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CAPITULO V.

LA HEGEMONIA DE LA ARISTOCRACIA CIVIL

(1025-1081)

1.

La DISOLUCION DEL ESTADO BIZANTINO MEDIO

 

La muerte de Basilio II significa el comienzo de una nueva época en la historia de Bizancio. Se inicia la era de los epígonos en la que, cara al exterior, se viviría en los laureles de la época precedente, mientras que internamente se daba rienda suelta a la desintegración. Bizancio parecía invencible tras los grandiosos éxitos de los últimos tres reinados y empezaba una etapa de relativa calma, algo casi desconocido en la historia de Bizancio. Este período de paz fue para Bizancio no un tiempo de agrupamiento y consolidación, sino una época de relajación interna. Comenzó la desintegración del sistema creado por Heraclio que Basilio II fuera el último en mantener. Los débiles sucesores de Basilio no fueron capaces de continuar la lucha contra los poderes feudales. La desintegración de los bienes campesinos y militares se aceleró con vertiginosa rapidez y condujo a la ruina del poder militar y de las finanzas del Estado bizantino. La base de la estructura económica y social del Imperio cambió profundamente. La institución imperial no sólo renunció a continuar luchando contra la aristocracia feudal, sino que llegó a convertirse en portavoz del grupo aristocrático circunstancialmente más fuerte. La aristocracia terrateniente había ganado la partida y sólo quedaba por decidir cuál de los dos sectores, los funcionarios o los milita­res, llegaría a imponerse. La historia bizantina de los siguientes de­cenios, que a primera vista sólo parece ser una maraña de intrigas cortesanas, estará en realidad dictada por la lucha entre los dos poderes rivales: la aristocracia civil de la capital y la aristocracia militar de provincias.

En un primer momento, la aristocracia militar de provincias —en sí más fuerte pero duramente golpeada por Basilio II— quedó relegada a un segundo plano y tomó el poder la aristocracia civil de la capital. Esta facción imprimiría su sello a la época que empezaba. Las numerosas intrigas cortesanas sólo serían aspectos exteriores y secundarios de su régimen; su verdadera influencia se apreciaría, por una parte, en el florecimiento cultural de la capital y, por otra, en el decaimiento del poder militar del Imperio.

El primero de los epígonos fue Constantino VIII (1025-1028), hermano y heredero de Basilio II. Este, que durante cincuenta años había sido el pasivo corregente de su hermano mayor, ahora, emperador en su vejez, actuó más como representante que como gobernante del Estado. No le faltaba capacidad, pero sí carácter y sentido de las responsabilidades. Delegaba los asuntos de gobierno en otros y ocupaba su tiempo en fiestas y juegos de hipódromo, derrochan­do despreocupadamente el tesoro imperial amasado por Basilio II.

Un problema importante era la regulación de la sucesión al trono, ya que el animado emperador no tenía herederos varones. De sus tres hijas, Eudocia, la mayor, desfigurada por el sarampión, había tomado el velo de monja. Por su parte, la otras dos, que no eran ciertamente jóvenes, Zoé y Teodora, jugarían un importante papel en la historia bizantina de los siguientes años, como últimas repre­sentantes de la dinastía Macedónica, Curiosamente, no fue hasta que se encontró en su lecho de muerte cuando Constantino VIII pensó en concertar el matrimonio de una de sus ya maduras hijas y empezó a buscar marido adecuado para ella. A última hora, la elección recayó sobre el Eparca de Constantinopla Romano Argyros.

De hecho, el cargo de Eparca de Constantinopla había sido considerado siempre como un gran honor. En el siglo XI su trascendencia había aumentado aún más. Si en el Libro de las ceremonias se afirmaba que el Eparca era el Padre de la Ciudad, fue en el siglo XI cuando un escritor pudo asegurar que el cargo de Eparca era una función imperial sólo desprovista de la púrpura. Romano Argyros era, como titular de este alto cargo y representante de una de las mejores familias nobles bizantinas, el más distinguido representante de la aristocracia urbana. El 12 de noviembre de 1028 se casó con la quincuagenaria Zoé y tres días más tarde —a la muerte de Constantino VIII—subió al trono. Típico aristócrata, Romano Argyros se caracterizó, a pesar de ya tener sesenta años, por su agradable apariencia y conveniente cultura. Carecía totalmente de las cualidades necesarias para ser un buen regente, pero soñaba nebulosamente con las grandes figuras del pasado a las que intentaba imitar —en esto era un típico epígono— apoyado en su inmensa vanidad. Si en un momento determinado su ideal era Marco Aurelio y discurseaba filosóficamente, también lo era Justiniano y empezaba grandiosas construcciones; si no Trajano o Adriano, y se imaginaba ser un gran general y amante de la guerra, hasta que una seria derrota en Siria le desengañó. La situación fue salvada por el excelente general Jorge Maniakes, que pisa aquí por primera vez el escenario histórico bizantino. Maniakes consiguió, por medio de sus victoriosas campañas militares, cuyo punto álgido fue la toma de Edesa (1032), hacer sentir una vez más la superioridad del Imperio Bizantino.

La característica principal del corto reinado de Romano Argyros es la abierta renuncia a la política perseguida por Basilio II. El impuesto adicional sobre las tierras campesinas abandonadas que Basilio había obligado a pagar a los poderosos, fue suprimido a causa de las presiones de los grandes propietarios. De esta forma fue abolida para siempre la antigua disposición del recargo fiscal que primero como Epibolé y luego como Allelengyon había sido un elemento básico del sistema fiscal bizantino. Mientras que los campesinos no eran capaces de pagar el impuesto adicionalis, los poderosos no estaban dispuestos a hacerlo, y el emperador Romano III —él mismo típico representante de los poderosos— no podía pensar en oponerse a la voluntad de la aristocracia terrateniente. Aunque no se llegaron oficialmente a eliminar las antiguas leyes que prohibían a los poderosos la adquisición de las tierras de campesinos y «stratiotas», y había jueces concienciados que aún las consideraban en esta época como leyes vigentes, bastó, sin embargo, que, tras la muerte de Basilio II, fuera interrumpida totalmente la larga serie de leyes creadas para la protección del pequeño propietario de la tierra. Ya que si las disposiciones del siglo X, a pesar de su rigurosidad, no habían podido impedir la compra de las propiedades de campesinos y soldados, la fuerza expansiva de las grandes posesiones territoriales pudo desarrollarse en toda su amplitud una vez que el Estado adoptó una actitud pasiva. Los poderosos habían vencido plenamente tanto en el terreno político como en el económico. El muro de contención que el poder central había puesto desde Romano I hasta Basilio II ante el hambre de tierras de la aristocracia se había desplomado. Ahora avanzaba sin freno alguno la disolución de la pequeña pro­piedad. Las grandes posesiones territoriales absorbieron a las pe­queñas de los soldados y campesinos convirtiendo sus propietarios en sus dependientes. Con ello se había desarticulado el sistema sobre el que se apoyaba el poder del Estado bizantino desde su renovación en el siglo vil: se redujeron sus fuerzas defensivas y financieras y el consiguiente empobrecimiento del Estado hundió cada vez más su poderío militar.

Indudablemente, los soberanos de la época no fueron los instigadores de este proceso. Se limitaron a preparar el camino de una evolución ya irresistible y a ser exponentes de un poder socioeconómico expansivo. Así, la deposición de Romano Argyros, a pesar de deberse al elemento socialmente opuesto, no cambió en mucho la situación. Entre el emperador Romano y la emperatriz Zoé existían desde hacía años profundas diferencias, ya que cualquier interés de Romano Argyros hubiera podido sentir por la ya poco lozana emperatriz había desaparecido después de su adquisición de la corona imperial. Empezó a despreocuparse de ella e incluso a restringirle sus medios económicos. Los deseos de vivir, sin embargo, de la ya madura mujer que empezaba a paladear los placeres de la vida mundana no permitían limitaciones. Sus ojos recayeron sobre el joven Miguel, hijo de un campesino de Paflagonia, al que su hermano, el influyente eunuco Juan Orphanotropos, había introducido en el gineceo del palacio imperial. Juan Orphanotropos, hombre muy capaz pero carente por completo de escrúpulos, fue el verdadero y oculto instigador de la intriga. Debido a que él mismo no podía, en su calidad de eunuco y monje, aspirar a la corona imperial procuró facilitársela a su hermano. Zoé se enamoró del bello muchacho con toda la vehemencia de una pasión otoñal, y he aquí que Romano III moría el 11 de abril de 1034 en el baño. Esa misma noche la emperatriz se casó con su joven amante y éste ascendió al trono con el nombre de Miguel IV (1034-1041).

Zoé se había equivocado una vez más, ya que también el interés de Miguel desapareció tras su subida al trono. Fue restringida incluso su libertad de movimientos: recordando el destino de Romano III, Juan Orphanotropos hizo que se vigilasen sus actividades estrictamente. El emperador Miguel se reveló como gobernante capacitado y valeroso general. Padecía, sin embargo, de ataques epilépticos, que con el tiempo se hicieron cada vez más intensos y numerosos. El verdadero beneficiado fue el astuto eunuco, ya que toda la administración del Imperio recayó en sus manos. Dirigió el Estado con gran habilidad pero elevó despiadadamente las cargas financieras y se mostró carente por completo de escrúpulos a la hora de cobrar los impuestos. Juan Orphanotropos —advenedizo de origen humilde— personificó el centralismo burocrático de los siglos pasados. En este sentido, su gobierno tuvo un cariz antiaristocrático. Por otra parte, dado que la más afectada por este régimen era la aristocracia militar de Asia Menor, la aristocracia de los funcionarios de la capital se mantuvo, por el momento, junto al gobierno. Psellos, uno de los representantes típicos del partido civil, recalca con satisfacción que el reinado de Miguel IV no cambió en nada el orden existente y que no causó ningún daño a los miembros del Senado. Los despiadados métodos de gobierno de Orphanotropos constituyeron, sin embargo, una dura prueba para la población, sobre todo considerando que el eunuco nunca perdió de vista la salvaguardia de sus propios intereses y que también dejó que toda su parentela se beneficiase del tesoro estatal.

La despiada fiscalización del régimen empujó a la población eslava de la Península Balcánica a un levantamiento, pues rompiendo las compresivas disposiciones de Basilio II también se empezó a exigir a esta región el pago de los impuestos en moneda. Además, el gobierno de Constantinopla nombró para el puesto de arzobispo eslavo de Ochrida, vacante tras la muerte en 1037 del eslavo Juan El Griego, al Chartophylax de Santa Sofía, León. El levantamiento adquirió dimensiones considerables. Pedro Deljan, quien se presentó como nieto de Samuel fue proclamado zar en Belgrado en 1040. Al poco tiempo reconoció como coemperador —con gran menoscabo de los rebeldes— a Alusián, un hijo de Juan Vladislav que había huido de Constantinopla. La llama del levantamiento se extendió por la mayor parte de la Península Balcánica eslava y llegó a alcanzar los dominios del norte de Grecia. Debido, sin embargo, a la falta de unión en la dirección de la insurrección, el levantamiento ya fue aplastado en 1041 más rápidamente de lo que, considerando su extensión, podía esperarse. Quedó, con todo, una profunda fisura en el edificio levantado por Basilio II.

Una vez reprimida la revuelta de Pedro Deljan, Bizancio intentó someter al recalcitrante príncipe de Zeta Esteban Voislav. El príncipe de Zeta, nombre cada vez más frecuentemente aplicado a la antigua Dioclea, ya se había rebelado en 1035 contra el protectorado bizantino. Su primer intento de rebelión fracasó, pero tras una pasajera sumisión y prisión pudo volver a practicar la guerra de liberación y oponerse victoriosamente a las repetidas expediciones bizantinas de castigo. También tuvo un resultado totalmente negativo la gran expedición de castigo del año 1042, aunque Bizancio llamó a la guerra contra el díscolo príncipe de Zeta a sus vasallos señores de Rascia, Bosnia y Zachlumia. Esteban Voislav obtuvo sobre el fuerte ejército del estratega de Dyrraquio una aplastante victoria en la zona montañosa de su dominio. Con ello quedaba definitivamente asegurada la independencia de su principado. Su zona de poder ya no sólo llegaba hasta la vecina Trebinia, sino que también alcanzaba Zachlumía. De esta forma, Zeta fue la primera entre las posesiones eslavas balcánicas que se apartó del dominio bizantino.

Miguel IV regresó gravemente enfermo de la Península Balcánica después de la represión del levantamiento de Juan. Juan, en previsión de la próxima muerte del emperador, había tomado las oportunas medidas para mantener la corona imperial dentro de su familia. El sobrino de ambos gobernantes, Miguel, que tras las antigua actuación de su padre llevaba el sobrenombre de Kalafates (calafateador), fue adoptado por Zoé y recibió como heredero presunto el honor de César. El 10 de diciembre de 1041, Miguel IV, agotado por su creciente enfermedad, se retiró al convento de los Santos Anargyroi donde murió el mismo día.

Miguel V Kalafates puso un rápido fin a la soberanía de la familia de Paflagonia. Juan Orphanotropos fue él mismo víctima de su criatura: Miguel pagó los favores de su protector haciéndole deportar al destierro. Nadie levantó un dedo para auxiliar al eunuco que se había hecho odioso para todos. Pero cuando Kalafates, envalentonado por este primer resultado, hizo encerrar a la emperatriz Zoé en un convento, ello le costó la corona. Contra el insolente advenedizo se unieron la nobleza y la Iglesia, apoyados en la lealtad dinástica de la población de la capital bizantina. Tanto se había fortalecido el sentimiento legitimista del pueblo bizantino durante la época de la dinastía macedónica que incluso se vinculaba a Zoé y Teodora. Kalafates, que había levantado la mano contra la porfirogeneta, fue depuesto y cegado el 20 de abril de 1042. El cetro debían llevarlo conjuntamente Zoé y Teodora, pues ésta —que por exigencia de Zoé había tomado el velo de monja— tenía tras de sí desde hacía tiempo un fuerte partido, y especialmente la Iglesia era partidaria de ella. Ya no se ponía en tela de juicio el derecho de las mujeres a ejercer el gobierno en su propio nombre. Pero tan grande era la incapacidad de las princesas imperiales y tan absoluto su odio mutuo que fue necesario, ya a las pocas semanas, traspasar el poder a un hombre. Como Teodora no quería contraer matrimonio, la casquivana Zoé, de sesenta y cuatro años, debía contraer su tercer matrimonio. El 11 de junio de 1042 lo hizo con un importante senador, Constantino Monómaco, y al día siguiente éste recibió la corona imperial.

Al igual que Romano III Argyros, con el que estaba emparentado a través de su segundo matrimonio —con una sklerina—, Constantino IX Monómaco s (1042-1055) era un típico representante de la aristocracia civil bizantina. También, al igual que aquél, era un insignificante gobernante, falto de voluntad. Tomaba a la ligera la vida y las obligaciones de gobierno y dio rienda suelta a una funesta evolución. Las dos ancianas emperatrices, con las cuales compartía oficialmente el gobierno, ya no estuvieron sujetas a ningún tipo de restricciones. Se les permitió seguir derrochando el tesoro imperial junto con el emperador. Por su parte, también Zoé, con los años, se había hecho más paciente. La relación amorosa que Constantino mantuvo abiertamente con la hermosa e inteligente Sklerina —una sobrina de su segunda esposa-— indignó al pueblo pero no a la emperatriz. Adornada con el recién creado título de Sébasié, la amante del emperador participaba junto a ambas emperatrices en todas las fiestas cortesanas. A su muerte, tanto sus honores como sus funciones fueron traspasadas a una bella princesa alana.

La fácil y elegante vida de la capital ejercía indudablemente una no despreciable fuerza de atracción. Sobrevino en esta época un nuevo renacimiento de la vida intelectual bizantina que se había secado durante el régimen militar de Basilio II. Sin duda, la nobleza de funcionarios de la capital —que entonces daba la pauta— era el estrato social más culto del Imperio. El trono estaba rodeado por hombres de considerable cultura como Constantino Leichoudes, quien como primer ministro —Mesazon— dirigía los asuntos de Estado; el importante Juan Xifilinos, jurista, o el famoso filósofo Miguel Psellos. Psellos fue la figura más destacada de esta época, no sólo por su actuación altamente fecunda en el ámbito cultural, sino también por su catastrófica actividad política y corrupción moral. No le faltó del todo la religiosidad y al menos estéticamente a veces la poseyó profundamente. Incluso en un momento de desengaño y resignación, cuando a fines del reinado de Constantino IX el círculo de los Leichoudes había perdido transitoriamente su influencia, tomó, junto con su amigo Xifilinos, el hábito de monje. Pero su persona estaba y seguiría estando en el mundo terrenal: en el saber profano que absorbía con verdadera pasión, y en el agitado movimiento de la vida humana que, como analista, observaba con ojos sorprendentemente despiertos y que como político sabía reducir a su voluntad. No tuvo contrincante como orador y escritor. En el mundo bizantino, de por sí sensible hacia el arte de la oratoria, su don retórico era un arma con una fuerza difícil de resistir. Psellos, como político, hizo constante uso de este arma y a menudo la aplicó de tal manera que cualquier juicio pecaría de demasiado clemente. Pero al mismo tiempo ningún juicio podría hacer justicia a la fuerza intelectual de este hombre. Su saber alcanzaba todos los ámbitos y parecía poco menos que milagroso a sus contemporáneos. Estaba anegado de un ardiente amor por la sabiduría y la poesía antiguas. Indudablemente, las tradiciones de la Antigüedad nunca murieron en Bizancio, pero Psellos mantenía una especial, directa y al mismo tiempo mucho más profunda relación con la cultura de la vieja Grecia. No le bastaba con el estudio de los neoplatónicos, encontró el camino de las fuentes, aprendió a conocer y a enseñar a Platón y por ello tuvo una influencia infinitamente fecunda sobre su mundo y la posteridad. Fue el más grande filósofo bizantino y al mismo tiempo el primer gran humanista.

Del círculo de los consejeros imperiales eruditos, al que pertenecía Psellos, Xifilinos y Leichoudes, como también el maestro de Psellos, el importante poeta y sabio Juan Mauropos, provino la iniciativa para la reanimación del sistema de estudios universitarios. En 1045 se fundaron en Constantinopla dos escuelas superiores: una de filosofía y otra de derecho. El estudio de la filosofía tomó cuerpo sobre el sistema del Trivium y del Quadrívium: las disciplinas de la Gramática, Retórica y Dialéctica conformaban el escalón inferior, mientras que la Filosofía se consideraba la última síntesis de todo el saber. La dirección de la enseñanza se encontraba en las manos de Psellos, quien recibió el altisonante título de «Cónsul (Hypatos) de los Filósofos». El director de la escuela de Derecho fue Juan Xifilinos con el título de «Defensor del Derecho» {Nomophylax}. Así se formó un nuevo centro de la cultura griega y del Derecho Romano, cuya conservación fue uno de los mayores logros históricos de Bizancio. La recién fundada Escuela Superior, al mismo tiempo, servía a una importante y práctica necesidad como lugar de formación de futuros jueces y funcionarios.

El Senado en los dos últimos siglos, la edad de mayor desarrollo del absolutismo imperial, no había tenido sino un papel meramente decorativo. Pero desde que los más altos funcionarios de la capital —que eran los senadores más influyentes— conformaban el grupo dirigente, la dignidad senatorial había dejado de ser una simple designación honorífica. A medida que se enraizaba el régimen de la nobleza civil de la capital, mayor se hacía el número de los portadores del título senatorial. A sectores más amplios de la población de la capital se les abrió el acceso al Senado. Debido a ello se ensanchaba la base del sistema de gobierno y nuevos elementos estaban interesados en mantener el poder del Senado.

La preponderancia de la aristocracia de funcionarios de la capital no implicaba ni mucho menos un fortalecimiento del poder central frente a las fuerzas feudales. Mientras que la pequeña posesión territorial decaía cada vez más, la gran propiedad crecía constantemente. Al mismo tiempo aumentaron los privilegios otorgados a ésta. El privilegio que los terratenientes más deseaban era la liberación del pago de impuestos: la inmunidad.

La concesión de la inmunidad a ciertas iglesias o monasterios no había tenido nada de extraordinario, incluso en la época anterior; además, desde el siglo X, se atribuían a los monasterios las rentas fiscales de algunas circunscripciones. Por el contrario, la concesión de inmunidad a grandes propietarios laicos es un fenómeno que, si bien está documentado en la época bizantina temprana, no se dio en el apogeo de la época bizantina media, no reapareciendo, en detrimento del poder central, más que en el siglo XI.

En el siglo XI, el poder central cedió cada vez más a los deseos del gran propietario y otorgó este privilegio con despreocupada generosidad. Los grandes señores territoriales, tanto laicos como eclesiásticos, fueron eximidos del pago de ciertos —los más poderosos e influyentes del pago de todos— impuestos y gozaban de una total inmunidad. Los tributos y demás obligaciones de los dependientes fluyeron, consecuentemente, no hacia el tesoro estatal, sino en dirección a los terratenientes. Ya en esta época apareció junto a la inmunidad fiscal la inmunidad judicial: los grandes señores se convirtieron ahora en jueces de sus dependientes. Así se desligaban de la superioridad del Estado en grado creciente. Las grandes posesiones territoriales que gozaban de una inmunidad fiscal y judicial total, desaparecieron de la red administrativa del poder central y a los funcionarios imperiales se les prohibió incluso poner pie en éstas.

Aunque el poder central pareciera estar siempre muy dispuesto a satisfacer las exigencias de la aristocracia latifundista, había un punto en el que su generosidad encontraba un límite. Tal como siempre había hecho, intentó seguir imponiendo ciertas limitaciones al crecimiento del número de campesinos en los latifundios. Los documentos de privilegio establecían el número de paroikoi que podían ser tenidos en un latifundio, y una y otra vez acentúan que los paroikoi no podían proceder de las filas de los campesinos del Estado o de las de los stratiotas. No deja de ser cierto, sin embargo, que el gobierno —especialmente en el caso de terratenientes influyentes— podía aumentar el número de paroikoi permitidos con la concesión de nuevos privilegios; el control, sin embargo, nunca lo cedió. Y aunque hubiese, de esta forma, terminado la dramática lucha entre el poder central y poderes feudales, la rivalidad por los paroikoi continuó clandestinamente por largo tiempo. Esto muestra, una vez más, que el trabajo de los campesinos dependientes era un problema aún más importante que la adquisición de nuevas tierras.

La terquedad que el poder central mostró en esta cuestión fue aún más llamativa dado que en todos los demás frentes se encontraba en retirada. Una nueva brecha en el orden administrativo del Estado fue abierta por el surgimiento del sistema de la pronoia. Como pago por determinados servicios, el gran señor bizantino recibía ex­tensiones territoriales a administrar {pronoia} con cesión de todos los ingresos de las tierras «prestadas». Los préstamos de pronoia se diferenciaban de las usuales cesiones territoriales en que originariamente al menos se cedían por un plazo determinado —normalmente hasta la muerte del beneficiario— y por lo tanto no podían ser traspasadas ni por venta ni por herencia. El sistema de la pronoia —que aparece en las fuentes por primera vez a mediados del siglo XI— tuvo un brillante futuro en el desarrollo de la sociedad bizantina.

Al poder total y a la omnipresencia del aparato burocrático imperial le surgieron cada vez más limitaciones. La administración central llegó incluso a abandonar parcialmente la imposición fiscal al arrendar los tributos en determinadas zonas. Por este método no dejaba de ser cierto que el fisco se aseguraba unos ingresos más o menos seguros, ya que los arrendadores de impuestos se responsabilizaban de la recaudación de una suma concreta que entregaban al tesoro estatal, pero por lo demás podían decidir libremente, según su voluntad, en las zonas arrendadas y buscaban sobre todo conseguir mayores ingresos en beneficio propio. Todo ello implicaba que los dueños de grandes extensiones territoriales privilegiadas, pronoiarios y arrendatarios de impuestos, mantenían un cuerpo administrativo propio que estaba calcado sobre el aparato administrativo del Estado y que existía paralelamente a éste. Y esto también significaba un aumento de las cargas sobre la población y al mismo tiempo que una parte de contribuciones escapaban al Estado.

La descomposición financiera se mostró de una forma evidente y altamente negativa mediante la depreciación de la moneda. El Estado se vio obligado a mezclar, en el momento de la acuñación, la moneda de oro en aleación con metales de menor valor. Con ello se iniciaba la desvalorización del Numisma, moneda que durante siglos apenas había conocido fluctuaciones. El sistema monetario bizantino perdió su extraordinaria estabilidad y el alto prestigio de que había gozado hasta entonces en el mundo.

La característica principal de esta época es, sin embargo, el desmoronamiento de la potencia militar de Bizancio. El gobierno del partido civil, a fin de reducir en lo posible la influencia de la aristocracia militar, limitó los pertrechos del ejército sistemáticamente, y, en su búsqueda de nuevos ingresos, transformó a los campesinos- soldados en contribuyentes. No contento con el hecho de que una gran parte de los bienes de soldados hubieran sido víctimas del proceso feudalizador, los restantes stratiotas recibieron autorización para, mediante el pago de una suma determinada, librarse del servicio militar. El ejército de los themas desapareció, e incluso la expresión «thema» como designación de las tropas del ejército provincial dejó de usarse a partir del siglo XI. Al mismo tiempo, el estratega del thema perdió, también en su faceta de gobernador provincial, su anterior poder, mientras que junto a él, el juez del thema (Kriies o Praeior) tenía cada vez mayor importancia y llegaba a dominar en creciente medida la administración provincial M. La decadencia de la organización themática no significaba otra cosa que la disolución del orden estatal que en los siglos anteriores había producido la grandeza de Bizancio.

La constante regresión de las tropas indígenas volvió a poner en primer plano la importancia del ejército de mercenarios. Era una vuelta a la época preheracliana y, como en aquel entonces los godos, los normandos componían ahora el elemento más valioso en el ejército bizantino. La excelente Druzina varego-rusa y el legendario héroe guerrero Harold lucharon bajo las banderas de Jorge Maniakes en Sicilia. Ahora los varegos componían la verdadera guardia pretoriana imperial; por lo demás, su reclutamiento ya no se hacía —como en tiempos de Basilio II— en Rusia, sino, desde los años setenta del siglo XI, mayoritariamente en Inglaterra, por lo que hubo un relevo de la guardia varego-rusa por la anglo-varega. La guardia normanda, por su parte, reemplazó a los viejos regimientos de guardias bizantinos, que con el tiempo habían desaparecido completamente.

Las hazañas guerreras de Jorge Maniakes en Sicilia fueron el úl­timo y efímero rayo de luz en el horizonte bizantino que se oscurecía por doquier. Jorge Maniakes —un tardío continuador de la época gloriosa de las conquistas macedónicas—, en cierto modo para consumar la herencia de Basilio II, se propuso como meta la reconquista de Sicilia. El debilitamiento de los árabes sicilianos prometía éxito a la empresa: Jorge Maniakes, en rápida marcha salpicada de triunfos, arrancó a los musulmanes la parte oriental de Sicilia con las ciudades de Mesina y Siracusa. Todos los triunfos fueron, sin embargo, frustrados por el recelo del gobierno de Constantinopla. Constantino IX relevó de su puesto en el momento más decisivo al victorioso comandante. Maniakes aceptó el reto. Se dejó proclamar emperador por sus tropas, pasó a Dirraquio y marchó contra Tesalónica. Su victoria parecía segura y con ello también un cambio de curso inesperado en la política bizantina. Fue alcanzado mortalmente, sin embargo, por una flecha durante una batalla que tenía ya prácticamente ganada (1043). Pocos años después hubo un nuevo intento de usurpación cuyo signo especial fue que su origen estuvo en «Macedonia», es decir, en la Tracia noroccidental. Al odio que el ejército sentía por el gobierno de funcionarios hostil a los militares, se unió la oposición existente entre la provincia y la política centralizadora de Constantinopla. A la cabeza de los rebeldes se puso el jefe del «Partido macedónico», León Tornikes, quien, aunque de origen armenio, residía en Adrianópolis y estaba familiarizado con esa zona. El levantamiento de Tornikes alcanzó un grado más peligroso que el de Maniakes, pues Constantinopla fue cercada y estuvo a punto de caer (1047). Si durante la revuelta de Maniakes el gobierno de Constantino IX se salvó por un accidente, ahora lo hizo por la indecisión del antiemperador, que dejó pasar el momento adecuado para la conquista de la capital.

La sistemática limitación del poder defensivo practicada por el gobierno de Constantinopla está, en parte, explicada por el hecho de que la situación del Imperio parecía asegurada cara al exterior tras las grandes victorias de la época precedente. Las victoriosas empresas de Jorge Maniakes, tanto en Oriente como en Sicilia, confirmaban la superioridad del Imperio de Bizancio frente a los árabes. Constantino IX pudo proseguir la política de Basilio II en Armenia y finalizarla con la anexión del reino de Ani.

Sin embargo, el fin de esta época de paz se acercaba. Pues si bien las fuerzas de los enemigos conocidos del Imperio estaban paralizadas, pronto aparecieron en las fronteras bizantinas nuevos pueblos guerreros. Hubo un cambio no sólo en la situación general del Imperio, sino también en los factores principales de la política exterior bizantina. En Oriente los turcos selyúcidas ocuparon el puesto de los árabes, en Occidente estaban los normandos, y en el norte, en el lugar de los búlgaros y rusos, aparecieron los pueblos de las estepas: pechenegos, uzos y cumanos. La última vez en que los rusos atacaron Bizancio fue en 1042; con la aparición de los pueblos de la estepa y el traslado del centro del poder del reino ruso hacia el nordeste, Rusia dejó de ser desde mediados del siglo XI un factor directo en la política bizantina por mucho tiempo. En 1048, sin embargo, los pechenegos cruzaron el Danubio y este acontecimiento tuvo consecuencias muy importantes para el Imperio Bizantino. Ya Constantino Porfirogeneta, en su tratado sobre política exterior, indicó con urgencia la importancia que tenían los pechenegos. Bizancio los utilizó como aliados contra los diversos enemigos que aparecían en el norte. El colaborar con este pueblo nómada, activamente guerrero, que podía en un momento determinado atacar por la espalda a búlgaros y húngaros y que, además, podía cortar a los rusos el camino hacia el sur, era una norma fundamental de la política bizantina en el siglo X. Tras la sumisión de Bulgaria, sin embargo, la situación cambió radicalmente: ya no existía el muro intermedio que separaba a Bizancio de las hordas nómadas; el Imperio se extendía hasta el Danubio y las incursiones de saqueo pechenegas ya no se dirigían contra el enemigo, sino contra el mismo Imperio Bizantino y Bizancio, por su parte, no era capaz de rechazar a los pechenegos que penetraban cruzando el Danubio. Fueron establecidos entonces en tierras del Imperio y haciendo de la necesidad una virtud se les utilizó como en la protección de las fronteras y en el servicio militar. Al poco tiempo, sin embargo, el gobierno tuvo que tomar las armas contra sus nuevos súbditos que creaban la inseguridad en toda la zona con sus incursiones de saqueo, Bizancio, sin embargo, sufrió varias derrotas y se vio por último forzada a comprar una modesta paz por medio de presentes, nuevas entregas de tierras y concesio­nes de títulos cortesanos a los caudillos pechenegos.

En el último año del reinado del débil Constantino IX se produ­jo un acontecimiento de importancia universal: la separación de las Iglesias. La ruptura definitiva entre Roma y Constantinopla era, tras los incidentes de los siglos precedentes, ya sólo una cuestión de tiempo. Demasiado divergentes eran las vías de evolución tomadas por Oriente y Occidente, demasiado profunda la reticencia entre ambos centros universales y había demasiadas oposiciones acumuladas en los más diversos aspectos vitales, como para que hubiera sido posible mantener a la larga la ficción de una comunidad espiri­tual y religiosa. En el mundo cristiano, ya desde hacía siglos política y culturalmente divergente, faltaban todas las condiciones necesarias previas para la permanencia del universalismo de las Iglesias. No fue, como a menudo se ha sostenido, el «cesaropapismo» bizantino el responsable de la ruptura; muy al contrario, no había en Bizancio un factor más fuerte a favor de la unidad que la voluntad de los emperadores. Estos, para salvar el universalismo político bizantino, para mantener sus pretensiones sobre Italia, apoyaron —recuérdese la política de Basilio I y de sus sucesores— el universalismo de la Iglesia romana en detrimento de su propia Iglesia. Pero, tal como la voluntad política propia de Occidente había desbaratado el universalismo político de Bizancio, así la Iglesia de Constantinopla, por su triunfo en el mundo eslavo, arrancó al universalismo romano su misma base en Oriente. A la incorporación de los eslavos del sur en el marco de la Iglesia ortodoxa le siguió la unión de Rusia al patriarcado de Constantinopla, e indudablemente no es casual que poco después se produjera un recrudecimiento del sentimiento antirromano en Bizancio. La Iglesia bizantina no podía ya, apoyada como estaba sobre el imponente «hinterland» eslavo, inclinarse ante la supremacía romana. Ya Basilio II se había apartado de la tradicional simpatía por Roma mantenida por la dinastía macedónica: bajo el patriarca Sergio (999-1019), el nombre del Papa desapareció de los Dípticos.

La débil Iglesia romana del año 1024 estaba dispuesta a aceptar un compromiso y se produjo una pacífica delimitación por la cual la Iglesia de Constantinopla se podía considerar «universal en su propia esfera». Pero el nuevo espíritu que exhalaba el movimiento reformista de Cluny arruinó esta solución de compromiso. Al final se terminó por llegar a la delimitación de esferas, históricamente prefijada, pero por el camino de la ruptura violenta.

Condición previa para ello era la existencia de una coyuntura muy especial, en la que se enfrentaran un papado opuesto a cualquier situación de compromiso y un patriarcado igualmente fuerte y embargado por la convicción de su propia soberanía; y junto a ellos un emperador débil incapaz de oponerse a la marcha de los acontecimientos. Esta coyuntura se presentó a mediados del siglo XI, cuando León IX, un puro representante del movimiento reformista cluniacense, ocupó la silla de Pedro y Miguel Cerulario, el príncipe de la Iglesia más ambicioso de la historia bizantina, ocupaba el trono patriarcal de Constantinopla, mientras que el poder imperial descansaba en las débiles manos de Constantino IX Monómaco. La vida de Miguel Cerulario había sido movida y llena de cambios. Como iniciador de una conjura de la aristocracia bizantina contra Miguel IV el Paflagonio, había pasado vatios años en el exilio. Tras la caída de la familia de Paflagonio volvió a Constantinopla, pero, debido a que en el exilio había tomado el hábito de monje, ya sólo tenía la perspectiva de la carrera eclesiástica. En el año 1043 subió al trono patriarcal y desde ese momento se le abrió a su incansable espíritu de lucha un nuevo campo de actividad. No estaba menos embargado que su oponente romano de la convicción de la superioridad de su cargo y esta convicción se unía en él a una voluntad de poder capaz de arrollar todas las barreras. Junto al Papa se encontraba, como cabeza de la corriente antibizantina en Roma, el cardenal Humberto. En el choque entre Miguel Cerulario y Humberto se enfrentaban dos hombres emprendedores y desenfrenados que marchaban directamente a su meta, y que eran capaces de desvelar las seculares y latentes contraposiciones y de colocar al mundo ante el dilema de una toma radical de partido. La lucha se entabló contra la voluntad del emperador y sin tomar en consideración las exigencias políticas del momento. Empezó en el sur de Italia, allí donde desde tiempos inmemoriales se afrontaban las exigencias de las dos Iglesias, pero donde también entonces —tras la invasión normanda— parecía especialmente recomendable una cooperación política entre Roma y Constantinopla. Al punto peligroso se llegó en el momento en que las disputas pasaron al campo de las cuestiones de dogma y liturgia, ya que en ello cualquier acuerdo era de entrada imposible, puesto que en él se enfrentaban la doctrina y las costumbres contra las costumbres. Se trataba de los mismos viejos temas que ya en época de Focio habían separado los espíritus: la enseñanza occidental del Espíritu Santo, el ayuno sabático romano y el celibato eclesiástico, la costumbre del pan fermentado en la eucaristía de la Iglesia bizantina y del pan ácimo en la Iglesia romana. Especialmente esta última cuestión fue —lo que es típico— ardientemente discutida. Cerulario, por razones tácticas, colocó en primer plano no las cuestiones de divergencia dogmática, más importantes pero también más complicadas, sino aquellas diferencias litúrgicas fácilmente comprensibles para todo el mundo. Las Iglesias ortodoxas de Oriente y de los países eslavos también apoyaban al patriarca bizantino. El moderado patriarca de Antioquía, Pedro, se dejó arrastrar finalmente por Cerulario; León, el arzobispo griego de Ochrida, fue uno de los primeros predicadores en la lucha contra Roma.

El dramático acto final del conflicto lo trajo la llegada a Constantinopla de una embajada romana dirigida por el cardenal Humberto. Animados por la actitud del emperador que se mostró dispuesto a sacrificar a su patriarca por la amistad romana, los legados papales depositaron, el 16 de julio de 1054, sobre el altar de Santa Sofía, una bula de excomunión contra Cerulario y los más importantes de sus partidarios. El patriarca, por su parte, pudo, apoyado por las simpatías de la Iglesia y del pueblo, hacer cambiar de opinión al pusilánime gobernante y forzarle a aceptar su voluntad. Con el consentimiento del emperador reunió un sínodo que, respondiendo con la misma moneda, fulminó una excomunión contra los legados ro­manos. El alcance de estos acontecimientos no fue reconocido por la humanidad hasta más tarde. Los contemporáneos no le prestaron una atención especial —lo que arroja una singular luz sobre las relaciones romano-bizantinas de la época precedente—. Se estaba demasiado acostumbrado a que hubiera problemas entre los centros eclesiásticos: ¿quién podía en aquel entonces suponer que el conflicto de 1054 tuviera un significado distinto al que habían tenido las disputas anteriores y que lo sucedido ahora sería la definitiva ruptura que nunca se remediaría?

Constantino IX Monómaco murió el 11 de enero de 1055. Tras su muerte, Teodora volvió a ejercer en su propio nombre los dere­chos imperiales. Fue la última superviviente representante de la casa macedónica y con su muerte (a principios de septiembre de 1056) se extinguió la gloriosa dinastía. El destino de esta gran dinastía imperial tiene algo de sorprendente. Duros fueron sus comienzos para imponerse y al final tenaz su voluntad de seguir viviendo una existencia nebulosamente irreal. Y mientras sus éxitos habían sido antaño gloriosos, su fin, por otro lado, tuvo lugar sin hacerse notar.

La emperatriz moribunda nombró como su sucesor al hombre que el partido en el poder deseaba como emperador, un anciano funcionario «menos capaz de regir que de ser dirigido». Se trataba de Miguel, al que se conocía como «el Viejo» o «El Stratidikos». Su ascenso fue un verdadero triunfo del partido civil. Las exigencias de los funcionarios no conocían límite, y especialmente los senadores fueron colmados de honores y regalos. El emperador, sin embargo, se negó rotundamente a recibir una delegación de los estrategas dirigida por Isaac Comneno y Katakalon Kekaumenos. Con ello el emperador provocó hasta lo indecible a la oposición. El enfurecido mando militar se levantó contra el poder de Constantinopla. En un lugar de Paflagonia, Isaac Comneno fue proclamado emperador (8 de julio de 1057). Se le fueron sumando partidarios de todas las zonas del Asia Menor y pronto se encontró con su ejército en Nicea. El ejército imperial enviado contra él fue derrotado. Miguel VI tuvo que abrir negociaciones con el antiemperador y le ofreció, a través de una legación encabezada por Constantino Leichoudes, León Alopos y Miguel Psellos, el título de César y la sucesión al trono. Tales cesiones, sin embargo, sólo sirvieron para alentar a los rebeldes y exacerbar a sus seguidores. Entonces también se rebeló la oposición de Constantinopla y apoyó a Isaac Comnenos. Lo que decidió la si­tuación fue, sin embargo, la actitud de la Iglesia, el tercer gran poder que representaba un factor importante junto a los dos grupos opuestos de la aristocracia. El poderoso patriarca, Miguel Cerulario, se puso a la cabeza de la oposición, y Santa Sofía se convirtió en el centro de la agitación antigubernamental. Fue allí a donde Miguel VI se retiró como monje, tras su forzada abdicación. El 1 de septiembre de 1057 Isaac Comneno entró en Constantinopla y recibió la corona imperial de manos del patriarca.

El poder de la nobleza civil de la capital no había cesado de aumentar en el curso de los últimos decenios. Con la subida al trono de Isaac Comneno sufrió un revés. El gobierno de este primer representante de la casa de los Comnenos fue corto pero sirvió para fortalecer militarmente al Imperio. Las fronteras orientales fueron defendidas con éxito, una incursión húngara fue rechazada e incluso la actividad pechenega —ante la cual sus antecesores se habían mostrado impotentes— fue limitada. Como exponente de la aristocracia de Asia Menor, Isaac Comneno buscó establecer un fuerte dominio militar y se hizo representar en las monedas con la espada desenvainada. A los senadores que le visitaron tras su subida al trono los recibió fríamente, tal como antaño había sido recibida la delegación militar encabezada por él. Era incapaz, sin embargo, de las actuaciones desmesuradas a las que se habían dedicado los sectores de la oposición bajo Miguel VI. Aquellos que habían actuado de mediadores entre él y Miguel VI —los cuales parece, por cierto, que, calculando acertadamente la situación, habían cambiado a tiempo de partido— recibieron nuevos honores. Psellos fue distinguido con el alto título de Proedros, Leichoudes ocupó —tal como lo había hecho bajo Constantino IX— la dirección de la administración estatal y posteriormente el trono patriarcal. Isaac se mostró más radical, sin embargo, en su lucha contra los abusos concretos causados por el sistema de gobierno precedente. El enorme tesoro que Basilio II había dejado al Estado había sido reducido y los dominios de la Corona se habían reducido mucho a causa de las inconsideradas distribuciones de bienes. Isaac tomó la peligrosa medida de la confiscación de tierras y a ello no escaparon las posesiones eclesiásticas, lo que trajo consigo un duro conflicto con el poderoso patriarca.

El fortalecimiento de la Iglesia bizantina en el siglo XI encontró su personificación en la voluntad de Miguel Cerulario. El programa del patriarca estaba sólo parcialmente cumplido con la independencia respecto a Roma. No le era menos importante una nueva ordenación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado de Constantinopla. Había ayudado a Isaac Comneno a tomar el trono. A cambio de ello contaba con recibir una serie de beneficios que no se hicieron esperar. Se subordinó al patriarca la administración de Santa Sofía —lo que hasta entonces había sido privilegio del emperador— y, al parecer, el emperador se mostró dispuesto a no intervenir en los asuntos de la vida eclesiástica. El gobierno del Estado, por tanto, debía ser asunto del emperador, y la dirección de la Iglesia exclusivamente asunto del patriarca; esto significaba, para las circunstancias bizantinas, un imponente crecimiento del poder eclesiástico. Este punto de equilibrio inicial —delimitación de las esferas de poder— fue perturbado, sin embargo, por ambas partes. El emperador empezó a confiscar territorios eclesiásticos, mientras el patriarca jugaba con la idea de elevar el poder espiritual sobre el temporal. Miguel Cerulario fundamentó sus pretensiones sobre la Donación de Constantino que aparece ahora por primera vez como factor decisivo en la evolución bizantina. El patriarca, al parecer, se calzó las chinelas de púrpura —privilegio imperial— y amenazó al emperador con deponerlo Pero el emperador, al igual que el patriarca, estaba embargado por la conciencia de su propio valor y la creencia en la superioridad de su cargo. Estalló una disputa que terminó por destruir a ambos. La superioridad del poder efectivo del emperador le dio en un principio la supremacía. La popularidad del patriarca era, sin embargo, tan grande que no se podía arriesgar un acto de violencia contra él en la capital. Sin embargo, cuando abandonó ésta para visitar un convento lejano, la guardia imperial lo hizo prisionero y le llevó al exilio (8 de noviembre de 1058). Como no había forma, sin embargo, de obligarle a renunciar a sus derechos por una abdicación, fue necesario reunir un sínodo que le depusiera. El escrito acusatorio fue compuesto por Psellos, a quien no preocupó sobremanera acusar a su antiguo amigo de errores doctrinales y delitos más inverosímiles, lo que, por cierto, tampoco le impidió llamarle, poco después, en un epitafio, el más famoso precursor de la verdad y la personificación de todas las virtudes. Ya que Cerulario murió cuando aún se estaban celebrando las sesiones del sínodo, Constantino Leichoudes fue elegido patriarca y Psellos asumió el cargo de primer ministro.

El emperador parecía haber vencido. Pronto se mostró, sin embargo, que el patriarca le era más peligroso como mártir que como adversario vivo. La constante agitación nacida en el pueblo por haber sido privado de su pastor alcanzó, una vez muerto éste, su punto culminante. A la oposición de la aristocracia de funcionarios se unió la enemistad de la Iglesia y el descontento del pueblo. Las dificultades se hicieron cada vez mayores y fueron más fuertes. Tal como hacía dos años la coalición entre Iglesia y aristocracia militar había llevado a la caída de Miguel VI, ahora la unión de aquéllos con la nobleza de funcionarios provocó la caída de Isaac Comneno. En un momento de desaliento, enfermo, el emperador, apremiado por Psellos, renunció (diciembre 1059) a la púrpura y se retiró como monje al convento de Studion.

 

2.

 La ruina interior y exterior

 

La acción conjunta de la Iglesia y del partido civil que había hecho perder terreno al Comneno, puso la corona en manos de Constantino Ducas (1059-67). Constantino X Ducas, amigo íntimo de Psellos y del patriarca Constantino Leichoudes, estaba casado con Eudocia Makrembolitissa, una sobrina de Miguel Cerulario. Tanto la abdicación de Isaac Comneno como el ascenso de Constantino Ducas fueron obras de Psellos, quien, en presencia de los representantes más eminentes del partido senatorial calzó con sus propias manos al emperador las chinelas de púrpura. Psellos había alcanzado su meta: siendo primer consejero del emperador y preceptor de su hijo y heredero de la corona, mantenía en su mano los hilos de la política de Estado. El Emperador admiraba al ingenioso filósofo y al hábil retórico. Las afirmaciones auténticas de Psellos son: «Me amaba sobremanera; estaba prendido de mis labios y de mi intelecto. Si no me podía ver varias veces al día, se quejaba y estaba molesto..., se deleitaba conmigo como si fuera néctar».

Tal como los Comnenos eran los representantes de la aristocracia militar de Asia Menor, los Ducas en esta época representaron a la aristocracia civil de la capital. La reacción militar acaecida bajo Isaac no pasó de ser por el momento un breve intermedio. El partido civil logró no sólo recuperar su posición, sino ampliarla aún más. Intentó, tal como ya lo había hecho en tiempos de Constantino IX, consolidar su posición permitiendo el acceso a la clase senatorial a amplias capas de la población de Constantinopla. Según lo expresó un contemporáneo, el número de senadores en aquel entonces se contaba por miríadas. El aparato administrativo fue perdiendo en grado creciente su riguroso carácter burocrático. Constantino Ducas hizo generoso uso del arrendamiento en la recaudación de impuestos, introduciendo además en la administración financiera central la compra de cargos públicos; de esta forma se hizo posible comprar no solamente la función de percepción tributaria, sino también la función del control fiscal en sus más altas instancias. El ejército fue completamente descuidado y sus efectivos se restringieron de tal manera que incluso al propio Psellos —al menos posteriormente— le pareció exagerado. El temor que se tenía ante los militares había aumentado aún más desde el levantamiento de Isaac Comneno. Además, las necesidades financieras sugirieron la idea de que el ahorro a expensas del ejército podía compensar el déficit en los ingresos fiscales y el aumento de los gastos en otros ámbitos. Por consiguiente, crecieron los gastos del Estado burocrático, cuyo número de funcionarios aumentaba constantemente, y éstos, además, como clase dominante, tuvieron unas pretensiones cada vez mayores. Se incrementaron igualmente los gastos de la corte, que se vestía de lujo mientras que el Estado se empobrecía y declinaba; crecieron las donaciones a la Iglesia, pues no convenía poner en peligro su benevolencia; finalmente, también aumentaron los presentes a los jefes tribales de pueblos extranjeros, buscando apaciguarlos de esta manera. Así se combinaron los objetivos políticos de la clase en el poder con la estrechez económica para destruir las fuerzas armadas. La situación no se diferenciaba de la que se había vivido en tiempos de los epígonos macedonios, con la única diferencia de que desde entonces la situación exterior había empeorado considerablemente. Las medidas antimilitares de los Ducas se efectuaron en la etapa de mayores peligros políticos en el exterior, por lo que fueron doblemente funestas.

Los normandos alcanzaban en aquel momento en el sur de Italia cada vez mayores éxitos, siendo dirigidos desde 1059 por el poderoso Roberto Guiscardo. Los húngaros lanzaron un vigoroso ataque y ocuparon Belgrado, la importante fortaleza sobre el Danubio (1064). A los pechenegos se les unieron los uzos, con ellos emparentados, lo que supuso el inicio de una nueva y terrible plaga. Tal como anteriormente los pechenegos habían emigrado presionados por los uzos, éstos ahora fueron empujados por los cumanos que marchaban tras ellos, abandonando las llanuras del sur de Rusia e irrumpiendo masivamente en otoño de 1064 en la Península Balcánica. Las tierras búlgaras, Macedonia, Tracia e incluso Grecia fueron devastadas por las hordas salvajes. Sus expediciones de saqueo fueron tan horribles que, según la afirmación de un contemporáneo, «la población entera de Europa pensó en emigrar». Finalmente, una epidemia catastrófica salvó al Imperio de los uzos. Gran número de ellos murió, otros se retiraron hasta detrás del Danubio y el resto fue asentado en el territorio del Imperio, entrando al servicio del emperador.

Consecuencias mucho más graves para el destino del Imperio que este ataque de las tribus turcas del norte lo tuvo, sin embargo, el avance de los turcos selyúcidas en Oriente. Los selyúcidas acabaron con los restos del poder árabe en Asia con una rapidez tal que hace palidecer la gloria de las antiguas conquistas bizantinas. Los turcos subyugaron el territorio persa, atravesaron Mesopotamia y se apoderaron de la ciudad califal de Bagdad. El Califato, al que tan sólo quedó su supremacía religiosa, cayó bajo el protectorado de un poderoso sultanato militar que desde entonces dominó políticamente el mundo musulmán de Asia. Muy pronto toda Asia Menor hasta las fronteras del Imperio Bizantino y del Califato fatimista de Egipto sucumbió ante los selyúcidas y éstos se dirigieron contra Bizancio. De la misma forma que el sometimiento de Bulgaria había derrum­bado el muro existente entre el Imperio y los nómadas, del norte, la anexión de Armenia bajo Constantino IX dio a los selyúcidas un nuevo flanco de ataque. La debilidad interna del Imperio y la decadencia de su ejército también les abrió al poco tiempo el camino hacia el corazón bizantino. Bajo Alp Arslan, el segundo de los sultanes selyúcidas, los turcos atravesaron Armenia y ocuparon Ani (1065), devastaron Cilícia, irrumpieron en Asia Menor y tomaron Cesárea (1067)61. Con ello quedaba sentenciada también la política de los gobernantes bizantinos de aquel momento.

La muerte de Constantino X Ducas (mayo de 1067) dejó el poder en manos de su esposa Eudocia como encargada de la regencia de sus jóvenes hijos: Miguel, Andrónico y Constantino. De hecho, gobernaron Psellos y el César Juan Ducas, uno de los hermanos del difunto emperador. Mientras tanto, con el catastrófico desarrollo de la situación militar, se fortalecía el partido de la oposición; sus demandas de instauración de un régimen militar fuerte adquirieron por la gravedad de los acontecimientos un peso tal que el patriarca Juan. Xifilinos, a pesar de ser amigo de Psellos, se les unió y, finalmente, incluso la misma emperatriz tuvo que ceder. A pesar de la resistencia de Psellos y del César Juan, la emperatriz Eudocia se casó con el general Romano Diógenes, magnate de Capadocia, quien subió al trono el l de enero de 1068.

Romano IV Diógenes (1068-71) era un soldado eficiente y valeroso que se había destacado en las guerras contra los pechenegos y merecía plenamente la reputación de la que gozaba en el partido militar. Inmediatamente emprendió la guerra contra los selyúcidas, pero la descomposición ya estaba demasiado avanzada y la oposición del partido de Psellos saboteó el intento de salvación del emperador, A duras penas logró reunir un ejército compuesto en su mayor parte por mercenarios —pechenegos, uzos, normandos y francos— extranjeros. A pesar de ello, las primeras dos campañas tuvieron un cierto éxito; pero la tercera, sin embargo, terminó con una desastrosa derrota, no ajena a la traición de Andrónico Ducas, un hijo del César Juan. El 19 de agosto de 1071, cerca de la ciudad armenia de Mantzikert, no lejos del lago Van, el ejército mercenario, numéricamente superior pero heterogéneo e indisciplinado, sufrió una derrota aplastante frente a las tropas de Alp Arslan, El emperador mismo cayó prisionero.

Estando cautivo, Romano Diógenes firmó un tratado con los selyúcidas que, a cambio de la promesa de pago de tributos anuales, de un rescate por su persona y de la obligación de devolver los prisioneros turcos y proporcionar tropas auxiliares le devolvía la libertad. Entre tanto, sin embargo, el partido opositor en Constantinopla, a instancias del César Juan, le había declarado destituido. Primero se instauró un gobierno conjunto de la emperatriz Eudocia y su hijo mayor, Miguel Ducas, pero pronto la emperatriz madre fue recluida en un monasterio y el discípulo de Psellos, Miguel VII, proclamado único gobernante (el 24 de octubre de 1071). Cuando el emperador Romano regresaba de la cautividad turca, los gobernantes de Constantinopla le salieron al encuentro como si se tratase de un enemigo y estalló una guerra civil. Al final, Romano se rindió confiando en un documento de garantía que, firmado por tres metropolitanos en nombre de Miguel VII, le prometía seguridad personal total. Pero aún antes de llegar a Constantinopla fue cegado con hierros candentes. Psellos superándose a sí mismo, envió al cegado emperador un escrito en el que calificó a su víctima de mártir dichoso: Dios le había quitado los ojos por estimar que era merecedor de una luz superior. Al poco tiempo, Romano Diógenes murió a causa de las terribles heridas (verano de 1072).

Fue este feroz epílogo el que convirtió la derrota sufrida en Mantzikert en una verdadera catástrofe, ya que el tratado celebrado entre Alp Arslan y el emperador Romano había perdido ahora su validez y los turcos aprovecharon la ocasión para declarar a Bizancio una guerra ofensiva y de conquista. Tal como sucedió en tiempos de la gran invasión árabe, el Imperio se enfrentaba nuevamente al peligro de ser conquistado por el enemigo. En aquella ocasión, sin embargo, el ataque agresor se había encontrado con la heroica voluntad defensiva de los sucesores de Heraclio e interiormente el Imperio estaba sano. Pero en este momento todo estaba sumido en la más profunda desintegración, el fuerte sistema defensivo de los stratiotas campesinos estaba en ruina y como contrincante de los poderosos sultanes turcos reinaba en la ciudad imperial, rodeado de cortesanos intrigantes y de letrados locuaces, el mísero discípulo de Psellos, un ratón de biblioteca que desconocía la vida real, cuyas energías físicas y psíquicas ya se habían agotado prematuramente. Asia Menor estaba perdida. El camino estaba abierto para los selyúcidas, ya no había ni fuerza ni voluntad capaz de oponérseles.

El colapso se produjo simultáneamente en los dos extremos del mundo bizantino. El destino quiso que en el mismo año de 1071, que trajo la catástrofe de Mantzikert, la ciudad de Bari cayera en manos de Roberto Guiscardo. Con ello quedó concluida la conquista de las posesiones bizantinas en Italia por parte de los normandos, y un gran peligro empezó a amenazar también de este lado. En su desesperación, el gobierno de Miguel VII se dirigió a Gregorio VII, contribuyendo de esta manera a la aspiración de este gran Papa de una unión de las Iglesias sobre la base del dominio romano del mundo.

Al mismo tiempo empezó a tambalearse el dominio de Bizancio sobre la Península Balcánica. En el territorio que anteriormente había sido el reino del zar Samuel se desencadenó en el año 1072 una nueva rebelión que encontró un fuerte apoyo en el principado independiente de Zeta. Constantino Bodin, el hijo del príncipe Miguel de Zeta, fue proclamado zar en Prizren, y los generales del emperador a duras penas lograron sofocar el levantamiento En la costa del Adriático, Bizancio continuaba perdiendo sus posesiones. El reconocimiento de la supremacía bizantina que Croacia tuvo que dar a Basilio II no duró largo tiempo; ya Pedro Kresimir IV (1058- 1074) había extendido considerablemente las fronteras de su reino y su sucesor, Demetrio Zvonimir, como vasallo del Papa, recibió en el año 1076 la corona de manos de un legado de Gregorio VII. Otro golpe, aún más doloroso para Bizancio, fue el que en 1077 Miguel de Zeta también fuera coronado por Roma. Las expediciones de saqueo que realizaban los pechenegos y los asaltos de los húngaros que se sucedían con mayor frecuencia, contribuyeron a aumentar la confusión general.

