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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

 

 

CAPÍTULO XXXIII

COSTUMBRES DE ESTA ÉPOCA. CULTURA INTELECTUAL.

De 1390 a 1474

 

I.—No basta conocer la situación política de una época, y de una sociedad o de un pueblo. Es menester estudiarle en todas sus condiciones sociales.

Castilla, esta nación cuya miserable decadencia en el siglo XV acabamos de lamentar, este pueblo que hemos visto caminar visible y precipitadamente hacia su ruina, ocultaba todavía bajo un mentido brillo y bajo un exterior aparente el cáncer que le roía y la miseria que le devoraba. Era un árbol viejo y podrido por dentro, que ya no daba fruto, pero que aún conservaba la corteza y se engalanaba con la última hoja. En medio de la universal pobreza, ostentábase el mayor lujo en todas las clases; lujo en el vestir, lujo en las mesas, lujo en el menaje, lujo en los espectáculos. La abundancia de otro tiempo, la cultura que fue viniendo después, y en que se distinguió esta época, como luego diremos, había producido gusto y afición a los goces y comodidades de la vida, la pasión al boato, al brillo y a las galas. Aficiones son estas a que es difícil renunciar, una vez adquiridas, ya por su natural atractivo, ya porque la vanidad las fomenta y las sostiene, y Castilla semejaba a un hidalgo que después de descender de la opulencia a la escasez por el desarreglo de su hacienda y los desórdenes de su casa, antes consentirá en ver consumada su ruina que en renunciar a los hábitos contraídos en tiempo de prosperidad.

Los nobles consumían en un banquete lo que hubiera podido hacer la fortuna de muchas familias. Con motivo de las bodas del infante don Fernando con la condesa de Alburquerque, don Juan de Velasco para festejar a algunos caballeros de Aragón y Valencia: «habeis de saber que trajo (dice una relación de aquel tiempo) mil marcos de plata blanca y mil dorada, toda en bajilla; y para el banquete, cuatro mil pares de gallinas, dos mil carneros, y cuatrocientos bueyes, en doscientas carretas cargadas de vitualla, que se quemaron a leña en su cocina: y todo esto por honrar la fiesta de la coronación, y para dar a entender a los caballeros de aquella corona la magnanimidad de los señores de Castilla.»

Cuando don Álvaro de Luna recibió al rey en su villa de Escalona, le hizo un hospedaje como pudiera haberle hecho un soberano de Oriente. Después de haber obsequiado a la comitiva real con una costosa montería, «cuando entraron dentro en la casa, nos dice su crónica, halláronla muy guarnecida de paños franceses, y de otros paños de seda e de oro..., y todas las cámaras y salas estaban dando de sí muy suaves olores. Las mesas estaban ordenadas, y puesto todo lo que convenía al servicio de ellas: y entre las otras mesas unas gradas hasta una mesa alta: el cielo a las espaldas de ella estaba cubierto de muy ricos paños de brocado de oro hechos de muy nueva manera... Los aparadores donde estaban las bajillas estaban en la otra parte de la sala, en los cuales había muchas gradas cubiertas de diversas piezas de oro y de plata:había muchas copas de oro con muchas piedras preciosas, y grandes platos,y confiteiros, y barriles, y cántaros de oro y de plata cubiertos de sutiles esmaltes y labores. Aquel día fue servido el rey allí con una copa de oro, que tenía en la sobrecopa muchas piedras de gran valía, y de esmerada perficion... Y después que el rey y la reina, y los otros caballeros y dueñas y doncellas fueron a las mesas, trajeron el aguamanos con grandes y nuevas ceremonias. Entraron los maestresalas con los manjares, llevando ante sí muchos menestriles, y trompetas y tamboriles: y así fue servida la mesa del rey, y de los otros caballeros y dueñas y doncellas, de muchos y diversos manjares, tanto que todos se maravillaron no menos de la ordenanza que en todo havía que de la riqueza y abundancia de todas las cosas. Después que las mesas fueron levantadas, aquellos caballeros mancebos danzaron con las doncellas, y tyvieron mucha fiesta; y otro día por semejante.»

Ya hemos visto cómo en el reinado de Enrique IV al remate de una opípara cena y en medio de un espléndido festín, un prelado ofrecía a las damas de la corte bandejas llenas de sortijas y anillos de oro y piedras preciosas de todas clases, y de variadas formas y gustos, para que cada cual eligiera la que fuese más de su agrado.

Nos hemos limitado a citar solamente un caso de cada uno de los tres reinados de aquel siglo, entre tantos como nos ofrece el estudio de aquella época. Y no eran solos los nobles y prelados y hombres poderosos los que ostentaban aquel lujo pernicioso e insostenible: alcanzaba el contagio a todas las jerarquías, fortunas y condiciones, hasta a la clase menestral. Las cortes de Palenzuela de 1452 le decían al rey, que no solamente las damas de linaje gastaban un lujo desordenado en vestir, «más aún las mujeres de los menestrales e oficiales querían traer y traían sobre sí ropas y guarniciones, que pertenecían y eran cosas para dueñas generosas y de gran estado y hacienda, y por causa de los dichos trajes y aparatos venían a muy gran pobreza, y aún otros y otras que razonablemente lo debieran traer por ser de buenos linayes, vivían avergonzados por no tener haciendas para lo traer según que los otros traían»—«Tanta es la pompa y vanidad, decía una ordenanza expedida por don Juan Pacheco, gran maestre de Santiago, en 1469, generalmente hoy de todos los labradores y gente baja y que tienen poco, en los traeres suyos y de sus mugeres e hijos, que quieren ser iguales de los caballeros y dueñas y personas de honra y estado: por lo cual sostener gastan sus patrimonios, y pierden sus haciendas, y viene gran pobreza y gran menester.»

Este lujo, que las leyes suntuarias eran ineficaces para contener, llegó a tal refinamiento, que hizo a los hombres afeminados hasta un punto que nos parecería inverosímil, si de ello no nos dieran testimonio escritores de aquella edad, testigos abonados e irrecusables. Los hombres igualaban, si no excedían a las mujeres en el afán del bien parecer, en el esmero y estudio para el vestir, en apelar al auxilio del arte para encubrir los defectos de la naturaleza, en el empleo de los perfumes, de los afeites, de los cosméticos para teñirse el cabello, y hasta en el uso de los dientes postizos, y en todos los menesteres del tocador. El famoso don Enrique de Villena, en una obra titulada El triunfo de las Donas describe en estilo jocoso, serio, y pinta con cierta gracia las afeminadas costumbres de los cortesanos de su tiempo: «¿Quál solicitud, dice, quál estudio ni trabajo de muger alguna en criar su beldad se puede a la cura, al deseo, al afán de los omes por bien parecer, igualar...? Son infinitos (e aqueste es el engaño de que más ofendida naturaleza se siente) que seyendo llenos de años, al tiempo que más debrian de grasvedat que de liviandat ya demostrar en los actos, los blancos cabellos por encobrir de negro se facen teñir, e almásticos dientes, más blancos que fuertes, con engañosa mano enxerir... e en todo se quiere al divino olor parescer que de sí envian las aguas venidas por destilación en una quinta esencia, el arreo e afeites de las donas, el cual non de las aromátícas especies de la Arabia, nin de la mayor Indía, más de aquel logar onde fue la primera mujer formada paresce que venga... E aún podría más adelanteel fablar estender... etc.»

Pero este mismo Villena, que así mostraba burlarse de los que tanto afán ponían en el arreo y compostura de las personas, se ocupó gravemente en escribir y nos dejó escrita su Arte Cisoria, o Tratado del arte del cuchillo, en que no sólo da reglas muy minuciosas para trinchar con delicadeza todo género de animales, de aves, de peces, de frutas y demás viandas, no sólo presenta dibujados instrumentos de diversas formas según que convenían y se usaban para trinchar cada pieza convenientemente, sino que da tal importancia a esta habilidad, que proponía se estableciese una escuela de ella, en que se educaran caballeros y mozos de buen linaje, y que gozasen los que la ejercían de ciertas prerrogativas y derechos. El Arte Cisoria del marqués de Villena, que algunas veces hemos tenido la curiosidad de leer, revela no solamente lo dados que eran los hombres de aquel tiempo a los placeres dela mesa, y el refinamiento del gusto en lo relativo a gastronomía, sino que se consideraba asunto digno de ocupar las plumas de los eruditos, cuando un hombre de la calidad y circunstancias del marqués de Villena escribió sobre ello un tratado tan a conciencia, y con la misma formalidad que si se hubiese propuesto escribir una obra de legislación o de filosofía.

II.—Un pueblo que en tan afeminadas costumbres había ido cayendo, y en tal manera dado al lujo y a la licencia, necesariamente había de ser aficionado a los festines y a los espectáculos y juegos, que a la vez que distraían y recreaban, proporcionaban ocasión para ostentar esplendidez, para lucir las galas y atavíos, y para hacer alarde de gentileza y gallardía, y también de esfuerzo y de valor personal. Los favoritos comenzaban a recomendarse y a ganar la privanza de los reyes por su habilidad en la música, en el canto y en la danza, por su apostura y destreza en el manejo del caballo y de la lanza en los torneos, porque eran las dotes más estimadas para príncipes que presumían de cantar con gracia, de tañer con soltura, y de justar con gallardía.

El espectáculo que estaba entonces más en boga eran las justas y los torneos, especie de simulacros de combates, en que los caballeros hacían gala de buenos cabalgadores, de airosos en su continente, de fuertes en el arremeter y certeros en el herir, en que lucían sus vistosos trajes y paramentos, ostentaban con orgullo las bandas, las cintas o las trenzas de los cabellos de sus damas, y dedicaban los trofeos de sus glorias y de sus triunfos al objeto de sus amores y a la señora de sus pensamientos: propio recreo y ejercicio de un pueblo educado en las lides, pero que se iba aficionando más a pelear por diversión y como de burlas cuanto menos iba peleando de veras. Porque nótase que cuando era menos viva la guerra y se daba más reposo a los enemigos, eran más frecuentes estos simulados combates, y más aparatosos los torneos. Mezclábanse muchas veces cristianos y musulmanes en estos espectáculos, y unos y otros rompían jugando las lanzas que hubieran debido quebrar todavía en verdadera lucha: la imitación había reemplazado muy prematuramente a la realidad. Sin embargo, como aún se conservaban los rudos hábitos de la guerra, justábase muchas veces con lanzas de punta acerada, y no era infrecuente ver morir en la liza y malograrse muy bravos y esforzados paladines, como sucedió en el magnífico torneo que se hizo para festejar las bodas de don Enrique con doña Blanca de Navarra, lo que daba ocasión a prohibir de tiempo en tiempo el justar con lanzas de punta. El mismo don Álvaro de Luna, en el torneo que se hizo en Madrid en celebridad de haberse entregado al rey don Juan el gobierno del reino, salió tan gravemente herido que se iba en sangre y hubo que llevarle en andas a su casa, tanto que al decir de su cronista, «todos pensaron que muriera de aquella ferida, ca le sacaron bien veinte e quatro huesos de la cabeza, e veníanle grandes accidentes e muy a menudo.» Cuando falten las costumbres varoniles, veremos venir los estafermos, imitación y recuerdo de las justas y torneos, como ahora los torneos eran una imitación de las batallas y combates.

Una de las costumbres características de la época era el reto, bajo distintas formas y caracteres. Ya se tomaba como venganza y satisfacción de particulares ofensas, y era el combate personal. Ya se adoptaba como medio de investigación y de probanza: en este sentido pidieron los vizcaínos al rey don Enrique III. que les otorgase el riepto, al modo que estaba admitido en Castilla. Ya se le daba el nombre de empresa, y era un medio caballeresco de ganar fama y prez corriendo aventuras por el mundo, como el valiente Juan de Merlo, y otros caballeros andantes españoles que asistían a todas las grandes fiestas y torneos de las cortes de Europa, presentándose en la liza o retando por carteles a que concurriera el que quisiese a medir con ellos su lanza y su brazo, protestando hacer confesar a todos que su dama era la más hermosa mujer que se conocía en el universo. Ya le dictaba el fanatismo religioso, al modo del que hizo, y tan caro pagó el gran maestre de Alcántara Martín Yáñez Barbudo al rey moro de Granada, cuando le anunció que iba a combatirle y le desafió a batalla de ciento contra doscientos, y de mil contra dos mil, hasta obligarle a confesar que la fe de Mahoma era una pura ficción y falsedad, y sólo la de Jesucristo era la verdadera. Ya tomaba el nombre de Paso de armas, cuando queriendo un caballero hacer alarde de su brío y de su destreza se proponía defender un paso en obsequio y honor de su dama, y retaba solemnemente a los que quisieran justar con él, y era un vistoso espectáculo, como el que a las puertas de Madrid hizo a presencia de los reyes don Beltrán de la Cueva. Ya por último era la expiación pública de un agravio o el cumplimiento de una penitencia impuesta por una dama a su caballero que le tenía en esclavitud hasta que la redimiese a fuerza de empresas hazañosas, o le negaba sus favores hasta que los ganase y mereciese rompiendo lanzas con todo el que se preciara de esforzado caballero; de este género fue el célebre Paso Honroso de Suero de Quiñones, verdadero tipo del espíritu caballeresco de la época, y el Paso de armas más señalado y más característico de aquel tiempo. Suero de Quiñones, caballero leonés de noble alcurnia, había hecho juramento de reconocerse esclavo de su dama y de llevar al cuello un día de cada semana, los jueves, en honra suya y en signo de esclavitud, una cadena de hierro, hasta hacerse merecedor de su rescate y libertad y del amor de su señora, defendiendo y manteniendo un Paso contra todos los caballeros del mundo. En su virtud señaló el paso del Puente de Orbigo, entre León y Astorga, en ocasión que aquel camino se hallaba plagado de gentes que iban en romería y peregrinación a Santiago de Galicia, por ser año de jubileo. Eligió nueve campeones que le ayudasen a mantener la empresa; se obligó a ganar su rescate rompiendo trescientas lanzas por el asta con fierros de Milán contra todos los caballeros españoles y extranjeros que quisiesen combatir, a los cuales todos retó por carteles, publicando también el solemne ceremonial que había de observarse, y que constaba de veinte y dos capítulos. Era uno de estos, que toda señora de honor que por allí pasase, si no llevaba caballero o gentil-hombre que hiciese armas por ella, perdería el guante de la mano derecha: otro era, que ningún caballero que fuese al Paso defendido y guardado por él, podría partirse de allí sin hacer armas, o dejar una de las que llevare, o la espuela derecha, bajo la fe de no volver a llevar aquella arma o espuela hasta que se viese en algún fecho de armas tan peligroso o más que aquel. Por este estilo eran los demás capítulos. Llegado el plazo y hecho el palenque, levantadas tiendas y estrados, nombrados y colocados los jueces, Suero y sus nueve mantenedores entraron en la liza con grande acompañamiento de reyes de armas, farautes, trompetas, ministriles, escribanos, armeros, herreros, cirujanos, médicos, carpinteros, lanceros, sastres, bordadores y otros oficiales. Observóse todo lo prescrito en el ceremonial, y se dio principio a los combates, que Suero de Quiñones y sus nueve paladines sostuvieron valerosamente por espacio de treinta días (quince antes y quince después de la fiesta del apóstol Santiago, 1 43í). Presentáronse sucesivamente hasta sesenta y ocho aventureros, castellanos, valencianos, catalanes, muchos aragoneses, y algunos portugueses, franceses, italianos y bretones. Se corrieron setecientas veinte y siete carreras, y se rompieron ciento diez y seis lanzas, no llegando a las trescientas por falta de tiempo y de justadores aventureros.

III.—Participando el clero del carácter inquieto y bullicioso y del espíritu caballeresco de esta época, no sólo se mezclaban los prelados en todas las contiendas y disturbios políticos, y solían ser los primeros a fomentar las revueltas o a promover las confederaciones, sino que era muy común verlos acaudillar huestes, armados de lanza y escudo como otros capitanes, vestir la rodela y armadura, entrar en la pelea como campeones, y abrirse muchas veces paso por entre los enemigos con su espada. El célebre arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio fue el más revoltoso agitador de Castilla durante la regencia y menor edad de Enrique III. El obispo de Palencia, don Sancho de Rojas, acompañaba al infante don Fernando armado de guerrero y capitaneando una parte del ejército a la conquista de Antequera. El de Osma, don Juan de Cerezuela, mandaba una escolta en el combate de Sierra Elvira, y asaltaba con ella las tiendas de los sarracenos abandonadas junto al Atarfe. El de Jaén, don Gonzalo de Zúñiga, peleando con los moros en la vega de Guadix, perdió su caballo, y continuó defendiendo su cuerpo con la espada, si bien debió su salvación al oportuno auxilio de Juan de Padilla. Esto hubiera podido atribuirse a celo y ardor religioso, y no a afición a la vida de campaña, si los viéramos embrazar el escudo y esgrimir la lanza solamente contra los enemigos de la fe, y no guerreando de la misma manera contra otros cristianos. El ilustrado obispo de Cuenca, don Lope Barrientos, peleaba encarnizadamente al frente de los caballeros de Castilla defendiendo su ciudad contra los aragoneses que la atacaban mandados por el hijo bastardo del rey de Navarra. En la batalla de Olmedo entre los dos que se titulaban reyes de Castilla, Enrique IV. y su hermano Alfonso, el arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo llevaba la cota de malla debajo del manto de púrpura, combatió con tanto brío como el mejor campeón, y aunque herido de lanza en un brazo, fue el postrero que se retiró del campo de batalla. Es innecesario citar más ejemplos. La vida anterior de siete siglos había creado y encarnado este espíritu, de que no pudo libertarse el clero: los sacerdotes cristianos habían comenzado guerreando contra infieles, y acabaron por no poder dejar de ser guerreros, aunque fuese contra otros cristianos.

Acordábanse no obstante muchas veces de su noble carácter, y ejercían un influjo saludable, humanitario y apostólico en favor de la concordia y de la paz entre los hombres, ya con prudentes consejos a los monarcas, ya con fervorosas exhortaciones, y no sin provecho se les vio algunas veces presentarse con el valor y la serenidad de la virtud en medio de las filas de enemigas huestes prontas a la pelea, recorrerlas con el signo de la redención en la mano, predicando paz, y evitar los desastres de un combate inminente y sangriento.

Es admirable que a vueltas del poder que llegó a adquirir una nobleza usurpadora, opulenta, ambiciosa y activa, no perdiera su influencia el clero. Comprendemos que la conservaran los arzobispos de Toledo, que eran por sus rentas unos potentados; que otros prelados ricos la ejercieran también, y que los Tenorios, los Rojas, los Carrillos, los Fonsecas y los Barrientes fueran el alma o del gobierno, o de las confederaciones, o de las revueltas de estos tres reinados que analizamos. Pero veíase al propio tiempo a los reyes y a los magnates recurrir y apelar en los casos críticos al consejo o al fallo de otros eclesiásticos, que no tenían ni la elevada posición, ni las pingües rentas, ni los numerosos lugares y vasallos de que disponían aquellos prelados. Cuando los nobles de Castilla pidieron por primera vez a don Juan II. el destierro del condestable don Álvaro de Luna, el rey consultó con un simple fraile franciscano lo que debería hacer, y por consejo de Fr. Francisco de Soria se nombraron los cuatro jueces que pronunciaron sentencia contra el favorito. Cuando Enrique y los magnates confederados acordaron nombrar una diputación de ambas partes para que arreglara las condiciones de la concordia en Medina, el prior de San Jerónimo Fr. Alfonso de Oropesa fue aceptado por los de uno y otro partido, y su voto había de producir fallo decisivo en la sentencia arbitral.

Menester es sin embargo convenir en que costumbres tan extrañas y ajenas a la misión del clero, tal afición a la vida estruendosa de las armas, tal participación en las agitaciones y bullicios del pueblo, en las negociaciones e intrigas de la corte, en los peligros y en los movimientos de los campos de batalla, y tal intervención en los negocios políticos y profanos, eran incompatibles con los hábitos de mansedumbre y con los cuidados espirituales que pesan sobre los prelados, no podían conciliarse con los deberes pacíficos de los directores de las almas, y necesariamente habían de relajar la disciplina monástica de los claustros; así el sólo intento de su reforma había de costar grandes dificultades y no escasos sinsabores a los celosos monarcas y a los sabios ministros a quienes tocaba regenerar el reino que encontraban en tan miserable estado.

IV.—Tan funesta y calamitosa como fue esta época para Castilla bajo el aspecto moral y político, fue propicia y favorable a la cultura y al desarrollo y movimiento intelectual. «Fue esta época, dice Prescott, para la literatura castellana lo que la de Francisco I para la francesa.» Pero Aragón había ido también delante de Castilla en las bellas letras y en los estudios cultos, como se le había anticipado en la organización política, todo el tiempo que se adelantó el reinado de don Juan I de Aragón al de don Juan II de Castilla, dos príncipes casi tan semejantes como en los nombres en las buenas y malas cualidades, tan parecidos en su debilidad, en su aversión a los negocios graves de gobierno, en su inhabilidad para manejar el timón del Estado, como en su afición a la música, al canto, a la danza, y a la poesía, a los suaves goces y a los placeres intelectuales, al cultivo y al fomento de la bella literatura.

«Hubo un tiempo, dijo un célebre hombre de estado español, en que España saliendo de los siglos oscuros se dio con ansia a las letras; convencida al principio de que todos los conocimientos humanos estaban depositados en las obras de los antiguos trató de conocerlas; conocidas, trató de publicarlas e ilustrarlas; y publicadas, se dejó arrastrar con preferencia de aquellas en que más brillaba el ingenio y que lisonjeaban más el gusto y la imaginación. No se procuró buscaren estas la verdad, sino la elegancia; y mientras descuidaba los conocimientos útiles, se fue con ansia tras de las chispas del ingenio que brillaban en ellas.»

A dar esta dirección al desarrollo literario contribuyó mucho el gusto y el ejemplo del rey don Juan II, que no careciendo de ingenio, amante de los entretenimientos cultos y enemigo de las ocupaciones severas y graves, con alguna más aptitud para componer versos que para hacer pragmáticas, pareció que había querido llamar a las musas para que le distrajeran con sus suaves armonías y sus sonoros y melodiosos cantos, y no le dejaran pensar en las calamidades que afligían al reino. Imitáronle los palaciegos y cortesanos; y como ni su educación estaba preparada, ni era fácil que pasaran de repente a los estudios profundos, ni su género de vida, ni lo revuelto y turbado de los tiempos lo permitía, prefirieron naturalmente las obras de imaginación, que admiten galas y dan recreo, a las didácticas y científicas, que tienen menos atractivo y exigen más atención, más trabajo y más detenimiento. Y no fue poco maravilloso conseguir que la nobleza castellana, educada en el ejercicio de las armas, cuya sola profesión miraba como honrosa, y no acostumbrada como la de Aragón a lides académicas y a poéticos certámenes, se aficionara a los estudios cultos que hasta entonces había desdeñado, y que llegara don Juan II a formar una corte poética, tanto más lucida, cuanto que se componía de lo más notable de la grandeza de Castilla. Es sin disputa de grande influencia para todo en las naciones el ejemplo del soberano, y no puede negarse la que ejerció el de un rey como don Juan, «asaz docto en lengua latina, mucho dado a leer libros de filósofos e de poetas, que oía de buen grado los decires rimados e las palabras alegres e bien apuntadas, e aún él mismo las sabia decir, e mucho honrador de los hombres de ciencia,» según le pintan sus cronistas. Pero a este buen elemento se agregó otro, que no creemos fuese menos influyente y menos poderoso; tal fue el contacto en que se puso Castilla con Aragón, donde con tanto éxito se había cultivado la poesía provenzal, desde que fue llamado un príncipe castellano a ocupar el trono aragonés. Dio la feliz coincidencia de haber acompañado al príncipe don Fernando, cuando fue a posesionarse de aquella corona, el ilustre don Enrique de Aragón, a quien se suele llamar el marqués de Villena, uno de los más eminentes literatos de aquel tiempo1036. Favorecía al de Villena, y favoreció al comercio literario de ambos países, la circunstancia de ser descendiente de las dos familias reales de Castilla y de Aragón. De modo que así como la elección de un príncipe castellano para rey de Aragón podía considerarse como la base o como indicio de la futura unión política de ambos reinos, don Enrique de Villena, aragonés y castellano a un tiempo, pariente de don Fernando I. de Aragón y de don Juan II. de Castilla, puede mirarse en lo literario como el elemento más oportuno para fomentar y el eslabón más apropósito para unir las literaturas de los dos países. Así cuando acompañó a don Fernando a Barcelona, impulsó el restablecimiento del consistorio de la gaya ciencia; para la coronación de aquel monarca en Zaragoza compuso un drama alegórico, que es lástima se haya perdido, y cuando volvió a Castilla trabajó con empeño y con asiduidad por inspirar a sus contemporáneos el amor a la poesía y a las bellas letras, y compuso un tratado del Arte de Trovar o Gaya Ciencia, que fue como el primer ensayo de un arte poético en lengua castellana.

No fueron estos solos, sino otros muchos y muy apreciables los trabajos literarios de don Enrique de Villena. Tradujo también la Retórica de Cicerón, la Divina Comedia del Dante, y la Eneida de Virgilio, lo que es muy de notar en atención a los escasos conocimientos que entonces había del latín, y al olvido en que esta lengua había ido cayendo. Escribió en prosa los Trabajos de Hércules, que es una declaración de las virtudes y proezas de este antiguo y famoso héroe. Atribuyesele el Triunpho de las Donas, que hemos citado en el principio del capítulo; y ya hemos hecho también mención de su Arte Cisoria, libro más curioso y útil para estudiar las costumbres de la época, que importante como obra literaria. Tampoco se limitó este personaje al estudio de la poesía y de la amena literatura, sino que cultivó también la filosofía, las matemáticas y la astrología, ciencias que no podían entonces cultivarse sin riesgo, y que le valieron la fama de mágico y de nigromántico, que en el pueblo se conserva todavía. Esta tradición debió arraigarse con motivo de lo que se hizo con sus libros después de su muerte. De orden del rey fueron llevados en dos carros a la casa de su confesor el obispo don Lope de Barrientos, porque se decía que eran «mágicos é de artes no cumplideras de leer.» «E Fray Lope (dice en su estilo satírico el Bachiller Cibdareal, médico del rey) fizo quemar más de cien libros que no los vio él más que el rey de Marruecos, ni más los entiende que el dean de Ciudá-Rodrigo; ca muchos son los que en este tiempo se fan dotos, faciendo a otros insipientes e magos, e peor es que se facen beatos faciendo a otros nigrománticos.» Créese, sin embargo, que la quema de los libros se hizo de orden expresa del rey, y acaso su lectura le inspiró la idea de encargar al obispo don Lope que escribiera su Tractado de las especies de adevinanzas, para saber juzgar y determinar por sí en los casos de arte mágica que le fuesen denunciados. Juan de Mena dedicó tres de sus Trescientas Coplas A la memoria de su amigo el de Villena, y el marqués de Santillana compuso a su muerte un poema a imitación del Dante, ensalzándole sobre los más ilustres escritores de la antigüedad griega y romana.

Acabamos de nombrar dos de los más claros ingenios y de los más célebres escritores de esta época. Don Íñigo. López de Mendoza, marqués de Santillana, a quien con razón se llamó «gloria y delicias de la corte de Castilla,» el segundo que obtuvo título de marqués, que ninguno había usado antes que él sino el de Villena; el marqués de Santillana, noble y cumplido caballero y esforzado caudillo, que habiendo sido uno de los principales actores en las escenas tumultuosas de su tiempo, y desempeñado importantes cargos civiles y militares, fue de los pocos que en aquella confusión y anarquía conservaron limpio y puro su honor, hasta el punto que sus mismos enemigos no se atrevieron a zaherirle, tuvo tiempo para dedicarse a las letras, y acreditó en sí mismo la máxima que solía usar de que «la ciencia no embota el hierro de la lanza, ni hace floja la espada en la mano del caballero»; y ganó tal reputación como hombre de letras, que de los reinos extranjeros venían las gentes a España sólo por verle y hablarle. Su posición en la corte de don Juan II le permitió ser el protector de los ingenios, alentándolos con su ejemplo y recompensándolos con liberalidad: amigo de Villena y de todos los hombres eminentes por su estirpe o por su talento, su casa era como una academia, en que los nobles caballeros se entretenían y ejercitaban en debates literarios. Conocedor de la escuela provenzal, y familiarizado con la literatura italiana, sus obras participan del gusto y de las formas de una y otra, sin dejar de predominar la indígena o castellana. Tributaba elogios a Ausias March y a Mossen Jordi, y reproducía su estilo y sus bellezas; encomiaba al Dante, al Petrarca y a Bocaccio, y los imitaba con éxito admirable, e introdujo en la poesía castellana la forma del soneto italiano, que aclimatado después por Boscán ha sido desde entonces sin interrupción una de las formas de la poética española. Aunque sus obras participan de la afectación escolástica y de las hinchadas metáforas del gusto de aquel tiempo, resaltan en ellas los sentimientos más nobles, su estilo es más correcto que el del siglo precedente, y hay composiciones escritas con una naturalidad, una sencillez y una gracia inimitables.

¿Quién no lee todavía con placer sus lindas canciones pastorales tituladas Serranillas, y a quién no encanta la dulzura y fluidez de alguna de sus estrofas? Hoy mismo sería difícil decir nada más natural y más tierno que aquello de:

Moza tan fermosa

non ví en la frontera

como una vaquera

de la Finojosa.

...)

En un verde prado

de rosas e flores

guardando ganado,

con otros pastores,

ta vi tan fermosa,

que apenas creyera

que fuese vaquera

de la Finojosa.

Las obras de este ilustre poeta pueden dividirse, y así las divide el entendido académico que hoy prepara una esmerada publicación de ellas, 1° en doctrinales e históricas; 2° de recreación; 3º de devoción; y 4° en obras o composiciones amorosas. En la primera clasificación deben comprenderse los Proverbios, la Comedieta de Ponza, el Doctrinal de Privados, y Bias contra Fortuna: a la segunda pertenecen las Preguntas y Respuestas de Juan de Mena y el Marqués, y la Coronación de Mossen Jordi: a la tercera la Canonización de San Vicente Ferrer; y a la cuarta el Sueño, el Infierno de los enamorados, la Querella de Amor, y las Serranillas. Tiene además otras obras en prosa y los Refranes.

No nos incumbe analizar cada una de las obras de este insigne literato: esto exigiría un objeto y una tarea especial. Hay entre ellas composiciones sumamente armoniosas y fluidas, las hay ingeniosas y profundamente filosóficas. En la Comedieta de Ponza, fundada sobre el suceso desastroso en que los dos reyes de Aragón y de Navarra, don Alfonso y don Juan, juntamente con su hermano el infante don Enrique de Castilla, fueron derrotados y hechos prisioneros por los genoveses en el combate naval dado cerca de la isla de Ponza, se introduce una excelente paráfrasis del Beatus ille de Horacio, cuyas estrofas no podemos resistir a copiar por su singular mérito.

 

¡Benditos aquellos que con el azada

sustentan su vida e viven contentos,

e de quando en quando conoscen morada,

e suffren pascientes las lluvias e vientos!

Ca estos non temen los sus movimientos,

nin saben las cosas del tiempo pasado,

nin de las presentes se facen cuydado,

nin las venideras do an nascimientos.

¡Benditos aquellos que siguen las fieras

con las gruesas redes e canes ardidos,

e saben las trochas e las delanteras,

e fieren del archo en tiempos devidosl

Ca estos por saña non son conmovidos,

nin vana cobdicia los tiene subjetos,

nin quieren thesoros, nin sienten defetos,

nin turban temores sus libres sentidos.

¡Benditos aquellos que quando las flores

se muestran al mundo desciben las aves,

e fuyen las pompas e vanos honores,

e ledos escuchan sus cantos suaves!

¡Benditos aquellos que en pequeñas naves

siguen los pescados con pobres traynas,

ca estos non temen las lides marinas,

nin cierra sobre ellos Fortuna sus llaves!

 

Fue, pues, el marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza, el hombre más ilustre de su época; capitán esforzado, honrado y pundonoroso caballero, literato distinguido, poeta dulce, crítico razonable; fundó en Castilla la escuela italiana y cortesana, contribuyó con el de Villena a crear el gusto de la provenzal, y fue uno de aquellos hombres de quienes se dice no sin razón que se adelantan a su siglo.

Otro de los que brillaron más en la culta corte de don Juan II fue el poeta cordobés Juan de Mena, que sin pertenecer a la nobleza por su nacimiento, supo por su mérito literario hacerse lugar entre los nobles más poderosos, ganar la amistad y aún el patrocinio del marqués de Santillana y de otros magnates, y llegar a obtener el favor y la confianza del rey en el triple concepto de poeta, cronista y secretario de cartas latinas. Juan de Mena fue el verdadero tipo del poeta cortesano. Sin mezclarse en los negocios públicos y en las contiendas políticas, de ingenio agudo, humor festivo, finos modales y carácter acomodaticio, acertó a conservarse en buena correspondencia y relación con el rey, con el condestable, con los infantes de Aragón y con los principales jefes de los partidos. El rey mostraba gustar mucho de los versos de Juan de Mena, puesto que al decir de su médico y confidente Cibdareal, «solía tenerlos sobre su mesa a la par del libro de oraciones.» El poeta por su parte procuraba lisonjear al soberano, no sólo haciendo composiciones en loor de sus hechos y los de su favorito, sino enviando sus obras a la aprobación real y sometiéndolas a su corrección, cosa que debía halagar mucho a un monarca que presumía de poeta y de erudito. Por otra parte don Juan II manifestaba el mayor interés en que hablara bien de él la historia, y por medio de su médico de cámara solía indicará Juan de Mena, en su calidad de cronista, la manera como había de tratar tal punto o suceso de su reinado. De este modo se mantenían mutuamente en su gracia el rey y el poeta.

Aunque algunas de sus composiciones tienen cierta graciosa flexibilidad, y las hay que no carecen de belleza y de energía, sus obras en lo general son afectadamente conceptuosas, y están saturadas de culteranismo y de una fraseología pedantesca, que las hace oscuras, y su lectura pesada y sin atractivo. Sus principales obras fueron: la Coronación, especie de poema hecho en honor y alabanza de su amigo y protector el marqués de Santillana, en que figura un viaje al Parnaso para presenciar la coronación del marqués por las Musas y las Virtudes, como poeta y como héroe: Los siete pecados capitales, fábula alegórica en que se representa una guerra entre la Razon y la Voluntad: El Laberinto, su grande obra y con la cual excitó la admiración de la corte: propúsose en ella imitar al Dante, y al modo que el autor de la Divina Comedia se abandona a la dirección de Beatriz, el poeta español se supone trasladado a un gran desierto, donde se le aparece la Providencia bajo la forma de una hermosa doncella, que le ofrece explicarle los grandes misterios de la vida, y le enseña las tres grandes ruedas místicas del destino, que representan lo pasado, lo presente y lo futuro, y bajo su dirección va contemplando la aparición de los hombres más eminentes de la fábula y de la historia. Hízolo en trescientas coplas, y por esto se denomina también Las Trescientas. Escribió además Juan de Mena una paráfrasis en prosa de algunos cantos dela Iliada pero en estilo hinchado y llena de ridículos latinismos.

Estos tres ingenios eran los que marchaban al frente del movimiento literario, y le impulsaban, señaladamente en la poesía. Los demás, como Villasandino, que ya se había dado a conocer por sus composiciones en el reinado de don Enrique III. y se hizo una especie de poeta mercenario en el de don Juan II, y como Francisco Imperial que siguió la misma escuela de Villasandino, no pueden entrar en parangón con los anteriormente nombrados. Lo mismo podemos decir de otros, hasta el número de cincuenta, cuyas composiciones forman parte del Cancionero recopilado por el judío converso Juan Alfonso de Baena, hecho «para recreo y diversión de su Alteza el Rey, cuando se hallase muy gravemente oprimido por los cuidados del gobierno», lo cual retrata bien el gusto del rey don Juan II y la fisonomía de su corte.

Por más que las musas, tan acariciadas en el reinado y en la corte de don Juan II, huyeran después, como dice un docto crítico, de su mancillado recinto en los tiempos calamitosos de Enrique IV, el impulso estaba dado, y aún se conservaban algunos destellos en la ilustre familia del noble linaje de los Manriques. Los hermanos Rodrigo y Gómez Manrique hicieron algunos poemas y varias poesías sueltas. Pero el que aventajó a todos en ternura de sentimiento y en natural y sencilla fluidez fue el esforzado, el bondadoso y gentil caballero Jorge Manrique, hijo de Rodrigo. No citaríamos aquí, sino más adelante, la más bella y la más tierna de sus composiciones, que fue la elegía a la muerte de su padre, puesto que esta acaeció dos años después de la de Enrique IV, si no fuera por la bellísima descripción que hace de la corte de don Juan II en aquellas lindas e inolvidables coplas:

¿Qué se hizo el rey don Juan?

Los infantes de Aragón

¿Qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán?

¿Qué fue de tanta invención

Como trajeron?

¿Las justas y los torneos,

Paramentos, bordaduras

Y cimeras,

Fueron sino devaneos?

¿Qué fueron sino verduras

De las eras?

¿Qué se hicieron las damas,

Sus tocados, sus vestidos,

Sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

De los fuegos encendidos

De amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

Las músicas acordadas

Que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar,

Aquellas ropas chapadas

Que trayan?

 

Dispútase si en esta época se cultivó ya la poesía bajo la forma de drama. Nosotros no creemos que los entremeses y momos que en más de una ocasión mencionan las crónicas fuesen las representaciones del género festivo que se han conocido después con este nombre, sino algunas farsas groseras, o una denominación genérica semejante a la de juegos. Si de drama se hubiera de calificar ya una composición alegórica y dialogada que pudiera recitarse por varios interlocutores, tendría razón un crítico dramático de nuestros días en considerar como drama la Comedia de Ponza del marqués de Santillana a mediados del siglo XV. Y en este concepto se atrevió ya otro crítico españo a mirar como ensayo de representación dramática La Danza general de la Muerte, escrita a mediados del siglo XIV. Lo que tal vez se aproximó más al espíritu y formas del drama, por lo menos al de las églogas que después se representaron como dramas, fueron las célebres Coplas de Mingo Revulgo, sátira dialogada del género pastoril, en que se pintan con lenguaje vigoroso y rudo los vicios y el mal gobierno del reinado de Enrique IV. Los interlocutores son dos pastores, llamados el uno Mingo Revulgo, representante del vulgo o del pueblo, el otro Gil de Arribato, que representa un profeta que le adivina y responde, los cuales bajo la alegoría de un rebaño apacentado y regido por un pastor imbécil, se desahogan en mordaces sátiras contra el carácter débil y degradado del rey, y contra los desórdenes de la corte, lamentando el miserable estado del reino. Mas todos estos no creemos puedan considerarse sino como débiles ensayos o preludios de otras obras más dignas del nombre de dramas.

Aunque la poesía era el genero de literatura que se cultivaba con más ardor, no por eso dejaron de hacerse algunos adelantos y de publicarse algunas obras notables en prosa. Del estilo epistolar nos dejó una honrosa muestra el tantas veces citado bachiller Cibdareal, médico de don Juan II, en las ciento cinco cartas que forman su Centón, dirigidas a los principales personajes del reino, muchas de ellas sobre asuntos interesantes, y sobremanera útiles para el conocimiento de las costumbres y de los caracteres de los hombres de aquel reinado. Su estilo es el que corresponde al genero epistolar, natural, sencillo y ligero, a las veces malicioso y satírico, que le da cierta amenidad agradable.

La historia se cultivó también con buen éxito bajo la forma que entonces se conocía de crónica. El impulso dado por el Rey Sabio no había sido infructuoso, y aunque perezosamente seguido, fue teniendo dignos si bien menos felices imitadores. El caballero Fernán Pérez de Guzmán, señor de Batres, sobrino del canciller Pedro López de Ayala, emparentado como él con la principal nobleza de Castilla, y como él literato y poeta y capitán valeroso y esforzado, también fue cronista como él, y pareció como nacido para enlazar la literatura histórica del siglo XV con la del XIV. Aunque fuesen varios ingenios los que trabajaron en la Crónica de don Juan II. tales como Álvar García de Santa María, Juan de Mena, Diego de Valera, y tal vez algún otro, no hay duda de que su ordenación fue definitivamente encomendada al ilustre Fernán Pérez de Guzmán, que con recomendable criterio «cogió de cada uno lo que le pareció más probable, y abrevió algunas cosas, tomando la sustancia de ellas», como dice el docto Galíndez de Carvajal. Es lo cierto que la Crónica de don Juan II, enriquecida con importantes documentos y con abundantes noticias de las costumbres de aquel tiempo, es ya un trabajo notable de pensamiento, de arte y de estilo, que revelaba o dejaba entrever que la crónica estaba sufriendo una modificación ventajosa y se acercaba ya a la manera y formas de la historia regular.

Menos felices los dos cronistas de Enrique IV, Enríquez del Castillo y Alonso de Palencia, partidario el uno y adversario el otro de aquel desdichado monarca, más sencillo y natural el primero sin dejar decaer a veces en una verbosidad redundante, afectado, enmarañado y confuso el segundo, siguiendo el mal gusto de la escuela extranjera en que se había formado y de los maestros que se propuso por modelo, sus crónicas no igualan en mérito a la anterior.

Ya no eran solos los reyes, ya no eran solamente los sucesos generales de un reinado los que merecían los honores de la crónica. Las plumas de los escritores se ocupaban también en historiar bajo aquella misma forma y con no menos extensión las vidas y los hechos de los personajes más notables y señalados. De este género son las crónicas de don Pero Niño, conde de Buelna, que desempeñó el cargo de almirante durante los reinados de Enrique III y Juan II, y de don Álvaro de Luna, gran condestable de Castilla, escrita la primera por Gutierre Díaz de Games, alférez y compañero de su héroe en sus peligrosas aventuras y batallas, la segunda por el judío converso Álvar García de Santa María. La Crónica de don Álvaro es tal vez la obra histórica de más mérito literario de aquella época, y en la que hay más soltura de dicción, más facundia, armonía y gala de lenguaje: tiene trozos muy elegantes, y descripciones magníficas; más como documento, se aproxima al género de panegírico, puesto que desde el principio hasta el fin no se interrumpen las alabanzas del personaje que el autor se propuso ensalzar.

Tampoco faltaba quien procurara trasmitir a la posteridad la relación y conocimiento de sucesos parciales de alguna celebridad e importancia; episodios históricos que hoy comprenderíamos bajo la denominación de Memorias para servir a la historia de la época. Tales son por ejemplo El paso Honroso de Suero de Quiñones, compilado por el padre Pineda: el Seguro de Tordesillas, que es la relación de una serie de negociaciones, conferencias y capitulaciones celebradas entre don Juan II. y una parte de la nobleza, cuando su hijo el príncipe don Enrique se unió a los sublevados contra su padre mismo para derribar al condestable. Se escribían igualmente relaciones de Viajes, como la que dejó hecha Ruy González de Clavijo de la embajada que Enrique III envió al Gran Tamerlán, y de que formó parte el autor, y en que se dan noticias muy curiosas, así de las aventuras y trabajos personales de los embajadores, como de los países y regiones que recorrieron.

En aquel movimiento literario no se olvidó cultivar otro género especial de literatura, que consiste en los retratos morales y políticos de los hombres más ilustres o notables, que ya entonces se denominaron como hoy semblanzas. Pérez de Guzmán retrató de esta manera hasta treinta y cuatro de los principales personajes que vivieron en su tiempo, en una obra que intituló Generaciones y semblanzas, y que corrigió y adicionó después el doctor Galíndez de Carvajal. Según el gusto de aquel tiempo, no se limita a dar razón del linaje, de los hechos, del carácter moral de cada personaje, sino que hace el retrato material describiendo su rostro, sus facciones, su color, su estatura y demás particulares señas de cada uno. Es muchas veces preciso, y abunda en rasgos vigorosos. Lamenta las injusticias y la corrupción de su tiempo, y no adula al poder: «Ca en este tiempo, dice en una ocasión, aquel es más noble que es más rico: pues ¿para qué cataremos el libro de los linages, ca en la riqueza hallaremos la nobleza dellos? Otrosí los servicios no es necesario de se escrebir para memoria; ca los reyes no dan galardón a quien mejor sirve, ni a quien más virtuosamente obra, sino a quien más les sigue la voluntad y les complace.»

De modo que en aquel desarrollo intelectual se ve desenvolverse y tomar un vuelo desusado la amena literatura bajo sus diferentes formas y especies. Las musas invaden los palacios de los próceres y de los soberanos, visten nuevos atavíos, y acariciadas por un rey, festejadas por hombres del gusto y del genio de don Enrique de Villena, de Juan de Mena y del marqués de Santillana, se hacen el recreo y la ocupación de los hombres de más valer, y la delicia y el encanto de la corte. El diálogo y la égloga se animan con Santillana y Rodrigo de Cotta. La epístola cobra vida y atractivo bajo la pluma fácil y ligera de Cibdareal. La crónica, ennoblecida por Ayala, toma cierto ropaje histórico con Díaz de Games, Álvar García y Pérez de Guzmán. Este último retrata de relieve con mano maestra los más distinguidos personajes; y Ruiz González de Clavijo sabe hacer de las relaciones de viajes una lectura amena y entretenida.

Aparte de la amena literatura, tampoco faltó en esta época quien dedicado a los estudios graves y a las ciencias eclesiásticas, admirara al mundo con su vasta y sólida erudición, y con sus sanas doctrinas, bien distantes por cierto del fanatismo religioso del confesor y obispo don Fray Lope de Barrientos. Hablamos del célebre obispo de Ávila don Alfonso de Madrigal, conocido por el Abulense, y más todavía con el nombre vulgar de el Tostado, cuya pluma se cita proverbialmente en España como tipo de prodigiosa fecundidad: «varón insigne, dice un docto español, que en la universidad de Salamanca llegó a hacerse dueño como por sorpresa de todas las ciencias que allí se enseñaban, ayudado de una memoria tan prodigiosa, que nunca olvidaba lo que una vez leía.» En el ruidoso concilio general de Basilea el Abulense excitó la admiración de todos, y combatió constantemente como sabio maestro por el triunfo de la razón contra las máximas ultramontanas y en defensa de las doctrinas de los cánones antiguos. Las obras de este fecundo ingenio forman multitud de volúmenes; las principales son sus grandes Comentarios sobre casi todos los libros históricos de la Biblia, y sobre Eusebio, y sus tratados de los dioses del gentilismo.

Hubo además en la época de que tratamos en punto a cultura literaria una circunstancia muy digna de notarse y que no debemos pasar en silencio. ¡Cosa singular! La raza judaica, esa raza desgraciada y proscrita, contra la cual se estaba ensañando y ensangrentando el pueblo cristiano español, casi simultáneamente en Andalucía, en Castilla, en Valencia, en Aragón y en Cataluña, viene en este tiempo a comunicar impulso y a dar lustre y esplendor a la literatura cristiana. Doctores rabínicos los más afamados e ilustres por su saber y su talento abjuran de su religión y de su fe, los unos por conjurar la cruda persecución que se había desencadenado contra la raza hebrea, los otros movidos por las enérgicas exhortaciones de San Vicente Ferrer, los otros tal vez por poder lucir en la corte una erudición y un talento que de otro modo habrían tenido que guardar ocultos bajo el peso de la proscrición, y convirtiéndose al cristianismo mostraron tal ardor por la fe nuevamente abrazada, que alcanzaron una posición brillante, ocuparon los más altos puestos del Estado, enriquecieron con sus obras y escritos las letras cristianas, y se hicieron los más furiosos declamadores contra la doctrina del Talmud y los instigadores más ardientes del exterminio de los de su antigua grey.

Señalóse entre ellos y se distinguió una familia, en que todos fueron sabios o literatos, y que en la historia literaria se conoce por la familia de Santa María o de Cartagena. Fue el primero de ella un docto y noble levita de Burgos llamado R. Selemoh Halevi, que en el bautismo tomó el nombre de Pablo de Santa María, y también se denominó de Cartagena, porque después de haberse graduado de maestro en teología en París, y obtenido el arcedianato de Treviño, fue electo obispo de Cartagena. Luego fue elevado a la silla episcopal de Burgos, por lo que se le llamó también el Burgense. Este docto converso, que vivió en los siglos XIV. y XV., teólogo y poeta a un tiempo, escribió varias obras en prosa y verso, de las cuales fueron las principales: el Escrutinio de las Escrituras (Scrutinium Scripturarum), en la cual se propuso rebatir los sofismas de que se valían los judíos para impugnar los dogmas cristianos, y en la que llegó a canonizar el fanatismo religioso contra los de su propia raza: y una Historia universal (así la llamaba), en 322 octavas de arte mayor, en que aspiró a comprender «todas cosas que ovo e acaescieron en el mundo desde que Adan fue formado fasta el rey don Juan el segundo», y a cuyo final puso una Relacion cronológica de los señores que ovo en España desde que Noé salió del arca fasta don Juan II. Si esto podría merecer el nombre de Historia universal, pueden fácilmente discurrirlo nuestros lectores.

Sus tres hijos fueron también insignes letrados, y obtuvieron dos de ellos altas dignidades eclesiásticas. Don Gonzalo de Santa María, el mayor, fue arcediano de Briviesca, dignidad en la santa iglesia de Burgos, obispo de Astorga, de Plasencia y de Sigüenza, del consejo del rey, auditor apostólico y embajador en los concilios de Constanza y de Basilea, donde adquirió grande estima y autoridad. Escribió una Historia o vida de don Juan II, y una obra latina titulada Aragoniae regni historia, en que quiso imitar a Tito Livio.

Judío converso también el hijo segundo de don Pablo, el célebre don Alfonso de Cartagena, sucedió a su padre en la mitra de Burgos, después de haber obtenido los deanatos de Segovia y de Santiago. Ganó aún más fama y celebridad que su hermano en el concilio de Basilea; defendió con calor la preferencia de la silla real de Castilla contra las pretensiones de los embajadores de Inglaterra, y mereció que el pontífice Pío II. le honrara con los dictados lisonjeros de «alegría de las Españas y honor de los prelados.» En medio de las graves atenciones de su ministerio, y de las comisiones, embajadas y negocios políticos que desempeñó o en que intervino, todavía tuvo tiempo para cultivar las ciencias y dedicarse a estudios y trabajos literarios, de que dan buena prueba el Doctrinal de caballeros, el Libro de mujeres ilustres, el Memorial de virtudes, y varias otras obras teológicas y filosóficas, en que mostró su vasta y profunda erudición, siendo uno de los que contribuyeron más al desarrollo dela clásica y docta literatura en Castilla.

Ademas de la ilustre familia de los Cartagena y Santa María, otros judíos conversos enriquecieron también el parnaso castellano de aquella edad, y cultivaron otros estudios más graves y serios: tales como Juan Alfonso de Baena, escribiente o secretario de don Juan II, poeta él mismo y compilador del antiguo Cancionero, que «fiso con muy grandes afanes e trabajos e con mucha diligencia e afection e grand deseo de agradar e complacer e alegrar e servir a la su gran Realesa e muy alta Señoría»; Juan, llamado el Viejo, que escribió libros de doctrina y de moral cristiana, para mostrar a los de su antigua secta la necesidad de abjurar sus errores; y Fr. Alonso de Espina, autor del Fortalitium fidei, obra en que no perdonó medio para confundir y exterminar al pueblo hebreo de que él había salido; fue el que auxilió como confesor en sus últimos momentos a don Álvaro de Luna, y llegó a ser rector dela Universidad de Salamanca.

Nótase que estos conversos rabinos eran los más duros y furiosos adversarios de la raza judaica de que ellos procedían, los que atacaban con más ardor sus doctrinas y sus argucias, y los que con más saña ensangrentaban sus plumas y concitaban más contra el pueblo hebreo las pasiones y el fanatismo de los cristianos; bien porque lo hiciesen con el verdadero fervor de neófitos, bien porque a fuerza de mostrar un exagerado celo religioso se propusiesen congraciarse con sus nuevos correligionarios, a lo cual debieron sin duda las altas dignidades que obtuvieron en la iglesia cristiana.

Mas toda esta cultura, todo este desarrollo intelectual, todo este movimiento literario de que acabamos de hacer un bosquejo1057, lejos de retratar la verdadera situación de Castilla, era como el barniz con que se procura disimular y encubrir la caries de un cuerpo carcomido. El estado intelectual y el estado social se hallaban en completo divorcio, y el brillo y oropel dela corte no bastaban a ocultarla miseria pública. Castilla podía personificarse en un trovador desventurado, que en vez de pensar en poner remedio a su infortunio, buscaba o distracción o consuelo, ya que no pudiera ser olvido de su desdicha, cantando al son de su laúd, y enviando al aire expresados con dulce voz tiernos y armónicos conceptos.

Al fin en el débil reinado de don Juan II, ya que el Estado decayera se cultivaba el entendimiento; en medio de los males públicos, el espíritu gozaba sus placeres; ganaba el pensamiento, ya que el reino perdía. Mas en el desastroso de su hijo Enrique IV hasta las musas desampararon los palacios y la corte avergonzadas y despavoridas, y como huyendo de presenciar tanta degradación y tanta miseria: sucedió la licencia a la cultura: casi enmudecieron los trovadores, y apenas se conservó alguna flor de las que habían ido brotando en el campo de la literatura: consumábase la ruina del Estado en medio del silencio de los ingenios y del estrépito incesante de los tumultos. Tal era la situación material, política, religiosa, moral y literaria de Castilla, cuando quedó vacante el trono que estaba destinada a ocupar la hija del más débil y la hermana del más impotente de los monarcas castellanos.