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CAPITULO II

LA LUCHA POR LA EXISTENCIA Y LA RENOVACION DEL ESTADO BIZANTINO (610-711)

1.

LAS GUERRAS PERSAS Y AVARAS Y LA REFORMA DE HERACLIO

 

El Imperio estaba en ruinas cuando tomó el poder Heraclio (610- 641), uno de los más grandes soberanos de la historia bizantina. El país estaba arruinado tanto económica como financieramente. La anticuada maquinaria había fallado. La organización militar basada en el reclutamiento de mercenarios ya no funcionaba por falta de dinero, y las viejas fuentes de abastecimiento para el ejército estaban agotadas. Las provincias centrales se encontraban ocupadas por enemigos: en la Península Balcánica dominaban los avaros y los eslavos; los persas tenían su avanzada en el corazón de Asia Anterior. Sólo una regeneración interior podía salvar al Imperio de la ruina. 

La salvación vino por encontrar Bizancio la fuerza para una profunda renovación social, política y cultural. Pero de momento el Imperio, debilitado y empobrecido como estaba, se encontró sin medios frente al avance del enemigo. Durante algún tiempo, Heraclio alimentó incluso la idea de trasladar su residencia a Cartago para organizar desde allí la contraofensiva, igual que, en su momento, había salido de Cartago el ataque contra el régimen de Focas. El profundo desaliento que provocó esta decisión entre la población de Constantinopla y la protesta del patriarca Sergio disuadieron al Emperador de sus planes. Pero el que un plan de esta índole haya podido concebirse, es una prueba tanto de la situación extremadamente difícil en Oriente como de la alta estima en que se tenían las posesiones occidentales.

Si hacia finales del siglo VI ya se habían producido asentamientos de eslavos en la Península Balcánica, a partir de los primeros años del siglo VII y después del fracaso de la expedición por el Danubio de Mauricio, se inició la gran ocupación eslava. Masas inmensas de eslavos y avaros se esparcieron por toda la Península Balcánica hasta el litoral del Mar Adriático al oeste y del Mar Egeo al este. Después de haber saqueado y destruido a sus anchas, los ávaros volvieron a retirarse, en gran parte, a la otra orilla del Danubio, mientras que los eslavos se instalaron en la Península Balcánica apoderándose del territorio. El dominio bizantino en los Balcanes se derrumbó. No sólo las provincias danubianas, sino también toda Macedonia fue ocupada por enormes masas de eslavos, y Tracia fue devastada hasta los muros de Constantinopla. De especial vehemencia fueron los ataques a Tesalónica, ciudad sitiada y asaltada repetidas veces por un sinnúmero de hordas ávaras y eslavas. La ciudad resistió, pero todos sus territorios circundantes habían caído en manos eslavas, extendiéndose la oleada eslavo-ávara por Tesalia y a continuación hasta Grecia central y el Peloponeso. Desde aquí, los eslavos, entrenados en la navegación, pasaron a las islas griegas y desembarcaron incluso en Creta. Sus ataques en Dalmacia fueron igualmente duros. En 614 fue destruida Salona, el centro de la administración romano-bizantina en Dalmacia, y con ello se confirmó también en el oeste de la península la desintegración del dominio y de la cultura romano-bizantinas. Al igual que Salona y tantas otras ciudades en Dalmacia, se derrumbaron en esta época., la mayoría de las ciudades importantes en el interior de la Península Balcánica, como Singidunum (Belgrado), Viminacium (Kostolac), Naissus (Nis), Sardica (Sofía). Los únicos puntos de apoyo que quedaban al poder bizantino en la Península Balcánica eran, aparte de la misma Constantinopla, por un lado y ante todo, Tesalónica, y por otro algunas pocas ciudades en la costa adriática como Jader (Zadar, Zara) y Tragurium (Trogir) al norte, Butua (Budva), Scodra (Skadar) y Lissus (Ljes) al sur.

Toda la región de los Balcanes experimentó una inmensa transformación étnica, tanto más que la afluencia eslava todavía continuaba. El conjunto de la península, hasta la punta más meridional, fue inundado por eslavos. Esto no significó, ciertamente, que se produjera una completa y definitiva eslavización del territorio griego, si bien es verdad que incluso el Peloponeso estuvo dominado por los eslavos durante más de dos siglos. Pero poco a poco, la administración bizantina pudo volver a poner pie más firmemente en Grecia así como en amplias regiones costeras, y de esta manera aquellos territorios conservaron o recuperaron su carácter griego. Bajo la presión del avance eslavo, los componentes de la antigua población se retiraron en todas partes hacia la costa y las islas adyacentes, y este proceso contribuyó a que se reforzara el elemento griego en el litoral meridional y oriental, y el elemento romano en el oeste, dominando poco a poco sobre los eslavos. Pero aún estas regiones se encontraron impregnadas de eslavos. La mayor parte de la Península Balcánica, toda su región continental, se convirtió en un territorio completamente eslavo en manos de las diferentes tribus eslavas. Los Balcanes bizantinos se disgregaron en una serie de «Sclavivias»; es así cómo se denominan en las fuentes bizantinas, desde entonces, los territorios perdidos a los eslavos y en los que, de hecho, el poder bizantino ya no existía.

