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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

 

 

CAPÍTULO XXXII.

ESTADO SOCIAL DE CASTILLA AL ADVENIMIENTO DE LOS REYES CATÓLICOS.

SIGLO XV. De 1390 a 1475.

 

 

I.—Si fuéramos supersticiosos, diríamos que así como hay nombres que parece ser de feliz augurio para los pueblos, los había también siniestros y fatídicos. Y si en algún caso pudiera tener aplicación esta idea, sería al contemplar el engrandecimiento casi sucesivo de la monarquía castellana bajo el cetro de los Alfonsos, la decadencia sucesiva también bajo el imperio de los Pedros, de los Juanes y de los Enriques.

¡Qué galería regia tan brillante esta de los Alfonsos de Castilla! Alfonso I el Católico; Alfonso II el Casto; Alfonso III el Grande; Alfonso V el de Calatañazor; Alfonso VI el de Toledo; Alfonso VII el Emperador; Alfonso VIII el de las Navas; Alfonso X el Sabio; Alfonso XI el de Algeciras y el del Salado! Casi todos simbolizan, o una virtud sublime, o un triunfo glorioso, o una conquista duradera y permanente. Casi todos fueron, o capitanes invictos, o ilustres legisladores, o conquistadores célebres, y algunos lo fueron todo. No es que a los nombres de otros monarcas castellanos de la edad media dejen de ir asociadas glorias: ganáranlas, y no escasas, los Ramiros, los Sanchos y los Fernandos; es que sobre haber sido mayor el número de aquellos, admira la feliz casualidad de haber sido casi todos grandes, o en armas, o en letras, o en virtudes.

En el capítulo 22 del libro III, hicimos el examen crítico de los tres reinados que siguieron inmediatamente al del postrer Alfonso; el de don Pedro, último vástago legítimo de la antigua estirpe de los reyes de Castilla, y los de los dos primeros de la línea bastarda de Trastámara, don Enrique II y don Juan I.

Con Enrique III vuelven los fatales reinados de menor edad, con que tan castigada había sido Castilla; se reproducen las enojosas cuestiones de regencia y tutoría, y se renuevan bajo otra forma las turbulencias que agitaron las minoridades de los Alfonsos VII, VIII y XI, de Enrique I y de Fernando IV. Príncipes orgullosos y avaros, magnates poderosos y soberbios, turbulentos y tenaces prelados, se disputaban la preferencia en el mando bajo el título de regentes y tutores, y el pueblo sufría las consecuencias de sus odiosas rivalidades. Mientras unos pocos ambiciosos altercaban entre sí pretendiendo cada cual la preeminencia en el poder, la nación era víctima de sus miserables disidencias. Las cuestiones personales entre los corregentes difundían la anarquía y el desorden en el Estado; y no era maravilla que el reino ardiera en bandos y parcialidades, que se generalizaran los escándalos y se multiplicaran los crímenes, cuando en el seno mismo del consejo-regencia se mantenía vivo el fuego de la discordia, y los mismos tutores estuvieron más de una vez a punto de venir a las manos. El tercer estado, ese elemento popular que en el reinado de don Juan I había llegado al apogeo de su influencia y de su poder, trabajó cuanto pudo por evitar los desastres de una guerra civil, y las cortes de Burgos hicieron esfuerzos dignos de alabanza, pero que no alcanzaron sino a amortiguar por algún tiempo las escisiones y a paliar el mal, para estallar después aquellas y renovarse éste con más furor.

Las rentas de la corona en manos de los tutores servían para ganar cada cual los más prosélitos que podía y acrecentar su partido, a cuyo fin prodigaban donaciones y derramaban mercedes a manos llenas. El pueblo no podía soportar los sacrificios que le imponían, y aún así subían los gastos a muchos cuentos de maravedís más de lo que se recaudaba. Mermadas y consumidas las rentas reales, desangrados y pobres los pueblos, poderosos y desavenidos los magnates, en desorden la administración y en bandos el reino, de seguro la anarquía material y moral hubieran traído la ruina que ya amenazaba al Estado, a no haber apelado al único y más eficaz remedio que podía ponerse, al de anticipar todo lo posible la mayoría del rey, y tomar éste en su mano las riendas de la gobernación (1393)

No fue esta la primera vez que se vio calmar la agitación borrascosa de una minoría tan pronto como el monarca empuñaba el cetro con propia mano. No puede negarse a la institución monárquica esta influencia saludable.

Enrique III tenía cualidades de rey. En su viaje a Vizcaya y en su conducta con los vizcaínos en la delicada cuestión de sus fueros, mostró una prudencia y una energía que no era de esperar de catorce años no cumplidos. En las cortes de Madrid volvieron a recobrar su natural influjo la corona y el estado llano, y viose a estos dos poderes obrar con admirable acuerdo. Hiciéronse importantes reformas, se corrigieron los abusos de más bulto, y se revocaron las mercedes más escandalosas del tiempo de la regencia. Mas no era posible curar en un día males añejos y enfermedades inveteradas. El poder, el orgullo, las soberbias pretensiones de los condes y magnates no databan sólo del tiempo de la tutoría del tercer Enrique; venían ya de las célebres mercedes de su abuelo don Enrique el Segundo. ¿Cómo pues, habían de resignarse los infantes, los duques y los condes ex-regentes a devolver humildemente a la corona las pingües rentas que se habían apropiado, y de que se los privaba en las cortes de Madrid? La resistencia que le opusieron era muy natural; de esperar eran las guerras que le movieron; y no fue poco mérito el del joven Enrique haber ido venciendo y subyugando a gente tan díscola, tan poderosa, y tan acostumbrada a dominar.

Para apreciar debidamente el vigor y la entereza del tercer Enrique de Castilla, es menester considerar su situación. Hay anécdotas que aunque se supongan inventadas encierran un fondo de verdad. Conviniendo en que haya sido una ficción hiperbólica lo de haber tenido que empeñar su gabán para cenar una noche, por no haber hallado en su palacio ni vianda ni dinero con que comprarla, mientras los grandes del reino disipaban inmensas sumas en espléndidos y opíparos banquetes, vislúmbrase por entre los vivos colores de la fábula una sombría realidad, la pobreza a que se veía reducida la corona, usurpadas las rentas reales por los grandes, los prelados y los señores, que las gastaban con una esplendidez insultante. Y concediendo que el imponente aparato con que cuentan se apareció ante los magnates reunidos, acompañado del verdugo y de los instrumentos de muerte, hasta hacerles restituir los frutos de su rapacidad, tenga más de dramático que de histórico, tampoco carece de verosimilitud, atendida la firmeza de carácter y la vigorosa energía que Enrique III supo desplegar en Madrid, en Valladolid, en Gijón y en Sevilla.

Si en esta larga lucha entre el trono y la nobleza no llegó Enrique III a ser un San Fernando, siguió por lo menos sus huellas, y enmendó cuanto era entonces posible los errores de Alfonso el Sabio y las calculadas prodigalidades de Enrique el de las Mercedes. Enérgico y severo como el hijo de doña Berenguela, sin ser cruel ni sanguinario como don Pedro, hubiera tal vez anticipado cerca de un siglo la solución de esta contienda en favor de la corona, si hubiera logrado más salud, y alcanzado más años de vida. Amante de la justicia como el tercer Fernando, reconoció la necesidad de que se administrara con más rigor, e instituyó los corregidores, autoridad que pareció dura en un principio, pero que fue un correctivo saludable a la lenidad y aún impunidad de que gozaban los criminales, y a la frecuencia y escándalo con que se cometían y se multiplicaban los crímenes.

La paz exterior de que por fortuna gozó este monarca en casi todo su reinado, debíase en parte a los esfuerzos de su abuelo y de su padre, Enrique II y Juan I, en parte también al carácter y circunstancias de los soberanos y de los reinos vecinos. Francia y Castilla eran aliadas y amigas antiguas: Inglaterra se había convertido de enemiga en hermana desde el enlace de la familia de Lancaster con la de Trastámara: Carlos el Noble de Navarra y Juan I de Aragón no eran príncipes belicosos ni agresores; en Granada ardía viva la guerra civil y doméstica, destronábanse mutuamente los padres, los hijos y los hermanos, y los Mohammed y los Yussuf estaban más para necesitar y agradecer la amistad y ayuda del rey de Castilla, que para moverle guerra; sólo el de Portugal, en quien no se extinguía el enojo y resentimiento por sus frustradas pretensiones sobre Castilla, se atrevió a romper la tregua por Badajoz, para ser humillado en Viseo, en Alcántara y en Miranda. Si el emir granadino Mohammed VI osó invadir hostilmente las poblaciones cristianas de Andalucía, fue cuando Enrique de Castilla no era ya el príncipe enérgico en quien ardía el vigor juvenil, sino don Enrique el Doliente, a quien la enfermedad y los padecimientos tenían quebrantado, cuando si bien «el espíritu estaba pronto, la carne y el cuerpo eran débiles». Aun así habría vengado la insolencia del moro, si no le hubiera faltado tan pronto la vida.

Atribuyóse a Enrique III el designio y proyecto de expulsar definitivamente los sarracenos de España. No dudamos que este pensamiento, iniciado antes por el rey Santo y realizado después por la reina Católica, entraría en el ánimo de un príncipe que en pocos años dio la paz interior del reino, reformó la administración, mantuvo la paz exterior, destruyó Tetuán, fomentó y auxilió la conquista de Canarias, agregó a la corona de Castilla un vasto territorio trasmarino, envió solemnes embajadas a Turquía, y recibió suntuosos agasajos del Gran Tamerlán. Mas la Providencia no le tenía reservada aquella gloria; no se había cumplido el destino del pueblo infiel; Castilla tenía que sufrir más, y se malogró Enrique III a la temprana edad de 27 años (1406).

Las cortes de Castilla, que habían llegado al más alto punto de su poder en el reinado de don Juan I, y mantenido su influjo en el del tercer Enrique, dejaron poco antes de su muerte un precedente que había de ser fatal a su influencia futura, autorizando anticipadamente al monarca a imponer y percibir en caso de necesidad el resto del subsidio que pedía, sin que para eso tuviese que convocarlas de nuevo. Esta espontánea renuncia de los procuradores de las ciudades al más natural y más precioso de sus derechos, señaló el principio de la decadencia del elemento popular, tal vez sin que entonces lo sospecharan los representantes reunidos en Toledo que así obraron.

 

II.—El reinado de don Juan II es el reverso del de su padre Enrique III. En la minoría de Enrique sufrió Castilla los males, las turbaciones, los desórdenes que acompañan comúnmente a las minorías: en su mayoría se repuso el reino de sus pasados quebrantos, se restableció y robusteció el cuerpo social. Este es el orden natural de las cosas. Otro tanto había acontecido en las minorías de los Alfonsos VII, VIII y XI. En el de don Juan II se invierte totalmente este orden. Mientras el rey es un niño a quien arrullan en la cuna, la nación se engrandece y prospera, gana gloria, nombre y poder: en 35 años que maneja después el cetro con propia mano la monarquía castellana no hace sino decaer. ¿En qué ha consistido este fenómeno?

Es que en la edad infantil de don Juan II rige y gobierna el Estado un príncipe generoso y noble, diestro en la política, entendido y recto en la administración, brioso y esforzado en la guerra, que sabe dominar sus pasiones propias, acallar y sujetar las pasiones de otros. En la edad madura de don Juan II rige y gobierna el reino un favorito ambicioso, que ni domina sus pasiones, ni acierta a sujetar las ajenas, que provoca la envidia, excita la ira y el encono, e insulta con su monstruosa grandeza. El primero es el príncipe don Fernando, tío del rey; el segundo es don Álvaro de Luna, su privado.

¡Cuán noble, cuán digna y cuán interesante figura histórica es la del príncipe don Fernando de Castilla! Pudiendo suplantar a su sobrino en el trono, convidándole los grandes del reino con una corona de que sus cualidades le hacen merecedor, teniendo el pueblo y tal vez él mismo el convencimiento y la conciencia de lo que en ello ganaría la monarquía castellana, desecha con sincera abnegación todo lo que tienda a lastimar, cuanto más a usurpar los legítimos derechos del rey su sobrino; es el primero a proclamarle, se declara su protector y escudo, comparte con la reina madre la regencia a que es llamado por la voluntad del último monarca, desvanece con su generosidad injustas desconfianzas y recelos, ahoga con su prudencia rivalidades perniciosas, aparta con su energía influencias bastardas, ordena y regulariza con tino la administración, emprende con vigor la guerra santa contra los infieles, resucita los buenos tiempos de los Alfonsos y de los Fernandos, hace temblar primero en las aguas de Gibraltar a los reyes de Túnez y de Tremecén, empuña después con firme mano la espada del Santo Conquistador de Sevilla, hace triunfar las banderas castellanas en Baeza y en Setenil, demuestra que no es Algeciras la última conquista digna de las lanzas de Castilla, orla su frente con los laureles de Antequera, y entrega al tierno rey don Juan su sobrino un cetro respetado, una administración ordenada, una nación engrandecida (1412).

Para encontrar el tipo de un príncipe de las cualidades y comportamiento de don Fernando de Antequera en circunstancias análogas a las suyas, nuestra imaginación se ve precisada a retroceder más de cinco siglos, y a buscarle en la esclarecida estirpe de los Ommiadas de Córdoba, en la conducta del noble y generoso príncipe Almudafar con su sobrino el tierno califa que fue después Abderrahman III el Grande. Y sin embargo, el príncipe musulmán pudo ya prever en el precoz talento del hijo de su hermano que podría ser algún día Abderrahman el Magnífico; mientras el príncipe cristiano tuvo el mérito de constituirse en amparador del niño rey don Juan antes de poder descubrir señal ni síntoma alguno de capacidad o de grandeza futura. Ambos noblemente desinteresados, ambos consejeros prudentes, vencedores gloriosos ambos, protegieron, escudaron, engrandecieron a dos tiernos soberanos, de cuyos tronos hubieran podido apoderarse, el uno con querer reclamar un derecho de que se le privaba, el otro con no resistir a una tentación con que era brindado y que le hubiera sido fácil satisfacer.

En la larga galería histórica de príncipes ambiciosos y usurpadores, descansa nuestro ánimo y se recrea cada vez que tropezamos con caracteres como el de Almudafar de Córdoba y el de Fernando de Antequera.

Otra hubiera sido la suerte de Castilla si el nacimiento hubiera destinado a Fernando a sentarse en el trono, y no solamente a ejercer la tutela de otro rey. Aun su regencia pasó como un brillante y fugaz meteoro para esta desdichada monarquía. Ni siquiera le plugo a la Providencia prolongarla el tiempo de su natural duración.

Aragón arrebató a Castilla y se llevó para sí el más cumplido príncipe que había producido la estirpe de Trastámara. Para Aragón fue una fortuna, y para Castilla una fatalidad que la ley de sucesión llamara a ceñir la corona de aquel gran reino al más digno de llevarla. Impropiamente decimos que fue una fatalidad: debió parecerlo entonces, y aún lo fue por algún tiempo; más como primer lazo de unión entre dos pueblos destinados por la naturaleza a formar uno sólo, no fue sino símbolo y principio de la unidad futura y de la común grandeza. Esto no se conocería, ni se prevería acaso en aquellos momentos; pero la historia enseña con estos ejemplos a las naciones a no desesperar por las que parecen adversidades, y a no desconfiar de la Providencia.

Nunca se vio testimonio más palpable de las profundas raíces que había echado en el suelo español la ley de la sucesión hereditaria y directa en los tronos que el que en esta ocasión dieron simultáneamente los dos pueblos. Aragón viene a buscar a Castilla, país que miraba entonces como extranjero, al que la ley de sucesión directa llamaba a su trono: Castilla sufre resignada que pase a ser monarca de Aragón, país que miraba como extraño, al que hubiera deseado para rey propio, y se conforma con un niño inhábil todavía para gobernar, a trueque de no quebrantar la ley de sucesión en línea recta. No hubiera obrado así en los primeros siglos de la restauración, en los tiempos de los Ordoños y de los Ramiros. La experiencia le había enseñado a considerar preferibles los inconvenientes eventuales de un sistema fijo a los males mayores y a las ventajas momentáneas de un sistema variable. Lecciones del pasado que enseñan para el porvenir.

Con la ausencia de Fernando faltó la prudencia y buen consejo de la corte de Castilla. Damas favoritas de la reina madre, influencias bastardas, ayos y tutores codiciosos, consejeros y regentes desavenidos, reemplazaron al saludable influjo del príncipe Fernando, que aún siendo rey de Aragón no había dejado mientras vivió de gobernar con sus consejos a su querida Castilla. Así pasó el resto de la menor edad de don Juan II.

La regencia no había hecho sino retardar algunos años la época de las calamidades. ¿Cuál fue la causa de las que sufrió Castilla en este reinado? ¿Fue la flojedad o ineptitud del rey don Juan? ¿Lo fue la privanza de don Álvaro de Luna? Una y otra; más no fueron solas. Ciertamente que necesitaba más Castilla de un monarca político que de un rey literato, y de un capitán brioso que de un príncipe dado a la química y a las artes de recreo. Por otra parte la elevación y privanza de un mancebo que podía llamarse advenedizo, de familia ilustre pero de no limpio nacimiento, de quien el rey se había enamorado como una doncella por su gentileza y galantería, por su donaire en el decir, por su gracia en el canto y en la danza, por su pulcritud en el vestir y su destreza y desenvoltura en el cabalgar, no podía menos de herir el orgullo y excitar la envidia y los celos de la opulenta aristocracia castellana, envanecida con sus antiguos blasones, soberbia con los timbres de gloria de sus abuelos, y no era posible que viese sin enojo al paje aragonés trasformado en conde de Santisteban y elevado a la dignidad de gran contestable de Castilla. Y si por algún tiempo los mismos nobles, creyendo medrar a la sombra del privado, le adularon hasta la degradación, hasta solicitar y disputarse la honra de enviar sus hijos a educarse en su casa según la costumbre de la época, ni todos se envilecieron, ni aquellos mismos pudieron seguir resignándose a someterse a la omnipotencia del valido, mucho más cuando lejos de encubrirla con sincera o afectada modestia la ostentaba con insultante alarde y altivez.

Sin embargo, no participamos de la opinión de un erudito escritor de nuestro siglo cuando dice, que «la ciega afición de don Juan a su favorito es la clave para juzgar de todas las turbulencias que agitaron al país durante los últimos treinta años de este reinado.» Sin negar la grande ocasión que dio a aquellos fatales disturbios la privanza de don Álvaro, hemos indicado que hubo otras causas, tal vez no menores ni menos influyentes que aquella.

Los hijos de don Fernando, regente de Castilla y rey de Aragón, como los hijos del santo rey de Castilla don Fernando, no heredaron ni la honradez, ni la generosidad de sus padres. El primogénito del conquistador de Sevilla, Alfonso X, fue un rey sabio. El primogénito del conquistador de Antequera, Alfonso V de Aragón y de Nápoles, fue un rey sabio también. Pero los hermanos de estos dos monarcas fueron ambiciosos, turbulentos, audaces e incorregibles. ¿Habrían dejado los infantes de Aragón de turbar la paz de Castilla, habrían renunciado a sus naturales instintos, dado caso que don Juan II no hubiera tenido por privado a don Álvaro de Luna? Independientemente de este valimiento tenían ya aquellos revoltosos hermanos dividido el reino en banderías. Cuando don Enrique cometió el atentado audaz de aprisionar al rey en Tordesillas penetrando como un ladrón nocturno hasta el lecho mismo en que reposaba descuidado y tranquilo, cuando le tuvo asediado en el castillo de Montalván, reducido a comer la carne de su propio caballo, o a devorar con el hambre de un mendigo la perdiz que un pobre y caritativo pastor le arrojaba por encima de las almenas, ¿atacaba acaso la privanza del valido? Al contrario. A todos había preso el atrevido infante, menos a don Álvaro de Luna, a quien, por lo menos hipócritamente, declaró digno y merecedor de la confianza del rey. Cuando el otro infante don Juan se presentó como libertador del rey su primo, sus armas se dirigían contra su propio hermano, no contra el favorito del monarca, con quien obró de acuerdo para rescatar del cautiverio al desgraciado soberano. Si más adelante, unidos todos los infantes de Aragón y confederados con los grandes de Castilla, mantuvieron perpetuamente viva la llama de la guerra civil, trayendo siempre conmovidos los pueblos, asendereado al rey y perturbada la monarquía, pudo algunas veces ofrecerles justa causa el poder monstruoso de don Álvaro, muchas les sirvió de pretexto especioso. Hubieran querido ser ellos los privados, ya que no podían ser los reyes. Digamos que fue una fatalidad para un rey tan débil y apocado como don Juan II, para un reino tan quebrantado como Castilla, la circunstancia de existir en este suelo tres infantes que eran a un tiempo aragoneses y castellanos, hijos y hermanos de un rey de Aragón, rey también de Navarra el uno, señores de grandes estados en Castilla, todos bulliciosos y audaces, de índole belicosa y aviesa todos. ¿Cómo hubiera podido resignarse a ser súbdito pacífico del rey de Castilla el infante don Juan, cuando para ser rey de Navarra atropelló los derechos de una esposa y conculcó los de un hijo legítimo? Aun sin la existencia de don Álvaro de Luna, ¿hubiera sido súbdito sumiso y leal de su primo, el que fue esposo desagradecido y desconsiderado y padre desnaturalizado y cruel?

Sin la privanza de don Álvaro de Luna, ¿habría la nobleza castellana dejado tranquilo al monarca y sosegada la monarquía en este reinado? Creémoslo imposible con un rey de las cualidades de don Juan II. La grandeza de Castilla, hábilmente subyugada por San Fernando, indiscretamente favorecida por Alfonso el Sabio, su hijo, cruel e imprudentemente tratada por don Pedro, calculadamente acariciada y halagada por Enrique II, enérgicamente contenida por Enrique III y por el regente Fernando, había de aprovechar el primer período y la primera ocasión que le deparara la flaqueza de un soberano para recobrar con creces la influencia y el poder de que se había querido privarla. La lucha entre el trono y la aristocracia, que en Aragón se había decidido ya hacía un siglo en favor de la corona, por un arranque de energía de don Pedro el del Puñal, continuaba en Castilla sufriendo oscilaciones y vicisitudes, hasta que se diera la gran batalla entre estos dos poderes. La nobleza castellana, al revés de la aragonesa, había abandonado un vasto campo en que hubiera podido ganar o acrecentar un influjo grande y legítimo, las cortes. Habiendo descuidado o desdeñado luchar en este palenque, y dejadole casi a merced del estado llano, para ostentarse fuerte tenía que hacerse turbulenta; prefería las confederaciones armadas a la oposición legal y pacífica de los estamentos; las ciudades pedían por escrito, y los nobles exigían guerreando; replegábanse ante los monarcas vigorosos, y se sobreponían a los débiles. Éralo en demasía don Juan II, y de todos modos los grandes se le hubieran rebelado. La privanza de don Álvaro de Luna no hizo sino ayudar y dar cierto color de justicia a la insubordinación, y los infantes de Aragón fueron un grande elemento para promoverla y para alimentarla.

Ni aficionado, ni apto para los negocios graves don Juan II, necesitaba una persona en quien descargar el peso y los cuidados del gobierno, mientras él leía y componía versos, departía con los poetas, se deleitaba en la música y la danza, se engalanaba para los espectáculos, y rompía en los torneos las lanzas que hubiera sido mejor rompiese combatiendo contra los infieles. Supuesta aquella triste necesidad para un monarca y para un pueblo, era natural que hiciera su primer ministro a quien era ya su privado, y que entregara el señorío del reino a quien desde niño había entregado el señorío de su corazón.

Don Álvaro de Luna era por otra parte el hombre más a propósito que había entonces en Castilla, y aún hubo algunos siglos después, para cautivar el ánimo de un rey, para dominarle y saber conservar su confianza; y acaso ninguno en aquella época reunía tantas cualidades para haber sido un gran ministro, si no hubiera tenido todos los vicios de un privado. Porque no era solamente don Álvaro el caballero galante, el gallardo justador, el cumplido cortesano, el gentil y apuesto mancebo que se recomendaba por las gracias de su cuerpo y de su espíritu, y se insinuaba por la amabilidad de su trato y por la dulzura de su conversación: era además el hombre más político, disimulado y astuto de su tiempo; dotado de penetración para descubrir las intenciones de otro, y de fría serenidad para ocultar las suyas; entendido e infatigable en los negocios, audaz en sus proyectos y perseverante en la ejecución de sus propósitos, era al propio tiempo un capitán brioso y un paladín esforzado, y nadie le aventajaba en serenidad para los peligros y en valor para los combates; así lo demostró en Trujillo, en Medina del Campo, en Sierra Elvira, en Atienza, en Olmedo y en Burgos. Fiel a su rey, comenzó por libertarle del cautiverio en Talavera para no abandonarle nunca, y fue al cadalso sin haber conspirado contra él. Acusábanle los infantes de Aragón y los grandes de Castilla de ser la causa de las discordias y disturbios del reino, y lograban que el rey le desterrara de la corte; más con la ausencia de don Álvaro crecieron tanto los desórdenes, los bandos, los crímenes, los escándalos, la confusión y la anarquía, que infantes, nobles y pueblo pedían a una voz al monarca que llamara otra vez al desterrado en Ayllón. Don Álvaro en su destierro parecía un rey en su corte, y la corte de don Juan sin la presencia de don Álvaro había parecido un desierto; llamado por el rey y por los grandes, se hizo de rogar como una dama ofendida que goza en ver a su amante afanarse por desenojarla, y cuando volvió a la corte se restableció como por encanto el orden y la calma de que le habían supuesto perturbador. Parecía, pues, el de Luna el hombre necesario; y era un planeta que no sólo eclipsaba los astros que circundaban el trono, sino que deslumbraba al trono mismo.

¿Qué extraño es que un hombre de las dotes de don Álvaro de Luna llegara a dominar un rey del espíritu de don Juan II? Y no nos maravilla que le hiciera señor de Ayllón, conde de Santisteban, gran condestable de Castilla, gran maestre de Santiago, dueño de cuantas villas y estados quisiera, que le erigiera en árbitro y distribuidor de todos los cargos, empleos y dignidades eclesiásticas, civiles y militares del reino, que le confiara la gobernación y le diera todo menos el título y la firma de rey, cuando le había entregado su voluntad hasta el punto de no cumplir con los deberes conyugales sino cuando el condestable no se oponía a ello. Esta especie de fascinación la atribuían a hechizos que le daba; más el verdadero hechizo era el natural ascendiente de un hombre activo, sagaz y diligente sobre otro apático, descuidado y flojo, el de una alma fuerte sobre un espíritu débil.

Pero este mismo hombre que pudo haber sido un gran ministro, fue un gobernador funesto y un consejero fatal, porque a la par de sus grandes prendas personales y políticas, tenía, hemos dicho, todos los defectos y todos los vicios de un privado. En vez de dirigir por buen camino y utilizar en bien del Estado la docilidad de un monarca que no carecía de entendimiento, halagaba sus pasiones y flaquezas, estudiaba y satisfacía sus inclinaciones más frívolas, y le embriagaba con vistosos espectáculos y festines, con ruidosas monterías y espléndidos banquetes, con brillantes torneos y cañas, a que era muy dado el rey don Juan, y le dejaba rodearse de poetas, a quienes no temía. Cuanto más le entretenía, más le dominaba; divertíase el rey, y el favorito lo mandaba todo. Cególe el humo del favor, y se hizo arrogante y soberbio: quiso deslumbrar con la magnificencia, y su boato era insultante y provocativo: hidrópico de riquezas como de mando, no le bastaba tener veinte mil vasallos que revistar, y una renta de cien mil doblas anuales que consumir: pero le sobraba al pueblo para empobrecerse y aborrecerle, y con menos tenía bastante la nobleza para serle envidiosa y agresiva. Los infantes y los magnates que se conjuraban contra él no obraban tampoco a impulsos de un patriotismo puro, pero los excesos del valido justificaban en parte los levantamientos de los nobles, tomaban de ellos pretexto, y hacían fundadas sus acusaciones. Tampoco nos asombra tanto la ambición y la codicia del favorito, atendido el aliciente del poder y las riquezas, como la imbecilidad del monarca, y la fatua veleidad e inconstancia con que tan pronto accedía a desterrar de la corte a su querido condestable, como le llamaba del destierro por no acertar a vivir sin él, y le acariciaba para volverle a desterrar, y volvía a llamarle para prodigarle nuevas mercedes.

El desastroso fin de don Álvaro de Luna es uno de los ejemplos más señalados que suministra la historia, y no sabemos que haya otro más notable, del remate y paradero que suelen tener los favoritos de los reyes, y de lo que suelen ser los reyes para con sus privados. Es el valido que más rápidamente hayamos visto derrumbarse de la cumbre de la fortuna al abismo del infortunio, de la grandeza a la ignominia, del poder al patíbulo. Cuéntase que habiendo enviado una visita a su antecesor el condestable Ruy López Dávalos, conde de Rivadeo, adelantado mayor de Murcia, que después de haber servido como esforzado caballero a los reyes don Juan I, don Enrique III y don Juan II, se hallaba en Valencia desterrado y pobre, privado de todos sus oficios, rentas y bienes, le dijo este al mensajero: «andad, y decid al señor don Álvaro, que cuales fuimos, y cual somos será.» La realidad excedió en esta ocasión al pronóstico. Don Álvaro se había elevado más que él, y descendió más que él.

De notar es también, y es en verdad observación bien triste, que de nadie recibió don Álvaro de Luna más daño que de aquellos a quienes más había favorecido. El infante don Enrique de Aragón le debió su libertad cuando se hallaba preso en el castillo de Mora, y don Enrique de Aragón fue después su más tenaz y constante perseguidor. Al favor de don Álvaro debía Fernán Alonso de Robles todo lo que era, y Fernán Alonso de Robles sentenció y firmó su primer destierro de la corte. Don Juan Pacheco, marqués de Villena, privado del príncipe de Asturias don Enrique, era hechura de don Álvaro, y le debía su encumbramiento, y el marqués de Villena fue de los que trabajaron más por derribarle. Exclusivamente a don Álvaro de Luna debió doña Isabel de Portugal ser reina de Castilla, y a nadie tanto como a la reina Isabel de Portugal debió don Álvaro su perdición. Su denunciador Alfonso Pérez de Vivero había recibido del contestable todos los oficios y todas las haciendas que poseía, y hasta le había fiado sus secretos. Y por último el rey don Juan, a quien tantas veces había salvado el trono y la vida con exposición de la suya propia, fue el que después de más de treinta años de favor le envió al patíbulo sin proceso formal y por cargos generales y vagos, después de haberle engañado con un seguro firmado de su mano. Los demás le habían vuelto agravios por mercedes, don Juan añadió a la ingratitud la falsía.

Maravilló entonces, y asombra todavía el valor y la fortaleza de don Álvaro en la prisión, su entereza y su serenidad en el suplicio. Adoró la cruz como un buen cristiano; se paseó sobre el cadalso como hubiera podido pasear por un salón de su palacio de Escalona; dio consejos con tan fría razón como si se hallara en la situación más tranquila de su vida normal; habló con el ejecutor de la justicia como si hablase con su mayordomo o con su camarero; se desabrochó la ropilla y se tendió en el estrado como si fuera a reposar en su ordinario lecho; y su rostro no se inmutó hasta que le desfiguró la cuchilla del verdugo. La muerte de don Álvaro se pareció a la de un héroe sin haberlo sido, y se asemejó a la de un mártir cuanto puede asemejarse la del que no es santo ni justo. Al través de la resignación cristianase traslucía la arrogancia y la soberbia mundanal, que a veces llegan a confundirse. Diríase más bien que don Álvaro, sin dejar de ser cristiano, murió como un estoico sin las creencias del estoicismo, al modo que había vivido como un epicúreo sin profesar y acaso sin conocer las doctrinas de Epicuro. No es posible justificar a don Álvaro sin olvidar sus antecedentes: hizo muchos bienes, pero sobrepujó la suma de los males que ocasionó. Sin embargo no sabemos si en la general corrupción de las virtudes castellanas habría algún otro abusado menos si se hubiera visto en su posición, y aún sin tenerla no vacilamos en repetir lo que ya antes que nosotros dijo un historiador español: «Sí el rey don Juan hubiera castigado a cada uno según sus delitos, que causados de tiempos tan tempestuosos hubiera perpetrado, no tuviera muchos señores sobre quienes reinar.»

El menguado monarca andaba después llorando en secreto la muerte que él mismo había hecho dar al contestable, y más cuando vio que los nobles no por eso eran ni más sumisos, ni menos turbulentos que antes, y que ellos y no él eran los verdaderos reyes. El poco tiempo que sobrevivió a su antiguo favorito, como un niño que no podía andar sin ayo, entregó el gobierno a manos no más hábiles, y tal vez no menos interesadas que las de don Álvaro. El miserable monarca en cuyas sienes había estado cuarenta y ocho años la corona de Castilla, no se conoció así mismo hasta tres horas antes de morir (1454), cuando le dijo a su médico: «que hubiera sido mejor que naciese hijo de un artesano, y hubiera sido fraile del Abrojo, que no rey de Castilla.»

Con un rey tan menguado como don Juan II, con príncipes tan bulliciosos y agitadores como los infantes de Aragón, con favoritos tan avaros y tan ambiciosos como don Álvaro de Luna, con una nobleza tan turbulenta y levantisca como la de aquella época, con un heredero de la corona ¿qué podía ser la pobre monarquía castellana sino un hervidero de ambiciones, de intrigas, de confederaciones, de conspiración perpetua, de miserables guerras personales, de bandos, de desórdenes y de anarquía?

No hay que preguntar ya por qué continuaban subsistiendo en España los sarracenos del pequeño reino granadino, ardiendo como ardía también el, emirato en discordias y en guerras civiles, dividido en sangrientos bandos, destrozándose unos a otros los Al Zakir, los Aben Osmin, los Ben Ismail, y degollándose mutuamente en los magníficos salones de la Alhambra. Castilla gastaba su vitalidad en las guerras intestinas, y la subsistencia del pueblo infiel a la vecindad y en contacto con Castilla, desquiciado como se hallaba, era una acusación viva de sus miserias y la afrenta del pueblo cristiano. Una sola vez pareció haber revivido en el reinado de don Juan II el antiguo ardor religioso y el proverbial vigor bélico de los campeones castellanos; entonces los pendones de la fe tremolaron victoriosos en Sierra Elvira: ¿porqué no prosiguieron sus triunfos, aprovechando la consternación en que quedaron los sarracenos, y no que dejaron al enemigo reponerse de su quebranto, para que viniera después a inquietarlos procazmente en su propio suelo? Es que el monarca era un pusilánime, y a los magnates y caudillos les interesaba más conspirar contra el favor de don Álvaro de Luna que arrojar a los africanos de España.

En el largo y revuelto reinado de don Juan II no se amenguó sólo el prestigio del trono y sufrió y se empobreció el pueblo; decayó también el poder de las ciudades y del estado llano. El elemento popular que había llegado al apogeo de su consideración y de su influjo en el reinado de don Juan I y mantenídose a la misma altura en el de don Enrique el Doliente, comenzó a decaer de un modo visible en el de don Juan II. Ya no había en el consejo del rey diputados y hombres buenos de las ciudades. La corona comenzó a influir en las elecciones de los procuradores, y aún a señalar y recomendar las personas. Agobiados y empobrecidos los pueblos por las desastrosas guerras civiles y por los dispendios de los privados y de los magnates, miraron como una carga los asignados o dietas de sus representantes, y pidieron que se pagaran del tesoro real; paso funesto, que expuso la elección al soborno del rey o al cohecho de un ministro, y cuyo mal, si acaso entonces no se realizó, quedaba preparado para lo futuro. Se disminuyó el número de los representantes, y cortes hubo a que solamente doce ciudades enviaron sus diputados, dispensando el rey a las demás para evitarles los gastos de que se habían quejado, y recibiéndolo los pueblos como un alivio y una merced. Llegaron a hacerse ordenanzas generales para todo el reino sin esperar a la reunión de las cortes. Cierto que en algunas de estas se hicieron todavía enérgicas reclamaciones sobre las facultades que la corona se arrogaba, y aún se atrevieron a poner orden en los gastos de la casa real. Pero faltábales el apoyo del trono, estorbábanle al ministro favorito, y las clases privilegiadas habían abandonado este terreno. El monarca y su privado, sobre haber hollado los derechos populares establecidos, cometieron un gravísimo error político, que les fue tan fatal a ellos mismos como a los pueblos. En lugar de apoyarse en el tercer estado para resistir a las invasiones de la aristocracia, y de ensalzar a los procuradores para contener a los grandes, como diferentes veces se había hecho en tiempos anteriores, despreciaron aquel elemento, o quisieron subyugarle también, y lo que lograron fue dejarse arrollar por la poderosa nobleza, ocasionar la postración del trono, y hacer que empezaran a decaer los derechos y franquicias populares, que Castilla había gozado tal vez antes y con más amplitud que ningún otro país de Europa.

 

III.—Si Juan II se había limitado a influir en las elecciones de los procuradores y a recomendar las personas, Enrique IV su hijo fue más adelante, y le pareció más sencillo ahorrar a las ciudades las dudas y las molestias de la elección haciéndola él por sí mismo, y en la convocatoria que despachó a Sevilla para las cortes de 1457 mandó que se nombrara procuradores por aquella ciudad al alcalde Gonzalo de Saavedra y a Álvar Gómez secretario del rey. Así iba corrompiéndose la corona y adulterando la índole de la representación nacional.

¿Podía el reino castellano recobrarse de su abatimiento y levantarse de su postración con el hijo y sucesor de don Juan II? A algunos tal vez se lo hizo soñar así su buen deseo; otros, para no desconsolarse, querían hacer a su memoria la violencia de olvidar los tristes precedentes del príncipe Enrique, y acaso no faltó quien esperara algo de los primeros actos de Enrique IV. Engañáronse todos. A un monarca débil había sucedido un rey pusilánime, a un soberano negligente un príncipe abyecto, a un padre sin carácter, pero ilustrado, un hijo sin talento ni dignidad.

Don Enrique no era un perverso ni un tirano, pero su benignidad era la del imbécil que se deja maltratar y robar la hacienda, y su humanidad la del niño que se asusta de la sangre, o la de la mujer que se estremece del arma de fuego.

Tanto economizaba la sangre de sus soldados, que pretendía arrojar los moros de España sin combatirlos, quería vencer siempre sin pelear nunca, o que peleando no muriera ninguno de los suyos. Si de buena fe lo pretendía, era una insensatez inconcebible, y si era pretexto, descubría una cobardía indisculpable. Es lo cierto que así se condujo en las campañas que con ostentoso aparato y alarde emprendió tres años consecutivos contra los moros de Granada y Málaga, si campañas podía llamarse a emplear todas las fuerzas de Castilla en hacer la guerra a los viñedos y plantíos que no podían ofender, y huir de los alfanjes moriscos que podían matar; porque «la vida de un hombre no tiene precio, decía, y no se debe en manera alguna consentir que la aventure en las batallas.» ¿Qué extraño es que cuando supo el emir de Granada la máxima monacal del rey cristiano dijera, «que en el principio lo hubiera dado todo, inclusos sus hijos, por conservar la paz en su reino, pero que después no daría nada?» ¿Y qué extraño es que se mofaran sus propios soldados, que se disgustaran e indignaran sus intrépidos caudillos, y que le despreciaran y se le insolentaran los belicosos magnates? Gracias al espontáneo arrojo de sus guerreros, se obtuvo algún partido del rey de Granada, y se rescataron algunos cautivos cristianos.

Don Juan II había legado a su hijo una nobleza poderosa, guerrera e insubordinada, que al ver la pobreza de espíritu del nuevo rey cobró más audacia y redobló su osadía. Enrique IV no discurrió otro medio para derribar aquellos gigantes que el de elevar a pigmeos. Quiso oponer a una grandeza antigua otra grandeza nueva, y levantó de repente a simples hidalgos, dándoles los grandes maestrazgos y las primeras dignidades, confirió títulos y ducados a hombres sin cuna y sin méritos, e hizo grandes de España a artesanos sin virtudes. Con esto exacerbó a los primeros y ensoberbeció a los segundos; pensó hacer devotos, e hizo ingratos. Obró sin discreción, y casi todos le fueron desleales. El pensamiento no era malo, pero le faltó el tino. Quiso tal vez imitar a Jaime II de Aragón y a Fernando III de Castilla, sin tener ni la energía, ni el talento, ni la prudencia de Jaime y de Fernando.

Llámase a Enrique II el de las mercedes, por que las hizo a muchos; a Enrique IV debería llamársele el de las dádivas, porque las prodigó a todos. «Dad, le decía a su tesorero, a los unos porque me sirvan, a los otros porque no roben; a bien que para eso soy rey,y por la gracia de Dios tesoros y rentas tengo para todo.» Mientras tuvo algo que dar se atrajo una gran parte del pueblo. Cuando se encontraron vacías las arcas reales, daba lugares, fortalezas y juros; y cuando todo se apuró, otorgó facultad a los particulares para acuñar moneda en su propia casa. Con esto las casas de moneda se multiplicaron hasta ciento cincuenta, de cinco que antes había. Las ordenanzas monetarias de Enrique IV fueron una calamidad para Castilla, y el desorden en que pusieron el reino es un cuadro que espanta. Un anónimo de aquel tiempo le pinta con colores bastante fuertes.

«Teniendo ya (dice) todo el reino enajenado, no habiendo en él renta, ni lugar, ni fortaleza que en su mano fuese que no la huviese dado, y ya no teniendo juros ni otras rentas de que poder hacer mercedes, comenzó a dar cartas firmadas de su nombre de casas de moneda. Y como el reino estaba en costumbre de no tener más de cinco casas reales donde la moneda juntamente se labrase, él dio licencia en el término de tres años y el reino tuvo ciento cinquenta casas por sus cartas o mandamientos. Y con esto huvo muy muchas más de falso, que públicamente sin ningún temor labraban cuando falsamente podían y querían: y esto no solamente en las fortalezas roqueras, mas en las ciudades y villas en las casas de quien quería; tanto que como plateros y otros oficios se pudiera hacer a las puertas y en las casas donde labraban con facultad del rey, la moneda que en este mes hacían en el segundo la deshacian, y tomaban a ley más baja... Vino el reino a esta causa en gran confusión... y el marco de plata que valía mil e quinientos (maravedís) llegó a valer doce mil: tanto que Flandes ni otros reinos no podieron bastar a traer tanto cobre, y non quedó en el reino caldera ni cántaro que quisiesen vender que por seis veces más de lo que valía no lo comprasen.

»Fue la confusión tan grande, que la moneda de vellon, que era un cuarto de real que valía cinco maravedís hecho en casa real con licencia del rey, non valí una blanca ni la tenía de ley. Y de los enriques que entonces se labraron, que fueron los primeros de veinte y tres quilates y medio, oro de dorar, llegaron a hacerse en las casas reales de siete quilates, y en las falsas de cuanta baja ley querían. Llegaron los ganados y todas las cosas del reino a venderse por precios tan subidos, que los hidalgos pobres y que en aquello negociaban se perdieron. Y ya viniendo las cosas en tan gran extremo desordenadas, diose baja de moneda que el cuarto que valía cinco maravedís valiese tres blancas... Y como la baja fue tan grande lo que valía diez blancas que valiese tres, todos los mercaderes que en ello se habian enriquecido venieron pobres perdidos. Y como vino la baja, unos depositaban dineros de las deudas que debían, y otros antes del plazo pagaban a los precios altos, y los que la tenían que recibir non lo querían, se hacian muchos pleitos y debates y muertes de hombres, y confusión tan grande que las gentes no sabian qué hacer ni cómo vivir, que todo el reino absolutamente vino en tiempo de perderse, y por los caminos non hallaban que comer los caminantes por la moneda, que ni buena, ni mala, ni por ningun precio la tomaban los labradores... de manera que en Castilla vivían las gentes como entre guineos sin ley ni moneda, dando pan por vino y así trocando unas cosas por otras...

»Y no sólo tuvo lugar el perdimiento general, más en todas las cosas que extremo de mal se pudiese llamar. En ese tiempo reinaban todos los más feos casos que se pueden pensar, que los robos y fuerzas fueron tan comunes en estos reinos, que la mayor gentileza era el que por más sotil invención habia robado y hecho traición o engaño; y muchos caballeros y escuderos con la gran desorden hicieron infinitas fortalezas por todas partes sólo con el pensamiento de robar dellas, y después las tiranías vinieron tanto en costumbre, que a las mismas ciudades e villas venían públicamente los robos sin aver menester de acogerse a las fortalezas roqueras. Las órdenes de Santiago de Calatrava y Alcántara y priorazgos de San Juan y así todas las encomiendas, en cada orden había dos y tres maestres, y aquellos cada uno robaba las tierras que debían pertenecer a su maestrazgo, y tanto se robaban que despoblaban la tierra; y el reino que era tan rico de ganados vino en gran carestía y pobreza de ellos, así con la moneda como con la gran destrucción de robos.»

No era más lisonjero el cuadro que por otro lado presentaban las costumbres públicas. Los vicios, como las aguas, corren y se propagan rápidamente cuando emanan de lo alto. El rey don Enrique que desde su juventud había estragado su naturaleza con los placeres sensuales, y repudiado una esposa tal vez por la impotencia a que sus excesos le habían reducido, no se enmendó con el segundo enlace, y la hermosura, y la gracia y la juventud de la reina no fueron bastantes a contener sus públicos y escandalosos galanteos a doña Guiomar, ni que diera el escándalo mayor e hiciera el afrentoso ludibrio de nombrar abadesa de un monasterio, con la misión de reformar la comunidad, a la que acababa de ser su manceba. Tampoco la reina era ejemplo de pureza ni modelo de fidelidad conyugal, y todo el mundo sospechaba o sabía lo que significaba el favor de don Beltrán de la Cueva y su rápido ensalzamiento, menos el rey, que o no lo veía o no lo sentía, y fundaba un monasterio de San Jerónimo en memoria y celebridad de un paso de armas, en que el caballero vencedor había roto lanzas en honra de la reina. Así cundía la disolución a las más altas y venerables clases del Estado. Un arzobispo de Sevilla (don Alonso de Fonseca) obsequiaba a las damas de la corte con bandejas cubiertas de anillos de oro, como un galanteador, y un arzobispo de Santiago (don Rodrigo de Luna) era arrojado de su silla por el pueblo, porque atentaba al honor de una joven que acababa de velarse en la iglesia. Los grandes vivían en la licencia más desenfrenada, y el contagio alcanzaba a las clases medias, y aún a las más humildes.

Si tan triste y miserable era el estado de la moral pública y privada, no era más halagüeña la situación política. Y no porque en el exterior no le favorecieran las discordias entre el rey de Navarra y el príncipe de Viana, su hijo; ¿y qué más podían hacer los catalanes que aclamarle rey del Principado? Pero era demasiado flojo y demasiado cándido don Enrique para habérselas con un rey del temple de don Juan II de Navarra y de Aragón, y con un monarca de la insidiosa travesura de Luis XI de Francia. Así fue que el francés le envolvió como a un inocente en el Bidasoa, y los navarros le burlaron como a un mentecato en Lerin. Cuando los catalanes se vieron abandonados por don Enrique, en su indignación pronosticaron gran desventura a Castilla y gran deshonra al rey, y no se equivocaron por desgracia.

El marqués de Villena, que con su talento y ascendiente hubiera podido suplir a la incapacidad del monarca, era el que muchas veces le ponía en más falsas y comprometidas situaciones. Menos ilustrado y más débil don Enrique que don Juan su padre, tuvo para su desventura un favorito aún más sagaz, pero menos fiel que don Álvaro de Luna: porque don Juan Pacheco, marqués de Villena, hechura de don Álvaro, su sucesor y como discípulo en la privanza, le igualó en la ambición, no le imitó en la lealtad, y aventajó a su maestro en egoísmo, y en maña para urdir intrigas y sortear las situaciones para quedar siempre en pie, y no acabar en un patíbulo como el condestable. El de Villena era el privado del rey, y se confederaba con los grandes contra el monarca; ligábase con los nobles, y aconsejaba al rey contra ellos: conspiraba con todos y contra todos: gustaba de armar revoluciones para sobrenadar en ellas, y en lugar de ser el sosegador de las tormentas, era él mismo el revolvedor más activo y más peligroso. Creyó don Enrique borrar la afrentosa fama que tenía de impotente con el nacimiento de la princesa doña Juana, y lo que hizo este nacimiento fue acabar de turbar el reino y llenar de ignominia el trono. ¿Era doña Juana hija legítima de don Enrique, o era cierta la voz que esparcieron los enemigos del rey y los envidiosos de don Beltrán de la Cueva? Cuestiones son estas que abrasan cuando se las toca. ¿Podemos penetrar hoy nosotros lo que entonces mismo sería un arcano? Por cumplir nuestro deber de historiador lo hemos procurado, aunque con desconfianza. El resultado ha sido convencernos de que hay misterios de familia que se escapan a las investigaciones históricas. Inclinándonos al lado más favorable y honroso a la reina y al rey, por aquello de is pater est quem nuptice constant, comprendemos, no obstante, cuán rebajado debía andar ya el decoro y la dignidad real, cuando públicamente se apellidaba a la princesa la Beltraneja, y cuando los confederados se atrevían a decir al rey en un manifiesto solemne, «que bien sabia que no era hija suya doña Juana.» Desde entonces comenzaron para don Enrique las humillaciones, los desacatos y los padecimientos. Nunca monarca alguno español se vio más escarnecido, ni nunca la corona de Castilla se vio más vilipendiada, ni nunca se vio una nobleza más impudente y procaz que la de aquel tiempo. Bien se lo dijo al imbécil rey el obispo de Cuenca: «Certificoos que desde ahora quedareis por el más abatido rey que jamás tuvo España.» Era poco romper las puertas del palacio de Madrid, y tener el rey que esconderse en su retrete como un miserable; era poco sorprender de noche el dormitorio de la real familia en el alcázar de Segovia; era poco hacerle firmar su propia deshonra en el tratado de Cabezón y Perales; era poco despojarle de la autoridad en la concordia de Medina: era menester apurar la copa del insulto, del ludibrio y del escarnio, y esto fue lo que hicieron los confederados magnates en Ávila.

La ceremonia burlesca de Ávila señala el punto extremo a que una clase soberbia y atrevida ha podido llevar la insolencia y el desacato, el mayor vilipendio que pudo hacerse jamas de un rey, y la mayor irreverencia que se ha hecho a la majestad del trono. Don Enrique al recibir la noticia de su degradación quiso imitar la resignación de un santo patriarca, y descubrió la insensibilidad del abatimiento; confundió los trabajos enviados por Dios con los insultos recibidos de los hombres, y apeló a la conformidad religiosa en vez de recurrir a la energía humana. La befa solemne que del arzobispo de Toledo hizo el pueblo en Simancas, escarneciendo su efigie y parodiando en sentido inverso la comedia de Ávila, demuestra la falta absoluta de consideración en que el alto clero, belicoso y rebelde, había caído para con el pueblo. Nada se respetaba ya en Castilla: grandes y prelados vilipendiaban el trono, vejaban y oprimían la clase popular; el pueblo aborrecía la nobleza y hacía mofa de lo más venerable y sagrado. Por todas partes discordias, insultos, guerras de príncipes, de clases, de ciudades, de pueblos y de familias; licencia y desenfreno de costumbres, robos, asesinatos, desórdenes y anarquía; parecía inminente, irremediable, una completa y próxima disolución social.

Recobróse algo de su estupor el monarca y se repuso su partido: los excesos mismos de los rebeldes por su magnitud despertaron en muchos castellanos los antiguos sentimientos de hidalguía; no pocos nobles abandonaron la confederación y don Enrique se halló en disposición de combatir con ventaja a los que habían proclamado a su hermano don Alfonso.

Viose Castilla otra vez dividida entre dos reyes hermanos, como en los tiempos de don Pedro y de don Enrique de Trastámara, y diose la batalla de Olmedo como entonces se dio la de Utiel. Por fortuna en esta el puñal de un hermano no se clavó como en aquella en las entrañas de otro hermano; pero por desgracia no quedó resuelta en Olmedo en el siglo XV como en Épila en el XIV la cuestión entre la aristocracia y el trono, porque Enrique IV de Castilla no era un Pedro IV de Aragón. La cuestión política y la cuestión material quedaron indecisas, porque el rey no se había cansado de ser pusilánime y huyó dela pelea. Quien más lució en Olmedo su valor y su brío fue don Beltrán de la Cueva, como veinte y dos años antes había mostrado su esfuerzo en la misma villa don Álvaro de Luna. Los campos de Olmedo parecían estar destinados a acreditarse en ellos de valerosos los favoritos de los reyes para mayor mengua de sus soberanos.

La muerte inopinada y prematura del príncipe Alfonso, erigido por los sublevados en rey, se atribuyó a una trucha envenenada que le dieron a comer. Todo es creíble de sociedad tan corrompida. ¿Qué bandera les quedaba a los confederados? No había en el reino sino una hermana legítima y una hija problemática del rey, la princesa Isabel y Juana la Beltraneja. No vacilan en seguir desechando la hija y en proclamar a la hermana. Rehúsa noblemente Isabel la corona conque la brindan, porque no quiere atentar contra los legítimos derechos de su hermano. Los sublevados se contentan con reconocerla sucesora y heredera del trono a trueque de excluir a la que miran como hija adulterina de la reina, y el monarca suscribe a dejar excluida a la que llama su hija y a reconocer por heredera a la hermana, a trueque de atraerse los rebeldes y de que le dejen gozar de reposo. Se hacen los conciertos, y en los Toros de Guisando los nobles fieles al rey y los del bando opuesto, prelados, caballeros y procuradores, proclaman, reconocen y juran todos solemnemente a la princesa Isabel, hermana de Enrique IV, por sucesora y legítima heredera del trono de Castilla. El legado pontificio bendice aquel juramento, y el pueblo recibe con alegría la nueva de aquella proclamación que las cortes del reino habían de ratificar con solemnidad.

Así como el destronamiento de don Enrique en Ávila (1465) por los nobles confederados había sido el más sarcástico ludibrio que pudo hacerse de la dignidad regia, así el tratado y ceremonia de los Toros de Guisando (1468) fue el acto más lastimoso de propia degradación que Enrique IV hizo entre los muchos de su vida. El reconocimiento público de la hermana envolvía la confesión vergonzosa de la ilegitimidad de la hija, la profanación del regio tálamo, la deshonra de la reina, y el origen impuro de la que antes había hecho jurar princesa de Asturias.

Mas por una misteriosa permisión de la Providencia, cuyo arcano tal vez ningún hombre de aquel tiempo alcanzó a penetrar, y sólo acaso el instinto público llegó a traslucir, aquella proclamación tan desdorosa para el rey encerraba el germen y era el principio de la futura grandeza de Castilla y de toda España, porque la proclamada en los Toros de Guisando era la princesa Isabel, laque había de sacar de su abyección al trono y de su postración al reino.

No era posible una concordia duradera con tantos elementos de escisión mal apagados, con magnates tan revoltosos, y con monarca tan desautorizado y tan sin carácter como don Enrique. Turbáronla por una parte algunos adictos a la Beltraneja, y dio por otra ocasión a nuevos desacuerdos la cuestión del matrimonio de Isabel. Cosa es que admira, y nunca en circunstancias tales se había visto, que la mano de una princesa de Castilla, sin derecho directo a la corona, en los tiempos más calamitosos y en que llegó a su mayor decadencia este reino, fuera por tantos príncipes pretendida y con tanto ahínco solicitada. El príncipe don Carlos de Viana, el infante don Fernando de Aragón, don Pedro Girón, maestre de Calatrava, el rey don Alfonso de Portugal, los hermanos de los reyes de Francia y de Inglaterra, se disputaron sucesivamente la honra de enlazar su mano con la de la joven Isabel de Castilla. Parecía haber un presentimiento universal de que una princesa sin más títulos que sus virtudes, hermana del más desgraciado monarca que había habido en Castilla, habría de ser la reina más poderosa, más grande y más envidiable del mundo.

Isabel va eliminando todos los pretendientes a su mano, a los unos con astuta y prudente política, a los otros con noble dignidad y heroica resolución, a los otros despreciando amenazas y resistiendo halagos, y fíjase irrevocablemente en uno sólo, que ha tenido la fortuna de cautivar su corazón, y a quien destina su envidiada mano, el infante don Fernando de Aragón, su primo, jurado rey de Sicilia y heredero de la vasta monarquía aragonesa. Pero el predilecto de Isabel es precisamente el que más repugnan el rey don Enrique su hermano, el marqués de Villena y otros poderosos magnates. De aquí las contrariedades, las persecuciones, las injurias y denuestos que en documentos solemnes lanza el versátil rey contra su virtuosa hermana, revocando anteriores tratados y ordenamientos, siempre cayendo en miserables contradicciones el desdichado monarca. Pero la ilustre princesa sufre con heroica serenidad y vence con varonil impavidez todas las dificultades. Fernando arrostra también con imperturbable valor toda clase de peligros, burla todo género de asechanzas, y después de un viaje que parece novelesco y fabuloso por lo dramático y lo arriesgado, se dan las manos los dos amorosos príncipes, y se realiza el enlace que ha de traer la unión de todos los reinos españoles, y ha de hacer de la familia ibérica por espacio de siglos enteros la nación más grande, más poderosa y más respetada del mundo (1469).

No es posible dejar de admirar aquí los misteriosos designios de la Providencia. «Dios, ha dicho un célebre escritor de nuestro siglo, saca el bien del mal creado por los hombres.» Crímenes cometidos por los hombres hicieron recaer la sucesión de los tronos de Aragón y de Castilla en dos príncipes que sólo habían tenido un derecho o remoto o indirecto a ellos. Sin el odio injusto y criminal de un padre hacia su hijo primogénito, Fernando no hubiera heredado el reino de Aragón. Si no se hubiera creído manchado de impureza el tálamo de Enrique IV, Isabel no hubiera podido heredar el reino de Castilla. El príncipe de Viana, hermano mayor de Fernando, murió prematuramente: la fama pública atribuyó a un tósigo su muerte. El príncipe Alfonso, hermano mayor de Isabel, pasó precozmente a otra vida: atribuida fue su muerte a un veneno. Crímenes de otros hombres, crímenes en que nadie sospechó jamás que ellos tuviesen la participación más leve y más remota, abrieron el camino de los dos tronos a los dos príncipes destinados a regenerar y engrandecer la España. Dios saca el bien del mal creado por los hombres, y no es posible dejar de admirar los misteriosos designios de la Providencia.

Cuando murió Enrique IV (1474), Castilla ofrecía el triste y sombrío cuadro que en nuestro Discurso preliminar dejamos ya ligeramente bosquejado: «La degradación del trono, la impureza de la privanza, la insolencia de los grandes, la relajación del clero, el estrago de la moral pública, el encono de los bandos y el desbordamiento de las pasiones en su más alto punto... los castillos de los grandes convertidos en cuevas de ladrones, los pasajeros robados en los caminos, la justicia y la fe pública escarnecidas, la miseria del pueblo insultada por la opulencia de los magnates, la licencia introducida en el hogar doméstico, el regio tálamo mancillado, la corte hecha un lupanar... y la nación en uno de aquellos casos y situaciones extremas, en que parece no queda a los reinos sino la alternativa entre una nueva dominación extraña, o la disolución interior del cuerpo social.» ¿Cómo podrá sacar de tanta postración este desdichado reino, y cómo podrá animar este cadáver y darle aliento, robustez y vida, la que va a ocupar el trono que un tiempo ennoblecieron los Ramiros, los Alfonsos y los Fernandos, abatido y humillado por los Pedros, los Juanes y los Enriques? La historia nos lo irá diciendo.

 

 

CAPÍTULO XXXIII.

COSTUMBRES DE ESTA ÉPOCA. CULTURA INTELECTUAL De 1390 a 1474.

 

 

 

Retrato de Álvaro de Luna († 1453), que fue maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla, en el retablo de la capilla de Santiago de la catedral de Toledo