LA 
                    JHISTORIA DE LOS PAPAS
                  CAPÍTULO DOS
                  Tercera 
                    negación de Cristo
                  Alejandro VI - La Forja de un Anticristo
                   
                  Eugenio 
                    IV (1431-1447)
                  Eugenio IV, de nombre de pila Gabriel Condulmero, nació en Venecia en el 1383. 
                    Hijo de una familia de comerciantes entró en la orden monástica 
                    de los Celestinos, si por iniciativa vocacional o por imposición 
                    del sistema de castas occidental, un hijo para el Estado, 
                    otro para las armas y otro para la iglesia, no se sabe. El 
                    hecho es que los Celestinos fue una orden sui géneris dentro 
                    del universo de las órdenes eclesiásticas medievales italianas. 
                    Celestino, fundador de la orden, fue papa durante un año, 
                    el 1294. Su historia es tan singular como su orden y su vida 
                    tan curiosa como su muerte. Su nombre verdadero era Pedro 
                    Morón. Nació en el 1215, y fue el hijo de un tal Angelario, 
                    campesino de la comunidad napolitana, provincia de Molina. 
                    A los 17 años Celestino se metió en el convento benedictino 
                    de los Faifolis de Benevento, y enseguida se convirtió en 
                    un portento por su carácter superascético. En el 1239, con 
                    tan sólo 24 primaveras se retiró en plan San Antonio a una 
                    caverna del monte Morón, donde se pasó los siguientes cinco 
                    años luchando con sus demonios. Purificado por la victoria 
                    regresó a este mundo de pecadores. Pero lo mismo que la cabra 
                    tira al monte Pedro Morón regresó a su vida de cavernícola, 
                    esta vez con dos de sus colegas, con quienes compartió cueva 
                    en las Montañas del Sur. Y desde allí fundó la Orden de los 
                    Celestinos en el 1244.  
                  Aunque parezca increíble, al morirse Nicolás V los cardenales le eligieron 
                    papa a él, Pedro Morón. Cuando le dieron la noticia Pedro 
                    el Ermitaño se negó en rotundo a abandonar su cueva. Fue necesaria 
                    la intervención de los reyes de Nápoles y Hungría para sentarlo 
                    en el trono de Roma y coronarlo papa un 29 de Agosto del 1294. 
                    Pedro Morón tomó el nombre pontificio Celestino V. El 13 de 
                    diciembre del mismo año Celestino V renunció a la corona de 
                    Roma. Pero antes firmó dos decretos, en el primero confirmaba 
                    el encierro de los cardenales durante la elección del papa, 
                    en el siguiente y último decreto los obligaba a encerrarse 
                    a raiz de su dimisión irrevocable. ¿Las razones? “El deseo 
                    de una vida sencilla más pura, de una conciencia sin mancha, 
                    deficiencia de fuerzas para el cargo, su ignorancia, la perversidad 
                    de…”, dijo, y como lo dijo lo hizo. Una actitud increíble 
                    en un papa. Tan increíble que su inmediato sucesor lo atrapó, 
                    lo mandó encarcelar y dejó que se muriera de peste por cobarde 
                    y traidor a la causa.  
                  Este Bonifacio VIII sí llevaba en su frente la marca de los papas. Eso era 
                    un papa. Y todo papa que se preciare de serlo primero debía 
                    demostrar que valía para el crimen. En los prolegómenos de 
                    la Primera Pornocracia esta propiedad quedó establecida condición 
                    sine qua non indispensable para alcanzar la jefatura de la 
                    iglesia romana. Lo demás, ser perros, fornicarios, hechiceros, 
                    homicidas, venía de por sí.  
                  Total, esta es la orden de los Celestinos a la que confiaron el alma de su 
                    hijo los padres de Gabriel Condulmero, futuro Eugenio IV. 
                    La carrera pontificia de Gabriel entró en vía de alta velocidad 
                    durante el pontificado de su tito Gregorio XII. Este Gregorio 
                    XII y el difunto Celestino V fueron las dos caras de la moneda 
                    que Pedro, por orden de Jesús, sacó de la barriga de aquel 
                    pez legendario. Gregorio XII fue elegido papa por un cónclave 
                    compuesto por sólo quince cardenales. Fue elegido con una 
                    condición -como si a Dios se le pudiera imponer tesis- que 
                    su rival de Aviñón, Benedicto XIII, renunciase a la corona 
                    pontificia, y abriese un concilio contra el Gran Cisma de 
                    Occidente. De hecho los dos papas entraron en conversaciones 
                    y quedaron en Savona para llegar a un acuerdo. Buena voluntad 
                    no faltaba. Lo que sí brillaba por su ausencia eran los hechos. 
                    Ese concilio nunca tuvo lugar. Ni que decir tiene que mosqueados 
                    por esta traición a la palabra dada los quince cardenales 
                    empezaron a pronunciar otro nombre. Astuto como un papa, Gregorio 
                    XII, como si fuera Dios y la Iglesia su reino, contraatacó 
                    creando cuatro nuevos cardenales. Corría un 4 de Mayo del 
                    1408. Pero si el delito era grave el delincuente agravó su 
                    crimen delante del mundo al conocerse que los cuatro cardenales 
                    eran sobrinos del jefe de la iglesia romana, revelándose así 
                    por espíritu infuso otra de las cualidades pontificias, ser 
                    un Judas, traidor a su palabra y a la confianza depositada 
                    por la Iglesia Católica en su persona.  
                  Lo llamaban santo padre. Eso era un santo padre. En una palabra: el Papa. 
                     
                  Traicionados por sus respectivos elegidos, tanto los cardenales del papa de 
                    Aviñón como los del papa de Roma decidieron elegir uno nuevo 
                    y cerrar la historia del Gran Cisma. Convinieron en quedar 
                    en Pisa e invitaron al Concilio a ambos enemigos de la doctrina 
                    divina, la que dice que la palabra es Dios y el hombre fue 
                    creado a imagen y semejanza de Dios.  
                  Obviamente ni el papa ni su antipapa se presentaron en Pisa. Peor aún, Gregorio 
                    XII se armó de la espada de San Pedro y amenazó a los cardenales 
                    con la pena de excomunión y muerte: ¡por herejes!, sentencia 
                    inefable e infalible a cumplir por su verdugo a sueldo para 
                    la ocasión, un príncipe llamado Malatesta -el nombre le convenía 
                    al caso, cosas del destino-. El 5 de Junio del 1409, temiendo 
                    más a Dios que a un traidor a su palabra, los cardenales depusieron 
                    a los dos santos padres y eligieron a Alejandro V como nuevo 
                    obispo metropolitano romano. Más grande que el Señor de la 
                    Iglesia Católica y Rey del Cielo, el tal Gregorio XII, bajo 
                    cuya bandera comenzara su meteorítica carrera hacia la curia 
                    Gabriel Condulmero, futuro Eugenio IV, creó diez nuevos cardenales 
                    y declaró herejes y perjuros, enemigos públicos de la iglesia 
                    romana, a los dos papas contrincantes.  
                  Dado este caos Segismundo, emperador del sacro imperio romano, intervino para 
                    apoyar el Concilio que puso fin al Gran Cisma y declaró delante 
                    de Dios y de los hombres que el Concilio Ecuménico tiene autoridad 
                    sobre toda la Iglesia, incluído en el lote el obispo metropolitano 
                    romano.  
                  Obviamente esta verdad no tardaría en ser combatida y crucificada por los 
                    próximos jefes de la iglesia romana. El hecho es que el Concilio 
                    de Constanza fue un triunfo para Gregorio XII, padrino del 
                    futuro Eugenio IV, porque, aunque hubo de retirarse, impuso 
                    sus nombramientos cardenalicios al Concilio. Gracias a cuya 
                    imposición y aunque solo tenía 32 años de edad conservó su 
                    categoría de cardenal obispo su Gregorio Condulmero.  
                    
                  Sin razón, por lo que se ha visto, concibió Gabriel Condulmero contra la familia 
                    del nuevo papa Martín V un odio que si no le conviene a ningún 
                    cristiano menos al sucesor de San Pedro en la Cátedra de la 
                    infalibilidad ex-cathedra. La familia de la que provenía el 
                    papa Martín V Colonna y la iglesia romana estaban unidas por 
                    lazos que se remontaban al 1192, cuando uno de sus miembros 
                    alcanzó el cardenalato. Descendientes de los condes de Túsculum 
                    los Colonnas cultivaban contra los Orsinis una enemistad tradicional 
                    entre cuyas madejas los Condulmeros no tenían porqué meter 
                    las manos. Dos papas Orsinis, Celestino III y Nicolás III, 
                    hacían bueno el perdón para el papa Benedicto XIII Orsini, 
                    el enemigo jurado del Gregorio XII al que en nada le iba la 
                    vieja y querida enemistad Orsini-Colonna. De hecho Martín 
                    V Colonna no sólo no molestó al futuro Eugenio IV sino que 
                    además confirmó el valor de todo lo que su tío el papa Gregorio 
                    XII hizo. Pocas razones tenía por consiguiente el futuro papa 
                    Condulmero para ganarse la enemistad de una de las familias 
                    más poderosas de Italia y envolver al papado en el corazón 
                    de sus intrigas odiosas.  
                  A la muerte del tercer papa Orsini fue elegido el sobrino de Gregorio XII 
                    con el nombre de Eugenio IV. Como era de esperar en alguien 
                    capaz de mezclar odio a los hombres y amor a Dios en el mismo 
                    cáliz, bajo la política del nuevo papa las fuerzas del Vobispo 
                    romano se concentraron en una dirección. ¿Qué otra podía ser 
                    sino perseguir y crucificar el decreto por el cual el Concilio 
                    Ecuménico de las Iglesias, de acuerdo a la palabra de Dios: 
                    “Donde estéis dos en mi nombre estaré yo”, por ser Apostólico, 
                    eleva sus decisiones sobre las decisiones del jefe de la iglesia 
                    romana? Aboliendo la divinidad de la palabra del Hijo de Dios 
                    quedaba sólo glorificado él, el único, el incomparable, el 
                    sólo infalible y todopoderoso obispo de Roma, su divina santidad, 
                    el santo padre, el Papa.  
                  Consecuente con su política de autoglorificación el papa Condulmero disolvió 
                    el Concilio de Basilea que ordenara el papa Colonna, y ordenó 
                    que se celebrara uno nuevo en Bolonia. Lógicamente los reunidos 
                    en el nombre de Jesús en Basilea se negaron a renunciar a 
                    Cristo y confesaron ante Dios y los hombres que el Concilio 
                    Ecuménico tiene valor universal y no puede ser derogado ni 
                    contradecido por un obispo particular, sea el metropolitano 
                    de Roma o el de Moscú, el de New York o el de Madrid. No es 
                    Cristo quien tiene que obedecer a Pedro, sino Pedro quien 
                    tiene que seguir a Cristo. En este caso Jesús estaba en Basilea. 
                     
                  Estúpido decir que su divina santidad Eugenio IV se negó a ir, y no sólo se 
                    negó a doblar sus rodillas delante de su Señor sino que además, 
                    en Ferrara, el 8 de Junio del 1438, declaró a Cristo, que 
                    estaba entre sus obispos, hereje. La respuesta de Cristo fue 
                    fulminante y 17 días más tarde el anticristo Condulmero fue 
                    expulsado de la Iglesia. En su lugar fue elegido Félix V. 
                     
                  Días malos eran aquéllos. Al frente de su cuerpo cardenalicio el jefe de la 
                    iglesia metropolitana romana, como ya antes lo hiciera con 
                    la iglesia ortodoxa arrojando sobre ella el anatema, el Iscariote 
                    Condulmero, cabeza visible de aquel cuerpo que no era el de 
                    Cristo sino el de la iglesia romana, ad maiorem inferno gloriam 
                    desafió a Cristo a quitarle al Sucesor de Pedro la jefatura 
                    que ni Dios le quitara a San Pedro. Quitándosela, el Hijo 
                    se rebelaría contra el Padre y todo el Poder sería para el 
                    Papa. ¿No era astuto el Diablo?  
                  El mundo vivió alucinado aquella lucha del papa Condulmero por poner de rodillas 
                    a Cristo. Francia y Alemania no dudaron en poner en práctica 
                    la doctrina de Cristo establecida en el Concilio de Constanza, 
                    cuyos decretos porque Cristo es sempiterno, tienen valor eterno. 
                    Sin embargo el obispo romano legítimo, Félix V, demostró pronto 
                    no saber pronunciar el vade retro Satán con la energía necesaria. 
                    Mientras la acción de Félix V apenas si dejaba huellas los 
                    pasos del hombre que valía para ser papa a la usanza romana, 
                    criminal sin ser un monstruo, ladrón sin ser expoliador, traicionero 
                    sin ser diabólico, condujeron a Eugenio IV de regreso a la 
                    Roma de la que fuera expulsado. Poco a poco los intereses 
                    políticos de los reyes de Francia, Alemania y España volvieron 
                    a coincidir con los del papa Condulmero, y sin prisas pero 
                    sin pausa bajo el peso de las coronas europeas la Iglesia 
                    Católica fue de nuevo puesta de rodillas al servicio de la 
                    ambición de un sólo hombre. A su muerte se sentó en el trono 
                    de dios en la Tierra el que sería llamado Nicolás V.  
                    
                   
                   
                  Nicolás V (1447-1455) 
                  
                  Nicolás V, de nombre de pila Tomás Parentucheli, nació el 1398 en Sarzana, 
                    Italia. Su padre fue un médico. Estaba estudiando en Bolonia 
                    cuando un obispo descubrió su talento y le dio la oportunidad 
                    de seguir sus estudios en Alemania, Francia e Inglaterra. 
                    Su don de palabra y su inteligencia le ganaron la fama en 
                    el Concilio de Florencia-Ferrara. Elevado al obispado por 
                    el papa Condulmero fue elegido por su sucesor para tratar 
                    con Alemania la cuestión de la desobediencia al Concilio de 
                    Constanza. Su éxito fue recompensado con el cardenalato, desde 
                    donde saltó al trono pontificio vacante tras la muerte de 
                    su padrino romano.  
                  Perro sin más amo que su voluntad, desde el primer momento hizo de la glorificación 
                    del obispado romano el norte de su política. Como su predecesor, 
                    dirigió todas sus fuerzas a la anulación de la Doctrina del 
                    Concilio de Constanza y la recuperación para Roma de su posición 
                    clásica de capital del universo. Félix V, en efecto, dobló 
                    sus rodillas ante el nuevo rey de la ciudad eterna. Federico 
                    III el Alemán renunció a la Confesión de Constanza. Y desde 
                    todo el mundo los peregrinos acudieron como locos a Roma aprovechando 
                    el Jubileo del 1450. 
                  En la cúspide de su divina megalomanía y negándose a obedecer el decreto de 
                    Dios sobre la abolición del imperio, el papa Parentucheli 
                    coronó emperador a Federico III el Alemán. Era el 1452. En 
                    el 1453, a un año pasado de la restauracion del imperio romano 
                    de occidente, el imperio romano de oriente caía bajo los efectos 
                    del decreto contra el Imperio Romano que Dios pronunciara 
                    al final del siglo primero de la primera era de Cristo. 
                  Los cronistas de este obispo, hereje él mismo y juez de herejes, dicen que 
                    la rebelión de sus enemigos fraguó una conspiración catilina 
                    que, denunciada, fue atajada con los poderes naturales de 
                    un césar romano. Sobre las causas de la impotente rebelión 
                    y los efectos de la dulce venganza los cronistas a sueldo 
                    del papado no dicen ni jota. Nosotros, acostumbrados a las 
                    glorias y miserias del Poder, creemos que la creación de la 
                    roma vaticana a costa de las espaldas de los ciudadanos de 
                    la república cristiana fue el caldo de cultivo donde el descontento 
                    se transformó en virus. En cuanto a las muertes y torturas 
                    que el papa omnisciente -como lo llamaron- firmó y ejecutó 
                    personalmente mejor ni calcular el número. Podemos correr 
                    el riesgo de perder la cuenta y encontrarnos de repente en 
                    la cuneta 666, carretera del Diablo. 
                  Su divina santidad murió un 24 de Marzo del 1455 llevándose al Cielo las manos 
                    llenas de sangre, dejando en la Tierra el nombre de Dios un 
                    poco más bajo delante de los gentiles y el rostro de Cristo 
                    un poco más sucio.  
                     
                  Calisto III (1455-1458)  
                     
                  Calisto III, de nombre de pila Alfonso Borjia, nació en Játiva, Valencia, 
                    y era por tanto español. Profesor de Derecho en Lérida fue 
                    contratado al servicio del rey de Aragón para servirle como 
                    diplomático en el concilio de Basilea. Posteriormente por 
                    sus servicios de reconciliación entre su rey Alfonso V de 
                    Aragón y el papa Eugenio IV Condulmero recibió la púrpura 
                    cardenalicia. Desde aquí saltó al trono de la república cristiana 
                    romana, donde se murió de rabia por no poder suscitar el interés 
                    general por una cruzada de reconquista de Constantinopla, 
                    la ciudad rebelde. Siguiendo la política del papado: “todo 
                    papa que se precie de ser papa tiene que repartir los tesoros 
                    de la Iglesia entre sus parientes”, el primer papa Borjia 
                    convirtió a sus sobrinos de la noche a la mañana en cardenales. 
                    Entre ellos estaba el segundo y último de los papas Borjias, 
                    el Alejandro VI del cual estamos siguiendo los pasos de su 
                    forja. 
                  Pío II (1458-1464). 
                   
