, en efecto, cuando llega a su madurez esta liturgia que, a partir de la época carolingia invadirá el Occidente entero y que, exceptuadas ciertas supervivencias locales (Milán, Lyon, Toledo), llega a ser la liturgia común de toda la Iglesia latina 

Ciertamente, en el momento en que nos detenemos, semejante difsión todavía no está consumada, ni es siquiera previsible. A pesar de los esfuerzos de los papas, que hubieran querido ver a las diversas iglesias seguir el uso romano, persiste una gran variedad entre las diversas tradiciones litúrgicas, que conservan todo su vigor —africana, española (el calificativo tradicional “mozárabe” es anacrónico; sería más exacto decir: visigótica), galicana, finalmente las de la Alta Italia, que engloba la Italia Central: una carta del papa Inocencio al obispo de Gubbio —apenas 120 kilómetros al norte de Roma— demuestra que a comienzos del siglo v Umbría no ha adoptado aún los ritos de la capital. Tampoco parece haber una uniformidad rigurosa en la misma Roma, donde hay que distinguir entre la liturgia papal y la de los “títulos” presbiterales. Estamos todavía en un período de creación: una vegetación en pleno desarrollo que crece copiosa, un poco espesa.

También aquí nos limitaremos al examen del sacrificio eucarístico. Como es natural, nuestro misal romano revela al examen una estratificación compleja: cada época ha dejado en él su huella; la aportación de los clérigos del Imperio carolingio es en particular notable, hasta el punto de que se ha podido hablar de liturgia romano-franca. No obstante, es innegable que sus caracteres constitutivos y buena parte de su redacción definitiva se remontan a la Roma de los siglos V y VI.

Durante este período se fijan definitivamente la disposición y el texto de la parte central del Ordinario, el Canon. Sin duda el trabajo estaba ya más que iniciado; se trató sólo de dar una última mano a la elaboración del texto. Todos los grandes papas de la época, san León, Gelasio, Símaco, Vigilio, san Gregorio, contribuyeron a ello introduciendo algunos retoques o algún inciso nuevo; se puede decir que a partir de los años 600 la obra está acabada, los siglos posteriores sólo cambiarán alguna palabra.

La misa latina ha alcanzado su forma: por oposición a las iglesias orientales que pueden de ordinario elegir entre varias liturgias, el Canon es fijo, exceptuados los Communicantes y Hanc igitur propios de algunas grandes fiestas y una no extensa colección de prefacios. Paralelamente se organiza el Propio: selección de lecturas, redacción de oraciones. El más antiguo leccionario romano nos da a conocer la repartición de las perícopas, epístolas y evangelios, a lo largo del año litúrgico según se utilizaba en el siglo VII: se puede ver que la selección era ya en sustancia lo que se ha mantenido en uso, aunque con más variedad; las alusiones que encontramos en los textos, las de las homilías de san León en particular, permiten entrever que la tradición se había fijado con frecuencia mucho antes. En cuanto a las oraciones nuestra documentación es mejor: poseemos varios sacramentarlos antiguos, el primero de los cuales, el Leonianum, nos ofrece una compilación realizada poco después de 550; aquí también el análisis nos permite reconocer la mano de varios papas de los siglos v y vi, san León, Gelasio, etc. Este repertorio revela la exuberante riqueza de esta fase creadora, la posteridad suprimirá mucho: el Leoniano contiene no menos de 267 prefacios diferentes; entre los sacramentarlos posteriores, el Gelasiano (finales del siglo VII) sólo contiene ya 53, el Gregoriano 14; la colección del misal actual, según quedó fijado después del siglo VII, es, como se sabe, todavía más limitada. Muchas de estas piezas —175 en el Leoniano, según recuentos realizados— se han conservado sin cambio notable hasta nuestros días; por otra parte, el estilo de estas oraciones antiguas ha servido de modelo, de norma para composiciones ulteriores. Así, pues, el misal romano recibió en esta época sus rasgos definitivos.

Aparte su importancia histórica, conviene subrayar el valor propio, tanto desde el punto de vista de la cultura como desde el punto de vista religioso, de esta gran creación. Los historiadores de la lengua y de la literatura latinas no acostumbran hacerlo, pero deberían presentar en la liturgia romana la última, aunque no la menor, obra maestra de la civilización clásica.

El latín litúrgico es una variedad original de la lengua literaria latina y como tal lengua culta, estilizada (sería ingenuo buscar en ella un eco directo del habla cotidiana de la época); lengua hierática que supo poner hábilmente la gravedad latina al servicio de lo sagrado con sus elementos autoritario y jurídico; lengua culta que no olvidó nada de la retórica helenística vulgarizada por las escuelas, con su grandiosidad ciceroniana, ese equilibrio antitético de miembros paralelos, esa búsqueda del ritmo, y todo ello manejado casi siempre con sobriedad; tan fiel, sin embargo, al genio propio de la lengua latina, que nuestras oraciones volvieron espontáneamente al estilo formulario de las más viejas oraciones de la religión ancestral de los campesinos del Lacio; lengua, finalmente, que dispone de un teclado rico y de gran variedad. Tenemos el estilo de los Prefacios, caracterizado por un aire más oratorio, más lírico y al mismo tiempo por una densidad teológica particular; estilo que conserva algo del carácter improvisado que tuvo durante mucho tiempo este momento solemne de la liturgia, estilo que contrasta con el más mesurado, casi lapidario, del resto del Canon. La oposición es todavía más marcada si lo comparamos con el de las oraciones, de frases muy cuidadas, de carácter a menudo más literario, de frase más compleja, más cerrada, en una palabra, más culta.

Pero la liturgia no es una simple colección de textos. Es preciso poner de relieve también el admirable acierto que representa la misa solemne latina en cuanto ceremonia que se dirige a todo un pueblo, que mueve a todo ese pueblo. Los romanos habían sido incomparables en el arte de manejar a las multitudes, y desde este punto de vista la liturgia tiene sus raíces en la más auténtica tradición imperial —la de las ceremonias profanas, impregnadas a su vez de sagrado (en la atmósfera de la nueva religiosidad no hay profano aislado), de lo que suele llamarse, con cierta impropiedad en el término, “liturgia” imperial (las audiencias solemnes del soberano del Bajo Imperio también utilizaban el marco basilical), “liturgia” del hipódromo por sus procesiones características. La Iglesia supo aprovechar esta técnica: la misa se halla ritmada también por tres procesiones solemnes, las del Introito, el Ofertorio y la Comunión, acompañadas y realzadas por el canto de salmos, hoy reducido a su antífona.

Finalmente, la comparación con las liturgias orientales pone de manifiesto la originalidad de la misa romana en el plano propiamente religioso : sobriedad, simplicidad, dignidad, lo cual no excluye la grandiosidad; el sentido de lo sagrado no se halla menos presente que en la liturgia oriental, pero se expresa bajo una forma distinta: austeridad, reserva, una actitud en que descubrimos la tradición aristocrática de Roma; el rasgo no cesará de acentuarse a medida que se marca más, en los planos canónico, social y cultural, la separación entre cléricos y laicos.

El caso mayor de la liturgia muestra con qué precaución se ha de manejar el concepto equívoco de decadencia: el juicio del historiador no puede ser pura y simplemente negativo frente a este período confuso, demasiado fácilmente definido como en los tiempos oscuros de nuestra Europa occidental.

4. NACIMIENTO DE LA CRISTIANDAD MEDIEVAL

Lo mismo que los comienzos absolutos, es difícil de discernir el instante final en que acaba un gran fenómeno cultural: la tradición antigua, aunque reducida a una llama vacilante, tardó mucho en extinguirse. Las condiciones en que se manifiesta “el resurgir de la vida intelectual en la Iglesia visigoda” a finales del siglo VI inducen a afirmar que “la tradición literaria había sobrevivido al siglo terrible que siguió a la invasión de 410”. En la Galia Meridional, escuelas romanas subsistieron hasta bastante avanzado el siglo v; cuando hayan desaparecido, la aristocracia galo-romana mantendrá durante varias generaciones el culto a las letras en su propio seno, por tradición familiar, y la Iglesia se sentirá enormemente contenta de poder reclutar obispos en este ambiente culto. La cultura de tipo clásico y sus instituciones escolares se mantuvieron mejor aún en la Italia ostrogoda o en el Africa vándala y esto hasta la reconquista bizantina.

