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HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110.)

LIBRO I

LAS GUERRAS CIVILES.

 

CAPÍTULO V.

 

Érase el año de 682. El sol acababa de ocultarse detrás de las montañas que se extienden al Oeste de Tiberiades, cuya antigua grandeza hoy solo las ruinas atestiguan, pero que en la época de que hablamos, era la capital del distrito del Jordán, y la residencia temporal del Califa Yezid. Iluminados por los argentinos rayos de la luna, los minaretes de las mezquitas y las torres de las murallas, se reflejaban en las límpidas y trasparentes ondas del lago, de ese mar de Galilea que trae a la memoria del cristiano tantos recuerdos queridos, cuando una pequeña caravana, aprovechando la frescura de la noche, salió de la ciudad dirigiéndose al Mediodía.

En los nueve viajeros que a su frente iban reconocíanse al punto personas de calidad; sin embargo nada denunciaba en ellos cortesanos del Califa, que por lo co­mún no admitía en su intimidad sino a personas menos maduras, y de caras menos ceñudas y austeras.

Caminaron algún tiempo sin despegar los labios. Al cabo uno de los viajeros rompió el silencio.

—¿Y bien, hermanos míos, qué pensáis ahora de él? Confesemos al menos que ha sido generoso con nosotros. ¿No son cien mil monedas lo que de él has recibido, hijo de Hanhala?

—Sí, esa suma me ha dado, replicó aquel a quien se dirigía la pregunta; pero bebe vino sin creer que es pecado; toca la guitarra, pasa el día con perros de caza y la noche con salteadores de camino, comete incesto con sus hermanas y con sus hijas, no reza nunca, en fin; ¿no es evidente, que no tiene religión? ¿Qué haremos, hermanos míos? ¿Creeis que nos sea lícito tolerar por más tiempo a semejante hombre? Hemos sufrido quizá más de lo que debíamos, y si continuáramos así temo que han de llover piedras sobre nosotros. ¿Qué piensas de esto, hijo de Sinan?

—Voy a decírtelo, contestó éste. Así que nos hallemos en Medina de vuelta, deberemos declarar solemnemente, que no obedeceremos más a un libertino, hijo de libertino, y enseguida lo acertaremos si prestamos homenaje al hijo de un Emigrado.

Cuando pronunciaba estas palabras, un hombre que venía por el lado opuesto cruzó el camino. El capuchón de su capa echado sobre su rostro, hubiera ocultado sus facciones a las miradas de los viajeros, aun cuando la atención de estos no estuviera enteramente absorbida en una conversación que se animaba cada vez más.

En cuanto la caravana cesó de hallarse al alcance de su voz, el hombre del capuchón se detuvo. Su encuentro era de mal agüero, según las ideas de los árabes porque era tuerto: además el odio y la ferocidad, se pintaban en la terrible mirada que, con su único ojo, lanzó a aquellos hombres que se perdían en lontananza, diciendo con una voz lenta y solemne: «Juro, que si alguna vez te encuentro de nuevo y puedo matarte, te mataré hijo de Sinan, por más compañero de Mahoma que seas!»

Ya habrán reconocido nuestros lectores a Medineses en los viajeros. Eran en efecto los hombres más distinguidos de esta ciudad, casi todos Defensores o Emigrados, y he aquí la causa porqué habían venido a la Corte del Califa.

Habían aparecido en Medina síntomas de rebelión; había allí gravísimas cuestiones respecto a las tierras de labor y a las plantaciones de palmeras, que Moawia comprara en otro tiempo a los habitantes de la ciudad, pero que estos revindicaban ahora bajo pretexto de que Moawia reteniendo sus sueldos, los había obligado a venderlas por la centésima parte. El gobernador Othman, lisonjeándose con la esperanza de que el Califa, primo hermano suyo, sabría calmar estas diferencias de un modo o de otro, y que conciliaría a los nobles Medineses, por su amable trato y su reconocida generosidad, propuso a estos nobles hacer el viaje a Tiberiades, en lo que consintieron ellos. Pero animado de las mejores intenciones, cometió una gran imprudencia, una ligereza imperdonable. ¿Ignoraba acaso que los nobles Medineses no deseaban otra cosa que poder hablar como testigos oculares de la impiedad de su primo, a fin de excitar a sus conciudadanos a la rebeldía? En lugar de inducirlos a ir a la Corte del Califa, hubiera debió impedirlo a toda costa.

Lo que se podía prever aconteció. Yezid, es verdad dispensó a los diputados una hospitalidad cordial y llena de consideraciones; estuvo generosísimo, dio al Defensor Abdallah, hijo de Handhala, (es decir, de un noble y valiente guerrero que murió en Ohod combatiendo por Mahoma), cien mil monedas de plata, y veinte o diez mil, según su categoría, a los demás diputados, mas como él no se ataba por nada, y como su corte no fuera un modelo de recato ni de abstinencia, la libertad desús costumbres, junto a su predilección por los Beduinos, quienes, preciso es convenir en ello, tenían algo de salteadores cuando llegaba la ocasión, produjeron un escándalo terrible en aquellos austeros y rígidos ciudadanos enemigos naturales de los hijos del Desierto.

De vuelta en su ciudad natal, no deja­ron que se agotase el asunto de la impiedad del Califa. Sus pláticas, quizás algo exageradas, y sus diatribas llenas de una santa indignación, hicieron tanta mella sobre ánimos, ya de suyo dispuestos a creer ciegamente todo lo malo que pudiera decirse de Yezid, que no tardó en pasar una escena extraordinaria en la mezquita. Reunidos allí los Medineses gritó uno de ellos: «Yo desecho a Yezid, como desecho a mi turbante» y lo arrojó: añadiendo luego; «confieso que Yezid me ha colmado de regalos, pero es un ebrio, un enemigo de Dios.»—«Y yo, dijo otro; desecho a Yezid, como desecho mis sandalias;» un tercero: «yo como a mi capa;» el cuarto: «yo como a mi borceguí;» otros los imitaron y pronto; ¡extraño espectáculo! se vio en la mezquita, un montón de turbantes, de capas, de borceguíes y de sandalias.

Declarada así la caída de Yezid, se resolvió expulsar de la ciudad a todos los Omeyas. Se les comunicó que debían abandonar la ciudad sin demora, pero que antes había de jurar de no ayudar a las huestes que vinieran contra la ciudad, rechazarlas si les era posible, y caso de que no lo fuera, no volver con las tropas sirias. En vano intentó el gobernador Othman persuadir a los rebeldes del peligro a que se exponían. «Pronto, les dijo, un numeroso ejército vendrá a anonadaros, y entonces os alegraríais de poder decir siquiera, que no arrojasteis a vuestro gobernador. Esperad al menos para obligarme a que me vaya, a que hayáis obtenido la victoria. No os hablo así en mi interés, sino en el vuestro, pues quisiera impedir, que se derramara vuestra sangre.» Lejos de acceder a estos consejos, los Medineses lo llenaron de improperios lo mismo que a Yezid: «vamos a comenzar por , le replicaron; no tardarán en seguirte tus parientes.»

Los Omeyas estaban furiosos. «¡Qué asunto más endiablado! ¡Qué religión mas infame!» exclamó Merwan, que había sido sucesivamente ministro del Califa Othman, y gobernador de Medina; pero que ahora no sin trabajo podía encontrar quien quisiera encargarse de su mujer y de sus hijos. Era preciso, sin embargo, doblegarse a las circunstancias. Después de prestar el juramento exigido, los Omeyas se pusieron en camino, perseguido por los silbidos del populacho, que llegó hasta a apedrearlos, mientras que el libertino Horaith, llamado el Saltador, porque, habiéndole hecho cor­tar un pie uno de los pasados gobernadores, andaba a saltos, aguijaba de continuo las cabalgaduras de estos infelices, arrojados como viles criminales de una ciudad que por tanto tiempo, habían gobernado como señores. Al fin llegaron a Dhu-Khochob, donde los desterrados debían permanecer hasta nueva orden.

Lo primero que hicieron fue despachar correos a Yezid, para imponerle su des­gracia y pedirle socorro. Los Medineses lo supieron y enviaron unos cincuenta jinetes para arrojar a los Omeyas de su retiro. No dejó el Saltador de aprovechar esta nueva ocasión de satisfacer su venganza, y él y uno de los miembros de la familia de Beni-Hazm (familia de Defensores, que había facilitado el asesinato del Califa Othman, poniendo su casa a disposición de los rebeldes,) aguijaban el camello que montaban Merwan, con tanta furia, que obligaron al animal a arrojar a tierra al caballero. Parte por temor, parte por compasión, Merwan bajó de su camello diciendo: «Véte y sálvate!» Cuando llegaron a un lugar llamado Sowaida, Merwan vió acercársele uno de sus clientes que habitaba en aquella aldehuela para convidarle a comer. «No me permitirán detenerme el Saltador y sus dignos compañeros; le contestó Merwan. ¡Plugue a Dios que tengamos un día a este hombre en nuestro poder! No será entonces culpa nuestra, si su mano no participado la suerte de su pie». Por último; cuando llegaron a Wadi-'l-corá se permitió a los Omeyas permanecer allí.

Entre tanto la discordia estaba a punto de estallar entre los Medineses. Mientras que solo se trató de expulsar, de injuriar y de maltratar a los Omeyas, la unión más perfecta reinó entre todos, mas no sucedió lo mismo cuando se pensó en elegir Califa. Los Coreiscitas no querían un Defensor, y los Defensores no querían un Coreiscita. Sin embargo, como se conoció la necesidad de la concordia, se convino en dejar esta grave cuestión en suspenso, eligiendo jefes provisionales y esperando para la elección de nuevo Califa a que Yezid fuera destronado.

Este tenía ya noticia de lo sucedido por el correo enviado por los Omeyas. Al sa­berlo fue mayor la sorpresa y la indignación que le produjo la conducta pasiva de sus parientes, que su irritación contra los sediciosos.

—¿No podían los Omeyas, preguntó, reunir un millar de hombres juntando sus libertos?

—Seguramente, le respondió el mensajero: tres mil, hubieran podido reunir sin trabajo.

—¿Y con tan considerable fuerzas no han intentado resistir ni siquiera una hora?

—Los rebeldes eran muy numerosos, toda resistencia era imposible.

Si Yezid no hubiese escuchado más que a su justa indignación, contra unos hombres que se habían revelado, después de guardarse sin escrúpulo sus presentes y su dinero, hubiera enviado desde luego un ejército para castigarlos; pero quería evitar si era posible todavía romper para siempre con los devotos; acaso se acordaba de que había dicho el Profeta: «Al que saque su espada contra los Medineses, Dios y los ángeles y los hombres lo maldecirán,» y por segunda vez dio pruebas de una moderación tanto más de apreciar, cuanto que no era la más propia de su genio. Queriendo tentar aun la vía de la clemencia, envió a Medina al Defensor Noman, hijo de Baxir, pero en vano. Los Defensores, en verdad, no permanecieron insensibles por completo a los prudentes consejos de su contributo que les representaba cuán débiles y poco numerosos eran para resistir a los ejércitos de la Siria; pero los Coreiscitas no querían más que la guerra, y su jefe Abdallah, hijo de Motí, dijo a Noman: «Márchate tú, que no has venido sino para destruir la concordia que gracias a Dios reina ahora entre nosotros—Sí, tú eres ahora muy bravo y muy atrevido, le respondió Noman; pero bien sé lo que harás cuando el ejército sirio toque a las puertas de Medina; entonces tú huirás a la Meca en el más ligero de tus mulos, y abandonarás a su suerte a estos desdichados, a estos Defensores, que serán degollados en las calles, en las mezquitas, a las mismas puertas de sus casas.» Al cabo conociendo que eran inútiles sus esfuerzos se volvió, y presentándose a Yezid, le dio cuenta del mal éxito de su embajada. «Puesto que es absolutamente preciso, dijo entonces el Califa, voy á hacerlos triturar por los caballos de mis Sirios.»

El ejército compuesto de diez mil hombres, que iba a marchar al Hidjaz, debía someter no solo a Medina sino también la Meca, la otra ciudad Santa. Más como el general a quien Yezid lo confirma acabase de morir, todos los demás, ardiendo en deseos de anonadar de una vez para siempre a la nueva aristocracia, se diputaban el mando. Yezid no se había decidido aun cuando un hombre envejecido en la guerra, vino a alistarse en las filas.

Era el tuerto que hemos encontrado ya en la carretera de Tiberiades.

Ninguno acaso representaba tan bien los antiguos tiempos y el principio pagano como el tuerto Moslim, hijo de Ocba, de la tribu de Mozena. No había en él ni aun siquiera sombra de la fe mahometana, nada de lo que era sagrado a los ojos de los musulmanes, lo era para él. Moawia había conocido y apreciado sus sentimientos recomendándolo a su hijo como el más a propósito para reducir a los Medineses, caso de que se sublevasen. Sin embargo, si él no creía en la divina misión de Mahoma, creía firmemente en las supersticiones del paganismo, en los sueños proféticos, y en las misteriosas palabras que salían de los «gharcad» especie de zarzas espinosas, que durante la época pagana pasaban por oráculos en estos lugares de la Arabia; lo que demostró cuando presentándose a Yezid le dijo: «Todo el que envíes a Medina será derrotado. Yo solo puedo vencer.... He visto en sueños un «gharcad» de donde salía esta voz: ¡Por mano de Moslin!... Aproximóme al lugar de donde venía la voz y escuché que decía: ¡Tú eres quien ha de vengar a Othman de sus asesinos los Medinesesl»

Convencido de que Moslin era el hombre que necesitaba, Yezid lo nombró general y le comunicó sus órdenes en estos términos: «Antes de atacar a los Medineses, les intimarás la rendición durante tres días; si rehúsan, atácalos, y si obtienes la victoria entrega la ciudad al saqueo durante otro tres días; todo lo que tus soldados encuentren de plata, de bastimentos o de armas, será suyo. En seguida haz jurar a los Medineses ser mis esclavos y corta la cabeza a quien lo rehúse.»

El ejército en que se hacía notar Ibn-Idhah, jefe de los Acharitas cuya conversación con el hijo de Zobair hemos referido, llegó sin novedad a Wadi-‘l-cora, donde se encontraban los Onmiadas expulsados de Medina. Moslin los consultó separadamente sobre las medidas que debía tomar para apoderarse de la ciudad. Habiéndose negado un hijo del Califa Othman, violar el juramento que los Medineses le habían exigido, el impetuoso Moslin le dijo: «Si no fueras hijo de Othman te cortaría la cabeza; pero si te perdono no he de perdonar a ningún otro coreiscita que me rehuse su apoyo y sus consejos.» Tocó la vez a Merwan. Este tenía también escrúpulos de conciencia, pero por una parte temía por su cabeza, pues Moslin hacía seguir de cerca el hecho a la amenaza, y por otra su odio a los Medineses era demasiado profundo para que esquivase la ocasión de satisfacerlo. Por fortuna sabía que pueden hacerse arreglos con el cielo, y que bien puede violarse un juramento, sin que lo parezca. Dió pues sus instrucciones a su hijo Abdelmelic, que no había jurado. «Entra antes que yo, añadió, acaso Moslin no me pregunte nada así que te haya escuchado.» Llevado a presencia del general, Abdelmelic, le aconsejó adelantarse hasta las primeras plantaciones de palmeras donde el ejército debería pasar la noche: y por la mañana temprano ir a Harra al Este de Medina, para que los Medineses que no dejarían de salir a su encuentro, tuvieran al sol de frente. Abdelmelic hizo entrever además a Moslin que su padre no dejaría de ponerse en relación con ciertos Medineses, que empeñado el combate, acaso harían traición a sus conciudadanos.

Contentísimo con lo que acababa de escuchar, exclamó Moslin con burlona sonrisa: «¡Qué hombre más admirable es tu padre!» y sin obligar a Merwan a decir nada siguió puntualmente los consejos de Abdelmelic; acampó al Oriente de Medina en la carretera de Cuta, e hizo saber a los de Medina que les concedía un plazo de tres días para someterse, pasados los cuales los Medineses respondieron negativamente.

Como Merwan había previsto, los Medineses, lejos de esperar al enemigo dentro de los muros de la ciudad que habían fortificado cuanto les era posible, salieron a su encuentro (26 de Agosto de 683), divididos en cuatro cuerpos, según su origen. Los Emigrados llevaban a su frente a Makil, hijo de Sinan compañero de Mahoma, que a la cabeza de su tribu de Achddja asistió a la toma de la Meca, y que debía de gozar gran consideración en Medina, puesto que los Emigrados le habían conferido el mando, aunque no era de su tribu. Los coreiscitas que no se contaban entre los Emigrados, pero que en diversas épocas después de la toma de la Meca se habían establecido en Medina, se dividían en dos compañías, una mandada por Abdallah, hijo de Moti, la otra por un compañero del Profeta. En fin, el cuerpo más considerable, el de los Defensores, tenía por jefe á Abdallah, hijo de Handhala. Guardando profundó y religioso silencio, se adelantaron hacia Harra donde se hallaban los impíos, los paganos que iban a combatir.

El caudillo del ejército sirio, se encontraba gravemente enfermo. Hízose llevar sin embargo en una silla, delante de las filas; confió su bandera a un valiente paje de origen griego y gritó a sus soldados: «¡Árabes de la Siria! ¡Mostrad ahora cómo sabéis de­fender a vuestro general! ¡Carguen!»

Empeñóse el combate. Los Sirios atacaron con tanto ímpetu, que tres cuerpos Medineses, el de los Emigrados y los de los Coreiscistas volvieron grupas, pero el cuarto, el de los Defensores, obligó a los Sirios a cejar y agruparse en torno de su jefe. Peleábase con encarnizamiento por ambas partes, cuando el intrépido Fadhl que com­batía al lado de Abdallab, hijo de Handhala, al frente de veinte caballeros, dijo a su jefe: «dadme el mando de toda la caballería: yo trataré de penetrar hasta donde se encuentra Moslin, y uno de los dos perderá la vida.» Habiendo accedido Abdallah, dió Fadhl una carga tan vigorosa, que los Sirios cejaron de nuevo. «Otra carga como esta, queridos y bravos amigos;» exclamó entonces, «y por Dios que si encuentro a su general, uno de los dos no ha de sobrevivir a este día. Acordaos que la victoria es premio del valor!» Sus soldados atacaron de nuevo con redoblada furia, rompen las filas de la caballería siria y penetran hasta el lugar en que se hallaba Moslin. Quinientos peones lo rodeaban con sus lanzas inclinadas; pero Fadhl abriéndose camino con su espada, dirigió su caballo hacia la bandera de Moslin; asestó al paje que la conducía un golpe que le partió el casco y la cabeza, y escala: «Por el Señor de la Caba, que he muerto al tirano —No, te engañas; le respondió Moslin; y cogiendo su bandera, enfermo y todo como estaba, reanimó a los Sirios con sus palabras y con su ejemplo. Fadhl murió acribillado de heridas al lado de Moslin.

En el mismo instante en que los Medineses veían el cuerpo de Ibn-Idhah y de otros prontos a lanzarse sobre ellos, oyen resonar en la ciudad alaridos de triunfo; el grito de ¡Dios es grande!.... Habían sido vendidos. Merwan había cumplido su palabra a Moslin. Seducidos por brillantes promesas los Beni-Haritha, familia que pertenecía a los Defensores, habían introducido secretamente tropas sirias en la ciudad. Esta estaba ya en poder del enemigo; todo estaba perdido; los Medineses iban a encontrarse entre dos fuegos. La mayor parte corren hacia la ciudad para salvar a sus mujeres y a sus hijos; algunos como Abdallah, hijo de Moti, huyen en dirección a la Meca, pero Abdallah, hijo de Handhala, resuelto a no sobrevivir a este día fatal, grita a los suyos: «Nuestros enemigos van a conseguir el triunfo. En menos de una hora todo se habrá decidido. ¡Piadosos musulmanes, habitantes de una ciudad que dió asilo al Profeta, todos hemos de morir y no hay muerte más hermosa que la del mártir; dejémonos matar hoy, hoy que Dios nos ofrece la ocasión de morir por su santa causa» Ya llovían por todas partes las flechas de los Sirios, cuando gritó de nuevo: «Que los que deseen entrar inmediatamente en el paraíso, sigan mi bandera!» Todos la siguieron; todos combatieron desesperadamente, resueltos a vender caras sus vidas. Abdallah envió sus hijos, uno después de otro, a lo más recio de la pelea, y vio el sacrificio de todos ellos. Mientras que Moslin prometía dinero a todo el que le presentara una cabeza enemiga, Abdallah las derribaba a derecha e izquierda, y la convicción de que un castigo más terrible, esperaba a sus víctimas más allá de la tumba, le causaba una feroz alegría. Según la costumbre árabe, recitaba versos combatiendo, que expresaban claramente el pensamiento de un fanático, que se aferra a la fe, a fin de poder odiar a su sabor. «¡Mueres!, decía a cada una de sus víctimas, ¡mueres, pero tus delitos te sobrevivirán! ¡Dios nos lo ha dicho, en su Libro nos lo ha «dicho: el infierno espera a los infieles!» Al fin sucumbió. Su hermano uterino cayó a su lado herido de muerte. «Pues que muero por la espada de estos hombres, estoy más seguro de ir al paraíso, que si hubiese sido muerto por los paganos Dallemitas,» tales fueron sus últimas palabras. Hubo una horrible carnicería. Entre los que sucumbieron, se encontraban setecientas personas que se sabían de memoria el Corán, ochenta estaban revestidos con el sagrado carácter de compañeros de Mahoma. Ninguno de los venerables ancianos que habían combatido en Bedr, donde el Profeta obtuvo su primera victoria sobre los de la Meca, sobrevivió a esta funesta catástrofe.

Los vencedores irritados entraron en la ciudad, luego que su general les hubo dado permiso para saquearla durante tres días consecutivos. Para desembarazarse de sus caballos corrieron a dejarlos en medio de la mezquita: un solo medinés se encontraba en ella, era Said, hijo de Mosaiyab, el teólogo más sabio de su tiempo. ¡Vio a los Sirios entrar en la mezquita, atar sus caballos en el espacio comprendido entre la cátedra del Profeta y su tumba, recinto sagrado que Mahoma llamaba un jardín del Paraíso!... A la vista de tan horrible sacrilegio, creyendo Said que la naturaleza entera estaba amenazada de una terrible catástrofe, se quedó inmóvil de estupor. «Mirad a ese imbécil, a ese doctor» se dijeron los Sirios con chacota; pero no le hicieron daño, tenían priesa de saquear.

Nada se perdonó. Los niños fueron reducidos a esclavitud o degollados, las mujeres violadas, y en consecuencia, un millar de desdichadas dieron la vida a otros tantos parias infamados para siempre con el nombre de «Hijos de Harra

Entre los prisioneros se hallaba Makil, hijo de Sinan. Abrasábase de sed y se que­jaba de ello amargamente. Moslin se lo hizo traer y lo recibió con el semblante más bon­dadoso que le fue posible.

—¿Tienes sed, hijo de Sinan? le preguntó.

—Sí, general.

—Dadle de esa bebida que nos ha dado el Califa, dijo Moslin dirigiéndose a uno de sus soldados.

Cuando se cumplió la orden y Makil hubo bebido.

—¿No tienes ya sed? continuó Moslin.

—No; ya no tengo sed.

—Pues bien, dijo el general cambiando de pronto de tono y de mirada, has bebido por la última vez. Prepárate a morir.

El anciano se puso de hinojos pidiendo perdón.

— ¿A esperas que te perdones? ¿No eras tú quien yo encontré en el camino cerca de Tiberiades, la noche en que volvías a Medina con los otros diputados? ¿no eras tú a quien yo oí llenar de injurias a Yezid? Eres tú a quien yo oí decir: «Luego que nos hallemos en Medina de vuelta, deberemos declarar solemnemente, que no obedeceremos más a un libertino hijo de libertino, y en seguida lo acertaremos si prestamos homenaje al hijo de un Emigrado?»....Pues bien, entonces juraba yo, que si te volvía a encontrar y llegaba a tener tu vida entre mis manos te mataría. ¡Por Dios, que he de cumplir mi juramento¡ Que maten a ese hombre!»

La orden fue ejecutada enseguida. Inti­móse a los Medineses que aun quedaban en la ciudad, pues la mayor parte habían buscado su salvación en la fuga, que prestaran juramento a Yezid. No era este el juramento ordinario por el cual se obligaban a obedecer al Califa, en tanto que este obedeciera al Corán y a los mandatos de Mahoma; lejos de esto los Medineses debían jurar ser esclavos de Yezid, esclavos que podría manumitir o vender a su voluntad, tal era la fórmula: debían reconocer en él, una autoridad ilimitada sobre todo lo que poseían, sobre sus mujeres, sobre sus hijos y sobre su vida. La muerte esperaba a los que se negasen a prestar este horrible juramento. Dos Coreiscitas sin embargo, declararon con energía, que no prestarían otro juramento que el acostumbrado. Moslin ordenó al punto cortarles la cabeza. Coreiscita también Merwan, osó censurar esta orden, pero Moslin, pinchándole con su bastón en la barriga, le dijo secamente: «Por Dios! que si tú mismo hubieras dicho lo que ellos han osado decir, te hubieras muerto.» Todavía sin embargo, se atrevió a pedir gracia para otro que estaba enlazado con su familia, y rehusaba jurar igualmente. El general sirio no se dejó ablandar. Otra cosa fue, cuando un Coreiscita cuya madre pertenecía a la tribu de Kinda, negóse al juramento, y cuando uno de los jefes del ejército sirio que pertenecía a los Sacun sub-tribu de Kinda exclamó: «El hijo de nuestra hermana no prestará semejante juramento.» Moslin lo dispensó.

Los Árabes de la Siria, habían ajustado la cuenta a los hijos de aquellos sectarios fanáticos, que inundaron Arabia con la sangre de sus padres. La antigua nobleza había anonadado a la nueva. Representante de la antigua aristocracia de la Meca, Yezid había vengado la muerte del Califa Othman, y las derrotas que los Medineses que combatían entonces bajo las banderas de Mahoma, habían hecho experimentar a su abuelo. La reacción del principio pagano contra el principio musulmán había sido cruel, terrible, inexorable. Jamás se repusieron los Defensores de este golpe fatal. Su fuerza quedó quebrantada para siempre. Su ciudad casi desierta, quedó por algún tiempo abandonada a los perros y los cercanos campos a las fieras, pues que la mayor parte de sus habitadores, buscando nueva patria y una suerte menos dura en lejanos climas, se fueron al ejército de África. Demasiado tuvieron los otros que llorar; los Omeyas no perdieron ocasión de abrumarlos con todo el peso de su desdén, de su menosprecio, de su odio implacable y de colmarlos de disgustos y amarguras. Diez años después de la batalla de Harra, Haddjadj, gobernador de la provincia, hizo sufrir “la pena de la marca” a muchos venerables ancianos que había sido compañeros de Mahoma. Para él todo Medinés era un asesino de Othman, como si este crimen, dado que los Defensores hubiesen sido más culpables que en realidad lo fueron, no sé hubiera espiado suficientemente con el degüello de Harra y el saqueo de Medina! Y cuando Haddjadj dejó la ciudad exclamó: «¡Alabado sea Dios, que me permite alejarme de la más impura de la ciudades, de la que ha pagado siempre las bondades del Califa, con la perfidia y la rebelión! ¡Por Dios, si mi soberano no me ordenara en todas sus cartas perdonar a estos infames, yo destruiría la ciudad, y les haría gemir alrededor de la cátedra del Profeta!» Como refirieran estas palabras a uno de los ancianos, a quienes Haddjadj había hecho marcar dijo este: «¡Un terrible castigo le espera en la otra vida! ¡Lo que ha dicho es digno de Faraón!» Así, la convicción de que sus tiranos habían de ser atormentados con el fuego eterno, fue en adelante el único consuelo y la única esperanza de estos infelices. No se escaseaban este consuelo. Predicaciones de los compañeros de Mahoma, profecías del mismo Mahoma, milagros verificados en su favor, todo lo recibían con una credulidad ávida e insaciable. El teólogo Said, que se hallaba en la Mezquita cuando los jinetes sirios fueron a convertirla en caballeriza, contaba a todo el que quería oírlo que, habiéndose quedado en el templo, oyó a la hora de la oración, salir de la tumba del Profeta una voz que profirió las palabras solemnes destinadas a anunciar esta hora. En el terrible Moslin, el hombre de Mozena, veían los Medineses el monstruo más horrible que la tierra había soportado hasta entonces: y que no hallaría émulo sino al fin de los siglos, en otro hombre de su misma tribu; contaban que había dicho el Profeta: «Los últimos que resucitarán serán los hombres de Mozena. Hallarán la tierra deshabitada. Vendrán a Medina donde no encontrarán más que fieras. Entonces dos ángeles bajarán del cielo, los echarán sobre su vientre y los arrastrarán así hasta «el lugar en que se hallen los otros hombres.»

Oprimidos, blancos de todos los ultrajes, tratados a puntapiés, no quedaba a los Medineses más partido que imitar el ejemplo que le dieron aquellos de sus conciudadanos que se habían alistado en el ejército de África, y esto fue lo que hicieron. De África pasaron a España. Casi todos los descendientes da los antiguos Defensores, se hallaban en la hueste con que Muza atravesó el Estrecho. En España fue donde se establecieron, especialmente en las provincias del Este y del Oeste, donde su tribu llegó a ser la más numerosa. De Medina desaparecieron. A un viajero que llegó a esta ciudad en el siglo XIII, y se informó por curiosidad de si existían aun descendientes de los Defensores, no le pudieron enseñar más que un hombre y una mujer ambos ancianos. Puede pues, desconfiarse del origen ilustre, de esa docena de pobres familias que habitan hoy los arrabales y que pretenden descender de los Defensores.

Pero ni aun en España estuvieron estos al abrigo del odio de los árabes de la Siria: en las orillas del Guadalquivir hemos de ver renacerla lucha, teniendo España por gobernador un coreiscita, que en la batalla de Harra, combatió en las filas de los Medineses, y que después de la derrota huyó para reunirse al ejército de África.

Lo que ahora debe llamar nuestra atención, es una lucha de diferente naturaleza; pero que se continuó también en la península española. Al referirla tendremos ocasión de volver a hablar de paso de Abdallah, hijo de Zobair y de ver que el destino de este otro representante de los compañeros de Mahoma no fue menos infeliz que el de los Medineses.

 

HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110)

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.

CAPÍTULO VI.