                  Pío II, de nombre de pila Eneas Silvio Piccolomini, Eneas Silvio su seudónimo 
                    literario, nació un 18 de Octubre del 1405. 
                  Como todos los que le precedieron y le sucederían, exceptuando algún paria 
                    de circo, Pío II era de noble cuna, mucha sangre azul y todo 
                    eso. Jesucristo dijo: "es más difícil ver entrar un rico en 
                    el reino de los cielos que un mosquito tragándose un elefante" 
                    - o algo así. No dijo que fuera imposible, porque para Dios 
                    todo es posible, pero sí que sería dificilillo. Sin embargo, 
                    por una operación misteriosa de los dioses romanos en cuanto 
                    los nombres de San Pedro y San Pablo se convirtieron en oro, 
                    por alguna transmutación alquímica con toda seguridad pues 
                    de qué forma entender que los que un día fueron tratados de 
                    bastardos al siguiente fueron adorados como dioses; en cuanto 
                    el milagro se produjo la dificultad se volatizó, al menos 
                    en Roma. Y con el paso de los siglos la iglesia romana le 
                    impuso a la Iglesia Católica, so pena de anatema, el dogma 
                    del mosquito tragándose al elefante.  
                  En efecto, para llegar a ser papa no había que ser rico, había que ser riquísimo. 
                    Y así fue cómo la iglesia romana se rió de Jesucristo. Los 
                    romanos no sólo se tragaban un elefante, también engullían 
                    mamuts, y hasta dinosaurios de los gigantes.  
                  Lógicamente nadie esperaba de los obispos romanos otra cosa que ser lo que 
                    eran, déspotas, nepotes, tiranos, asesinos, fornicarios, hechiceros, 
                    ladrones, borrachos, en suma, encarnación de todos los vicios 
                    y males del género humano contra los que Jesucristo se alzara 
                    de la tumba diciendo: “Fuera perros, hechiceros, fornicarios, 
                    homicidas”.  
                  En este terreno el papa Piccolomini no defraudaría la esperanza de los romanos. 
                    Los romanos no elegían a un papa para que fuera santo, sino 
                    para excusar sus propias bajezas en las miserias del papado. 
                    Y la Iglesia Católica, como Eva en su inocencia, cayó en la 
                    trampa del Diablo, porque si se levantaba contra el sucesor 
                    de Pedro cometía contra Dios un pecado terrible al tocar a 
                    su elegido. Y los romanos, sabiéndolo, se rieron de la Esposa 
                    de Cristo haciéndole tragar por jefe de los pastores de su 
                    Esposo al peor y más miserable de todos los cristianos.  
                    
                  El joven Eneas Piccolomini, italiano vero, descendiente de los legendarios 
                    romanos imperators, sabía lo que había y miró para otra parte. 
                    La carrera eclesiástica no era lo suyo.  
                  Así que al término de su carrera universitaria Eneas Piccolomini se buscó 
                    la vida dando clases. Pero la tentación de las riquezas fue 
                    más fuerte que la vida del hombre de la calle y en el 1431 
                    aceptó entrar al servicio del obispo Domingo Capranica. Este, 
                    furioso por la injusticia que contra él había cometido el 
                    pérfido y malvado Eugenio IV negándole el cardenalato que 
                    antes de morirse le otorgara Martín V, acompañado de su secretario 
                    Piccolomini, el obispo Capranica llegó al concilio de Basilea 
                    echando humos por las narices y loco por echarle leña al fuego 
                    del infierno encendido por el propio papa Condulmero.  
                    
                  Desde su posición de observador interino del concilio el escritor Eneas Silvio 
                    tuvo la oportunidad de ver la basura que se esconde debajo 
                    de la alfombra con los ojos de quien ve el teatro chino desde 
                    el lado de los creadores de las sombras. Fuese porque sabía 
                    más de la cuenta y su presencia de ojo que todo lo ve y todo 
                    lo calla empezaba a molestar en la corte de Roma, fuese porque 
                    su competencia le mereció la elección, el hecho es que el 
                    futuro papa Pío II fue desterrado de Roma a las antípodas 
                    británicas. Apareció en Escocia con una cierta misión secreta, 
                    de la que ni él mismo supo jamás el secreto, y fue el principio 
                    del mar de aventuras que, al ser tomado por espía papista, 
                    le sirvió de barco pirata con el que dar a conocer su talento 
                    de cronista y pintor de aquellos tiempos turbulentos a los 
                    reinos cristianos de la época.  
                  Su duda sobre la naturaleza de su misión secreta, por la que fuera enviado 
                    en misión divina a las antípodas extragalácticas de la república 
                    cristiana, nos es descubierta por el odio que arrasó su buena 
                    fe contra el papa Condulmero. A su regreso a la república 
                    cristiana se sumó a los cardenales apostólicos defensores 
                    de la doctrina universal de Constanza poniendo su afilada 
                    imaginación a sus pies. Excitado por la fiebre general firmó 
                    la elección legítima de Félix V, su torpedo contra el maléfico 
                    papa Condulmero. Pero cuando vio que su torpedo perdía fuerza 
                    y dirección y el barco del odiado Eugenio IV seguía a toda 
                    vela, el futuro papa Piccolomini se retiró del escenario y 
                    dejó las aguas correr. Después de todo la vida de los papas 
                    era tan corta como la de una ramera noche y día al pie del 
                    cañón. Si Eneas Piccolomini un día se buscó la vida dando 
                    clases ahora podía buscársela de juglar en la corte del emperador 
                    Federico III.  
                  Y así fue. Con tan buena fortuna que Eneas Silvio se convirtió de pronto en 
                    una especie de afortunado Petrarca en la corte del rey Arturo. 
                    Hombre de su tiempo, ni más bueno ni más malo que nadie, ahí 
                    es donde hubiera debido quedarse, cantando los amores de los 
                    cortesanos y ganándose corazones de reinas de la noche. Pero 
                    el tiempo que lo cura todo borró las cicatrices que le causaran 
                    su relación con el papado. Y poco a poco, como la cabra tira 
                    al monte, el bardo Piccolomini hizo las paces con Roma, que 
                    es decir con su rey y señor Eugenio IV Condulmero. Circunstancias 
                    obligan.  
                  El caso es que el emperador lo envió a Roma con la misión especial de aconsejar 
                    al papa la apertura de un nuevo concilio. Eugenio IV, haciendo 
                    gala de su santa paternidad en Cristo de todos los cristianos 
                    del universo, buenos y malos, le perdonó todas sus piccolomínidas 
                    a cambio de aceptar otra misión especial, ni más ni menos 
                    que regresar a Alemania y romper el hielo entre el emperador 
                    y el papa a causa del Credo de Constanza.  
                  Olvidadas sus piccolomínidas y reconciliado con Dios en el papa y gracias 
                    al papa, el legado imperial pontificio ejecutó a la perfección 
                    su misión, en recompensa por cuya victoria, la reconciliación 
                    imperio-papado, recibió de Nicolás V, a la muerte de Eugenio 
                    IV, el título de Obispo. El bardo y juglar de la corte del 
                    emperador, el follarín Piccolomini fue ungido sacerdote en 
                    un plis plas y hecho obispo en un santiamén por obra y gracia 
                    del Papa.  
                  Obispo de Trieste, al servicio del nuevo papa Martín V, su primer trabajo 
                    de importancia fue hacer de celestina para el emperador. El 
                    siguiente encargo papal fue de más categoría, hacerle una 
                    visita al rey de Bohemia, de fe supersticiosa, y tratar de 
                    reconvertirlo en una ovejita al servicio del rey de Roma. 
                    Jorge de Podebray mandó al “perro papista” de vuelta a la 
                    casa de su amo, a hacer de celestina para su emperador, que 
                    se le daba mejor. 
                  Para celebrar la boda el emperador fue declarado Rey de los Romanos por el 
                    sumo pontífice de los Romanos en la ciudad eterna de los Romanos. 
                    Y después el papa se murió.  
                  El nuevo papa, Calisto III, rechazó de plano la sugerencia del rey de los 
                    Romanos de hacer cardenal al obispo Piccolomini. La propuesta 
                    no era mala, pero el elegido del César tenía que ponerse a 
                    la cola y esperar su turno, el papa de los Romanos tenía una 
                    legión de sobrinos, hijos secretos y nietos ocultos entre 
                    los que repartir los tesoros de la iglesia. De todos modos 
                    para no perder la amistad del César lo haría arzobispo.  
                    
                  Y así fue. De bardo a obispo, de obispo a arzobispo. El siguiente asalto, 
                    la conquista del trono de San Pedro, ¡elemental, watson!
                  Calisto III se murió, los cardenales se reunieron, la feria subasta de la 
                    compra-venta a tiempo parcial del trono de San Pedro abrió 
                    su cónclave. Los apostantes se dejaron ganar al mejor postor 
                    y al final le fue adjudicada la gloria del Sucesor de San 
                    Pedro al bardo Eneas Silvio Piccolomini, que adoptó el glorioso 
                    nombre de Pío-Pío, en lenguaje romano Pío II.  
                    
                  Su primer acto como papa fue vender Nápoles al rey Fernando de Aragón. El 
                    siguiente gastarse las treinta monedas de plata en una macro 
                    fiesta a beneficio de una cruzada contra los turcos, a celebrar 
                    en Mantua. Como era de esperar a la fiesta se apuntó todo 
                    el mundo. Pero ni uno de los príncipes se tomó en serio la 
                    cruzada. La macro fiesta era una excusa del papa bardo para 
                    seguir viviendo la vida a lo loco. De hecho el regreso a Roma 
                    fue épico y la pernocta interminable del papa en Siena de 
                    leyenda bucólica.  
                  Desgraciadamente en este mundo miserable hay siempre idiotas que no viven 
                    sino para amargarle la fiesta a los que han nacido para vivir 
                    en eterno carnaval. El idiota de turno se llamaba Tiburcio. 
                    El desgraciado se atrevió a echarle en cara al papa gastarse 
                    el dinero de todos los romanos en lo que le diera la gana. 
                    El papa le puso la mano encima, le dijo una palabra y, como 
                    aquellos esposos de los Hechos, Tiburcio cayó fulminado al 
                    suelo. En protesta por esta muerte o porque ya estaban protestando 
                    la cosa es que los Romanos se entregaron a una orgía de violencia 
                    sin freno. Molesto, pero dispuesto a acabar con el caos en 
                    su reino, con la ayuda de su aliado aragonés, Pío-Pío no dudó 
                    en hacer lo que tuvo que hacer, segar cabezas, cortar "güevos". 
                     
                  Famoso antes de ser papa por su capacidad y paciencia negociadora, en cuanto 
                    fue papa perdió las virtudes que le hicieron famoso y se dedicó 
                    a lanzar anatemas y maldiciones contra todos los reyes y personajes 
                    adversos a sus proposiciones. Prusianos y polacos conocieron 
                    su cólera.  
                  Hábil político manipuló la figura de santa Catalina de Siena, a la que elevó 
                    a los altares para borrar de la memoria la expresión de cólera 
                    que a todos se le había grabado a raiz de sus maldiciones 
                    contra los Teutones. Luis XI, rey de Francia, se dejó ganar 
                    por gesto tan hábil y capituló a favor del papa en contra 
                    de la Santa Doctrina Apostólica de Constanza.  
                    
                  En realidad Luis XI no capituló. Simplemente hizo una transacción comercial. 
                    Yo te doy lo que tú quieres, el control de la iglesia galicana, 
                    y tú me das lo que yo quiero, el reino de Nápoles. El astuto 
                    Pío-Pío firmó la Capitulación a cambio de la Venta de Nápoles. 
                    Entonces el rey aragonés puso el grito en el cielo. Asustado, 
                    Pío-Pío traicionó su palabra, dejó en ridículo al rey francés 
                    y éste regresó a la obediencia de Constanza, uno de los pilares 
                    de la doctrina que llamaban Galicanismo.  
                  Volviendo su rostro sagrado hacia la cuestión bohemia, ahora como Pío-Pío, 
                    Piccolomini excomulgó a Jorge de Podebrady. Y de nuevo, después 
                    de haberle mostrado sus cuernos a todo el mundo, quiso hacer 
                    gala de su brillante aura invitando por carta al sultán de 
                    los turcos a convertirse al cristanismo. Y cuando el sultán 
                    lo mandó a freir espárragos él mismo, sacando la espada de 
                    Pedro -contra el Divino Decreto: “Vuelve la espada a su sitio, 
                    quien a espada mata a espada muere”- se lanzó a la cruzada 
                    seguido de un ejército que a su muerte, a los pocos días de 
                    viaje, se desvaneció en la nada
                  Pablo II (1464-71)
                   
                  Pablo II, de nombre de pila Pedro Barbo, veneciano, fue uno de los sobrinos 
                    suyos que el papa Eugenio IV Condulmero hizo cardenales porque 
                    era omnipotente, todopoderoso y ni Dios puede llamar a juicio 
                    al sacrosanto y santísimo pontífice romano. Engendrado en 
                    la cueva de un basilisco no se podía esperar de este digno 
                    hijo del nepotismo motra cosa que se apuntase a burlarse del 
                    juicio de Dios: “Por vuestra culpa es calumniado mi nombre 
                    entre los gentiles”. Burla que no tardó en oirse alto y fuerte 
                    apenas se sentó en su trono este nuevo sumo pontífice romano. 
                    Reinó este todopoderoso pontífice seudocristiano durante siete 
                    calamitosos y tristes años, del 64 al 71 del siglo XV.  
                    
                  Dicen las crónicas vaticanas que este hijo del nepotismo fue elegido unánimemente. 
                    Nosotros, observadores del Pasado, conocedores de las memorias 
                    del Papado, al leer esta nota nos imaginamos por la raza del 
                    elegido a sus electores, y nos preguntamos si entre todos 
                    aquellos hubo siquiera uno elegido por el Espíritu Santo y 
                    no impuesto al Espíritu Santo por la fuerza del dinero y las 
                    armas. El caso es que un triste 30 de Agosto del 1464 Pedro 
                    Barbo, sobrino de un papa de triste memoria para la cristiandad, 
                    fue elegido santísimo padre de la cristiandad. Otro padre 
                    más impuesto contra el Mandato Divino: “Vosotros no llaméis 
                    Padre a nadie, más que a vuestro Padre que está en los cielos”. 
                    El concepto de patres legado por el imperio romano 
                    era demasiado hermoso para ser abandonado por el obispado 
                    romano.  
                  Durante la toma de posesión del trono divino de los obispos romanos declaró 
                    Pablo II algo así como que ... iba a proscribir el Nepotismo 
                    ... iba a reformar la estructura interna de la Iglesia ... 
                    iba a continuar la cruzada contra los turcos. ... iba a llamar 
                    a concilio ecuménico en un plazo nínimo de ya y uno máximo 
                    de treinta y seis Lunas. Por prometer le prometió el Sol y 
                    las estrellas a los que le vendieron la Mitra. Obviamente 
                    en cuanto sentó su trasero en el Santo Sillón de los Santos 
                    Padres su palabra de Judas y la basura se fueron a comer juntas 
                    a los prostíbulos del Tíber. La rebelión que su traición anunciada 
                    suscitó entre sus antiguos admiradores llevó a la cárcel a 
                    más de uno bajo la acusación de alta traición contra su divinidad 
                    el Papa. Las torturas, las expropiaciones, todo tipo de delito 
                    que se podía esperar de un ferviente discípulo del diablo 
                    se rifaron al alimón, y les tocó el premio a todos los que 
                    el omnisciente y santísimo Pablo II les reservó la papeleta, 
                    entre ellos un eminente poeta filósofo, que una vez escapado 
                    de la muerte retrató al odioso Pedro Barbo con todos los colores 
                    clásicos naturales al Judas Iscariote, en su gloria lo tenga 
                    Dios.  
                  Pero sería diabólico por mi parte decir que aquel no fue un buen papa. Diré 
                    que fue un papa buenísimo. Superó a sus predecesores en orgías 
                    y gastos para fiestas populares a cargo de las espaldas de 
                    los fieles de todo el mundo. Su cara oculta, su lado oscuro 
                    fue su aversión patética e irracional contra las primeras 
                    flores del Humanismo. Según su santidad Pablo II lo que le 
                    convenía a los fieles era la ignorancia y el analfabetismo. 
                    Mientras más estúpido es el pueblo cristiano menos tiene que 
                    depositar sus pies sobre el suelo el sumo pontífice. Pues 
                    superando a Cristo, que no se tiró del monte a incitación 
                    del diablo, el obispado romano sí lo hizo, demostrándole asi 
                    al Cielo y a la Tierra que hasta los ángeles se ponen al servicio 
                    del Papa para que sus pies no tropiecen contra las piedras. 
                     
                  El juicio condescendiente y misericordioso de los historiadores de las cosas 
                    del Papado hacia aquel obispo sin honor se centra en la lucha 
                    que emprendió contra la corrupción municipal romana. Y nosotros, 
                    para no quitarles el gusto de sentirse buenos y misericordiosos 
                    como dios, les concederemos el éxtasis del alucinamiento que 
                    a la inteligencia de un hijo de Dios le causa la absolución 
                    humana contra quien Dios condenó al decir: “Por vuestra causa 
                    es aborrecido mi nombre delante de los gentiles”.  
                    
                  El único terreno donde hubiera podido demostrar ser un digno sucesor de San 
                    Pedro, la cuestión del rey de Bohemia, la pisó de plano mediante 
                    el recurso a la excomunión. O lo que es igual, por imposición 
                    doctrinal ante el papado en este mundo sólo hay dos posturas, 
                    doblar las rodillas o poner el trasero.  
                  Como muy bien nos enseñó Jesucristo y sus Apóstoles nos lo mostraron en sus 
                    carnes, en este mundo y en el otro, ahora y en la eternidad, 
                    un hijo de Dios sólo dobla sus rodillas ante Dios, su Padre, 
                    y no le pone el trasero ni al Diablo. La pregunta es: ¿Al 
                    elevarse sobre todas las criaturas y actuar como quien tiene 
                    el señorío sobre todas las cosas, empleando para glorificarse 
                    a sí mismo el Poder que Cristo le concediera a Pedro mirando 
                    a la Unidad espiritual de las iglesias: el obispado romano 
                    no cometió un delito contra el Cielo y la Tierra?  
                    
                  Pablo II se murió como se murieron todos aquéllos papas, dejando el nombre 
                    de Dios un poco más deshonrado delante de los ateos.
                   
                  Sixto IV (1471-84)
                   
                  Sixto IV, de nombre de pila Francisco de la Rovere, italiano por supuesto, 
                    romano imperator de la cuna hasta la tumba, pasó por la orden 
                    de los franciscanos antes de alcanzar la gloria del que es 
                    como los dioses, conocedor del bien y del mal. A los 50 años 
                    de edad fue elegido General de los Franciscanos. Tres años 
                    más tarde Pablo II lo hizo cardenal. Y sucedió a su padrino 
                    en el 71.  
                  Esperanza vana era la del cristiano que creía en el Papado. A uno malo le 
                    sucedía otro peor. Los nortes de este General Franciscano 
                    fueron su familia y la gloria del Papa. Pensando en la primera 
                    a sus sobrinos los nombró obispos, cardenales y lo que quiso, 
                    con todo lo que ello implicaba, poder, dinero, propiedades. 
                    En cuanto a la segunda causa Sixto IV no dudó en dirigir la 
                    nave del Vaticano contra la corona de Francia, que le debía 
                    la obediencia de la iglesia galicana a la doctrina de la superioridad 
                    suprema del obispado romano sobre todas las metrópolis cristianas 
                    del Reino de Dios.  
                  Luis XI se negó en rotundo a apartarse de la Doctrina Sacrosanta de Constanza 
                    en nombre de la gloria de una república cristiana fundada 
                    según el modelo del sumo pontificado legado por los romanos 
                    imperators a los sucesores de San Pedro. Doctrina de dudosa 
                    divinidad. Tanto más dudosa cuanto más profundo era el delito 
                    de los papas contra el Honor a Dios debido por sus siervos. 
                     
                  Si a una pena se le suma otra pena se forma una pena muy grande. Sixto Sixto 
                    Sixto Sixto, Sixto IV para sus adoradores, vivió una pena 
                    más grande todavía. Si a dos penas se le suma otra y a las 
                    tres una cuarta la pena del que tiene dos penas se dobla. 
                    Y es que la pena de aquel dios romano es imposible de calibrar. 
                    Todos sus sobrinos cardenales le salieron rana. Y tenía tantos... 
                    A pena por cabeza el pobrecito papa sufrió una pena más grande... 
                    
                  Es verdad, al papa Sixto IV sus sobrinos cardenales le salieron todos rana. 
                    No les bastaba a semejantes sapos vestir la púrpura y haber 
                    sido creados a la imagen y semejanza de Dios por un dios humano, 
                    además tenían que demostrar que eran como dios, para lo cual 
                    debian escupirle sus actitudes fornicarias, adúlteras, sodomitas 
                    y hechiceras en la cara a Dios.  
                  Entonces, si a una pena se le suma otra y se hace una pena muy grande, por 
                    la misma ley si a una osadía se le suman dos el valiente deviene 
                    un héroe. Por esta sencilla ley para parvulitos todos los 
                    sobrinos cardenales del divino papa fueron héroes.  
                    
                  Y es que matar para probar el dulce sabor de la sangre humana es de Novela. 
                    La sangre humana: ¿depende de en qué materia y lugar se beba 
                    es más o menos dulce? ¿El sitio ideal para beber la sangre 
                    humana es la iglesia? ¿Entre sus muros la sangre sabe mejor? 
                    
                  No sé quién le daría semejante consejo satánico a los cardenales romanos, 
                    posiblemente su tito el papa. El hecho es que querían saberlo 
                    por experiencia.  
                  Basiliscos, hijos de un dragón que paseaba su gloria maligna por toda la Tierra 
                    buscando donde plantar su Cizaña infernal, los hijos del Infierno 
                    encontraron en los sobrinos del jefe de la iglesia romana 
                    tierra buena; fruto de cuya siembra sería el episodio conocido 
                    con el título: La Conspiración de los Pazzi. Eran cardenales 
                    y obispos pero se atrevían a planear crímenes y se conjuraban 
                    para ejecutarlos entre los muros de las iglesias. Así y todo 
                    seguían siendo cardenales de la iglesia romana, aunque ante 
                    Dios y su Hijo jamás fueran miembros de la Iglesia Católica. 
                    Sobre todos ellos y su cabeza, el papa, pesa el juicio del 
                    Hijo del Hombre: “Apartáos de mí, malditos, obradores de iniquidad”. 
                     
                  Como todo el mundo sabe la causa tras la bendición de la iglesia romana al 
                    asesinato de los Médicis se descubre en la negación de Lorenzo 
                    el Magnífico a concederle otro crédito al Papa. Negarle algo 
                    al todopoderoso pontífice romano, sin el cual no había salvación, 
                    era una ofensa a la Santísima Trinidad, y en consecuencia 
                    el papa y sus sobrinos se plantearon la caída de Lorenzo y 
                    su familia empleando como brazo armado la familia Pazzi. La 
                    idea del papa era aprovechar la coyuntura para dar un golpe 
                    de estado contra la república de Florencia y ponerla bajo 
                    el control del cardenal Rafael Riario, su sobrino del alma. 
                    El complot falló. De los dos hermanos Medicis sólo cayó uno 
                    y el que quedó se llamaba Lorenzo el Magnífico.  
                    
                  Dulce es la sangre, pero más dulce es la venganza. Conocedor del cerebro detrás 
                    del brazo, Lorenzo mandó ejecutar al arzobispo de Pisa, devolviendo 
                    el golpe a rajatabla: ojo por ojo, diente por diente. La respuesta 
                    del verdadero cerebro criminal tras la Conspiración de los 
                    Pazzi, el mismísimo papa, fue a encerrar bajo el anatema a 
                    Florencia y luego declararle la guerra durante dos largos 
                    años. No contento con este delito contra el Decreto Divino: 
                    "Baja la espada, Pedro", el belicoso Sixto IV bendijo la guerra 
                    entre Venecia y Florencia a condición de serle entregada Ferrara 
                    a otro de sus sobrinos cardenales del alma.  
                  Desgraciadamente los príncipes italianos acabaron por abrir los ojos, le vieron 
                    los cuernos al demonio que se sentaba en la Silla de San Pedro 
                    y firmaron las paces. Sixto IV estuvo a punto de excomulgarlos 
                    a todos por herejes y no creer que la Voluntad del papa es 
                    el Verbo de Dios. A su tiempo sin embargo, cuando los tiempos 
                    estuviesen maduros, la doctrina de la igualdad entre el Verbo 
                    de Dios y la Palabra Infalible de los papas, se haría. Y así, 
                    por igualdad matemática, el papa sería Dios entre nosotros. 
                     
                  No todo iba a ser negativo en aquel demonio de papa. El hombre contrató a 
                    Miguel Angel para que le decorara la Choza Sixtina y embelleció 
                    la Ciudad Eterna donde mora Dios Infalible en la Tierra con 
                    otros monumentos épicos por los que pedimos la absolución 
                    para sus crímenes. Amén.  
                  Y se murió.  
                     
                  Inocencio VIII (1484-92)  
                     
                  Inocencio VIII, de nombre de pila Juan Bautista Cibo, genovés, descendiente 
                    azul de una rancia estirpe de senadores imperators, puso su 
                    nombre en la lista de los papas tras la muerte del anterior. 
                    La carrera eclesiástica de este príncipe de la vieja escuela 
                    en el seno de las tinieblas romanas se puede dibujar en el 
                    papel de los siglos sin preocuparnos demasiado de los renglones 
                    torcidos sobre los que su estela se movió de palacio en palacio. 
                     
                  Pablo II lo hizo arzobispo de Savona, por cuánto dinero no viene a cuento. 
                    Sixto IV lo hizo cardenal por la suma a la que se compraba 
                    y se vendia la púrpura. El precio variaba en función de la 
                    renta y los beneficios. Hombre de su tiempo se movía en la 
                    corrupción como gusano en agua fétida. El genovés Juan Bautista 
                    Cibo fue elegido papa un 29 de Agosto del 1489, con el nombre 
                    de Inocencio-Inocencio-Inocencio-Inocencio ... ocho veces, 
                    o si se prefiere Inocencio VIII. Contra lo que se pudiera 
                    esperar de su nombre, Inocencio I ... de inocente el hombre 
                    no tenía un pelo.  
                  Siguiendo la moda al uso nada más ser coronado habló del turco. Los cristianos 
                    ya estaban curados de sorpresa y sin embargo se vieron sorprendidos 
                    cuando el mismo Inocencio VIII que echaba pestes del turco 
                    aceptó conservar bajo su custodia al hermano rebelde del sultán 
                    de Constantinopla. Se dice que contra 40.000 ducados de oro 
                    al año. Este era el nuevo santo padre de los romanos. Esto 
                    era un papa de verdad, lo peor de la condición humana elevado 
                    a lo más alto de la conciencia cristiana, el Diablo huyendo 
                    de Dios que había encontrado refugio entre las misericordiosas 
                    fibras del corazón de la iglesia romana.  
                  Entre sus otras gestas figuran su bendición a la coronación de Enrique VII, 
                    padre de Enrique VIII, su decreto contra los magos y las brujas, 
                    elegir a Tomás de Torquemada como Gran Inquisidor, llamar 
                    a cruzada contra los Valdenses exhortando a la masacre sin 
                    perdón. Y otras gestas similares o más grandes, entre las 
                    que una legión de hijos de las más diferentes mujeres le valieron 
                    el chiste de, si no por sus actos, al menos sí por sus bastardos 
                    ser llamado padre de Roma. Teniendo en cuenta la broma nos 
                    podemos imaginar la vastedad que alcanzó el nepotismo y la 
                    corrupción en los medios pontificios. Sin esta imaginación 
                    sobre la mesa es imposible comprender que el próximo papa 
                    se hubiera atrevido a escupirle a Dios en pleno rostro. Lo 
                    llamaban Alejandro VI Borjia.
              
                  