Al mismo tiempo, la conquista persa se extendía por Asia Menor. Se consiguió obligar al enemigo a que evacuara Cesárea (611). Pero el intento de una contraofensiva bizantina en Armenia y Siria fracasó por completo. Cerca de Antioquía, el ejército imperial sufrió una grave derrota en el año 613, y a continuación empezó en todas partes un rápido avance de los persas. Dirigiéndose hacia el sur, ocuparon Damasco. En el norte se abrieron camino a Cilicia y tomaron posesión de la importante fortaleza de Tarso. Al mismo tiempo los bizantinos fueron expulsados de Armenia. En el año 614 los cristianos recibieron un golpe extremadamente duro al caer en manos persas la ciudad santa de Jerusalén, después de un asedio de tres semanas. Durante varios días, fuego y muerte reinaron en la ciudad conquistada, la iglesia del Santo Sepulcro construida por Constantino el Grande fue incendiada. La sensación que provocaron en Bizancio estos acontecimientos fue la de un gran desconsuelo, ya que la más preciosa de todas las reliquias, la Santa Cruz, había caído en manos de los conquistadores que la llevaron a Ctesifonte. Con el año 615 comenzaron nuevas invasiones en Asia Menor, un destacamento del ejército persa avanzó otra vez hasta el Bósforo. Los enemigos se iban acercando a la capital desde dos flancos, los persas al este, los ávaros y eslavos al norte. Poco faltaba para que el Emperador mismo fuese víctima de una traición cuando celebraba una entrevista con el khagan de los ávaros en Heraclea en junio de 617. En la primavera de 619 empezó la conquista de Egipto: pronto esta provincia, la más rica del Imperio, estuvo también perdida, con lo que quedaba en entredicho el aprovisionamiento de cereales a la capital bizantina.

Casi toda Asia Anterior se encontraba así bajo dominio persa. El antiguo reino de los Aqueménidas parecía haber resucitado, igual que el antiguo Imperio Romano en tiempo de Justiniano. Pero el revés llegó aún más aprisa para el reino neo-persa, y la caída fue todavía más brutal. En los años terribles, cuando la invasión eslavo-ávara se volcaba sobre la Península Balcánica y la invasión persa sobre las provincias orientales del imperio, empieza en Bizancio el proceso de fortalecimiento interior. Las escasas fuentes nos permiten reconocer sólo de una manera esquemática las profundas transformaciones que en aquella época se produjeron en el desarrollo interior del Imperio Bizantino. Todos los indicios hacen creer que precisamente en aquellos años críticos la organización administrativa y militar experimentó una renovación esencial y se inició la organización de la constitución en themas. Este régimen, pilar maestro de esta reforma, marcó una ruptura definitiva con el anticuado sistema administrativo de Diocleciano y Constantino continuando la evolución iniciada por la organización de los exarcados. Aquellos territorios de Asia Menor que se habían librado de la invasión enemiga fueron divididos por Heraclio en grandes circunscripciones militares llamadas themas con lo que se creó la base para un sistema que sería característico para la administración provincial del Estado bizantino medieval a lo largo de varios siglos. Al igual que los exarcados de Rávena y Cartago, los themas de Asia Menor son unidades administrativas de carácter eminentemente militar. Al frente de los themas están los estrategas que ejercen el poder supremo, tanto militar como civil, en sus circunscripciones. No obstante, la organización de los themas fue un procedimiento de larga duración que adquirió una configuración definitiva sólo de manera paulatina. La anterior división en provincias no fue abolida de golpe al fundarse los themas, sino que, durante algún tiempo, las antiguas provincias siguieron existiendo dentro de los themas, y al lado del estratega se encontraba inicialmente el procónsul del thema como jefe de la administración civil. No obstante, el estratega tuvo la primacía desde el principio, ya que un thema comprendía varias provincias antiguas.

La palabra thema significaba un cuerpo de ejército y se aplicaba luego a las nuevas circunscripciones militares, lo que aclara ampliamente el génesis del nuevo orden. Este surgió mediante el asentamiento de las tropas—de los «themas»—en las circunscripciones de Asia Menor, y precisamente por esta razón estas circunscripciones fueron denominadas themas. No sólo representaban unidades administrativas, sino también territorios de asentamiento de las tropas. Comprometiéndose al servicio militar hereditario, se les adjudicaron a los soldados parcelas en propiedad hereditaria. Así es corno la organización de themas enlaza con la antigua institución en el territorio de los limes, con sus soldados asentados, los limitanei. El sistema de defensa fronteriza había sucumbido bajo la presión de la invasión enemiga; las tropas fueron retiradas del limes hacia el interior de Asia Menor, donde fueron asentadas en los territorios que permanecían bajo el dominio bizantino Aparte de los soldados procedentes del limes, también recibieron asentamiento en Asia Menor los cuerpos escogidos del ejército bizantino, de manera que ya bajo Heraclio se formaron los themas de Opsikion (Obsequium), de los Armeniacos y de los Anatólicos, posiblemente se fundó ya entonces el thema marítimo de los Carabisianos en la costa meridional de Asia Menor.

Destaca el hecho de que, en esta primera etapa, la configuración de los themas quedaba limitada al territorio de Asia Menor. En la Península Balcánica, la introducción del sistema de themas no parecía entonces posible, circunstancia que refleja la dimensión de la catástrofe bizantina con toda claridad. Sólo bastante más tarde y de manera paulatina, la administración bizantina y con ello la constitución de los themas pudo arraigar en ciertos territorios balcánicos, sobre todo en las regiones costeras.

La organización de los themas ofreció la base para la formación de un fuerte ejército indígena e hizo al Imperio independiente del costoso reclutamiento de mercenarios extranjeros, siempre inseguros y no siempre disponibles en cantidad suficiente. Aparte de los sol­dados del ejército fronterizo, aparte de las tropas bizantinas reclu­tadas ante todo entre las tribus bélicas de Asia Menor y del Cáucaso, también se equipaban, seguramente, parte del campesinado bizantino con bienes militares obligándole así al servicio de armas. A esto hay que añadir grandes masas de eslavos que el gobierno bizantino trasladó posteriormente a Asia Menor asentándolos en aquellos themas en calidad de estratiotas. Así es cómo el contingente militar, cuyas inevitables fluctuaciones bajo el sistema mercenario habían planteado grandes dificultades al Imperio, fue fuertemente aumentado gracias a la afluencia de nuevas fuerzas, dentro del marco de un nuevo y más sano sistema militar y administrativo. El nuevo ejército de los themas se componía de soldados-campesinos asentados, que sacaban los medios para su manutención y su equipo de los bienes estratiotas. Como demuestran fuentes posteriores, el estratiota, al ser llamado a filas, tenía la obligación de aparecer en el ejército con un caballo seguramente cobraba cierta cantidad en concepto de soldadesca, aunque muy pequeña. De esta manera, el nuevo sistema trajo consigo un extraordinario retroceso de los gastos de Estado. Además, la creación de los bienes de estratiotas significaba un fortalecimiento de la pequeña propiedad libre.

Al igual que la administración provincial, la central registra en esta época profundas transformaciones de consecuencias duraderas para el Estado bizantino terminando con el sistema administrativo de la época bizantina temprana. El poder de la prefectura pretoriana, principal característica de la organización estatal bizantina temprana, toca a su fin. La prefectura, como órgano de gobierno, estaba ahora condenada a una existencia aparente ya que la constitución de los themas le restaba importancia, y en los territorios donde el sistema de themas aún no se había introducido, ya no existía, de hecho, una administración bizantina debido a las incursiones enemigas. A medida que el dominio bizantino volvió a consolidarse, gradualmente, en estos territorios, lo hizo mediante la constitución de los themas, de manera que la existencia aparente de la prefectura acabó por desaparecer definitivamente. Por otra parte, la administración financiera de la prefectura, muy generalizada, se desmembró abriendo paso a una serie de negociados de finanzas. Se inició así, en cierto modo, un movimiento de retroceso, puesto que el enorme crecimiento de la prefectura pretoriana había contribuido en los siglos anteriores a que se atrofiasen las viejas instituciones centrales de la administración financiera —la Comitiva sacrarum largitionum y la Comitiva rerum privatarum. Para satisfacer sus crecientes necesidades financieras, la prefectura había usurpado las recaudaciones de los Res privatae y sobre todo de las Largitiones. La empobrecida Comitiva sacrarum largitionum tuvo que ser alimentada constantemente por las arcas particulares imperiales, el sakellion, y el resultado fue que, al principio del siglo Vil, el sakellarios ocupó por completo el lugar del  Comes sacrarum largitionum, y probablemente asumió también las atribuciones de la debilitada Comitiva rerum privatarum. Pero poco después se derrumbó la administración prefectorial de finanzas, que había adquirido proporciones monstruosas.Las cancillerías fi­nancieras de la prefectura pretoriana se convirtieron en órganos independientes, y sus antiguos intendentes pasaron bajo el nombre de logotetas a la cabeza de los nuevos negociados de finanzas. Al lado de los logotetas encargados del sistema financiero se incorporan más tarde el logotetis tu dromon, que se hace cargo, principalmente, de las atribuciones del antiguo Magister officiorum convirtiéndose, poco a poco, en el funcionario más destacado del imperio

Igual que los themas en la administración provincial, así los logotesios imponen, para varios siglos, su cuño al Estado bizantino. La importancia de la reorganización del sistema militar y administrativo se deduce de los acontecimientos posteriores. En la pugna perso-bizantina se produce un giro completo en los años veinte del siglo VII. Triunfos fabulosos vienen a reemplazar las derrotas de la época anterior. El Imperio se levanta y alcanza una victoria aplastante sobre el adversario que hasta entonces había sido superior a él.

El apoyo de una Iglesia poderosa no contribuyó poco al éxito. Esta puso sus tesoros a disposición del Estado empobrecido para la inminente guerra contra los infieles. La guerra empezó en un ambiente de excitación religiosa desconocido en épocas anteriores. Se trata de la primera guerra típicamente medieval, que hace pensar en las futuras Cruzadas. El emperador en persona se puso a la cabeza del ejército encargando al patriarca Sergio y al patricio Bonus la regencia en nombre de su hijo menor de edad para el tiempo de su ausencia de la capital. En esto, como en muchos otros asuntos siguió —dicho sea de paso— el ejemplo del Emperador Mauricio, quien había dirigido personalmente una campaña contra los ávaros. Este comportamiento era altamente insólito, y como en su tiempo Mauricio, Heraclio chocó en un principio con la oposición de sus consejeros, puesto que, desde los tiempos de Teodosio I, ningún Emperador había vuelto a entrar personalmente en campaña.

Heraclio empezó por firmar una paz con el khagan de los ávaros (619), al precio de elevados tributos. Después hizo pasar tropas de Europa a Asia. El lunes siguiente a la Pascua de Resurrección, día 5 de abril de 622, abandonó la capital después de una misa solemne. Una vez llegado a Asia Menor, el Emperador se dirigió a las regiones de los themas. Aquí reunió su ejército y entrenó a las tropas durante todo el verano. Heraclio había estudiado muy intensivamente la estrategia bélica y había elaborado una nueva táctica. La caballería jugaba un papel creciente en el ejército bizantino; Heraclio parece haber prestado particular importancia a los arqueros ligeramente armados y a caballo. La campaña propiamente dicha no empezó hasta otoño. El Emperador, por medio de una maniobra hábil, se abrió camino a Armenia, lo que obligó a los persas a abandonar sus posiciones en los puertos de montaña de Asia Menor, siguiendo al ejército imperial «como un perro encadenado». El choque de ambos ejércitos en los territorios armenios concluyó con una victoria brillante de los bizantinos sobre el gran general persa Sahrbaraz. Se había conseguido el primer objetivo: Asia Menor se encontraba depurada de enemigos.

La actitud amenazante del khagan de los avaros obligó entonces al Emperador a regresar a Constantinopla. Estas circunstancias motivaron probablemente un aumento de los tributos a pagar a los ávaros y el envío de familiares próximos al Emperador al khagan, en calidad de rehenes . Así Heraclio pudo reanudar la guerra contra los persas ya en marzo de 623. A pesar de la derrota sufrida el año anterior, Cosroes II no quiso oír hablar de un tratado de paz y envió una carta al Emperador llena de expresiones ofensivas e inventivas blasfemas contra la fe cristiana. Heraclio regresó a Armenia por Capadocia. Dvin fue tomada y destruida, y el mismo destino alcanzó a numerosas otras ciudades. A continuación, el Emperador emprendió una ofensiva hacia el sur dirigiéndose contra Ganzak, la residencia del primer sasánida Ardasir, un importante centro religioso de los persas. Cosroes tuvo que huir de la ciudad; ésta cayó en manos de los bizantinos; su mayor santuario, el templo de fuego de Zoroastro, fue destruido en venganza por el saqueo de Jerusalén. Durante el invierno, el Emperador se retiró detrás del Araxes, con numerosos prisioneros. Aquí entró en contacto con las tribus cristianas del Cáucaso y pudo reforzar sus tropas con el apoyo de lázicos, abasgos e iberos. A pesar de ello, la situación era di­fícil, y el año siguiente transcurrió entre luchas agotadoras contra los persas agresores, dentro del ámbito armenio. No se consiguió penetrar en Persia, y en el año 625 Heraclio intentó entrar en el país enemigo dando un rodeo por Cilicia. Pero también esta vez no se consiguió el triunfo decisivo, y a pesar de algunas victorias al principio de invierno, el Emperador se retiró hacia la región del Ponto pasando por Sebastia.

Entonces los persas pasaron al ataque, y en 626 Constantinopla vivió la terrible amenaza de un doble ataque de persas y ávaros, aquel peligro que Heraclio había temido siempre y que había intentado esquivar mediante concesiones humillantes al khagan de los ávaros. A la cabeza de un ejército bastante grande, Sahrbaraz cruzó Asia Menor, ocupó Calcedonia y acampó a orillas del Bósforo. Poco después (el 27 de julio), el khagan de los ávaros apareció ante Constantinopla con una horda incalculable de ávaros, eslavos, búlgaros y gépidos, y puso sitio a la ciudad desde tierra y mar. Por medio de predicaciones, oraciones nocturnas y procesiones solemnes, el patriarca Sergio mantuvo vivo el entusiasmo religioso de la población. Pero la excelente guarnición rechazó todos los ataques de los enemigos. Finalmente, el factor decisivo fue la superioridad bizantina por mar: durante el asalto del 10 de agosto, las embarcaciones eslavas fueron hundidas en el enfrentamiento con la flota bizantina. Los ávaros tuvieron que levantar el sitio y se retiraron en medio de una gran confusión. La derrota del khagan avaro significaba, por otra parte, el fracaso de los planes de ataque persas. Sahrbaraz evacuó Calcedonia y se retiró con sus tropas a Siria; al segundo general persa, Sahin, le infligió una grave derrota el hermano del Emperador, Teodoro. El momento crítico estaba superado. Ahora podía iniciarse la gran ofensiva bizantina.

En el momento de encontrarse en peligro de muerte la capital bizantina, Heraclio estaba con su ejército en la lejana Lázica. Tal como había hecho antes con las tribus del Cáucaso, entabló ahora relaciones con el reino de los jázaros. De aquí data la cooperación bizantino-jázara, que con el tiempo se convirtió en uno de los pilares de la política oriental de Bizancio. Unidos a las tropas imperiales, los jázaros lucharon contra los persas en las regiones del Cáucaso y de Armenia. En otoño de 627 se inició el gran avance del Emperador hacia el sur, al interior del territorio enemigo. Aquí dependía únicamente de sus propias fuerzas, puesto que los jázaros no soportaron las dificultades de la campaña y regresaron a su patria. A pesar de ello, Heraclio ya se encontró ante Nínive a principios de diciembre, donde se produjo una batalla extremadamente encarnizada, que aportó la decisión final respecto a la pugna perso-bizantina. El ejército persa fue vencido hasta el aniquilamiento. Bizancio había ganado la guerra. El avance victorioso de los bizantinos prosiguió; y a principios de enero de 628 entraron en la residencia favorita de Cosroes, Dastagerd, que el Gran Rey había abandonado precipitadamente. En la primavera de 628 se produjeron incidentes en Persia que hicieron innecesaria la continuación de la guerra: Cosroes fue destronado y asesinado, su hijo Kovrad-Siroe subió al trono y firmó inmediatamente la paz con el Emperador bizantino. El resultado de la gran victoria bizantina y del derrumbamiento del poder persa fue la restitución de todos los territorios que habían pertenecido alguna vez al Imperio Bizantino. Armenia, la Mesopotamia romana, Siria, Palestina y Egipto debían de ser restituidos al Emperador de Bizancio. Unos meses después Siroe, en su lecho de muerte, nombró al emperador bizantino tutor de su hijo, y si antaño Cosroes II había llamado al emperador su esclavo, Siroe designaba ahora a su hijo y sucesor esclavo del soberano bizantino.

Después de una ausencia de seis años, Heraclio regresó a su capital. Su hijo Constantino, el patriarca Sergio, el clero, el senado y el pueblo le recibieron en la costa de Asia Menor, en Hiereia, como el glorioso vencedor de los enemigos de Cristo, con ramos de olivo y velas encendidas, con vítores y cantos sagrados. Mientras los persas evacuaban las provincias romanas, Heraclio fue a Jerusalén, en la primavera de 630. Allí volvió a erigir, en medio del júbilo popular, la Santa Cruz reconquistada de los persas. Este acto solemne simbolizaba la conclusión victoriosa de la primera gran guerra santa de la era cristiana.

Los dos adversarios cuyo, poder había hecho temblar con anterioridad a Bizancio, estaban aplastados. Porque así como la batalla de Nínive había quebrantado el poder persa, igual había ocurrido con el poder ávaro en la batalla de Constantinopla. La derrota de los avaros encontró un eco más allá de las fronteras del Imperio Bizantino. Para los pueblos que hasta entonces habían estado bajo la dependencia del khagan de los ávaros, especialmente las numerosas tribus eslavas, esta derrota fue una señal para el levantamiento y la liberación del yugo ávaro. En esta época los eslavos occidentales, en su lucha contra los ávaros, crearon el primer gran reino eslavo bajo el mando de Samo. Unos años más tarde, la federación de los pueblos búlgaros, al norte del Mar Negro y del Mar Caspio, se separó también de la soberanía avara bajo el mando del príncipe Kovrat. Bizancio apoyaba a Kovrat en su pugna contra los ávaros: Kovrat concluyó un pacto con el emperador Heraclio, quien le concedió el título de patricio, y recibió el bautismo en Constantinopla. Dentro del marco de los movimientos de pueblos, que acompañaban los cambios acaecidos, hay que encuadrar también la migración de serbios y croatas, sobre la que Constantino Porfirogeneta nos ha dejado un amplio relato. Esta se produjo también de acuerdo con Bizancio y en lucha contra el tambaleante poder ávaro. Los croatas y los serbios abandonaron su patria anterior más allá de los Cárpatos y aparecieron en la Península Balcánica, con el consentimiento del emperador Heraclio. En su pugna victoriosa contra los ávaros, los croatas se impusieron en la parte noroeste de la península, apoderándose los serbios de los territorios colindantes al sureste. Así es cómo el elemento eslavo experimentó de nuevo un importante reforzamiento. El emperador Constantino VII no se cansa en repetir que serbios y croatas reconocieron la soberanía del emperador bizantino después de llegar a los Balcanes, y, a la vista de la situación creada por la victoria bizantina contra avaros y persas, esto no parece inverosímil. Sin embargo, no hay que sobreestimar el significado de un tal reconocimiento y de ninguna manera ver en ello una restauración real del dominio bizantino. Pero al menos Bizancio experimentó así un alivio considerable en la región balcánica. Los terribles ataques avaros habían acabado para siempre.

Por muy brillantes que fuesen las victorias militares de Heraclio, la grandeza e importancia de su época no reside en los éxitos de su política exterior. Unos años más tarde, las conquistas en el este se perdieron en beneficio de los árabes. Lo que perduró, sin embargo, fue la nueva organización militar y administrativa. En ella descansa el poder bizantino de los siglos posteriores; cuando ésta se descomponga empezará la descomposición del Estado bizantino mismo. El régimen de los themas fundado por Heraclio es la columna vertebral del Estado bizantino medieval.

La época de Heraclio significa un cambió de rumbo para el Im­perio de Oriente, tanto político como cultural. Cierra la era romana e inaugura la era bizantina en el sentido propio de la palabra. La helenización definitiva y el papel creciente de la Iglesia en la vida pública dan al Imperio una nueva faz. Con sorprendente tenacidad, el Estado bizantino temprano permaneció apegado al uso del latín como lenguaje oficial. Sólo poco a poco, y no sin resistencia, cedió a la helenización progresiva del Imperio, sin decidirse a emprender cambios fundamentales. La dualidad lingüística entre gobierno y pueblo fue un signo característico del Estado bizantino temprano: en toda la administración imperial así como en el ejército, el latín era el idioma oficial que la inmensa mayoría de la población oriental no entendía. Esta situación tocó ahora a su fin. En adelante, el griego sería el idioma del Imperio Bizantino. La lengua del pueblo y de la Iglesia iba a ser también la del Estado. La corriente de helenización artificialmente contenida llegó ahora a un despliegue acelerado. Para las siguientes generaciones, el conocimiento del latín ya era una rareza, incluso en los ambientes cultos de Bizancio .

La helenización del Estado bizantino efectuó un cambio importante y al mismo tiempo una simplificación esencial de la titulación imperial. Heraclio renunció a ostentar el complicado título imperial latino y adoptó la denominación popular griega de basileus. El título imperial romano imperator, caesar, augustas fue reemplazado por el antiguo título real griego que hasta entonces se había otorgado a los emperadores bizantinos de manera no oficial. El término de basileus se convirtió así en el título oficial del soberano bizantino y fue, a partir de entonces, en Bizancio el título imperial propiamente dicho. Es el mismo título que Heraclio confirió a su hijo y corregente, Heraclio-Nuevo Constantino, más adelante también a su segundo hijo, Heraclonas. Desde entonces y hasta la caída del Imperio, lo llevaron todos los emperadores y co-emperadores bizantinos, mientras que el título de cesar perdió definitivamente su carácter imperial.

La institución de la corregencia sirvió en Bizancio sobre todo para regular la sucesión al trono. Puesto que no existía en Bizancio, como tampoco en Roma, una ley de sucesión, el supuesto sucesor era coronado aún en vida del soberano llevando, a partir de ese momento corona y título de emperador en calidad de co-emperador—llamado de manera no-oficial basileus menor normalmente se le representaba en las monedas al lado del emperador principal, y muchas veces se le nombraba en las leyes junto con el emperador. Después de morir el emperador mayor, asumía el mando, en plena posesión de los derechos imperiales. Esta práctica hizo posible la herencia de la corona en el seno de la familia imperial y la formación de dinastía. Pero transcurrió bastante tiempo hasta que el orden de sucesión monárquico arraigara definitivamente. Heraclio mismo aportó cierta confusión a este sistema al elevar, junto con su primogénito, también a su segundo hijo a la corregencia y a la herencia del trono.

La reconquista de las provincias orientales colocó al Imperio de nuevo ante el problema del monofisismo. El patriarca Sergio comprendió con clarividencia la seriedad de este problema, y por ello no había dejado de esforzarse en restaurar la paz dentro de la Iglesia. Sus esfuerzos encontraron apoyo en la doctrina surgida en las provincias orientales del Imperio: la doctrina de una sola energía en Cristo. La creencia de que, frente a las dos naturalezas de Cristo, hubiese una sola energía, parecía tender un puente entre el dogma de Calcedonia y el monofisismo. Sergio hizo suya la doctrina del monoenergismo y entabló negociaciones con los representantes de las iglesias orientales. Aparentemente, los acontecimientos políticos daban la razón a los esfuerzos del patriarca, puesto que no se podía dejar de reconocer que la vieja rencilla teológica entre Constantinopla y la población monofisita de Oriente había facilitado considerablemente la conquista persa. Por esta razón, Heraclio mismo se pasó al monoenergismo. Durante sus campañas en Oriente ya había discutido con el clero local acerca de una unión de las Iglesias, sobre todo en Armenia. Después de reconquistar las provincias monofisitas, las negociaciones continuaron con mayor envergadura y energía, porque el compromiso con los monofisitas parecía más aconsejable que nunca. Los comienzos fueron prometedores. La unión parecía conseguida, tanto en Armenia como en Siria y Egipto donde Ciro actuaba con gran entusiasmo. La política eclesiástica de Sergio y Ciro contó también con la aprobación del papa Honorio.

Mientras tanto, las desilusiones no se hicieron esperar. La obra unificadora en Siria y especialmente en Egipto sólo había sido posible mediante el empleo de la fuerza. La oposición crecía, tanto del lado monofisita como del ortodoxo. Portavoz de la oposición ortodoxa fue el monje Sofronio, conocido por su elocuencia, quien en 634 ocupó la sede patriarcal de Jerusalén. Sin piedad censuraba la nueva doctrina como una aberración del monofisismo y una falsificación del dogma ortodoxo de Calcedonia. Probablemente bajo la impresión de esta oposición y teniendo en consideración las explicaciones del papa Honorio quien se expresaba con cautela sobre el problema de las energías y en cambio afirmaba una sola voluntad en Cristo, Sergio modificó su doctrina: dejando de lado la cuestión de la energía, enseñaba que había que admitir una sola voluntad en Cristo. Esta nueva formulación—monotelita—es la base del edicto elaborado por él, promulgado por el emperador en 638 con el nombre de Ekhtesis y expuesto públicamente en el narthex de Santa Sofía. Pero, a pesar de haber aceptado los dirigentes del Estado y de la Iglesia el monotelismo y no obstante el acceso a la sede de Constantinopla, después de la muerte del patriarca Sergio (el 9 de diciembre de 538), del ferviente monotelista Pirro, se demostró pronto que la Ekhtesis había sido un golpe fallido. Fue impugnada tanto por los ortodoxos como por los monofisitas, y los sucesores de Honorio en Roma también la rechazaron enérgicamente. El monotelismo no aportó una reconciliación, como tampoco lo habían conseguido los intentos de compromiso por parte de la política eclesiástica en los siglos anteriores. Igual que aquellos intentos, sólo provocó nuevas querellas aumentando así la confusión. Además, en 638 Siria y Palestina ya se encontraban bajo dominio árabe y también Egipto estaba bajo la amenaza de un destino igual. El monotelismo no consiguió, pues, su meta política. Pero la fermentación religiosa en las provincias orientales prestó un fuerte apoyo a la conquista árabe igual que antaño a la conquista persa.