Sin pretender sobrevalorar el nivel de esta cultura, se observará que junto a los retóricos de estilo ampuloso y lengua artificiosa, sermo scholasticus, como Enodio, que murió siendo obispo de Pavía en 521, se encuentran algunos espíritus más firmes, más profundos, plenamente conscientes de los problemas que planteaba el porvenir de la cultura cristiana: con Claudio Mamerto, presbítero de Vienne (f. 474), la Galia produjo también un verdadero filósofo, un neoplatónico cristiano, nutrido de Porfirio, que, mejor que su adversario, el ingenuo Fausto de Riez (Lérins formaba hombres de espíritu más que teólogos), supo medir la complejidad metafísica de un problema como el de la naturaleza del alma. En Italia, Nápoles recibía a Eugipio, biógrafo de san Severino, editor de san Agustín (f. después de 533); Roma a Dionisio el Exiguo, un escita de Dobrogea, canonista, computista, traductor; un agente de unión, capaz todavía de mantener el contacto con el mundo griego (aproximadamente 500-545).

Hemos hablado ya del gran Boecio, un auténtico filósofo también que, cosa rara en un latino, había recibido (quizá en la misma Alejandría) una formación filosófica regular. Mediante sus manuales, sus traducciones y sus comentarios pretendió a la vez provocar un renacimien­to de los estudios filosóficos y, acabando la obra inaugurada por Cicerón, naturalizarlos definitivamente en Occidente.

En un marco directamente concebido en función de las exigencias de la fe cristiana, el papa Agapito y su amigo Casiodoro habían emprendido la fundación en Roma de un centro de altos estudios religiosos (535), programa que el segundo intentará realizar por su cuenta cuando se retiró de la vida pública a su monasterio calabrés de Vivarium, donde instalará un taller de editores y traductores y redactará sus tratados enciclopédicos. Estos hombres trabajaban para la posteridad: las calamidades de los tiempos impidieron que sus iniciativas fructificasen inmediatamente, pero es bien sabido todo lo que la cultura medieval deberá a la obra de estos fundadores, piadosamente recogida, transmitida, detenidamente meditada.

Una vez dueño de las provincias occidentales que había reconquistado, Justiniano se preocupó de restaurar la escuelas; como era de esperar, se establecieron relaciones con la capital Constantinopla, no sin provecho a veces para la cultura religiosa del Africa cristiana o de la España Meridional. Un alto funcionario de origen africano, el cuestor Junilio, residente en Constantinopla por razón de su cargo, tradujo al latín un manual de exégesis usado en la escuela nestoriana de Nisibe (f. 542); Leandro de Sevilla encontró allí, hacia 583, al futuro papa san Gregorio que residía en la capital como apocrisiario (el equivalente de un nuncio de hoy).

Estas relaciones interesaban también a Italia, pero ésta parece haberse aprovechado menos de ellas, por encontrarse como exangüe, agotada por los veinte años de guerra (535-555), debidos a la encarnizada resistencia de los ostrogodos al avance de los bizantinos; Roma en particular había sufrido tanto que se hallaba como enterrada bajo sus ruinas. Después de haberse apoderado de ella el 17 de diciembre de 546, el rey Totila, temiendo no poder conservarla, decidió deportar toda su población a Campania: durante cuarenta días Roma quedó teóricamente desierta, episodio impresionante que divide simbólicamente en dos el largo destino de la Ciudad eterna. .

Apenas se había consolidado el orden bizantino, los lombardos, uno de los pueblos germánicos menos tocados por la civilización, se ponían en camino para invadir Italia (568). Rápidamente se apoderan del valle del Po y se infiltran en la península. Es cierto que no pueden arrojar a Bizancio, potencia marítima, de sus puntos de apoyo: islas de Venecia, Rávena, Génova, Nápoles; pero se instalan en la inexpugnable espina dorsal de los Apeninos; en 570-571 están en Espoleto y Benevento: Roma se ve amenazada. De nuevo reina la guerra en estado crónico con todo su cortejo de calamidades: saqueos, razzias, hambre, epidemias.

La unión con el Imperio de Oriente no era siempre un bien para las Iglesias latinas; éstas se ven, por el hecho de esa unión, mezcladas a disputas teológicas para las que se sentían muy mal preparadas. Hemos visto con qué repugnancia los papas Vigilio y Pelagio se habían dejado persuadir por Justiniano en la condenación de los Tres Capítulos; todavía les costó más trabajo lograr que aceptaran esta decisión los obispos y teólogos de Occidente que, poco al corriente de las sutilezas del neo-calcedonismo, juzgaban las cosas en bloque y desde lejos; en la nueva orientación definida por el concilio de 553 sólo vieron una revancha de los monofisitas por su derrota de 451.

Exceptuada Roma, la reacción de los descontentos fue casi general —en África, donde la oposición encontró polemistas capaces de formularla con energía, en Ilírico, en Dalmacia; toda la Italia del Norte llega incluso a la secesión capitaneada por los metropolitanos de Milán y de Aquilea (éste aprovecha la ocasión para arrogarse en 558 el título de patriarca); la misma negativa, aunque sin llegar al cisma, por parte de España y la Galia, más lejanas aún y peor informadas; el obispo Nizier de Tréveris acusará paradójicamente a Justiniano de no querer ver en Cristo más que un simple hombre.

Según el método ya conocido, Justiniano, con mano enérgica, encarcela, destierra, depone o se atrae a los recalcitrantes. Pero el avance lombardo hace que algunos escapen pronto a la implacable autoridad imperial. Milán vuelve a la unión con Roma en 570-3, aunque no ha desaparecido del todo la resistencia (la reina Teodolinda, aunque católica, sigue adherida a los Tres Capítulos); pero el patriarca de Aquilea, refugiado ahora en Grado (568), se obstina en el cisma; la actividad perseverante de san Gregorio logrará arrancar de su obediencia cierto número de obispos de Istria o de Venecia, pero la disidencia se eterniza. Para la sede de Aquilea cesa en 607; sus últimos mantenedores no se reconciliarán hasta el pontificado del papa Sergio (687-701).

La complejidad de la situación histórica se manifiesta con una particular claridad en la figura, enormemente rica y cautivadora, de san Gregorio (590-604). El sobrenombre de “Magno” que le ha otorgado la posteridad aparece sin duda alguna bien merecido y por diversos títulos, que corresponden a aspectos muy diferentes de su actividad. Vemos en primer lugar un gran papa que, en la línea de sus predecesores de los siglos V y VI, conduce la barca de Pedro con la energía y el espíritu auto­ritario de un magistrado de la vieja Roma: Gregorio, antes de hacerse monje y de ser llamado después al servicio de la Iglesia por su predecesor Pelagio II, había seguido la carrera administrativa; en 573 lo vemos prefecto de la Ciudad; su epitafio métrico dirá graciosamente de él que luego se convirtió en “cónsul de Dios”. Su correspondencia —conservamos unas ochocientas cincuenta cartas— nos permite ver la mano firme con que dirigía la iglesia —clero, monasterios, obras de caridad—, vigilaba directamente a los obispos de la Italia peninsular que dependían directamente de su autoridad, ejercía ésta sobre los metropolitanos de las restantes regiones de Occidente con las que la situación política del momento le permitía mantener o restablecer contacto. Las relaciones no habían mejorado desde los tiempos de san León: un acontecimiento tan importante como la conversión del rey Recaredo, con todo lo que entrañaba —la integración de los visigodos de España en el catolicismo (587)—, tardó tres o cuatro años en llegar al conocimiento del papa (591); hasta 599 no pudieron establecerse relaciones directas entre san Gregorio y el rey de Toledo. Dondequiera que su espíritu vigilante encuentra ocasión de intervenir, san Gregorio está atento a hacer valer sus derechos; ya lo hemos visto actuar frente a las pretensiones del patriarca de Constantinopla.

