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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO

CAPITULO XX

ORIGENES Y PRIMERA EXPANSION DEL MONACATO

 

Por muy enconados que fueran estos debates, por muy grave que fuera su repercusión, no se ha de imaginar que a lo largo de todo el siglo IV la Iglesia cristiana se dejó absorber por este problema de la teología trinitaria. Durante estos mismos años (310-41o), en efecto, asistimos a otras muchas manifestaciones de la vitalidad de la Iglesia. Y en primer lugar, al surgimiento y rápida expansión de una institución nueva : el monacato.

Hemos de dar ahora un paso atrás y remontarnos a la época de Diocleciano. Si la virginidad consagrada se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, el monacato, institución original que no se ha de confundir con la precedente (más precisamente: no se ha de reducir aquélla a éste), viene, en cierta manera, a realizar el relevo de la persecución, y esto tanto ideológica como cronológicamente.

Mientras la amenaza de las persecuciones conservaba su plena actualidad, era el martirio, gracia suprema, lo que representaba normalmente la meta de la ascensión espiritual de un alma cristiana llamada a la perfección. Pero llega la paz de la Iglesia, y el cristianismo se ve acogido por el siglo, en cierta manera se instala en él y a veces demasiado confortablemente. Piénsese en esos obispos de corte fácilmente deslumbrados por el favor imperial y más bien poco inclinados a revestir el estatuto del nuevo Imperio cristiano de un brillo tomado de los resplandores de la ciudad de Dios escatológica. La avalancha de conversiones a menudo superficiales o interesadas, tanto entre las masas como entre la élite, debía acarrear necesariamente un relajamiento de la tensión espiritual en el interior de la Iglesia.

En estas condiciones se comprende que la huida del mundo apareciese como la condición si no necesaria al menos la más favorable para llegar a la vida perfecta. Es la idea que expresará más tarde, en los ambientes monásticos irlandeses del siglo VI, la curiosa distinción entre el martirio rojo, el martirio sangriento de la persecución, y los martirios blanco o verde a que conduce una vida de renuncia y mortificación.

Soledad, ascesis, contemplación: el monacato cristiano actualiza, por su parte, uno de los tipos ideales más profundamente arraigados en la estructura misma de la naturaleza humana. La historia comparada de las religiones señala formas equivalentes en las civilizaciones más diversas, India, Asia Central, China, quizá también América pre-colombina; por el contrario, había estado ausente hasta entonces —el dato es curioso— del Mediterráneo clásico. Una solución de continuidad separa nuestro monacato de sus antecedentes judíos, esenios de Qumrán, terapeutas de Alejandría descritos o idealizados por Filón; los contactos que se ha pretendido establecer con algunos raros indicios pertenecientes al Egipto ptolemaico se revelan inconsistentes al análisis.

Esta institución aparece en Egipto a finales del siglo III; sus primeros representantes son los solitarios o anacoretas. El estilo de vida que adoptan no es de suyo una innovación: la anacóresis, literalmente la “subida al desierto”, en términos modernos “hacer el maquis”, es el recurso común en el Egipto de este tiempo para todos los que tienen fundada razón para huir de la sociedad, criminales, bandidos, deudores insolventes, contribuyentes perseguidos por el fisco, asociales de toda especie: durante la persecución hubo fieles que pudieron recurrir a este expediente (tal fue el caso de los abuelos de san Basilio); el monje lo escoge por motivos de orden espiritual.

I. SAN ANTONIO, EL PADRE DE LOS MONJES

El monacato hace su entrada en la historia con san Antonio, el “padre de los monjes”, muerto más que centenario en 356 (el desierto asegura la longevidad). Historia e historia literaria son a menudo inseparables; no se puede aislar del hombre mismo la biografía que le consagró el gran san Atanasio. Escrita, sin duda, alrededor de 360, traducida pronto y por dos veces al latín, ejerció una influencia considerable y contribuyó no poco a la difusión del ideal nuevo y a suscitar vocaciones : su lectura interviene en un momento decisivo de la conversión de san Agustín que nos atestigua en sus Confesiones el trastorno que podía suscitar su lectura en él mismo o en algunos de sus contemporáneos.

Cuadro y relato a la vez, esta monografía nos presenta a san Antonio como un labrador egipcio de origen modesto, prácticamente iletrado: frente al orgullo de los intelectuales, recientemente convertidos, que trasladaban al interior del cristianismo la tradición aristocrática de sus maestros paganos, el monacato va a reafirmar, como hará más tarde el franciscanismo en el siglo XIII, esa primacía de las almas sencillas que constituye uno de los aspectos esenciales del mensaje evangélico.

Cristiano de nacimiento y ya piadoso, Antonio se convierte a la vida perfecta hacia los dieciocho o veinte años, un día en que, entrando en la iglesia, oye leer las palabras del señor al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, repártelo a los pobres, ven y sígueme.” El monje es ante todo un cristiano que toma en serio y sigue a la letra los consejos del Evangelio.

Rompiendo todo lazo con el mundo, Antonio se consagra a la vida solitaria. Su larga carrera se divide en tres etapas, siempre en busca de un aislamiento más completo. Primeramente se establece en las cercanías inmediatas de su pueblo natal para poder aprovechar los consejos de un anciano más experimentado (este punto es esencial: la vida del solitario es una dura escuela y no se aprende sin maestro), luego, durante casi veinte años, en un fortín abandonado (los romanos habían jalonado de construcciones de este tipo las pistas entre el Nilo y el Mar Rojo), y finalmente se interna todavía más en el desierto.

La vida que lleva aparece al principio como una vida de penitencia y de ascesis cada vez más rigurosas. De esencia muy distinta a la ascesis de los platónicos o de los gnósticos, el ascetismo cristiano tiene su origen en esta observación de la experiencia a que tanto aluden los Padres de la Iglesia —la encontramos formulada casi bajo los mismos términos por la pluma de Clemente de Alejandría y la de san Agustín—: “El que se concede todo lo que está permitido llegará pronto a dejarse llevar y cometer lo que no está permitido”. Naturalmente todo depende del contexto de civilización: los primeros monjes egipcios, rudos campesinos coptos, partían de un nivel de vida tan bajo que su ardor en reprimir la concupiscencia los llevará frecuentemente a excesos para nosotros desconcertantes en la privación de confort, de alimentos y de sueño. De una manera u otra, el problema es llegar al perfecto dominio de las pasiones, lo que el teorizante del desierto, Evagrio el Póntico, intentará designar recurriendo a una palabra desgraciadamente equívoca, apatheia.

Esta ascesis no se limita a un cierto aspecto interior, psicológico; el solitario marcha al desierto para enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy concretamente con el demonio, sus tentaciones, sus asaltos. De ahí el lugar que ocupan en la Vida de Antonio esas “diabluras” que, tras haber divertido la imaginación de un Breughel, han escandalizado con frecuencia a los lectores modernos, pero cuyo contenido teológico profundo es preciso descubrir más allá de la fábula narrativa.

Trabajo manual, vigilia y oración. “Orad sin cesar”, decía san Pablo; “vigilad y orad”, recomienda el Señor en el Evangelio. El monje, como siempre, toma con toda seriedad estos consejos y quisiera poder realizarlos a la letra, llegar en el límite a una vida semejante a la de los ángeles. De ahí el papel que desempeña en su vida la lectura o más bien el recitado de los Salmos, de las Santas Escrituras (normalmente aprendidas de memoria) repetidas y meditadas sin cesar. La oración se prolonga en contemplación, y ésta a su vez abre el camino a una experiencia más alta: la ascesis cristiana, en efecto, salvo desviación o exceso, no constituye un fin en sí misma, sino prepara y orienta al hombre entero a una experiencia mística y se subordina a ésta como el medio al fin.

A los ojos de los paganos del siglo IV (por no decir nada de los paganos modernos) el monje aparecía como un loco víctima de la misantropía, olvidado de que el hombre está hecho para la sociedad y la civilización: tales son los términos de que se sirve Juliano el Apóstata. Pero no, el monje sigue siendo un hombre y lleva consigo al desierto toda la humanidad; sigue siendo cristiano y se siente solitario con la Iglesia entera.

