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HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110.)

LIBRO I

LAS GUERRAS CIVILES.

 

CAPÍTULO VI.

Si se exceptúan las luchas originadas por esos principios fundamentales que han estado siempre en cuestión, y que lo estarán eternamente, no hay otras en el Asia ni en Europa, entre los musulmanes ni entre los cristianos que tengan la persistencia de las que proceden de esa antipatía de raza que perpetuándose a través de los siglos, sobrevive a todas las revoluciones políticas, sociales y religiosas. Ya hemos tenido ocasión de decir, aunque incidentalmente, que la nación arábiga se componía de dos pueblos distintos y enemigos, más este es el lugar de exponer este hecho con más precisión y con el desarrollo necesario.

Según la costumbre oriental, que hace descender toda la nación de un solo hombre, el más antiguo de estos pueblos pretendía ser oriundo de un cierto Cahtan, personaje que los Árabes, cuando conocieron la Biblia identificaron con Yoctan, uno de los descendientes de Sem, según el Génesis. La posteridad de Cahtan invadió la Arabia Meridional muchos siglos antes de nuestra era, y subyugó la raza de origen incierto, que habitaba este país. Los catanitas llevan ordinariamente el nombre de yemenitas, tomado de la provincia más floreciente de la Arabia Meridional, y así será como los llamaremos en adelante.

El otro pueblo, procedente de Adnan, descendiente de Ismael, a lo que se dice, habitaba el Hidjaz, provincia que se extiende desde la Palestina hasta el Yemen, y en donde se encuentran la Meca y Medina; el Nadj, es decir, la mesa extensa sembrada de algunas ondulaciones, que ocupa toda la Arabia central, en una palabra, el norte de Arabia. Se les denomina Maadditas. Nizaritas, Modharitas o Caisitas, nombres que todos indican el mismo pueblo, o una parte de él, porque Cais desciende de Modhar; este era uno de los hijos de Nizar, y Nizar era hijo de Maádd. Nosotros emplearemos el término do maádditas para designar esta raza.

Nada hay de parecido en la historia europea al odio, a veces sordo, las más flagrante de estos dos pueblos arábigos, que se mataban bajo el pretexto más fútil. El territorio de Damasco fue teatro, durante dos años de una guerra cruel, porque un maádita cogió un melón en el jardín de un yemenita, y en la provincia de Murcia la sangre corrió a torrentes durante siete años porque un maáddita, pasando por casualidad por la tierra de un yemenita, había tronchado sin pensar un pámpano de su viña. Por lo menos en Europa, si la antipatía era fortísima, a los menos era motivada, había habido conquista y servidumbre, En la Arabia por el contrario, ninguna de las razas había sometido a la otra. Verdad es que antiguamente una parte de los Maadditas, los de Nadjd, reconocían la soberanía del rey del Yemen, y le pagaban tributo; mas esto era voluntariamente, pues estas hordas anárquicas necesitaban de un Señor que las impidiera destruirse mútuamente, y este Señor no podía elegirse en ninguna de sus familias, pues que bastara esto paraque las otras reusaran obedecerle. Por eso, si las tribus maádditas que habían estado reunidas momentáneamente bajo un jefe por ellas elegido, se emancipaban de su dominio, pronto las guerras civiles las obligaban a volver a él. Teniendo que elegir entre la anarquía y el dominio extranjero; los jeques de las tribus se decían después de una larga lucha intestinal: «No tenemos más partido que tomar que entregarnos de nuevo al rey del Yemen; le pagaremos tributo en ovejas y camellos, e impedirá que el fuerte anonade al débil.» Cuando más tarde el Yemen fue conquistado por los Abisinios, los Maadditas del Nadjd dieron de grado a otro príncipe de origen yemenita, al rey de Hira, la escasa autoridad que habían reconocido hasta entonces en el rey del Yemen. Entre sumisión tan espontánea y la servidumbre extranjera, hay una diferencia enorme.

En Europa, además, la diversidad de costumbres y de idiomas, levantaba una barrera insuperable entre los dos pueblos, que la conquista habla reunido violentamente en el mismo suelo. No sucedía así en el imperio musulmán. Mucho tiempo antes de Mahoma, la lengua yemenita o himyarita; como se le llama, nacida de la mezcla del árabe y del idioma de los vencidos, había cedido su lugar al árabe puro, lengua de los maádditas, que habían conquistado cierta preponderancia intelectual Salvo ligeras diferencias de dialecto, entrambos pueblos hablaban la misma lengua, y nunca se dice que en los ejércitos musulmanes les haya costado trabajo a un maáddita entender a un yemenita. Participaban además de los mismos gustos, de las mismas ideas, de las mismas costumbres, pues que en ambas partes, la mayoría de la población era nómada. En fin adoptando ambas el Islamismo, tenían también la misma religión. En una palabra, la diferencia que entre ellos existía era menos sensible, que la que se encontraba entre los pueblos germánicos que invadieron el imperio romano.

Y sin embargo, a pesar de que las razones que explican la antipatía de raza en Europa no existía en el Oriente, esta antipatía toma aquí un carácter de tenacidad que no se encuentra entre nosotros. Al cabo de 300 ó 400 años, esta enemiga originaria se ha borrado en Europa; entre los Beduinos cuenta veinte y cinco siglos, se remonta a los primeros tiempos históricos de la nación y está muy lejos de haberse extinguido en nuestros días. «La hostilidad originaria, decía un antiguo poeta, procede de nues­tros abuelos y subsistirá mientras tengamos descendientes.» Además, ella no ha tenido nunca en Europa, el carácter atroz que en el Oriente, jamás ahogó en nuestros antepasados, los sentimientos más dulces y más sagrados de la naturaleza, jamás un hijo ha menospreciado ni odiado a su madre porque perteneciera a otra raza que su padre. «Rogáis por vuestro padre le dijo uno a un yemenita, que hacía la procesión solemne alrededor del templo de la Meca, mas por qué no rogáis por vuestra madre?—¡Por mi madre! replicó el yemenita con aire desdeñoso, ¿cómo he de rogar por ella? Era de la raza de Maadd

Este odio que se extiende de generación en generación, a despecho de una completa comunidad de idiomas, de derechos, de costumbres, de ideas, de religión y hasta cierto punto de origen, pues que ambos son de raza semítica, este odio que ningún antecedente explica, está en la sangre, esto es todo lo que puede decirse, y probablemente hubieran sido tan incapaces de determinar su verdadera causa, los Árabes del siglo VII como lo son hoy los yemenitas, que vagan por los desiertos de la provincia de Jerusalén, y que cuentan a los viajeros que les preguntan, porque son enemigos jurados de los caisitas (maáditas) de la provincia de Hebrón, que no saben otra más de que este data de tiempo inmemorial.

Lejos de disminuir el Islamismo esta aver­sión instintiva, le ha dado un vigor y una vivacidad que antes no tenía. Mirándose siempre con desconfianza se vieron obligados en adelante a combatir bajo las mismas banderas, a vivir en el mismo suelo, a partir los frutos de la conquista, y estas continuas relaciones, esta aproximación diaria, engendraron otras tantas disputas y altercados. Al propio tiempo, esta enemistad adquirió un interés y una importancia que no podía tener cuando estaba circunscrita a un rincón casi ignorado del Asia. En adelante ensangrentó tanto la España y la Sicilia, como los desiertos de Atlas y las riberas del Ganges, y ejerció una considerable influencia, no solo sobre la suerte de los pueblos vencidos, sino hasta sobre el destino de todas las naciones latinas y germánicas, pues que detuvo a los musulmanes en la vía de sus conquistas, cuando amenazaban a Francia y a todo Occidente.

Combatiéronse los dos pueblos en toda la extensión del imperio musulmán, pero era este imperio demasiado vasto, y no había unidad bastante entre las tribus para que la lucha pudiera ser simultánea, y dirigida hacia un fin preconcebido. Cada provincia tuvo su guerra particular, su guerra propia, y los nombres de los dos partidos, tomado de los de las tribus más numerosas en la localidad donde se combatían, difieren casi en todas partes. En el Khorasan, por ejemplo, los yemenitas llevan el nombre de azdítas y los maáditas el de teminitas, por que las tribus de Azd y de Temin eran allí las más considerables. En Siria, provincia de que principalmente vamos a ocuparnos, estaban de una parte los Kelbitas, de otra los Caisitas. Los primeros de origen yemenita, constituían la mayoría de la población arábiga, porque cuando muchas tribus yemenitas fueron a establecerse en Siria, en los calificados de Abu-Bakr y Omar los Maádditas prefirieron fijarse en el Irak. Kelbitas y Caisitas eran igualmente adictos a Moawia, que merced a su prudente y sabia política, supo mantener entre ellos cierto equilibrio y conciliarse el afecto de unos y otros. Mas por bien calculadas que fueran sus medidas, no pudo impedir que el odio recíproco que se profesaban no se manifestara de vez en cuando; bajo su reinado los Kelbitas y los Fezaras, tribu de los Caisitas, llegaron a darse una batalla en Banat-Cain, y cuando quiso hacer reconocer por su sucesor a Yezid, experimentó dificultades por parte de los Caisitas, porque la madre de Yezid era una kelbita, hija de Malic Ibn-Bahdal, el jeque de esta tribu, y para los Caisitas, Yezid, educado en el desierto de Semawa con la familia de su madre, no era un Omeya, sino un Kelbita. Ignórase de qué modo Moawia supo ganarse sus sufragios, sabiéndose solamente que reconocieron a Yezid por heredero, y que le permanecieron fieles mientras reinó. Pero su reinado no duró más que tres años. Murió en Noviembre de 638, dos meses y medio después de la batalla de Harra, contando solo 38 años de edad.

A su muerte, el inmenso imperio se encontró de pronto sin señor. No porque Yezid muriera sin sucesión, dejó muchos hijos, sino porque el califato no era hereditario, sino electivo. Este gran principio no fue establecido por Mahoma, que nada decidió sobre este punto, sino por el Califa Omar que no carecía tan absolutamente como el Profeta de sentido político, y que como legislador gozaba de una autoridad incontestable. Él fue quien en una arenga pronunciada en la mezquita de Medina había dicho: «Si alguno piensa en proclamar a un hombre por soberano sin que hayan deliberado todos los musulmanes, semejante proclamación será nula.» Verdad es que hasta entonces se había eludido siempre la aplicación de este principio; el mismo Yezid no fue elegido por la nación, pero su padre tuvo al menos la precaución de hacerlo jurar como sucesor suyo. Descuidada esta precaución por Yezid, a quien arrebató la muerte en la flor de su edad, su primogénito, llamado Moawia como su abuelo, no podía alegar ningún derecho al califato. Lo hubieran reconocido sin embargo, si los Sirios, los hacedores de Califa en este tiempo, se hubiesen puesto de acuerdo, para sostenerlo. No lo estaban, y aun se dice que el mismo Moawia no ambicionaba el trono. Un profundo misterio envuelve las intenciones de este joven. A creer a los historiadores musulmanes, Moawia en nada se parecía a su padre: la buena causa era a sus ojos la que los Medineses defendían, y cuando supo la victoria de Harra, el saqueo de Medina y la muerte de los antiguos compañeros de Mahoma, derramó lágrimas.

Pero estos historiadores, que preocupados por ideas teológicas, han falseado la historia algunas veces, se hallan en oposición con un cronista español casi contemporáneo que escribía, por decirlo así, bajo el dictado de los Sirios establecidos en España, que afirma que era Moawia el trasunto de su padre. Sea de esto lo que fuere, es lo cierto que los Caisitas no querían obedecer a un príncipe que tenía una kelbita por madre y otra kelbita por abuela, ni menos sufrir el mando del kelbita Hasan ibn-Malle ibn-Bahdal, gobernador de la Palestina y de la provincia del Jordán, que había tomado la dirección de los negocios en nombre de su resobrino. Tomaron, pues todas partes una actitud hostil, y uno de sus jefes, Zofar, de la tribu de Kilab, levantó el estandarte de la rebelión en el distrito de Kinnesrina, de donde arrojó al gobernador kelbita Said ibn-Bahdal. Como era preciso oponer otro pretendiente al de los Kelbitas, Zofar se declaró partidario de Abdallah, hijo de Zobair, cuya causa era en el fondo completamente indiferente a los Caisitas. El partido de los piadosos acababa de adquirir un singular aliado. Puesto que se disponía a mantener la causa de los hijos de los compañeros de Mahoma, Zofar se creyó obligado a pronunciar desde el púlpito un sermón edificante. Pero aunque gran orador y excelente poeta a la manera de los Árabes paganos, no estaba acostumbrado por desgracia a las fórmulas religiosas y al estilo místico. En la mitad de la primera frase se quedó cortado, y sus hermanos de armas se rieron a carcajadas.

Moawia II sobrevivió a su padre cuarenta días, dos meses o tres—no se sabe lo cierto, ni importa el saberlo gran cosa.—La confusión había llegado a su colmo. Cansadas las provincias de ser tratadas por los Sirios como país conquistado, sacudieron el yugo. En el Irak, se levantaba cada día un Califa o un Emir que era derribado al siguiente. Ibn-Bahdal no había decidido todavía su plan, ya quería proclamarse Califa, ya convencido de que no sería obedecido más que por sus kelbitas, se manifestaba pronto a obedecer al Omeya que eligiera el pueblo. Pero como había pocas esperanzas de éxito, no era fácil encontrarlo. Walid, nieto de Abu-Sofyan y antiguo gobernador de Medina que lo había aceptado, atacado por la peste cayó muerto, cuando oraba sobre la tumba de Moawia II. Bien hubiera querido Ibn-Bahdal dar el califato a Kalib, hermano de Moawia II, pero como no contaba más que diez y seis años, y los Árabes no querían obedecer más que a un adulto, no se atrevió. Ofreciólo, pues a Othman, pero este que creía enteramente perdida la causa de su familia reusó y fue á reunirse al afortunado pretendiente Ibn-Zobair, cuyo partido engrosaba de día en día. En Siria, todos los Caisitas se declararon a su favor. Dueños ya de Kinnesrina, lo fueron bien pronto de la Palestina, y el gobernador de Emesa, Noman, hijo de Baxir el Defensor, se declaró también por Ibn-Zobair.

Ibn-Bahdal por el contrario, no podía contar más que con solo un distrito, el del Jordán, el menos considerable de los cinco en que se dividía la Siria. En él se le había jurado obediencia, pero a condición de que no daría el califato a ninguno de los hijos de Yezid, porque eran demasiado jóvenes. En cuanto al distrito de Damasco, el más importante de todos, su gobernador Dhahhac de la tribu de Fihr, no pertenecía a ningún partido. No estaba de acuerdo ni aun consigo mismo: antiguo jefe de la guardia de Moawia II, y uno de sus más íntimos confidentes, no le agradaba el pretendiente de la Meca; Maáddila, no quería hacer causa común con el jeque de los Kelbitas, de aquí sus dudas y su neutralidad. A fin de sondear sus intenciones y las del pueblo damasceno, Ibn-Bahdal le envió una carta, para que se leyese el viernes en la mezquita. Esta carta estaba llena de alabanzas para los Omeyas, y de invectivas contra Ibn-Zobair; pero como Ibn-Bahdal temiese que Dhahhac reusase leerla públicamente, tuvo buen cuidado de dar una copia a su enviado díciendole: «Si Dhahhac no lee aquella a los Árabes de Damasco, tú les leerás esta.» Sucedió lo previsto. El viernes, cuando Dhahhac subió al púlpito no dijo una palabra respecto a la carta recibida. Entonces se levantó el enviado de Ibn-Bahdal y la leyó al pueblo. Apenas acabada su lectura, se oyeron voces por todas partes. «Es verdad lo que dice Ibn-Bahdal, exclamaban unos; «no, mentira; contestaban los otros.» El tumulto era horrible, y en el recinto sagrado que, como en todos los países musulmanes, servía tanto para las ceremonias religiosas, como para las deliberaciones políticas, resonaban las injurias que mutuamente se lanzaban Kelbitas y Caisitas. Al cabo, Dhahhac logró restablecer el silencio, acabó la ceremonia religiosa, y continuó en su indecisión.

Tal era la situación de la Siria, cuando los soldados de Moslin volvieron a su país natal. Pero no era ya Moslin quien los mandaba, y he aquí en pocas palabras lo que había sucedido en este intervalo.

Después de la toma de Medina, Moslin, ya gravemente enfermo cuando la batalla de Harra, se negó a sujetarse al rigoroso régimen que los médicos le había prescrito. «Ya, decía, moriré contento pues que he castigado a los rebeldes, y como he muerto a los asesinos de Othman, Dios me perdonará mis pecados.» Habiendo llegado con su ejército a tres jornadas de la Meca, y conociendo que su fin se aproximaba, llamó al general Hozain designado por Yezid para sustituirle en el mando, caso de que murie­ra. Este Hozain, era de la tribu de Sacun, y por consiguiente Kelbita como Moslin; pero Moslin le menospreciaba porque le creía falto de penetración y firmeza. Apos­trofándolo con esa brutal franqueza que constituía el fondo de su carácter y que no nos es permitido disimular le dijo: «Borrico, vas a tomar en mi lugar el mando. No te lo confiaría yo, pero es menester que se cumpla la voluntad del Califa. Escucha ahora mis consejos, pues te conozco y sé que tienes necesidad de ellos. Guárdate de las astucias de los Coreiscitas, cierra los oídos a sus almibarados discursos, y acuérdate de que una vez llegado delante de la Meca, no tienes más que tres cosas que hacer: combatir sin cuartel, encadenar los habitantes de la ciudad y volver a Siria.» Dicho esto espiró.

Portóse Hozain delante de la Meca, como si se hubiera propuesto probar que las prevenciones de Moslin respeto a él no eran fundadas. Lejos de carecer de audacia, lejos de amilanarse por escrúpulos religiosos, excedió los mismos sacrilegios de Moslin. Sus ballestas hicieron llover sobre la Caba piedras enormes que derribaron las columnas del templo. Instigado por él, un caballero sirio lanzó de noche una antorcha encendida, sujeta a la extremidad de su lanza sobre el pabellón de Ibn-Zobair, erigido en el patio de la mezquita. Ardió el pabellón en un momento, y habiéndose comunicado el fuego a los velos que envolvían el templo, la santa Caba, la más reverenciada de las mezquitas musulmanas quedó enteramente consumida... Por su parte los de la Meca secundados por una multitud de no-conformistas, que olvidando momentáneamente su odio contra la alta iglesia, corrieron llenos de entusiasmo a defender el territorio sagrado, sostenían el asedio con gran valor, cuando la noticia de la muerte de Yezid vino de pronto a cambiar la faz de los negocios. Esta nueva inesperada, causó un gozo indecible al hijo de Zobair; para Hozain fue un rayo. Demasiado conocía este general de espíritu frio, egoísta y calculador, no consagrado en cuerpo y alma, como Moslin al servicio de sus señores, la fermentación de los partidos en la Siria, para no prever que iba destallar una guerra civil, y no haciéndose ilusiones acerca de la debilidad de los Omeyas, vio en la sumisión al Califa de la Meca el único remedio contra la anarquía y la única salvación para su ejército, gravemente comprometido, y para él, que lo estaba más todavía. Citó pues, a Zobair para la noche siguiente, señalando sitio para la conferencia. Llegado aquel, le dijo a Zobair en voz baja, a fin de que los Sirios no pudieran oírlo.

—Estoy pronto a reconocerte por Califa, a condición de que te comprometas a conceder una amnistía general, y a abandonar todo propósito de venganza, por la sangre derramada en el sitio de la Meca y en la batalla deHarra.

— No, le respondió Ibn-Zobair en voz alta, no quedaré satisfecho aunque mate diez enemigos por cada uno de mis camaradas.

— ¡Maldito sea el que te considere en adelante hombre de talento! replicó entonces Hosain. Hasta ahora había creído en tu prudencia, pero te hablo bajo y me contestas alto, te ofrezco el califato y me amenazas con la muerte!

Ya la reconciliación entre estos dos hombres era imposible. Hosain rompió al punto la conferencia y tomó con su ejército el camino de Siria. En él encontró a Merwan. Vuelto a Medina después de la batalla de Harra, y desterrado de nuevo por orden de Ibn-Zobair se había ido a Damasco. Aquí, hallando casi desesperada la causa de su familia, se había comprometido en una entrevista con Dhahhac a volver a la Meca a fin de anunciar a Ibn-Zobair que los Sirios estaban dispuestos a obedecer sus órdenes: creyendo este el medio mejor de conquistar la benevolencia de su antiguo enemigo. Durante este viaje de Damasco a la Meca fue cuando encontró a Hosain.

El general, después de asegurarle que no reconocería al pretendiente de la Meca, le prometió que si tenía valor para empuñar el estandarte de los Omeyas, podría contar con su ayuda. Habiendo aceptado Merwan esta proposición, resolvieron convocar en Djabia una especie de dieta para tratar de la elección de Califa.

Convocados a ella, concurrieron Ibn-Bahdal y sus Kelbitas. Dhahhac prometió también su asistencia, escusándose por la conducta que hasta entonces había observado. Púsose en efecto en camino con los suyos pero en medio de él persuadidos los Caisitas de que los Kelbitas no votarían más que al aliado de su tribu, a Khalid, el hermano menor de Moawia II, reusaron continuar. Dhahhac volvió pies atrás y fue a acampar en la pradera de Raita al Oriente de Damasco. Entretanto, comprendieron los Caisitas que sus querellas con los Kelbitas iba a ventilarse bien pronto con las armas; pero cuanto más se aproximaba el momento decisivo, más conocían lo monstruoso de su alianza con el jefe del partido de los piadosos, y como tenían más simpatías por Dhahhac hermano de armas de Moawia I, le dijeron: «¿ qué no te proclamas Califa? No vales tú menos que Ibn-Bahdal ni que Ibn-Zobair.» Envanecido con estas palabras, y contento por salir de la difícil posición en que se encontraba, aceptó Dhahhac la proposición de los Caisitas y recibió sus juramentos.

En cuanto a las deliberaciones de los Kelbitas en Djabia, no duraron menos de cuarenta días. Querían Ibn-Bbadal y sus amigos el califato para Kbalid—no se engañaban los Caisitas al suponerle este designio y Hosain no pudo hacer aceptar a Merwan su candidato. Bien podía decir: «¡Y qué! cuando nuestros enemigos nos oponen un hombre maduro, le pondremos enfrente un joven, casi un niño?» pero se le respondía que Merwan era demasiado poderoso. «Si Merwan obtiene el califato, decían, todos seremos sus esclavos; tiene diez hijos, diez hermanos y diez sobrinos». Además se le consideraba como extranjero. La rama de los Omeyas a que pertenecía Khalid, estaba naturalizada en la Siria, pero Merwan y su familia había residido siempre en Medina. Cedieron al cabo Ibn-Bhadal y sus amigos, aceptaron a Mewan pero haciéndole comprender que, confiándole el califato, le hacían un gran favor que les autorizaba para exigirle condiciones tan duras como humillantes. Merwan tuvo que obligarse solemnemente a confiar a los Kelbitas todos los empleos importantes, a gobernar según sus consejos, y a pagarles anualmente una suma muy considerable. lbn-Bahdal hizo disponer además, que el joven Khalid fuera el sucesor de Merwan y que entretanto tuviera el gobierno de Emesa. Así arregladas las cosas, uno de los jeques de la tribu de Sacun, Malic hijo de Hobaira, que se había señalado como celoso partidario de Khalid, dijo a Merwan con aire altivo y amenazador. «No te prestaremos el juramento que se presta a los Califas, a los sucesores del Profeta, porque combatiendo bajo tu bandera, solo tenemos en consideración los bienes de este mundo. Si nos tratas bien como Moawia y Yezid, te ayudaremos, si no a tu costa has de experimentar que no tenemos más predilección por que por cualquier otro Coreiscita

Terminada la dieta de Djabia, a fines de Junio da 684 más de siete meses después de la muerte de Yezid, Moawia acompañado de los Kelb, de los Ghassau, de los Sacsac, de los Sacun y de otras tribus yemenitas, marchó contra Dhahhac, a quien habian enviado refuerzos los tres gobernadores de su partido. Zofar mandaba personalmente los soldados de Kinnesrina, su provincia. Durante su marcha, Merwan, recibió una nueva tan grata como inesperada: Damasco se había declarado a su favor. Un jeque de la tribu de Ghassan en lugar de ir a Djabia se habia quedado oculto en Damasco. Cuando supo la elección de Merwan, reunió a los Yemenitas y se apoderó de la capital por un golpe de mano, y obligó al gobernador puesto por Dahahhac, a buscar su salvación en una fuga tan precipitada, que hubo de abandonar hasta el tesoro público. Apresuróse el audaz Ghassanita á informar a Merwan del éxito de su empresa, y a enviarle dinero, armas y soldados.

Frente a frente los dos ejércitos, o más bien los dos pueblos, en la pradera de Rahita pasaron al principio veinte días en duelos y escaramuzas. Al fin el combate se hizo general. Fue sangriento como ninguno, dice un historiador árabe, y los Caisitas después de haber perdido ochenta de sus jeques, entre los que se contaba el mismo Dhahhac, sufrieron una completa derrota.

Jamás se olvidó entre Caisitas y Kelbitas esta batalla de la Pradera y setenta y dos años más tarde puede decirse que se continuó en España. Era el asunto que los poe­tas de ambas facciones rivales trataban con preferencia; estos, con cantos de gozo y de triunfo, aquellos con gritos de dolor y de venganza.

Cuando ya todos huían, Zofar tenía a su lado dos jeques de la tribu de Solem. Su caballo era el único que podía luchar en la carrera con los de los Kelbitas que los perseguían, y viendo sus dos compañeros que los enemigos iban a alcanzarlos le gritaron: «Huye Zofar, huye, van a matarnos.» Aguijando su caballo, Zofar se salvó: sus dos amigos fueron muertos.

¿Qué dicha, decía más tarde, qué dicha podré gozar después que abandoné a Ibn-Amr y a Ibn-Man, después que Hammam ha sido muerto? Nadie jamás me conoció cobarde, pero aquella funesta noche cuando nos perseguían, cuando rodeado de enemigos ninguno acudía a socorrerme, esa noche yo abandoné a mis dos amigos, yo me salvé como un cobarde!.... ¿Un sólo día de debilidad oscurecerá para siempre todas mis hazañas, todas mis acciones heroicas? ¿Dejaremos descansar a los Kelbitas? ¿No les herirán ya nuestras lanzas? ¿Quedarán sin venganza nuestros hermanos muertos en Rahita?.... Sin duda la yerba descansará sobre la tierra nuevamente removida que cubre sus huesos, pero nunca los olvidaremos, siempre alimentaremos para nuestros enemigos, un odio implacable. ¡Mujer! dame mis armas. En mi opinión, la guerra debe ser eterna. En verdad, que la batalla de Rahita, ha abierto entre Merwan y nosotros un abismo.

Un poeta kelbita, le respondió en un poema de que no nos han quedado más que estos dos versos:

En verdad, que en la batalla de Rahita, Zofar contrajo una dolencia de que no curará jamás. Jamás cesará de llorar a los Solem, los Amlr y los Dhobyan, muertos en este combate, y engañado en sus esperanzas más queridas, renovará sin descanso con sus poesías el dolor de las viudas y de los huérfanos.

Otro poeta kelbita, cantó la victoria de sus contributos:

¡Qué vergüenza para los caisitas, mientras huían a todo correr, abandonaban sus banderas, que caían, semejantes a los pájaros que cuando tienen sed, comienzan por describir muchos círculos en el aire y luego se precipitan en el agua.»

Enumera el poeta uno por uno, a los jeques caisitas, cada tribu llora la pérdida del suyo. ¡Cobardes! habían sido heridos por detrás. Ciertamente hubo en la Pradera, hombres que se estremecían de gozo, eran los que cortaron a los Caisitas, narices, orejas y manos, eran los que los castraron.»

 

 

HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110)

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.

CAPÍTULO VII