Como sus predecesores, tenía una idea muy elevada de sus deberes de obispo; y a este respecto nos ha dejado la teoría de su Tratado de Pastoral que, traducido en seguida (609) al griego en Antioquia, lo será en el siglo IX al anglosajón por el rey Alfredo. San Gregorio se nos presenta también como un continuador de la tradición patrística por su obra de predicador, de comentador de la Escritura, de hagiógrafo (precisamente en sus Diálogos nos han llegado algunos ecos, ya semilegendarios, de la vida de san Benito). Obra original: sus Moralia, meditación en treinta y cinco libros sobre el texto de Job, resultan desconcertantes si se busca en ellos el equivalente de lo que nuestra ciencia llama exégesis; en realidad son un manual de vida espiritual, una introducción a la contemplación : entre san Agustín y san Bernardo, san Gregorio, teólogo de la vida mística, aparece como uno de los más grandes maestros de la espiritualidad occidental. Se comprende, pues, que la Edad Media, que practicó mucho esa espiritualidad, le atribuyera un lugar, a un mismo nivel con san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín, entre los cuatro grandes Doctores de la Iglesia latina (el título aparece hacia 800, es oficial desde Bonifacio VIII).

Hasta nuestros días no se ha comenzado a reconocer el valor de este juicio. Durante mucho tiempo los modernos han sentido cierta dificultad en colocar a san Gregorio en un lugar tan alto; eran demasiado sensibles a lo que en él aparece como un reflejo de su tiempo, de aquella época desventurada en que Italia a su vez se hundía en la barbarie. Cultura empobrecida y anquilosada; ciertamente san Gregorio escribe en un latín de una corrección que aún puede llamarse clásica, muy diferente de la larga corriente que utilizaba san Benito en su Regla, su estilo es fácil y transparente, pero su bagaje mental es muy limitado. Aborda el estudio de Job sin preocuparse por saber qué escribieron antes de él sobre el tema Hilario, Ambrosio, Agustín, Julián de Eclano... sin hablar de los orientales; pero san Gregorio, que vivió varios años en Constantinopla, no aprendió griego.

En este universo reducido los problemas se simplifican, desaparecen: “¿Quién escribió el libro de Job? ¿Moisés, uno de los Profetas, el mismo Job? ¿A qué viene preguntárselo si, a fin de cuentas, es el Espíritu Santo el que inspiró el libro?” Desde el punto de vista dogmático, san Gregorio, como san León, está perfectamente dentro de la tradición agustiniana; pero estos tres nombres, Agustín, León, Gregorio, jalonan un proceso que hemos de llamar de decadencia; de uno a otro los matices se borran, las dificultades ya no se sienten, se instala un dogmatismo tranquilo. La cuestión ya no es elaborar una teología, ni siquiera defender la fe; derrotada la herejía, se está en pacífica posesión dé la verdad; se trata sólo de vivir de ella —si es posible hasta la perfección—. En esta obra existe un contraste trágico entre la grandeza, la originalidad del pensamiento y la mediocridad de los instrumentos de que dispone para realizarse. La cultura antigua acaba aquí de reabsorberse.

La situación política en medio de la cual se debate san Gregorio no es menos difícil. El santo no hubiera deseado mejor cosa que no tener más preocupación que comportarse como obediente y solícito súbdito del “piadosísimo” emperador de Constantinopla; en realidad siempre se consideró como tal. Pero la falta, en espera de la desaparición, del poder imperial en Italia obligó al papa, como en otras partes a los obispos, a enfrentarse con una tarea que este poder se revela incapaz de realizar. Cuando la amenaza lombarda es una realidad concreta, el gobernador bizantino, que apenas logra defender Rávena, ni puede derrotar al enemigo ni resolverse a dialogar con él; y así el papa se ve obligado a organizar personalmente la defensa de Roma y luego, viendo la causa perdida, a tratar directamente con los lombardos: Roma es provisionalmente salvada, pero al precio de un pesado tributo, nueva carga que ha de soportar el tesoro de la Iglesia.

La administración civil padece una debilidad semejante: los funcionarios son pagados con la misma irregularidad que los soldados; de nuevo el papa debe recordarles su deber, velar que se asegure el aprovisionamiento de trigo de Sicilia (el hambre y la peste son para Roma una amenaza permanente), garantizar los servicios de asistencia pública, ayuda a los indigentes, rescate de los cautivos caídos en manos de los lombardos. De derecho, Roma continúa perteneciendo al Imperio (el duque que representa a éste no desaparecerá hasta 725-757); en realidad, y cada día más, el papa se ve obligado a ejercer las responsabilidades administrativas y gubernamentales. Así se inicia la evolución que acabará en la constitución del Estado pontificio; hemos entrado en el período propiamente medieval de la historia de Roma: frente a los bárbaros la Iglesia es la única fuerza organizada que puede aún encarnar la ciudad terrestre, ella es la que conduce “el navío abandonado, sin piloto, en gran tempestad”

Roma ilustra de manera particularmente viva un fenómeno general, común a todo el Occidente. Si en otras partes el vacío institucional no fue tan completo, no obstante es innegable que los reinos establecidos por los bárbaros, con su organización elemental, no pudieron sustituir en todos los dominios al complejo edificio que había representado el Imperio romano. Siempre que las instituciones temporales faltaban, la Iglesia se vio obligada a ocupar su puesto y relevarlas en su misión; de ahí la aparición de un nuevo sistema, el de la cristiandad sacral que caracterizará durante largos siglos a la civilización de la Europa Occidental.

Así sucedió, por ejemplo, en el dominio de la educación. La época patrística nos hacía ver la estrecha simbiosis a que se había llegado entre cristianismo y cultura clásica; mientras sobrevive algún resto de ésta, la Iglesia continúa aprovechándolo: hemos visto reclutar al episcopado galo entre los miembros de las familias senatoriales, las últimas que conservaron vivo el cultivo de las letras. Pero cuando, tras la desaparición de las instituciones escolares, también esta tradición se debilita alarmantemente y amenaza extinguirse, la Iglesia se ve en la necesidad de reaccionar y, sustituyendo a lo temporal que ha desaparecido, se encarga ella misma de la formación intelectual, sin la cual el reclutamiento de un clero competente quedaba comprometido, y con él la misma vida cristiana.

Encontramos aquí, pero en condiciones en cierta manera invertidas, el fenómeno general que nos hacía observar el nacimiento de las iglesias exteriores: el cristianismo es una religión culta, no puede prescindir de un cierto nivel de cultura, de saber, de letras; lo hemos visto, en Oriente, civilizar a los bárbaros, de Etiopía al Cáucaso; no podía, sin ponerse en peligro, dejar que se barbarizara el Occidente.

Hasta entonces la Iglesia sólo había asegurado la formación, pudiéramos decir profesional, de sus clérigos; su instrucción, propiamente dicha, estaba asegurada por la escuela y la familia, incluso cuando ingresaban siendo todavía niños, a título de lectores, en las filas del clero episcopal. Sólo los monasterios, preocupados por preservarse al máximo de todo contacto con el mundo, se encargaban por sí mismos de enseñar a leer a sus jóvenes oblatos. Ahora es preciso que el propio obispo se preocupe de equipar a sus clérigos con el mínimo de conocimientos, sin los cuales no podrían ejercer correctamente su ministerio; de ahí la aparición, a comienzos del siglo VI, de la escuela episcopal, núcleo a partir del cual surgirán nuestras futuras universidades. Se entrevé su existencia en Provenza, en tiempos del obispo san Cesáreo (503-542); por lo que se refiere a España, un concilio de Toledo en 527 concreta su organización: los jóvenes clérigos tonsurados se instruirán bajo la dirección de' un maestro nombrado para ello; a los dieciocho años elegirán entre el matrimonio o el paso a las órdenes mayores.

La institución se generaliza: un buen número de hombres de Iglesia del siglo VI, sobre los que poseemos datos biográficos, se nutrieron así desde su infancia, in litteris ecclesiasticis, a la sombra de algún sabio y santo obispo. Tal fue el caso del futuro Gregorio de Tours (nacido en 538), que fue educado por su tío Galo, obispo de Auvernia, y luego por su tío-abuelo san Nizier de Lyon, que a su vez era hijo y nieto de obispos. Una simple ojeada a su árbol genealógico muestra cómo, debido en parte a la entrada tardía en el sacerdocio, las últimas familias senatoriales se transforman de manera característica en familias sacerdotales.

Según las circunstancias, esta institución nueva pudo nacer y desarrollarse en un sitio antes que en otro. Una curiosa carta del papa san Gregorio Magno al obispo san Didier de Vienne reprocha enérgicamente a éste por dedicarse a la enseñanza de la gramática. El verdadero alcance del texto es discutido; quizá Didier orientaba demasiado su enseñanza hacia las letras profanas; pero hay otra explicación posible: esta carta pudiera muy bien reflejar la desproporción entre la situación cultural de Roma, donde, incluso en 599, todavía se conservaba algo de la tradición literaria, y la del valle del Ródano, donde las tinieblas eran más densas y donde se puede pensar que el obispo tuvo que tomar en sus manos la formación, incluso la más elemental, de sus clérigos.

Paralelamente, la multiplicación de las parroquias rurales hacía más urgente aún la formación de un número mayor de presbíteros, y esto en una coyuntura en que el contexto de civilización se hacía más bárbaro. Fue necesario generalizar la solución adoptada para las iglesias episcopales: de ahí la aparición de la escuela presbiteral. En la misma Provenza, y también por inspiración de san Cesáreo, el II concilio de Vaison (529) prescribe a todos los presbíteros encargados de parroquia que eduquen cristianamente a algunos niños admitidos provisionalmente en calidad de lectores, “para poder prepararse entre ellos dignos sucesores” —texto verdaderamente célebre que es como el acta de nacimiento de nuestra escuela popular rural, que ni la misma Antigüedad había conocido en una forma tan general, de nuestra escuela primaria y, como se dirá después, de nuestra escuela cristiana. Esta iniciativa, sin embargo, no es la primera cronológicamente: el mismo concilio de Vaison se refiere a una costumbre ya general en Italia, y en la misma Galia quizá encontremos ejemplos anteriores a 529. Este tipo de escuela se difunde rápidamente, respondiendo también a una necesidad general: a lo largo de todo el siglo VI vemos a los concilios preocuparse de apartar del sacerdocio a los candidatos sin formación e incluso a los presbíteros ya ordenados que no se resignasen a aprender a leer (Orleans, 533; Narbona, 589).

Nunca se insistirá demasiado en la importancia de estas innovaciones pedagógicas; al generalizar un tipo de educación que hasta entonces sólo era conocido en el interior de los claustros, estas escuelas, episcopales o presbiterales, realizaron la síntesis entre el maestro de escuela y el maestro de vida espiritual, entre la formación intelectual y la formación religiosa, síntesis que no había conocido la Antigüedad y que ignoraba todavía Bizancio; así se creó ese tipo de educación cristiana a la que la Iglesia ha permanecido hasta nuestros días firmemente fiel.

Por el momento, el hecho histórico que por su importancia merece ser destacado es que esta escuela cristiana, creación imperada por la necesidad de siglos oscuros, fue durante largos siglos la única que conoció el Occidente. De ahí la ambigüedad característica que en la Edad Media tiene el término “clérigo”: clericus significa alternativamente, y casi siempre a la vez, miembro del clero y hombre culto. Con la instrucción, se hace “clerical” toda la cultura —o casi toda (la única excepción está representada por un notariado capacitado para redactar las actas escritas del Derecho civil)—, cultura no sólo cristiana, sino de Iglesia; y este carácter dominará durante varios siglos, hasta la aparición de una literatura cortesana.

Cuando, en la segunda mitad del siglo VI, la aristocracia de origen germánico comienza a asimilar un género de vida más refinado que el de sus predecesores bárbaros, la vemos iniciarse en esta nueva cultura de tipo enteramente clerical. Tomemos el caso de un nieto de Clodoveo, el rey Chilperico de Neustria (761-584); ciertamente, su pretensión es restaurar la cultura clásica, o más concretamente, imitar ese modelo prestigioso que es el basileus de Constantinopla (el espejismo bizantino no cesará de seducir a los latinos durante toda la primera parte de la Edad Media); pero su cultura es plenamente la de los tiempos nuevos: sus ensayos en poesía latina resultan en una poesía religiosa, imitada de Sedulio (conservamos un himno a san Medardo); se aventura en la apologética, intentando convertir a un judío, e incluso en la teología trinitaria, no sin escandalizar a sus obispos, asustados de su colosal incompetencia...

Estos, por su parte, no estaban en condiciones de hacerlo mucho mejor, exceptuado el dominio de la ortodoxia; el nivel intelectual del clero de esta Galia franca es extremadamente bajo. En el concilio de Macon (581), uno de los obispos presentes pretendía que el término homo no podía ser aplicado a la mujer; se le refutó invocando los versículos o expresiones de la Escritura en que el término “hombre” es aplicado a los dos sexos. Anécdota célebre, y con frecuencia deformada (porque estos obispos merovingios no llegaban a poner en duda la existencia del alma de la mujer), que nos muestra un embrión de reflexión que comienza a realizarse a partir de los elementos de la gramática, débil residuo al que se limitaba esta humilde cultura de los tiempos bárbaros; es conocido el papel que desempeñará la gramática en el desarrollo del pensamiento medieval: aquí asistimos a los primeros balbuceos de una técnica naciente.

Este carácter eclesiástico no es exclusivo de la cultura intelectual, lo encontramos en todos los dominios; distingue netamente a esta cristiandad occidental del Bajo Imperio cristiano y del mundo bizantino que, como se ha visto, continúa al primero. En él encontrábamos toda una integración del ideal cristiano como principio animador de las instituciones de la ciudad humana; podíamos hablar de una estructura bipolar: aunque estos dos principios estuvieran íntimamente asociados, y a veces incluso mezclados, teníamos, por un lado, a la Iglesia, y por otro, frente a ella, al emperador, heredero de una tradición continua desde Augusto y Diocleciano; y con el emperador, todo un sistema de valores propiamente temporales que, aun cristianizados, habían conservado su estructura propia —comenzando por la cultura, el conocimiento de Homero y de los clásicos.

En Occidente, al salir de la anarquía bárbara, se reconstituye u organiza la civilización nueva en torno a la Iglesia y en función de sus necesidades. El contraste aparece en la misma correspondencia de san Gregorio Magno: llama la atención el tono diferente con que el papa se dirige al emperador Mauricio o a su sucesor Focas por una parte, y por otra a los príncipes merovingios, Childeberto II, su madre Brunequilda...; de un lado, una humilde deferencia; de otro, un tono mucho más imperativo, amonestaciones, sugestiones que son casi órdenes; san Gregorio les traza un programa de acción, les conmina a trabajar por el progreso de la evangelización y de la disciplina eclesiástica.

Se va perfilando con claridad la doctrina de la función ministerial del soberano, el poder le es concedido para poner su reino terrestre al servicio del reino de los cielos. Las fórmulas de que se sirve san Gregorio son tan tajantes que en el siglo xi su lejano sucesor Gregorio VII podrá reutilizar, en su lucha contra el emperador Enrique IV, cierta cláusula de un privilegio de 602, amenazando con pérdida de derechos y excomunión a cualquiera que osase resistir, aunque se tratara del mismo rey.