Es significativo el hecho de que san Antonio sólo salió del desierto y marchó a Alejandría dos veces en su vida; la primera durante la persecución de Diocleciano para sostener el ánimo de los confesores exponiéndose él mismo al martirio; la segunda en lo más enconado de la polémica arriana para llevar al episcopado el apoyo de su prestigio personal y ayudarle en la defensa de la ortodoxia. Queremos subrayar esta alianza del profetismo y el sacerdocio que encuentra su expresión simbólica en el hecho de que sea el mismo Atanasio, obispo y doctor, quien se sintiese inclinado a hacerse el historiador de san Antonio y el propagandista de la institución monástica.

Conviene igualmente subrayar la importancia de la función propiamente eclesial desempeñada por los monjes y por san Antonio en primer lugar. Vemos a éste internarse en el desierto a la conquista de un objetivo en apariencia puramente personal, su perfección propia, la santidad; pero esta santidad que Dios confirma con la concesión de carismas posee una irradiación propia y actúa sobre los demás cristianos como un polo de atracción y un fermento. Paradoja o efecto transformador, el solitario atrae en masa a los visitantes (encontraremos de nuevo este hecho al hablar de las peregrinaciones) que se llegan a pedirle la ayuda de sus oraciones, la curación de enfermedades del alma y del cuerpos, consejos, un ejemplo. Unos regresan edificados y consolados y entran de nuevo en el siglo; otros, contagiados por el ejemplo, se instalan a su lado y, poniéndose bajo su dirección, se esfuerzan a su vez por imitar su género de vida.

Así, ya en vida de san Antonio y cada vez más después de su muerte, el monacato se extiende por todo el mundo cristiano, enriqueciendo el cuerpo de la Iglesia con una nueva forma de vocación a la santidad; naturalmente se fue operando también una diversificación. Sin rebasar los límites del siglo IV podemos distinguir cuatro variedades de institución monástica, cada una de las cuales corresponde a una etapa de su desarrollo:

2. LAS AGRUPACIONES DE ANACORETAS

Esta es la forma más antigua y más elemental de organización: los discípulos que vienen a formarse en la escuela de un santo anciano se construyen cada uno su celda en las proximidades de la suya; su número puede llegar a ser más o menos grande; surgen todas las combinaciones posibles entre soledad y vida común: en principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se congregan todos para la oración en común, bien cada día a las horas señaladas (muy pronto se esbozó lo que vino a ser el oficio monástico), bien cada semana para la liturgia solemne del sábado y del domingo, o con menos frecuencia aún si se trata de los que son juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.

Tal es el sistema que se esboza ya en vida de san Antonio, cuando la insistencia de sus hijos espirituales viene a imponérsele en dos ocasiones a pesar de su deseo de soledad. Desde el Medio Egipto en que había nacido y vivido san Antonio, el movimiento se extiende por todo el Egipto, al sur en la Tebaida, al norte en las orillas del Delta, en estado salvaje debido al abandono, o en sus inmediaciones; la agrupación más célebre (que ha subsistido hasta nuestros días) es la del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del Delta.

Fundada hacia 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia acogió, desde 382 hasta su muerte en 309, al curioso personaje que fue Evagrio el Póntico. Lector de san Basilio en Cesárea, diácono de san Gregorio de Nacianzo al que siguió a Constantinopla donde adquirió renombre en la predicación, Evagrio, a pesar de este doble patronazgo, era un teólogo de ortodoxia dudosa. Discípulo de Orígenes, desarrolla con predilección y exagera hasta la herejía las tendencias más discutibles de su maestro, justificando así las condenaciones postumas de que será objeto este origenismo desde finales de este siglo IV y más tarde en el VI. Su doctrina espiritual, por el contrario, nutrida de toda la experiencia acumulada por los grandes solitarios, posee un valor excepcional y ejercerá una profunda influencia; los intelectuales eran raros en el desierto: la misión histórica de Evagrio fue sistematizar esta enseñanza y elaborarla en un cuerpo de doctrina.

La sabiduría de los monjes de Egipto nos ha sido transmitida también bajo una forma más directa en las sabrosas colecciones de Apophthegmata donde toda una espiritualidad se resume en una anécdota de varias líneas, una frase, a veces tres palabras —como este lema del santo abad Arsenio, tan expresivo en el original griego—: “Huye, calla, vive en paz”. O también en esos grandes reportajes en que algunos viajeros nos han conservado las conversaciones que tuvieron con uno u otro de los grandes solitarios. Los tres más célebres son la Historia de los monjes escrita hacia el 400, obra de un autor anónimo cuyo viaje se sitúa en 394­395 y que se difundió en latín por la traducción amplificada de Rufino de Aquilea; la Historia Lausiaca del obispo gálata Paladio (419-420; su estancia en Escitia se remonta a 388-399); las Collationes patrum y De institutes coenobiorum, redactados al fin de su vida en Marsella hacia el año 420 por el monje de origen rumano Juan Casiano y que incorporan los recuerdos de una larga estancia en el Bajo Egipto treinta o cuarenta años antes. Todas estas obras reflejan muy directamente la enseñanza recibida de Evagrio en Escitia, las dos primeras abiertamente, la otra, la de Casiano, con una prudente discreción.

3. EL CENOBITISMO PACOMIANO

Aunque bien adaptada al temperamento egipcio, esta forma de organización, todavía demasiado laxa, encerraba no pocos peligros, tanto desde el punto de vista espiritual (favoreciendo el individualismo), como desde el material (a partir del momento en que el número de monjes se hacía demasiado elevado). Con san Pacomio aparece otro tipo de monacato que, por reacción, pondrá el acento en la “vida común”, koinos bios —el cenobitismo—. Después de haberse ejercitado durante siete años en la vida solitaria, en 323 funda su primera comunidad en un pueblo abandonado, en Tabennisi, Alto Egipto.

Esta comunidad se desarrolló pronto y recibió de su fundador una estructura sólidamente construida: una regla, en primer lugar. Fue la primera regla monástica propiamente dicha, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el ritmo de la vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la disciplina. Cerrado por una valla, el monasterio de Pacomio comprendía, con la capilla y sus dependencias, una serie de casas que albergaban a una veintena de monjes bajo la autoridad de un abad asistido por un adjunto; tres o cuatro casas formaban una tribu, y el conjunto obedecía a un superior que, con su asistente, aseguraba la dirección espiritual de la comunidad y la buena marcha de los servicios generales, necesariamente bien montados (panadería, cocina, enfermería, etc.), para cuyo buen funcionamiento las diversas casas delegaban cada semana el número de monjes necesarios.

Ante el éxito encontrado por su iniciativa, san Pacomio hubo de crear pronto un segundo monasterio del mismo tipo en otro pueblo abandonado de la vecindad, Pebou. Siguieron otras fundaciones; a su muerte, en 346, san Pacomio había establecido nueve conventos de hombres y dos de mujeres, de los que el primero fue fundado hacia 340 cerca de Tabennisi por su propia hermana María. La expansión continuó bajo sus sucesores, extendiéndose por todo Egipto; a finales de siglo encontramos un monasterio pacomiano instalado en las mismas puertas de Alejandría, en Canopos: el célebre monasterio de la Penitencia, Metanoia.

El conjunto de estos conventos formaba una congregación bajo la autoridad de un superior general instalado en Tabennisi y más tarde en Pebou; éste nombraba los superiores de cada monasterio; un capítulo general los reunía en torno a él dos veces al año, en Pascua y el 13 de agosto; en particular debían rendir cuentas entonces de la buena marcha de su monasterio ante el ecónomo general que asistía al superior en la gestión de los asuntos que interesaban al conjunto de la congregación.

La importancia del aspecto económico de esta institución no cesa, en efecto, de crecer a medida que se desarrolla: los monasterios pacomianos llegan a agrupar miles de monjes, decenas de miles quizá. Para la agricultura egipcia constituían una aportación nada despreciable de mano de obra temporal: se les veía salir en cuadrillas al tiempo de la cosecha y extenderse por el valle del Nilo donde, en algunos días, recogían lo suficiente para asegurar durante todo el año la subsistencia de la comunidad y los recursos necesarios para su actividad caritativa.

La obra de san Pacomio aparece animada de un notable espíritu de prudencia y moderación, pero semejante desarrollo numérico fue ciertamente la causa que impulsó después a otros animadores del monacato a insistir en la severidad de su regla, a acentuar hasta el exceso el rigor de la disciplina. Tal fue el caso particular del fogoso Shenute a quien encontramos a la cabeza del monasterio Blanco, siempre en Alto Egipto, a partir de 388.

4. LA COMUNIDAD DE SAN BASILIO

Durante toda la Antigüedad cristiana Egipto no cesará de aparecer como la tierra de elección del monacato; sin embargo, éste no quedó confinado en el país del Nilo. Aunque nos sea difícil fechar con exactitud las primeras etapas de esta expansión, pronto vemos la nueva institución difundirse poco a poco por todo el Oriente. En Palestina desde comienzos de siglo con san Hilarión de Gaza; puede situarse hacia 335 la fundación del monasterio de san Epifanio, nombrado en 367 obispo de Salamina en Chipre y que, hasta su muerte en 403, desempeñará en la Iglesia el papel, sin duda necesario aunque ingrato, de exterminador de herejías.

Igualmente en Siria, sobre todo en las regiones más o menos desérticas de las proximidades de Antioquia; luego en Asia Menor donde el iniciador fue Eustacio, promovido hacia 356 para la sede de Sebaste en la Armenia romana, personaje complejo que se vio implicado en las polémicas trinitarias de la época sin hablar de las que suscitó el ardor, a los ojos de algunos indiscretos, de su propaganda ascética. El movimiento acabó por llegar, un poco tarde es cierto, a la misma Constantinopla donde el sirio Isaac fundó en 382 un primer monasterio, el de Dalmato, del nombre de su segundo abad.

Un progreso decisivo fue realizado por san Basilio que hacia 357, apenas recibido el bautismo, abrazó la vida monástica y, tras un viaje de información que lo llevó hasta Egipto, se estableció en una propiedad de la familia de Annési, en las montañas del Ponto. Procuró agrupar en torno suyo a algunos amigos, entre ellos a san Gregorio de Nacianzo; pero no pudo retener mucho tiempo a éste, demasiado instable psicológicamente para fijarse de modo tan radical; no obstante, poco a poco logró reunir una verdadera comunidad que debía servir de modelo a muchas otras.

Si la carrera monástica de san Basilio personalmente fue muy breve (ordenado presbítero para Cesárea de Capadocia se establece allí definitivamente en 365, ascendiendo en 370 al trono metropolitano), su papel histórico no fue menos considerable gracias a su obra de organizador y de legislador: las reglas monásticas que redactó, y cuya irradiación debía de ser muy grande, aportaban efectivamente una concepción en cierto sentido bastante nueva de la institución monástica.

Deliberadamente se ponía el acento ahora en la vida de comunidad, concebida como el marco normal para el desarrollo de la vida espiritual. El anacoreta desaparecía un poco en el horizonte; frente a los ejemplos heroicos del Antiguo Testamento tan del agrado de los primeros solitarios —la vocación de Abrahán, la ascensión de Elias— san Basilio presenta como ideal el cuadro de la vida de los primeros cristianos de Jerusalén según nos la describen los Hechos de los Apóstoles. De ahí ese insistir en la obediencia, en el deber de renunciar a la voluntad propia, en el confiado abandono en las manos del superior.

5. SAN JERONIMO Y LA PROPAGANDA ASCETICA EN EL AMBIENTE ROMANO

También al Occidente le llegó su turno. Ya durante su destierro en Tréveris y luego en Roma san Atanasio comenzó a dar a conocer la existencia del monacato; pero es sobre todo el nombre de san Jerónimo el que merece ser subrayado aquí. Después de tres años de formación en el desierto de Calcis, cerca de Antioquia (377-377), había venido a instalarse en Roma a la sombra del papa Dámaso. Su propaganda en favor del ideal ascético encontró un éxito extraordinario, especialmente entre un cierto número de mujeres, viudas o vírgenes, pertenecientes a la más alta aristocracia senatorial.

Exito que tuvo su contrapartida: como toda innovación en la vida de la Iglesia, el monacato despertó al hacer su aparición en Roma no pocas reticencias; de ahí las discusiones en que la vena de polemista de san Jerónimo tendrá más de una vez ocasión de ejercitarse (y de la que sabrá aprovecharse la teología cristiana, trátese de mariología, del matrimonio o de la virginidad); de ahí también no pocas tempestades.

San Jerónimo se vio obligado a abandonar Roma en 385; pronto se le unieron varias de sus dirigidas. Tras la obligada peregrinación por Siria y Egipto, san Jerónimo se establece en Belén junto al monasterio fundado bajo la dirección de una de sus discípulas, santa Paula, a la que sucederá su propia hija Eustoquia. Muy cerca, en Jerusalén, se había establecido otra gran dama romana, santa Melania la Antigua, que había fundado igualmente un convento de monjas latinas cuyo capellán era Rufino de Aquilea, cuasi-compatriota y viejo amigo de san Jerónimo; pero éste vendría más tarde a indisponerse lamentablemente con él con ocasión de la polémica origenista despertada por aquel inquieto Epifanio (393-402).

6. MONASTERIOS EPISCOPALES DE OCCIDENTE

No obstante, el monacato continuaba extendiéndose en Italia (lo encontramos floreciente en torno a san Ambrosio, en Milán), en Africa, en España, en la Galia: hacia 360 san Martín se establece en Ligugé cerca de Poitiers. Este primer monacato latino se alimenta muy directamente de las fuentes orientales: peregrinaciones y visitas a los ascetas de Egipto, traducciones de vidas de monjes, de Apophthegmata y de reglas; san Jerónimo traduce la de Pacomio, Rufino las de Basilio. El monasterio de Lérins que, san Honorato funda hacia 400 en la costa de Provenza es un buen ejemplo de esas comunidades todavía muy cerca de sus modelos egipcios; en gran parte para este ambiente, Juan Casiano, fundador a su vez de dos monasterios en Marsella, escribirá, como hemos visto, sus Recuerdos de Egipto.

Algo muy diferente y mucho más original aparece por primera vez con Eusebio, obispo de Vercelli en el Piamonte, a partir de 345; ardiente defensor de la ortodoxia nicena, será desterrado por ello por el emperador Constancio en 355, y esto le dará ocasión de visitar el Oriente donde entrará en estrecha relación con Evagrio de Antioquía, el segundo traductor de la Vida de san Antonio. Sin dejar de ser obispo, Eusebio quiso ser también monje, y agrupó en torno suyo a los miembros de su clero para llevar en comunidad con ellos una vida de tipo ascético.

Otros obispos lo imitarían a su vez; tal fue el caso, en Africa, de san Agustín. Este había abrazado el estado monástico al mismo tiempo que pedía el bautismo, pero la primera comunidad que había agrupado en torno suyo a su regreso a su ciudad natal de Tagaste (388) poseía un carácter más original aún y no lograría subsistir. Era un monasterio de intelectuales donde el trabajo científico y filosófico debía ir a la par con la vida religiosa, realizando así en el plano cristiano el sueño, acariciado ya por Plotino, de una comunidad de pensadores.

Cuando fue llamado a formar parte del clero de Hipona (391), san Agustín renunció sin duda a este hermoso sueño de una vida de soledad y de tranquila meditación, pero no a su vocación ascética. Siendo presbítero reunió junto a sí un cierto número de clérigos; pocos años más tarde (395), consagrado obispo, organizó un monasterio episcopal imponiendo a todo su clero la renuncia monástica y particularmente el voto de pobreza: algunos de sus sermones nos revelan con qué vigilancia procuraba que fuese rigurosamente respetado.

De modo muy semejante aunque con ligeras diferencias, san Martín, arrancado de la soledad al ser nombrado obispo de Tours (370-1), no había renunciado a la vida que llevaba en Ligugé, tanto para sí como para sus discípulos. Y así reunió también una comunidad bajo su dirección, si no como las precedentes en la misma ciudad episcopal, al menos muy cerca de ella, en Marmoutiers. Como la de Hipona, de la que saldría una docena de obispos, fue ésta un centro de formación eclesiástica que irradió por toda la región. Estas creaciones, que no fueron las únicas (se podría mencionar la acción análoga de san Paulino de Nola en Campania, de san Victricio de Rouen en la Galia del Norte), tuvieron grandes consecuencias para el porvenir, abriendo el camino a las futuras comunidades de canónigos regulares y a esa interpretación, tan característica de la iglesia de Occidente, entre la vida del clero secular y las exigencias del estado monástico.

 

 

CAPITULO XXI

LA EXPANSION DEL CRISTIANISMO FUERA DEL MUNDO ROMANO

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA