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HISTORIA DE LOS PAPAS EN LA ÉPOCA MODERNA

 

 

LIBRO SEGUNDO

COMIENZOS DE REGENERACIÓN EN EL CATOLICISMO

 

No es hoy cuando la opinión pública empieza a ejercer influencia en el mundo: en todos los siglos de la Europa moderna ha representado una fuerza importante. Difícil adivinar de dónde surge y cómo se forma. Tenemos que considerarla como el producto peculiar de nuestra vida común, como la expresión más inmediata de los movimientos internos y de los cambios de esa vida. Brota de fuentes ocultas y de ellas también se alimenta: sin necesidad de grandes razones, mediante convencimientos arbitrarios, se apodera de los espíritus. Sólo en sus perfiles más amplios muestra una concordancia consigo misma, mientras que, al extenderse en infinitos círculos mayores y menores, es transformada de modo peculiar y diverso. Como se está enriqueciendo de nuevos conocimientos y experiencias, como siempre se dan espíritus independientes, que, si bien están influidos por ella, no se dejan arrebatar sencillamente por su corriente, sino que reaccionan con energía, se halla emprendida en un proceso de metamorfosis incesante: escurridiza, multiforme, es más una tendencia del momento que una doctrina fija. A menudo, no hace sino acompañar el acontecimiento que la provoca, y se forma y se desenvuelve con él; en ocasiones, cuando se le enfrenta una voluntad inflexible de la que no puede hacerse dueña, se encabrita con brío de violenta exigencia. Hay que reconocer que, por lo general, posee un buen olfato para lo que es necesario y para lo que falta, pero, en Jo que se refiere a lo que fuera menester poner en obra, es obvio que no puede tener clara conciencia por su propia naturaleza. Así ocurre que en el curso del tiempo con frecuencia se transforma en su contraria. Ha establecido el Papado y ha contribuido a su liquidación. En los tiempos que estamos estudiando, alguna vez fue totalmente profana pero, por lo general, religiosa. Ya nos dimos cuenta de cómo se inclinó hacia el protestantismo en toda Europa y ahora vamos a ver cómo en una gran parte de ella se vistió de otros colores.

Comencemos por mostrar cómo la doctrina protestante empezó haciendo brecha en la misma Italia.

 

ASOMOS DE PROTESTANTISMO EN ITALIA

 

Las sociedades literarias ejercieron en Italia un influjo incalculable, no sólo en su propio dominio sino también en el desarrollo científico y artístico. Solían agruparse unas veces alrededor de un príncipe, otras en torno a un sabio destacado o al amparo de un particular rico y aficionado a las letras y, en ocasiones, en libre asociación de iguales. Las más valiosas son las que han surgido de una manera espontánea y nada formal de las necesidades inmediatas. Seguiremos sus pasos con el mayor gusto.

Por el mismo tiempo en que comenzaba el movimiento protestante en Alemania aparecieron en Italia círculos literarios de cierto tinte religioso.

Así como bajo la égida de León X el tono de la alta sociedad lo daba la duda y hasta la negación del cristianismo, en los hombres mejor dotados, en los menos empapados de la educación del siglo, se produjo, sin renunciar a esta educación, un movimiento contrario. Nada tiene de extraño que se buscaran unos otros. El espíritu humano necesita la coincidencia, o por lo menos la desea, pero si se trata de convicciones religiosas, cuyo fundamento es un profundo sentimiento de comunidad, entonces esa necesidad se hace incontenible.

Ya en tiempos de León X se nos habla de un oratorio del amor divino, fundado por unos cuantos varones eminentes en Roma, para la edificación en común. En el Trastevere, en la iglesia de San Silvestre y Dorotea, no lejos del lugar donde se creía había habitado el apóstol Pedro y habían tenido lugar las primeras congregaciones de cristianos, solían reunirse aquellos varones para oír la misa y el sermón y practicar ejercicios espirituales. Eran unos cincuenta o sesenta. Se encontraban entre ellos Contarini, Sadoleto, Giberto, Caraffa, que llegaron todos a cardenales, Gaetano da Thiene, que ha sido canonizado, Lippomano, escritor religioso de gran fama e influencia y otros hombres famosos. El sacerdote de aquella iglesia, Julián Bathi, servía de centro de la reunión.

A pesar del lugar de reunión, no hay que imaginarse que la dirección de aquel movimiento fuera muy opuesta al protestantismo, por el contrario, en cierto modo le era similar. Cuando menos, su propósito era el de hacer frente a la decadencia general de la Iglesia mediante la renovación de la doctrina y de la Fe, punto de donde habían arrancado también Lutero y Melanchton. Se componía de gentes que después tuvieron opiniones muy varias pero que por entonves coincidían en un mismo prepósito.

Pero pronto se anuncian tendencias más determinadas y diversas.

Una parte de la sociedad romana la encontramos, luego de algunos años, en Venecia.

Roma había sido saqueada, Florencia conquistada, Milán era el escenario perpetuo de bélicas tropas y, en esta ruina general, sólo Venecia se había man­tenido incontaminada de extranjeros y de soldados y sirvió de asilo común. Allí se encontraron los dispersados intelectuales romanos, los patriotas florentinos, expulsados para siempre de su patria. En estos últimos se manifestócomo nos informan el historiador Nardi y el traductor de la Biblia Bruccioliun fuerte movimiento religioso en el que no poca parte correspondía al influjo de las enseñanzas de Savonarola. Otros refugiados, como Reginald Poole, que había abandonado Inglaterra para sustraerse a las innovaciones de Enrique VIII, to­maron también parte en ese movimiento. En sus huéspedes venecianos encontraron una benévola acogida. En las reuniones celebradas en ¡a casa de Pedro Bembo en Padua las discusiones se referían mayormente a materias doctas, al latín ciceroniano. Los temas tratados eran más hondos en casa del erudito Gregorio Córtese, abad de San Giorgio Maggiore en Venecia. En los jardines de San Giorgio coloca Brucelli algunos de sus diálogos. No lejos de Treviso tenía Luigi Priuli su villa, de nombre Treville. Es uno de esos caracteres venecianos finamente cultivados, que hoy todavía tropezamos, lleno de serena simpatía por los sentimientos generosos y capaz de una amistad desinteresada. Aquí la ocupación constante eran los estudios y los diálogos en materia religiosa. Encontramos al benedictino Marco de Padua, varón de gran piedad, con seguridad el padre espiritual de Poole. Podríamos considerar como jefe de grupo a Gaspar Contarini, de quien nos dice Poole que nada le era desconocido de lo que el espíritu humano descubre por indagación o lo que la gracia divina le comunica y que, además, estaba ornado de todas las virtudes.

Si queremos saber cuál era la idea fundamental que a estos hombres aunaba, nos encontramos con la doctrina de la justificación, la misma que con Lutero dio toda su fuerza al movimiento protestante. Contarini escribió un tratado sobre la cuestión, que Poole no sabe cómo ensalzar. "Tú has sacado a relucir —le dice— esa piedra preciosa que la Iglesia tenía escondida.” Y el mismo Poole nos dice que el tratado, en su sentido más profundo, no enseñaba más que esta doctrina; lo alaba por haber sacado a luz esta, “verdad santa, fecunda, imprescindible”. Al círculo de amigos que le rodeaba pertenece M. A. Flaminio. Vivió durante cierto tiempo con Poole, y Contarini quiso llevárselo a Alemania. Véase con qué resolución predicaba aquella doctrina. “El Evangelio—nos dice en una de sus cartas— no es otra cosa que la feliz nueva de que el hijo encamado de Dios, vestido de nuestra carne, ha dado satisfacción por nosotros a la justicia del Padre Eterno. Quien en esto cree va al reino de Dios, disfruta de la remisión de sus pecados y de criatura carnal se convierte en espiritual, y de hijo de la cólera en hijo de la gracia. Vive en la dulce paz de la certeza.” Apenas podía expresarse uno en términos más ortodoxamente luteranos.

Esta creencia se propagó como una tendencia literaria sobre una gran parte de Italia.

Es notable observar cómo de pronto la disputa en torno a una opinión, que hasta entonces sólo en ocasiones fue discutida en las escuelas, se apodera de un siglo y lo llena, reclamando la preocupación de todos los espíritus. En el siglo XVI la doctrina de la justificación provoca los mayores movimientos, las más agudas disensiones y las más patentes transformaciones. Para compensar la mundanización de la institución religiosa, que casi había perdido por completo la relación inmediata del hombre con Dios, se tenía que apoderar de los espíritus esta cuestión trascendental, que encierra el misterio más profundo de aquella relación.

Hasta en la misma Nápoles, divertida y alegre, la doctrina se extendió llevada por un español, Juan de Valdés, secretario del Virrey. Por desgracia le han perdido los escritos de Valdés, pero conservamos un testimonio muy cierto de lo que le achacaban sus enemigos. Hacía el año 1540 comenzó a Circular un librito Del beneficio de Cristo que, según la noticia que nos da la Inquisición, “se ocupaba de manera halagadora de la justificación, aminoraba ¡a importancia de obras y méritos, lo atribuía todo a la fe y, como éste era precisamente el punto que chocaba a muchos prelados y frailes, se extendió mucho”. Se ha preguntado muchas veces por el autor de este opúsculo. La noticia inquisitorial lo señala circunstancialmente. “Era un fraile de San Severino, un discípulo de Valdés, y Flaminio lo revisó. Así, pues, se atribuye el libro a un discípulo y a un amigo de Valdés; tuvo un éxito extraordinario e hizo popular durante cierto tiempo la doctrina de la justificación en Italia. La tendencia de Valdés no era exclusivamente teológica, lo que es natural si tenemos en cuenta que ejercía un importante cargo público; no fundó secta alguna y su libro surgió de una ocupación liberal con el tema del cristianismo. Con alegría pensaban sus amigos en aquellos hermosos días que habían gozado con él en el Chiaja y en el Pesilippo, allí, cerca de Nápoles “donde la naturaleza se complace y sonríe en su magnificencia”. Valdés era un carácter dulce y afable, con nervio espiritual”. “Una parte de su alma —decían de él sus amigos— bastaba para animar su débil y magro cuerpo; y la mayor parte de ella, aquella su inte­ligencia límpida, la empleaba siempre en la contemplación de la verdad”.

Gozó de extraordinaria influencia entre la nobleza y los doctos de Nápoles y también las mujeres participaron vivamente en este movimiento religioso y espiritual.

Nos encentramos también con Vittoria Colonna. A la muerte de su esposo Pescara se entregó por completo al estudio. En sus poesías lo mismo que en sus cartas encontramos una moral auténtica, una religión sincera. Cuán bellamente consuela a una amiga sobre la muerte de su hermano, “cuyo espíritu apacible encontró la verdadera paz eterna: no tiene que lamentarse, pues ahora puede hablar con él sin que su ausencia, como otras veces, le impida ser escuchada por él”. Poole v Contarini se encontraban entre sus amigos de confianza. No puedo creer que se sometiera a la práctica de ejercicios espirituales de estilo monacal, Con ingenuidad nos dice de ella Aretino: “Su idea no es que lo importante censista en no abrir los labios, en cerrar los ojos y en vestir ropas ásperas, sino en la pureza del alma.”

También la casa de los Colonna, propiamente la casa de Vespasiana, duque de Palliano, y de su esposa Julia Gonzaga, que pasaba por ser la mujer más bella de Italia, simpatizaba con este movimiento. Un libro de Valdés estaba dedicado a Julia.

Pero también en la clase media la doctrina tuvo gran resonancia. La noticia de la Inquisición se nos antoja un poco exagerada, cuando nos dice que se adherían a aquélla tres mil maestros de escuela. Pero, aun rebajando, ¡cuán grande no debió ser su influencia sobre la juventud y el pueblo!

Y no debió ser menor la aceptación que obtuvo en Módena. El obispo Morone, muy amigo de Poole y Contarini, estaba a su favor; por su recomendación expresa se imprimió el librito Del beneficio de Cristo y fue repartido en numerosos ejemplares. Su capellán, don Girolamo da Módena, era el presidente de una academia en que prevalecían los mismos principios.

De tiempo en tiempo se ha solido hablar de los protestantes en Italia y hemos citado algunos nombres que suelen aparecer en esta circunstancia. Ciertamente que en estes hombres habían echado raíces algunas de las opiniones que llegaron a imperar en Alemania. Trataban de Fundar su doctrina en el testimonio de la Escritura y en la cuestión de la justificación andaban muy cerca de la concepción luterana. Pero no podemos decir que sostuvieran esta concepción en todos los demás campos, porque el sentimiento de unidad de la Iglesia era demasiado profundo, tenían muy metida en su alma la veneración por el Papado y muchos usos católicos coincidían demasiado con la manera de ser nacional para poder apartarse de ellos fácilmente.

Flaminio concibió una explicación de los salmos cuyo contenido dogmática ha sido aprobado por escritores protestantes, pero también este autor se traiciona en la dedicatoria, en la que denomina al Papa “guardián y príncipe de la santidad, lugarteniente de Dios en la tierra

Giovan Battista Folengo atribuye la justificación únicamente a la gracia y hasta habla del provecho de los pecados, lo que no está muy lejos del efecto nocivo atribuible a las buenas obras. Con vehemencia disputa contra la confianza en los ayunos, frecuentes oraciones, misa y confesión, y hasta en el sacerdocio mismo, en la tonsura y mitra. Sin embargo, murió tranquilamente a los sesenta años de edad en el mismo convento de benedictinos en que había ingresado a los dieciséis.

Cosa no muy diferente ocurre con Bernardino Ochino. Según sus palabras, desde un principio fue su profundo anhelo “llegar al paraíso que se gana por la gracia de Dios”, lo que le llevó a ingresar en la orden franciscana. Su celo fue tan fuerte que pronto se entregó a las rigurosas disciplinas de los capuchinos. En el capitulo tercero, y luego en el cuarto de esta orden, fue elegido general, cargo que ejerció a satisfacción de los padres y hermanos. Siendo su vida tan rigurosa iba siempre descalzo, dormía sobre los hábitos, nunca bebió vino, aconsejaba el voto de la pobreza como el medio mejor de alcanzar la perfección— se fue convenciendo cada vez más del principio de justificación por la gracia, principio que propagó con vehemencia en el confesonario y en el púlpito. “Le abrí mi corazón dice Bembo como lo haría delante de Cristo y sentí como si nunca hubiera estado en presencia de un hombre más santo. A sus sermones afluían de otras ciudades, las iglesias resultaban pequeñas y todos, sabios e ignorantes, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se aplacaban con sus palabras. Su hábito áspero, su larga barba que le llegaba hasta el pecho, los cabellos grises, su pálido rostro enjuto y la debilidad producida por sus ayunos obstinados le daban figura de santo.

Pero hubo una línea dentro del catolicismo que no fue alcanzada por las nuevas opiniones. En Italia no se entabló la lucha con el sacerdocio ni el monacato y se estaba muy lejos de atacar el primado del Papa. Per ejemplo, ¿cómo un Poole podría llegar a tal punto si precisamente había huido de Inglaterra para no verse obligado a venerar en el rey al jefe de la Iglesia inglesa? Con Ottonel Vida, discípulo de Vergerio, opinaban que “en la Iglesia cristiana cada uno tiene su oficio; el obispo la cura de almas de sus diocesanos, a quienes tiene que guardar del mundo y del demonio; el metropolitano tiene que cuidar que los obispos cumplan con el deber de residencia y los metropolitanos, a su vez, están sometidos al Papa, a quien se encomienda el gobierno general de la Iglesia, que deberá realizar con santo espíritu. Cada cual debe administrar su oficio. Estos hombres consideraban la separación de la Iglesia como el mayor mal. Isidoro Clario, varón que mejoró la Vulgata con ayuda de otros trabajos protestantes y la acompañó de un prólogo que fue sometido al expurgo, advertía a los protestantes en un escrito especial que se apartaran de tal proceder. “Ninguna corrupción puede ser tan grande que pueda justificar la separación de la sociedad santa. ¿No sería mejor restaurar lo que se tiene en lugar de confiarse por traer cosas nuevas con ensayos inciertos? Hay que pensar tan sólo en la manera de mejorar la vieja institución y depurarla de sus defectos.”

En el mismo sentido opinaban también muchos de los partidarios italianos de las nuevas doctrinas. Así, Antonio dei Pagliarici, de Siena, que pasó por ser el autor del libro Del beneficio de Cristo, Camesecchi, de Florencia, que fue considerado como su partidario y propagandista, Giovan Battista Rotto, de Bolonia, que contaba entre sus protectores a Morone, Poole y Vittoria Colonna, que encontró medios para auxiliar con dinero a los partidarios más pobres, Fray Antonio de Volterra y, en casi todas las ciudades, algún hombre importante. Se trataba de una opinión resueltamente religiosa, pero eclesiásticamente moderada, que abarcó al país entero y lo agitó en todos sus círculos.

Intento de una reforma interior y de una reconciliación con los protestantes

Se atribuye a Poole la declaración de que el hombre tiene que darse por con­tento con la convicción interior, sin preocuparse demasiado de si en la Iglesia se dan errores y abusos. Pero el primer intento de reforma surgió precisamente del lado en que él estaba.

Acaso el hecho más famoso de Paulo III, con el que marcó su subida al solio pontificio, fue que nombró cardenales a unos cuántos varones eminentes sin otra consideración que su mérito personal. Comenzó con el veneciano Contarini y parece que éste hizo la propuesta de los restantes. Eran hombres de costumbres intachables, con fama de sabios y piadosos, conocedores de las necesidades de cada país: Caraffa, que residió mucho tiempo en España y en los Países Bajos; Sadolet, obispo de Carpentras en Francia; Poole, fugitivo de Inglaterra; Giberto, que luego de haber participado en la dirección de los asuntos generales, administró en forma ejemplar el obispado de Verona; Federigo Fregoso, arzobispo de Salerno; casi todos, como vemos, miembros del oratorio del amor divino, y varios orientados por aquella tendencia religiosa que propendía al protestantismo.

Estos fueron los cardenales que prepararon un proyecto de reforma eclesiástica por orden del Papa. Fue conocido por los protestantes, que más bien lo tomaron a mofa. En efecto, ellos habían ido un poco más lejos, pero no se puede negar que para la Iglesia católica revestía una importancia extraordinaria que desde Roma misma se atacara el mal que un Papa achacaba a otros, como se dice en el preámbulo: “que con frecuencia escogieron servidores no para aprender de ellos cuál era su deber, sino para que les declararan lícito lo que apetecían”, y que semejante abuso del supremo poder se consideraba como la fuente más abundante de perdición. Pero no paró aquí la cosa. Se conservan unos opúsculos de Gaspar Contarini en que combate encarnizadamente los abusos que aportaban ganancias a la curia. El uso de la concesión de gracias espirituales mediante dinero, lo declara simoníaco y digno de ser considerado como una especie de herejía. Se consideró improcedente que se hicieran reproches a Papas anteriores. “¿Por qué hemos de preocuparnos tanto del nombre de tres o cuatro Papas y no más bien de mejorar lo que está corrompido, y ganarnos así buena fama? Sería demasiado  pedir que se defendieran todos los actos de todos los Papas. Ataca vigorosamente el abuso de las dispensas. Considera idolátrico afirmar que el Papa no debe seguir otra norma que su voluntad en el establecimiento y en la derogación del derecho positivo. Vale la pena que le escuchemos en este punto. “La Ley de Cristo es una ley de libertad y prohíbe esa tan grosera servidumbre que los luteranos han comparado a la cautividad de Babilonia con mucha razón. ¿Pero es que puede llamarse propiamente gobierno aquel cuya regla es la voluntad de un hombre, voluntad que por naturaleza es propensa al mal y movida de infinitas pasiones? ¡No, todo dominio es un dominio de la razón! Su fin es asegurar la felicidad de aquellos que le están sometidos, ofreciéndole los medios adecuados para sus fines. También la autoridad del Papa es un domini0 de la razón: Dios la ha atribuido a San Pedro y sus sucesores para que conduzcan a la vida eterna a los rebaños confiados a su cuidado. Un Papa debe saber que ejerce ese dominio sobre hombres libres, y no tiene que mandar, prohibir o dispensar a su libre arbitrio, sino según la regla de la razón, de los mandamientos divinos y del amor: una regla que todo lo refiere a Dios y al mejor bien común. Porque no es la arbitrariedad la que establece las leyes  positivas. Estas se dan cuando se acomodan el derecho natural y los mandamientos divinos a las circunstancias y sólo a tenor de estas normas y las exigencias inexcusables de las cosas pueden ser modificadas. Su Santidad exclama dirigiéndose a Paulo III se cuide de no apartarse de esta regla. No te orientes a la impotencia de la voluntad, que escoge el mal, ni a la servidumbre, que sirve al pecado. Entonces serás poderoso y libre, y de esa manera se hallará contenida en tu vida la república cristiana”

Como vemos, es un intento de establecer un Papado racional, tanto más notable cuanto que parte de la misma doctrina sobre la justificación y la voluntad libre que sirve de base a la separación protestante. No es que lo sospechemos por tratarse de Contarini, sino que lo dice expresamente. Declara que el hombre se inclina al mal y esto procede de la impotencia de la voluntad, que, al orientarse al mal, se halla comprendida más en pasión que en acción, y sólo se liberta por la gracia de Cristo. Reconoce así el poder papal, pero reclama de él que se oriente hacia Dios y el bien general.

Contarini presentó sus escritos al Papa. En noviembre de 1538, en un sereno día, marchó con él a Ostia. “En el camino —escribe a Poole— nuestro buen viejo me tomó a un lado y habló conmigo a solas sobre la reforma de las composiciones. Me dijo que tenía el opúsculo escrito por mí y que lo había leído por la mañana. Yo había perdido todas las esperanzas, pero ha hablado conmigo tan cristianamente que me nacen nuevas de que Dios hará algo grande y no dejará que las puertas del Infierno prevalezcan sobre su espíritu”

Es fácil comprender que la empresa más difícil que se podía afrontar era la de una honda corrección de los abusos, ya que había de afectar tantos derechos y privilegios personales y tantas viejas costumbres. Pero el Papa Paulo parecía cada vez más resuelto. Así, nombró comisiones para la puesta en práctica de la reforma de la Cámara, del tribunal de la Rota, de la Cancillería y de la Penitenciaría; y llamó de nuevo a Giberto. Aparecieron bulas de sentido reformador; se hicieron preparativos para un concilio general, tan temido y esquivado por el Papa Clemente, y contra el que Paulo III tenía también motivos de carácter privado.

¿Qué ocurriría si las reformas tuvieran lugar, se renovara la corte romana, se cortaran los abusos y el mismo dogma desque partió Lutero sirviera de principio a una renovación de la vida y la doctrina? ¿No sería posible entonces una reconciliación? Porque hay que tener en cuenta que los protestantes se fueron apartando de la unidad de la Iglesia sólo poco a peco y con renuencia.

Muchas cosas parecieron posibles y no pocos tenían puesta su esperanza en las conversaciones religiosas.

El Papa no podía consentir en ellas, desde el punto de vista teórico, ya que se trataba de resolver cuestiones de religión, en las que pretendía el conocimiento supremo, y que no se resolverían sin injerencia del poder secular. Si bien es verdad que se resistió, acabó por ceder y envió sus delegados.

Procedió con mucha cautela, escogiendo siempre gente moderada, gente que estuvo en sospecha de protestantismo en ocasiones posteriores. Además, la instruyó razonablemente en cuanto a su conducta política.

Así, por ejemplo, cuando en el año 1536 envió a Alemania a Morone, todavía joven, no olvidó de recomendarle “que no hiciera deudas, que parara las posadas señaladas, que se vistiera sin lujo y sin pobreza y que visitara las iglesias, pero sin ninguna afectación hipócrita. Tenía que personificar la reforma romana, de la que se hablaba tanto; se le recomendaba una dignidad moderada por la serenidad. En el año 1540 el obispo de Viena de un paso supremo. Pretendía que se propusiera a los neocreyentes los artículos de Lutero y de Melanchton declarados heréticos y que, sin más, se les preguntara si estaban dispuestos a renegar de ellos. En modo alguno el Papa hizo ninguna indicación en tal sentido a su nuncio. “Antes se dejaría matar, según tememos —decía—que abdicar de esa suerte”. No quiere sino ver un rayo de esperanza y en cuanto aparezca, mandará una fórmula no vejatoria que ha sido redactada por varones prudentes y dignos. “Si estuviéramos ya en ese momento, apenas si tendríamos que esperar”.

Nunca los dos grupos estuvieron más cerca que en las conversaciones de Ratisbona del año 1541. Las circunstancias políticas eran excepcionalmente propicias. El emperador, que quería servirse de las fuerzas del Imperio en una guerra contra los turcos o contra Francia, apenas deseaba otra cosa. Escogió entre los teólogos católicos a los varones más moderados y sensatos, Gropper y Julio Pflug, Por otra parte, el landgrave Felipe se hallaba en buenas relaciones con Austria y confiaba en recibir el mando supremo en la guerra que se preparaba. El emperador contempló con alegría y admiración su entrada en Ratisbona, sentado en un soberbio potro. Por el lado protestante se presentaron el pacífico Bucer y el flexible Melanchton.

Ya la elección de los legados por el Papa nos muestra en qué grado deseaba el éxito de las negociaciones; entre ellos se encuentra Gaspar Contarini, tan comprometido en la nueva dirección que había ganado a Italia y quien había trabajado en la redacción del proyecto de reforma general. Ahora lo vemos en el momento propicio y en un puesto todavía más importante, en medio de dos opiniones y partidos que se dividen el mundo, con la misión y esperanza de contentarlos. Puesto éste que nos autoriza, si es que no nos obliga, a considerar más despacio su personalidad.

Messer Gaspar Contarini, el hijo mayor de una familia noble de Venecia que traficaba con Levante, se había dedicado a los estudios de filosofía. No deja de tener interés ver cómo los emprendió. Decidió dedicar tres horas al día a los estudios, ni un minuto más ni uno menos, estudiaba cada disciplina hasta el final, sin jamás saltar de una a otra. No se dejó embaucar por las sutilezas de los intérpretes de Aristóteles, y le parecía que nada había más agudo que la falsedad.

Mostró el más claro talento y, todavía, mayor solidez. No se preocupaba mucho por el ornato de la frase y se expresaba con sencillez y justeza.

Se desarrolló gradualmente con el mismo orden sencillo con que la natu­raleza trae una estación tras otra.

Cuando en su juventud fue acogido en el consejo de los Pregadi, que era el senado de su ciudad, no osó hablar durante mucho tiempo; hubiera querido tener algo que decir, pero no encontraba fuerzas, hasta que se decidió por fin una vez y habló no muy graciosamente ni con demasiado ingenio, ni tampoco con pasión y viveza, pero de manera tan sencilla y sólida que se ganó la consideración de todos.

Le habían tocado tiempos muy movidos. Vio cómo su patria perdía sus dominios y ayudó a recuperarlos. Cuando Carlos V hizo su primera entrada en Alemania, fue enviado como embajador y se dio cuenta de los comienzos de la escisión eclesiástica. Acompañó al emperador a España cuando la nao Victoria volvía de dar la vuelta al mundo; que yo sepa, fue el primero en resolver el misterio de que el barco llegara un día más tarde de lo que marcaba su libro de bitácora. Intervino para conciliar al Papa —al que fue enviado después de la conquista de Roma— con el emperador. Testimonios luminosos de sus observaciones penetrantes sobre el mundo y de su razonable amor patrio los en­contramos en el librito sobre la constitución de Venecia —una obrita muy bien informada y concebida— y en las “relaciones” autógrafas de sus embajadas que encontramos desparramadas aquí y allá.

En el año 1535, un domingo en que se hallaba reunido el Gran Consejo y Contarini —que entretanto había ido ocupando los más importantes cargos— se sentaba ante las urnas electorales, llegó la noticia de que el Papa Paulo, a quien no conocía y con el que no mantenía ninguna relación, fe había nombrado cardenal. Todos se apresuraron a felicitar al sorprendido Contarini, que no lo quería creer. Aloiso Mocénigo, que hasta entonces había sido su adversario en los negocios públicos, proclamó que la República perdía su mejor ciudadano.

Esta feliz nueva, tan honrosa, ofrecía, sin embargo, para él otro aspecto menos agradable. ¿Tendría que abandonar su libre patria, que le había distinguido con los honores máximos y que le permitía un campo de acción donde poder alternar con los jefes del Estado, para ponerse al servicio de un Papa apasionado y no limitado por ninguna ley? ¿Habría de abandonar su República, cuyas costumbres se acomodaban tan bien a las suyas, para competir en el lujo y el esplendor de la corte romana? Fue la consideración del ejemplo que el menosprecio de una dignidad tan alta significaba en tan difíciles tiempos, lo que le movió a aceptar el nombramiento.

Todo el celo que hasta entonces había dedicado a su patria lo volcó ahora los negocios generales de la Iglesia. A menudo tuvo enfrente a los cardenales, que encontraban extraño que un recién llegado, un veneciano, tratara reformar la corte romana, y también tuvo en contra al Papa en ocasiones. Una vez se opuso al nombramiento de un cardenal. Ya sabemos - dijo el Papa cómo se navega en estas aguas: no les gusta a los cardenales que otra persona sea elevada a la misma dignidad. Herido, repuso Contarini: No creo que el capelo cardenalicio constituya mi mayor honor'’.

En este momento se nos manifiesta también en la dignidad y moderación de ánimo con el rigor, sencillez y energía de siempre. La naturaleza no priva ni al organismo más sencillo del adorno de su esplendor, de la flor de su apogeo, en la que alienta y se comunica su existencia. En los hombres es el sentir producto de todas las fuerzas superiores de su ser y a él debe su conducta moral y su figura. Ésta era en Contarini una expresión dulce: verdad interior, honesta moralidad y, en especial, una profunda convicción religiosa que ilumina y hace religioso al hombre.

Contarini se presentó en Alemania imbuido de este espíritu de moderación de acuerdo con los protestantes en los más importantes puntos de doctrina, y esperaba dar término a la división con una regeneración de la misma llevada a cabo desde esos puntos de vista y con el propósito de acabar con los abusos.

Pero, ¿no habían ido ya demasiado lejos? ¿No se habían extendido demasiado hondo las opiniones discrepantes? Me resisto a decidir sobre estas cuestiones.

Hubo también otro veneciano, Marino Giustiniano, que dejó Alemania poco antes de esta dieta, y que parece haber examinado el aspecto de las cosas con gran cuidado. Para él la reconciliación parece muy posible. Pero él, declara que ciertas concesiones son indispensables. Él particulariza las siguientes: El papa ya no debe ser el vicegerente de Cristo en las cosas temporales y espirituales. Debe deponer a los obispos y sacerdotes ignorantes y viciosos, debe sustituirlos por hombres intachables en su vida y capaces de instruir al pueblo; no debe tolerarse  la venta de misas, la pluralidad de beneficios y el abuso de composiciones ya no deben ser sufridos; una violación de la regla en lo que respecta al ayuno debe ser castigada con un castigo muy leve a lo sumo. Si además de estas cosas, se permitiera el matrimonio de los sacerdotes y la comunión en ambas clases, Gustiniano cree que los alemanes abjurarían de inmediato de su disidencia, rendirían obediencia al papa en los asuntos espirituales, renunciarían a su oposición a la misa, se someterían a la confesión auricular, e incluso la necesidad de las buenas obras como frutos de la fe, en la medida que son consecuencia de la fe. Habiendo surgido la discordia existente a causa de los abusos, no cabe duda de que con la abolición de éstos se podrá acabar con ella. Como la escisión debía su origen a los abusos, podría acabarse con aquélla acabando primero con éstos.”

Recordamos en este momento que el landgrave Felipe de Hesse había declarado ya en el año anterior que se podría tolerar el poder temporal de los obispos en cuanto se encontrara un medio para asegurarse de una buena gestión espiritual, y en cuanto a la misa, se podría llegar a un acuerdo si se permitía la comunión en las dos especies. Sin duda bajo determinadas condiciones, Joaquín de Brandeburgo se declara dispuesto a reconocer el primado del Papa. Entretanto la aproximación seguía también por otro lado. El embajador del emperador repetía que era menester ceder por ambas partes hasta el punto en que fuera compatible con el honor de Dios. También los no protestantes hubieran visto con gusto que se hubiera despojado del poder espiritual a los obispos que se habían convertido en verdaderos príncipes, traspasándolo a superintendentes, si en la cuestión de la aplicación que hubiera de darse a los bienes de la Iglesia hubiese prevalecido un sentido general de innovación. Se empezó ya a hablar de cosas más bien neutras, que se harían o dejarían de hacer­se, y hasta en los electorados eclesiásticos se organizaron rogativas por el éxito de las negociaciones.

No queremos discutir las posibilidades y perspectivas que ofrecía este negocio; de todas maneras era algo muy difícil. Pero de haber una mínima esperanza, era obligado el intento. Por eso se despertó de nuevo un gran deseo de trabajar por la conciliación, deseo al que se anudaron las mayores esperanzas.

Me pregunto si también el Papa, sin el cual nada podía lograrse, se hallaba dispuesto a ceder, y en este punto es muy interesante un pasaje de la ‘'instrucción” entregada a Contarini.

No se le concedieron los plenos poderes que reclamaba el emperador. El Papa tenía miedo de que los alemanes presentaran peticiones que ningún legado ni el mismo Papa podría conceder sin la asistencia del consejo de otras naciones. Pero no por eso repudia de antemano las negociaciones. Hay que ver primero, decía, si los protestantes se ponen de acuerdo con nosotros en las cuestiones de principio; por ejemplo, sobre el primado de la Santa Sede, sobre los sacramentos y otras cuestiones. Acerca de estas “otras cuestiones” el Papa no se expresa con demasiada claridad. Señala como tales lo que ha sido admitido de acuerdo con la Sagrada Escritura o con la tradición constante de la Iglesia, cosas conocidas para el legado. Y añade que sobre esta base se puede intentar llegar a una inteligencia sobre todas las cuestiones en litigio.

Este modo vago de expresarse fue sin duda alguna adoptado premeditadamente. Pablo III pudo haber estado dispuesto a ver hasta dónde podía llegar Contarini en la resolución de los asuntos, y ,reacio a comprometerse de antemano a ratificar todos los actos de su legado, prefirió dar a Contarini una cierta latitud. Sin duda habría costado al legado nuevos esfuerzos y un trabajo infinito, para hacer esas concesiones aceptables a la obstinada Curia Romana, que, aunque solo se obtuvieron con gran esfuerzo en Ratisbona, eran insatisfactorias en Roma. En primer lugar, todo dependía de una reconciliación y de los teólogos reunidos; la tendencia conciliadora y mediadora todavía demasiado débil e indefinida para poseer una gran eficacia; apenas podía recibir un nombre, ni, hasta que hubiera ganado alguna posición fija, podía esperarse de ella alguna influencia disponible.

Las negociaciones empezaron el 5 de abril de 1541; se puso cómo base de discusión un proyecto de origen imperial, aceptado por Contarini después de unas ligeras modificaciones. Ya en este momento creyó conveniente el legado desligarse un tanto de su “instrucción”. El Papa reclamaba, en primer lugar, el reconocimiento de su primado. Contarini vio muy bien que con esta cuestión, propia para encender la pasión en los ánimos, podía hacer fracasar toda la empresa. Y, así, consiguió que entre los artículos presentados a discusión figurara en último término el referente al primado del Papa. Le pareció más hacedero comenzar con aquello en que él y sus amigos se aproximaban a los protestantes, y en los que se tocaban puntos importantísimos que afecta­se a los fundamentos de la fe. Tomó mucha parte en las discusiones pertinentes. Asegura su secretario que nada se acordó por los teólogos católicos, ni se cambió una tilde, sin antes consultarle. Morone, obispo de Módena, y Tomaso de Módena, maestro del Sacro Palacio, que estaban con él en el artículo referente a la justificación, le apoyaron. Fue un teólogo alemán el que opuso la mayor dificultad, aquel viejo contradictor de Lutero, el doctor Eck. Pero forzado a discutir punto por punto el famoso artículo, se vio obligado a hacer aclaraciones que se juzgaron satisfactorias. De hecho hubo acuerdo y —¡quién lo hubiera sospechado!— en breve tiempo, sobre los cuatro importantes artículos acerca de la naturaleza del hombre, del pecado original, de la redención y de la justificación. Contarini aceptó el punto principal de la doctrina luterana, a saber, que la justificación de los hombres no resulta del mérito, sino tan sólo de la fe; por su cuenta, añadió que esta fe tenía que ser viva y activa. Melanchton reconoció que ésta era precisamente la doctrina protestante. Atrevidamente afirma Bucer que en los artículos discutidos se hallaba comprendido tofo lo que es necesario para vivir beata, justa y santamente delante de Dios y de los hombres Igual contento se manifiesta en el otro lado. El obispo de Aquila califica de santa la controversia y no duda de que traerá consigo la reconciliación de la cristiandad. Con alegría se enteraron los amigos de Contarini de dónde se había llegado. “Cuando me he enterado de la coincidencia de las opiniones le escribe Poole, he sentido un bienestar que ninguna armonía musical me hubiera producida. No sólo porque veo aproximarse la paz y la unanimidad, sino porque estos artículos constituyen el fundamento de toda la fe cristiana. Parece que tratan de diferentes cosas, de la fe, de las obras y de la justificación, pero sobre esta última se apoya el resto, y te felicito, y doy gracias a Dios, de que los teólogos de ambas partes se hayan puesto de acuerdo sobre esto. Esperamos que quien ha comenzado tan piadosamente lo terminará del mismo modo”.

Según creo es éste un momento de importancia esencial para Alemania y también para el mundo entero. En cuanto a Alemania: los puntos tratados albergan la intención de cambiar toda la constitución espiritual de la nación y de dotarla frente al Papa de una posición más libre, a salvo de sus intervenciones seculares, e independiente. Se hubiera afirmado de este modo la unidad de la Iglesia, y con ella la de la nación. Pero los efectos hubiesen trascendido mucho más. Si el partido moderado, al que se debe la tentativa y la dirección, se ganara el mando en Roma y en Italia, la Iglesia católica cobraría en el mundo entero un aspecto bien diferente.

Ahora bien; un resultado de estas proporciones no se obtiene sin enconadas luchas. Lo que se acordara en Ratisbona tenía que ser aceptado, de un lado, por el Papa, y de otro, por Lutero, a quien ya se había enviado una embajada.

Y aquí se presentan las primeras dificultades. Si bien en el primer momento no se mostró del todo contrario, Lutero derivó pronto a la sospecha de que el enemigo maquinaba un engaño y de que todo aquello no era más que un simulacro. No podía convencerse de que también en el otro lado la doctrina de la justificación hubiera echado raíces. En los artículos de coincidencia no veía sino algo artificial, compuesto de dos opiniones diferentes y él, que se sentía siempre en medio de la lucha del cielo y el infierno, olía aquí los manejos de Satán. Aconsejó vivamente a su señor, el príncipe elector, que se abstuviera de visitar la Dieta. “A él es precisamente quien busca el demonio.” En verdad, la presencia y la aprobación del elector hubieran significado mucho.

Entretanto estos artículos habían llegado a Roma. Hicieron mucha impresión. Los cardenales Caraffa y Marcello extrañaron la declaración sobre la justificación y costó mucho trabajo a Priuli aclararles su sentido. Pero el Papa no se pronunció tan resueltamente como Lutero. El cardenal Farnesio escribió al legado que Su Santidad ni aprobaba ni desaprobaba el acuerdo. Pero todos los que lo habían visito opinaban que sus palabras podían haber sido más claras en el supuesto de que su sentido estuviera de acuerdo con la fe católica.

Pero por muy fuerte que fuera esta oposición teológica, no era la única ni quizá la más influyente. Surgió otra del lado político.

Una reconciliación como la proyectada dotaría a Alemania de una gran unidad y de un poder extraordinario al emperador que se pudiera servir de ella. En el caso que se celebrara un concilio, ganaría en toda Europa un pres­tigio incomparable como jefe del partido moderado. Como es natural, se alzaron las enemistades habituales.

Francisco I se sintió amenazado de manera directa y no descuidó sabotear la unidad buscada. Se lamentó vivamente de las concesiones hechas por el Papado en Ratisbona. “Su conducta desarma a los buenos y aumenta el atrevimiento de los malos; a fuerza de hacer concesiones al emperador, se va a llegar tan lejos que no haya manera de arreglar el asunto. Se hubiera hecho bien en escuchar  el consejo de los príncipes”. Aparentaba que el Papa y la Iglesia estaban en peligro. Y prometió defenderlos poniendo en juego su propia vida con     todas las fuerzas de su reino.

En Roma ya habían surgido otros escrúpulos, además de los teológicos antes mencionados. Se observó que al abrir el emperador las sesiones de la Dieta, en el momento en que anunció la celebración de un concilio  general, no añadió que era el Papa a quien incumbía su convocatoria. Se creía encontrar indicios de que el emperador se arrogaba para si este derecho. En los artículos de aquel acuerdo celebrado con Clemente VII en Barcelona, se tropezaba con un pasaje que parecía orientado en esa dirección. Y ¿no decían de continuo los protestantes que era al emperador a quien correspondía convocar el concilio? ¿Y no se podría suponer que él recibiría favorablemente una opinión tan manifiestamente en armonía con sus propios intereses? Aquí estaba involucrado el peligro más inminente de mayores divisiones.

Entretanto las ánimos empezaron a agitarse también en Alemania. Giustiniani asegura que el poder que el landgrave había adquirido al colocarse a la cabeza del partido protestante despertó en otros la idea de lograr algo parecido colocándose al frente del partido católico. Un concurrente a la Dieta nos informa que los duques de Baviera eran enemigos de todo arreglo. También estaba en contra el príncipe elector de Maguncia. En una carta personal al Papa, le ponía en guardia contra un concilio nacional y contra cualquier clase de concilio que hubiera de celebrarse en Alemania: “habría que conceder demasiadas cosas”. Encontramos también otros comunicados en que católicos alemanes se quejan ante el Papa de las ventajas que está cobrando el protestantismo en la Dieta, de la transigencia de Gropper y Pflug, y de la ausencia de los príncipes católicos en ¡as conversaciones.

En una palabra, en Roma, en Francia y en Alemania, entre los enemigos de Carlos V y entre los en verdad o en apariencia católicos celosos, se levantó una fuerte oposición contra la actitud conciliadora del emperador. En Roma se observaba la extraordinaria confianza del Papa con el embajador francés y se decía que pretendía casar con un Guisa a su nieta Vittoria Farnesio.

Como es natural, estos movimientos tenían que repercutir vivamente en los teólogos. El doctor Eck se adhirió al punto de vista de Baviera. “Los enemigos del emperador —dice el secretario de Contarini—, lo mismo dentro de Alemania que fuera de ella, que temen su grandeza en el caso de que consiga la unión de toda Alemania, empiezan a sembrar la cizaña entre los teólogos. La envidia de la carne interrumpió el coloquio”. Dada la dificultad del objeto en discusión, nada tiene de extraño que no se llegara a ningún acuerdo en los restantes artículos.

Es injusto achacar la culpa exclusivamente a los protestantes o recargarla sobre ellos. Muy pronto, el Papa dio a entender al legado, como firme decisión de su voluntad, que, ni públicamente ni como particular, debiera dar su aquiescencia a ningún acuerdo en el que no estuviera contenida la opinión católica en palabras inequívocas. Roma rechazó resueltamente la fórmula con que Contarini trataba de conciliar las diversas opiniones sobre el primado del Papa y la autoridad de los concilios. El legado se vio obligado a hacer declaraciones que parecían contradecir otras suyas anteriores.

Con el fin de conseguir algo, el emperador deseaba, cuando menos, que se mantuvieran provisionalmente las fórmulas aprobadas de los primeros artículos y que se tolerasen las restantes divergencias, mientras tanto. Pero ni Lutero ni el Papa estaban dispuestos a ello. Se comunicó al cardenal que el Colegio en pleno había acordado no aceptar de ningún modo la tolerancia en puntos tan esenciales.

Después de tan grandes esperanzas y tan felices augurios iniciales, volvió Contarini sin haber conseguido arreglar las cosas. Hubiera deseado acompañar al emperador a los Países Bajos, pero le fue negado. En Italia pudo recoger los comentarios que se esparcieron desde Roma por todo el país sobre su conducta y sus supuestas concesiones. Era lo bastante generoso para que el fracaso de intenciones tan nobles le doliera tanto más hondamente.

La opinión católica moderada había tenido en él un valedor de altura. Pero como esa opinión no logró sacar adelante sus propósitos universales, se le planteaba la cuestión de si, a partir del fracaso, podría simplemente sostenerse. Toda tendencia grande lleva consigo la misión ineludible de hacerse valer, de imponerse, y pronto le amenaza la ruina completa si no logra prevalecer.

 

NUEVAS ÓRDENES RELIGIOSAS

 

Entretanto se había desarrollado otra dirección, cercana en sus orígenes a la que acabamos de describir, pero que se fue apartando de ella poco a poco, y aunque también su propósito era de reforma, la proyectaba en franca oposición con el protestantismo.

Cuando Lutero rechazó el sacerdocio católico en su principio y concepto, se levantó en Italia un movimiento que trató de restaurar ese principio y de dotarle e un nuevo prestigio con una disciplina rigurosa. Por ambos lados se percataron de la corrupción de la institución eclesiástica, pero mientras en Alemania se contentaron con la abolición del monacato, en Italia se trató de rejuvenecerlo; mientras allí el clero rompía con muchas ligaduras, aquí se pensaba, por el contrario, en restablecerlas con más rigor. Arriba de los Alpes se emprende un camino completamente nuevo; abajo se repiten intentos que ya fueron ensayados en otros siglos.

Porque desde siempre la organización eclesiástica había propendido a volver vuelto a sus orígenes y tratado de restaurarse. Ya los reyes carolingios se vieron obligados a someter al clero a la regla de Chrodegang, a la vida en común y a la disciplina. A los claustros ya no les servía la regla sencilla de Benedicto de Nursia; a lo largo de los siglos X y XI, vemos congregaciones disciplinadas con reglas especiales, según el modelo de Cluny. Ello repercutió en el clero secular y, con la introducción del celibato, fue casi sometido a la forma de una regla monástica. Cuando aparecen las órdenes mendicantes se hallan en estado de profunda decadencia estos institutos religiosos, a pesar del gran impulso que las cruzadas supusieron para los pueblos, al punto de que los caballeros y señores sometieron su filiación guerrera a la forma de las reglas monásticas. En sus comienzos, las órdenes mendicantes coadyuvaron sin duda alguna en el restablecimiento de la sencillez y rigor primitivos, pero ya hemos visto cómo también ellas se corrompieron y secularizaron finalmente hasta constituir uno de los factores principales de la corrupción eclesiástica.

Ya a partir del año 1520, y cada vez con mayor viveza a medida que el protestantismo hacía progresos en Alemania, se hizo sentir la necesidad de una reforma de los organismos eclesiásticos en los dos países no afectados por el movimiento. Ahora en una y después en otra, se manifestó esta tendencia en las mismas órdenes.

A pesar de la vida recoleta de la orden de los Camaldulenses, Paulo Giustianini encuentra que se halla tocada de la corrupción general. En el año 1522 fundó una nueva congregación que recibió el nombre de Monte Corona, de las montañas donde tuvo su sede más prestigiosa. Tres cosas considera necesarias Giustiniani para el logro de la perfección espiritual: soledad, votos y reclusión de los monjes en diferentes celdas. En sus cartas nos habla con especial agrado de estas pequeñas celdas y ermitas, que todavía encontramos en las cúspides de las montañas en medio de un paisaje solitario que parece convidar al alma a elevarse a las alturas y a conservar un profundo sosiego. La reforma de estas ermitas se extendió por todo el mundo.

Entre los franciscanos, en los que acaso la perdición había penetrado más profundamente, se intentó también una nueva forma después de las muchas que habían sido ensayadas. Los capuchinos pretendían restablecer las instituciones del primer fundador, la misa de medianoche, los rezos a determinadas horas, la disciplina y el silencio, es decir, todo el rigor de vida del instituto primitivo. Hace sonreír la importancia que ponían en pequeñas cosas, pero no se puede negar que en ocasiones se portaron bravamente, como por ejemplo en la peste de 1528.

Pero con una reforma de las órdenes no se conseguía mucho porque el clero secular se mantenía muy lejos de lo que reclamaba su misión. Por lo tanto, una reforma efectiva tenía que abordar este problema.

De nuevo tropezamos con miembros de aquel oratorio romano. Dos de ellosvarones, a lo que parece, de caracteres muy contrariosiniciaron la obra. Del uno, Gaetano da Thiene, apacible, tranquilo, dulce, de pocas palabras y entregado a los deliquios del éxtasis religioso, se decía que deseaba reformar el mundo pero sin que se supiera que él estaba en el mundo. Del otro, Juan Pedro Caraffa, violento, colérico, vehemente, fanático, nos ocuparemos después con mayor detenimiento. Él mismo reconocía que sentía su corazón tanto más oprimido cuanto más se dejaba llevar por sus deseos de reforma, y que no encontraba tranquilidad sino cuando “se abandonaba a Dios, viviendo en la tierra dentro de un mundo celestial”. Así, coincidieron en la necesidad del retiro, que a uno le pedía su naturaleza y al otro se le presentaba como un ideal, y también en la inclinación a la actividad religiosa. Convencidos de la urgencia de una reforma, se unieron para fundar un instituto, que lleva el nombre de orden de los teatinos, cuya misión era, a la vez, la contemplación y trabajar por el mejoramiento del clero.

Gaetano pertenecía a los protonotari partecipanti, cargo a que renunció, y Caraffa, titular del obispado de Chieti y del arzobispado de Bríndisi, renunció también a ambos. En unión de dos amigos íntimos, miembros como ellos del Oratorio, profesaron sus votos solemnemente el 14 de septiembre de 1524. El voto pobreza llevaba el añadido de que, además de no poseer nada, tampoco habrían de mendigar, sino que esperarían las limosnas en el convento. Después de una breve residencia en la ciudad, ocuparon una modesta casa en el monte Pincio, en la Vigna Capisucchi—de la que más tarde se haría la Villa Médicis y que, no obstante estar enclavada dentro de los muros de Roma, disfrutaba de una completa soledad. En ella vivieron en la pobreza prescrita, dedicados a ejercicios espirituales y al estudio, señalado al detalle, de los Evangelios, estudio que se repetía mensualmente. Después descendieron a la ciudad y comenzaron a predicar.

No se presentaban como monjes, sino como clero regular: eran sacerdotes con votos monásticos. Su propósito era fundar una especie de seminario para la formación de sacerdotes. La Carta de su fundación les autorizaba a admitir clero secular. No se impusieron forma o color de hábito determinado, detalles que se fijarían según la costumbre del clero de la localidad. Las ceremonias del culto las celebrarían con arreglo a los usos del país. De este modo, se libraban de muchas ataduras propias de los frailes y declaraban expresamente que ni en la vida ni en el servicio divino podía obligar a la conciencia costumbre alguna; pero querían entregarse al oficio clerical, la predicación, la administración de los sacramentos, el cuidado de los enfermos.

Entonces se volvió a ver en Italia algo que ya no era costumbre: sacerdotes que se presentan en el pulpito con la capucha y la cruz. Primero en el oratorio y luego, a menudo, en misiones callejeras. Caraffa mismo predicó con aquella elocuencia caudalosa que no le abandonó nunca. En su mayoría gentes de la nobleza que conocían los goces del mundo, él y sus compañeros comenzaron a visitar los enfermos en las casas y en los hospitales y a asistir a los moribundos.

Restauración de los deberes sacerdotales que revistió gran importancia. Esta orden no se convirtió en un seminario de sacerdotes, pues para eso no fue nunca bastante números, pero se constituyó en un seminario de obispos. Con el tiempo se convirtió en una orden aristocrática y, así como desde sus orígenes se observa que los nuevos miembros son de origen noble, así también se ha salido requerir después, en ocasiones, pruebas de nobleza para ser admitido. Se comprende que el plan primitivo de vivir de limosnas, pero sin pedirlas, no era posible sino en tales condiciones.

Lo más importante fue que se imitó esa feliz idea de aunar los deberes sacerdotales con los votos monásticos.

Desde 1521 la Italia superior está azotada por una guerra continua y la devastación, hambre y enfermedades que constituyen su séquito. Abundan los huérfanos en peligro de perderse corporal y espiritualmente. Felizmente junto a la desgracia se despierta la compasión. Un senador veneciano, Girolamo Miani, recogió los niños que la huida había llevado hasta Venecia, acogiéndolos en su casa; los anduvo buscando por las islas que rodean la ciudad,  y sin hacer mucho caso delas protestas de su cuñada, vendió la plata y la tapicería de la casa para proporcionar a los niños habitación y vestido, comida y enseñanza. Poco a poco fue dedicando a esta misión toda actividad. Tuvo un gran éxito, sobre todo en Bérgamo. El hospital fundado por él fue tan socorrido que esto le dio ánimo de extender su obra a otras ciudades, fundando otros hospitales en Verona, Brescia, Ferrara, Como, Milán, Pavía, Génova. Por último ingresó con unos amigos en una congregación que se llamo Somarca, organizada según el modelo de los teatinos y que agrupaba clérigos regulares. Su finalidad esencial era la educación. Todos los hospitales que administraba recibieron una organización común.

Lo mismo que cualquier otra ciudad, Milán conoció todos los desastres que acompañan a la guerra en los frecuentes sitios y conquistas de unos por otros. La  finalidad de los fundadores de la orden de los barnabitas, Zacarias, Ferray y Morigia, fue aminorar estos males y hacer frente a la consiguiente descomposición mediante la enseñanza, la predicación y el ejemplo. Una crónica Milanesa  nos cuenta con qué admiración se seguía por las calles a estos sacerdotes, vestidos con sencillez, con su birrete redondo, la cabeza inclinada, y de pareja juventud todos. Vivían en comunidad en San Ambrosio. Los protegió especialmente la condesa Lodovica Torella, que vendió su herencia, empleando el dinero en buenas obras. También los barnabitas adoptaron la forma de clérigos regulares.     

Pero por mucho que hicieran estas congregaciones dentro de su campo, la limitación del fin, en el caso de los barnabitas, o la limitación de medios impuesta por la naturaleza de las cosas, como en el caso de los teatinos, impedían una acción de largo alcance. Son admirables porque su espontáneo nacimiento es expresión de una fuerte tendencia que sirvió infinitamente para el restablecimiento del catolicismo pero eran menester otras fuerzas para poder hacer frente a la marcha atrevida del protestantismo.

Por una vía similar, pero en forma inesperada y peculiarísima, se desarrollaron estas fuerzas.     

IGNACIO DE LOYOLA

Entre las sociedades caballerescas del mundo sólo la española había conservado algo de su fermento religioso. La guerra con los moros que prosiguió en África apenas terminada en la península, la vecindad de los moriscos sojuzgados, con los que se sostuvo continuamente la hostilidad religiosa, las campañas aventureras contra los infieles de Ultramar, mantuvieron este espíritu. Libros como el Amadís de Gaula, llenos de una bravura leal, ingenua y entusiasta, idealizaron estos rasgos.

Don Iñigo López de Recalde, el hijo menor de la casa de los Loyola, nacido en el solar de sus mayores entre Azpeitia y Azcoitia, en la provincia de Guipúzcoa, de una de las familias más nobles del país, “parientes mayores”, criado en la corte de Fernando el Católico y en el séquito del duque de Nájera, perseguía la gloria de la vida caballeresca: los hermosos caballos y las armas resplandecientes, la fama de bravura, aventuras de duelos y amores le atraían como a cualquier otro joven, pero también lo religioso se hacía sentir en él vivamente, y cantó un romance caballeresco al primero de los apóstoles.

Probablemente habríamos visto su nombre entre los de otros muchos nobles valientes a los que Carlos V ofrecía oportunidades para destacar, si no hubiera sido por una desgracia que le ocurrió en el año 1521 en la defensa de Pamplona contra los franceses, en la que fue herido con herida doble en ambas piernas.

Le gustaban los libros de caballerías, sobre todo el Amadís, y mientras se curaba se entregó a la lectura de la vida de Cristo y de algunos santos.

Fantástico por naturaleza, cerrado el camino de una carrera que le auguró mayores triunfos, obligado a la inactividad y excitado por los padecimientos, se encontró en el estado más extraño del mundo. Los hechos de San Francisco y Santo Domingo, que se le presentan con toda la gloria de la fama religiosa, le   incitan a la imitación, y a medida que los va leyendo se siente con fuerzas para competir con ellos en renunciamiento y rigor. De seguro que estas ideas se disiparon ante otras más mundanas. Se imaginaba cómo había de buscar a la dama de sus pensamientos —no una condesa ni una duquesa, sino más alto, con qué palabras bellas y graciosas se dirigiría a ella, cómo le demostraría su devoción y qué demostraciones caballerescas llevaría a cabo en su honor. Así divagaba su mente de una Fantasía en otra.

Pero cuanto más se demora su curación y menos resultados promete, las fantasías religiosas van prevaleciendo. No creemos ser injustos con él si pensamos que le ayudó en este cambio la idea de verse poco a poco en la imposibilidad de restablecerse por completo c incapacitado para dedicarse a la guerra y a la vida caballeresca. Por otra parte, tampoco el tránsito era tan violento como pudiera imaginarse. En sus ejercicios espirituales, cuyo origen se pone siempre en relación con las primeras ideas de su despertar religioso, se figura dos ejércitos, el de Jerusalén y el de Babilonia, el de Cristo y el de Satanás; en uno todo lo bueno, en otro todo lo malo, y los ve aprestados para el combate. Cristo es un rey que anuncia su voluntad de someter a todos los países infieles. Quien quiera alistarse en su ejército tendrá que alimentarse y vestir como él, sufrir las mismas penalidades y sostener las mismas vigilias, y sólo en tal medida participará en la victoria y en el botín. Ante Él, la Virgen y toda la Corte Celestial, cada cual prometerá seguir Fielmente al Caudillo, compartir con él todas las asperezas y servirle en una pobreza verdadera, espiritual y corporal.

Figuraciones tan Fantásticas facilitaron la transición de la caballería mundana a la celestial. Porque esto era lo que perseguía: una caballería cuyo ideal estaba representado por las hazañas y renuncias de los santos. Se apartó de la casa paterna y de sus familiares y subió a Montserrat, y no en expiación de sus pecados ni empujado por una necesidad propiamente religiosa, sino —como él mismo ha dicho— con el anhelo de realizar hazañas tan grandes como las que dieron gloria a los santos: para someterse a penitencias tan fuertes o mayores que las de ellos y para servir a Dios en Jerusalén. Veló sus armas ante una imagen de la Virgen María, lo que significa una vigilia militar distinta de la caballeresca, pero que recuerda expresamente el Amadís, que nos describe tan al detalle los ejercicios de la vela de armas del caballero; pasó la noche rezando de hinojos o en pie, con su bastón de peregrino siempre en la mano; se despojó del hábito de caballero con que había venido y vistió una áspera estameña de los ermitaños, cuyas celdas solitarias se hallaban enclavadas en la pelada roca. Después de haber rendido confesión general, no se encaminó directamente, como lo pedía su propósito de dirigirse a Jerusalén, a la ciudad de Barcelona —parece que temía ser reconocido en el camino—, sino que marchó a Manresa para luego andar hacia el puerto, después de nuevas penitencias.

Le aguardaban otras pruebas. El camino iniciado como por una especie de juego se había hecho dueño de él y le imponía su gravedad. En una celda de un convento de dominicos se entregó a las más rudas penitencias: a medianoche se levantaba para orar, pasaba siete horas diarias de hinojos, se disciplinaba tres veces al día. Estas pruebas a veces le apesadumbraban tanto que dudaba sí podría aguantarlas toda la vida; pero lo más grave era que notaba que no conseguía serenarse. En Montserrat había pasado tres días para hacer una confesión general de toda su vida, pero no creía haber hecho bastante. La repitió en Manresa, trayendo a colación pecados olvidados y buscando escrupulosamente verdaderas nimiedades, pero cuanto más cavilaba más penosas eran las dudas que le acometían. Creía que Dios no le quería recibir, que no estaba justificado ante él. En la vida de los santos padres había leído que una vez Dios fue movido a gracia por la abstención de todo alimento y se mantuvo de un domingo a otro sin probar bocado. Su confesor se lo prohibió y él, que de nada en el mundo tenía tan alto concepto como de la obediencia, siguió la indicación. En ocasiones se disipaba su melancolía como un pesado manto que se desliza por las espaldas, pero pronto volvían las pertinaces torturas. Le parecía como si toda su vida no hubiera sido sino una fábrica de pecados. Hubo momentos en que le entró la tentación de tirarse por la ventana.

Sin querer le viene a uno a la mente la situación penosa a que veinte años antes se había visto arrastrado Lutero a causa de dudas semejantes. No era posible colmar por las vías ordinarias de la Iglesia los anhelos religiosos de una reconciliación plena con Dios que se hiciera patente en la conciencia; no era posible para la insondable profundidad de un alma atormentada consigo misma. Pero salieron de este laberinto por caminos muy diferentes. Lutero llegó a la doctrina de la reconciliación con Cristo sin necesidad de las obras y, a partir esta creencia, empezó a comprender las Escrituras, en las que se apoyó con firmeza. No sabemos que Loyola estudiara las Escrituras ni que el dogma le hiciera impresión alguna. Como vivía con sus emociones internas, con las ideas que le venían de dentro, unas veces se creía en manos del buen espíritu y otras en la del malo. Por fin se dio cuenta de la diferencia. El espíritu bueno era alegría y consuelo para el alma y el malo le fatigaba y atemorizaba. Cierto día pareció despertar de un sueño. Vio con claridad que todos sus tormentos no eran más que tretas del demonio. En este momento se decidió a terminar de una vez para siempre con toda su vida pasada, a no abrir de nuevo las viejas heridas. No fue tanto un apaciguamiento como una decisión. Más una decisión que se toma porque se quiere, que una convicción a la que se somete uno. No necesita de la Escritura porque descansa en el sentimiento de una conexión directa con el reino del espíritu. A Lutero no le hubiera bastado esto, ya que rechazaba toda inspiración, toda visión, pues consideraba a todas, sin diferencia alguna, como detestables: buscaba la palabra de Dios sencilla, escrita, indubitable. Estos están preparados para el combate. Cristo es un rey que ha manifestado su resolución de subyugar a todos los infieles debe ser alimentado con la misma comida, y vestido con las mismas ropas que él; debe soportar las mismas penurias y vigilias; según la medida de sus obras, será admitido a compartir la victoria y la recompensa. Ante Cristo, la Virgen y toda la corte del cielo, cada hombre declarará entonces que seguirá verdaderamente a su Señor, y compartirá con él todas las adversidades, y permanecerá junto a él en verdadera pobreza de cuerpo y de espíritu. Al principio no lo comprendió, pero pronto creyó haber visto a Cristo y a la Virgen con sus propios ojos. En las escalinatas de Santo Domingo, en Manresa, quedó parado y sollozando porque, en ese momento, creía contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. No habló en todo el día de otra cosa y era inagotable en comparaciones. Repentinamente se le alumbró en símbolos místicos el secreto de la Creación del mundo y vio en la Hostia al Dios y Hombre. Un día caminaba por las márgenes del Llobregat hacia una lejana iglesia. Al momento de sentarse y fijar su mirada en la corriente, se sintió arrebatado por una comprensión plástica de los misterios de la fe y se levantó como si fuera otro hombre. Ya no tenía necesidad de ningún testimonio ni de ninguna palabra escrita. De no haber existido éstos, hubiera afrontado la muerte sin pestañear por la fe que siempre había sido suya.

Una vez señalados los fundamentos de una evolución tan peculiar, de esta caballería de la abstinencia, de esta resolución de fervor y ascetismo fantásticos, no es necesario seguir paso a paso la vida de Iñigo de Loyola. Marchó a Jerusalén con la esperanza de trabajar para el fortalecimiento de los creyentes y la conver­sión de los infieles. Pero esto último no le era posible en su ignorancia, sin compañeros y sin poderes. Su propósito de permanecer en los Santos Lugares fracasó ante la resuelta negativa de las autoridades eclesiásticas de Jerusalén, que tenían para ello una expresa autorización pontificia. Al volver a España tuvo que afrontar muchas persecuciones. Cuando comenzó a esparcir sus enseñanzas, y a dar a conocer los ejercicios espirituales que se le habían ocurrido entre tanto, cayó en sospecha de herejía. Habría sido una extraordinaria casualidad del destino, si Loyola, cuya Sociedad, siglos más tarde, terminó en Illuminati, se hubiera asociado con una secta de ese nombre. Y no se puede negar que los Illuminati de entonces en España, entre los que se le sospechaba, mantenían opiniones que guardaban cierto parecido con sus fantasías. Disgustados con la veneración por las obras del cristianismo de entonces, se entregaron al delirio interno y creyeron contemplar el misterio —se referían muy especialmente al de la Santísima Trinidad—en una iluminación inmediata. Lo mismo que Loyola y sus secuaces, ponían como condición de la absolución la confesión general y aconsejaban sobre todo la oración interior. No me atrevería a afirmar que Loyola no mantuvo contacto alguno con estas opiniones. Pero tampoco se puede sos­tener que hubiera pertenecido a la secta. De ella se distingue, más que nada, porque así como la secta ponía las exigencias del espíritu muy por encima de todos los deberes comunes, él, por el contrario, antiguo soldado, declaraba la obediencia como la suprema virtud. Todo su entusiasmo y toda su profunda convicción los sometió a la Iglesia y a sus potestades.

Mientras, todas estas persecuciones y obstáculos produjeron un resultado decisivo para su vida. En el estado en que se encontraba, sin instrucción alguna y sin fundamentos teológicos, sin ningún apoyo político, es seguro que hubiera transitado sin dejar una profunda huella. Dicha grande que consiguiera en España unas cuantas conversiones. Cuando se le trata de imponer que estudie cua­tro años de teología en Alcalá y en Salamanca, antes de que pueda empezar a enseñar acerca de ciertos dogmas difíciles, se le fuerza a escoger un camino en el que poco a poco se abrirá un campo insospechado a su anhelo de actividad religiosa.

Se dirige a París, donde está la universidad más famosa del mundo.

Los estudios se presentaban dificultosos puesto que para poder ser admitido al estudio de la teología tuvo que pasar antes por la clase de gramática, ya empezada por él en España, y por la de filosofía. Pero cuando meditaba sobre las palabras o trataba de analizar los conceptos lógicos caía en los estados de profundo sentido religioso que acostumbraba a unir a aquéllos. Es grandioso que Ignacio considerara estas inspiraciones como obra del demonio, que trataba de distraerle del camino emprendido y, así, se sometió a la disciplina más rigurosa.

Si bien con los estudios se percataba de un mundo nuevo, no por eso se dejó desviar de la dirección espiritual y de su afán de comunicación. Fue en París precisamente donde hizo las primeras conversiones importantes y de significación para el mundo.

De los dos camaradas de estudios en el colegio de Santa Bárbara, uno, el padre Faber de Saboya—hombre que se había criado entre los rebaños de su padre y que una noche, bajo el cielo abierto, tomó la decisión de dedicarse a Dios y los estudios—no fue difícil de ganar. Repitió con Ignacio—que este nombre llevaba Iñigo en el extranjero— el curso de filosofía, e Ignacio le reveló sus principios ascéticos. Le enseñó a combatir sus faltas, no todas a la vez, sino una después de otra, y a ganar las virtudes también por su orden. Le acostumbró a la confesión y a la comunión frecuentes. Trabaron íntima amistad e Ignacio compartía con Faber las limosnas que en abundancia le venían de España y de Flandes. Más difícil se presentaba el caso con Francisco Xavier, natural de Pamplona, que anhelaba añadir a la serie de sus gloriosos antepasados, señalados por hechos de guerra a lo largo de quinientos años, d nombre de un sabio. Era alto, rico, lleno de espíritu, y tenía ya entrada en la corte. Ignacio no descuidó en mostrarle el honor que pretendía y de hacer que los demás también se lo rindieran. Le procuró cierto público para su primera lección. Una vez amigos, no dejó de producir sus efectos naturales el ejemplo y el rigor de Ignacio. A Javier y a Faber los convenció para que hicieran los ejercicios espirituales bajo su dirección. No tuvo muchos miramientos y los hizo ayunar tres días y tres noches en el invierno más crudolos coches corrían sobre el Sena congelado Faber aguantó. Cobró total ascendiente sobre los dos y les comunicó sus pensamientos.

La celda del colegio de Santa Bárbara asume una significación histórica enorme mientras estos tres jóvenes proyectan planes de una fantástica religiosidad y preparan empresas que ni ellos mismos sospechan a dónde van a conducirles.

Consideremos ahora los factores en los que descansará la expansión posterior de esta alianza parisina. Luego que se les juntaron algunos españoles: Sal­merón, Láinez, Bobadilla, para los que Ignacio se había hecho imprescindible por su buen consejo o por su apoyo, se dirigieron un día a la iglesia de Montmartre. Faber, ya sacerdote, dijo la misa. Prestaron el voto de castidad y juraron dedicarse al término de sus estudios, en total pobreza, a cuidar de los cristianos y a convertir a los sarracenos en Jerusalén y, caso de que fuera imposible llegar a quedarse en los Santos Lugares, ofrecerse al Papa para ir a donde les mandara, sin retribución ni condición alguna. Así lo prometieron y luego comulgaron, A continuación prometió también Faber y comulgó. A la vuelta tomaron un refrigerio en la fuente de Saint Denis.

Alianza de jóvenes: fervorosa pero no muy comprometedora, trabada por las ideas primeras de Ignacio, con la variante única de que pensaba en la posibilidad de no poderlas llevar a cabo.

A comienzos del año 1537 los encontramos en Venecia con otros tres compañeros más y con la intención de emprender el viaje. Ya hemos visto algunos de los cambios que sufrió Loyola; de una caballería mundana pasa a la caballería celestial; es presa de las tentaciones más terribles, a las que escapa con un ascetismo de tipo fantástico; ahora se ha hecho teólogo y fundador de una sociedad entusiasta. Por último, sus propósitos se orientan de manera definitiva. La guerra entre Venecia y los turcos, que rompe entonces, le impide la salida y pospone la idea de la peregrinación; en ese momento encuentra en Venecia una institución que podríamos decir que le abre de verdad los ojos. Durante una temporada Loyola frecuenta a Caraffa y habita en el convento de los teatinos establecido en Venecia. Sirve en los hospitales gobernados por Caraffa y en los que hada practicar a sus novicios. Es verdad que la orden de los teatinos no le satisface por completo; habló con Caraffa sobre algunos cambios que serían convenientes y parece que con este motivo riñeron. Pero ya esto nos indica cuán profunda impresión hizo sobre él. Vio una orden de sacerdotes dedicarse con celo y rigor a los oficios propios del clero secular. Se daba cuenta de que si tenía que abandonar su proyecto de marchar a Jerusalén, como cada vez parecía más claro, y dedicarse a la cristiandad occidental, tampoco él podría seguir otro camino.

Con sus compañeros, recibió las sagradas órdenes en Venecia. Comenzó a predicar en Vicenza con tres de sus camaradas, después de cuarenta días de oración. El mismo día, a la misma hora, aparecieron en distintas calles y, subidas sobre unas piedras, agitaron sus sombreros, llamaron a la gente y comenzaron a predicar penitencia. Extraños predicadores, harapientos y demacrados, hablaban una jerigonza incomprensible, mezcla de español e italiano. Permanecieron por esos lugares hasta que hubo pasado el año que habían decidido esperar. De aquí marcharon a Roma.

Al separarse, pues querían hacer el viaje por diferentes caminos, esbozaron las primeras reglas, para poder observar cierta uniformidad de vida estando apartados. ¿Qué habrían de contestar si se les preguntaba por su ocupación? Se les ocurrió que lo mejor sería declararse soldados en la guerra contra Satán y, de acuerdo con las viejas fantasías militares de Ignacio, acordaron titularse Compañía de Jesús, lo mismo que una compañía de soldados lleva el nombre de su capitán.

En Roma las cosas no se presentaban al principio muy fáciles. Todas las ventanas, dice Ignacio, parecen cerradas. Una vez más, tienen que ser absueltos de la vieja sospecha de herejía. Pero su género de vida, su celo en la predicación y en la enseñanza y el cuidado de los enfermas, les atrajeron muchos simpatizan­tes. No pocos de ellos querían entrar en la Compañía, y pudieron pensar en la Institución formal de la misma.

Habían prometido dos votos y ahora el tercero: obediencia. Por lo mismo que Ignacio ponía esta virtud por encima de todas, la Compañía quería exceder en ella a todas las demás órdenes. Ya era mucho que digieran un general para toda la vida, pero no les bastaba, y añadieron la obligación de hacer todo lo que les mandara el Papa, de ir a cualquier país de turcos, paganos o herejes, que fueran enviados, sin hacer objeciones, sin poner condiciones ni pedir retribución, sin demora.

¡Qué contraste con las tendencias de la época! Mientras el Papa encontraba por todas partes resistencia y defección y no podía esperar sino el incremento de esta, se formaba aquí una compañía de voluntarios, llena de celo, que se ponía exclusivamente a su servido con el mayor entusiasmo. Sin peligro alguno, pudo ser aprobada al principio—en 1540— bajo ciertas condiciones, y más tarde —en 1543— sin condición alguna.

Mientras tanto la Compañía dio el último paso. Se reunieron seis de los más antiguos camaradas para elegir al jefe, el cual, como rezaba el primer programa entregado al Papa, distribuiría los grados y los cargos a su discreción, planearía la constitución con la asistencia de los miembros, pero sería el único para mandar en todas las demás cosas, y en él habría de honrarse a Cristo como presente. Por unanimidad salió elegido Ignacio que, como escribió Salmerón en su boletín, los había engendrado a todos en Cristo y criado con su leche.

Ya tenía la Compañía su forma. Era una sociedad de clérigos regulares: basada en una fusión de deberes clericales y monacales; pero se diferenciaba en sumo grado de las otras sociedades de este género.

Los teatinos habían abandonado ya ciertas obligaciones menores, pero los jesuitas fueron más lejos. No les bastó con renunciar a todo el indumento monástico: prescindieron de todos los ejercicios de comunidad que en los conventos absorbían la mayor parte del tiempo y, entre otras cosas, de las obligaciones de coro.

De esta suerte pudieron dedicar todo el tiempo y todas sus fuerzas a los deberes esenciales. No a uno solo, como los barnabitas —aunque cuidaron también de los enfermos, porque esto favorecía su prestigio—, ni tampoco bajo  condiciones limitadoras, como los teatinos, sino con toda su alma. En primer lugar la predicación, cuando se separaron en Vicenza se comprometieron a predicar al pueblo preocupándose más de producir impresión que de brillar por su elocuencia, y ésta fue la regla que siguieron. En segundo lugar, la confesión, pues con ella se tiene mano para dirigir y dominar las conciencias; los ejercicios espirituales, que les habían agrupado alrededor de Ignacio, ofrecían una gran ayuda. Finalmente, la instrucción de la juventud, y para ello quisieron obligarse por una cláusula especial de sus votos y, si bien esto no tuvo efecto, lo recalcaron expresamente en las reglas de la Compañía. Ante todo les interesaba la gene­ración joven. En una palabra, renunciaron a todo lo accesorio y se dedicaron de lleno a los trabajos esenciales, efectivos y prometedoras de influencia.

De los empeños fantásticos de Ignacio había salido una obra perfectamente práctica; de su conversión ascética, una institución calculada con un sentida político mundano.

Sus esperanzas fueron más que colmadas. Tenía en sus manos la dirección ilimitada de una Compañía que asimiló una gran parte de sus intuiciones y dio cuerpo reflexivo a sus convicciones religiosas, ganadas por él con genio y por accidente; una Compañía que no llevó a la práctica su plan de cruzada un poco vano, pero que emprendió las misiones más lejanas y fecundas y, sobre todo, una Compañía que tomó a su cargo la cura de almas, que él había recomendado, en proporciones que no podía sospechar, y que le prestaba una obediencia a la vez militar y religiosa.

Antes de estudiar la rápida acción de la Compañía debemos explicar una de las más importantes circunstancias que condicionaron su triunfo.

 

PRIMERAS SESIONES DEL CONCILIO TRIDENTINO

 

Ya vimos el interés que había por parte del emperador para convocar el concilio y para evitarlo por parte del Papa. En un aspecto tan sólo un concilio de la Iglesia podía ofrecer a éste algo favorable. Para que las doctrinas de la Iglesia católica se pudieran formular con una celosa energía y pudieran cundir, era necesario eliminar las dudas que sobre diversos puntos habían surgido dentro del seno de la misma Iglesia. Sólo un concilio podía llevar a cabo esta tarea con autoridad indiscutible. Lo importante era convocarlo en tiempo oportuno y mantenerlo bajo la influencia del Papa.

Pesó sobremanera ese gran momento en que los dos partidos religiosos se aproximaban más que nunca en una opinión media moderada. Como dijimos, el Papa sospechaba que el emperador pretendía convocar el concilio. En este intento, asegurado de la lealtad de los príncipes católicos, no perdió tiempo para tomarle la delantera. En medio de la agitación se decide a convocar un concilio ecuménico, acabando con todas las vacilaciones. Se le comunicó a Contarini, y, a través de él, al emperador; se iniciaron las gestiones con toda seriedad; finalmente, las convocatorias. Al año siguiente los legados del Papa se encuentran en Trento.

También esta vez se presentaron nuevos obstáculos; el número de obispos presentes era exiguo, la época demasiado enredada en guerras y las circunstancias del todo favorables. Hubo que esperar hasta diciembre de 1545 antes de que se inaugurara el concilio. Por fin, el anciano remiso encontró que había llegado el momento.

No otro podía ser mejor que aquél en que el emperador, viéndose amenazado en su prestigio imperial y en el régimen tradicional del país con los progresos del protestantismo, se había decidido a combatirlo con las armas. Como necesitaba de la ayuda del Papa no podía hacer valer sus pretensiones con la misma fuerza que lo hubiera hecho en un concilio celebrado en otras circunstancias. La guerra tenía que absorberle, y, como la fuerza de los protestantes no permitía predecir las vicisitudes de la campaña, tanto menos podía él urgir la reforma con la que hasta entonces había estado amenazando a la Santa Sede. Además, también en este punto supo adelantársele el Papa. El emperador exigió que el concilio comenzara por las reformas y a los legados pontificios les pareció un triunfo el acuerdo que decidía que trataran a un tiempo la reforma de los dogmas; de hecho se comenzó por el dogma,

Como el Papa se daba cuenta de qué cosa podía perjudicarles, arremetió con lo que importaba. Lo decisivo para él era fijar los principios discutidos. Había que ver ahora si de aquellas tendencias que se aproximaban al protestantismo, podía ser absorbida alguna que otra dentro de las formulaciones católicas.

El concilio, que trabajó muy sistemáticamente;, se ocupó en primer lugar de la revelación y de las fuentes que proporcionan su conocimiento. Ya en este punto se escucharon algunas voces que se orientaban hacia el protestantismo, el obispo Nachianti de Chiozza nada quería saber fuera de la Biblia; en el Evangelio se halla escrito todo lo necesario para nuestra salvación. Pero se encontró con una gran mayoría enfrente. Se acordó poner en el mismo rango de la Sagrada Escritura a la tradición no escrita, surgida de la boca de Cristo y transmitida con la asistencia del Espíritu Santo hasta los últimos tiempos. En cuanto a la Biblia, ni siquiera se remitió al texto original. Se reconoció la Vulgata como traducción auténtica y sólo se tuvo en cuenta que había de ser impresa con el mayor cuidado en lo Futuro.

Sentadas así las bases —no sin razón se dijo que se había andado la mitad del camino—, se llegó al principio clave de la justificación y las doctrinas conexas. En esta discusión se concentraba el mayor interés.

No eran pocos en el concilio los que tenían una opinión no muy dispar de la protestante. El arzobispo de Siena, el obispo de la Cava, Giulio Contarini obispo de Belluno y, con ellos, otros cinco teólogos, fundaban la justificación únicamente en los méritos de Cristo y en la fe. La caridad y la esperanza eran las compañeras de la fe, y las obras la prueba misma y no otra cosa, pues el fundamento de la justificación era únicamente la fe.

En un momento en que el Papa y el emperador combatían a los protestantes con todo el poder de las armas, ¿cómo se podía pensar que un concilio celebrado bajo los auspicios de ambos diera acogida al principio fundamental de donde derivaban aquéllos toda su doctrina? En vano pedía Poole que no se rechazara una opinión porque Lutero la sostuviera. Los ánimos se enconaron. El obispo de la Cava y un fraile griego vinieron efectivamente a las manos. No era posible que el concilio entrara ni siquiera a discutir seriamente una expresión tan inequívoca de la opinión protestante y, por esto, las discusiones giraron en torno—lo que tampoco deja de tener importancia— de la opinión mediadora que repre­sentaron Gaspar Contarini, ya fallecido, y sus amigos.

Presentó esas opiniones el general de los agustinos, Sepirando, no sin antes advertir que no sostenía las opiniones de Lutero sino las de dos de sus más famosos contradictores, por ejemplo, Pflug y Gropper. Suponía una doble justificación: una interna, inherente, por la cual los pecadores nos hacemos hijos de Dios, también gracia pura y no merecida, que actúa en obras, que se patentiza en virtudes, pero que no es capaz de llevarnos a la gloria de Dios; la otra es la justificación por el mérito de Cristo, atribuida a nosotros, imputada, que suple todas las deficiencias totalmente y nos hace beatos. Esto era lo que había enseñado Contarini. Decía éste que si nos preguntamos sobre cuál de las dos justificaciones debemos apoyarnos, sobre la que nos inhiere o sobre la que nos es imputada por Cristo, el hombre piadoso contesta qué sólo podemos confiar en la última. Nuestra justificación no es sino primeriza, imperfecta, llena de insuficiencias; la justificación por Cristo es verdadera, perfecta, la única grata a los ojos de Dios y sólo pensando en ella se puede creer en una justificación ante Él.

Aun en esta forma modificada —pero que conservaba el núcleo de la doctrina protestante y podía haber sido aceptada por los adherentes de este credo, la opinión fue verdaderamente combatida.

Caraffa, que ya le impugnó en otra ocasión en las negociaciones de Ratisbona, se hallaba ahora entre los cardenales a los que estaba confiada la vigilancia del concilio de Trento. Presentó un tratado suyo sobre la justificación en el que combatía vivamente opiniones semejantes. A su lado se agruparon los jesuitas. Salmerón y Láinez se habían procurado el discreto privilegio de hablar uno el primero y otro el último. Eran dos varones doctos, vigorosos, en el esplendor de la edad y llenos de celo por la causa. Aconsejados por Ignacio para que no aceptaran ninguna opinión que pudiera significar una innovación, se opusieron ron con todas sus fuerzas a la doctrina de Sepirando. Laínez apareció en el campo de la controversia con un volumen entero, en lugar de una mera respuesta; tenía a la mayoría de los teólogos de su lado.

Sin embargo, aquella distinción de las justificaciones fue admitida por ambos contradictores, pero afirmando que la justificación imputada quedaba absorbida en la inherente: o sea, que el mérito de Cristo se aplica y comunica directamente a los hombres mediante la fe; claro que hay que edificar sobre la justificación de Cristo, pero no porque completa la nuestra sino porque la produce. Aquí estaba la clave. Según Contarini y Sepirando no se podía sostener el mérito de las obras. La otra opinión mantenía el valor de las obras. Era la vieja doctrina de los escolásticos de que el alma, revestida con la gracia, ganaba la vida eterna. El arzobispo de Bitonto, uno de los padres más doctos y elocuentes, distinguió una justificación provisional, dependiente de los méritos de Cristo, mediante la cual el hombre se libra de la condenación, una justificación posterior, la auténtica, que depende de la gracia infundida en nosotros. Decía el obispo de Fano que en este sentido la fe no era más que la puerta para la justificación, pero que no había que permanecer en ella, sino andar todo el camino.

Aunque parezca que estas opiniones se aproximan mucho, en el fondo se hallan en perfecta oposición. También el luterano exige el renacimiento interior, señala el camino de la salvación y afirma, como consecuencia, las buenas obras, pero la gracia de Dios se deriva exclusivamente de los méritos de Cristo. Por el contrario, el concilio de Trento acepta también los méritos de Cristo pero les atribuye la justificación únicamente cuando producen el renacimiento interior con él, las buenas obras, que son las que importan. El hombre queda justificado cuando, por los méritos de la Pasión de Cristo, por la gracia del Espíritu Santo, se siembra en su corazón el amor de Dios y vive en él; convertido en un amigo de Dios el hombre avanza de virtud en virtud y se renueva de día en día. Al cumplir con los mandamientos de Dios y de la Iglesia, prospera, con la ayuda de la fe y mediante las buenas obras, en la justificación conseguida con la gracia de Cristo y resulta cada vez más justificado.

La opinión de los protestantes fue apartada así de la católica y se hizo impo­sible la mediación. Ocurría esto cuando el emperador lograba la victoria en Alemania y los luteranos se sometían por todas partes, prosiguiendo aquél con el propósito de someter a los rebeldes que todavía quedaban. Los defensores de la opinión mediadora, el cardenal Poole, el arzobispo de Siena, habían abandonado el concilio con pretextos diferentes: en lugar de poder instruir a los demás en su fe, tenían que tener cuidado de no verse atacados y condenados.

Con esto se había vencido la dificultad mayor. Como la justificación ocurre dentro del hombre y en un desarrollo continuo, no puede el hombre prescindir de los sacramentos, con los cuales comienza su camino o lo prosigue, o lo recobra una vez perdido. Por lo tanto, no era difícil conservar los siete sacramentos en su forma tradicional y referirlos al fundador de la fe, ya que las doctrinas de la Iglesia de Cristo no se comunican sólo por la Escritura sino mediante la tradición. Como es sabido, estos sacramentos abarcan la vida entera, en todas sus etapas y asientan la base de la jerarquía eclesiástica, ya que ésta interviene en todos los momentos de la vida. Y como no sólo significan la gracia, sino que la comunican, llevan a perfección el vínculo místico del hombre con Dios.

Se busca apoyo en la tradición porque el Espíritu Santo asiste siempre a la Iglesia; se aceptó la Vulgata porque la Iglesia romana, por especial gracia divina, está preservada del error; esta asistencia del elemento divino explica que el principio de la justificación haga presa en el hombre mismo y que la gracia vinculada a los sacramentos le sea participada paso a paso y abarque su vida y su muerte. La Iglesia visible es al mismo tiempo la verdadera, la llamada invisible. Fuera de su ámbito no puede reconocer ninguna existencia religiosa.

 

LA INQUISICIÓN

 

Para propagar estas doctrinas y reprimir las contrarias se tomaron las medidas convenientes.

Tenemos que volver una vez más a los tiempos de las conversaciones de Ratisbona. Cuando se vio que no se llegaba a ningún acuerdo con los protestantes y que en Italia empezaban las disputas sobre los sacramentos y las dudas sobre el fuego del infierno, y que además asomaban otras opiniones peligrosas para el rito romano, el Papa preguntó un día al cardenal Caraffa qué medio le aconse­jaba para poner remedio al mal. El cardenal le repuso que no veía otro que el de una Inquisición general, y a su opinión se adhirió Juan Álvarez de Toledo, cardenal arzobispo de Burgos.

La vieja Inquisición dominicana había desaparecido hacía tiempo. Como quedó encomendada la elección de inquisidores a las órdenes monásticas, ocurrió no pocas veces que éstos participaban de las opiniones que tenían que combatir. En España se habían alejado de la antigua forma instituyendo un supremo tribunal de Inquisición para el país. Caraffa y Álvarez de Toledo, ambos dominicos viejos, de sombrío sentido justiciero, fanáticos de un catolicismo puro, rigurosos en sus vidas, inflexibles en sus opiniones, aconsejaron al Papa el establecimiento de un supremo tribunal de Inquisición según el modelo de España y del que habían de depender los demás. Así como San Pedro, decía Caraffa, venció a les primeros herejes en Roma, así su sucesor debía dominar todas las herejías del mundo en Roma. Los jesuitas se gloriaban de que Loyola había apoyado la propuesta mediante un escrito especial. La bula que lo fundaba se expidió el 21 de julio de 1542.

Nombra a seis cardenales, entre los primeros Caraffa y Toledo, comisarios de la Sede apostólica e inquisidores generales dentro y fuera de Italia. Les da atribuciones para nombrar en todas las localidades que les parezca clérigos con poderes delegados, para decidir las apelaciones contra las decisiones de éstos y para proceder sin intervención de los tribunales eclesiásticos ordinarios. Todo el mundo, sin excepción, sin reparo de rango o dignidad, estará bajo su jurisdicción; los sospechosos serán puestos en prisión, los culpables castigados con la vida y sus bienes confiscados. Sólo se les fija una limitación: ellos son los que deben condenar, pero a los culpables que se conviertan podrá agraciarlos sólo el Papa. Harán todo lo que esté en su poder para que los errores esparcidos por la comunidad cristiana sean reprimidos y extirpados.

Caraffa no perdió un momento para poner en ejecución la bula. No era un hombre rico, pero no por eso esperó a que la Cámara apostólica le proporcionara los medios: alquiló una casa, arregló con sus propios medios las habitaciones de los funcionarios y las prisiones; las proveyó de cerrojos y fuertes candados, con tormentos, cadenas y cuerdas y todo el resto de implementos de tortura. Nombró comisarios generales para los diferentes países. El primero en Roma fue su pro­pio teólogo, Teófilo de Tropea, cuyo rigor pronto sintieron cardenales como Poole.

La biografía manuscrita de Caraffa nos dice que el cardenal se había seña­lado las siguientes reglas, entre las más importantes:

primera: en cuestiones de fe no hay que esperar un momento sino obrar con la ma­yor energía a la menor sospecha;

segunda: no hay que tener contemplaciones con ningún príncipe ni prelado por muy altos que estén;

tercera; hay que proceder con el mayor rigor con aquellos que tratan de defenderse bajo la protección de un gobernante; sólo si confiesan habrá que tratarlos con dulzura y piedad paternal;

cuarta: frente a los herejes, y especialmente frente a los calvinistas, no habrá lugar a ninguna tolerancia.

Como vemos, todo es rigor, y rigor implacable, hasta que se obtiene la confesión. Terrible en un momento en que las opiniones no estaban totalmente desarrolladas, en el que muchos trataban de hacer compatibles las enseñanzas profundas del cristianismo con las instituciones de la Iglesia establecida. Los más débiles cedieron y se sometieron; los fuertes fue entonces cuando se decidieron por las opiniones perseguidas y trataron de sustraerse a la violencia del poder.

Uno de los primeros fue Bernardino Ochino. Se venia observando que ha­bía aflojado en sus obligaciones monacales; en el año 1542 sus sermones des­concertaban. De manera resuelta sostenía que sólo la fe justifica y, apoyándose en un pasaje de San Agustín, proclamó: “¿El que te creó sin contar contigo no te salvará también de igual modo?” Sus explicaciones sobre el fuego del infierno no parecían muy ortodoxas. El nuncio de Venecia le prohibió predicar durante unos días; fue llamado a Roma, y ya había llegado a Bolonia y a Florencia cuando decidió huir, quizá por temor a la Inquisición recién establecida. El historiador de su orden nos cuenta cómo al llegar a San Bernardo se detiene todavía y recuerda todos los honores que le ha rendido su bella patria, los innumerables compatriotas que le recibieron llenos de esperanza, que le escucharon con entusiasmo y, agradecidos y admirados, le acompañaron hasta su casa; sin duda un orador pierde más que cualquier otro hombre al abandonar la patria. Pero, a pesar de sus años, la abandonó. Entregó a su acompañante el sello de su orden, que hasta entontes había llevado consigo, y se dirigió a Ginebra. Todavía sus convicciones no eran muy firmes y cayó en confusión extraordinaria.

Por la misma época abandona Italia Pedro Mártir Vérmigli. “Rompí de una vez con tanta hipocresía y salvé mi vida del peligro que la amenazaba.” Le siguieron más tarde muchos de los discípulos agrupados alrededor de él en Lucca.

Celio Secundo Curione esperó al peligro más de cerca, hasta que apareció Bargello en su busca. Curione era un hombre alto y fornido. Con el cuchillo, se abrió paso entre los esbirros, saltó sobre un caballo y salió al galope. Se dirigió a Suiza.

Ya antes se habían producido movimientos en Módena y ahora se renovaron. Se acusaban unos a otros. Fílippo Valentín escapó a Trento y también a Castelvetri le pareció prudente guarecerse por cierto tiempo en Alemania.

Porque por todas partes en Italia se desató la persecución y el terror. El odio entre las facciones ayudó a los inquisidores, ¡Cuántas veces, después de tanto tiempo de andar buscando inútilmente una oportunidad para vengarse, se acusó al enemigo de herejía! Ahora los frailes fanáticos podían manejar libremente sus armas y condenar a perpetuo silencio a aquel grupo de gentes ilustradas a quienes su formación literaria había conducido hacia cierta tendencia religiosa; eran dos partidos que se odiaban cordialmente. “Apenas si es posible —proclama Antonio dei Pagliarici— ser cristiano y morir en la cama.” La academia de Módena no fue la única disuelta. También se clausuraron por orden del virrey las academias napolitanas, fundadas por los Seggi, que se dedicaron en un principio a los estudios, pero que pasaron pronto a las disputas teológicas con arreglo al espíritu de la época. Toda la producción escrita estaba sometida a la más estricta vigilancia. El año 1543 ordenó Caraffa que, en adelante. ningún libro se imprimiría sin licencia de los inquisidores, cualquiera que fuese su contenido, y fuera viejo o nuevo; los libreros debían presentar los índices de sus libros a los inquisidores y no podían venderlos sin su permiso, los aduaneros de la dogana recibieron la orden de no dejar pasar ningún envío de libro manuscrito o impreso sin presentarlo antes a la Inquisición. Poco a poco se llegó al índice de libros prohibidos. Lovaina y Paris ofrecieron los primeros ejemplos. En Italia Giovanni della Casa, persona de confianza de los Caraffa, hizo imprimir en Venecia el primer catálogo que comprendía unos setenta números. Con más detalle aparecieron catálogos en Florencia (1552) y en Milán (1554) y el primero se reimprimió en 1559 en Roma en la forma entonces adoptada. Contenía escritos de cardenales y las poesías del mismo Casa. Y no sólo les impresores y los libreros se vieron obligados por las nuevas leyes, sino que era también obligación de conciencia de los particulares denunciar la existencia de libros prohibidos y colaborar en su destrucción, Con un rigor increíble se pusieron en práctica estas medidas. Si bien el libro Del beneficio de Cristo se había extendido en muchos miles de ejemplares, también es verdad que desapareció por completo y que no hubo ya manera de encontrarlo. En Roma se encendieron hogueras con ejemplares recogidos.

En todas estas actividades el clero se servía de la asistencia del brazo secular. Vino bien a los Papas que poseyeran un dominio tan importante donde pedían ofrecer el ejemplo para ser imitado. En Milán y en Nápoles no se había de oponer el Gobierno, que había tenido el propósito de introducir la Inquisición española. Sólo la confiscación de los bienes se prohibió en Nápoles. En Toscana, la Inquisición era accesible a la influencia secular, merced al legado que supo procurarse el duque Cósimo; pero las hermandades fundadas por aquélla produjeron muy mal efecto. En Siena y en Pisa se arrogó más derechos de los que le correspondían frente a las universidades. En Venecia, el inquisidor estaba sometido a cierta inspección secular. En la capital, desde abril de 1547, tenían asiento en el tribunal de la Inquisición tres nobilí venecianos. En las provincias el rettore de cada ciudad —que a veces se hacía acompañar de doctores y en casos difíciles, sobre todo si se trataba de personas de rango, hacía intervenir en primer lugar al Consejo de los Diez—tomaba parte en la pesquisa. Pero todo esto no impedía que en lo esencial se pusieran en práctica las órdenes de Roma.

Y de este modo fueron sofocados en Italia los gérmenes de la divergencia religiosa. Casi toda la orden de los franciscanos se vio obligada a retractarse. La mayor parte de los partidarios de Valdés hubo de hacer lo mismo. Los extranjeros, los alemanes, concentrados en Venecia a causa del comercio o de los estudios, disfrutaron de cierta libertad, pero los nativos tuvieron que abjurar de sus opiniones y fueron destruidos sus lugares de reunión. Muchos huyeron y trope­zamos con estos fugitivos en todas las ciudades de Alemania y Suiza. Los que ni cedieron ni pudieron escapar, fueron víctimas del castigo. En Venecia fueron sacados en dos barcas al mar; entre ellas se colocaron unas tablas donde se agrupó a los condenados; en ese momento los remeros de ambas barcas empezaron a remar en dirección contraria; las tablas cayeron al mar y los desdichados se sumergieron con el nombre de Jesús en los labios. En Roma los autos de fe se celebraban en toda regla delante de Santa María alla Minerva. Muchos huían de pueblo en pueblo, con mujer y niños. Los podemos acompañar un rato pero desaparecen de pronto: probablemente han caído en las redes de los implacables perseguidores. La duquesa de Ferrara —que de no haber existido la ley sálica hubiese sido la heredera de la corona de Francia— no estaba protegida por su nacimiento ni por su rango, Su mismo esposo era un enemigo. “No hay nadie —dice Marot— al que pueda quejarse; entre ella y sus amigos están las montañas y las lágrimas se mezclan en su vino.”

 

DESARROLLO DE LA ORDEN DE LOS JESUITAS

 

Al curso de los acontecimientos, cuando los enemigos son eliminados por la violencia, los dogmas consolidados conforme al espíritu del siglo y el poder eclesiástico vigila las opiniones con armas infalibles, la orden de los jesuitas se va abriendo camino en estrecha conexión con ese aparato.

No sólo en Roma, sino en toda Italia, su éxito es extraordinario. Fundada la Compañía con el pensamiento puesto en el pueblo, fue en las clases altas donde tuvo acogida.

En Parma es protegida por los Farnesios: las princesas practican los ejercicios espirituales. Láinez explica el Evangelio de San Juan a los nobili en Venecia y, con la ayuda de un Lippomano, puede en 1542 poner ya los cimientos del colegio de jesuitas. En Montepulciano, Francisco Estrada obtuvo tal influencia entre algunas de las personas de más viso de la ciudad, que le acompañaron a mendigar por las calles; Estrada llamaba a la puerta y sus acompañantes recibían las limosnas. En Faenza, si bien es verdad que Ochino había influido mucho también, lograron un gran ascendiente, de suerte que pudieron acabar con rencillas seculares y fundar sociedades para el auxilio de los pobres. No hago más que citar algunos ejemplos. Se hallaban presentes en todas partes, se ganaban partidarios, fundaban escuelas y arraigaban.

Pero por lo mismo que Ignacio era español y partió en su obra de ideas españolas, y que sus discípulos más ilustres fueron también españoles, la Compa­ñía en que este espíritu había cuajado tuvo en la península ibérica todavía mayor éxito que en Italia, En Barcelona se ganaron al virrey Francisca de Borja, conde de Gandía; en Valencia la iglesia no podía cobijar a todos los oyentes de Araoz y se le construyó un pulpito al aire libre; en Alcalá, Francisco Villanueva, aun­que enfermo, de humilde origen y sin muchos conocimientos, juntó pronto muchos partidarios; de aquí y de Salamanca, donde comenzaron en 1548 con una modesta casa, los jesuitas se extendieron por toda España. También fueron bienvenidos en Portugal. De los dos jesuitas que se le enviaron a petición suya, el rey dejó que uno marchara a las Indias Orientales —Xavier, que conquistó allí el nombre de apóstol y de santo— y al otro, Simón Roderich, lo retuvo consigo. En ambas cortes los jesuitas se hicieron querer. Reformaron por completo la corte portuguesa y en la española fueron confesores de muchos grandes, del presidente del Consejo de Castilla y del cardenal de Toledo,

En el año de 1540 Ignacio envió a unos jóvenes a estudiar a París. La Compañía se extendió desde aquí a los Países Bajos, Faber tuvo el mayor éxito en Lovaina: dieciocho jóvenes, ya bachilleres o maestros, se le ofrecieron para ir con él a Portugal, abandonando casa, universidad y patria. Se le vio también en Alemania, y de los primeros en entrar en la orden fue Pedro Canisio, que en ese día cumplía sus 23 años, y que después le prestó tan grandes servicios.

Como es natural, este éxito rápido tenía que influir de manera poderosa en el desarrollo de la constitución del instituto. Esta influencia se desenvolvió de la siguiente manera, Ignacio escogió a unos pocos entre sus primeros compañeros para formar con ellos los profesores. Le parecía haber pocos hombres que, a la par de gozar de una gran cultura, fueran buenos y piadosos. Ya en los primeros proyectos presentados al Papa manifiesta su intención de fundar colegios en una u otra universidad para la formación de la gente joven. En número inesperado tuvo gente como la que apetecía, que formaba la clase de los escolásticos frente a los profesos

Pero pronto se dio cuenta de un inconveniente. Como los profesos, merced al cuarto voto que los distinguía, se obligaban a continuos viajes para servir al Papa, resultaba contradictorio encomendarles colegios y otros establecimientos que no pueden prosperar más que con una residencia constante. Pronto Ignacio creyó necesario instituir una tercera clase, la de los coadjutores, también sacerdotes, con formación científica, dedicados expresamente a la juventud. A mi parecer, propia y exclusiva de los jesuitas, es ésta una de las fundaciones más impor­tantes en que descansa el esplendor de la Compañía. La Compañía pudo entonces asentarse en cualquier localidad, ganar ascendiente y dominar la enseñanza. Lo mismo que los escolásticos, los coadjutores no prestaban más que los tres votos, y de manera sencilla y no solemne. Esto quiere decir que, de haber intentado abandonar la Compañía, hubieran caído en excomunión. La Compañía podía, aunque en casos muy determinados, expulsarlos.

Pero hacía falta algo más. Estas clases habrían visto interrumpidos sus particulares estudios y ocupaciones si hubieran tenido que preocuparse de ganar la vida. Los profesos vivían de limosnas en las casas; los coadjutores y los esco­lásticos tendrían ingresos comunes en los colegios. De su administraciónque no podía incumbir a los profesos, quienes tampoco podían disfrutar de aqué­llos, así como del cuidado de todas las cosas exteriores, se encargaron unos coad­jutores especiales, que también prestaban los tres votos pero que tenían que contentarse con la idea de que servían a Dios con esa su ocupación lega al servir de sustento a una sociedad que estaba dedicada a la salvación de las almas.

Esta organización suponía una jerarquía que, en sus diversos planos, sujetaba a los espíritus con mayor rigor.

Si repasamos las leyes que fue recibiendo la Compañía nos damos cuenta de que el propósito principal que le sirve de guía es el de apartarse y singularizarse con respecto a lo habitual. El amor a los familiares se condena como debilidad carnal. Quien abandona sus bienes para entrar en la Compañía, no los cederá a sus parientes, sino que los repartirá entre los pobres. Una vez dentro, ni se recibe ni se escribe una carta que no sea leída por el superior. La Compañía quiere al hombre entero y pretende dominar todas sus inclinaciones.

También quiere tener parte en sus secretos. Ingresa con una confesión general. Debe proclamar sus faltas y también sus virtudes. El superior le fija un con­fesor y se reserva la absolución de aquellos casos de que conviene esté enterado. Le interesa esto para conocer a los que están a sus órdenes y poder utilizarlos a discreción.

Porque el lugar de todas las motivaciones que en el mundo incitan a la acción, lo ocupa en la Compañía la obediencia, la obediencia pura y simple, sea lo que quiera lo mandado. Nadie debe solicitar un grado distinto del que tiene ni apetecerlo: el coadjutor lego, caso de que no sepa, no tiene que aprender sin permiso a leer ni a escribir. Se debe dejar guiar con total negación del juicio pro­pio, en ciega sumisión al superior, como una cosa inanimada, como un bastón obe­dece a quien lo empuña. Porque en el superior actúa la providencia divina.

Se puede imaginar el poder concentrado de esta suerte en un general escogido de por vida, que no tiene que rendir cuentas a nadie y a quien se obedece con tal obediencia. Según el proyecto de 1543, los miembros de la orden que se encuentren con el general en un mismo lugar serán llamados a consejo hasta para los asuntos más nimios. El proyecto de 1550, aprobado por Julio III, dis­pensa al general de esta obligación, ya que dependerá de su discreción llamar o no a consejo. Sólo le es obligado el consejo para cambiar la constitución o para clausurar casas y colegios ya fundados. En todo lo demás dispone de poder absoluto para gobernar la Compañía. En las diversas provincias cuenta con asistentes, pero que no tratan de otros asuntos que aquellos que él les encomienda. Nombra a discreción a los superiores de las provincias, colegios y casas, acepta y expulsa, dispensa y castiga: dispone de una especie de poder papal en pequeño.

Podía presentarse el peligro de que el general, investido de estos poderes, se apartara de los principios de la Compañía. En este sentido se le sometió a cierta limitación. Acaso nos parezca no tener la importancia que le debió asignar Ignacio el hecho de que la Compañía o sus diputados dispongan sobre ciertas exterioridades, sobre la comida, el vestido, la hora de dormir y sobre toda la vida cotidiana; de todos modos algo significa que se le arrebate al titular del máximo poder aquella libertad de que goza el hombre más modesto. Los asisten­tes, que no eran nombrados por él, le vigilaban. Había un admonitor especialmente nombrado y los asistentes podían convocar una congregación general que podía deponer al general en caso de graves violaciones.

Esto nos lleva un poco más lejos.

Si no nos dejamos despistar por las expresiones hiperbólicas con que los jesuitas han pintado este poder, y consideramos su efectividad en el desarrollo expansivo de la Compañía, tendremos el siguiente cuadro. El general tiene la dirección suprema y, sobre todo, la vigilancia de los superiores, cuya conciencia conoce y a los que distribuye las funciones. A su vez, los superiores disfrutaban de igual poder dentro de su círculo y, a veces, lo hacían sentir con más fuerza que el general. Los superiores y el general mantenían entre sí una especie de equilibrio. El general debía ser enterado sobre la persona de todos los miembros de la Compañía y aunque, como es natural, no había de intervenir más que en casos muy especiales, de todos modos le correspondía la inspección supre­ma. Pero, por otra parte, una comisión de profesos le inspeccionaba a su vez.

Ha habido también otras instituciones que, siendo un mundo dentro del mundo, han desvinculado a sus miembros de todos los lazos con el exterior y se los han apropiado imbuyéndoles un principio nuevo de vida. Esto era también lo que se proponía la Compañía, pero le es peculiar que se adueña por completo de la persona a la vez que fomenta el desarrollo individual. Por esto los factores que entran en juego son la personalidad, la sumisión y la vigilancia recíproca. Todo ello formando una unidad cerrada y perfecta, con nervio y dinamismo. Por esta razón ha subrayado el poder monárquico y se somete a él por completo, a no ser que su titular traicione los principios.

Con la idea de la Compañía está de acuerdo que ninguno de sus miembros pueda investir una dignidad eclesiástica. Porque con ella tendría que ejercer funciones y concentrarse en circunstancias que imposibilitarían toda vigilancia. Por lo menos al principio este requisito se cumplió con rigor. Jay no quería ni podía aceptar el obispado de Trento y cuando Fernando I, que se lo había ofreci­do, desistió de su deseo a instigación escrita de Ignacio, éste mandó celebrar una misa solemne y un Tedeum.

Otro factor lo tenemos en el hecho de que, así como la Compañía eludió la pesadumbre de las ceremonias litúrgicas, también se aconsejó a los miembros que no exageraran en cuestión de prácticas religiosas. Con ayunos, vigilias y penitencias no se debe debilitar el cuerpo ni robar mucho tiempo al servicio del prójimo. También en el trabajo habrá que guardar medida. El potrillo inquieto no sólo debe ser espoleado sino frenado también: no hay que armarse de tantas armas que luego no se pueda con ellas ni abrumarse con tanto trabajo que padezca el espíritu en su libertad.

Se ve cómo la Compañía, al mismo tiempo que dispone de sus miembros como propiedad suya, procura el máximo desarrollo de los mismos que sea compatible con sus principios.

De hecho, todo esto era necesario para dar abasto en las difíciles faenas a que se había dedicado. Como sabemos, éstas eran la predicación, la enseñanza y la confesión. Con su peculiar estilo, los jesuitas se dedicaron de preferencia u estas dos últimas.

La enseñanza estaba en manos de aquellos literatos que, después de haberse dedicado a los estudios con un espíritu profano, habían dado en una tendencia espiritual no muy agradable a la corte de Roma y que por último se consideró reprobable. Los jesuitas se impusieron como tarea desplazarlos y ocupar su puesto. En primer lugar, fueron más sistemáticos; organizaron las escuelas en clases que iban siguiendo el mismo espíritu desde los comienzos hasta la etapa superior; además, se preocuparon por las costumbres y por la educación de la gente; el poder estatal les protegía y la enseñanza era gratuita. Si la ciudad o el príncipe fundaban un colegio, no necesitaban pagar los particulares. Les estaba prohibido a los jesuitas pedir o recibir retribución o limosnas y la enseñanza era gratuita, lo mismo que la predicación o la misa; dentro de sus iglesias tampoco había cepos de limosnas. Como son los hombres es natural que todo esto les valiera de mucho, si tenemos en cuenta que trabajaron con éxito y con celo. No sólo se ayudó a los pobres sino que también se alivió a los ricos, nos dice Orlandini. Observa el éxito extraordinario. “Vemos a muchos de los que brillan por la púrpura cardenalicia, que hace poco se sentaban en los bancos de nuestras escuelas; otros, están en el gobierno de las ciudades y de los Estados; hemos sacado también obispos y consejeros suyos, y hasta otras congregaciones religiosas se han nutrido de nuestros alumnos. Como es fácil imaginar, sabían la manera de atraerse los mayores talentos. Se constituyeron en un cuerpo de maestros que, al extenderse por todos los países católicos, prestó a la enseñanza el color religioso que conservó desde entonces, afirmó una unidad rigurosa en disciplina, método y doctrina, y ha ejercido una influencia incalculable.

Esta influencia la reforzaron al dedicarse a la confesión y tomar en sus manos la dirección de las conciencias. Ningún siglo más propicio ni más necesitado de ello. El libro de las constituciones les señala que sigan un mismo método en la forma y modo de dar la absolución, que se ejerciten en los casos de conciencia, que se acostumbren a una breve manera de preguntar y que tengan preparados los ejemplos de los santos, sus palabras y otro género de ayudas para cada clase de pecado. Reglas, como puede verse, a la medida de las necesidades de los hombres. Pero también otro factor les ayudó en el éxito extraordinario Con que las pusieron en práctica, éxito qué representa una expansión de su espíritu.

Es admirable el libro de los ejercicios espirituales que Ignacio no sólo proyectó, sino que elaboró en todos sus detalles. Con él logró sus primeros y posteriores discípulos, y por él sus partidarios se pusieron en general a su disposición. Su acción fue incesante, acaso mayor porque se recomendaba oportunamente en momentos de zozobra interior y de necesidad personal.

No es un libro de enseñanza sino un incentivo para la propia reflexión. “El anhelo del alma —dice Ignacio— no se satisface con una colección de cono­cimientos sino por una propia visión interior”.

Provocarla es lo que se propone. El ejercitante explica los puntos de vista y el ejercitando tiene que colocarse en ellos. Antes de dormir y después de despertar, concentrará sus pensamientos en ellos y rechazará de sí esforzadamente todo lo que les es extraño. Las puertas y las ventanas cerradas, de rodillas y tendido en tierra, lleva a cabo la meditación.

Comienza percatándose de sus pecados. Considera cómo les ángeles fueron arrojados al infierno por un solo acto de voluntad; y por él, que ha cometido mayores pecados, han impetrado los santos, y el cielo y las estrellas, los animales y las criaturas se han puesto a su servicio, y para librarse ahora de la culpa y no ser condenado eternamente, implora a Cristo crucificado y escucha su respuesta, y entre los dos se desarrolla un diálogo como entre un amigo y otro amigo, entre un servidor y su señor.

Trata de edificarse con el recuerdo de la Historia Sagrada. “Veo cómo las tres personas de la Santísima Trinidad contemplan toda la tierra llena de hombres destinados al infierno; cómo deciden que la segunda persona encarne para redimirlos; veo todo el ámbito de la tierra y en un rincón la cabaña de la Virgen María, de la que proviene la salud”. Por momentos va avanzando en la Historia Sagrada: actualiza las acciones en todos sus detalles, según las diversas categorías de los sentidos: se deja campo libre a la fantasía religiosa, suelta de las ataduras de la palabra; se sienten y se besan los vestidos y las huellas de los santos personajes. De esta exaltación de la imaginación, con el sentimiento de cuán grande es la dicha de un alma que ha sido llenada con las gracias y virtudes divinas, se vuelve a la consideración del propio estado. Si hay que escogerlo, éste es el momento, según las apetencias del corazón, teniendo ante los ojos el fin único: salvarse por la gloria de Dios y con la idea de hallarse presente ante Dios y todos los santos. Si no hay que escoger estado, se medita sobre la propia vida: las frecuentaciones, la vida doméstica, los gastos necesarios y lo que hay que dar a los pobres, y todo como se quisiera tenerlo hecho en el momento de la muerte y sin otro pensamiento que la gloria de Dios y la salvación propia.

Treinta días se dedican a estos ejercicios. Se alternan la meditación sobre la Historia Sagrada y sobre las circunstancias personales, la oración y la resolución. El alma está de continuo tensa y en movimiento. Finalmente, al representarse la providencia de Dios, “que en sus criaturas trabaja activamente por los hombres”, se piensa todavía estar en presencia del Altísimo y de sus santos y se le pide la dedicación a su amor y honra: se le brinda la libertad, se le ofrece la memoria, el entendimiento y la voluntad, y así se cierra con Él el pacto de amor. “El amor consiste en la comunidad de todas las facultades y bienes”. Dios distribuye sus gracias al alma en recompensa de su entrega.

Nos basta con esta idea somera del libro. Su composición está calculada en forma que si bien permite al pensamiento una actividad interna, lo acosa también en un estrecho círculo. De la manera más perfecta cumple con su fin, que es el de una meditación dominada por la fantasía. Es tanto más certero cuanto que se apoya en experiencias personales. Ignacio ha incorporado a los ejercicios los momentos vivos de su despertar religioso y de sus progresos espirituales desde los orígenes hasta el año 1548, en que los aprobó el Papa. Se dice que el jesuitismo ha sabido aprovechar las experiencias de los protestantes y esto puede ser verdad en algún punto. Pero consideradas las cosas en conjunto la oposición puede ser mayor. Frente al método discursivo, demostrativo, fundamentador y polémico de los protestantes, Ignacio presenta un método conciso, intuitivo, que conduce a la visión, un método que cuenta con la fantasía y trata de culminar en decisiones repentinas.

Así, cobró una significación y eficacia extraordinarias aquel elemento fantástico que le animó desde un principio. Pero como también era soldado, con ayuda de su fantasía religiosa había formado una compañía, escogiendo hombre por hombre, instruyéndoles individualmente para sus fines y poniéndola al servicio del Papa. Este ejército se extendió ante sus ojos por toda la tierra,

Al morir Ignacio contaba la Compañía trece provincias, sin incluir la de Roma. Una inspección somera nos señala dónde estaba el nervio de la organización. La mitad mayor de estas provincias, siete, radicaba en la península ibérica y en sus colonias. En Castilla contamos diez colegios, cinco en Aragón y otros tantos en Andalucía. El progreso era todavía mayor en Portugal, pues se contaba con casas de profesos y novicios. Casi se habían hecho los amos de las colonias portuguesas. En Brasil operaban veintiocho miembros de la Compañía y en las Indias Orientales, desde Goa al Japón, unos cien. Se hizo un intento con Etiopía, a donde se mandó un provincial y se abrigaron las mayores esperanzas. Todas estas provincias de habla española y portuguesa fueron regidas por un comisario general, Francisco de Borja. La influencia máxima corresponde al país en que habían surgido las primeras ideas del fundador. No muy a la zaga le iba Italia. Había tres provincias de habla italiana: la romana, directamente sometida al general, con casas de profesos y novicios, el colegio romano y el germánico instituido especialmente para los alemanes por consejo del cardenal Morone, pero que no prosperó por entonces: Nápoles pertenecía a esta provincia; la de Sicilia, con cuatro colegios terminados y dos en preparación (el virrey, de la Vega, fue quien llamó a los primeros jesuitas. Mesina y Palermo compitieron para fundar colegios y de éstos salieron los restantes); y, finalmente, la provincia propiamente italiana, que comprendía la Italia superior, con diez colegios. En otras naciones su éxito no fue similar: por doquier encontró la oposición de protestantismo o de tendencias cercanas a él. En Francia no contaba más que con un solo colegio y, aunque respecto a Alemania se habla de dos provincias, estaban en sus puros comienzos. La de la Alemania alta se componía de Viena, Praga e Ingolstadt, pero estaba en situación precaria; la de la baja debía comprender los Países Bajos, pero Felipe II no había reconocido to­davía allí a los jesuitas una existencia legal.

Este rápido crecimiento de la Compañía era indicio del poder que el futuro le reservaba. Y tiene la mayor importancia que lograra tan poderoso influjo en las dos penínsulas, es decir, en los países propiamente católicos.

 

CONCLUSIÓN

Frente a los movimientos protestantes que iban prosperando por momentos, he­mos visto cómo se produjo dentro del catolicismo un nuevo movimiento en torno al Papa.

Como aquéllos, éste también encuentra un motivo en la secularización de la Iglesia o, mejor dicho, en la necesidad nacida por esta circunstancia en los espíritus.

Ambos movimientos se aproximan al principio. Hubo un momento en Alemania en que no se estaba todavía decidido a renunciar por completo a la jerarquía, el mismo en el que Italia se inclinaba a introducir reformas racionales en ella. Pero este momento Se esfumó.

Mientras los protestantes caminaban cada vez con mayor osadía hacia las formas primitivas de la fe y de la vida cristianas, apoyados en la Biblia, en el otro lado se decidió mantener y renovar la institución eclesiástica desarrollada a lo largo de los siglos, insuflándole nuevo espíritu y rigor. Allí el calvinismo evolucionó en un sentido todavía más anticatólico que el luteranismo; con cons­ciente animadversión, se eliminó aquí todo Lo que de cerca o de lejos olía a protestantismo y se le hizo frente con resolución.

Así, dos manantiales surgen vecinos en lo alto de la montaría y emprenden direcciones contrarias a! verterse por laderas diferentes.