De ahí el papel que desempeña el episcopado en la sociedad franca y, después de la conversión de Recaredo, en el estado visigodo. Vemos, en efecto, a los obispos en el círculo inmediato del rey como consejeros, y no sólo para los asuntos eclesiásticos, en su propia ciudad, al lado y con frecuencia frente al conde, como en el Bajo Imperio, haciendo de defensores naturales del pueblo contra la rapacidad del poder; los servicios del Estado bárbaro están reducidos al mínimo y, como san Gregorio en Roma, los obispos deben a menudo tomar la iniciativa y el peso de las obras asistenciales, y hasta de los trabajos públicos.

Pero la obra de civilización, aun estando íntimamente ligada a la acción del cristianismo, es sólo un aspecto subordinado, si no accesorio, de la tarea principal que, entonces como siempre, incumbía a la Iglesia: evangelizar, convertir, cristianizar. Tenía mucho que hacer, incluso en Las regiones donde los movimientos de pueblos no la habían barrido o seriamente perturbado: bajo el impacto de las invasiones, los viejos fondos del paganismo ancestral con frecuencia habían revivido en las zonas rurales, cuya conversión, como hemos visto, distaba mucho de estar acabada. Por añadidura, los conquistadores germanos traían otras creencias o prácticas supersticiosas, de cuya vitalidad dan testimonio tanto los textos como las costumbres funerarias, reveladas por las excavaciones de sus cementerios.

Entre los deberes que san Gregorio señala a Brunequilda, regente de Austrasia, figura la lucha contra la idolatría, el culto de los árboles sagrados, los sacrificios de animales, porque —precisa el papa— “muchos cristianos acuden a las iglesias sin apartarse por ello de los cultos demoníacos”. Los numerosos concilios que durante el siglo VI se celebraron en la Galia central no cesan de insistir en este problema. Sólo será resuelto a la larga: los ritos paganos se degradan lentamente en el transcurso de las generaciones, acabando relegados a prácticas clandestinas de hechicería, o diluidos en el nivel inconsciente de costumbres folklóricas.

No fue menor el esfuerzo que hubo de realizar la Iglesia para implantar el ideal moral del Evangelio en esta sociedad tan hondamente barbarizada: la Historia Francorum, de Gregorio de Tours, nos traza un cuadro impresionante de la brutalidad, del salvajismo de sus costumbres, en las que sólo vemos violencias, crímenes, explosión incontrolada de pasiones elementales. El mal ejemplo venía de arriba: son horrorosos los crímenes de las familias reales, las sanguinarias figuras de esas reinas rivales, como Fredegunda, esposa de Chilperico de Neustria, su cuñada Brunequilda, a la que el hijo de la primera hará perecer un día, en un suplicio ignominioso, como “asesina de diez reyes”.

La humanidad y la dulzura se refugian en el claustro; tal es el caso de santa Radegunda, cautiva turingia tomada por esposa por el rudo rey Clotario I, que se retira de la corte y funda en Poitiers el monasterio de Santa Cruz (del nombre de la preciosa reliquia que le envía el emperador Justino II); allí acaba sus días (587) en una atmósfera recogida, donde la piedad más austera se ilumina con un rayo de humanismo (acoge en Fortunato a uno de los últimos poetas de corte salidos de la Italia antigua) y, podemos decir ya, de cortesanía.

Pero incluso en este asilo de paz las viejas pasiones rugen: testigo el escándalo que ocasionaron dos nietas del mismo Clotario, Chrodehilda y Basina, monjas de Santa Cruz (es cierto que la segunda había sido llevada allí contra su voluntad por su madrastra Fredegunda); se rebelan, salen del claustro, organizan una agresión armada y encarcelan a la abadesa. Y cuando las autoridades conocen el hecho y quieren intervenir, Chrodehilda responderá altanera: “¡Soy reina, hija de un rey, prima de otro rey, no os libraréis de su venganza!”.

El mismo clero, empezando por los obispos, se ve contaminado por ósmosis: la función episcopal lleva consigo demasiada riqueza, demasiado prestigio y poder para que la ambición y la avidez no se desencadenen en torno a ella. El papa y los concilios no cesan de clamar contra la simonía y la ordenación de laicos mal preparados; los reyes manifiestan una perniciosa tendencia a recompensar a sus leales concediéndoles un obispado —así Bodegiselo, mayordomo de Chilperico, instalado por el favor real en la sede de Mans, hombre codicioso y cruel, y por añadidura mal aconsejado por su mujer, que contestaba: “¿Voy a dejar de vengar mis injurias por haberme hecho clérigo

Afortunadamente, la Iglesia de estos tiempos difíciles contó también con muchos santos: canonización popular, espontánea, que tiene para nosotros el interés de reflejar la sensibilidad religiosa del pueblo cristiano, sus reacciones profundas. Así, por ejemplo, su protesta contra la crueldad, que se ha hecho general, se manifiesta en la veneración de víctimas inocentes de una muerte inmerecida —el equivalente de los “santos pacientes”, de la Iglesia rusa—, inspirada de una compasión, de una piedad verdaderamente evangélica. Ya hemos citado el caso del rey borgoñón san Segismundo; hubo muchos otros, así san Pretextato, obispo de Rouen, víctima del odio de Fredegunda (586), o san Didier de Vienne (el mismo que hemos visto reprendido como gramático), que pereció a consecuencia de las intrigas fomentadas contra él por el odio de Brunequilda, con la connivencia, es preciso reconocerlo, de su colega el obispo san Arigio de Lyon. Quizá nuestra primera impresión de hombres modernos sea pensar que este pueblo sencillo consideró cosa fácil la canonización, pero su gesto traduce el asombro y la admiración de estas almas simples frente a la virtud que, a sus ojos y por contraste con el desorden reinante, sólo se puede explicar por una efusión del Espíritu: los tiempos eran poco propicios para el desarrollo de una vocación media, los textos al menos sólo nos dan a conocer casos extremos y opuestos, de criminales o de santos.

Entre éstos hallamos monjes y también ermitaños, como san Valfroy, lombardo de origen, que quiso imitar en la Galia del Norte, en Carignan, las hazañas de los estilitas orientales, exceso del que fue disuadido pronto por la autoridad eclesiástica (f. 594). Pero es el obispo quien representa sobre todo el tipo característico de santidad en este tiempo, el obispo evangelizador, personalmente de una virtud ejemplar, taumaturgo casi siempre, curandero, exorcista, pero también caritativo, rico en obras, protector de los débiles, enérgico consejero de príncipes, apóstol de la paz —hombre de Dios.

Es una época de fe robusta, un poco simple, que no se para demasiado en escrúpulos críticos: encontramos el caso de charlatanes que abusaron de su credulidad, del gusto general por lo maravilloso, del interés apasionado por la posesión de reliquias. El culto a los santos, la veneración a sus sepulcros y a sus restos no deja de presentar algunos aspectos supersticiosos; sus santuarios son objeto de una gran veneración: es la época en que el derecho de asilo, muy desarrollado, se respeta generalmente. Es cierto que no siempre, pero los culpables no se consideran seguros y sienten pesar sobre sí la maldición divina. Cuando los soldados de Thierry I, en guerra contra su hermano Childeberto, saquearon la basílica de San Julián de Brioude, los desgraciados autores del crimen se sintieron como poseídos por un espíritu diabólico y atormentados por el santo mártir.

El sentimiento que parece dominar es el del temor reverencial que inspira el poder soberano de Dios y de sus santos: la amenaza del castigo, en esta tierra y en la otra vida, es el argumento mayor que viene a reforzar las razones de un obispo que se esfuerza por mover al príncipe al cumplimiento de sus deberes. La piedad ha tomado un carácter menos comunitario, más individual: la preocupación por la salvación personal se ha hecho obsesionante —de ahí la inquietud, sobre todo entre los poderosos con la conciencia a menudo intranquila, de redimirse mediante la limosna, los legados piadosos, las donaciones a iglesias, las fundaciones; Brunequilda, por ejemplo, construye en Autun una iglesia dedicada a san Martín, un convento de monjas, un hospicio u hospital. Se cuenta, quizá demasiado, con la comunión de los santos, la reversibilidad de los méritos, las oraciones de la Iglesia: es más fácil hacer celebrar una misa a intención propia que acercarse personalmente al sacramento...

Cristiandad sacral: el sentido de la presencia de lo sagrado, de un sagrado en que lo tremendum supera a lo fascinans, impregna la vida diaria, las mismas instituciones. Así se explica el nacimiento de prácticas nuevas, extrañas al Derecho romano, que serán codificadas en las colecciones de leyes nacionales que comienzan a redactarse: la Ley Gombette de los borgoñeses, la Ley Sálica de los francos, a comienzos del siglo VI; la mayoría, Leyes de los francos renanos, de los alamanes, de los turingios, de los bávaros, lo serán en los siglos siguientes.

Tenemos, en primer lugar, el recurso regular, generalizado, al juramento: que el acusado o el defensor pudiera, como se decía, “purgarse” por el juramento supone un ambiente de civilización en que el nombre de Dios no era invocado a la ligera. Sin duda no era desconocido el perjurio, de ahí la institución, para reforzar a la primera, de los co juradores, cuya palabra venía a confirmar la del primer interesado; finalmente, la apelación directa al juicio de Dios, la ordalía, por la mano introducida en agua hirviendo o cogiendo un hierro al rojo, y el duelo judiciario: no se concebía que Dios pudiera abandonar al que se presentaba como campeón del derecho defendiendo una causa justa. Esta práctica no se implantó sin protestas por parte de hombres de Iglesia herederos de la tradición antigua: san Avito, arzobispo de Vienne (494­518), entre los borgoñones; Casiodoro, que escribe en nombre del rey Teodorico para el Ilírico. Pero la corriente era demasiado poderosa; como se sabe, estas prácticas modelaron profundamente el Derecho medieval y las costumbres de Occidente; y todos saben también cuántos quebraderos de cabeza ha ocasionado a los moralistas de los últimos siglos la práctica del duelo, último eco de esta apelación al juicio de Dios

5. HACIA LA CONVERSIÓN DE LA EUROPA DEL NORTE .

 

El cristianismo en las Islas Británicas

 

Como ha sucedido con frecuencia en la historia de la civilización, el paso de la Antigüedad a la Edad Media va acompañado de un desplazamiento en la repartición geográfica de los focos culturales. Mientras Italia sucumbe bajo las ruinas de la invasión lombarda, y la Galia meridional ve finalmente extinguirse la tradición romana que se había mantenido tenazmente durante mucho tiempo, en otros lugares despierta una vida nueva. El primer renacimiento que encontramos es el de España: la destrucción del reino suevo (585) y la conversión del rey Recaredo (587) completarán la unificación política y religiosa de la Península Ibérica; ya se había operado una cierta estabilización que, unida al estímulo de las aportaciones venidas de Bizancio o de Africa, había hecho posible una renovación de los estudios eclesiásticos en los monasterios y en el episcopado.

A partir de mediados del siglo VI se manifiesta con Justo de Urgel, Apringio de Beja, comentadores el uno del Cantar de los Cantares y el otro del Apocalipsis un poco más tarde, en los años 580-600, con Eutropio de Valencia, Liciniano de Cartagena, Leandro de Sevilla (584-608), cuyo mayor título de gloria es haber educado a su hermano menor y sucesor Isidoro (f. 636), cuya obra enciclopédica, a un mismo tiempo reunión de materiales recuperados en la herencia de la erudición antigua y primer ensayo de organización con vistas a una síntesis nueva, será durante toda la Edad Media uno de los manuales básicos de la cultura occidental.

La anexión de Aquitania al reino franco, tras la victoria de éste sobre los visigodos en Vouillé (507), tuvo consecuencias favorables para la Galia del Norte, a la que hemos visto cruelmente probada por el huracán de las invasiones; el Sur ayudó a la reconstrucción de las provincias septentrionales u orientales, y en particular a la reorganización de sus iglesias. El movimiento, de Nantes a Maestricht, tendrá su apogeo en el siglo VII, pero comenzó en el precedente; en tiempo del obispo san Nizier, natural quizá de Limousin, la iglesia de Tréveris recibe clérigos venidos de Auvernia, llama artesanos de Italia; hacia 500 tienen lugar las campañas misioneras y las fundaciones monásticas en país renano, desde el lago de Constanza al Mosela, de san Goar y san Fridolín, que venían de Aquitania; el segundo había sido antes abad de un monasterio de Poitiers.

Cuando se realizó otro movimiento a partir de Aquilea, que en 580 logró restaurar las sedes episcopales del valle del Drave en Carintia, encontró en la región presbíteros ordenados por los obispos galos, lo cual dio origen a un conflicto de jurisdicción que hubo de ser zanjado por el papa san Gregorio, testimonio indirecto de la actividad misionera del clero franco en el interior de la Germania. Su acción iba a ser relevada de modo inesperado por otros operarios de la evangelización llegados de las islas británicas; pero esto exige que demos un paso atrás.

Hemos dejado a la Gran Bretaña profundamente trastornada por la invasión anglosajona: entre 457 y 604, nuestros documentos no mencionan nunca la ciudad de Londres; en el Este del país, el cristianismo desaparece prácticamente bajo la avalancha de conquistadores paganos; por el contrario, el aflujo de una parte de los bretones hacia las regiones occidentales parece que tuvo una repercusión favorable en la implantación del cristianismo. Aunque el barniz de romanidad que habían recibido estas poblaciones desaparece muy pronto, prevaleciendo definitivamente los caracteres celtas, la religión cristiana no sólo se mantiene, sino que adquiere un notable auge en la península de Cornualles y en el País de Gales: la repartición geográfica de las inscripciones cristianas de los siglos V-VII que se han encontrado se extiende a muchos sitios que caen fuera de los establecimientos de la época romana. Se trata del comienzo de un nuevo período en la historia, tanto de la población del país como de su iglesia. En la medida en que la incertidumbre de los documentos que de ellos hablan nos permite captar la fisonomía de los santos que la ilustraron, especialmente en el siglo VI, nos hallamos, en efecto, ante una iglesia de tipo muy diferente (con relación a la de la época romana), una iglesia eminentemente monástica y de rasgos celtas muy acusados, como la de san Illtud (527-537), de sus discípulos o sucesores san Gildas (f. 570), san David de Menevia (f. 601, que será el santo más venerado, el patrón del País de Gales), san Sansón, muerto hacia 565-573 siendo obispo-abad de Dol, en Bretaña, adonde los inmigrantes llegados de la gran isla trajeron consigo su fe cristiana y sus tradiciones propias en materia de organización eclesiástica o de piedad.

Finalmente, como se sabe, de Gran Bretaña salió san Patricio, el apóstol de Irlanda. Los comienzos del cristianismo en esta isla, que había escapado a la dominación romana, están envueltos de oscuridad, pero el papel decisivo desempeñado en su conversión por san Patricio es indiscutible. Nacido, como hemos visto, en el seno de una vieja familia cristiana, tenía unos dieciséis años cuando fue capturado por unos piratas venidos de Irlanda; pasó allí seis años en esclavitud y se escapó al continente, donde acabó su formación religiosa, sin duda en Auxerre, bajo la dirección de san Amatrio y de su sucesor san Germán. Vuelto a su patria, se sintió llamado por Dios a la evangelización de Irlanda, a la que se consagró en adelante y para la cual recibió la consagración episcopal. Su apostolado parece ha de situarse de 432 a 461. Es difícil reconstituir las etapas y las vicisitudes de la cristianización del país; tuvo que vencer, sin duda, la resistencia de la clase de los druidas, poseedores de una tradición cultural que, no estando escrita, entrañaba, no obstante, una gran riqueza de valores originales.

Esta tradición, el vigoroso temperamento nacional que en ella se expresaba, unido al relativo aislamiento en que surgió la cristiandad irlandesa, explican que, cuando ésta se nos muestra en plena luz durante el siglo VI, presente caracteres muy particulares que distinguen a su iglesia de todo el resto del Occidente latino: se puede hablar con justicia de una iglesia celta.

