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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

EL CORAZÓN DE MARÍA

CAPÍTULO I:

“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA

Tercera Parte . Historia de Jesús de Nazaret

 

LA MUERTE DE CLEOFÁS

 

Cleofás, el padre de Santiago el Justo y sus hermanos, fue un bendito. Si es verdad que antes de la muerte el ser humano revive los años vividos en este mundo, los últimos momentos del hermano de María fueron felices.

La única pena que hubiera podido oscurecer sus recuerdos luminosos, haber muerto su padre al poco de nacer él, incluso esta pena no pudo enturbiar sus últimos momentos. Su hermana María transformó aquella ausencia física en una presencia angelical siempre pendiente de su niño.

Ahora que se encontraba a un paso de cruzar la puerta de la muerte, Cleofás podía recordar sonriente la forma que su hermana mayor tuvo de mitigar la falta del padre transformándolo en su propio ángel de la guarda. ¿Cómo hubiera podido dudar de la inocencia de su hermana María el día que su madre le contó la Anunciación?

Fue el primer hombre en el mundo que conoció el Misterio de la Encarnación, y el primero que creyó con los ojos cerrados en la Virgen que concebiría al rey Mesías. Fue su madre la que lo cogió a solas y se lo dijo con todas las palabras. “Hijo, pasa esto, esto y esto, y quiero que hagas esto, esto y esto”.

Cleofás se olvidó de su mujer y de sus dos hijos pequeños, aparejó su caballo, la yegua para su hermana, y, sin darle más explicaciones de las necesarias a su cuñado, le abrió el camino a la Virgen a través de la Samaria.

¡Dios santo!, qué hermoso estaba, querubín en su caballo de fuego con la mirada del águila escudriñando el horizonte, la espada presta y afilada para trazar alrededor de su Hermana el círculo que el soldado romano desconocido trazó alrededor del gran rey del Asia. “Si traspasas la línea le declaras la guerra a Roma, si te das la vuelta, vete en paz. Si quieres la guerra, la tendrás”.

Le dio su cuñado por compañía dos de sus canes, Deneb y Kochab. A aquéllos últimos ejemplares de su raza parecía habérseles contagiado la tensión del joven hermano humano; Deneb avanzaba abriendo camino, Kochab vigilando la retaguardia.

La Virgen hubiera bajado sola a la Judea sin más protección que la confianza puesta en el Señor de su ángel Gabriel. Pero estaba tan hermoso su Cleofás cubriéndola con el manto de su fe absoluta en su inocencia.

Algún tiempo antes de descubrirse en Nazaret el estado de gracia en que se hallaba la mujer del Carpintero, estado de gracia en boca de todos los vecinos, llegó a Nazaret un muchacho de la Judea, de la propia Jerusalén, buscando a José. Traía un mensaje de Zacarías. Su contenido dejó boquiabierto y pensativo a José. “Isabel se hallaba embarazada”.

Cuando al poco su suegra se decidió a enviarle María a Isabel, para que le ayudara en los últimos meses de la gestación de Juan, José lo vio natural. Pero lo que ya no vio tan lógico es que fuera Cleofás quien se adelantase a él y acompañase a María al sur. Ahora, en su lecho de muerte, Cleofás recordaba con cariño la cara de sorpresa que puso su cuñado al oírle hablar a él, un muchacho a sus ojos, palabras de un hombre entero.

“No se diga más. Toda conversación ha terminado. Mi madre dispone, su hija obedece, y yo, su hijo, cumplo. Hasta el día de tu boda tu prometida está sometida a la autoridad de mi madre. No hay nada más que hablar, José. A la vuelta nos veremos las caras”. José se quedó mirándolo con los ojos de quien descubre al hombre en el muchacho y está encantado de que sea así, porque así deben ser las cosas.

Zacarías e Isabel se habían retirado a su casa de campo en las montañas de Judá, lejos de Jerusalén. Hacía algún tiempo ya que el hijo de Abías se había retirado de la posición oficial que ocupó durante toda su vida en la jerarquía burocrática del Templo. Y no lo había hecho hasta pocos meses atrás del propio Templo porque al ser vitalicio el sacerdocio y no tener hijos, su Turno lo obligaba hasta la muerte o hasta que una enfermedad se lo impidiese.

Sano y longevo en unos tiempos en que la vida media del hombre apenas si pasaba de los cincuenta, Zacarías, aunque hubiera podido poner el Turno de su padre a disposición del Templo, prefirió mantenerse en su puesto sagrado hasta que la muerte o la enfermedad lo obligasen a retirarse. Y esto es justo lo que pasó. Porque al quedarse mudo ya no pudo seguir manteniendo aquella postura de inamovilidad que tantos enemigos le creara.

La administración del tesoro del Templo les correspondía a las familias sacerdotales dueñas de los veinticuatro turnos de adoración. El presidente de este consejo de administración era el sumo sacerdote, que a su vez se elegía entre esas veinticuatro familias. Por regla general el sillón pasaba de padres a hijos. Pero alguna vez que otra pasaba lo que le había pasado a Zacarías.

Zacarías no tenía hijos a los que entregarle su sillón. Lo natural en este caso era poner a disposición del consejo de los santos el Turno y elegir entre las familias un sucesor. Como se comprenderá no podía faltar quien pusiese sobre la mesa el dinero que hiciera falta para comprar esa posición vacante.

Contra natura y sin necesidad Zacarías se ganó muchos enemigos al negarse en rotundo a vender su Turno. Nadie podía obligarlo a poner a disposición del Consejo el Turno de su padre. Y no lo hizo.

Nadie supo nunca qué le dijo el ángel a Zacarías, pero las consecuencias de aquella Anunciación fueron milagrosas para sus enemigos. Mudo, el hijo de Abías por fuerza tenía que poner a disposición del Consejo su Turno, firmar su renuncia y retirarse del Oficio.

Zacarías se retiró a la Villa que tenían él y su señora en los montes de Judá. Era una casa de campo, lejos del mundo y sus ajetreos, a la que sólo tuvo acceso Simeón el Joven, el único de la Saga de los Precursores que aún vivía. Fuera de Simeón el Joven no recibían visitas. ¿La causa?

Bueno, la causa era el milagro que en sus carnes estaban viviendo los padres de Juan el Bautista.

En su lecho de muerte Cleofás se acordó de la maravilla que vivió el día que se encontró con sus “abuelos”. Zacarías pegaba botes por las paredes, y de Isabel de no haber sido por sus pelos blancos como la nieve nadie hubiera podido jurar que aquella mujer había pasado ya los sesenta. El muchacho parecía él, su abuelo. No hablaba, pero no paraba de moverse. Sólo otra pareja en toda la historia del mundo había vivido un milagro de esta naturaleza, Abraham y Sara naturalmente.

Desde el pórtico de la casa de campo de sus abuelos Cleofás se recordaba mirando al horizonte diciéndose a sí mismo, “¿qué te pasa, José, por qué tardas tanto?”. ¡Cómo recrear la alegría de aquel muchacho cuando vio aparecer a José por el valle, trotando al galope por la llanura! ¿No se le saltaron las lágrimas cuando vio a aquél gigante arrodillarse a los pies de la Virgen pidiéndole perdón por haber dudado de su inocencia?

El día que José le anunció que se llevaba a María y a Jesús lejos de Herodes, Cleofás lo miró a los ojos como quien le dice al otro: “Y tú te has creído que yo me voy a quedar detrás mientras tú te llevas a mi Hermana al quinto pino”.

Desde la primera vez que viera al muchacho larguirucho aquél le cayó Cleofás a José la mar de bien. Y ya no se separaron nunca.

Padre de una familia numerosa que parecía no acabar, Cleofás jamás le criticó a José el comportamiento de su hijo Jesús ni la forma de educarlo que José tuvo. Si su hijo Santiago se partía los puños contra las esquinas de los tablones mientras su sobrino Jesús se iba por ahí a recorrer cerros, esto fue algo que Cleofás vio con los ojos del que al fin y al cabo una vez fue el señorito del Cigüeñal. Así fue cómo a él mismo lo crió su propia madre.

De todos los niños de Nazaret, Cleofás fue el principito que ni trabajaba ni tenía necesidad de dar el callo para echarle una mano a la familia. Su hermana Juana se bastaba sola para llevar los campos; su hermana María gobernaba el taller de confección más rentable de la zona. De vez en cuando la tita abuela Isabel subía de Jerusalén cargada de regalos. ¿Se iba a olvidar del niño de la casa?

¿Cuál fue su misión en esta vida? ¡Vivir la vida!

Le recordaba su sobrino Jesús tanto a él mismo que Cleofás se reía viendo a José pasar tantos apuros cuando tenía que defender a su Jesús delante de los amigos y vecinos.

También a él el cambio tan brusco de su sobrino a su regreso de Jerusalén le cogió por sorpresa y lo dejó maravillado. Y lo mismo que le pasaba a su hermana tampoco él se explicaba qué estaba pasando por la cabeza de su sobrino. El único que parecía entender al Niño era José.

José era el único que pareció no sentirse sorprendido. Fue el único que pareció conocer perfectamente qué le estaba pasando, y, como el propio Niño, seguía su política de no decir palabra a nadie. Con su Madre y con su tito Cleofás, Jesús se sentía incómodo porque les leía en los ojos lo que estaban pensando. En cambio, con José el Niño se encontraba a sus anchas. Era el único que no lo miraba con preguntas en los ojos y el único que sabía llevarlo de forma que a Jesús se le olvidaban los problemas y se convertía en el muchacho activo, inteligente y trabajador que todos les alababan a sus padres.

Sí, claro que sí, Cleofás vivió una vida maravillosa antes de conocer a José. Pero aquel nómada gigante a lomos de su caballo íbero vagando por las provincias del reino, sus tres querubines asirios sacados de un fresco perdido de algún palacio de Nínive, aquél nómada le dio a su vida lo que le estaba faltando, la imagen del padre, del hermano que nunca tuvo. Y ahora, en su lecho de muerte, sería para sus hijos e hijas el padre que les iba a faltar.

Sí, si es verdad que antes de morir la mente recorre los años vividos, uno por uno, Cleofás revivió años únicos, maravillosos. La Virgen por hermana, el rey Mesías por sobrino, un Querubín por cuñado, una mujer maravillosa que le había dado hijos e hijas, todos sanos, todos fuertes.

-José…, empezó diciendo en su lecho.

-Hermano -se adelantó José-. Tus hijos son mis hijos, tus hijas son mis hijas. De todos nosotros tú eres en este momento el bendito. Nuestro padre David espera a su príncipe Cleofás en el seno de esa luz que se encenderá cuando cierres los ojos. Allí nos veremos, hermano. Ven a darme la mano cuando me toque a mí cerrar los míos.

Y así fue. Cleofás se murió joven, como su padre Jacob.

-Igualito que nuestro padre, Juana, en la flor de la vida. ¡Cómo te vamos a echar de menos, hermano!, lloró La Virgen.

Lo enterraron en Nazaret, en la tumba de su padre Jacob, al lado de su abuelo Matán, sobre los restos de Abiud, hijo de Zorobabel, hijo de Salomón, hijo de David.

 

LA MUERTE DE JOSÉ

 

 

La vida de José el Carpintero apagó su llama al poco de consumirse la de Cleofás. Si la existencia de Cleofás fue hermosa y digna de ser vivida, la de José el Carpintero fue la del guerrero siempre al filo del precipicio, los músculos constantemente en tensión, los nervios afilados hasta el último átomo, siempre vigilante, siempre preparado para acoplarse al próximo giro del destino.

“No hay nada predeterminado, ¿quién sabe lo que el mañana deparará? Cuando el libro de la vida pase la página ya se verá lo que contiene. Y baste a cada día su afán”.

“Lo que a los hijos del Espíritu les toca en suerte es responder veloces al sonido de la trompeta llamando a la acción”.

“La Muerte ataca siempre por la espalda, pero el que le da la cara le quita de la mano ese as llamado factor sorpresa”.

Proverbios de esta naturaleza fueron el pan de cada día de José el Carpintero. Zacarías, el futuro padre del Bautista, su preceptor, tutor, mentor, maestro, todo lo bueno en uno, dedicó su talento, su genio, su sabiduría, su arte, todo lo mejor que tenía a formar la mente del joven José. Gracias a su paciencia y dedicación el guerrero sin miedo que corría en la sangre del joven José aprendió a mirar cara a cara a la Muerte, y, con el brillo en sus ojos del héroe que se sabe invencible, hasta al mismísimo Infierno.

Pero para lo que jamás articularon su mente era para verse envuelto en las redes del mismísimo Dios.

También su concepción de siempre sobre el nacimiento del hijo de David era la clásica al uso, papá, mamá, se casan, se unen, dos personas diferentes y una sola cosa, la llamada de la sangre, el poder de la carne. ¿Imaginarse que Dios fuera a meterse por medio Encarnación de su Hijo mediante? Pues la verdad, no; lo que pasó luego no se lo imaginó nunca.

Mirando para atrás, reviviendo aquellos días José el Carpintero se reía de corazón.

En esta ocasión el guerrero había llegado al otro lado del campo de batalla. Alrededor de su lecho de muerte sus sobrinos y su gente lloraban la despedida del querubín que jamás había bajado la vigilancia, la muerte del héroe que jamás se desprendió del casco y la armadura. Ya se disponía a entregar el alma.

Ya creían todos que sus fuerzas habían alcanzado su ocaso, que su aliento se desvanecía en las distancias entre el Cielo y la Tierra, cuando José el Carpintero salió de su sueño. Lo despertó el recuerdo de su respuesta a su Maestro Zacarías el día que Isabel les comunicó la noticia del Voto de la Virgen.

“Hágase la voluntad de Dios. Mil años ha estado esperando mi pueblo este día, bien puedo esperar yo diez”, dijo José.

¡Dios, qué giro inesperado le diste a la vida de tu siervo!

Creció el joven José soñando el día de ver nacer de su esposa al rey Mesías, el dueño de la espada de los reyes, el legítimo portador de los dos rollos mesiánicos.

No comprendieron sus hermanos y hermanas que su José no se casara a la edad que todo el mundo solía hacerlo. La vida era breve. La existencia, muy dura. A estas alturas de la historia nadie podía permitirse el lujo de dejar correr los años al estilo de los Patriarcas, que se casaban de los cuarenta años para arriba. Muchos eran ya abuelos con cuarenta años solamente. ¿A qué aguardaba el jefe del clan de los carpinteros de Belén para elegir mujer y honrarlos a todos con sangre fresca?

José el Carpintero guardaba silencio. Les respondía a sus hermanos con el silencio del que parecía, a diferencia de los demás mortales tomados del barro, haber sido formado del hierro.

Lejos de su pecho albergar un corazón de piedra, pero no le dejaste, Dios santo, más remedio que adoptar esa actitud por el bien de todos, pues si hubiera llegado al oído de los sicarios de Herodes la menor noticia sobre el complot davídico que se estaba tramando a sus espaldas ¿cuánto habría tardado aquella serpiente en ordenar la muerte de todos los hermanos de tu siervo?

Salió José el Carpintero de su sueño reviviendo aquel día inolvidable, el día que fue a la casa de su suegra Ana a pedirle explicaciones sobre el rumor que tenía escandalizados a todos en Nazaret.

¿Qué estaba pasando?

¿Qué le estaba llegando a sus orejas?

Las vecinas le pegaban unas indirectas tremendas.

“¿Cómo llamaréis al niño, señor José? Porque será niño”.

El Carpintero acabó sintiendo el pinchazo, se dejó de contemplaciones y fue directo a hablar con su suegra.

La Viuda, que esperaba la visita, fue y le abrió la puerta.

La madre de la Virgen se había estado preparando para este encuentro.

Lo había temido. Lo había deseado. Soñaba con él, suspiraba por él, temblaba pensando en él. ¿Estaría ella a las alturas de las circunstancias? ¿La gracia que desprendía la inocencia de su hija se le habría contagiado a ella, su madre? Como madre estaba toda dispuesta a sacarle los ojos a quien pronunciase la palabra adulterio. Su yerno José era un santo, un hombre más bueno, ¿pero qué macho no se escandalizaría al oír que su hembra estaba en estado de gracia por obra del espíritu santo? Con el corazón en el puño la Viuda le abrió la puerta a su yerno.

“Siéntate, hijo mío -le dijo-. Este es un día grande para todas las familias de la tierra”. ¡Vaya forma de abrir el tajo!

El Carpintero se sentó. Lo que es abrir la boca no la abrió. Tampoco le hubiera hecho falta. Su mirada lo decía todo.

Hombre, puede que mil imágenes valgan menos que una palabra de Dios, y que una imagen valga más que mil palabras de hombre. En la situación al caso, la madre de la Virgen frente al hombre al que le afectaba directamente la Encarnación del Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo, ni las palabras ni las imágenes le parecían suficientes a aquella madre atrapada en las redes de un Dios que a nadie le pide permiso para meterse en la vida de las criaturas que El crea del barro.

Bastaba con las miradas. Las miradas lo decían todo. La Viuda sabía a qué venía su yerno y su yerno sabía que ella sabía a lo que él había venido. La cuestión era quién iba a romper el hielo. La madre de la Virgen, inspirada por el amor tan infinito que le tenía a su hija, de un sitio, y por la sabiduría del mismo Espíritu Santo, del otro, arrancó:

“Hijo mío, ¿tú crees que Yavé es Dios?”, le soltó a su yerno sin darle tiempo a decir esta boca es mía. Una entrada de este tipo, lo sabía ella, era lo último que hubiera podido esperar su José.

El Carpintero ni se inmutó. Un hombre de hielo hubiera movido más nervios que el Carpintero en aquel momento.

Bueno, él ya conocía a su suegra Ana, conocía qué sello le había dado su impronta al alma de aquella mujer. Zacarías lo educó a él, José; pero a su suegra Ana la formó con sus propias manos Isabel, la mujer de su Maestro. Así que si lo que la Viuda de Jacob de Nazaret estaba haciendo era defender a su hija María, y sin duda lo estaba haciendo, la madre de la Virgen estaba empezando bien. Ya se vería en qué acababa tanta filosofía.

La madre de la Virgen, sin perder la calma ni sentirse desarmada por la pétrea seriedad de su yerno, continuó:

“Perdona, hombre de Dios, que te entre por esta puerta, pero los acontecimientos me lo exigen. Quiero decir, ¿tú crees que hay algo imposible para Dios?”. Luego se quedó mirando a su yerno como si en aquel momento el misterio de los ojos de Dios se le hubiera revelado y le permitiera leerle a José el Carpintero el pensamiento.

Otro individuo hubiera sentido aquella mirada en plan intimidación. El Carpintero la sostuvo sin mover un músculo.

Aunque todavía no hubiera captado adonde pretendía ir a parar su suegra José permaneció sentado tranquilamente. Él había venido a buscar una sola palabra, un Sí o un No. Y punto. Y no se iba a salir de la casa sin tener el Sí o el No. ¿Estaba su mujer en estado de gracia? Era todo lo que quería saber.

La madre de la Virgen jugaba con ventaja, sabía que su yerno José no se movería del sitio hasta que ella le diera el Sí o el No.

La verdad, toda la verdad y sólo la verdad, era un Sí, un Sí maravilloso, un Sí divino, un Sí eterno, infinito, un Sí sin paliativos, indescriptible, inexplicable.

También era un No, un No total, un No sin concesiones, sin discusiones de ninguna clase, un No profundo, innegociable, la Vida del Mesías en una mano, la Muerte del Hijo de David en la otra mano.

¿Qué elegirías tú, amigo? ¿Te decantarías por la burla, te reirías de Dios en su cara, le negarías a Dios su poder para realizar esa Obra extraordinaria, sobrenatural?

Amigo, todo es nada cuando todo es poco. Pero si la criatura recusara el conocimiento de su Creador y lo sujetara a su nivel de inteligencia natural la obra extraordinaria sería sacar a semejante burro del pozo de los necios.

Los dados -pues que a favor del viento sopla la gracia- siguen esperando la próxima jugada. A cada hombre y mujer le toca el turno de exhalar su respuesta. Afirmarse en el Sí o en el No.

Si tuvieras todo lo bueno en una mano, y todo lo malo en la otra ¿por cuál de las dos te decantarías?

José el Carpintero tuvo en su día los dados de la fortuna del Hijo de María en su mano. Jamás en la Historia del Universo hombre alguno pasó por un trance parecido o semejante. Su decisión cambiaría el futuro del mundo. Su Sí o su No levantaría o hundiría todo el Plan de Salvación Universal de su Creador.

De sus labios sin embargo la madre de la Virgen sólo podía esperar palabras de sabiduría. Con esta fuerza y coraje propios de una hija de Eva la madre de la Virgen siguió adelante con su revelación

“Vamos a ver, hombre de Dios. Imagínate que el Señor te reta a que le pongas una prueba. Sí, como suena. Imagínate que nuestro Señor te ofrece la oportunidad de ser retado por ti a probarte que Él es Dios de verdad, no sólo de palabra y porque pueda hacer algunos trucos más que los magos del Faraón.

Pongamos que no te basta creer de palabra que Él es Dios, y quieres, necesitas verlo con tus ojos. Quieres ver su Todopoder y su Omnisciencia, quieres verlas en acción, superando el más difícil todavía, venciendo la prueba más grande que se te pueda ocurrir.

Hombre de Dios, ya sé que tu fe es más fuerte que la roca, que sin ver te conformas y te sobra con la Palabra que viaja de boca en boca por el firmamento de los siglos para creer en la Veracidad de nuestro Señor. Sin embargo, concédete a ti mismo esta oportunidad. Respóndeme sin prejuicios. Dime ¿con qué prueba comprometerías a Dios a emplearse a fondo? ¿Qué prueba le pondrías a Dios que fuera digna de su Todopoder y le obligase a poner sobre la mesa toda su Omnisciencia? Hijo, no te cortes, no dejes tu lengua pegada al cielo de tu corazón por miedo a encontrar las palabras. Atrévete, desafía a tu Creador, porque te lo mereces, por tanto sufrimiento, por tanto dolor y tanta crueldad que nuestros padres han sufrido. ¿Qué éramos, hijo, antes de que el Espíritu de Dios se cerniese sobre las aguas de nuestros mares? Animales sin inteligencia. Entonces un día fuimos amados por nuestro Creador y nos regaló el don de la palabra. Ahora pues no te la niegues a ti mismo, habla, levanta al Omnipotente tu cabeza, pon a sus pies tu alma, pídele que haga una obra extraordinaria, única, irrepetible, maravillosa, medida de su Gran Espíritu, que sacie tu sed de conocimiento y tu hambre de sabiduría. Él está por ti. Pregúntate a ti mismo qué prueba le pondrías a tu Creador, una y no más, santo Isaac; pero una que llene tu alma de felicidad infinita y tu ser de alegría eterna. Venga, no seas tímido”. Y la madre de la Virgen se calló.

Aunque os parezca raro José el Carpintero siguió sin salir de su asombro. Vino buscando la respuesta a algo tan sencillo como la verdad sobre el rumor del estado de gracia en que se rumoreaba se hallaba su esposa, y le salía su suegra con una discusión teológica en toda regla. José se la quedó mirando intentando adivinar qué estaba pasando. ¿Era un Sí o era un No? Su suegra aprovechó la confusión para llevar su Revelación un paso más adelante.

“Hijo, respóndeme -le rogó ella-. No me mientas ni te quedes callado por temor a ofender al Señor. Dime la Verdad, ¿te atreverías a retar a tu Dios? ¿O te retraerías y no abrirías tu boca por miedo a ofender a tu Creador?”.

Sin concederse respiro la Viuda respiró. Enseguida regresó al campo de batalla.

“Hombre de Dios, ya sé que te estoy sorprendiendo; pero concédeme estos minutos de tu vida. De nuevo te lo pregunto ¿qué le pondrías a Dios por prueba? O pongámoslo mejor de esta forma: ¿Qué prueba para un Dios sería la más grande que podría ocurrírsele a un hombre? Por ejemplo, tú quieres que Él te demuestre de una vez por todas que Él es Dios de Verdad, que no se ha adjudicado a sí mismo la gloria del Ser Increado. ¿Quieres que borre del cielo todas las estrellas? ¿Quieres que el sol no se ponga nunca? ¿Quieres que los burros vuelen? ¿Quieres que las ballenas anden? No sé, ¿qué quieres? A emperador llega cualquiera. A Midas todos los que puedan. No le pidas a Dios cosas que pueda hacer un hombre. Lo vas a retar con una obra extraordinaria, superior, le vas a poner delante un trabajo que ni el Hércules en la plenitud de su gloria hubiera podido meterle mano. ¿Me explico? … ¿Y qué quería decirte? Ah sí, verás, lo que a mí me preocupa es que conociendo la naturaleza de los hombres ¿estás seguro de que una vez borradas del cielo las estrellas no le buscarás una explicación natural a fenómeno tan divino? ¿A un Sol congelado en la cúpula del firmamento seguro que los hombres no le daréis la vuelta y le hallaréis una causa natural que os quepa en la cabeza?”.

Habiendo enviado la pelota al tejado ajeno la Viuda de Jacob de Nazaret se calló. José el Carpintero no entró en el juego. Yo diría que cualquiera que en aquel momento le hubiera visto sentado frente a su suegra hubiera jurado que aquel hombre de Dios tenía hielo en vez de sangre en las venas. José el Carpintero no movió una ceja. Con la mirada congelada sobre su suegra parecía más una estatua de piedra que una criatura de carne y hueso. La Viuda le sostuvo la mirada. Sabía ella de sobra que su yerno no iba decir palabra; no en vano el marido de su hija era hechura del marido de su Tita Isabel. Inspirada por el amor tan grande que le tenía a su hija la Viuda actuó como si el silencio de José fuese un reconocimiento al valor de la idea puesta sobre la mesa. José, que empezaba a maravillarse con el rumbo que estaba tomando la conversación, adornó su silencio con las primeras palabras:

“Dígamelo usted, madre. ¿Por qué iba yo a negarle a mi Creador la gloria de su Brazo?”. Y se calló. La madre de la Virgen dio el paso definitivo. Había llegado el momento.

“Hijo. Yo no soy hombre”. Había dado el paso adelante, sí, pero en la dirección que a ella le había convenido.

“Yo no sé cómo pensáis los hombres -le insistió-. Yo fui creada de una costilla del varón. Lo que para un hombre pueda ser la prueba más grande del Universo tal vez a los ojos de una mujer no lo sea tanto. Lo único que yo me pregunto es ¿a los ojos de una mujer puede ponérsele a Dios una prueba más grande que concebir sin la intervención del varón? Quiero decir, no a la manera de aquellos hijos de Dios que se acostaron con las hijas de los hombres y tuvieron descendencia. Ya sabes que entre los griegos, los romanos y los bárbaros sus dioses se acostaban con sus mujeres y les parían héroes, el último el mismísimo Alejandro Magno. No, hijo, te estoy hablando de otra cosa. Que una Virgen dé a luz un Niño sin conocer varón”.

Ahora sí que José el Carpintero abrió los ojos de par en par. ¿Qué le estaba insinuando su suegra? ¿Con este rodeo metafísico adónde lo estaba llevando? ¿Le estaba envolviendo el Sí que vino a buscar en una especie de nudo teológico imposible de desatar? Era tan alucinante el tema que José permaneció sin moverse.

“¿Hijo, crees que una prueba semejante superaría los límites del Poder Divino?”. Siguió atacando la Viuda sin darle a tiempo a su yerno a preparar la estrategia de contraataque.

De todos modos, su yerno habló por fin. “No. Nunca”. Dijo todo serio.

Y enseguida volvió a su papel de yerno en pleno estado de alucinamiento con las vueltas que le estaba dando su suegra a la respuesta tan sencilla y corta que vino buscando: Sí o No. Parecía que Sí, pero era que No. Al parecer el Sí se lo estaban adornando en azúcar para que no le amargase demasiado la píldora de los acontecimientos. Mas la idea con la que su suegra le estaba retando le parecía tan fantástica que su cuerpo se negaba a marcharse sin antes escuchar con sus orejas la conclusión del argumento que le estaban fabricando.

“No me esperaba menos de tí, hijo -interrumpió el hilo de su pensamiento aquella madre dispuesta a defender a su hija con uñas y dientes-. Ahora demos otro paso hacia adelante. El Señor recoge tu reto. El Señor va a darte la prueba por la que suspiran tus huesos: Va a hacer que una Virgen conciba un hijo por obra y gracia del Espíritu Santo. ¿Recuerdas hijo la profecía? Yo sé que sí.

-Le dijo el profeta Isaías al rey Ajaz: Pide a Yavé tu Dios una señal en las profundidades del seol o arriba en lo alto.

-Y contestó Ajaz: No le pediré, no quiero tentar a Yavé.

-Entonces le dijo Isaías: Oye, pues, casa de David: ¿Os es poco todavía molestar a los hombres, que molestáis también a mi Dios? El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llamará Emmanuel”.

La Viuda detuvo su discurso y le clavó la mirada a José en el alma. El Carpintero no daba todavía crédito a sus oídos. ¿Le estaban diciendo que la Señal se había producido? ¿Se había vuelto loca la Viuda o quería volverle loco a él? Como si estuviera leyéndole el pensamiento la Viuda reabrió el tema.

“Hijo, tú te dices: Al grano, señora. Y yo te pido que no te impacientes. No estamos hablando de cosa baladí, está en juego la gloria del Eterno. Concédete paciencia. Si por correr demasiado rápido el atleta no ve las señales y se las salta y alcanza la meta por camino no señalizado, aunque de todos modos hubiera ganado de haber circulado por la pista oficial ¿le dará el jurado la corona de los laureles? ¿Verdad que no? En efecto hijo, ya tenemos al Eterno en movimiento, buscando a la Mujer, a la Virgen en cuyo seno tomará cuerpo su Señal. Yo te pregunto, ¿sobre qué bienaventurada hará reposar Dios su Brazo? ¿Sobre qué mujer única y especial entre todas las hijas de David extenderá el Altísimo el manto de su Gloria? ¿A cuál amará como se ama a la esposa única y adorada? Tú me dirás que ya puestos en el caso el propio Altísimo la engendrará y la predestinará desde el seno de sus padres para ser la Madre. Y te dirás bien. ¿O acaso Él no se adelanta al que pide engendrándole para hacerle esa petición? La Omnisciencia del Señor es la que mueve toda alma que respira ante su presencia. ¿No es su Espíritu la fuente que inspira cada palabra que le llega a su oído? Por supuesto que sí, hijo. El abre la boca del que pide: ¡Que una Virgen dé a luz sin la intervención del varón! El Señor se sonríe. Abre su boca y dice: Sea, voy a alucinaros a todos haciendo una obra que será recordada sempiternamente: El hijo de Eva nacerá de esa Virgen. Ya está hecho, hijo. Dime ahora, ¿de entre todas las mujeres qué mujer elegirá el Altísimo para ser esa Virgen bienaventurada?”

Por un momento José el Carpintero creyó que ya había oído todo lo que había venido buscando, pero la idea que su suegra le estaba poniendo sobre la mesa era tan alucinante que permaneció sin moverse. ¿Qué le estaba diciendo la Viuda, que su Prometida estaba en estado de gracia por obra y gracia del Espíritu Santo? La madre de la Virgen no le dio tiempo a cavilar demasiado.

“Ponte en el caso, hijo. Dios anuncia cuál será la Señal en la que Él demostrará la Gloria de su Hijo delante de toda la creación entera. Desde el seno de sus padres Él forma a la pareja que llevará en sus brazos al Niño nacido de la Virgen. Pero ahora hay que superar un problema, hay que salvar un último obstáculo. Sí, hijo, el orgullo del macho. ¿Dejarás que el orgullo del macho te ciegue la inteligencia?”.

José comprendió por fin el argumento de su suegra.

“¿Me está diciendo, madre, que ha sucedido?”.

“No te precipites en tus conclusiones, hijo mío. Permíteme recapitular el camino recorrido hasta aquí. Mejor, contemplémoslo desde otro ángulo. ¿Qué dijo más tarde el Profeta hablando sobre el Niño que ha nacido de la Virgen?:

-Nos ha nacido un Niño, nos ha nacido un Hijo que tiene sobre los hombros la Soberanía, y será llamado Príncipe de la paz, maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno…”.

“¿Qué ha nacido, dice usted, madre?”. La interrumpió él. Por primera vez José el Carpintero se movió dejando traslucir agotamiento de paciencia. La madre de la Virgen retomó el ataque antes de perder la presa.

“No dejes que el orgullo del macho ciegue tu inteligencia, hijo. Pues si Él no engaña ni miente y cumple todas sus promesas, ¿qué diremos? ¿Qué los profetas de Israel fueron todos unos mentirosos e impostores? ¿Que con tal de glorificarse a sí mismos escribieron las Sagradas Escrituras sin más ánimo que recitar poesía? Tú me dirás. Espero tu respuesta”.

José el Carpintero siguió el hilo. Pensó que visto el tema así la Viuda tenía toda la razón del mundo. O su pueblo era una nación de impostores con una capacidad infinita para engañarse a sí mismos o ciertamente no habiendo nacido el Niño tenía que haber Nacimiento. Hasta aquí todo correcto. Lo que ya se le atragantaba en la garganta era la conclusión que le estaba poniendo por delante la madre de su esposa. Le estaba diciendo que la Virgen era su María. No se lo había dicho todavía con estas palabras, pero estaba claro que todo este discurso tenía por fin esta declaración final.

Lista como ella sola, inspirada por la fe, su suegra le cortó el pensamiento. Se diría que más que inspirada estaba divina. Le leía el pensamiento a más velocidad que él se lo leía a sí mismo. Aprovechando, la madre de la Virgen entró a saco.

“Mi hija, tu esposa, es la Elegida para concebir en su seno al Niño que había de nacer de Aquella Virgen de la que nos habló el Profeta. Tú, José, eres el Hombre”.

Por un momento fugaz José estuvo a punto de levantarse y cerrar aquella conversación inolvidable con un “ya basta”. Pero permaneció sentado. Su suegra continuó.

“Delante de ti, hijo, ha abierto Dios dos puertas. Estas dos puertas permanecerán abiertas delante de las generaciones que nos seguirán cuando tú y yo seamos un recuerdo en la memoria de los siglos. Una es la de la fe, la otra la de la incredulidad. Si eliges esta última actuarás como aquél que retó a su Dios y al descubrir que la Virgen elegida para demostrarle su Gloria era su propia mujer se rebeló contra Aquél a quien él mismo retó. Pero yo sé que tú no harás eso. Hijo mío, de la inmaculada inocencia de mi hija yo soy ante todos su testigo. Su ángel te sacará de las tinieblas de la duda que te embarga. La otra, hijo mío, es la puerta de la fe. El corazón me dice que tú elegirás ésta. Y que correrás en busca de la Madre del Mesías por el que nuestro pueblo ha estado esperando tantos milenios”.

Inexplicablemente en su lecho de muerte José el Carpintero se sonrió. ¿Hay muerte más hermosa que la de la criatura de Dios que se despide de este mundo con una sonrisa en los labios?

Bueno, ya todos sus sobrinos y su gente creían que de un momento a otro José cerraría los ojos para siempre cuando José se incorporó y les rogó a todos que salieran y le dejaran a solas con su mujer y su hijo. Idos, los tres solos, José respiró y comenzó a hablar.

“Mujer, mi boca ha permanecido sellada hasta este día por las razones que tú misma comprenderás al término de las cosas que ya nada me impiden poner en tu conocimiento y en el de tu Hijo.

Hijo, ¿qué le diré yo a mi Señor? Mi alma está ante mi Dios. Me voy al encuentro de mi Juez, ante quien deberé rendir cuentas de mi vida. Pero hay algo que debes conocer antes de salir yo de este mundo.

Tu Madre ya te ha hablado de sus titos abuelos, Isabel y Zacarías, a quienes tú no conociste y a quien tanto le debemos tu Madre y yo. Ten paciencia conmigo en esta última hora y recuerda mis palabras en tu Día.

¿Por dónde empezaré? ¿Cómo abrirte la puerta al conocimiento de los hombres y mujeres que pusieron sus vidas a los pies de su Dios para que tu Luz alborease sobre las tinieblas? Si no te he dado a conocer nunca los hechos que ahora te descubro fue pensando en tu bien. No me culpes por haberte tenido al margen de la historia de aquellos hombres y mujeres que vivieron sus días al filo de la navaja, pendientes sus cabezas de un hilo todos los días de sus vidas para que tu Venida se cumpliera. Tú sabrás, hijo, lo que deberás hacer cuando tu Padre Eterno pronuncie abierto tu Día”.

CAPÍTULO SEGUNDO EL ALFA Y LA OMEGA

 

LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO