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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO I:

“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA

 

Primera Parte

Historia de José y María

 

LA MUERTE DE JACOB DE NAZARET

 

Genealogía del Salvador: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a... David; David a ... Zorobabel; Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliacim, Eliacim a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.

 

Jacob, hijo de Matán de Nazaret, se murió a los meses de nacer el varón con el que tanto soñaron él y su esposa Ana, y tras el que no pararon de correr hasta tenerlo. Ya sabemos que eso de tener la parejita, eso de parir un macho es un tópico. Pero en aquéllos días de terror fiscal y de sequías largas como el desierto del Sahara por fuerza un hombre tenía que soñar con tener algún hijo varón. Para transmitirle todo su conocimiento de las labores del campo, para apoyarse en sus brazos jóvenes cuando los suyos no pudiesen tirar por viejos de la carga. Hombre, siempre se tiene a los yernos; pero no es lo mismo. No es lo mismo que te vean como una carga a que cargue contigo el hijo de tus entrañas. Ni es lo mismo dejar todo lo que te dejaron tus padres a tu propio hijo que al hijo de un extraño. A cualquiera que piense que aquellos hombres eran antiguos, ignorantes de la vida, que no sabían que una hembra puede hacer lo que un hombre, o mejor incluso, a esta gente moderna lo mejor que puede ofrecérsele es el silencio.

Haciéndole oído sordo a la inteligencia de tanto moderno, siempre cara al sol de los siglos, Jacob de Nazaret y señora corrieron tras el varón encantados de gozarla siendo antiguos. Y lo alcanzaron, vaya que si lo alcanzaron. Lo llamaron Cleofás porque al verlo por primera vez en los brazos de su madre a Jacob de Nazaret le recordó a su suegro. Sobre el físico qué puede decirse de su chiquillo, el chaval más guapo del mundo, por supuesto.

Pues bien, ya se sentían todos en casa de María en la gloria cuando de repente le entró a su padre aquel sueño bajo aquella higuera. ¡Con lo felices que estaban papá y mamá! Cinco niñas como cinco soles, todas sanas, todas alegres, todas jugando con el muñeco que sus padres les habían comprado. De carne y hueso. Lloraba, se hacía pipí de verdad, pedía manteca, echaba caca. Una alegría. Y de pronto, cuando estaban todos en casa como en el paraíso, al papá le da por morirse. Una tragedia. ¡Qué lástima! El diablo en persona atacando la casa por todos los costados no hubiera podido herir tanto a la madre de aquellas seis criaturas. Tanto más profundo el dolor de la Viuda cuanto al no tener a su lado a nadie de su familia, en su desesperación ya se veía asediada por un enemigo invencible que le exigía la rendición inmediata o la destrucción total de su casa. Si hubiera tenido a la vera a sus padres, o a su tita Isabel. Pero no, a nadie. ¿Y quién era ella en Nazaret? A pesar de los años la esposa de Jacob seguía siendo una extraña, la forastera que les quitó el soltero de oro del pueblo.

“Con lo guapas que eran ellas haberse ido a casar con una de fuera; encima pequeñita, que parece una tonta” se consolaban las mocitas nazarenas. “Muy fina. Muy educada. Ya veremos cuando empiece a parir y tenga que llevar sola la casa de su suegro en qué se quedan sus maneras y su carita de princesa de la Ciudad Santa”. Cosas de los pueblos, no te quieren mal pero no te desean ningún bien tampoco. Todo el que viene de fuera tiene que rendir cuentas a los vecinos de sus intenciones. Todo tiene que ajustarse a las pautas de la comunidad; la tradición manda.

¿No las conocía a todas la Viuda de Jacob de Nazaret? ¿No la habían estado observando durante los años de las vacas flacas como quien espera que se hunda el héroe para darse la gozada de ver aquellas dos torres morder el polvo como cualquier campanario de aldea? ¿Qué consuelo podría la Viuda encontrar en quienes ya estaban echando cuentas y calculando cómo podrían repartirse la hacienda del difunto? ¿Cuánto le ofrecerían por los viñedos? ¿Cuánto por los olivares? ¿Cuánto por las tierras de secano?

“¿Por qué matamos el milagro de nuestra existencia diaria en juicios contra el prójimo, hija mía? ¿Quién conoce cuántos serán nuestros días en este mundo? Sólo el Señor lo sabe; pero de su boca nunca sale el número. ¿Te imaginas que te cogiera la cuenta criticando a muerte a tu vecina, o arrojando la piedra el primero? ¿No sería más hermoso que te pillara compartiendo tu pan con el pobre?”, le decía la madre a su hija María, mientras cosían, a solas. Y sin embargo ahora era la madre la que le pedía a la hija que fuera buena con ella y no le negara la palabra al dolor de su alma.

“Déjame que me muera, María. No te preocupe que se me vaya el alma en palabras rotas. El Señor se ha llevado a mi marido dejándome sola con sus seis hijos. ¿Por qué iban mis ojos a reprimirse y mi corazón a envidiar la roca que tiene por corazón el Omnipotente? Hija mía, es fácil desde las nieves mirar el valle que arde en el estío. ¿Cuándo se puso el Todopoderoso en la piel del soldado que cae desnudo en el campo de batalla defendiendo su vida por el honor de su alma de barro tierno y húmedo? ¡Qué fácil es sentarse en el trono del juicio a firmar sentencias! El Señor está lejos de la debilidad humana, nuestras pasiones a Él no le afectan. Si hace frío El no tiembla; si hace calor El no suda; si le disparan una flecha no le alcanza, si duerme nada le inquieta. ¿Qué sabe el Indestructible de la fragilidad de nuestra existencia? ¿No ves, hija, que se ceba el valle con nuestras lágrimas? ¿Por qué reprimiré mi dolor y ataré mi lengua al miedo? ¿No corre el guerrero al encuentro de la muerte? Que me mate Dios, que me devuelva la vida de mi hombre, ¿por qué no hace nada, porqué se mantiene vigilante al otro lado del precipicio? ¿En qué razones, hija, funda el Eterno su silencio y su impasible comportamiento? Si al menos se elevara como un sol y hablara con la voz de la tormenta y de su alma los rayos de su sabiduría tejieran en el firmamento nubes preñadas de inteligencia. Pero no, hija, arrecie el temporal, tiemblen las tierras, cáiganse los montes y entierren pueblos y aldeas, o se salga el mar de madre y hunda islas con sus gentes, el Señor, inalcanzable, indestructible, no mueve una ceja. ¿Ve el desastre y todo lo que ofrece es un pañuelo de luto pidiendo perdón por no haberse adelantado al movimiento de la Serpiente? Dime, hija, que no fue Él quien disparó la flecha que mató al águila y dejó a merced del diablo el nido de sus aguiluchos. Pero no me niegues el derecho a quejarme de la suerte de mis hijas sobre el cadáver de mi difunto”.

Atravesada por el dolor de su madre María la consolaba de esta manera:

“Todos somos iguales ante sus ojos, madre. Únicos lo somos sólo a los ojos de nuestros padres. Sus criaturas miramos hasta donde alcanzan nuestros ojos, pero El lleva sobre sus hombres el peso de todos nosotros. A su tiempo Él se alzará, madre. Y sus pies brillarán con el resplandor del héroe vestido para la guerra contra el que le quitó su hombre a nuestra madre Eva. Ya sé que soy joven, madre, mas créame por todo el amor que le tengo, el Dios de mi padre no permitirá que la casa de mi madre se hunda. Ya está, madre, calme sus lágrimas. La Muerte se lleva a los mejores pensando que al dejar a los malos nos deja a los pequeños sin protección contra los tiranos. Ignora que al irse los buenos van al Cielo a recoger las armas de los ángeles. Padre nos defendió como hombre y nos sacó adelante. Mi padre defenderá ahora a sus hijas y a su niño con la espada de los querubines. Madre mía, basta ya, no mire más su cadáver”.

La Viuda escuchaba las palabras de su hija mayor como quien recibe besos desde las distancias.

Fueron María y su hermana Juana las que encontraron a su padre sentado contra el tronco de aquella higuera. La verdad, no era exactamente el tiempo de la cosecha; pero a Jacob de Nazaret le gustaba coger los primeros higos de la temporada; decía que eran los mejores para hacer el pan de higo.

Jacob aparejó la bestia. Tiró solo para el campo con la fresca. El higueral estaba al otro lado de los cerros, según se mira desde la colina de Nazaret, al frente. Encantado de la vida aquel buen hombre se despidió de su señora. Sus dos hijas mayores le llevarían el almuerzo y le ayudarían a recoger los cestos. Hasta entonces, bueno, pues eso, un beso, adioses.

¿Viéndole partir de aquella manera tan hermosa quién hubiera podido decir que aquel hombre regresaría muerto a su casa?

A la hora del almuerzo María y su hermana Juana se presentaron en el campo. María le llevaba un año a Juana y las dos eran dos muchachas en flor. María y Juana buscaron a su padre y lo encontraron sentado a la sombra de aquella higuera.

“¿Le dejamos dormir un rato más, Juana? Recojamos de mientras nosotras los cestos”, dijo la María.

Las dos hermanas se dedicaron a la faena. Terminaron de reunir los cestos, y su padre sin despertar. Pero que no se despertaba.

“Cuánto duerme hoy papá, ¿verdad, María?”, dijo la Juana.

Se dieron trabajo trabajando más. Al cabo empezaron a mirarse preocupadas.

“¿Le pasará algo a papá, Juana?”. Y allá que fue la mayor de las dos a ver qué le pasaba a su padre.

No me voy a poner tierno aquí como el que quiere ganarse al lector sacándole un mar de lágrimas. El que más el que menos ya ha pasado por los trámites de un entierro y sabe lo que duele perder lo que nunca debió la Muerte llevarse. Pero fue ella, la María, al arrodillarse para despertarle, quien descubrió la verdad en la palidez del rostro de su padre.

No gritó la muchacha, no se asustó. Cogió la cabeza de su muerto entre sus brazos, meció su cuerpo, besó su frente, miró a su hermana Juana que se acercaba hecha lágrimas. Juana se abrazó a su hermana María y María se dejó abrazar hasta que Juana se desahogó y juntas pudieron recomponer sus almas.

“Ve a casa, Juana, y cuéntale a mamá lo que pasa”, le pidió María a su hermana. Juana se subió al pollino y llorando con el corazón encogido corrió por los cerros. Mientras tanto María se quedó sola con el cuerpo de su padre, bajo aquella higuera, acariciando el rostro del que para ella fue el hombre más maravilloso del mundo, que se le había ido sin darle oportunidad a su mujer y a sus hijas de decirle por última vez cuánto le querían.

“¿Qué será de tu niño ahora, padre? ¿En qué ojos encontrará la imagen divina del hombre que tus hijas hemos descubierto en ti?”, hablándole al Cielo, susurraba la joven María.

Lo dicho, un enemigo cruel y sádico arrasando la casa no le hubiera hecho a la Viuda de Jacob de Nazaret tanto daño como aquella forma que tuvo la Muerte de quitarle a su marido. Si hubiera muerto su hombre defendiendo a los suyos en alguna guerra, o vendiendo la vida de sus hijas al precio de la suya propia, yo qué sé, pero morirse de aquella manera, sin avisar, cuando habían encontrado la felicidad, después de haber superado un decenio de años tan malos como el corazón de Herodes.

Para qué os voy a contar los litros de lágrimas que la Viuda derramó durante todo aquel día y toda la noche de aquella tarde. ¿No se os ha muerto nunca una hija en flor, o una hermana en la plenitud de su belleza? ¿No os ha arrancado jamás la Muerte la estrella de vuestros ojos dejándoos en las más tormentosas tinieblas? Teníais que estar riendo a carcajadas, batiendo palmas, el corazón abierto a toda esperanza, y de pronto, de la noche a la mañana, una hora antes de romper el alba, la aurora se torna en noche sin luna, la llanura se transforma en pozo sin fondo y al mirar para abajo descubrís el rostro de la Serpiente dándoos la bienvenida.

Y es que Jacob y Ana se habían amado desde el mismo día que se pusieron los ojos encima. Fue un amor a primera vista. Fue ponerse los ojos encima y saber que la búsqueda había terminado. Jacob y Ana habían nacido el uno para el otro; estaban hechos el uno para el otro; eran las dos mitades del mismo fruto. Era natural que él se muriera tan enamorado de su mujer como el primer día y que la Viuda lo perdiera más enamorada de su marido que nunca. Y si a este dolor se le suma el hecho de quedarse la casa sin hombre para ocuparse de los campos y de las bestias: la receta mágica en el origen de los pucheros amargos que derramó la Viuda en el corazón de su hija María durante los dos días que siguieron al entierro de su padre, ya la habéis leído.

 

 

 

EL VOTO DE MARÍA

 

 

 

LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

 

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