Esta iglesia poseía costumbres propias, algunas de las cuales provocarán más tarde violentos conflictos: forma particular de la tonsura, utilización de un antiguo cómputo para calcular la fecha de la Pascua... Pero el hecho más saliente es el extraordinario éxito que tuvo el ideal monástico; el monacato conoció en Irlanda un desarrollo prodigioso: como antes en Egipto, se asiste a un pulular de eremitorios, de conventos de monjes y de monjas, que reúnen a veces a varios miles de miembros. Hecho más notable aún: mientras que en todo el mundo cristiano la iglesia episcopal constituye la célula fundamental de la organización religiosa, en Irlanda y, en gran medida, también en los demás países celtas, es el monasterio el que, de manera casi exclusiva, desempeña este papel. Su jurisdicción se extiende a todo el territorio circundante; su abad mismo puede estar revestido de la dignidad episcopal; si no lo está, utiliza para la liturgia los servicios de uno o varios obispos claustrales puestos bajo su autoridad.

Este ambiente original sirvió de marco a un importante florecimiento cultural. Como en las iglesias exteriores de Oriente, la implantación del cristianismo suscitó en Irlanda la aparición de una cultura literaria; cultura, en primer lugar, latina; como sucedió en todo el resto del Occidente, incluso el germánico, el latín vino a ser en los países celtas la única lengua litúrgica. Sin duda el gaélico poseía ya título de nobleza (e incluso un alfabeto, el ogham, pero sólo se empleó en breves inscripciones). En la época cristiana, el alfabeto latino servirá para transcribir esta lengua, y en el siglo vi aparecen los primeros testimonios de una literatura irlandesa de inspiración cristiana; hasta el siglo siguiente no aparecerá una literatura profana de inspiración tradicional: los druidas sobrevivieron en la corporación de “poetas”, y bardos. Paralelamente se desarrolla también una literatura cristiana de expansión latina.

De esta manera, el estado monástico exigía, aunque sólo fuera para recitar el salterio, un conocimiento mínimo de esta lengua culta. Importa destacar que, a diferencia de los países romanos, aquí el latín es aprendido como una lengua totalmente extranjera; de ahí el recurso a una pedagogía original, por otra parte expeditiva: del alfabeto se pasa directamente al desciframiento de algunos versículos de los salmos, según un método que recuerda a la vez el arcaísmo de la escuela coránica y nuestras técnicas modernas de “lectura global”.

No hay que sobrevalorar el nivel inicial de esta enseñanza y de esta cultura que, trabajando a un ritmo bastante rápido, procuraron, en primer lugar, satisfacer las necesidades más urgentes de la vida religiosa. Pero era un punto de partida, un germen a partir del cual creció progresivamente una curiosidad más amplia apoyada en conocimientos más vastos y sólidos; de tal manera, que a finales del período que estudiamos Irlanda aparecerá como un foco de civilización cuya luz se derrama sobre el continente europeo casi completamente barbarizado; fue uno de los focos principales en los que debía alimentarse el renacimiento carolingio y con éste todo el desarrollo cultural del Occidente medieval y moderno.

Insula doctorum, pero antes insula sanctorum. Irlanda se honra de haber dado una hermosa legión de santos, en particular durante los siglos V y VI. Recordemos —para citar sólo algunos nombres— a san Enda, que se estableció en la isla de Aran hacia 520; sus contemporáneos san Finnian de Clonard y santa Brígida de Kildare, san Finnian de Moville, san Brendan de Clonfert, san Ciaran de Clonmacnois, san Coemgen de Glendalough (todos monasterios fundados hacia 540)...? De mayor interés será esforzarse por definir la atmósfera original en que se desarrolla su espiritualidad y que asegura a la iglesia celta un lugar aparte en el conjunto del mundo cristiano.

Sostenida por un temperamento fogoso inclinado a los extremos, esta espiritualidad se distingue por un ardor poco común en la vida penitente, en la práctica de la mortificación y la ascesis; encontramos aquí, a pesar de la diferencia de clima y de ambiente, la misma atmósfera carismática, las mismas hazañas, los mismos excesos a veces, que encontrábamos en los primeros Padres del Yermo, en Egipto o en Oriente. Asimismo, muchas prácticas que vemos reaparecer en Irlanda tenían su equivalente en el monacato oriental: pobreza, austeridad de alojamiento, restricción del sueño y del alimento; los irlandeses practican a veces un ayuno absoluto y conocen la curiosa práctica del ayuno “contra alguien” para hacer triunfar el derecho o su voluntad contra un adversario; renuncia a los baños reconfortantes, e incluso a la limpieza, practicando, por el contrario, la inmersión prolongada en un estanque de agua helada; mortificaciones diversas llevadas hasta el desprecio, a veces hasta el desafío, de la naturaleza; retiro, aislamiento, silencio, obediencia rigurosa al maestro o al abad. Todo esto define una atmósfera un poco tensa (las cumbres de la ascesis son consideradas como un equivalente real del martirio) con algo de montaraz que sólo hace comprensible la tendencia, tan característica del genio celta, hacia lo fantástico y maravilloso.

Sin pretender con ello un inventario exhaustivo, señalaremos aquí al menos dos de las costumbres características de esta espiritualidad irlandesa a causa de la influencia profunda que ejercieron en el conjunto de la cristiandad latina. En primer lugar, el papel atribuido a la penitencia sacramental en su forma privada y reiterable; bajo esta forma, que en otras partes no había salido de un estado embrionario (en España semejante uso es todavía denunciado como escandaloso por el gran concilio de Toledo en 589), experimentó en los monasterios de Irlanda un extraordinario auge: la confesión de las faltas, frecuente e incluso diaria, for­ma parte del régimen normal de los ejercicios de ascesis. No se trata sólo de lo que nuestros monjes conocen todavía hoy con el nombre de “capítulo de faltas” y “apertura de conciencia” ante el superior, sino de la asociación de ésta al sacramento, propiamente dicho, de penitencia. Esto es lo nuevo o lo que al menos se hace general, aplicándose igualmente a los laicos que acuden a preguntar al abad o a los presbíteros cómo expiar sus faltas.

Esta práctica se refleja en la curiosa literatura, también de origen irlandés, de los libros penitenciales, que tasan, con una precisión cuasi jurídica, la satisfacción que se ha de exigir teniendo en cuenta la gravedad de las faltas, la calidad del culpable (monjes y clérigos son tratados con más severidad que los simples laicos) y el grado de voluntad; se impone, por ejemplo —sin hablar de otras mortificaciones u obras piadosas—, el ayuno a pan y agua durante varios años por homicidio o adulterio, un cierto número de días por faltas más ligeras. Un curioso sistema de compensación permite cambiar una pena más larga por otra más breve, pero más severa: un año a pan y agua puede ser computado, por ejemplo, por tres días (y tres noches) sin tomar reposo, con oraciones o salmodias ininterrumpidas en el santuario o “purgatorio” de un santo —por ejemplo, el de san Patricio— en una isla del Lough Deig.

Estas prácticas nos parecen hoy casi siempre muy rigurosas; sin embargo, el continente descubrió y adoptó con alivio y agradecimiento esta forma de penitencia que respondía a una exigencia pastoral hondamente sentida. Es conocida su evolución ulterior: el catolicismo latino heredó así de la vieja Irlanda uno de los aspectos más característicos de su piedad, la confesión frecuente y la asociación íntima del sacramento de la penitencia con la dirección espiritual.

Otra de las prácticas ascéticas que con mayor amor cultivaron los monjes celtas es el destierro voluntario, lo que ellos llamaban peregrinari pro Christo, o pro amore Dei: abandonar su patria y los suyos, marchar a vivir en un ambiente desconocido, siempre más o menos hostil, y poner esta emigración al servicio de Cristo, es decir, en realidad, trabajar en la evangelización de los pueblos extranjeros. Descontando la parte que puede corresponder a elementos propiamente humanos —afición a la aventura, cierta inestabilidad psicológica—, había en esto un ideal religioso de una gran fecundidad; su popularidad fue tan asombrosa, que el término Scotti, empleado primeramente por los romano-bretones para designar a los piratas que infestaban el mar de Irlanda, vendrá a ser en el continente sinónimo de “misioneros ambulantes de origen insular”.

Esta expansión espiritual se extendió a Gran Bretaña por una parte, y a la Galia y la Germania por otra. Los monjes irlandeses trabajaron primeramente en la conversión de los pictos, tribus celtas de la Escocia actual, con los que no se había entablado contacto a partir de la Bretaña romana. Se habla de la fundación por san Niniano del monasterio de Candida Casa (Whithorn, en Galloway), al otro lado del muro de Adriano, pero la fecha tradicional (397) parece demasiado temprana; el hecho parece ha de situarse en los alrededores del año 500; por otra parte, la influencia de este centro y su misma duración continúan siendo discutidas.

Sabemos, por el contrario, que san Columcille, después de fundar varios monasterios en la propia Irlanda, abandonó su isla natal en 583-5 para ir a restablecer en una pequeña isla, junto a la costa Oeste de Escocia, el de Hy o Iona, que conoció pronto una gran prosperidad y se convirtió en un centro de evangelización, cuya influencia se extendió por todo el Norte de la gran isla, llegando a las Oreadas; finalmente, su acción recaerá, por una especie de movimiento envolvente, sobre los mismos anglosajones, con quienes los bretones estaban demasiado complicados en guerra para poder pensar en un trabajo de conversión. Un monje de Yona, san Aidan, irá en 655 a fundar el monasterio de Lindisfarne en un islote frente a Northumberland, y esto a petición del rey Oswald, que se había convertido durante un destierro en país celta y cristiano. Lindisfarne se convirtió en una segunda “isla santa”, desde donde difundió el Evangelio entre los conquistadores germánicos del país.

Su acción no fue la única que se ejerció sobre ellos. En 597 había desembarcado en territorio de Kent un grupo de misioneros directamente enviados desde Roma por san Gregorio Magno. Este no era el primer papa que se preocupaba de la conversión de estas islas nórdicas: la crónica de Próspero de Aquitania, bien informado, pues escribía desde la misma Roma, señala que en 431 el papa Celestino había ordenado a su diácono Palladio como primer obispo destinado a Irlanda; no sabemos nada más de este Palladio al que, debido precisamente a este silencio, se ha querido identificar con san Patricio, al parecer sin suficientes razones. ¿Se llevó a cabo esta misión? En todo caso, es cierto que no dejó huellas muy visibles.

Mucho más fecunda debía ser la iniciativa de san Gregorio. Este envió, destinado no a los celtas, sino a los anglosajones, un equipo de misioneros dirigidos por un monje del convento que él mismo había establecido en su propia casa familiar del Coelius, san Agustín, que había de ser el primer arzobispo de Canterbury. Los expedicionarios encontraron el camino bien preparado gracias a la influencia de una princesa franca, cristiana y católica, la reina Berta, biznieta de Clodoveo y esposa del rey de Kent, Etelberto. Este se convirtió pronto, y recibió el bautismo el mismo año 597, así como un número importante de sus súbditos.

El movimiento se propagó rápidamente: en 604, san Agustín podía crear dos obispados sufragáneos de Canterbury en Londres y Rochester. Esto, sin embargo, era sólo un primer impulso; será necesario que esta base inicial se vea reforzada por una nueva misión organizada por el papa Vitaliano; una incomprensión recíproca impedirá durante largo tiempo la colaboración efectiva de los dos apostolados, el celta y el romano; de todos modos, es un hecho que por obra, en definitiva, convergente, de este doble esfuerzo, la conversión de los anglosajones se hallaba ya hacia el año 600 en camino de auténtica realización.

Mientras tanto, por una rara combinación de influencias, los Scotti habían llegado al continente para, con su trabajo, completar y consolidar la obra de evangelización. El gran nombre que aquí hemos de destacar es el de san Columbano. Salido del monasterio de san Comgall en Bangor, marchó a la Galia con doce compañeros en 590-1, estableciéndose en la Borgoña del rey Gontran, donde fundó sucesivamente los tres monasterios cercanos a Annegray, Luxeuil y Fontaine; el segundo sobre todo adquirió un gran desarrollo; por su influencia personal, apoyada en la redacción de sus Reglas y de su Penitencial de una austeridad y una severidad muy irlandesas, san Columbano ejerció un poderoso influjo en los monjes que acudían a ponerse bajo su dirección y en las multitudes que se llegaban a él para reconciliarse con Dios.

Al cabo de veinte años, se atrajo la cólera del rey y de su abuela, la terrible Brunequilda, por haber mantenido ante ellos con demasiada firmeza las exigencias de la moral cristiana, fue condenado al destierro; pero en el momento en que lo embarcaban en Nantes rumbo a las islas, pudo escapar y, atravesando la Neustria de Clotario II y la Austrasia de Teodeberto, llegó al país del Mosela y el Rhin, despertando en todas partes el mismo entusiasmo, suscitando vocaciones que, especialmente en Brie, al Este de París, hicieron nacer pronto nuevos monasterios, que estableció él personalmente como en Bregenz, en un extremo del lago de Constanza, o por medio de discípulos que siembra en el camino, como san Galo, que, después de haberle acompañado desde Bangor, lo deja para ir a fundar la abadía que conservará su nombre. La acción de san Columbano no tuvo por objeto sólo reanimar o vivificar la fe de las poblaciones cristianas que atravesaba; también se preocupó de anunciar el Evangelio a los paganos, todavía numerosos entre los germanos, especialmente entre los alamanes de la Alsacia y la Suiza actuales, que hasta entonces apenas habían sido rozados por los misioneros enviados por la corte merovingia. La predicación de san Columbano, la de sus discípulos, unida a los demás esfuerzos en el mismo sentido, hará mucho para lograr la conversión de este pueblo que, a pesar de ello, no estará acabada hasta mucho más tarde.

Peregrino por Cristo hasta el fin, san Columbano dejará Bregenz, atravesará los Alpes, para establecer en los Apeninos ligures el monasterio de Bobbio, ciudadela del catolicismo frente al arrianismo de los lombardos, donde murió en 615.

Este primer volumen abandona al lector en un movimiento que se halla en plena expansión. Con los anglosajones y los alamanes, en efecto, la conversión de los pueblos germánicos, instalados en el límite de los países romanos, está en marcha; este movimiento se extenderá durante las generaciones y los siglos siguientes. Una vez acabada, la conversión de la Europa del Norte dará a la Europa Occidental su figura definitiva; acarreará como consecuencia un desplazamiento del eje de la cristiandad latina.

La Antigüedad nos había mostrado al mundo cristiano instalarse y vivir en torno al hogar mediterráneo; en la Edad Media, el área de la cristiandad occidental se ve en cierto sentido deportada hacia el Norte y viene a ser esencialmente continental. La conquista por los árabes del Maghreb y luego de España vendrá sin duda a reforzar este fenómeno, pero había comenzado a manifestarse ya a partir de la invasión vándala, con el derrumbamiento del Africa romana y el progresivo debilitamiento de su iglesia. La historia del cristianismo en la Antigüedad se nos ha presentado con frecuencia como animada por el diálogo, y a veces la oposición, entre las iglesias orientales y la iglesia latina; la conversión de la Europa del Norte, las influencias germánicas y celtas (debidas las primeras a las invasiones, las otras a la acción de los misioneros Scotti), la divergencia, finalmente, de los caminos seguidos, cada uno por su parte, por griegos y latinos, sustituyen este primer tipo de tensión dialéctica por nuevos temas de diálogo entre celtas y continentales, entre germanos y romanos que, con relación a la antigüedad cristiana, pueden servir para caracterizar la originalidad de la cristiandad medieval.

 

 

TOMO II

LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA