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| CRISTO RAUL CONTRA EL ANTICRISTO | LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO | CREACION DEL UNIVERSO SEGUN EL GÉNESIS | 
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 LIBRO DEL PROFETA ISAIAS
 
             
             Vida del profeta.
             El nombre de Isaías significa etimológicamente “Dios salva,” y parece
            
            reflejar simbólicamente la misión de “salvación” del gran profeta escritor. En
            
            la nota introductoria al libro que lleva su
              
              nombre se dice que es hijo de Amós, que no es el profeta conocido con este nombre. Aunque no sabemos cuándo nació Isaías, sin embargo,
            
            podemos suponer que fue hacia el 770 antes de Cristo, pues hacia el 740 aparece ya predicando en Jerusalén, lugar de
              
              su nacimiento. El estilo selecto de su lenguaje nos hace suponer también
            
            que era de la clase alta de la sociedad jerosolimitana. Su vocación al
            
            ministerio profético tuvo lugar — según la indicación del libro que lleva su
            
            nombre — en el año en que murió el rey de
              
              Judá Azarías, llamado también Ozías; es decir, hacia el 740 antes de Cristo.
             La idea central de la
            
            predicación isaiana es — como luego veremos — la de la “santidad” de Dios, que exige también una atmósfera de “santidad” en el pueblo
              
              elegido. Por eso, el título que
                
                enfáticamente da el profeta a Yavé es el de el “Santo de Israel.” Toda su vida
                
                fue consagrada a esta misión de preparar al pueblo espiritualmente para que
                
                fuera “santo,” en consonancia
                 Ambiente histórico.
             Cuando Isaías inicia su labor profética, Judá se halla en un gran momento de prosperidad nacional, pues el rey Azarías (768-740) había vencido a los edomitas, moabitas y filisteos, con lo que se aseguró el comercio exterior en el Mediterráneo, y el oriental de Arabia, como conscuencia de haber conquistado el puerto de Elán, en el actual golfo de Akaba. Pero esta prosperidad es efímera, ya que por el norte se barrunta ya la llegada del rey asirio Teglatfalasar III (745-727), que ha de caer como un ciclón sobre los pequeños estados de la costa siro-fenicio-palestina. El profeta es el primero en dar la voz de alarma. Acaz pretende adelantarse a los acontecimientos buscando la alianza del coloso asirio, e incluso influye para que los cultos idolátricos asirios tengan acceso al templo de Jerusalén. En 734 antes de Cristo, una coalición militar siro-efraimita pone sitio a Jerusalén con la pretensión de sustituir a Acaz por otro (llamado en Is 7:6 “hijo de Tabeel”) que se plegara a sus exigencias de entrar en una liga antiasiria. Con ocasión en que Acaz inspeccionaba los servicios del abastecimiento del agua, Isaías le salió al paso, prometiéndole la ayuda de Dios y un signo portentoso en prueba de la promesa. El rey, hipócritamente, rechaza la oferta, porque secretamente había solicitado ayuda del rey asirio, y es entonces cuando Isaías profirió su famoso vaticinio del Emmanuel. El profeta, airado, anunció la invasión de los asirios, que Acaz secretamente había llamado como aliados, despreciando el auxilio de Yavé. En efecto, las tropas de Tiglat Pileser III conquistaron Damasco en el 731 antes de Cristo y se anexionaron la parte septentrional del reino de Israel. En 721 cayó Samaria en manos de Sargón (721-705), sucesor de Salmanasar V (727-721). Al subir al trono Ezequías, hijo de Acaz, en 727, las perspectivas religiosas de Judá cambiaron totalmente, ya que el joven rey emprendió una profunda reforma religiosa, en la que tuvo mucha influencia el propio Isaías. Del piadoso rey hace el texto sagrado el mejor elogio: “Obró la rectitud a los ojos de Yavé, como lo había obrado David..., y después de él no hubo igual entre los reyes de Judá, ni entre los anteriores a él.” Purificó el templo de las huellas idolátricas que había dejado su padre y después arrasó los otros lugares de culto: “Destruyó los bamoth (lugares altos), y destruyó los masseboth (estelas erigidas en honor de las divinidades cananeas), y cortó el aserah (bosque sagrado, dedicado a Astarté, diosa de la fecundidad), e hizo pedazos la serpiente de cobre que había hecho Moisés,porque hasta aquel día los israelitas le quemaban incienso y le habían impuesto el nombre de nejustan”. En esta reforma religiosa se procuró llevar al extremo la centralización del culto en el templo único de Jerusalén. Sin duda que en toda esta empresa tuvo mucha importancia la predicación de Isaías, la cual, como veremos, se centra en gran parte en torno a la abolición del sincretismo religioso. En lo político, Ezequías procuró atraerse el resto de israelitas del
            
            desaparecido reino del norte, invitándolos a ir a participar del culto
            
            jerosolimitano. Sin duda que en esta labor las
            
            insinuaciones del gran profeta consejero tuvieron gran influencia, ya que él
            
            invitaba en su predicación a la unión de todos los descendientes de Jacob.
            
            También en lo relativo a alta política exterior
            
            Isaías trabajó para que Ezequías se mantuviera como vasallo del rey asirio, sin
            
            entrar en las aventuras políticas antiasirias de los reyezuelos de la costa
            
            siro-fenicio-palestina. Sin embargo, en 711 tuvo alguna veleidad de aliarse
            
            con ellos; pero una invasión asiría que llegó hasta Asdod le disuadió. Al morir Sargón en 705,
            
            resucitaron las esperanzas de insurrección. En 704, Merodac Baladán (otros suponen que esto tuvo lugar en
            
            712) le envió una embajada de congratulación por su curación, y sin duda le incitó a la insurrección. Precisamente cuando Senaquerib (705-681), sucesor de Sargón, se hallaba
            
            entretenido en la pacificación de la baja Mesopotamia, donde se había
            
            insurreccionado Merodac Baladán, los reyezuelos de la costa palestina se levantaron
            
            contra el coloso asirio, y en esa coalición desgraciada entró Ezequías, a pesar
            
            de las admoniciones de Isaías. Pero apenas Senaquerib se vio con las manos
            
            libres en Oriente, se dirigió a sofocar el
            
            levantamiento de Palestina, venciendo sucesivamente a Sidón y ocupando la zona
            
            filistea, hasta chocar con un ejército egipcio en Elteqeh, reportando
            
            una sonada victoria. Después se dedicó a someter a algunos focos de
            
            resistencia, entre ellos Jerusalén, donde Ezequías esperaba el auxilio del faraón. El mismo Senaquerib nos
            
            describe irónica y enfáticamente el sitio de Jerusalén: “... En cuanto
            
            a Ezequías, rey de Judá, que no se había sometido a mi yugo, asedié 46
            
            de sus ciudades fortificadas... A él mismo yo le encerré, como a un pájaro en
            
            su jaula, en Jerusalén, su morada; levanté bastiones contra él... Al
            
            precedente tributo de sus impuestos anuales añadí yo impuestos como oferta a mi
            
            majestad, y se los asigné. En cuanto a él, el fulgor de mi majestad lo postró, y los Urbi (¿árabes?) y sus soldados
            
            elegidos — que para defender su morada de Jerusalén había introducido — junto con 50 talentos de oro, 800 talentos de
            
            plata, piedras preciosas, afeites..., lechos de marfil, pieles de
            
            elefante..., cuanto es posible hallar en un gran tesoro, como también sus
            
            hijas, sus damas de honor, cantores y cantoras, a Nínive, ciudad de mi morada,
            
            hizo que trajeran en mi séquito, y para entregarme su tributo y rendirme
            
            homenaje envió a sus mensajeros”. Este es
            
            el relato oficial del analista del rey asirio. En él se dice que Ezequías le
            
            entregó un tributo, pero no dice
            
            nada de la conquista de la ciudad. En la Biblia se dice, en efecto, que Ezequías
            
            entregó un tributo a Senaquerib cuando éste tenía su cuartel
            
            general en Laquis, esperando calmar su
            
            animosidad; pero el rey asirio envió un fuerte ejército para sitiar a
            
            Jerusalén. El representante de Senaquerib invitó a los asediados a
            
            rendirse, pero no lo consiguió, teniendo que retirarse inesperadamente después
            
            de ver diezmado su ejército por una especial intervención divina .
            
            En realidad, ante la presión del faraón Tirhaqah, tuvo que levantar el cerco y
            
            replegarse hacia el norte, marchando Senaquerib a Nínive. Esto tuvo lugar en el
            
            701 antes de Cristo. Isaías, ante momentos tan críticos, predicaba la confianza
            
            en Yahvé, único medio de salvación. Sus promesas de liberación se cumplieron,
            
            aunque Judá quedó arruinada, y su capital, “como una cabaña en una viña. Sin embargo, se había salvado como
            
            nación, y con ello se había robustecidola religiosidad yahvista del
            
            pueblo. Poco después murió Ezequías (698), y con su hijo Manasés (698-43)
            
            volvieron a soplar malos tiempos para el yavismo tradicional.
             
 
 VIDA
              Y TIEMPOS DE ISAÍAS
               POR
               A.
              H. SAYCE.
               
               
               En las
              siguientes páginas se ha intentado presentar al lector moderno un cuadro de la
              política externa e interna del reino judío en la época de Isaías, una de las
              épocas y puntos de inflexión más importantes en la historia religiosa y la
              formación de la raza elegida. Los materiales para dibujar tal cuadro se derivan
              en parte del Antiguo Testamento, en parte de los monumentos de Egipto y Asiria,
              que en estos días han arrojado una luz tan vívida e inesperada sobre la
              historia anterior de la Biblia. Sin ellos, de hecho, el presente libro nunca
              podría haber sido escrito. Con su ayuda se han completado e ilustrado las
              páginas del registro sagrado, y se ha trazado a grandes rasgos el curso de los
              acontecimientos que parecían un rompecabezas para los eruditos de una
              generación anterior. Los contemporáneos de Isaías han dejado de ser meros
              nombres para nosotros, y se han convertido en hombres vivos de carne y hueso;
              no sólo podemos leer las mismas palabras de Tiglatpileser, de Sargón y de
              Senaquerib, sino incluso manejar los mismos documentos que ellos hicieron
              inscribir. Podemos asistir a los consejos de los reyes asirios y seguir las
              razones que los pusieron en contacto con los gobernantes de Judá. Un mundo que
              parecía irremediablemente pasado y muerto, en la buena providencia de Dios, ha
              sido súbitamente revivido.
               Era
              inevitable que en esta reconstrucción del pasado tuviéramos que modificar o
              renunciar a muchas teorías e interpretaciones de las Sagradas Escrituras que
              han prevalecido durante mucho tiempo a falta de mejores conocimientos. Así fue
              cuando la astronomía moderna barrió con la antigua teoría que situaba a la
              tierra en el centro del universo; así fue también cuando la geología demostró
              que la tierra era mucho más antigua de lo que se creía hasta entonces. Todos
              los nuevos conocimientos nos obligan necesariamente a corregir y modificar
              nuestras concepciones anteriores; y en ninguna parte es esto más cierto que en
              el ámbito de la historia, donde con demasiada frecuencia la cadena de
              acontecimientos que se ha conservado para nosotros consiste sólo en algunos
              eslabones rotos.
               Hay un punto
              en particular en el que las inscripciones de Asiria han venido a ayudar al
              estudiante de las Escrituras del Antiguo Testamento. La cronología de los
              últimos reyes de Samaria y de los reyes contemporáneos de Judá ha sido durante
              mucho tiempo la desesperación del historiador. Se han propuesto esquemas de
              cronología rivales, cada uno de los cuales pretende ser el único exacto o
              posible. Se han inventado interregnos para los que no hay ninguna justificación
              en los Libros de los Reyes, y los textos se han combinado o disociado unos de
              otros según la fantasía del escritor. El desciframiento de las tablillas
              cuneiformes ha resuelto por fin la cuestión. Los asirios llevaban un estricto registro
              cronológico por medio de unos oficiales llamados limmi o “epónimas”. El epónimo
              se cambiaba cada año, y los años recibían el nombre de los distintos epónimos
              que los presidían. Se han descubierto listas de estos eponimios y, por lo tanto, existe una tabla cronológica continua que se extiende desde el
              siglo X hasta mediados del VII a.C. Siempre se registra la fecha de la
              ascensión de un rey y en algunas de las listas se mencionan los principales
              acontecimientos que marcaron los años. Como los reyes asirios se preocuparon de
              dar los nombres de los epónimos que presidían los diferentes años en los que se
              produjeron los acontecimientos que registran, ahora podemos determinar con
              exactitud, no sólo la fecha de la ascensión de un Tiglatpileser o la muerte de
              un Esarhaddón, sino también el año en que Senaquerib invadió Judá, o Menahem de Samaria pagó tributo a su señor asirio.
               La conquista
              de Judá por Sargón diez años antes de la invasión de Senaquerib es otro ejemplo
              de la inesperada luz que las inscripciones asirias han arrojado sobre las
              páginas del Antiguo Testamento. Se han eliminado las dificultades presentadas
              por los capítulos décimo y vigésimo segundo del Libro de Isaías, así como las
              aparentes incoherencias en el relato que hace el historiador sagrado de la
              campaña de Senaquerib contra Ezequías. Una discusión completa de este punto,
              sin embargo, pertenece a una introducción crítica al texto de Isaías más que a
              una descripción de la época en que vivió el profeta, y quienes deseen
              estudiarlo pueden hacerlo en el conocido Comentario sobre Isaías del canónigo
              Cheyne. Pero el presente trabajo mostrará lo importante que es el hecho
              histórico para una plena comprensión de las circunstancias políticas del
              reinado de Ezequías.
               Desgraciadamente,
              los anales de Sargón han llegado hasta nosotros en un estado demasiado
              imperfecto como para proporcionarnos los detalles de su campaña en Judá.
              Futuras excavaciones en Asiria podrán llenar las imperfecciones del registro y
              permitirnos trazar la marcha del ejército asirio hacia las puertas de
              Jerusalén. Mientras tanto, debemos estar agradecidos por lo que los
              descubrimientos e investigaciones del siglo XIX nos han proporcionado. Todos
              los dones buenos y perfectos nos vienen del Padre de las Luces, y no el menor
              ha sido la resurrección de ese antiguo mundo oriental en medio del cual la
              Iglesia judía estaba siendo preparada y acondicionada para el día en que la
              verdadera Luz debería venir al mundo y tabernáculo entre nosotros.
               
               
               CRONOLOGÍA
               CAPÍTULO I.
              LA VIDA DE ISAÍAS 
               CAPITULO II.
              EGIPTO EN LA ÉPOCA DE ISAÍAS 
               CAPITULO III. ASIA
               CAPÍTULO IV. SIRIA E ISRAEL 
               CAPÍTULO. V.
              PARTIDOS POLITICOS EN JUDEA .
               
               APÉNDICE :
               TRADUCCIONES
              DE LOS FRAGMENTOS DE LOS ANALES DE TIGLATPILESER
               TRADUCCIONES
              DE LAS INSCRIPCIONES DE SARGÓN
               TRADUCCIÓN DEL RELATO DE SENAQUERIB SOBRE SU CAMPAÑA CONTRA JUDÁ 
 EPÍLOGO :DOCTRINA TEOLÓGICA
                 
               B. C.
               756. Jotam es nombrado regente junto con su padre Uzías.
               745. Abril.
              Pul usurpa el trono asirio, tomando el título de Tiglatpileser III.
               742. Uzías
              envía ayuda a Hamat; muerte de Uzías. 741. Muerte de Jotam y ascenso de Acaz.
               738. Tributo
              pagado a los asirios por Menahem y Rezón.
               734. Asedio
              a Damasco; las tribus de la otra orilla del Jordán son llevadas; Joacaz o Acaz se convierte en vasallo asirio.
               732. Captura
              de Damasco; muerte de Rezón; Acaz en Damasco.
               730. Peka muere y es sucedido por Oseas.
               727.
              Tiglatpileser es sucedido por Salmanasar IV, y Acaz por Ezequías.
               722. Sargón
              se apodera del trono y captura Samaria.
               721. Merodach-baladan conquista Babilonia.
               712-11.
              Embajada de Merodac-baladán a Ezequías.
               711.
              Conquista de Judá y Asdod por Sargón.
               710.
              Conquista de Babilonia por Sargón.
               705. Sargón
              es asesinado y le sucede su hijo Senaquerib.
               701. Campaña
              de Senaquerib contra Judá; batalla de Eltekch;
              retirada de los asirios.
               697. Muerte
              de Ezequías y ascenso de su hijo Manasés.
               681.
              Asesinato de Senaquerib y sucesión de su hijo Esarhaddón.
               
               CAPÍTULO
              I.
               LA
              VIDA DE ISAÍAS.
               
               ENTRE todos
              los profetas del Antiguo Testamento no hay ninguno que ocupe un lugar más
              destacado que Isaías, el hijo de Amós. Se ha dicho de él que murió con el
              Evangelio en los labios. En ningún lugar podemos encontrar la promesa del Mesías
              más claramente anunciada; en ningún lugar se representa el reino del Mesías con
              colores más vivos y duraderos. La visión profética de Isaías no está
              restringida por los estrechos límites de su época y de su país; ve a la Iglesia
              de Cristo levantándose ante él y uniendo en uno al judío y al gentil. Declaró
              que llegaría el día en que Egipto y Asiria, los representantes de las potencias
              incrédulas del mundo, se unirían a Israel en la adoración del único Dios
              verdadero, cuando el Señor de los Ejércitos dijera de ellos: “Bendito sea
              Egipto, mi pueblo, y Asiria, la obra de mis manos”. Las profecías de Isaías
              forman, por así decirlo, un puente entre la Antigua Alianza y la Nueva.
               Pero hay
              otros aspectos, además de éste, en los que Isaías ocupa un lugar destacado
              entre los profetas hebreos. Los viejos tiempos estaban pasando, cuando el
              profeta apelaba al ojo más que al oído y a la mente. Las acciones simbólicas a
              través de las cuales se daba a conocer la voluntad de Dios a su pueblo fueron
              sustituidas por advertencias solemnes o promesas de perdón. Es cierto que las
              brillantes palabras del profeta podían ir acompañadas a veces de alguna acción
              visible, como cuando Isaías “anduvo desnudo y descalzo tres años como señal y
              maravilla sobre Egipto y Etiopía”; pero tales acciones visibles eran sólo
              acompañantes, y tendían a desaparecer por completo. El profeta se convirtió en
              realidad en un profeta o “anunciador” de la voluntad de Dios a los hombres. Los
              milagros, por los que un Elías o un Eliseo habían atestiguado su poder y la
              verdad de su misión, dejaron paso al testimonio más espiritual de la propia
              profecía. El alcance de la visión del profeta ya no se limitaba a su propia
              nación y pueblo; el mensaje que transmitía se dirigía también a otras naciones.
              En Isaías, por tanto, vemos que la profecía aumenta en claridad evangélica, en
              espiritualidad y en catolicidad. Abarca a todos los hombres, no sólo al pueblo
              elegido, y promete a judíos y gentiles por igual las bendiciones del reino
              mesiánico.
               El propio
              Isaías ocupaba una posición adecuada al mensaje que se le había encargado
              anunciar. No era un hombre inculto como Amós, que había sido tomado por el
              Señor mientras seguía el rebaño, sino un estudiante educado de las escuelas
              proféticas, cuyas profecías muestran un completo conocimiento de la literatura
              del pasado, y que participó en ese renacimiento de la cultura y el aprendizaje
              que parece haber marcado el reinado de Ezequías. No, más que esto. Fue
              consejero y asesor de reyes, un estadista que se interesó mucho por la política
              de su época y a cuyos esfuerzos, bajo instrucción divina, Jerusalén debió la
              exitosa defensa que hizo contra los ejércitos de Senaquerib. Durante el reinado
              de Ezequías, por lo menos, Isaías fue tenido en alto honor; la política que él
              había instado fue probada por los eventos como la
              única correcta, y Judá por un tiempo pareció estar dispuesta a caminar en el
              camino de la reforma.
               Su suerte
              era más feliz que la que le correspondía normalmente al profeta hebreo. No fue
              llamado a ver sus amenazas y protestas totalmente desechadas y descuidadas, ni
              a sus compatriotas precipitarse ciegamente hacia la perdición de la que fueron
              advertidos en vano; Por el contrario, las reformas de Ezequías dieron efecto
              práctico a la predicación de Isaías, y después de la lección enseñada por la
              invasión y el derrocamiento de Senaquerib, esa política de “descanso” y
              dependencia de Dios, que él había proclamado tanto tiempo, parece haber prevalecido
              hasta el momento de la muerte de Ezequías.
               Sin embargo,
              a pesar de la influencia que ejerció sobre sus contemporáneos, nuestro
              conocimiento de la vida de Isaías se deriva en su mayor parte de sus propias
              obras. Es cierto que se nos presenta en el Libro de los Reyes como el consejero
              al que acudieron el monarca judío y sus ministros en su hora de necesidad, como
              el profeta que estaba facultado para prometerles una pronta liberación, como el
              sanador que devolvió la vida a Ezequías cuando toda esperanza terrenal de
              recuperación parecía haber desaparecido, y finalmente como el severo reprensor
              del orgullo y la mundanidad del monarca. Pero los pasajes en los que Isaías es
              presentado ante nosotros se encuentran también en el libro que lleva su nombre:
              la única información adicional que recibimos es el registro en el Segundo Libro
              de las Crónicas de que “el resto de los actos de Ezequías, y su bondad, he aquí
              que están escritos en la visión del profeta Isaías, hijo de Amós”.
               El nombre de
              su padre Amós ha sido asociado por el ingenio rabínico con el del rey judío Amasías, de quien se supone que era hermano. Pero, aparte
              de las dificultades cronológicas, no parece probable que Isaías estuviera
              estrechamente relacionado con la familia real. En 2 Reyes XX. 4 se afirma que
              cuando Isaías dejó el palacio real para volver a su propia casa “salió de la
              ciudad media”, aunque la Versión Autorizada da un sentido diferente a las
              palabras hebreas. Como el palacio se encontraba entre el templo del monte Moriah y la ciudad baja, en la que vivía la mayoría de los
              habitantes de Jerusalén, podemos concluir que su camino se dirigía hacia la
              ciudad baja y no hacia la alta, y que aquí vivía entre los ciudadanos comunes
              de Jerusalén. No es necesario señalar la improbabilidad adicional de que dos
              hermanos hayan llevado lo que es prácticamente el mismo nombre, Amós “(es)
              fuerte”, y Amasías “El Señor (es) fuerte”. Si hemos
              de relacionar los nombres, debemos hacer que sean uno y él mismo.
               El propio
              nombre de Isaías significa “La salvación del Señor”. Por eso, como él mismo nos
              dice, era una “señal y un prodigio en Israel del Señor de los Ejércitos”, como
              sus hijos, cuyos nombres eran igualmente testigos siempre presentes de las
              profecías que había pronunciado. La carga constante de su predicación había
              sido que, aunque los paganos se ensañaran durante un tiempo con Judá, aunque el
              árbol del pueblo elegido fuera talado hasta la raíz, Dios se apiadaría de él;
              la raíz volvería a echar sus brotes, “un remanente” volvería y contemplaría la “salvación
              del Señor”. Su propio nombre era una señal de perdón para el Judá arrepentido,
              como lo era el nombre de su hijo Shear-jashub, “un
              remanente volverá”.
               Shear-jashub era quizás el mayor de
              sus hijos. Era, en todo caso, lo suficientemente mayor como para acompañar a su
              padre cuando salió de la ciudad para encontrarse con Acaz, que estaba
              examinando “el conducto del estanque superior” al comienzo de la guerra
              siro-efraimita. En una fecha posterior nació Maher-shalal-hash-baz, ‘saquear rápidamente, robar rápidamente’. Estas eran
              las palabras que Isaías había recibido la orden de escribir en una “gran losa”,
              con “el buril del pueblo” (Is. VIII. 1), para que
              todos pudieran ver y leer, y luego darlas como nombre al niño que le nació poco
              después. El nombre, al igual que la inscripción, debía ser una señal de que
              “antes de que el niño supiera gritar: ¡Ay, padre, y mi madre!, las riquezas de
              Damasco y los despojos de Samaria se llevarán ante el rey de Asiria”.
               La esposa de
              Isaías es llamada “la profetisa”. De esto debemos deducir que ella también,
              como su marido, estaba dotada del don de la profecía. El uso del hebreo no nos
              permite interpretar el título como podríamos hacerlo en español, donde podría
              significar simplemente la esposa de un profeta.
               Isaías parece
              haber vivido hasta una edad avanzada. La supercripción de sus profecías nos dice que vio su “visión sobre Judá y Jerusalén en los días
              de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías”. Por lo tanto, hay
              que rechazar la última leyenda judía que sostenía que había sido aserrado por
              Manasés. Tal modo de muerte fue una invención persa, mientras que la leyenda va
              en contra del sentido claro de la superinscripción.
              Podemos estar seguros de que Isaías se ahorró el dolor de presenciar el
              derrocamiento de las reformas de Ezequías y las idolatrías del reinado de
              Manasés. La “visión” o revelación que se le concedió no se extendió más allá de
              la vida de Ezequías; el profeta, al parecer, había fallecido antes de que el
              hijo impío sucediera en el trono de su padre. Su ministerio había durado los
              reinados de cuatro reyes judíos, comenzando, como podemos deducir, de las
              palabras de VI. 1, “en el año en que murió el rey Uzías”.
               La
              cronología de este período de la historia judía, que durante tanto tiempo ha
              sido la desesperación de los cronistas, se ha establecido ahora con la ayuda de
              los registros asirios. Fue en el año 742 a.C. cuando Azarías o Uzías, según el
              rey asirio Tiglatpileser III, animó al pueblo de Hamat a resistirse al monarca asirio; en el año 734 a.C. Tiglatpileser recibió el
              tributo y la sumisión de Acaz, y en el año 701 a.C. Senaquerib realizó su
              ataque contra Ezequías que terminó de manera tan fatal para el ejército
              invasor. Por lo tanto, podemos concluir que el ministerio público de Isaías se
              extendió durante un período de entre cuarenta y cincuenta años, y si tenía más
              de veinte años de edad cuando fue consagrado a él, habría pasado de los sesenta
              cuando lo dejó. Es cierto que tal duración de la vida no nos parece muy grande
              en estos días de avanzados conocimientos médicos y disposiciones sanitarias,
              pero superaba la edad media de los contemporáneos de Isaías. Acaz tenía sólo
              treinta y seis años cuando murió, Ezequías cincuenta y cuatro, y el Salmo 90
              nos dice que “los días de nuestros años son sesenta años y diez”. Si Isaías
              tenía sesenta y cinco años cuando murió, ya se le habría considerado un
              anciano.
               Es probable
              que Isaías publicara sus profecías en colecciones o volúmenes separados. No
              están dispuestas en orden cronológico. No es hasta el sexto capítulo que leemos
              el relato de su nombramiento para el cargo de profeta. Se ha supuesto que al
              menos algunos de los capítulos anteriores pertenecen al reinado de Jotam. El primer capítulo forma un todo por sí mismo, los
              cuatro siguientes se refieren al mismo tema --las calamidades que esperan a
              Jerusalén por sus pecados-- y están precedidos por una cita de algún profeta
              más antiguo que comienza con la conjunción “y”. Las profecías contra las
              naciones extranjeras están agrupadas por la “carga” común con la que comienzan,
              al igual que una serie posterior de profecías están conectadas por la denuncia
              del “ay” con la que están precedidas. Es posible que los capítulos históricos
              (XXXVI-XXXIX) sean un extracto de “la visión”, que, como sabemos por los libros
              de las Crónicas, contenía la historia de Ezequías; aunque también aquí, como
              veremos más adelante, no hay una ordenación cronológica, pues se narra primero
              la invasión de Senaquerib, que tuvo lugar diez años después de la embajada de Merodac-Baladán.
               Muchas de
              las profecías fueron pronunciadas oralmente antes de ser puestas por escrito,
              pero otras, como las dirigidas a las naciones extranjeras, debieron ser
              escritas desde el principio. El profeta habría utilizado un rollo de cuero o
              papiro, y los límites de cada colección de sus profecías habrían sido
              determinados por el tamaño del rollo. Podemos suponer que en sucesivas
              ediciones de las mismas unió estas colecciones, hasta que finalmente se formó
              el libro, tal y como lo tenemos ahora. Al organizar las distintas colecciones,
              se tuvo en cuenta el tema de cada una de ellas más que su estricto orden
              cronológico; de ahí que la historia de la consagración de Isaías al oficio
              profético no se sitúe al principio del libro, y que profecías como la de
              Egipto, que pertenece a la última parte de la vida del profeta, precedan al
              relato de la señal dada “en el año en que el Tartán” o comandante en jefe de
              Sargón vino contra Asod en el 711 a.C.
               Las
              selecciones hechas de la historia del reinado de Ezequías, que se incorporan al
              volumen de profecías, deben su posición en él al hecho de que contienen las
              predicciones y palabras de Isaías. La invasión de Judá por Senaquerib condujo a
              la profecía en la que el Señor declaró que humillaría el insolente orgullo del
              monarca asirio y defendería su ciudad de Jerusalén; mientras que el relato de
              la enfermedad de Ezequías y de la embajada babilónica encarnan la promesa hecha
              a través de Isaías de que Dios libraría a Jerusalén de la mano del rey de
              Asiria, así como la predicción de que llegaría el día en que los tesoros del
              palacio real serían llevados a Babilonia. Por mucho que lamentemos que el resto
              de la historia de Ezequías se haya perdido, está claro que no se contenían en
              ella otras profecías de Isaías. De haber sido así, habrían sido incluidas ‘en
              la visión de Isaías hijo de Amós’.
               
               CAPÍTULO
              II.
               EGIPTO
              EN LA ÉPOCA DE ISAÍAS.
               
               La vida de
              Isaías transcurrió en una época que fue muy problemática para el reino de Judá.
              Judá se había convertido en el campo de batalla de las dos grandes potencias
              del mundo antiguo, Asiria y Egipto. Mientras Isaías era todavía un muchacho,
              Asiria había despertado repentinamente a una nueva vida y energía, y había
              comenzado a empujar sus conquistas hacia el oeste. Siria, e incluso el reino
              septentrional de Israel, habían sido barridos, y Judá se encontró cara a cara
              con un imperio aparentemente irresistible. Al sur, el desierto, en el que se
              adentraban las fértiles llanuras del sur de Judea, tocaba las fronteras de
              Egipto. Como el hierro sobre el yunque, por lo tanto, Judá se encontraba entre
              dos fuerzas hostiles, una de las cuales ardía con los fuegos juveniles de la
              empresa y el deseo de conquista, mientras que la otra aún recordaba sus
              antiguas glorias y el imperio que había ejercido en Asia.
               En efecto,
              Egipto había sido antaño dueño no sólo de Palestina, sino también del norte de
              Siria hasta el Éufrates y el golfo de Antioquía. Esto fue en los lejanos días
              en que los israelitas aún no habían entrado en la tierra prometida, cuando
              todavía gemían bajo el opresor egipcio. Pero la opresión había sido
              terriblemente vengada. Apenas había muerto Ramsés II, el faraón de la opresión,
              cuando el imperio que había fundado desapareció. Egipto fue atacado por el
              enemigo, y mientras los príncipes rivales fundaban dinastías en diferentes
              partes del país, las ciudades fueron saqueadas e incendiadas por salvajes merodeadores,
              y el pueblo se vio obligado a inclinar el cuello ante reyes de raza extranjera.
              Durante un tiempo, en efecto, bajo Sisac, el
              despojador de Jerusalén (1 Reyes XIV. 25), los ejércitos egipcios volvieron a
              salir a la conquista; pero el propio Sisac no era
              egipcio de nacimiento, y la línea de soberanos que fundó pronto fue tan débil
              como las dinastías que los habían precedido. A mediados del siglo VIII a.C., la
              tierra estaba de nuevo dividida entre una serie de príncipes hostiles cuyo
              poder no se extendía más allá de los límites de las ciudades en las que se
              habían establecido. Sus pequeños celos y sus constantes disputas abrieron el
              camino al invasor; entonces, como ahora, la debilidad de Egipto fue la
              oportunidad de las tribus del sur; y los ejércitos etíopes marcharon desde el
              Sudán, para quemar, matar y saquear.
               El rey
              etíope Shabaka, o Sabako, puso fin a esta situación.
              Es el So del Antiguo Testamento (2 Reyes XVII. 4), a quien Oseas había
              sobornado para que le ayudara contra el monarca asirio. Pero antes de que esa
              ayuda pudiera ser enviada, el asirio se había deshecho de su vasallo rebelde,
              al que destronó y encarceló. Ahora, como siempre, el egipcio había demostrado
              ser una “caña magullada” para los que confiaban en él.
               Sabako, de
              hecho, estaba demasiado ocupado en consolidar su poder en Egipto como para
              pensar en conquistas extranjeras. Había derrocado al representante de la
              familia real egipcia y, si podemos creer la declaración de un escritor clásico,
              lo había quemado vivo. Tardó algún tiempo en derrocar a los distintos príncipes
              que reclamaban la soberanía sobre diferentes partes de Egipto, en aplastar toda
              oposición a él entre el pueblo egipcio y en unir sus posesiones egipcias y
              etíopes. La tarea se vio facilitada por el hecho de que Sabako, aunque era rey
              de Etiopía y líder de las fuerzas etíopes, no era del todo de sangre etíope.
              Afirmaba descender de la antigua línea real de Egipto. Cuando los débiles
              sucesores del gran Ramsés permitieron que se les arrebataran las provincias de
              Sudán y que los altos sacerdotes del dios de Tebas acabaran por despojarles del
              trono, algunos de sus descendientes huyeron al sur y allí, en Napata, a la
              sombra de la Montaña Sagrada, la moderna Gebel Barkal, establecieron un reino
              que era en todos los aspectos el homólogo del antiguo reino de Egipto. No sólo
              los propios soberanos eran egipcios, sino que su corte era también egipcia,
              hablaba la lengua egipcia y seguía las costumbres egipcias. Sin embargo, poco a
              poco, la influencia de la tierra sobre la que gobernaban comenzó a hacerse
              sentir. Los reyes y los nobles de Meroe se volvieron cada vez menos egipcios en
              su sangre, en su lengua y en sus costumbres. Sin embargo, en la época de
              Sabako, el elemento egipcio seguía siendo fuerte y, por consiguiente, no fue
              difícil que asumiera el carácter de monarca egipcio o que el pueblo egipcio lo
              considerara como uno de ellos.
               Por lo
              tanto, bajo Sabako y sus sucesores, los egipcios y los etíopes estaban bajo el
              mismo cetro y se consideraban una sola nación. De ahí que “Faraón, rey de
              Egipto”, en quien, según el Rab-shakeh asirio,
              Ezequías depositó su confianza, sea descrito más tarde como “Tirhakah, rey de Etiopía”; de ahí también que Isaías
              declare que el rey asirio “llevará a los egipcios prisioneros, y a los etíopes
              cautivos”, y que el pueblo judío “se avergonzará de Etiopía, su expectativa, y
              de Egipto, su gloria”. Pero con toda esta fusión de las dos poblaciones, la
              posición de Sabako no era en absoluto segura. Los egipcios, especialmente la
              parte aristocrática de ellos, no podían olvidar que era un extranjero y un
              conquistador, aunque pudiera trazar su linaje desde su propia y antigua raza de
              reyes. Por lo tanto, se vio necesariamente impedido de seguir una política de
              conquista en el extranjero; sus energías estaban totalmente empleadas en
              erradicar las semillas de desafección en casa, y no podía perder ni hombres ni
              tiempo en invasiones en Asia. Podía recibir los regalos enviados por Oseas,
              pero no tenía ninguna prisa por hacer el retorno que Oseas esperaba.
               Sin embargo,
              antes de su muerte, se vio obligado a cruzar las armas con los asirios. El rey
              asirio no olvidó que los rebeldes de Israel y Hamat habían sido alentados por las promesas de apoyo de Egipto. En consecuencia, en
              el año 720 a.C., tras la caída de Samaria, Sargón, el monarca asirio, dirigió
              sus fuerzas hacia el sur de Judá, y en Rafia, en el camino hacia Egipto, se
              encontró con el ejército aliado de Sabako y los filisteos de Gaza. Los asirios
              obtuvieron una victoria completa, cuyo resultado fue la captura de Gaza, y el
              fin de toda interferencia egipcia por un tiempo en los asuntos de Palestina. Es
              cierto que en el año 711 a.C., cuando estalló allí una revuelta contra los
              asirios, los rebeldes creyeron que serían ayudados por el monarca egipcio; pero
              tan lejos estuvo de ser así que, tras la supresión de la revuelta, “el rey de
              Meroe” entregó a Sargón a uno de los líderes del brote que había huido a
              Egipto.
               El sucesor
              inmediato de Sabako no parece haber reinado mucho tiempo; en todo caso,
              continuó la política de su predecesor. Pero a su muerte, Tirhakah (Taharka), cuñado de Sabako, subió al trono y pronto
              emprendió una nueva línea de acción. No sabemos si pensó que la dominación
              etíope estaba ahora demasiado firmemente establecida en Egipto como para ser
              sacudida, o que era necesario oponerse a toda costa al creciente poder de
              Asiria; lo cierto es que bajo Tirhakah los egipcios y
              los etíopes empezaron de nuevo a dirigir sus ojos a Palestina y a inmiscuirse
              en su política.
               Asiria se
              había vuelto repentinamente formidable. Los reinos de Damasco y Samaria habían
              sido destruidos y puestos bajo un sátrapa asirio; Fenicia, Judá y los filisteos
              pagaban tributo a Nínive; y la autoridad del rey asirio era reconocida hasta el
              sur de las fronteras de Egipto. Entre Asiria, por un lado, y Egipto, por el
              otro, sólo el pequeño reino de Judá permanecía en un estado semi-independiente.
               La fortaleza
              casi inexpugnable de Jerusalén, que se alzaba en su interior, le daba una
              importancia que su pequeño tamaño y la falta de recursos no habrían justificado
              de otro modo. Es cierto que los ejércitos hostiles de Egipto y Asiria podían
              doblar el flanco de Jerusalén marchando a lo largo de la costa del mar; pero
              mientras esa fortaleza quedara desocupada era difícil, si no imposible, que
              cualquiera de las dos potencias mantuviera un control firme sobre el país al
              norte o al sur. Un ejército asirio, cuando estaba comprometido en una invasión
              de Egipto, siempre podía ser atacado en la retaguardia desde Jerusalén,
              mientras que un ejército egipcio que hubiera llegado a Fenicia siempre podía
              ser impedido de regresar a casa. Sólo con la posesión o la sumisión de
              Jerusalén podían los asirios sentirse seguros cuando atacaban Egipto, o los
              egipcios cuando marchaban hacia el norte, hacia Siria y el Éufrates. La
              potencia que deseaba dominar el Asia occidental tenía que asegurarse primero la
              ayuda o la neutralidad de la capital de Judá.
               Judá se
              encontraba, por tanto, en la situación actual de Bulgaria o Afganistán. Formaba
              lo que se ha denominado “un estado tapón”, y sus posibilidades de seguridad
              parecían consistir en enfrentar a Egipto y Asiria. Amenazados y engatusados
              alternativamente por las dos grandes potencias rivales del mundo, sus
              estadistas se inclinaban unas veces por una y otras por la otra. Egipto era la
              más cercana, y su antiguo prestigio, el recuerdo de sus antiguas conquistas en
              Palestina, y las relaciones marítimas entre el Delta y Jope, entonces como
              ahora el puerto de Jerusalén, parecían señalarlo como la potencia más
              formidable y, por tanto, más necesaria de apaciguar. Pero, por otra parte, los
              judíos no podían olvidar que hasta hacía poco tiempo Egipto se encontraba en
              una condición de desamparo y anarquía, y que incluso ahora era gobernado por
              conquistadores extranjeros; mientras que el rápido avance de Asiria, y la
              facilidad con que los ejércitos asirios habían barrido todo lo que se había
              interpuesto en su camino, hacían que el nombre del rey asirio fuera un nombre
              de terror para todos los habitantes de Palestina.
               El objetivo
              de Tirhakah era, en consecuencia, formar una liga
              contra Asiria en Palestina, de la que Jerusalén debía ser la cabeza.
               El curso de
              los acontecimientos puede trazarse claramente a partir de Isaías XXX. e Isaías XVIII, que citamos aquí íntegramente de la Versión
              Revisada :-
               “Ay de los
              hijos rebeldes, dice el Señor, que toman consejo, pero no de mí; y que se
              cubren con una cubierta, pero no de mi espíritu, para añadir pecado al pecado:
              que caminan para descender a Egipto, y no han pedido a mi boca; para
              fortalecerse en la fuerza del Faraón, y para confiar en la sombra de Egipto.
              Por tanto, la fuerza del Faraón será vuestra vergüenza, y la confianza en la
              sombra de Egipto vuestra confusión. Porque sus príncipes están en Zoán, y sus embajadores han llegado a Hanes.
              Todos ellos se avergonzarán de un pueblo que no puede aprovecharse, que no es
              ayuda ni provecho, sino vergüenza, y también oprobio.
               La
              carga de las bestias del Sur.
                   A través de
              la tierra de la angustia y de la aflicción, de donde vienen la leona y el león,
              la víbora y la serpiente voladora, llevan sus riquezas sobre los hombros de los
              asnos jóvenes, y sus tesoros sobre los racimos de los camellos, a un pueblo que
              no les aprovechará. Porque Egipto ayuda en vano y en vano; por eso la he
              llamado Rahab, la que se queda quieta. Ahora ve,
              escríbelo delante de ellos en una tabla, e inscríbelo en un libro, para que
              quede para el tiempo venidero por los siglos de los siglos. Porque es un pueblo
              rebelde, hijos mentirosos, hijos que no quieren oír la ley del Señor: que dicen
              a los videntes: No veas; y a los profetas: No nos profeticéis cosas rectas,
              habladnos cosas suaves, profetizad engaños: apartaos del camino, apartaos de la
              senda, haced que el Santo de Israel cese de delante de nosotros. Por tanto, así
              dice el Santo de Israel: Por cuanto despreciáis esta palabra, y confiáis en la
              opresión y en la perversidad, y os mantenéis en ella, esta iniquidad será para
              vosotros como una brecha a punto de caer, que se hincha en un muro alto, cuya
              rotura se produce repentinamente en un instante. Y la romperá como se rompe una
              vasija de alfarero, partiéndola en pedazos sin escatimar; de modo que no se
              hallará entre sus pedazos un tiesto para tomar fuego del hogar, ni para tomar
              agua de la cisterna. Porque así ha dicho el Señor Dios, el Santo de Israel: En
              el retorno y en el descanso seréis salvos; en la quietud y en la confianza
              estará vuestra fuerza; y no quisisteis. Pero dijisteis: “No, porque huiremos a
              caballo; por tanto, huiréis”; y: “Cabalgaremos sobre los veloces; por tanto,
              los que os persigan serán veloces. Mil huirán a la reprensión de uno; a la
              reprensión de cinco huiréis, hasta que quedéis como un faro en la cima de un
              monte, y como una bandera en una colina. Y por eso esperará el Señor, para que
              tenga misericordia de vosotros, y por eso será exaltado, para que tenga
              misericordia de vosotros: porque el Señor es un Dios de juicio; bienaventurados
              todos los que le esperan.
               Porque el
              pueblo habitará en Sión, en Jerusalén: no llorarás
              más; ciertamente tendrá piedad de ti a la voz de tu clamor; cuando oiga, te
              responderá. Y aunque el Señor te dé el pan de la adversidad y el agua de la
              aflicción, ya no se esconderán tus maestros, sino que tus ojos verán a tus
              maestros : y tus oídos escucharán una palabra detrás de ti, diciendo: Este es
              el camino, andad por él; cuando os volváis a la derecha, y cuando os volváis a
              la izquierda. Y profanaréis el recubrimiento de vuestras imágenes de plata, y
              el revestimiento de vuestras imágenes fundidas de oro : las arrojaréis como
              cosa inmunda; le diréis: Sal de aquí. Y dará la lluvia de tu semilla, con la
              que sembrarás la tierra, y el pan del producto de la tierra, y será gordo y
              abundante: en ese día tu ganado se alimentará en amplios pastos. También los
              bueyes y los asnos jóvenes que labren la tierra comerán el sabroso alimento que
              se haya aventado con la pala y con el abanico. Y habrá sobre todo monte alto, y
              sobre toda colina elevada, ríos y arroyos de aguas, en el día de la gran
              matanza, cuando caigan las torres. Además, la luz de la luna será como la luz del
              sol, y la luz del sol será siete veces mayor, como la luz de siete días, el día
              en que el Señor cure la herida de su pueblo, y sane el golpe de su herida.
               He aquí que
              el nombre del Señor viene de lejos, ardiendo con su cólera, y en espeso humo
              creciente: sus labios están llenos de indignación, y su lengua es como un fuego
              devorador: y su aliento es como un torrente desbordante, que llega hasta el
              cuello, para cribar a las naciones con el cedazo de la vanidad: y un freno que
              hace errar estará en las fauces de los pueblos. Tendréis un canto como en la
              noche cuando se celebra una fiesta santa; y alegría de corazón, como cuando se
              va con pipa a entrar en el monte del Señor, a la Roca de Israel. Y el Señor
              hará oír su voz gloriosa, y mostrará el encendimiento de su brazo, con la
              indignación de su ira, y la llama de un fuego devorador, con ráfaga, tempestad
              y granizo. Porque por la voz de Jehová será despedazado el asirio, que hería
              con vara. Y cada golpe del bastón señalado, que el Señor pondrá sobre él, será
              con tabiques y arpas: y en batallas de sacudidas peleará con ellos. Porque un Tofet está preparado desde hace mucho tiempo; sí, para el
              rey está preparado; Él lo ha hecho profundo y grande; su pila es fuego y mucha
              madera; el aliento del Señor, como una corriente de azufre, lo enciende.
               Ah, la
              tierra del susurro de las alas, que está más allá de los ríos de Etiopía: que
              envía embajadores por el mar, aun en naves de papiro sobre las aguas, diciendo:
              ¡Id, veloces mensajeros, a una nación alta y suave, a un pueblo terrible desde
              su principio en adelante; una nación que se desplaza y pisa, cuya tierra
              dividen los ríos! Todos los habitantes del mundo y los moradores de la tierra,
              cuando se alce una bandera en los montes, vedla; y cuando se toque la trompeta,
              oíd. Porque así me ha dicho el Señor: Yo estaré quieto, y miraré en mi morada;
              como calor claro en el sol, como nube de rocío en el calor de la cosecha.
              Porque antes de la siega, cuando se acabe la floración, y la flor se convierta
              en uva madura, cortará las ramitas con podaderas, y las ramas extendidas las
              quitará y las cortará. Se dejarán juntas a las aves voraces de los montes y a
              las bestias de la tierra; y las aves voraces veranearán sobre ellas, y todas
              las bestias de la tierra invernarán sobre ellas. En aquel tiempo se traerá a
              Jehová de los ejércitos un presente de un pueblo alto y suave, y de un pueblo
              terrible desde su principio; una nación que se desplaza y pisa, cuya tierra
              dividen los ríos, hasta el lugar del nombre de Jehová de los ejércitos, el monte Sión”.
               
               Al principio
              los esfuerzos de Tirhakah fueron coronados por el
              éxito. Los embajadores de Ezequías se dirigieron a Zoan y Hanes, o Herakleopolis,
              las dos capitales de Egipto en ese momento, y desde allí sus regalos al Faraón
              fueron enviados a lomos de camellos a través del desierto del sur hasta la sede
              ancestral de Tirhakah en Etiopía. No pasó mucho
              tiempo antes de que los propios enviados judíos siguieran “en embarcaciones de
              juncos”, persiguiendo al Faraón etíope hasta su propia tierra del sur, que los
              ríos dividen, con la vana esperanza de obtener ayuda de “un pueblo que no
              debería beneficiarles”.
               Mientras
              tanto, en la propia Palestina se organizó una confederación. Ezequías hizo
              valer una vez más sus derechos como soberano sobre las ciudades de los
              filisteos; el sátrapa asirio de Ascalón fue
              desplazado en favor de un tal Sedecías, cuyo nombre parece indicar su origen
              judío; y Padi, de Ecrón,
              que fue el único que se negó a romper su juramento de lealtad a Asiria, fue
              llevado a Jerusalén y allí fue encadenado. Las ciudades fenicias se unieron a
              la revuelta contra la autoridad asiria, y los reyes de Amón, Moab y Edom prometieron su ayuda. Tirhakah reunió un ejército, y se estacionó en la frontera egipcia, listo para entrar en
              Palestina cuando la ocasión lo requiriera.
               Senaquerib
              esperó casi tres años antes de considerarse suficientemente preparado para
              marchar hacia el Oeste. En el año 701 a.C. tuvo lugar la gran invasión. El
              ejército asirio estaba dirigido por hábiles generales, entrenados bajo el mando
              de Sargón, el padre y predecesor de Senaquerib, y demostró ser demasiado grande
              para ser resistido en el campo por los aliados. Las ciudades fenicias fueron
              capturadas antes de que se les pudiera prestar ayuda, y los reyes de Amón, Moab y Edom juzgaron prudente hacer la paz con el
              conquistador. Las ciudades filisteas fueron tomadas por asalto, el sur de Judá
              fue devastado, y Ezequías se vio obligado a humillarse ante el terrible
              invasor, y a solicitar el perdón mediante la rendición de Padi,
              el pago de su antiguo tributo, y la oferta de numerosos regalos. Pero
              Senaquerib era inexorable. Nada le bastaría sino la capitulación de Jerusalén,
              que habría puesto a Egipto a su merced. Tirhakah estaba muy consciente del peligro que lo amenazaba, y su ejército ya había
              salido de Egipto y había llegado a Eltekeh, en la
              parte sur de Judá. Las fuerzas asirias se dividieron ahora en dos, una parte
              fue enviada a asediar Jerusalén, mientras que el resto se esforzó por frenar el
              avance de los egipcios.
               Nada puede
              mostrar más claramente cuán grande debió ser el ejército empleado por
              Senaquerib en la campaña, y cuán grande debió ser la confianza de los líderes
              asirios en su superioridad numérica. Esa confianza no parece haber sido
              errónea, si podemos confiar en las afirmaciones de Senaquerib. Afirma haber
              derrotado al ejército egipcio en Eltekeh, capturando
              en la batalla a los capitanes etíopes y a “los hijos del rey de Egipto”. Pero
              se puede cuestionar si su éxito fue tan completo como lo representa. En
              cualquier caso, no siguió su victoria y se contentó con tomar las pequeñas
              aldeas fortificadas de Eltekeh y Timnath. Tirhakah, por otro lado, estaba lo suficientemente
              debilitado por la batalla como para verse obligado a retirarse y dejar que su
              aliado Ezequías cayera, como parecía inevitable, en manos de su enemigo.
               Fue en este
              momento, cuando toda la ayuda humana se había retirado, y sólo los muros de
              Jerusalén se interponían entre el rey judío y sus enemigos, cuando le sobrevino
              al triunfante asirio el gran desastre que se registra en las páginas de la
              Biblia. Dios declaró por boca de Isaías que defendería la ciudad y el linaje de
              David, ‘porque de Jerusalén saldrá un remanente, y los que escapen del monte Sión’. El Dios de Israel era más poderoso que el tirano
              asirio o los príncipes que había afirmado haber derrocado. Senaquerib se había
              jactado de su victoria sobre el monarca egipcio; “con la planta de sus pies”,
              había declarado, había “secado todos los brazos del Nilo de Matsor”.
              Pero aunque Tirhakah había sido expulsado de esta
              manera, dejando a su aliado Ezequías a su suerte, la ayuda divina fue prometida
              al rey judío, no por su propio bien, ya que Ezequías había confiado en el brazo
              de carne y en la caña magullada de Egipto, sino por el bien del propio Señor y
              de su siervo David. Así pues, “el ángel del Señor salió e hirió en el
              campamento de los asirios a ciento ochenta y cinco mil”. El ejército sitiador
              fue aniquilado, y el rey asirio, que parece haber permanecido en el sur en
              guardia contra un posible retorno de Tirhakah, reunió
              apresuradamente sus fuerzas y su botín y regresó a su casa en Nínive. Al igual
              que Jerjes después de su derrota por los griegos, Senaquerib nunca se aventuró
              de nuevo en la tierra donde se había encontrado con un derrocamiento tan importante.
              Mientras vivió, Jerusalén no fue molestada por los asirios.
               La
              liberación del invasor fue reclamada por los egipcios por la piedad de su
              propio rey. Los guías que mostraron a Herodoto las
              antigüedades de Menfis le contaron que cuando Senaquerib, “el rey de los árabes
              y asirios”, atacó el país, éste fue gobernado, no por un monarca de la línea
              real, sino por un sacerdote de Ptah llamado Sethos,
              que privó a la clase militar de las tierras que les habían asignado los reyes
              anteriores. En consecuencia, se negaron a luchar contra el enemigo, y le
              dejaron que se opusiera a Senaquerib lo mejor que pudo con , un ejército de
              artesanos y comerciantes. Entonces Sethos entró en la
              casa de su dios, y lloró y rezó ante la imagen, hasta que cayó en un profundo
              sueño, durante el cual Ptah se reveló al durmiente y le prometió la victoria
              sobre el enemigo. La promesa se cumplió rápidamente. Cuando el ejército asirio
              estaba todavía acampado en Pelusion, en las fronteras
              de Egipto, un ejército de ratones entró en su campamento mientras dormían y
              royó las cuerdas de sus arcos, de modo que al día siguiente fueron una presa
              fácil para los seguidores del rey egipcio.
               La leyenda
              ha sido claramente modelada sobre la historia registrada en la Biblia, incluso
              el carácter sacerdotal de Sethos está basado en las
              reformas religiosas de Ezequías; y la vanidad egipcia se ha halagado a sí misma
              no sólo reclamando el crédito de derrocar a los asirios, sino también ignorando
              el hecho de que Egipto en la época de la campaña de Senaquerib estaba gobernado
              por un conquistador etíope. No hace falta decir que la historia auténtica no
              sabe nada de Sethos, mientras que la historia de los
              ratones fue sugerida a los guías de Heródoto por la figura de un ratón en las
              manos de un dios cuya imagen se le mostró en Menfis.
               No sabemos
              si Tirhakah hizo un esfuerzo por recuperar la antigua
              influencia de Egipto en Palestina, tras la retirada de Senaquerib. En cualquier
              caso, no parece haber ninguna referencia a nada de este tipo en las profecías
              de Isaías o Miqueas. Es probable que la derrota que sufrió en Eltekeh haya debilitado demasiado su poder como para
              permitirle hacer algo más que confirmar su propia autoridad en Egipto. Ezequías
              murió cinco años después del derrocamiento asirio (696 a.C.), y la llegada de
              su hijo Manasés, a la temprana edad de doce años, trajo consigo todos los males
              de una minoría de edad, que se vieron incrementados por su recaída en la
              idolatría. Los amigos y consejeros que habían rodeado a su padre fueron
              destituidos o ejecutados, pues ‘Manasés derramó mucha sangre inocente, hasta
              llenar Jerusalén de punta a punta’. La persecución fue especialmente severa
              contra los profetas que denunciaban sus idolatrías y la profanación del templo
              del Señor. Por lo tanto, es posible que los problemas internos de Judá y la
              pérdida del prestigio que había rodeado el nombre de Ezequías hayan tentado a Tirhakah a establecer su influencia en Jerusalén. Ninguno
              de los profetas que vivieron en la primera parte del reinado de Manasés nos ha
              dejado restos; Isaías. Miqueas y Oseas terminaron su ministerio público durante
              el reinado de Ezequías. Por consiguiente, los registros judíos no arrojan
              ninguna luz sobre la cuestión. Es cierto que en una estatua del Museo de Bulak, Tirhakah afirma haber
              conquistado a los Khita o sirios, así como al pueblo
              de Arvad; pero el escriba puede haber estado
              simplemente repitiendo el lenguaje utilizado por un rey anterior. Todo lo que
              sabemos con certeza es que Manasés era un vasallo tributario de Esarhaddón, que
              sucedió a su padre Senaquerib en el año 681 a.C., y que, en consecuencia, la
              independencia de Judá del yugo asirio, tan exitosamente lograda por Ezequías,
              no fue de larga duración.
               El primer
              resultado de la renovación de la autoridad e influencia asiria en Judá fue la
              invasión de Egipto por el rey asirio. Esta vez el ataque tuvo éxito. Tirhakah había persuadido a Baal de Tiro para que se rebelara contra Esarhaddón y pusiera la flota fenicia a su
              disposición. Pero Esarhaddón bloqueó Tiro con una parte de sus fuerzas,
              mientras que con el resto marchó hacia el sur, hacia las fronteras de Egipto.
              No encontró resistencia en el camino, y su ejército fue abastecido de agua en
              su marcha a través del desierto por un jefe beduino. Tirhakah fue derrotado en una batalla campal y huyó a Tebas, dejando a Menfis, con sus
              esposas y concubinas, sus oficiales y su tesoro, a merced de Esarhaddón. El
              monarca asirio dividió el país en veinte satrapías, colocando la mayoría de
              ellas bajo príncipes nativos, pero llenando ciertos puestos con guarniciones
              asirias.
               Tirhakah no permaneció mucho
              tiempo tranquila. En el año 669 a.C. murió Esarhaddón, y su hijo y sucesor
              Asurbanipal tuvo que sofocar una revuelta egipcia. Tirhakah había regresado al norte y había entrado triunfante en Menfis, expulsando a la
              guarnición asiria ante él. Pero su triunfo duró poco. La aproximación del
              ejército asirio le obligó a retirarse una vez más, y en esta ocasión no
              encontró un lugar de refugio hasta que llegó a la capital etíope, Napata. Sin
              embargo, continuó intrigando con los príncipes egipcios, y en poco tiempo
              Egipto se vio de nuevo entregado a la guerra y a la confusión. Sais y otras ciudades que habían encabezado el brote fueron
              tomadas por asalto, y sus líderes enviados encadenados a Nínive. Tirhakah, que había avanzado hasta Menfis, fue expulsado al
              Sudán, donde murió poco después, tras un reinado de veintiséis años. Su sucesor
              fue Rut-Amón, hijo de Sabako, que reanudó la guerra contra los asirios. Tebas
              le abrió sus puertas y la guarnición asiria fue expulsada de Menfis. Pero un ejército
              asirio no tardó en entrar en Egipto, y los soldados egipcios huyeron ante sus
              terribles antagonistas. Los pequeños reyes que habían tomado parte en la
              insurrección fueron castigados, y las fuerzas asirias remontaron el río hasta
              Tebas, donde se infligió una temible venganza a la desafortunada ciudad. Sus
              templos y palacios fueron destruidos, sus innumerables tesoros se llevaron y
              dos obeliscos, de setenta toneladas de peso, fueron enviados como trofeos a
              Nínive. Tebas nunca se recuperó del golpe. La ruina de sus poderosos templos se
              remonta en su mayor parte a su derrocamiento por los asirios, y la antigua
              capital de Egipto se hundió gradualmente hasta convertirse en una pequeña
              aldea. No es de extrañar que Nahum, escribiendo cuando las noticias del acontecimiento
              aún resonaban en los oídos de las naciones vecinas, se preguntara si Nínive era
              “mejor que No de Amón”, para que se librara de la destrucción que había
              provocado en la ciudad egipcia. Etiopía y Egipto fueron su fuerza, y fue
              infinita ; los hombres de Somalia (Punt) y de Libia
              fueron sus ayudantes. Sin embargo, fue llevada, fue cautiva. Cuando Egipto
              recuperó su independencia bajo Psammetikhos (660
              a.C.), y se sacudió para siempre el yugo asirio, ya no fue en Tebas, sino en
              las ciudades del norte, donde se fijó la sede del imperio renovado.
               Isaías había
              previsto en visión profética los desastres que iban a sobrevenir a los
              egipcios. El Rab-shakeh de Asiria había advertido a
              los judíos que no debían confiar en el bastón de su caña rota, pero Isaías
              había descrito en lenguaje claro los problemas que Egipto iba a experimentar
              tan pronto. Citamos de nuevo sus palabras:
               La
              carga de Egipto.
               “He aquí que
              el Señor cabalga sobre una nube veloz, y viene a Egipto; y los ídolos de Egipto
              se conmoverán ante su presencia, y el corazón de Egipto se derretirá en medio
              de ella. Y despertaré a los egipcios contra los egipcios; y lucharán cada uno
              contra su hermano, y cada uno contra su vecino; ciudad contra ciudad, y reino
              contra reino. Y el espíritu de Egipto será anulado en medio de él, y destruiré
              su consejo; y buscarán a los ídolos, a los encantadores, a los que tienen
              espíritus familiares y a los magos. Y entregaré a los egipcios en manos de un
              señor cruel; y un rey feroz se enseñoreará de ellos, dice el Señor, el Señor de
              los ejércitos. Y las aguas faltarán del mar, y el río se perderá y se secará. Y
              los ríos apestarán; los arroyos de Egipto se agotarán y se secarán: los juncos
              y las banderas se marchitarán. Las praderas junto al Nilo, junto a la orilla del
              Nilo, y todo lo que se siembra junto al Nilo, se secarán, serán ahuyentados y
              no existirán más. También los pescadores se lamentarán, y todos los que echan
              el anzuelo al Nilo se lamentarán, y los que tienden las redes sobre las aguas
              languidecerán. Además, se avergonzarán los que trabajan el lino peinado y los
              que tejen telas blancas. Y sus columnas se romperán en pedazos, todos los que
              trabajan por cuenta ajena se afligirán de alma. Los príncipes de Zoán son completamente insensatos; el consejo de los más sabios
              consejeros de Faraón se ha convertido en una locura: ¿cómo decís a Faraón: Yo
              soy hijo de sabios, hijo de reyes antiguos? ¿Dónde están, pues, tus sabios? y
              que te lo digan ahora; y que sepan lo que Jehová de los ejércitos ha dispuesto
              sobre Egipto. Los príncipes de Zoán se han vuelto
              necios, los príncipes de Noph están engañados; ellos
              han hecho extraviar a Egipto, que son la piedra angular de sus tribus. El Señor
              ha mezclado un espíritu de perversidad en medio de ella, y han hecho que Egipto
              se extravíe en toda su obra, como el borracho se tambalea en su vómito. Ni
              habrá para Egipto obra alguna, que pueda hacer cabeza o cola, rama de palma o
              junco.
               En aquel día
              Egipto será como las mujeres: y temblará y temerá a causa de la sacudida de la
              mano de Jehová de los ejércitos, que él sacudirá sobre él. Y la tierra de Judá
              se convertirá en un terror para Egipto, todo aquel a quien se le mencione
              tendrá miedo, a causa del propósito de Jehová de los ejércitos, que se propone
              contra ella.
               En aquel día
              habrá cinco ciudades en la tierra de Egipto que hablen la lengua de Canaán y
              juren por el Señor de los ejércitos; una se llamará La ciudad de la
              destrucción.
               En aquel día
              habrá un altar a Jehová en medio de la tierra de Egipto, y una columna a Jehová
              en su frontera. Y será por señal y por testimonio a Jehová de los ejércitos en
              la tierra de Egipto: porque clamarán a Jehová a causa de los opresores, y él
              les enviará un salvador y un defensor, y los librará. Y Jehová será conocido en
              Egipto, y los egipcios conocerán a Jehová en aquel día; y adorarán con
              sacrificio y ofrenda, y harán voto a Jehová, y lo cumplirán. Y Jehová herirá a
              Egipto, hiriendo y sanando; y volverán a Jehová, y él será rogado por ellos, y
              los sanará.
               En aquel día
              habrá un camino elevado de Egipto a Asiria, y el asirio entrará en Egipto, y el
              egipcio en Asiria; y los egipcios adorarán con los asirios.
               En aquel día
              Israel será el tercero con Egipto y con Asiria, una bendición en medio de la
              tierra: porque Jehová de los ejércitos los ha bendecido, diciendo: Bendito sea
              Egipto mi pueblo, y Asiria la obra de mis manos, e Israel mi heredad”.
               La tierra de
              Judá debía ser así un terror para Egipto; pues era de Judá de donde debían
              marchar las huestes destructoras de Asiria, seguras de la sumisión del rey vasallo
              de Jerusalén. Lejos de poder prestar ayuda a Judá, Egipto debía considerar a
              Judá como un vecino formidable. El partido judío, por lo tanto, que buscaba una
              alianza con Egipto, perseguía una política que, tanto por razones humanas como
              divinas, era completamente fatal. Este partido gozaba de gran popularidad en la
              época de Ezequías; parecía abogar por la única línea de política que podía
              asegurar la independencia del Estado judío, y la oposición y las palabras de
              advertencia de Isaías fueron ignoradas.
               Pero los
              acontecimientos demostraron que tenía razón. La alianza con Egipto, que había
              sido comprada con los tesoros de Jerusalén, y el penoso viaje de los
              embajadores judíos al corazón de Etiopía, fue destrozado por la batalla de Eltekch, mientras que el derrocamiento del ejército de
              Senaquerib ante Jerusalén demostró que la confianza en su Dios era la única
              defensa que necesitaban los gobernantes de Judá, y que su fuerza era, como
              había declarado Isaías, "quedarse quieto". A partir de ese momento, y
              hasta la muerte de Ezequías, no hubo más esfuerzos para conseguir una alianza
              egipcia, y los últimos años de Isaías se vieron animados por la conciencia de
              que la política que había predicado y por la que había luchado había triunfado
              por fin. Durante casi un siglo Egipto desapareció del horizonte político de los
              judíos.
               
               CAPÍTULO
              III.
               ASIA
               
               CUANDO nació
              Isaías, el nombre de Asiria no excitaba sentimientos de terror o aprensión en
              la mente del judío. Se recordaba que un rey asirio había marchado una vez con
              sus ejércitos hacia el oeste y había exigido tributo no sólo a las ciudades de
              Fenicia, sino también a Jehú de Israel, y que en un período posterior (804 a.
              C.) otro rey asirio había tomado por asalto la ciudad de Damasco; pero tales
              acontecimientos no habían dejado ninguna impresión duradera en el mapa político
              de Palestina, y ningún ejército asirio se había acercado a la frontera del
              propio reino de Judá. Todo lo que se sabía en Occidente sobre Asiria era que
              estaba en decadencia. La antigua dinastía de reyes había perdido su carácter
              militar, y las tropas asirias tenían una dura lucha para mantener las fronteras
              del norte del reino contra los ataques de Ararat o Van. Pero en el año 745 a.C.
              se produjo un acontecimiento que tuvo un profundo efecto en el curso de la
              historia de Asia occidental. El último monarca de la antigua línea murió o fue
              ejecutado, y el trono fue tomado por un aventurero militar llamado Pulu o Pul,
              que tomó el nombre de Tiglatpileser III.
               Este
              Tiglatpileser era un hombre de gran habilidad y fuerza de carácter. Sobresalió
              como comandante; igualmente sobresalió como administrador y organizador civil.
              Bajo su mando, el ejército asirio volvió a ser el azote de las naciones
              circundantes; nada pudo resistirse a él; y las ligas que se formaron contra el
              avance de la ambición asiria se dispersaron como rastrojos al viento. El nuevo
              rey asirio y sus generales obtuvieron una victoria tras otra. Pero sus campañas
              no eran meras incursiones para el saqueo, como las de los anteriores soberanos
              asirios; todas estaban concebidas con un objeto definido y se llevaban a cabo
              según un plan definido. Tiglatpileser decidió fundar un imperio en Asia
              occidental que abarcara todo el mundo civilizado y cuyo centro fuera Nínive.
              Era una idea nueva en la historia. Hasta entonces un conquistador real se había
              contentado con exigir un tributo, que era pagado por el pueblo conquistado
              mientras el ejército extranjero estaba cerca de él, y rechazado tan pronto como
              se retiraba. Los distritos conquistados tenían que ser reconquistados una y
              otra vez; nunca se unían al poder conquistador y formaban un imperio homogéneo.
              Fundar un imperio así fue la tarea emprendida por Tiglatpileser. Lentamente,
              pero con seguridad, extendió el dominio asirio, convirtiendo los países
              conquistados en provincias asirias bajo sátrapas asirios nombrados por el
              propio rey supremo. Los impuestos que debían pagar las satrapías recién
              constituidas fueron cuidadosamente repartidos y se organizó una gran burocracia
              civil que tenía su centro y su cabeza en Nínive. Por primera vez en la historia
              del mundo se formó la idea de la centralización imperial y se intentó llevarla
              a la práctica.
               El segundo
              imperio asirio, fundado por Tiglatpileser, fue por tanto un nuevo experimento
              en la historia política. Marca el comienzo de una nueva era. Basado en la
              agresión militar, fue consolidado y llevado a cabo por la ley civil. Debía
              haber una ley y un gobierno en todo el mundo, un monarca supremo al que
              obedecer, una deidad suprema -Asur, el dios nacional de Asiria- a la que
              venerar.
               Isaías no
              era muy viejo antes de que Judá tuviera razones para saber que un nuevo y
              terrible poder había surgido en las orillas del Tigris. En el año 742 a.C. se
              produjo el primer contacto entre Judá y Asiria. El contacto fue hostil.
              Tiglatpileser amenazó a Hamat, que había encontrado
              un aliado en Azarías de Jerusalén. Desde la época de David siempre hubo
              relaciones amistosas entre Hamat y Judá. Cada uno de
              ellos tenía un enemigo común en el poder intermedio de Siria. El derrocamiento
              del príncipe sirio Hadadezer había propiciado una
              alianza entre Tou de Hamat y el conquistador judío, y cuando el reino de Damasco se estableció sobre las
              ruinas del imperio de David, podemos deducir de 2 Reyes XIV. 28 que en los días
              de Jeroboam II seguía existiendo un vínculo peculiar de unión entre Hamat y Judá. El mismo hecho aparece muy claramente en los
              monumentos asirios. El pueblo de Hamat, como
              aprendemos de ellos, fue apoyado en su resistencia a Asiria por Azarías, el rey
              judío, y en consecuencia diecinueve distritos de Hamat,
              ‘que en su maldad habían conspirado con Azarías’, fueron invadidos por las
              tropas asirias y puestos bajo un gobernador asirio.
               Sin embargo,
              mientras duró el rico y poderoso reino de los hititas, con su capital,
              Carchemish, que comandaba los vados del Éufrates y el camino alto hacia el
              oeste, fue imposible para el monarca asirio establecer su autoridad firmemente
              en Siria y Palestina. Pero Carchemish había sido debilitada por las divisiones
              intestinas de los estados hititas, así como por los ataques desde el exterior,
              y, a pesar de la ayuda que le prestaron las tribus hititas más salvajes de las
              montañas del norte, el día de su derrocamiento final estaba cerca.
              Tiglatpileser pudo descuidarla por el momento y concentrar su atención en los
              asuntos de Damasco y Fenicia.
               En el año
              738 a.C. le encontramos recibiendo tributos de Menahem de Samaria, Rezón de Damasco e Hiram de Tiro. El pago del tributo implicaba la
              admisión de la autoridad suprema del rey asirio, y demostraba que en ese
              momento los príncipes sirios estaban plenamente conscientes de los peligros que
              los amenazaban por parte de Asiria. Pronto dieron otra prueba de su ansiedad a
              este respecto. El trono de Israel estaba ocupado en ese momento por Pekah, un exitoso general que había asesinado a su
              predecesor, pero que era evidentemente un hombre vigoroso y capaz. Él y Rezón
              se esforzaron por formar una confederación de los estados sirio y palestino
              contra su enemigo común asirio. Para lograr su objetivo, consideraron necesario
              desplazar al rey reinante de Judá, Acaz, y sustituirlo por una criatura de su
              propiedad. Este último es llamado “el hijo de Tabeel”,
              un nombre que parece ser de origen sirio, y por lo tanto indica que su portador
              era sirio de nacimiento. Pero el pueblo de Judá se unió a la casa de David, a
              pesar del carácter débil e indigno de su representante, y los aliados se vieron
              obligados a recurrir a las armas para imponer su candidato en Jerusalén. Fueron
              ayudados por un grupo de descontentos en el propio Judá, y la posición de Acaz
              parecía desesperada. Sus fuerzas habían sido derrotadas en el campo de batalla,
              el ejército sirio se había abierto paso hasta el extremo sur del país, e
              incluso había arrebatado a Judá su puerto naval de Elat,
              en el golfo de Acaba, mientras que los filisteos habían aprovechado la ocasión
              para invadir y anexionar las ciudades judías vecinas. En este momento de
              peligro, Isaías recibió instrucciones de reunirse con Acaz y consolarlo. Le
              pidió que “no temiera ni se acobardara”, pues la confederación contra la
              dinastía de David sería rota y derribada. Todo lo que se le pedía a Acaz era
              que “estuviera tranquilo”, que adoptara una política de paciente expectación;
              que esperara el momento en que Damasco y Samaria fueran destruidas por el poder
              asirio que en vano intentaban detener. Pero Acaz ya había decidido la política
              que pensaba seguir. No tenía fe en el profeta ni en el mensaje que se le había
              encomendado. Vio la seguridad en un solo camino: el de invocar la ayuda del rey
              asirio, y sobornarlo mediante la oferta de homenaje y tributo para que marchara
              contra sus enemigos.
               En vano
              Isaías denunció una política tan suicida y antipatriótica. En vano predijo que
              cuando Damasco y Samaria hubieran sido aplastadas, la siguiente víctima del rey
              asirio sería el propio Judá. El encaprichado Acaz no quiso escuchar. Envió
              mensajeros a Tiglatpileser, rey de Asiria, diciendo: “Yo soy tu siervo y tu
              hijo: sube y sálvame de la mano del rey de Siria y de la mano del rey de
              Israel, que se levantan contra mí”.
               Tiglatpileser
              estaba dispuesto a obedecer. Había estado buscando una oportunidad para interferir
              en Occidente, y el rey judío se la brindó. Ahora podía hacer marchar a sus
              ejércitos más allá de la fortaleza hitita de Carchemish, y proceder
              tranquilamente a la conquista de Siria, con la seguridad de que la fortaleza
              igualmente importante de Jerusalén estaba de su lado, impidiendo que los
              egipcios acudieran en ayuda del príncipe sirio. Acaz permitió así a
              Tiglatpileser llevar a cabo con relativamente poca dificultad lo que de otro
              modo habría sido un trabajo lento y arduo. Al mismo tiempo, al reconocerse
              voluntariamente como vasallo de Asiria, estableció un yugo duradero sobre su
              país y sus sucesores, e hizo que todos los futuros intentos de independencia
              fueran rebeliones contra su señor feudal.
               En los
              anales fragmentarios de Tiglatpileser, Acaz es llamado Joacaz,
              un nombre que significa ‘el Señor se ha apoderado’. Es evidente, por tanto, que
              los historiadores sagrados han privado al nombre del rey judío del elemento
              divino (Jeho) que consideraban que había profanado.
               Su tributo
              fue pagado en el año 734 a.C. El rey asirio debía estar ya en Occidente. Por lo
              tanto, no perdió mucho tiempo en lanzar sus fuerzas sobre los poderes
              confederados de Damasco y Samaria. Rezón fue derrotado en una batalla decisiva,
              sus carros destruidos, sus capitanes capturados y empalados, y él mismo se vio
              obligado a huir para refugiarse en su capital, Damasco. Aquí fue estrechamente
              asediado por una parte del ejército asirio, y los hermosos jardines que
              rodeaban la ciudad fueron despojados de sus árboles para utilizarlos en el
              asedio. Tiglatpileser, con el resto de sus tropas, llevó el fuego y la espada a
              través de los dieciséis distritos de Siria, y luego procedió a caer sobre
              Samaria. La parte norte del país fue invadida, y las tribus del lado oriental
              del Jordán fueron llevadas al cautiverio. Galaad y Abel-beth-Maachath se encuentran entre los lugares mencionados por su
              nombre en los anales asirios como saqueados, de acuerdo con la declaración de 2
              Reyes XV. 29. El monarca asirio prosiguió ahora su marcha victoriosa hacia el
              sur. Amón y Moab, que habían ayudado a Israel y Siria
              en su asalto a Judá, fueron obligados a someterse, y se enviaron tropas contra
              Edom y la reina de los árabes, que también habían participado en la guerra
              contra Acaz. A continuación, Tiglat-pileser se
              dirigió hacia el oeste, hacia la costa del mar, para castigar a los filisteos.
              Su antigua hostilidad hacia la monarquía judía les había llevado sin duda a
              apoyar a Rezón, ya que la debilidad de Judá les brindaba la oportunidad de
              deshacerse del yugo judío. Habían encontrado un líder en Janún o Hanno de Gaza, que escapó a Egipto al acercarse el
              ejército asirio, dejando su ciudad a merced del enemigo. Tiglatpileser se
              contentó con someterla a tributo, llevarse sus dioses y erigir una imagen suya
              en el templo de Dagón. Ecrón y Asdod fueron castigadas al mismo tiempo, y Metinti, de Ascalón, se suicidó
              para escapar de la venganza del conquistador. Como no se menciona Gat, parece que ya había desaparecido de la historia.
               Desde las
              ciudades de Filistea, Tiglatpileser se abrió paso hacia el territorio de
              Israel. Peka quedó ahora desprovisto de aliados, y
              enfrentado al irresistible conquistador. Samaria no tardó en caer en manos de
              los asirios, y Peka fue condenado a muerte. Según
              Tiglatpileser, la ejecución fue por orden suya. Oseas fue nombrado en su lugar
              como vasallo tributario de Asiria. El Antiguo Testamento nos informa de que el
              instrumento para llevar a cabo las órdenes del rey asirio fue el propio Oseas,
              hijo de Ela (2 Reyes XV. 30).
               Mientras
              tanto, Damasco se había rendido por fin, tras un asedio de dos años (732 a.C.).
              Rezón fue asesinado, sus súbditos transportados a Kir (2 Reyes XVI. 9), y los príncipes vecinos fueron convocados a su palacio, para
              rendir homenaje al rey asirio. Entre los que acudieron estaba Acaz de Judá, en
              compañía de Sanib de Amón, Salomón o Salmán de Moab, Kavus-melec de Edom y Hanno de
              Gaza, que había logrado una reconciliación entre él y “el gran rey”.
               Fue durante
              su estancia en Damasco cuando Acaz vio el altar del que envió un modelo al
              sacerdote Urías en Jerusalén. Sin duda había sido dedicado a Rimón, el dios-sol de Siria, y fue este altar de una deidad
              pagana y vencida el que Acaz, fascinado tal vez por su tamaño, decidió ahora
              sustituir por el altar de bronce del templo del Señor. Antes de su regreso a
              Jerusalén, el sumiso sacerdote llevó a cabo sus instrucciones. El nuevo altar
              se instaló delante del santuario, y el más antiguo se trasladó a su lado norte.
              Acaz ofreció en él un sacrificio solemne, en conmemoración de su regreso en
              “paz”, y ordenó a Urías que en adelante quemara en él “el holocausto de la
              mañana y la ofrenda de la tarde, el holocausto del rey y su ofrenda, con el
              holocausto de todo el pueblo de la tierra, su ofrenda y sus libaciones”,
              mientras que el altar de bronce se reservó para los fines de un oráculo, donde
              Acaz podría “consultar” la voluntad del Cielo (2 Reyes XVI. 10-16).
               Este altar
              sirio, sin embargo, no fue el único fruto de la visita de Acaz a Damasco. En
              Isaías XXXVIII. 8 se habla del “reloj solar de Acaz”, y es difícil no ver en
              ello una prueba de la influencia asiria. Los babilonios eran famosos en todo el
              mundo antiguo por sus conocimientos astronómicos, y se les atribuye la
              invención del gnomon o reloj solar. En astronomía, como en otras ramas del
              saber, los asirios fueron alumnos de los babilonios, y a través de los asirios
              la forma y el uso del reloj solar podrían haber sido fácilmente conocidos por
              el rey judío. Es posible que la biblioteca de Jerusalén, donde, como aprendemos
              de Prov. XXV. 1, se empleaban escribas para copiar y editar obras antiguas,
              como los escribas de las bibliotecas asiria y babilónica, fuera también fundada
              por Acaz. En cualquier caso, parece haber tenido su origen en el contacto con Asiria,
              del que Acaz fue el primer responsable, y que condujo en cierta medida al
              estallido de la actividad literaria que marcó la época de Isaías.
               Durante casi
              seis años Oseas permaneció fiel a Asiria. Pero en el año 727 a.C. murió
              Tiglatpileser, y el trono fue ocupado por un general del ejército, que tomó el
              nombre de Salmanasar IV. El segundo imperio asirio se había fundado sobre la
              usurpación y la fuerza militar, y lo que su fundador había logrado con éxito,
              otros generales pensaron que también podrían lograrlo. El momento parecía
              propicio para que Oseas renunciara a su lealtad a los asirios. En tiempos
              anteriores, una conquista lejana había sido retenida por ellos sólo mientras el
              conquistador vivía o tenía energía y poder suficientes para castigar cualquier
              intento de desafección. Las conquistas de los antiguos reyes asirios habían
              sido incursiones más que anexiones permanentes de territorio. Oseas sin duda
              imaginó que las conquistas de Tiglatpileser, como las de sus predecesores, se
              desvanecerían tan pronto como se retirara la mano fuerte que las había
              efectuado. Pero pronto no se engañó. Tiglatpileser había logrado establecer un
              imperio en el verdadero sentido de la palabra, y el imperio se mantenía gracias
              a un ejército permanente de soldados veteranos, comandados por hábiles
              generales que compartían las opiniones y la política del propio Tiglatpileser.
              Por lo tanto, un cambio de soberanos apenas supuso una diferencia en la
              política de Asiria. Ésta era llevada a cabo por hombres entrenados en la misma
              escuela militar y política, y empeñados en llevar a cabo los designios de su
              amo. El intento de rebelión de Oseas fue rápidamente aplastado. Incapaz de
              encontrar aliados en otra parte, se había dirigido a Sabako de Egipto y, como
              Ezequías en días posteriores, había encontrado al etíope como una caña
              magullada. Antes de que Sabako pudiera acudir en su ayuda, Oseas fue derrotado
              por el rey asirio o por sus sátrapas y encadenado. Sin embargo, las clases
              dirigentes de Samaria seguían resistiendo. Un ejército asirio, en consecuencia,
              devastó una vez más la tierra de Israel y sitió su capital.
               Durante tres
              años Samaria permaneció sin ser tomada. Entretanto había estallado otra
              revolución en Asiria; Salmanasar había muerto o había sido ejecutado, y un
              nuevo aventurero militar se había apoderado de la corona, tomando el nombre de
              Sargón, en honor a un famoso monarca de la antigua Babilonia. Sargón apenas se
              había establecido en el trono cuando cayó Samaria (722 a.C.). El botín que se
              llevó de ella muestra muy claramente la condición en que Oseas había dejado su
              reino. Acab había sido capaz de enviar 2000 carros en
              ayuda de Hadadezer en su lucha contra Asiria; ahora
              Sargón no encontró más de cincuenta en la capital israelita. Se contentó con
              transportar al cautiverio sólo a 27.280 de sus habitantes, en realidad sólo a
              las clases altas implicadas en la revuelta de Oseas. Se nombró un sátrapa
              asirio, o gobernador, sobre Samaria, mientras que al grueso de la población se
              le permitió permanecer pacíficamente en sus antiguos hogares.
               Sargón era
              un soldado rudo pero hábil, y bajo su mando el ejército asirio se volvió
              irresistible. Su reinado fue testigo de la consolidación del imperio y del
              cumplimiento de la mayor parte de los designios de Tiglatpileser. Los
              principales objetivos de su política y sus campañas militares eran dobles. Por
              un lado, pretendía convertir toda el Asia occidental en parte integrante del
              dominio asirio, desviando así el comercio marítimo de Fenicia y el comercio
              interior de los hititas a manos asirias. Por otro lado, deseaba consagrar y
              legitimar su poder con la posesión de Babilonia. Babilonia era la cuna de la
              cultura y la religión asirias; era la patria sagrada de la que Asur había
              salido en la prehistoria para construir las ciudades de Asiria. El asirio la
              consideraba como el alemán medieval consideraba a Roma; ser coronado rey en
              Babilonia daba al monarca asirio el mismo título de veneración que la
              coronación en Roma daba a un Carlomagno o a un Otón. Era el signo visible de la
              soberanía en los valles del Tigris y el Éufrates, una prueba de que Bel había
              apartado al soberano como el legítimo sucesor de los héroes y príncipes de la
              antigüedad. Lo que los reyes del segundo imperio asirio querían en cuanto a la
              legitimidad de nacimiento, trataron de obtenerlo mediante la conquista de
              Babilonia.
               Tiglatpileser
              se había hecho dueño de Babilonia inmediatamente después de su conquista de
              Damasco, y un año o dos antes de su muerte había "tomado la mano de
              Bel", una ceremonia que anunciaba al mundo que el dios principal de
              Babilonia le había aceptado como legítimo defensor de la ciudad. En Babilonia
              conservó su nombre original de Pul, ya que el de Tiglatpileser pertenecía a un
              antiguo rey de Asiria cuyas relaciones con Babilonia habían sido todo lo
              contrario de amistosas. Sargón, por otra parte, asumió un nombre que lo marcaba
              como especialmente babilónico, y en virtud de él reclamó desde el principio de
              su reinado la soberanía de Babilonia. Sin embargo, por el momento, la
              reivindicación sólo podía afirmarse, no hacerse efectiva. Babilonia había sido
              ocupada por Merodach-baladan, “el hijo de Yagina”, y jefe de una tribu caldea asentada en los
              pantanos de la desembocadura del Éufrates, que durante doce años consiguió
              mantener a raya al rey asirio. Mientras tanto, Sargón se dedicó a reforzar sus
              fronteras del norte y del este contra las tribus salvajes del Kurdistán y a
              completar el sometimiento de Asia occidental.
               Dos años
              después de la caída de Samaria (720 a.C.) fue llamado de nuevo a Occidente. Hamath se había rebelado y había
              inducido a Damasco, Arpad y Samaria a seguir su ejemplo. Se habían recibido
              promesas de ayuda de Egipto, mientras que el inquieto Janún se independizaba de Asiria. Es posible que Ezequías, que ahora había sucedido a
              su padre Acaz, también haya sido de Gaza si se hubiera declarado de nuevo
              interesado en el movimiento. En cualquier caso, el nombre del rey hamathita Yahu-bihdi, que antes
              se escribe El-bihdi, contiene el nombre del Dios de
              Israel, y la amistad entre Hamath y Judá era, como
              hemos visto, de larga data.
               Sea como
              fuere, los rebeldes no fueron rivales para el rey asirio. Yahu-bihdi fue capturado en Aroer y desollado vivo; Hamat fue colonizada por los asirios bajo un gobernador
              asirio, mientras que sus antiguos habitantes fueron trasplantados a Samaria. El
              ejército asirio marchó entonces hacia el sur; las fuerzas egipcias fueron
              derrotadas en Rafia, y Janún cayó en manos de sus
              enemigos. Durante nueve años Palestina permaneció hoscamente sumisa al dominio
              asirio.
               El intervalo
              fue aprovechado por Sargón para asegurar su camino hacia el Mediterráneo. En el
              año 717 a.C., Carchemish, la rica capital de los hititas al sur del Tauro, cayó
              en sus manos, y junto con ella el dominio del gran vado del Éufrates, y el
              comercio que pasaba por él. En vano los parientes y aliados del pueblo de
              Carchemish acudieron en su ayuda desde las regiones montañosas del norte. El
              choque de su ataque fue roto por el valor entrenado de las fuerzas asirias;
              Sargón llevó la guerra a las regiones salvajes de Asia Menor, y Carchemish
              salió para siempre de la posesión hitita. A partir de entonces se convirtió en
              la sede de un sátrapa asirio.
               Asiria
              estaba ahora conectada con sus posesiones en el Oeste por una carretera bien
              vigilada y continua. La esperanza de una resistencia exitosa a su dominación se
              había vuelto casi desesperada. Los reinos tributarios que se encontraban al sur
              de la satrapía asiria de Samaria servían sólo como una delgada pantalla de
              división entre el poder decadente de Egipto y el poderío siempre creciente y
              siempre amenazante de Nínive. En efecto, el asirio había entrado como una
              avalancha. En el sur, Merodach-baladan, respaldado
              por los ejércitos de Elam, gobernaba todavía una
              Babilonia independiente; pero a medida que pasaba el año y el poder de Sargón
              crecía y se consolidaba, veía acercarse en la distancia la perdición que le
              esperaba. No podía pasar mucho tiempo antes de que el rey asirio considerara
              que todo estaba listo para la invasión de Babilonia.
               Por ello, Merodach-baladan decidió anticiparse al ataque. En la
              monarquía vecina de Elam tenía un aliado poderoso,
              aunque poco fiable; pero su única posibilidad de resistir con éxito al invasor
              era obligarle a dividir sus fuerzas. Si podía inducir a Egipto y Palestina a
              levantarse en armas al mismo tiempo que él mismo caía sobre Sargón desde el
              sur, existía la esperanza de que el enemigo común pudiera ser aplastado, y que
              el terrible azote que estaba afligiendo a toda Asia occidental pudiera ser
              derrotado.
               En el
              decimocuarto año del reinado de Ezequías (711 a.C.), por tanto, llegaron
              embajadores de la corte de Babilonia, con el pretexto de felicitar al rey judío
              por su recuperación de la enfermedad. Sin embargo, su verdadero objetivo era
              algo muy diferente. Era concertar medidas con Ezequías para un levantamiento
              general en Occidente, y para la formación de una liga contra Sargón, que
              debería abarcar a la vez Babilonia, Palestina y Elam.
              Ezequías se sintió halagado por tal prueba de su propia importancia. Abrió las
              puertas de su arsenal y de su tesorería, y mostró a los embajadores las
              reservas acumuladas de riqueza y armas que estaba dispuesto a prodigar en la
              guerra. Isaías describe así su debilidad:-
               En aquel
              tiempo, Merodac-baladán, hijo de Baladán,
              rey de Babilonia, envió cartas y un regalo a Ezequías, pues se enteró de que
              había estado enfermo y se había recuperado. Y Ezequías se alegró de ellas, y
              les mostró la casa de sus cosas preciosas, la plata, el oro, las especias y el
              aceite precioso, y toda la casa de sus armaduras, y todo lo que se hallaba en
              sus tesoros; no hubo nada en su casa, ni en todo su dominio, que Ezequías no
              les mostrara. Entonces vino el profeta Isaías al rey Ezequías, y le dijo: ¿Qué
              han dicho estos hombres, y de dónde han venido a ti? Y Ezequías respondió: Han
              venido a mí de un país lejano, de Babilonia. Entonces él dijo: ¿Qué han visto
              en tu casa? Ezequías respondió: Han visto todo lo que hay en mi casa; no hay
              nada entre mis tesoros que no les haya mostrado. Entonces Isaías dijo a
              Ezequías: Escucha la palabra de Jehová de los ejércitos. He aquí que vienen
              días en que todo lo que hay en tu casa, y lo que tus padres han almacenado
              hasta hoy, será llevado a Babilonia; nada quedará, dice el Señor. Y de tus
              hijos que nacerán de ti, los quitarán, y serán eunucos en el palacio del rey de
              Babilonia. Entonces Ezequías dijo a Isaías: Buena es la palabra de Jehová que
              has dicho. Dijo además: Porque habrá paz y verdad en mis días.
               Aquella política
              de quietud, de “quedarse quieto”, que Isaías había predicado, fue olvidada, y
              el rey judío se mostró demasiado dispuesto a aliarse con las potencias paganas,
              a romper su palabra empeñada con Asiria, y a confiar para su salvación en “el
              brazo de la carne”. Cuando Isaías se dirigió a él con una severa reprimenda y
              la profecía de que llegaría un día en que sus tesoros serían llevados a
              Babilonia, pero en el tren de un conquistador, Ezequías agachó la cabeza en
              aparente contrición, pero no hizo ningún esfuerzo para retirarse de la
              combinación política en la que había prometido ser un actor.
               Sargón, sin
              embargo, no estaba ciego a lo que ocurría. El pretexto con el que los
              embajadores babilónicos habían buscado la corte de Ezequías no le engañó, y
              resolvió atacar antes de que el enemigo pudiera unir sus fuerzas. Palestina fue
              la primera en sufrir. Ajimit, a quien los asirios
              habían nombrado rey de Asod, había sido destronado, y
              un tal Yavan, "el griego", había sido
              puesto en su lugar, probablemente por Ezequías. Asod se convirtió así en el centro de la oposición a la autoridad asiria. Su castigo
              no se hizo esperar. Sargón barrió 'la extensa tierra de Judá,' y coaccionó a
              los edomitas y moabitas, mientras el rey etíope de Egipto se escondía tras las
              fronteras del Delta. El tartán o comandante en jefe fue enviado contra Asod; la ciudad fue capturada y arrasada, sus habitantes
              vendidos como esclavos, y el desafortunado Yavan, que
              había escapado a Egipto, fue entregado por sus cobardes huestes a la misericordia
              de su enemigo .
               El propio
              Sargón parece haber estado en ese momento en Judá. Aunque no nos ha dejado
              detalles de la campaña, más allá de la afirmación general de que invadió
              "los amplios campos de los judíos", podemos deducir de las páginas de
              Isaías que invadió la capital judía y la obligó a rendirse ante él. La profecía
              contenida en los capítulos 10 y 11 del libro del profeta parece haber sido
              pronunciada cuando el implacable asirio ya estaba en Nob,
              a un día de viaje solamente de Jerusalén. Reproducimos las palabras exactas del
              profeta, para que el lector pueda apreciar mejor la fuerza del argumento que
              aquí se expone
               ¡Oh, asirio,
              vara de mi cólera, bastón en cuya mano está mi indignación! Lo enviaré contra
              una nación profana, y contra el pueblo de mi ira le daré una carga, para tomar
              el botín, y para tomar la presa, y para hollarlos como el lodo de las calles.
              Sin embargo, él no tiene esa intención, ni su corazón piensa así, sino que está
              en su corazón destruir, y cortar naciones no pocas. Porque dice: ¿No son mis
              príncipes todos reyes? ¿No es Calno como Carchemish?
              ¿No es Hamat como Arpad? ¿No es Samaria como Damasco?
              Como mi mano halló los reinos de los ídolos, cuyas imágenes esculpidas
              superaban a las de Jerusalén y a las de Samaria, ¿no habré de hacer con
              Jerusalén y sus ídolos lo que hice con Samaria y sus ídolos?
               Por tanto,
              sucederá que cuando el Señor haya realizado toda su obra en el monte de Sion y
              en Jerusalén, castigaré el fruto del corazón robusto del rey de Asiria, y la
              gloria de sus miradas elevadas. Porque ha dicho: Con la fuerza de mi mano lo he
              hecho, y con mi sabiduría, porque soy prudente; y he removido los límites de
              los pueblos, y he robado sus tesoros, y he derribado como a un valiente a los
              que se sientan en los tronos; y mi mano ha encontrado como un nido las riquezas
              de los pueblos; y como se recogen los huevos abandonados, he recogido toda la
              tierra; y no hubo quien moviera el ala, ni abriera la boca, ni piara. ¿Se
              enorgullecerá el hacha contra el que corta con ella? ¿Se engrandecerá la sierra
              contra el que la sacude? Como si la vara sacudiera a los que la levantan, o
              como si el bastón levantara al que no es de madera.
               Por tanto,
              el Señor, el Señor de los ejércitos, enviará entre sus gordos la delgadez; y
              bajo su gloria se encenderá un ardor como el del fuego. Y la luz de Israel será
              como un fuego, y su Santo como una llama; y quemará y devorará sus espinas y
              sus cardos en un solo día. Y consumirá la gloria de su bosque, y de su campo
              fructífero, tanto el alma como el cuerpo; y será como cuando desfallece un
              abanderado. Y los restos de los árboles de su bosque serán pocos, para que los
              escriba un niño.
               Y acontecerá
              en aquel día que el remanente de Israel, y los escapados de la casa de Jacob,
              no volverán a apoyarse en el que los hirió, sino que se apoyarán en el Señor,
              el Santo de Israel, en la verdad. Un remanente volverá, el remanente de Jacob,
              al Dios poderoso. Porque aunque tu pueblo Israel sea como la arena del mar,
              sólo un remanente de él volverá; un consumo está determinado, rebosante de
              justicia. Porque una consumación, y determinada, hará el Señor, el Señor de los
              ejércitos, en medio de toda la tierra.
               Por tanto,
              así ha dicho el Señor, el Señor de los ejércitos: Pueblo mío que habitas en Sión, no temas al asirio; aunque te hiera con vara, y alce
              contra ti su bastón, a la manera de Egipto. Porque aún falta muy poco, y se
              cumplirá la indignación, y mi ira, en su destrucción. Y Jehová de los ejércitos
              levantará contra él un azote, como en la matanza de Madián en la peña de Oreb: y su vara estará sobre el mar, y la levantará a la
              manera de Egipto. Y sucederá en aquel día que su carga se apartará de tu
              hombro, y su yugo de tu cuello, y el yugo será destruido a causa de la unción.
               Ha llegado a Aiath, ha pasado por Migrón;
              en Micmas ha dejado su equipaje; han pasado el paso;
              se han alojado en Geba: Ramá tiembla; Gabaa de Saúl
              ha huido. Grita con tu voz, oh hija de Galim;
              escucha, oh Laisá; no te preocupes. ¡Oh tú, pobre
              Anatot! Madmena es un fugitivo; los habitantes de Gebim se reúnen para huir. Hoy mismo se detendrá en Nob: agitará su mano en el monte de la hija de Sión, en la colina de Jerusalén.
               He aquí que
              el Señor, el Señor de los ejércitos, cortará las ramas con espanto; y los altos
              de estatura serán cortados, y los encumbrados serán abatidos. Y cortará con
              hierro los matorrales del bosque, y el Líbano caerá por un poderoso.
               Y saldrá un
              vástago del tronco de Jesé, y una rama de sus raíces dará fruto; y el Espíritu
              del Señor reposará sobre él, el espíritu de la sabiduría y de la inteligencia,
              el espíritu del consejo y de la fuerza, el espíritu del conocimiento y del
              temor del Señor; y su delicia será el temor del Señor: y no juzgará según la
              vista de sus ojos, ni reprenderá según la escucha de sus oídos; sino que con
              justicia juzgará a los pobres, y reprenderá con equidad a los mansos de la
              tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el aliento de sus
              labios matará a los impíos. Y la justicia será el cinturón de sus lomos, y la
              fidelidad el cinturón de sus riendas. Y el lobo habitará con el cordero, y el
              leopardo se acostará con el cabrito; y el ternero y el leoncillo y el cebón
              juntos; y un niño pequeño los guiará. Y la vaca y la osa se alimentarán; sus
              crías se acostarán juntas; y el león comerá paja como el buey. Y el niño de
              pecho jugará en la madriguera del áspid, y el destetado pondrá su mano en la
              guarida del basilisco. No harán daño ni destruirán en todo mi santo monte;
              porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren
              el mar.
               Y acontecerá
              en aquel día que la raíz de Jesé, que está por bandera de los pueblos, a él
              buscarán las naciones; y su lugar de reposo será glorioso.
               Y acontecerá
              en aquel día que el Señor volverá a poner su mano por segunda vez para recobrar
              el remanente de su pueblo que quede, de Asiria, de Egipto, de Patros, de Cus, de Elam, de Sinar, de Hamat y de las islas
              del mar. Y levantará una bandera para las naciones, y reunirá a los desterrados
              de Israel, y reunirá a los dispersos de Judá desde los cuatro rincones de la
              tierra. La envidia de Efraín desaparecerá, y los que molestan a Judá serán
              eliminados: Efraín no envidiará a Judá, y Judá no vejará a Efraín. Y volarán
              sobre el hombro de los filisteos del occidente; juntos saquearán a los hijos
              del oriente; extenderán su mano sobre Edom y Moab, y
              los hijos de Amón les obedecerán. Y el Señor destruirá por completo la lengua
              del mar egipcio; y con su viento abrasador agitará su mano sobre el río, y lo
              dividirá en siete arroyos, y hará marchar a los hombres sobre los pies secos. Y
              habrá un camino elevado para el remanente de su pueblo, que permanecerá, desde
              Asiria; como lo hubo para Israel el día que salió de la tierra de Egipto.
               Ahora bien,
              esta descripción no puede aplicarse al posterior avance asirio sobre Jerusalén
              en la época de Senaquerib; éste se hizo desde el suroeste, desde la dirección
              de Laquis y Libna, no desde el noreste, a lo largo
              del camino alto que conducía desde Siria y Samaria, y condujo a un ejército
              invasor más allá de Micmas y Ramá, Anatot y Nob. Además, el tono adoptado por Isaías es muy diferente
              al de la profecía que se le encargó cuando las huestes de Sennacherib
              amenazaban la ciudad sagrada. Entonces, Hezequías y
              su pueblo se sintieron alentados por la promesa de que el enemigo sería
              completamente derrotado; ahora, por el contrario, el profeta declara que el
              asirio es la vara de la ira de Dios, y que aunque un remanente regresará, y el
              opresor será castigado, sólo será cuando la medida del castigo de Dios a su
              pueblo sea completa, cuando hayan sido pisoteados como el fango en las calles,
              y cuando los altos de estatura hayan sido cortados. El contenido de la profecía
              también apunta inequívocamente a la época de Sargón. El rey asirio se jacta de
              sus conquistas de Carquemis y Hamat,
              de Arpad, Damasco y Samaria, todas ellas conquistas de Sargón, no de su hijo
              Sennacherib.
               La “carga"”
              contenida en el capítulo 22 también parece pertenecer a la época de Sargón. De
              nuevo reproducimos las palabras de Isaías :-
               La
              carga del valle de la visión.
               “¿Qué te
              aflige ahora, que has subido por completo a los tejados? Oh, tú que estás llena
              de gritos, una ciudad tumultuosa, una ciudad alegre; tus muertos no son muertos
              con la espada, ni son muertos en la batalla. Todos tus gobernantes huyeron
              juntos, fueron atados por los arqueros; todos los que fueron encontrados en ti
              fueron atados juntos, huyeron lejos. Por eso dije: "No me mires, voy a
              llorar amargamente; no te esfuerces en consolarme, por el despojo de la hija de
              mi pueblo. Porque es día de desazón, de holladura y de perplejidad, de parte de
              Jehová, de Jehová de los ejércitos, en el valle de la visión; derribo de los
              muros, y clamor a los montes. Y Elam llevó la aljaba,
              con carros de hombres y jinetes; y Kir descubrió el
              escudo. Y sucedió que tus valles más selectos se llenaron de carros, y la gente
              de a caballo se dispuso a la puerta. Y quitó la cubierta de Judá; y miraste en
              aquel día la armadura en la casa del bosque. Y visteis las brechas de la ciudad
              de David, que eran muchas; y recogisteis las aguas del estanque inferior. Y
              contasteis las casas de Jerusalén, y derribasteis las casas para fortificar el
              muro. Hicisteis también un depósito entre los dos muros para el agua del
              estanque viejo; pero no mirasteis al que había hecho esto, ni tuvisteis respeto
              al que lo había hecho hace tiempo. Y en aquel día el Señor, el Señor de los
              ejércitos, llamó al llanto, y al luto, y a la calvicie, y a ceñirse de cilicio:
              y he aquí alegría y gozo, matando bueyes y matando ovejas, comiendo carne y
              bebiendo vino: comamos y bebamos, porque mañana moriremos. Y el Señor de los
              ejércitos se reveló a mis oídos: Ciertamente esta iniquidad no será purgada de
              vosotros hasta que muráis, dice el Señor, el Señor de los ejércitos”.
               
               Aquí se le
              revela a Isaías que la iniquidad de los habitantes de Jerusalén no será purgada
              hasta que mueran, y se representa que todas las agonías de un asedio prolongado
              ya han sido soportadas. Los gobernantes de la ciudad han huido del enemigo, sus
              calles están llenas de cadáveres de los que han muerto de hambre, las huestes
              de Asiria ocupan los valles que la rodean, y el pueblo, en su desesperación, ha
              ahogado sus temores en una última algarabía, diciendo: "Comamos y bebamos,
              porque mañana moriremos". Ninguna parte de este cuadro es aplicable a la
              campaña de Senaquerib, cuando el Señor defendió su ciudad, de modo que el
              asirio no disparó una flecha ni lanzó un banco contra ella. La mejor manera de
              explicar la profecía y la ocasión que la provocó es combinar las palabras de
              Isaías con las de Sargón, y concluir que la conquista de Judá por parte de
              Sargón no se llevó a cabo sin el asedio y la captura de su capital. Por lo
              tanto, diez años antes de la campaña de Senaquerib, Jerusalén había sentido la
              presencia de un ejército asirio, un hecho que sirve para explicar cómo es que “el
              año 14” de Ezequía se ha deslizado en el texto en Is. XXXVI. 1 (2 Reyes XVIII. 13) en lugar de “el 24”. Es
              notable, sin embargo, que un evento tan importante no se registre en el Libro
              de los Reyes. Cualquiera que sea la explicación de esto, el incidente es una
              curiosa y muy interesante ilustración de la forma en que los registros asirios
              recientemente descubiertos y traducidos tienden a confirmar y añadir a los
              registros históricos bíblicos.
               El destino
              de Merodach-baladan estaba ahora sellado. Al año
              siguiente de la supresión de la revuelta en el oeste (710 a.C.), Sargón lanzó
              todo el poder del imperio asirio contra Babilonia. El rey babilónico hizo un
              vano esfuerzo por resistir. Sus aliados de Elam fueron expulsados a sus montañas, y el propio Merodach-baladan se vio obligado a retirarse a sus pantanos ancestrales, dejando Babilonia en
              manos del conquistador. Sargón tomó ahora el título de rey de Babilonia; y
              aunque Merodach-baladan entró una vez más en
              Babilonia al conocerse la muerte de Sargón, su segundo reinado sólo duró seis
              meses, y Senaquerib acabó por expulsarlo de los pantanos en los que se había
              refugiado, y le obligó a encontrar un nuevo hogar en las costas de Elam. Sin embargo, incluso aquí, sus seguidores fueron
              perseguidos por su despiadado enemigo. En el año 697 a.C., Senaquerib tripuló
              una flota con marineros fenicios y, tras derramar libaciones a los dioses del
              Golfo Pérsico, navegó hasta la ciudad que el príncipe caldeo había construido y
              la destruyó por completo. Babilonia podía estallar de vez en cuando en
              revueltas, pero tras la caída de Merodach-baladan dejó de ser formidable.
               Sargón fue
              asesinado en el año 705 a.C. y le sucedió su hijo Senaquerib. Criado en la
              púrpura, Sennacherib pronto demostró que estaba hecho de un material muy
              diferente al de su padre. Al igual que el persa Jerjes, era débil y vanidoso,
              cobarde ante el revés, cruel y jactancioso en el éxito. No podemos decir si fue
              porque su carácter ya era conocido, o porque la muerte de su padre había
              inspirado nuevas esperanzas a los enemigos vencidos de Asiria; lo cierto es que
              no sólo en Babilonia, sino también en Occidente, el asesinato de Sargón fue la
              señal para la revuelta contra el dominio asirio. Sin embargo, transcurrieron
              cuatro años antes de que Senaquerib estuviera dispuesto a marchar contra los
              rebeldes en Palestina. En el año 701 a.C. tuvo lugar la campaña.
               Ezequías se
              había puesto a la cabeza de una confederación que incluía a Fenicia, Amón, Moab y Edom, y contaba con el apoyo prometido de Tirhakah, el rey etíope de Egipto. Su primer acto había
              sido asegurar las ciudades de los filisteos, siempre una espina en el costado
              de los reyes judíos. Padi, el rey de Ecrón, que encabezaba el grupo asirio, fue llevado a
              Jerusalén y allí fue encadenado, mientras que Ascalón fue puesto bajo el gobierno de un tal Sedecías, cuyo nombre parece implicar su
              origen judío.
               Senaquerib
              cayó primero sobre las ciudades de la costa fenicia. Sidón y otras ciudades se
              rindieron, y el príncipe sidonio huyó a la isla de Chipre. Pedael de Amón, Chemosh-nadab de Moab y Melech-ram de Edom vinieron a ofrecer homenaje y
              pedir perdón al rey asirio, cuyo ejército avanzaba ahora hacia el sur a lo largo
              de la costa. Dejando Jerusalén por el momento, Senaquerib atacó Ascalón, envió a Sedecías como prisionero a Nínive y puso a
              la ciudad bajo un gobernador vasallo. El sur de Judá fue asolado a
              continuación, 200.150 de sus habitantes fueron llevados al cautiverio, y la
              importante ciudad de Laquis fue asediada y tomada. La noticia de su captura
              desesperó a Ezequías. Envió embajadores al campamento asirio, confesando que
              había "ofendido" y ofreciendo soportar cualquier carga que Senaquerib
              le impusiera. Padi fue enviado de vuelta a Ecrón, cuyos sacerdotes y nobles fueron ejecutados, y
              Ezequías ofreció un regalo de 30 talentos de oro y 800 (o según otro criterio
              de cálculo 300) talentos de plata, junto con los hombres de su guardia
              personal, sus eunucos, sus bailarines y bailarinas, y los tesoros acumulados de
              su palacio. Pero Senaquerib fue inexorable. Aceptó los regalos, pero además
              exigió que Ezequías se entregara a sí mismo y a su ciudad. Nada le bastaría
              sino la posesión de la fuerte fortaleza de Jerusalén y su conversión en el
              despojo de un sátrapa asirio.
               Ezequías se
              negó a acceder a esta exigencia. El avance de su aliado Tirhakah desde Egipto todavía mantenía la esperanza de que el terrible invasor pudiera
              ser obligado a regresar a su propia tierra. Esa esperanza, sin embargo, se
              rompió en Eltekeh, donde tuvo lugar una batalla que
              terminó con la derrota de los egipcios, y aparentemente nada se interpuso ya
              entre Ezequías y su enemigo, excepto los muros de Jerusalén. Humanamente
              hablando, la resistencia adicional del rey judío fue un acto de locura y
              desesperación.
               Así lo
              pensaron al menos Senaquerib y sus oficiales, y se envió una carta a Ezequías
              exigiendo su sumisión y declarando que el poder del monarca asirio era más
              poderoso que el del Dios de Israel. Pero la carta trajo consigo la condena de
              su remitente. Ezequías entró en el templo, y allí, de rodillas, con la carta
              extendida ante él, pidió a Dios que vengara el insulto que le habían lanzado
              los paganos, y que defendiera su ciudad y su pueblo. La oración fue escuchada;
              e Isaías fue comisionado para declarar que el Santo de Israel haría retroceder
              al asirio por el camino que había venido, no debería entrar en Jerusalén “ni
              disparar una flecha en ella, ni presentarse ante ella con escudos, ni lanzar un
              banco contra ella”.
               La promesa
              no tardó en cumplirse. El ángel del Señor salió e hirió en el campamento de los
              asirios a ciento ochenta y cinco mil. Senaquerib huyó apresuradamente de la
              escena del desastre, llevando consigo los prisioneros y el botín que había
              barrido del sur de Judá, junto con los regalos con los que Ezequías había
              intentado en vano comprar su amenaza de ataque. El remanente de Judá se salvó,
              no por la ayuda del rey egipcio, ni por alianzas con los reinos de Occidente,
              ni siquiera por su propio brazo de carne, sino por la interposición del Señor
              de los Ejércitos.
               Senaquerib nunca regresó a
              Palestina. A
                su rebelde vasallo se le permitió concluir en paz los cinco años que le
                quedaban de reinado. Jerusalén continuó siendo independiente hasta el momento
                de la muerte de Ezequías. El año siguiente a su derrocamiento en Palestina, el
                monarca asirio estaba ocupado con los asuntos de Babilonia. El año siguiente lo
                encontró en Cilicia, y durante los veinte años que transcurrieron entre la
                campaña judía y su asesinato en el año 681 a.C. nunca oímos que enviara más
                ejércitos a Occidente. De hecho, los problemas y estallidos que se producían
                constantemente en Babilonia le mantuvieron ocupado en el sur, hasta que
                finalmente aplastó toda la oposición allí destruyendo completamente Babilonia y
                ahogando el río Araxes con sus ruinas.
                 El asesinato
              de Senaquerib parece haber sido ocasionado por el favor que mostró a su hijo
              Esarhaddón. Sin embargo, Esarhaddón justificó este favor no sólo por haber
              derrotado a los parricidas y a sus aliados armenios en una batalla que decidió
              la sucesión al trono asirio, sino también por la habilidad que demostró en el
              curso de su reinado. Como comandante militar no era en absoluto inferior a su
              abuelo Sargón; como administrador civil demostró ser el mejor de los reyes
              asirios. Su gobierno firme y conciliador logró lo que las guerras de sus
              predecesores no habían conseguido. Reconstruyó Babilonia, convirtiéndola en la
              segunda ciudad del imperio, e indujo a los babilonios a someterse
              tranquilamente a su gobierno. Los príncipes de Occidente volvieron igualmente a
              su lealtad a Asiria; y aunque Manasés de Judá fue encadenado por desafección,
              fue liberado posteriormente y restaurado en su reino. A partir de este momento
              no hubo más intentos de rebelión por parte de los reyes judíos; reconocieron la
              supremacía de Asiria y pagaron su tributo anual, a cambio del cual se les
              permitió ejercer un dominio indiscutible sobre sus súbditos judíos. Pero los
              monarcas asirios estaban seguros contra la hostilidad de la fortaleza de
              Jerusalén, y podían utilizarla como base de operaciones en caso de guerra con
              Egipto.
               Esta guerra,
              de hecho, fue una de las características principales del reinado de Esarhaddón,
              y terminó con la conquista asiria del país, que fue dividido en veinte
              satrapías. La guerra, como hemos visto, parece estar predicha a grandes rasgos
              en el capítulo 19 de Isaías. Allí Dios anuncia que pondrá a los egipcios unos
              contra otros, "ciudad contra ciudad, reino contra reino", y los
              "entregará en manos de un señor cruel". La predicción se cumplió
              literalmente. Las satrapías o reinos establecidos por los asirios se levantaban
              constantemente contra su soberano y guerreaban entre sí; Tirhakah salía de vez en cuando de su retiro en Etiopía para dirigir la oposición contra
              el dominio extranjero, y el rey asirio se vio obligado finalmente a tomar una
              terrible venganza sobre Tebas o No-Amun, la antigua
              capital del sur de Egipto. Judá, de donde salían los ejércitos invasores, se
              convirtió en un nombre de terror para los habitantes de Egipto, y llegó un día
              en que tanto Judá como Egipto y Asiria formaron parte de un único imperio.
               Con la
              conquista de Egipto por parte de Asiria, Judá dejó de ocupar la importante
              posición que antes había tenido entre las dos potencias rivales del mundo
              antiguo. Por lo tanto, durante un tiempo, sus anales no tuvieron incidentes. No
              fue hasta que la decadencia de Asiria permitió a los egipcios recuperar su
              independencia y revivir las glorias de sus antiguas dinastías, que los
              gobernantes de Jerusalén fueron llamados de nuevo a desempeñar un papel en la
              política de Asia Occidental. Cuando llegó el choque final, y el imperio
              babilónico de Nabucodonosor se levantó sobre las ruinas de Nínive, Judá se
              encontró de nuevo encajada entre dos grandes potencias hostiles. Pero las cosas
              habían cambiado desde los días de Ezequías e Isaías. Nabucodonosor era un
              enemigo más formidable de lo que había sido Senaquerib, y Jerusalén ya no tenía
              la opción de permanecer neutral en la contienda entre Babilonia y Egipto. Tuvo
              que tomar su lugar en un lado o en el otro, y eso, no como un estado libre,
              sino como una dependencia que podía llamar a su soberano para que la protegiera
              del ataque.
               
               CAPÍTULO IV.
               SIRIA E ISRAEL.
               
               
               El reino de
              Siria, al igual que el reino de Israel, se había desprendido del imperio de
              David. Ya en vida de Salomón, el sirio Rezón se había establecido en Damasco, y
              allí fundó una monarquía que pronto se hizo formidable para sus vecinos. Fue
              sobre todo con el reino vecino de Israel con el que Damasco entró en conflicto.
              En la época de Baasa, Benhadad de Damasco hizo causa común con Asa contra el reino del norte, y los reyes de
              Israel desde Ajab en adelante estuvieron
              constantemente en guerra con los príncipes sirios. Sólo cuando un peligro común
              amenazó tanto a Damasco como a Israel, encontramos que Ajab envió 2.000 carros y 10.000 hombres a Hadadezer de
              Damasco, para ayudarle contra el ataque asirio; y, aunque los israelitas tenían
              por tratado un bazar en la capital siria, fue necesaria una renovación de las
              invasiones asirias para volver a unir a Israel y Siria. De hecho, la captura y
              el saqueo de Damasco por parte de los asirios en el año 804 a.C. fue
              aprovechada por Jeroboam II para “restaurar la costa de Israel desde la entrada
              de Hamat hasta el mar de la llanura”.
               Pero el
              resurgimiento del poder asirio bajo Tiglatpileser trajo consigo un importante
              cambio en las relaciones políticas de Occidente. La alianza entre Siria e
              Israel, provocada por la invasión de Salmanasar II en tiempos de Ajab, fue renovada por Rezón, el último rey de Damasco, y Peka, el usurpador israelita. Fue de nuevo la presión de
              una invasión asiria la que creó la alianza. El tributo que Tiglatpileser había
              impuesto a Menahem demostraba que había surgido en
              Oriente un poder más peligroso incluso que el de Salmanasar, y que había
              llegado el momento de que los príncipes de Occidente se salvaran del amenazante
              ataque mediante una acción común.
               El reino de
              Israel había sido fundado por usurpación, y su historia es la de una línea de
              usurpadores. La dinastía de su fundador duró poco tiempo. Su hijo fue asesinado
              durante el asedio de una fortaleza filistea por uno de sus propios generales,
              que a continuación se apoderó de la corona. El precedente así establecido fue
              seguido una y otra vez. El asesinato y la usurpación abrieron el camino hacia
              el trono. Sólo Omri y Jehú lograron transmitir su
              poder durante más de una generación, y con el asesinato de Zacarías, el último
              descendiente de Jehú, se acabó toda apariencia de cualquier otro título a la
              corona que no fuera el de una revuelta exitosa. El gobierno de Samaria se
              convirtió en la presa del comandante más fuerte o más popular.
               Por lo
              tanto, al igual que el segundo imperio asirio, el reino israelita se fundó en
              la violencia militar, pero, a diferencia del segundo imperio asirio, no produjo
              ningún Sargón que estableciera una dinastía permanente. Fue la creación del
              ejército más que del pueblo; sus gobernantes no podían reclamar el prestigio y
              el respeto que se derivan de la ascendencia antigua, ni mostrar ningún título
              mejor para su poder que el de una rebelión exitosa. No es de extrañar, por
              tanto, que se encontraran a merced de cada revolución en el ejército, y que un
              general ambicioso o descontento considerara que tenía tanto derecho a la corona
              como su actual poseedor. El resultado fue un cambio constante y una guerra
              civil, un desarrollo del espíritu militar que absorbió todo lo demás, y la
              exaltación del comandante militar por encima de su rey. El vínculo que unía a
              las tribus dejó de ser nacional o religioso y se convirtió en puramente
              militar. La obediencia se prestaba al general del ejército, más que al
              representante de la nación y de su fe. Cuando se rompió la organización militar
              que los unía, las tribus israelitas se desintegraron de inmediato; no tenían
              vida nacional, ni tradiciones de hechos gloriosos logrados bajo una antigua
              línea de reyes, ni culto religioso asociado con el nombre de una casa real y un
              santuario central. El derrocamiento de Samaria por los asirios significó la
              completa desaparición de las tribus israelitas como nación. Los que fueron
              llevados al exilio se perdieron entre los pueblos en los que se asentaron; los
              que se quedaron en casa fueron absorbidos por la población cananea más antigua
              o se unieron a los judíos.
               La historia
              de la monarquía de Judá ofrece un completo contraste con todo esto. Aquí
              encontramos un gobierno estable, una línea ininterrumpida de príncipes que se
              remontan a los nombres consagrados de David y Salomón, y un culto religioso que
              tenía su sede en un santuario central. Mientras que en Israel todo era
              división, en Judá todo era unidad. En lugar de diez tribus diferentes, algunas
              de las cuales estaban separadas de las demás por el valle del Jordán, Judá
              formaba un conjunto homogéneo. La tribu de Simeón había sido absorbida, los
              levitas eran una orden religiosa, y las diferencias que antes existían entre
              Judá y Benjamín habían sido subsanadas por la posición de la capital, que se
              encontraba en parte en el territorio de una y en parte en el de la otra. En
              lugar de las revoluciones militares que daban incesantemente nuevas dinastías
              al reino del norte, el cetro de Judá se transmitía tranquilamente de padre a
              hijo. En Judá había una sola capital, un solo templo, una sola forma de fe
              reconocida; en Israel, por el contrario, la capital se trasladó de Siquem a Tirzahl y de Tirzah a Samaria; había al menos dos santuarios rivales en
              Dan y Betel, y el culto de los baales de Canaán luchaba
              a por el dominio contra un culto corrupto del Dios de Israel.
               En Judá,
              además, la revuelta no estaba consagrada por el éxito y la costumbre. Alrededor
              de la casa real se reunían todos los recuerdos del pasado, y cada generación
              veía a la casa de David unida por lazos más estrechos de costumbre y tradición
              al pueblo sobre el que gobernaba. Tampoco se mantuvo en el mismo antagonismo
              con los profetas y las escuelas proféticas que los usurpadores de la corona
              samaritana. Es cierto que Ajab tenía sus profetas que
              le profetizaban cosas suaves, pero los verdaderos profetas de Dios estaban en
              amarga enemistad con su casa, y un Amós o un Hosca, aunque hubieran nacido en
              el reino de Israel, no volvían sus ojos a su propia tierra, sino a la de Judá.
              Efraín, dice Oseas, rodea al Señor ' con mentiras, y la casa de Israel con engaños;
              pero Judá aún gobierna con Dios, y es fiel con los santos'. Esperaban el día en
              que los hijos de Israel debían "volver y buscar al Señor, su Dios, y a
              David, su rey". Sin embargo, ni siquiera Judá estaba totalmente libre de
              desafectos y facciosos: ningún reino lo ha estado nunca, especialmente un reino
              del mundo antiguo. De vez en cuando, la debilidad o la inutilidad del
              gobernante favorecían un brote de descontento, que terminaba, como en el caso
              de Amón, con el asesinato del príncipe reinante. Pero incluso en tal caso la
              mayoría de la nación se aferraba lealmente a su casa real. Amón pudo ser
              conspirado y asesinado por sus siervos, pero "el pueblo de la tierra"
              castigó inmediatamente a los conspiradores y puso al hijo del rey asesinado en
              el trono de su padre. El pueblo de Judá no había aprendido, como el pueblo de
              Israel, que la fuerza es el derecho; los exitosos usurpadores de Samaria nunca
              habrían hecho que su título fuera reconocido en el reino del sur.
               La casa de
              David tal vez nunca fue tan débil, nunca había perdido tanto su dominio sobre
              el afecto del pueblo, como en el momento en que Peka y Rezón formaron su liga contra las invasiones de Asiria. La lepra de Uzías,
              que le impidió relacionarse con los suyos, y la larga regencia de Jotam, habían minado ese sentimiento de lealtad personal
              hacia el soberano reinante, tan necesario para un gobierno oriental. No había
              un rey visible que gobernara la nación; el verdadero rey era invisible para sus
              súbditos, y aunque su representante fuera el aspirante a heredero, aún no
              estaba investido del misterioso poder y la dignidad que acompañan al nombre de
              rey.
               Uzías debió
              morir muy poco tiempo antes que su hijo Jotam. En el
              año 742 a.C. se había visto obligado a comprar la paz a Tiglatpileser mediante
              la oferta de una sumisión y el pago de un tributo, y sólo ocho años después, en
              el 734 a.C., su nieto Acaz imploraba al monarca asirio que le protegiera contra
              sus enemigos sirios e israelitas. Acaz no tenía más que veinte años cuando
              sucedió a su padre, y el respeto por el trono que se había debilitado por la
              larga regencia de Jotam se vio aún más perjudicado
              por la juventud de su hijo. En cuanto a mi pueblo", dice Isaías, “los
              niños son sus opresores, y las mujeres los dominan”. El gobierno del harén era
              característico del reinado de un príncipe joven.
               Los últimos
              días de Jotam, además, habían sido perturbados por la
              proximidad de una guerra agresiva. Parece que se adhirió fielmente al pacto de
              su padre con Tiglatpileser; en todo caso, el reino de Judá, único entre las
              poblaciones de Palestina, se negó a participar en la liga defensiva contra los
              asirios. Amón y Moab, Edom y los filisteos -que
              siempre estaban al acecho de una oportunidad para sacudirse el gobierno de su
              soberano el rey judío- se unieron a la confederación siro-israelí; sólo Judá se
              mantuvo al margen. Los confederados, en consecuencia, decidieron desplazar a la
              dinastía reinante y sustituirla por una criatura propia. Por primera vez, el
              ataque a Judá por parte de sus vecinos del norte no se hizo contra el país en
              sí, sino contra sus gobernantes; el objetivo que tenían en mente era el
              derrocamiento de la casa de David, no la conquista de Judá. Es probable que el
              nuevo rey destinado al trono judío no fuera de origen judío; se le llama hijo
              de Tabeel, o más correctamente Tabel (Isaías VII. 6), y la semejanza de este nombre con el del sirio Tab-Rimmon hace pensar que era uno de los súbditos de
              Rezón. En cualquier caso, si una vez pudo introducirse en Jerusalén, los
              aliados habrían podido controlar y dirigir la política de Judá.
               Los
              asaltantes podrían contar con el apoyo de un partido en medio del propio Judá.
              Isaías denuncia al pueblo que “rechaza las aguas de Siloé que van suavemente, y
              se regocija en Rezín y en el hijo de Romaliah”, y declara que serán castigados en lo sucesivo
              por el diluvio de la invasión asiria. Los que habían sido alienados por la
              inutilidad de Acaz y sus favoritos, y los que pertenecían al partido egipcio o antiasirio, favorecieron los designios de los enemigos de
              Acaz. Él se oponía a que se unieran a la alianza común con Egipto y las
              naciones vecinas contra Asiria; su gobierno y su carácter eran igualmente
              despreciables, y por lo tanto querían que se fuera. Pero la masa del pueblo se
              mantuvo firme; al igual que los sacerdotes y los profetas, toleraron los
              pecados y las locuras de Acaz por el bien de “David, su padre”, y de la casa
              real de la que era representante; y se negaron a fusionar su reino y su
              nacionalidad con las poblaciones paganas que habitaban a su alrededor. Aunque
              fueron derrotados en el campo de batalla, los súbditos de Acaz aún resistieron
              detrás de los fuertes muros de Jerusalén, y en el momento de mayor peligro
              Isaías salió a animarlo con un mensaje del Señor.
               La posición
              de Acaz era ciertamente peligrosa. Sus fuerzas estaban rotas; su capital estaba
              amenazada de asedio, estaba rodeado por todos lados por formidables enemigos,
              mientras que había traidores dentro de su propio campamento. No es de extrañar
              que, en estas circunstancias, él y sus consejeros se apresuraran a pedir ayuda
              a Asiria. Los problemas que estaban sufriendo se debían a su fidelidad a
              Tiglatpileser, y no había ningún otro aliado poderoso al que pudieran recurrir.
              Egipto estaba del lado de sus enemigos; en la propia Palestina todo era hostil.
               Fue ahora,
              cuando Acaz había salido a examinar las defensas de Jerusalén, cuando Isaías le
              salió al encuentro con un mensaje del Dios de Israel. El profeta le ordenó que
              no temiera ni se acobardara ante las dos colas de los humeantes bólidos de
              Samaria y Siria; la alianza siro-israelí debía romperse, y Damasco y Efraín
              debían ser destruidos por igual. Todo lo que el rey judío debía hacer era
              permanecer ‘tranquilo’; Dios se encargaría de que la confederación contra él no
              tuviera éxito.
               Acaz, sin
              embargo, ya había decidido su política. Tenía muy poca fe en el mensaje del
              profeta como para esperar el resultado con confianza, y ya se habían enviado
              embajadores al monarca asirio, pidiéndole que socorriera a su fiel vasallo.
              Acaz se negó, en consecuencia, a comprobar si las palabras y los consejos de
              Isaías procedían o no del Señor, y atrajo sobre sí la denuncia de la condena
              que su falta de fe había merecido. Sobre él, su casa y su pueblo se declaró que
              el asirio vendría, en efecto, no como libertador, sino como opresor, devastando
              y destruyendo la tierra hasta dejarla desolada de habitantes y sin cultivo.
               El consejo y
              la denuncia fueron igualmente perdidos para el rey. Acaz siguió su propia
              política y se reconoció vasallo de Asiria. Yo soy tu siervo y tu hijo",
              fueron las palabras que sus embajadores recibieron instrucciones de repetir a
              Tiglatpileser, y el acto de homenaje fue sellado por el pesado tributo que
              llevaban consigo. Al principio, la política parecía tener éxito. Los enemigos
              de Acaz tuvieron que luchar por sus vidas. Damasco y Samaria fueron asediadas y
              tomadas, y tanto Rezón como Peka fueron condenados a
              muerte. La liga siro-israelí había llegado a su fin; sus autores habían
              perecido, y Judá nunca más tuvo motivos para temer ni a Damasco ni Israel.
               Pero al
              traer a los asirios a Palestina, Acaz no sólo se había puesto a sí mismo y a
              sus sucesores a los pies de un monarca extranjero; había abierto el camino de
              Asiria hacia Occidente, y había hecho desaparecer las barreras naturales entre
              su reino y el poder asirio. A partir de entonces, Judá y Asiria se encontraban
              cara a cara; ya no había un Damasco o una Samaria que soportaran el peso de un
              primer ataque. Las consecuencias de la política de Acaz no tardaron en hacerse
              sentir en el reinado de su hijo, y trajeron a Judá las invasiones de Sargón
              primero y de Senaquerib después. Sus súbditos tenían buenas razones para
              lamentar que Acaz no hubiera escuchado a Isaías, y esperaban con tranquilidad y
              fe el desenlace de los acontecimientos.
               El reino
              sirio dejó de existir. Su población fue trasladada a Kir,
              y Damasco se convirtió en la sede de un sátrapa asirio. Como factor político,
              Siria fue borrada de la historia de Occidente.
               Samaria
              tenía menos importancia que Damasco a los ojos de Tiglatpileser. Mientras que
              Damasco soportó un asedio de dos años, Samaria cayó de inmediato en sus manos.
              Por lo tanto, es probable que hubiera en Israel un partido asirio, o en todo
              caso un partido opuesto a Peka, cuyo líder era Oseas.
              Mientras que, por lo tanto, Peka fue ejecutado, y las
              tribus transjordanas, por estar más cerca de Damasco,
              fueron llevadas al cautiverio, se permitió que el reino de Samaria continuara
              bajo el gobierno de Oseas. Pero Oseas pronto encontró que su posición como
              vasallo tributario de Asiria era demasiado molesta para ser soportada. La
              muerte de Tiglatpileser pareció una oportunidad favorable para deshacerse del
              yugo y acudir a Egipto en busca de apoyo. Las ciudades fenicias afirmaron su
              independencia al mismo tiempo, y Salmanasar, el rey asirio, asedió Tiro durante
              los cinco años de su reinado sin éxito. Sin embargo, tuvo más éxito en Israel.
              Oseas fue depuesto y encadenado, y el trono israelí quedó vacante para siempre.
              Durante tres años más las clases gobernantes de Samaria resistieron, con la
              vana esperanza de la ayuda egipcia; Samaria cayó, como antes había caído
              Damasco, y el reino de Jeroboam, como el reino de Siria, desapareció. Al
              parecer, más de una vez sus habitantes intentaron posteriormente liberarse de
              la autoridad asiria. Los colonos de Hamat y Babilonia
              no pudieron establecerse en el país hasta después de la conquista de Hamat por Sargón, en el año 720 a.C., y de Babilonia, en el
              710 a.C.; y deducimos de Esdras IV. 2, 10. que Asnapper o Asurbanipal, hijo de Esarhaddón, plantó allí a otros colonos de Elam en una fecha aún más tardía. Fue entonces cuando la
              predicción de Isaías vii. 8 encontró su cumplimiento
              final; 'dentro de los sesenta y cinco años' después del asalto a Judá, Efraín
              fue roto y dejó de ser un pueblo. En los últimos días del imperio asirio,
              cuando la autoridad central se había debilitado y ya no podía afirmar su poder
              en las dependencias distantes, encontramos a Josías ejerciendo su dominio sobre
              lo que había sido el territorio de las tribus rebeldes. En la noche de la casa
              de David, el reino de David y Salomón fue restaurado de nuevo a sus
              descendientes; el cisma hecho por Jeroboam fue sanado, y el remanente de Israel
              reconoció una vez más la misma cabeza que Judá. Pero era sólo un remanente; la
              política de Peka había resultado en la destrucción no
              sólo de él mismo, sino también de su ciudad y de su pueblo.
               
               
               CAPÍTULO
              V.
               LOS
              PARTIDOS POLÍTICOS EN JUDÁ.
               
               Hemos
              terminado nuestro estudio de los estados y poderes que rodeaban a Judá en los
              días de Isaías, y de los acontecimientos que influían para bien o para mal en
              la suerte política del pueblo de Dios. Ha llegado el momento de volver a Judá
              mismo, para rastrear los efectos de estos acontecimientos sobre los
              compatriotas del profeta, y ver cómo, bajo la guía divina, estaban trabajando
              hacia la formación y purificación de la raza judía.
               La vida de
              Isaías fue testigo de una completa revolución en la política de Asia
              Occidental, una revolución que inauguró un nuevo mundo y cerró para siempre el
              libro del pasado. Durante sus primeros años, el Asia occidental seguía siendo
              lo que había sido durante siglos, un conjunto de pequeños estados, algunos de
              los cuales eran a veces suficientemente formidables para sus vecinos, pero
              ninguno lo suficientemente poderoso o ambicioso como para engullir al resto.
              Luego vino el surgimiento del segundo imperio asirio y la nueva concepción de
              sus fundadores de un poder centralizado que debía gobernar de manera suprema en
              el Oriente civilizado. La mayor parte de la vida de Isaías se dedicó a observar
              la realización segura, aunque gradual, de esta nueva idea. Pero antes de su
              muerte, el control recibido en Palestina por Senaquerib introdujo un cambio en
              el modo y método de realizarla, y obligó al gobierno asirio a hacer una pausa
              en su carrera de conquista. Se hizo evidente que las poblaciones conquistadas
              no podían ser forzadas a la unidad; los reyes asirios podían trasplantarlas a otras
              regiones del imperio, y llenar los tronos de sus príncipes con sátrapas
              tributarios; pero el espíritu de rebelión y descontento aún sobrevivía, y la
              unidad del imperio era sólo aparente, no real. La mera fuerza no podía llevar a
              cabo la organización imperial a la que aspiraban los gobernantes de Nínive, ni
              fusionar las unidades desunidas en un todo único. La conquista debía ir seguida
              de una política de conciliación, los sentimientos de los vencidos debían ser
              respetados y no pisoteados.
               Mientras que
              Sargón y Senaquerib se dedicaron a extender el imperio y a llevar a cabo los
              sueños de Tiglatpileser por medio de la fuerza bruta, a Esarhaddón le
              correspondió consolidar sus conquistas mediante una administración más suave y
              un permiso más completo para el desarrollo de la vida nacional. Las naciones
              vencidas ya no fueron obligadas a convertirse en asirias y a reconocer a Asur
              como su dios; se les permitió conservar sus antiguos hábitos y costumbres, su
              antigua religión, incluso su antigua forma de gobierno. En lugar de los
              sátrapas, se permitió a los reyes nativos conservar su dominio sobre las
              poblaciones sometidas; Manasés de Judá era tan siervo del “gran rey” como el
              gobernador asirio de Samaria, pero mientras reconociera la supremacía de Nínive
              y pagara el tributo anual se le permitió gobernar a su pueblo a la manera de
              sus padres. El orden establecido por Senaquerib y sus predecesores sólo
              prevaleció en los lugares donde los gobernantes más antiguos habían sido
              reemplazados por sátrapas antes de que se produjera el cambio en la política
              imperial; en otros lugares, en Judá, en Edom y en los pequeños principados de
              Egipto, el gobierno quedó en manos de los príncipes nativos.
               Isaías, es
              cierto, no vivió para ver este cambio de política totalmente llevado a cabo.
              Murió durante el breve espacio de tiempo que siguió al derrocamiento del
              ejército de Sennacherib, mientras Judá volvía a disfrutar de una breve
              temporada de independencia; pero debió prever el cambio que se avecinaba, y
              reconocer que también en este caso la seguridad de Judá no residía en la
              revuelta y la intriga extranjera, sino en la quietud y la sumisión.
               Era natural
              que los estadistas judíos tardaran en comprender el profundo cambio que
              Tiglatpileser y sus sucesores estaban efectuando en la condición y la política
              del mundo oriental. Asiria era un país del que hasta entonces habían oído
              hablar poco o nada; hasta entonces, su arte de gobernar se había ejercitado en
              pequeñas guerras contra los filisteos o los edomitas, o para evitar el ataque
              de algún rey israelita. Aunque las invasiones de sus vecinos les infligieran
              mucha miseria por el momento, ésta desaparecía pronto; no había ningún intento
              de destruir su existencia nacional, e incluso la toma de Jerusalén por Joás no
              trajo consigo nada peor que el saqueo del palacio y del templo y la destrucción
              de una parte de la muralla de la ciudad. Sus propias armas se enfrentaron a las
              de poblaciones apenas más numerosas o más poderosas que ellos, y las
              vicisitudes de la guerra les trajeron tan a menudo la victoria como la derrota.
              La política de Palestina era necesariamente a pequeña escala; sus guerras eran
              insignificantes y de efecto poco duradero; y las relaciones de los diversos
              estados entre sí eran como las de la Heptarquía en la historia anterior de nuestro
              propio país. La única potencia de magnitud y riqueza que entraba en su
              horizonte era Egipto; y las glorias y el poderío de Egipto se habían convertido
              desde hacía mucho tiempo en una cuestión de tradición solamente. Egipto era un
              vecino excelente para el comercio; su población no belicosa no provocaba ningún
              sentimiento de inseguridad en la mente de los habitantes de Palestina.
               El súbito
              ascenso y la marcha de Asiria, por consiguiente, cayó sobre sus políticos como
              un trueno. Acaz y sus consejeros no se dieron cuenta de lo que significaba este
              nuevo presagio en la historia oriental. Si lo hubieran hecho, nunca se habrían
              lanzado, como lo hicieron, a los brazos del destructor; Siria y Efraín podían
              parecer formidables por el momento, pero Asiria era formidable en el futuro.
              Isaías se esforzó en vano por advertirles de los peligros que estaban
              acarreando a su país, pero no quisieron escuchar. Todavía el poder de Asiria
              era como una nube no más grande que la mano de un hombre.
               Ezequías
              heredó los resultados de la política de su padre. Para entonces, los estadistas
              de Palestina estaban plenamente conscientes de los peligros que los amenazaban.
              La lección enseñada por el derrocamiento de Damasco y Samaria, de Arpad y Hamath, no iba a ser olvidada pronto. Pero no pudieron
              librarse de la influencia de los viejos hábitos y tradiciones. En su momento de
              necesidad, acudieron a Egipto en busca de ayuda. Al igual que Asiria, Egipto
              había revivido bajo un rey etíope; era una vez más una potencia unida y
              próspera, y el recuerdo de una época pasada, cuando Egipto era la única gran
              potencia conocida por las naciones de Oriente, produjo una idea exagerada de su
              fuerza e importancia. Asiria podía ser poderosa, pero se creía que Egipto era
              igualmente poderoso y que, si decidía moverse, podía hacer retroceder a las
              hordas asirias a su hogar más allá del Éufrates.
               El partido
              egipcio era, por tanto, numeroso en Jerusalén. Insistían en la necesidad de
              buscar apoyo en Egipto y de resistir el ataque de los asirios con ayuda egipcia.
              Su política, en efecto, parecía a la vez natural y patriótica. La sumisión a
              Asiria no sólo significaba la degradación nacional, sino también la
              aniquilación nacional; todo lo que el rab-shakeh de
              Senaquerib podía prometer al pueblo de Jerusalén si se rendía a él era el
              transporte a otro clima. Por otra parte, la alianza con Egipto dejaría al rey
              judío en pie de igualdad con el monarca egipcio; los regalos que llevaban los
              embajadores de Judá eran simplemente las ofrendas habituales de un potentado a
              otro, y no implicaban ningún acto de homenaje, ningún reconocimiento de
              inferioridad. Además, no se podía pensar en una invasión egipcia; los egipcios
              no deseaban absorber los territorios de otros, y el rey etíope estaba
              plenamente ocupado en mantener su propia autoridad. Sin ayuda, los cientos de
              Judá debían sucumbir ante los miles de Asiria; el poder que había barrido el
              poderoso reino de Damasco no sería rechazado por “el remanente de Sión”.
               El líder del
              partido egipcio parece haber sido Sebna. Por la terminación
              de su nombre, podemos inferir que era de ascendencia siria, un hecho que da
              sentido a la denuncia de Isaías contra el arrogante extranjero que se había
              atrevido a arrancar su sepulcro de los acantilados reservados para el linaje
              real de David
               Así ha dicho
              el Señor, el Señor de los ejércitos: “Ve a buscar a este tesorero, a Sebna, que está al frente de la casa, y dile: “¿Qué haces
              aquí? y ¿a quién tienes aquí, que te has cavado aquí un sepulcro?”. ¡Cavando un
              sepulcro en lo alto, cavando una morada para sí mismo en la roca! He aquí que
              el Señor te arrojará violentamente como un hombre fuerte; sí, te envolverá
              estrechamente. Ciertamente te hará girar y te arrojará como una bola a un país
              grande; allí morirás, y allí estarán los carros de tu gloria, tú, vergüenza de
              la casa de tu señor. Y te echaré de tu oficio, y de tu puesto te derribará. Y
              acontecerá en aquel día que llamaré a mi siervo Eliaquim,
              hijo de Hilcías, y lo vestiré con tu manto, y lo fortaleceré con tu cinturón, y
              entregaré tu gobierno en su mano; y será padre de los habitantes de Jerusalén y
              de la casa de Judá. Y pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; él
              abrirá, y nadie cerrará; él cerrará, y nadie abrirá. Y lo fijaré como un clavo
              en un lugar seguro; y será para la casa de su padre un trono de gloria. Y
              colgarán sobre él toda la gloria de la casa de su padre, la descendencia y la
              descendencia, todo vaso pequeño, desde los vasos de las copas hasta todos los
              vasos de los cántaros. En aquel día, dice el Señor de los ejércitos, el clavo
              que estaba sujeto en un lugar seguro cederá, y será cortado y caerá, y la carga
              que estaba sobre él será cortada; porque el Señor lo ha dicho.
               Este es el
              único caso en el que el profeta pronuncia una profecía contra un individuo;
              pero Sebna representaba un partido y una política, y
              al predecir el destino del líder, Isaías predijo también el destino de la
              política. Durante una parte considerable del reinado de Ezequías, el rey
              compartió los puntos de vista de Sebna, quien, en
              consecuencia, gobernó en su nombre. Como en la Turquía moderna, la destitución
              del visir indicaba un cambio en la política del rey; cuando Sebna fue sustituido por Eliaquim, significó que la
              política identificada con el nombre de Sebna había
              sido abandonada por Ezequías. Eliaquim, según se
              desprende de las palabras de Isaías, era un hombre temeroso de Dios, dispuesto
              a escuchar los consejos y advertencias del profeta. Ya, cuando el Rab-shakeh se presentó ante Jerusalén, encontramos que Sebna había sido derrocado; Eliakim había sido elevado al cargo de visir, y Sebna degradado a la posición de escriba. Puede ser que la aproximación de
              Senaquerib, sin obstáculos por parte de los ejércitos de Egipto, haya abierto
              los ojos de Ezequías; en cualquier caso, a partir de entonces la política de
              los que instaban a la alianza y la unión con la caña magullada de Egipto no
              recibió más apoyo del rey judío.
               Frente a los
              egipcios estaba el partido asirio, que abogaba por la sumisión al todopoderoso
              imperio de Asiria. Se puede cuestionar si este partido fue alguna vez muy
              numeroso; ciertamente nunca parece haber influido en la política del gobierno
              después de la muerte de Acaz. Sin duda, sus partidarios habían sido activos y
              suficientemente numerosos durante el reinado de un rey cuya política había sido
              moldeada por sus consejos; pero los acontecimientos habían sacudido su
              influencia, y es probable que contara con pocos adherentes después de la caída
              de Samaria. Un judío patriótico, de hecho, difícilmente podría aconsejar a sus
              compatriotas que tomaran sobre sus cuellos el yugo de Asiria sin, al menos,
              hacer alguna lucha por la independencia. El imperio de Asiria no estaba aún lo
              suficientemente consolidado en Occidente como para que tal lucha pareciera del
              todo inútil. Tan pronto como se descubrió que la sumisión a Asiria significaba
              la pérdida de la libertad nacional, sus defensores debieron ser cada vez menos,
              hasta que al final todos desaparecieron. Aunque el Rab-shakeh de Senaquerib se dirigió al pueblo de Jerusalén en su propia lengua, en un
              momento en que la condición del reino parecía casi desesperada, no se encontró
              entre ellos a nadie que le respondiera una palabra. No hubo nadie que propusiera
              la rendición; todos estaban dispuestos a resistir al invasor hasta el final.
               Un tercer
              partido, que podemos llamar nacional, estaba encabezado por Isaías. Su política
              y su existencia se basaban en las palabras del consejo divino que el profeta
              pronunciaba y en el mensaje que se le había encomendado. Era una política de no
              intervención, que se oponía a una alianza con Asiria o Egipto; Judá no había
              ganado nada más que el mal de intervenir en la política de sus vecinos paganos,
              su religión y moral se habían corrompido, y calamidad tras calamidad había
              caído sobre la nación. Dios la había señalado como “un pueblo peculiar”, y su
              seguridad residía en el reconocimiento nacional de este hecho. Era Él quien
              había permitido que el asirio fuera la vara de su ira, y le había permitido
              castigar y castigar los pecados de su pueblo; pero el castigo no debía ser una
              destrucción total, y se había fijado un límite más allá del cual la violencia
              del invasor no debía ir. Un remanente debía aún escapar de Sión,
              y el asirio debía ser derrotado “que hería con vara”.
               Isaías
              predicó durante mucho tiempo a oídos sordos. Acaz se dirigió en busca de ayuda
              al asirio, Ezequías al egipcio. Tanto el rey como el pueblo no podían creer que
              el Señor intervendría en favor de su ciudad y derrocaría al enemigo en el mismo
              momento de su éxito. Ezequías pudo aceptar la reprimenda del profeta por su
              orgullo de corazón al mostrar a los embajadores de Babilonia los tesoros de su
              casa, pero no abandonó la política que seguía, ni dejó de conspirar con Egipto
              y Babilonia contra el rey asirio. Ni siquiera la conquista de Judá por Sargón
              abrió los ojos del rey y sus consejeros. Sus enviados remontaron el Nilo para
              concertar nuevas alianzas con el gobernante etíope de Egipto, y Judá se colocó
              a la cabeza de una liga que incluía a todos los estados de Occidente. Se
              necesitó la campaña de Senaquerib y la liberación de Jerusalén del enemigo
              victorioso para convencer a Ezequías de que Egipto debía realmente “ayudar en
              vano”, y que la verdadera política de él y de su país era la que tanto les
              había insistido Isaías. Si él y su pueblo confiaban en el Señor, y se abstenían
              de toda intriga con las potencias extranjeras, podrían descansar en paz y
              seguridad, pues el Señor mismo los defendería en la hora de la necesidad.
               Después del
              surgimiento del segundo imperio asirio, por lo tanto, y las condiciones
              cambiadas que introdujo en la política de Asia occidental, se formaron tres
              partidos en Judá, cada uno de los cuales dirigió sucesivamente los asuntos del
              reino. La presión de la guerra siro-efraimítica creó
              el partido asirio, y llevó a su predominio durante el reinado de Acaz. El
              derrocamiento de Samaria, que puso a Judá y a Asiria en contacto inmediato, así
              como el creciente temor al poder de Nínive, hicieron que este partido cayera
              con la muerte del rey. Ezequías y sus consejeros se pusieron ahora en manos del
              partido egipcio, cuyo líder podemos ver en Sebna. Su
              influencia se caracterizó por la rebelión contra Asiria, por la alianza con
              Egipto y por los intentos de crear una liga contra los asirios entre los
              estados vecinos. Las ciudades de los filisteos, que formaban un vínculo entre
              Egipto y Judá, adquirieron mayor importancia; la antigua soberanía que los
              reyes judíos reclamaban sobre ellas se afirmó con más fuerza que antes, y sus
              príncipes se hicieron y deshicieron de acuerdo con los dictados de la política
              judía. La derrota de Tirhakah en Eltckeh destrozó el poder del partido egipcio; Shebna fue
              sucedido como visir por Eliaquim, y los puntos de
              vista y las enseñanzas de Isaías fueron finalmente permitidos para prevalecer.
              Durante el resto de la vida de Ezequías, Isaías fue su consejero político y
              religioso; la lección enseñada por la terrible invasión de Senaquerib nunca fue
              olvidada. Y aunque con la muerte de Ezequías volvieron los días malos a Judá
              -días que, según podemos deducir, Isaías tuvo el privilegio de no ver-, el
              efecto de la política del profeta continuó sintiéndose. La casa de David y la
              existencia nacional del pueblo sobre el que gobernaba fueron preservadas hasta
              que un nuevo rey se levantó en Asiria e inauguró nuevos principios de gobierno.
              El templo y el reino de Jerusalén se salvaron hasta que llegó el momento de que
              el pueblo elegido pasara por la ardiente prueba del exilio en Babilonia.
               La revolución
              política de la que fue escenario el mundo oriental durante la vida de Isaías no
              podía dejar de influir en la vida y el pensamiento del pueblo judío. La
              introducción de la ciencia babilónica en Jerusalén y el renacimiento literario
              que caracterizó el reinado de su hijo se deben a las relaciones de Acaz con
              Tiglatpileser. Como hemos visto, el reloj de sol de Acaz es una ilustración
              inequívoca de la influencia babilónica, al igual que la biblioteca que
              encontramos en los días de Ezequías a imitación de las bibliotecas de Babilonia
              y Nínive. El horizonte político ampliado, además, trajo consigo nuevos
              conocimientos y nuevos intereses. Judá dejó de ser uno de tantos estados
              pequeños y sin importancia; se convirtió en el centro alrededor del cual, durante
              varios años, pareció girar el destino de Asia occidental, el campo de batalla
              entre las dos grandes potencias que representaban el presente y el pasado. Por
              lo tanto, sus habitantes se vieron obligados a entender y seguir la suerte de
              sus vecinos desde el Tigris hasta el Nilo, y a saber tanto sobre Babilonia o
              Etiopía como antes habían sabido sobre Edom y Damasco. Los resultados de esta
              ampliación de la esfera política se manifestaron de muchas maneras. Jerusalén
              se convirtió en una fortaleza cuyas murallas debían ser reforzadas con toda la
              habilidad de la ingeniería de la época. El enemigo asirio al que debía resistir
              era muy diferente del rey samaritano que había penetrado en ella1. Pero es más
              particularmente en el ámbito de la profecía donde vemos la influencia del nuevo
              orden de cosas. En manos de Isaías y de sus contemporáneos, la profecía se
              vuelve universal, extendiendo su alcance de visión mucho más allá de los
              estrechos límites de las tribus israelitas. No es sólo Jerusalén o Samaria
              sobre las que recae "la carga" de la visión profética; Egipto,
              Asiria, Etiopía, incluso Babilonia y la lejana Elam entran en su ámbito. Sus fortunas están ahora íntimamente ligadas a las del
              pueblo de Dios; si Israel es la herencia de Dios, Egipto es su pueblo, y Asiria
              la obra de sus manos.
               La posición
              ocupada por Isaías era necesaria por la época a la que pertenecía. El mensaje
              que comunicó estaba de acuerdo con las condiciones de su tiempo. De ahí surge
              el sorprendente contraste entre la política de la que era portavoz y la que
              Jeremías estaba llamado a impulsar. Mientras que Isaías aconsejaba la
              resistencia al invasor, con la seguridad de que Dios defendería su templo y su
              ciudad, Jeremías declaraba que ningún edificio hecho con las manos podría
              salvar al pueblo, y que la sumisión al caldeo era su única esperanza de
              seguridad. Isaías, en otras palabras, fue el profeta de la independencia
              nacional, Jeremías de la sujeción nacional. Pero entre la época de Isaías y la
              de Jeremías se había producido un cambio total en la faz del mundo oriental.
              Nabucodonosor era un enemigo más peligroso que Senaquerib; Egipto había
              resurgido de sus cenizas y estaba preparado para reafirmar su antiguo dominio
              sobre Palestina, y la propia Judá se había hundido en la más profunda
              degradación y decadencia. Sus príncipes eran idólatras y corruptos, y el propio
              Nabucodonosor era un observador más reverente de la ley moral que ellos. La
              medida de las iniquidades de Judá era completa; el período de la longanimidad
              de Dios había llegado a su fin, y no había un rey en el trono como Ezequías que
              siguiera lealmente las enseñanzas del profeta, ni un ministro como Eliaquim que las llevara a cabo. El Señor no lucharía más
              por su ciudad y por el trono terrenal de David; su pueblo debía ser
              disciplinado con el sufrimiento, y se le debía enseñar que el Altísimo no
              habita en templos hechos por las manos, sino que requiere la verdad y la
              rectitud, no la corrección de los rituales ni los santuarios majestuosos.
               Si el reino
              de Judá hubiera sido barrido por los reyes asirios, como el reino de Samaria,
              es dudoso que hubiera habido algún 'remanente' que volviera a él. Se necesitó
              otro siglo para producir en Judá un cuerpo de hombres lo suficientemente
              numerosos y fieles al Dios de sus padres para resistir las seducciones de la
              idolatría que los rodeaba. Cuando Senaquerib amenazó a Jerusalén, las reformas
              de Ezequías acababan de cumplirse, la reforma de mayor alcance de Josías no
              había tenido lugar. El pueblo judío acababa de dejar de quemar incienso en el
              propio templo a la serpiente de bronce de Moisés, los lugares altos seguían
              siendo frecuentados por quienes se creían verdaderos adoradores del Señor, y el
              enviado asirio podía apelar La literatura y la educación estaban tomando un
              nuevo comienzo, las palabras de los profetas apenas comenzaban a ser escritas,
              y así preservadas como un testimonio para siempre, y la ignorancia religiosa
              incluso de los sacerdotes puede ser juzgada por el hecho de que el libro de la
              Ley no se encontró en el templo hasta el reinado de Josías. La formación
              religiosa del pueblo elegido estaba todavía incompleta; unos pocos hombres
              buenos podrían haber mantenido la luz de la verdad encendida en la tierra de su
              cautiverio durante un tiempo, pero al desaparecer, todo el cuerpo de los
              exiliados se habría fundido tan completamente en las naciones entre las que
              vivían como los israelitas cautivos. El exilio asirio tampoco habría tenido un
              final rápido, como el exilio babilónico. En lugar de setenta años, habrían
              pasado casi dos siglos antes de que los cautivos fueran liberados de su casa de
              esclavitud; cuando Nínive cayó, no hubo Ciro para devolver a sus prisioneros a
              sus antiguos hogares.
               La política,
              pues, que Isaías estaba facultado para presionar a sus compatriotas, las
              promesas que se le encomendaron, estaban adaptadas a otras circunstancias y
              otras necesidades que las que enfrentaba Jeremías. El objeto y el fin de ambos
              profetas era el mismo, pero los medios para lograr el fin eran necesariamente
              diferentes. Jeremías vivió cuando la antigua independencia nacional, con su
              corte oriental y sus alianzas extranjeras, había dejado de ser posible o
              deseable; la suerte de Isaías estaba echada en una época más feliz, cuando la
              custodia de Jerusalén era necesaria para la educación divina del pueblo del Señor.
              Tuvo el privilegio de dirigir la lucha nacional contra la opresión extranjera y
              la arrogancia pagana, de prometer el éxito a sus compatriotas en su hora
              suprema de peligro, y de ver cumplida esa promesa. Las huestes asirias, a las
              que nadie había podido resistir todavía, se estrellaron contra los muros de
              Jerusalén, y la voz de Isaías fue la del heraldo que anunció la perdición de
              los enemigos de Israel.
               
               APÉNDICE.
               I.
               DE
              LOS FRAGMENTOS DE LOS ANALES DE TIGLAT-PILESER.
               
               Las ciudades
              de Gil(ead) y Abel-(beth-Maachah)
              en las provincias de Beth-Omri [Samaria], el extenso
              (distrito de Naphta)li en
              toda su extensión lo convertí en territorio de Asiria. Nombré a mis
              (gobernadores) y oficiales (sobre ellos). Janún de
              Gaza, que había huido ante mis armas, escapó (a la tierra) de Egipto. La ciudad
              de Gaza (su ciudad real la capturé. Sus despojos y) sus dioses (me los llevé.
              Mi nombre) y la imagen de mi majestad (la erigí) en medio del templo de... Los
              dioses de su tierra los conté (como un botín). . . A su tierra le devolví y (le
              impuse tributo. Oro), plata, vestidos de damasco y lino (junto con otros
              objetos) recibí. La tierra de Bet-Omri (la invadí).
              Una selección de sus habitantes (con sus bienes) la transporté a Asiria. Maté a Peka, su rey, y nombré a Oseas como soberano de
              ellos. Recibí diez (talentos de oro, . . . talentos de plata como) su tributo,
              y los transporté a Asiria".
               
               II.
               DE
              LAS INSCRIPCIONES DE SARGÓN.
               
               I. (Al
              principio de mi reinado) asedié la ciudad de Samaria, la capturé; me llevé a
              27.280 de sus habitantes; recogí cincuenta carros en medio de ellos, y me
              apoderé del resto de sus bienes; puse a mi gobernador sobre ellos y les impuse
              el tributo del rey anterior (Oseas).
               II. (En mi
              novena expedición y undécimo año) los pueblos de los filisteos, de Judá, de
              Edom y de Moab, que habitan junto al mar, que debían
              tributos y regalos a Asur, mi señor, tramaron una rebelión, hombres insolentes,
              que para sublevarse contra mí llevaron sus sobornos para aliarse con el Faraón,
              rey de Egipto, un príncipe que no podía salvarlos, y le enviaron homenaje. Yo,
              Sargón, el príncipe establecido, el venerador del culto de Asur y Merodac, el protector del renombre de Asur, hice que los
              guerreros que me pertenecían por completo pasaran los ríos Tigris y Éufrates en
              plena crecida, y ese mismo Yavan (de Ashdod) su rey, que confiaba en sus (fuerzas) y no
              (reverenciaba) mi soberanía, se enteró del progreso de mi expedición a la
              tierra de los hititas (Siria), y el miedo a (Asur) mi (señor) lo abrumó, y a
              las fronteras de Egipto. ... huyó.
               
               III.
               EL
              RELATO DE SENAQUERIB SOBRE SU CAMPAÑA CONTRA JUDÁ.
               
               ZEDEKIAH,
              rey de Ascalón, que no se había sometido a mi yugo, a
              él mismo, a los dioses de la casa de sus padres, a su mujer, a sus hijos, a sus
              hijas y a sus hermanos, a la descendencia de la casa de sus padres, lo eliminé
              y lo envié a Asiria. Puse al frente de los hombres de Ascalón a Sarludari, hijo de Rukipti,
              su antiguo rey, y le impuse el pago de tributos y el homenaje debido a mi
              majestad, y se convirtió en vasallo. En el curso de mi campaña me acerqué y
              capturé Bet-Dagón, Jope, Bene-berak y Azur, las ciudades de Sedequías, que no se
              sometieron de inmediato a mi yugo, y me llevé su botín. Los sacerdotes, los
              jefes y el pueblo llano de Ecrón, que habían
              encadenado a su rey, Padi, por ser fiel a sus
              juramentos a Asiria, y lo habían entregado a Ezequías, el judío, que lo
              encarceló de forma hostil en una oscura mazmorra, temieron en sus corazones. El
              rey de Egipto, los arqueros, los carros y los caballos del rey de Etiopía,
              habían reunido innumerables fuerzas y acudido en su ayuda. A la vista de la
              ciudad de Eltekeh se preparó su orden de batalla;
              convocaron a sus tropas (a la batalla). Confiando en Asur, mi señor, luché con
              ellos y los derroté. Mis manos capturaron vivos en medio de la batalla a los
              capitanes de los carros y a los hijos del rey de Egipto, así como a los
              capitanes de los carros del rey de Etiopía. Me acerqué y capturé las ciudades
              de Eltekeh y Timnat, y me
              llevé su botín. Marché contra la ciudad de Ecrón y
              maté a los sacerdotes y a los jefes que habían cometido el pecado (de
              rebelión), y colgué sus cuerpos en estacas por toda la ciudad. A los ciudadanos
              que habían hecho el mal y la maldad los conté como despojo; en cuanto al resto
              de ellos que no habían cometido ningún pecado o crimen, en los que no se
              encontró ninguna falta, proclamé su libertad (del castigo). Hice sacar a Padi, su rey, de en medio de Jerusalén, y lo senté en el
              trono de la realeza sobre ellos, y le impuse el tributo debido a mi majestad.
              Pero en cuanto a Ezequías de Judá, que no se había sometido a mi yugo, capturé
              cuarenta y seis de sus ciudades fuertes, junto con innumerables fortalezas y
              pequeñas ciudades que dependían de ellas, mediante el derribo de las murallas y
              el ataque abierto, por medio de la batalla, las máquinas y los arietes que
              asedié. Saqué de en medio de ellos y conté como botín 200.150 personas, grandes
              y pequeñas, hombres y mujeres, caballos, mulos, asnos, camellos, bueyes y
              ovejas sin número. Al mismo Ezequías lo encerré como a un pájaro en una jaula
              en Jerusalén, su ciudad real. Construí una línea de fortalezas contra él, e
              impedí que su talón saliera de la gran puerta de su ciudad. Corté las ciudades
              que había saqueado de en medio de su tierra, y se las di a Metinti,
              rey de Asdod, a Padi, rey
              de Ecrón, y a Zil-baal, rey
              de Gaza, e hice pequeño su país. A sus antiguos tributos y regalos anuales
              añadí otros tributos y el homenaje debido a mi majestad, y se lo impuse. El
              temor a la grandeza de mi majestad lo abrumó, incluso a Ezequías, y envió tras
              de mí a Nínive, mi ciudad real, a modo de regalo y tributo, a los árabes (Urbi)
              y a su guardia de corps que había traído para la defensa de Jerusalén, su
              ciudad real, y que había provisto de paga, junto con treinta talentos de oro,
              800 talentos de plata pura, carbunclos y otras piedras preciosas, un diván de
              marfil, tronos de marfil, una piel de elefante, un colmillo de elefante,
              maderas raras de varios nombres, un vasto tesoro, así como los eunucos de su
              palacio, hombres y mujeres bailarines ; y envió a su embajador a ofrecerle
              homenaje.
               
 Doctrina teológica.
               Las ideas teológicas que
              
              aparecen en el libro de Isaías son sustancialmente las mismas que encontramos en sus contemporáneos Amós, Oseas y Miqueas. Todos
                
                están poseídos de la grandeza y
                  
                  trascendencia de Dios y de sus exigencias respecto del pueblo elegido, Israel.
                  
                  Isaías se distingue en su predicación
                    
                    por su esquema orgánico-teológico, desarrollado a base de pocos principios
                    
                    fundamentales, que pueden reducirse a tres: a) concepción trascendente
                    
                    de Dios como “santo”; b) sus relaciones
                
                históricas con Israel; c) concepciones escatológicas.
                   a) Concepción Trascendente de Dios. — Isaías, en toda su predicación, da por supuesta la idea monoteísta de Dios. Sólo existe Yavé, y los ídolos de los otros pueblos son “vanidades”; no son más que “obras de los hombres”. Por eso, en su predicación arremete con frecuencia contra toda índole de cultos idolátricos. Para él sólo existe un Ser divino, al que enfáticamente llama el “Santo de Israel.” Esta nota de “santidad,” como la mejor definición de la divinidad, aparece ya en la visión inaugural. Para él Yavé es un Ser “trascendente” en su “gloria”; por eso los serafines se cubren su rostro ante la majestad de aquel que está sentado en su trono como “rey” de Israel y del universo. Él canto de éstos se reduce a la repetición de una palabra: “santo, santo, santo.” Es que para el hebreo la “santidad” es como la esencia de la divinidad, lo numénico, lo trascendente, que le caracteriza como tal. Dios está como rodeado de una atmósfera aislante, la
              
              “santidad”; por eso, al entrar en contacto con las criaturas, exige la
              
              “purificación,” de forma que éstas se eleven — ritual y moralmente — a una
              
              atmósfera superior que pueda aproximarse de algún modo a la divina. La “gloria”
                
                es como la manifestación de la grandeza de Dios en el mundo, mientras que la “santidad” es
              
              como la zona inaccesible de la divinidad, lo que la caracteriza como tal. Por
              
              eso la “santidad” para el hebreo no es un
                
                atributo más de Dios, sino su definición como Dios, en cuanto distinto y trascendente a todo lo creado. En Isaías,
                  
                  la idea de “santidad” incluye, además, la idea de incontaminación moral; por eso, ante la vista del
                    
                    Dios “santo,” exclama aturdido y tembloroso: “¡Ay de mí, porque soy un hombre de labios impuros!” Su conciencia de
                      
                      pecado le parece que le impide entrar en relaciones con el Dios puro y
              
              santo. De esto se deduce que, para el profeta, la idea de “santidad” aplicada a
              
              Dios incluye, de un lado, su carácter superior, inaccesible a las criaturas, y también un aspecto ético, en cuanto
                
                que concibe a Dios como “perfecto” en el orden moral.
               b) Dios de Israel. — Una de las
              
              frases que más reiteradamente se encuentra en los escritos isaianos es la de el “Santo de Israel.” Para el profeta, aunque Yavé es el Ser inaccesible por
                
                antonomasia, sin embargo, tiene un plan salvífico en la historia humana, sobre
                
                todo respecto de Israel. Yavé tiene una
                  
                  “obra” que realizar en su pueblo; por eso en la visión inaugural aparece
                
                deliberando con su corte de honor celeste, los serafines, sobre el sujeto a
                
                enviar como colaborador de su “obra” en el
                  
                  pueblo escogido: “¿A quién enviaremos?” Dios tiene un designio providencialista sobre el mundo, pues la historia
                    
                    humana — y sobre todo la de Israel — está lanzada en los planes de Dios
                
                hacia una etapa definitiva de salvación, hacia el establecimiento del reinado de justicia en la tierra. Por eso Yavé “obra” en la historia, y en esta
                  
                  “obra” Yavé le pide al profeta sea su colaborador. Por eso Isaías acusa a los
                  
                  jefes paganos de no percibir esta “obra” de Dios en la historia. Como la “gloria” de Dios llena la
                    
                    tierra, aunque los seres humanos no la vean así, su “obra” penetra y
                
                dirige la historia de la humanidad. Los impíos son ciegos y no la perciben; por
                
                eso irónicamente dicen al profeta: “Que veamos la obra de sus manos; que
                
                venga, pues, y de una vez acabe su plan el Santo, y lo veamos nosotros.”
               Para Isaías, la historia es “un drama que se acerca a su desenlace, y en las convulsiones de los fundamentos del mundo político escucha los pasos del
              
              Omnipotente, que avanza hacia el día de la
              
              crisis judicial y la esperanza final de la humanidad.” De este
              
              modo Yavé “reina soberanamente
              
              sobre el reino de la naturaleza y en la esfera de la historia, y el colapso de
              
              los reinos, la disolución total del viejo orden del mundo hebreo, que
              
              seguía al avance de Asiria, es para el profeta
              
              no otra cosa que la prueba cumbre del dominio absoluto de Yavé, afirmándose y
              
              humillando a todo lo que disputa su
              
              supremacía.” Su carácter de trascendente e inaccesible le hace intransigente ante las transgresiones de los
              
              pecadores: “El Santo se santifica (se muestra “santo”) en la justicia”; de ahí la necesidad
              
              de un juicio purificador sobre el mundo y sobre el mismoIsrael. Yavé es el Soberano al que todo le está
              
              sometido; pero al mismo tiempo es paciente y
              
              misericordioso: “Yavé os está esperando para
              
              haceros gracia.”
               Esto tiene especial aplicación
              
              a las relaciones de Dios con Israel, porque éste es el pueblo de Yavé en exclusiva. Por eso Yavé es de modo especial de Israel, lo
                
                que daba una conciencia religiosa especial a
                  
                  los componentes de este pueblo privilegiado, al menos en la mentalidad ortodoxa
                
                de los profetas, que eran los grandes maestros del espíritu, representantes del
                
                yahvismo tradicional. De esta concepción
                  
                  teocrática se sigue que la religión no es sólo una cuestión de relación entre
                  
                  Yavé y los individuos, sino entre
                    
                    Yavé y la nación como tal en sus destinos colectivos históricos. Los israelitas son considerados
                      
                      por el profeta como esencialmente vinculados a la colectividad nacional, y, como tales, objeto de las complacencias
                        
                        divinas en cuanto forman parte de esta comunidad. De ahí el principio de
                
                solidaridad en el bien y el mal. Dios premia y castiga a unas generaciones por
                
                los pecados de las anteriores.
                 Isaías considera la soberanía de Yavé en el
              
              universo en relación con su señorío sobre el propio
                
                Israel. “Israel es la inmediata esfera de las funciones reales de Yavé, y por
                
                eso Isaías exige oír su voz autorizada en la dirección de los negocios
              
              del Estado. Se presenta a sus compatriotas como el ciudadano privilegiado que
              
              “ha visto” al “Rey” y que ha sido oficialmente comisionado por El para
              
              declarar su voluntad como la suprema ley de la nación.” Yavé es
              
              para él, ante todo, “el Santo de Israel”,
                
                es decir, el Ser soberano puro, inaccesible y trascendente, pero que
              
              está vinculado de modo particular a Israel, lo que exige por parte de este
              
              pueblo privilegiado una “santificación” o
                
                elevación moral especial frente a las demás naciones, que sólo pertenecen a Yahvé
              
              por los vínculos generales de la creación. Los israelitas deben ante todo
              
              reconocer su situación de privilegiados y
                
                “santificar al Señor de los ejércitos,” es decir, reconocerle como “santo,” con lo que esto implica de obediencia y entrega a su ley.
               Pero el profeta se da cuenta, desde el momento en
              
              que es llamado al ministerio profético, que existe una ruptura entre Yavé y su
              
              pueblo pecador; por eso exclama con amargor: “He aquí que habito en un pueblo de labios impuros”. Era preciso,
                
                pues, un juicio purificador, y como sus labios habían sido purificados
              
              por el fuego, así el fuego de la ira divina debía consumir hasta los cimientos
              
              a la sociedad actual israelita, salvándose sólo un “resto,” la “semilla santa,”
              
              que habría de ser el germen de restauración
                
                en el futuro. En su predicación, el profeta anuncia este juicio purificador sobre una sociedad corrompida,
                  
                  que está inficionada de cultos idolátricos, despreciando a Yavé, y cree cubrirse en sus deberes religiosos con unas
                    
                    prácticas meramente ritualistas en el templo. Por otra
              
              parte, la clase directora no reconoce más derechos que los de su codicia
              
              insaciable, conculcando al pobre, a la viuda y al huérfano: “Cuando esperaba
              
              (Yavé) juicio, he aquí derramamiento de sangre, y cuando esperaba justicia, he
              
              aquí gritería.” La sociedad
                
                estaba totalmente paganizada y escéptica respecto de sus deberes religiosos,
                
                confiando sólo en sus carros y caballos y en los juegos diplomáticos
              
              para salvar a la nación, viviendo prácticamente
                
                en plan de apostasía general. Como consecuencia, Yavé ha
                
                rechazado a su pueblo.  Es preciso
                  
                  que Israel vuelva a su Dios y tenga una “fe” en el cómo único Señor de sus
                  
                  designios. El profeta destaca la importancia de la “fe” como medio de
              
              retorno a las buenas relaciones íntimas que debe haber entre Yavé y su pueblo.
               c) Expectación Mesiánica. — Los profetas viven de la
              
              esperanza del futuro, como reinado de Dios, con todo lo que implica de triunfo
              
              de la justicia y equidad. Por eso, su extraordinaria sensibilidad religiosa les
              
              hace chocar con las imperfecciones y deficiencias religiosas de su tiempo; de
              
              ahí que en sus predicaciones clamen por un cambio radical de cosas, incluso por
              
              una conmoción cósmica que transforme la sociedad en sus cimientos, dando paso a
              
              un nuevo orden de cosas en el que se dé el pleno reinado de la justicia como consecuencia de un mayor “conocimiento” de Yavé. Las angustias y abusos morales de su tiempo les
                
                hacen forjar por contraste
                  El “día de Yavé.” — Ya
              
              Amós había hablado del “día de Yavé” como día de “tinieblas y no de luz.” Isaías recoge
                
                la misma idea, y, con todo detalle, en sus primeros capítulos nos habla de un cambio sustancial de la
                  
                  sociedad, que en sus pecados ha llegado a la saturación. Por eso se acerca un juicio purificador:
                    
                    “Porque llegará el día de Yavé sobre todos los altivos y soberbios, sobre cuantos se ensalzan para humillarlos..., y sólo Yavé
                      
                      se exaltará aquel día, y desaparecerán todos los ídolos.” Quizá en
                      
                      su juventud había sido testigo del tremendo terremoto del que se hace mención
                      
                      en Am 1:1, y todavía se estremece ante el recuerdo de aquella conmoción desorbitada. Sin embargo, los
                        
                        contemporáneos han olvidado lo que era — en la mentalidad profética — un castigo divino, y ahora Isaías parece entrever otra conmoción
                          
                          colosal en la que se tambalearán
                            
                            todos los cimientos de la sociedad. Sin duda que el profeta alude a la próxima invasión de los asirios, a los que considera como
                              
                              instrumentos de la justicia divina para castigar al Israel pecador.
                      
                      Pero, detrás de esta inmediata perspectiva de castigo en su concepción teológica de la historia, Isaías piensa en otra conmoción
                        
                        social más honda, que será el preámbulo de la inauguración mesiánica.
                       El “resto” salvado. — En la catástrofe que se avecina se salvará
              
              “un resto,” que ha de ser el núcleo de
                
                restauración nacional, la semilla santa de la que saldrá la ansiada nueva teocracia mesiánica. Ya Amós en sus oráculos había hablado de un “resto” salvado del juicio
                  
                  purificador de Yavé. Precisamente para dar esperanzas de
              
              salvación a los temerosos de Yavé, el profeta
                
                había impuesto a uno de sus hijos un nombre simbólico, Sear-Yasub (“un resto
                
                volverá”).  Los judíos
                  
                  contemporáneos del profeta no veían el peligro que se venía sobre ellos y
                  
                  confiaban ciegamente en sus destinos históricos; pero Yavé va a someter
              
              a la sociedad a una dura prueba de la que
                
                se salvarán muy pocos: “Si quedare un décimo, será también para el fuego, como
                
                la encina o el terebinto cuyo tronco se abate”. Pero de ese
              
              tronco saldrá un “retoño,” que será la “semilla
                
                santa” de los “rescatados de Sión,” núcleo de restauración de la
                
                futura sociedad teocrática.
               El “Mesías.” — Aunque en los oráculos isaianos nunca se use la palabra Mesías (“ungido”) para designar al Príncipe ideal, Salvador de Judá, sin embargo, sus concepciones “mesiánicas” se centran en torno a un personaje ideal, al que se describe con los epítetos más cautivadores: “Admirable Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz.” Es el “retoño” de Jesé, sobre el que descansará el “espíritu” carismático de Yahvé en su múltiple manifestación: “espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Yavé.” Es el “Niño” misterioso “Emmanuel” que nace de una “doncella,” que es prenda de salvación ante la inminente invasión asiria. En la segunda parte del libro de Isaías, la
              
              perspectiva es muy distinta, y el “Siervo de Yavé,”
                
                lejos de ser encarnado en un “Príncipe” poderoso, es un sujeto dolorido que sufre calladamente por los pecados de su pueblo,
                  
                  triunfando con su muerte.  En este sentido, las profecías mesiánicas del libro de Isaías son
              
              la culminación del “mesianismo” concebido como esperanza de rehabilitación de la humanidad, anunciada germinalmente en
                
                los albores mismos de la historia humana. El autor  se ha acercado hasta el máximo al misterio de los misterios, a la
              
              muerte de Cristo-Redentor. Por eso el libro de Isaías es quizá el libro de más contenido teológico de todos los del
                
                Antiguo Testamento, ya que sus concepciones netamente espiritualistas
              
              rozan la manifestación plena evangélica.
               
 
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| Maarten van Heemskerck (Siglo XVI)- Isaías le anuncia a los Judíos el regreso de la Cautividad Babilónica | 

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