A la crisis exterior se iba uniendo una grave crisis económica. Las medidas adoptadas por el gobierno no fueron ajenas a ésta —hecho al que Miguel VII debió su apodo burlón de «Parapinakes». Ya que la carestía fue tan grave que por una moneda de oro no se podía ya conseguir un medimnos entero de trigo, sino tan sólo un medimnos menos un pinakion  «Parapinakes»). Fue precisamente durante el gobierno de su discípulo cuando Psellos, que hasta entonces, por encima de todo cambio, había sabido aumentar su influencia de gobierno en gobierno, y con quien la dinastía Ducas tenía una gran deuda, y a quien Miguel le debía todo, hubo de ver la ruina de su carrera. La voluntad dominante del logoteta Niceforitzes, bajo cuya influencia había caído totalmente el tímido emperador, logró eliminar tanto a Psellos como al César Juan. Se apoderó de las riendas del gobierno y dirigió al Estado con la misma energía y falta de escrúpulos que había mostrado antaño Juan Orphanotropos. Al igual que éste era de extracción humilde y debía su ascenso a su propia inteligencia y astucia. Intentó combatir a las fuerzas feudales centrífugas en nombre de un centralismo burocrático. Llegó incluso a convertir el comercio de cereales en un monopolio del Estado, haciendo construir un almacén estatal en Redesto para los cereales destinados a Constantinopla. Además prohibió el libre comercio de cereales e impuso sanciones a los infractores. Conforme se sabe por el Libro del Eparca. El Estado bizantino del siglo X había vigilado muy estrictamente el abastecimiento de alimentos básicos de la capital y disponía de sus propias reservas de cereales que en tiempo de carestía vendía a la población. Lo que fue factible, sin embargo, en el siglo X, se reveló como imposible de ejecutar en una época en la que el poder central ya estaba mermado. Al igual que en el dominio de la economía agraria fracasara la prohibición de adquirir bienes de campesinos, así también ocurrió con el control estatal del comercio. Las medidas adoptadas por Niceforitzes despertaron una inmensa exasperación. Tanto para los grandes propietarios en su calidad de suministradores principales de cereales como para la población urbana consumidora de ellos, estas medidas supusieron un grave perjuicio, pues el monopolio no servía para garantizar el abastecimiento, sino que perseguía exclusivamente fines fiscales y forzaba el alza del precio del pan. Este aumento del precio del pan condujo, además, a una ca­restía general y finalmente también a la subida de los salarios. Niceforitzes fracasó con su experimento: después de la caída de Miguel Parapinakes murió torturado y el almacén de Redesto fue destruido durante un levantamiento popular, aún antes de su caída.

Era previsible que durante el reinado de Miguel VII Ducas también hubiera insurrecciones militares. Es característico de la situación reinante en la época el hecho de que el héroe de uno de estos levantamientos fuera el comandante de los mercenarios normandos, Rous de Bailleul. Su candidato al trono era el César Juan Ducas, a quien proclamó emperador. No menos característico resulta el que el gobierno bizantino, para eliminarle, pidiese ayuda a los turcos. Estos tomaron preso al condottiero y le entregaron a cam­bio del pago de una conveniente suma al general imperial Alejo Comneno. El gobierno, sin embargo, no podía prescindir permanen­temente de los servicios de este eficiente militar. Pronto se le puso en libertad para luchar al servicio del emperador, junto a Alejo Comneno en las nuevas tentativas de usurpación.

Dos pretendientes surgidos de las filas de la aristocracia militar de Bizancio se sublevaron casi al mismo tiempo: uno en Asia Menor y otro en la Península Balcánica. El dux de Dirraquio, Nicéforo Bryennios, que había aplastado el levantamiento eslavo de 1072, era el representante más distinguido de la aristocracia militar bizantina en el área europea del Imperio. A principios del mes de noviembre de 1077 entró como emperador en Adrianópolis, su ciudad natal, y, desde allí, envió un ejército que llegó a las murallas de la capital bizantina. Por su parte, el estratega del thema de los Anatólicos, Nicéforo Botaniates que —lo cual es característico— afirmaba descender de los Focas, era un típico representante de la aristocracia militar de Asia Menor. El 7 de enero de 1078 se hizo proclamar emperador y se dirigió a su vez —después de haberse asegurado el apoyo de Suleimán, uno de los primos del sultán Alp-Arslan— a Constantinopla. Incluso en estas caóticas condiciones del momento triunfó: Nicéforo Botaniates se adelantó a su rival y homónimo europeo. En Constantinopla el partido enemigo del gobierno que había ganado mucho terreno debido a las medidas impopulares de Niceforitzes, puso todas sus esperanzas en Asia Menor. Apenas hubo entrado Botaniates con sus tropas en Nicea, estalló en la capital un levantamiento en el que participó también en gran medida la Iglesia. Miguel Parapinakes tuvo que renunciar a la corona e internarse en el monasterio de Studion. Nicéforo Botaniates fue llamado a ocupar el trono imperial. El 24 de marzo hizo su entrada en Constantinopla y ese mismo día recibió de manos del patriarca la corona imperial. Para establecer una relación con la casa Ducas y satisfacer el sentimiento de legitimidad de los bizantinos, se casó con la emperatriz María, esposa de su antecesor, a pesar de que éste seguía con vida.

El ya anciano Botaniates, sin embargo, no fue capaz de liberar al Imperio del caos en el cual se encontraba sumido. Su breve período de gobierno fue tan sólo el último acto de esta época de desintegración y estuvo lleno de revueltas y guerras civiles. Después de derrumbarse el dominio del senado se inició una enconada lucha entre los generales por el poder supremo. Finalmente, éste cayó en manos del más hábil de ellos: el joven Alejo Comneno. En un primer momento al servicio del nuevo soberano eliminó al antiemperador Nicéforo Bryennios y posteriormente también a Nicéforo Basilakios, que había sido fiel a Botaniates cuandó éste ocupó los puestos de dux de Dirraquio y posteriormente de pretendiente al trono. Sin embargo, cuando a fines del año 1080 Nicéforo Meliseo se proclamó emperador en Nicea y, siguiendo el ejemplo de Botaniates, pidió ayuda a Suleimán, Alejo no tomó partido, ya que en este momento estaba preparando su propio encumbramiento.

La alianza de Botaniates y luego también de Meliseo con Suleimán facilitó a los turcos de manera considerable la conquista de Asia Menor. Alrededor de 1080 Suleimán ya dominaba toda Asia Menor desde Cilicia hasta el Helesponto y fundó allí, en este antiguo territorio bizantino, el sultanato de Rum: el sultanato romano . Después de la ruina de la poderosa organización militar y administrativa que antaño había surgido en Asia Menor y después de haberse prácticamente hundido el sistema de los stratiotas, también Asia Menor se perdía en cortísimo tiempo.

La situación económica y financiera se hacía, por lo demás, cada vez más precaria. Fue preciso añadir en las monedas de oro puestas en circulación una parte de metal menos precioso. Era el comienzo de la devaluación del nomisma bizantino, que durante más de medio milenio no había conocido prácticamente las fluctuaciones. La divisa bizantina perdió su estabilidad fuera de lo común y el gran crédito del que había gozado hasta entonces a nivel mundial.

De entre todos los representantes de la aristocracia militar que pretendieron la corona imperial, Alejo Comneno no solamente fue el estratega más destacado, sino también el único político verdadero, superior en este aspecto incluso a su tío Isaac Comneno y al desafortunado Romano Diógenes. Supo preparar el terreno tanto en el ejército como en la capital y obró con inteligencia previsora y con gran habilidad diplomática, sabiendo además llegar a un entendimiento con el partido de la oposición. Estaba casado con Irene Ducas, nieta del César Juan e hija del traidor de Mantzikert, Andrónico. La emperatriz María veía en él al ángel guardián de su pequeño hijo, Constantino Ducas, para quien aún tenía esperanzas imperiales. Además de su hermano mayor, Isaac, quien más activamente apoyó a Alejo fue el César Juan Ducas. La reunión en la ciudad de Tzurulón en Tracia, donde se decidió su encumbramiento, tuvo el carácter de un consejo de familia de los Comnenos y los Ducas. Alejo también llegó a un acuerdo con el pretendiente Nicéforo Meliseo, que era su cuñado. Este le ofrecía la parte europea del Imperio, reservando para sí la parte asiática; es decir, tal como había sucedido antes durante el levantamiento de los dos Bardas contra Basilio II, volvía a surgir en la mente de un señor feudal el plan de una división del Imperio. Alejo rechazó este plan y apaciguó a su cuñado con la promesa de otorgarle el título de César.  Comneno consiguió ocupar la capital —cuya guarnición constaba en su mayor parte de mercenarios extranjeros, entre ellos germanos— gracias a su acuerdo con el comandante de las tropas germanas. Al igual que el ejército defensor de Constantinopla, también las tropas de Alejo eran una pintoresca mezcla de mercenarios foráneos y du­rante tres días la capital fue escenario de los más atroces saqueos y violencias. Botaniates abandonó la inútil lucha y se dejó convencer por el Patriarca de la necesidad de una abdicación: el 4 de abril de 1081, domingo de Pascua de Resurrección, Alejo Comneno fue coronado emperador de Bizancio.

 

 

CAPITULO VI

LA SUPREMACIA DE LA ARISTOCRACIA MILITAR

(1081 - 1204)