2.

LA ERA DE LAS INVASIONES ARABES

LOS ULTIMOS AÑOS DE HERACLIO. CONSTANTE II

 

El año que vio el comienzo de las victorias bizantinas contra los persas es también el año de la Hégira árabe. En el momento en que Heraclio obligó al Imperio Persa a rendirse, Mahoma puso la primera piedra para la unificación religiosa y política de los árabes. Espiritualmente pobre y poco desarrollada, pero llena de energía natural, la obra de Mahoma poseía una pujanza arrolladora. A los pocos años de la muerte del profeta ya se inició la gran invasión árabe. Una fuerza elemental empujaba a los árabes fuera de su tierra estéril. Su meta no era tanto la conversión de los pueblos a la nueva fe como la subyugación de nuevos territorios y el dominio sobre los infieles. Las primeras víctimas de su ansia de conquista fueron los dos grandes imperios vecinos: Persia sucumbió a la primera ofensiva, Bizancio perdió sus provincias orientales apenas una década después de la muerte del profeta. La permanente lucha entre los dos imperios había debilitado a ambos, preparando así el camino de los árabes. En la Persia vencida reinaba una gran confusión, los usurpadores se sucedían en el trono, la columna vertebral del reino sasánida estaba quebrantada. Pero también se encontraban agotadas las fuerzas del victorioso Bizancio, a consecuencia de la pugna prolongada y agotadora. Por añadidura, las discordias religiosas entre Constantinopla y sus provincias orientales, imposibles de eliminar, habían levantado una muralla de odio, fortalecido las ambiciones separatistas de la población siria y copta y socavado definitivamente su voluntad de defensa. Las irregularidades tanto en la organización militar como en la administración perturbada por el excesivo poder de los grandes propietarios locales, hicieron lo posible para facilitar La labor de los conquistadores, sobre todo en Egipto.

En 634 los árabes entraron en territorio imperial bajo el mando del califa Omar, el gran conquistador, emprendiendo una rápida campaña victoriosa a través de las provincias recientemente arre­batadas al Imperio Persa. El 20 de agosto de 636 obtuvieron una victoria arrolladora sobre las fuerzas bizantinas en la memorable batalla del Yarmuk. De esta manera quedó rota la resistencia bizantina y decidida la pugna por Siria. La metrópolis siria, Antioquía, como la mayoría de las ciudades del país, se rindió sin ofrecer combate al enemigo victorioso. En Palestina la resistencia fue mayor. Bajo el mando del patriarca Sofronio, Jerusalén hizo frente al enemigo por mucho tiempo, pero la crudeza del asedio obligó finalmente a la Ciudad Santa a que abriese sus puertas al califa Omr (638). Mientras tanto, el reino persa había sido sometido, y posteriormente era ocupada también la Mesopotamia bizantina (639- 640). Desde aquí, los árabes invadieron Armenia y asaltaron Dvin, la fortificación armenia mejor guarnecida (octubre 640). Al mismo tiempo empezó la conquista de Egipto.

Heraclio, que había dirigido personalmente todas las campañas contra Persia, apenas tomó parte en las luchas contra los árabes, por muy sorprendente que esto parezca. Al principio aún intentó dirigir las operaciones bélicas desde Antioquía; después de la batalla de Yarmuk perdió toda esperanza y se retiró por completo. La obra de su vida se derrumbó ante sus ojos. La pugna heroica contra Persia parecía no haber servido para nada: aniquilando el reino persa, sólo había forjado el camino a los árabes. Sobre los territorios que había arrebatado a los sasánidas después de una lucha encarnizada, se extendió ahora la avalancha árabe como un cataclismo. De nuevo dominaban los infieles en Tierra Santa, que creía haber salvado para la cristiandad. Este destino cruel acabó espiritual y físicamente con el envejecido soberano. De regreso de Siria, permaneció algún tiempo en el palacio de Hiereia, en el litoral de Asia Menor. Le horrorizaba la travesía a Constantinopla porque ya no soportaba ver el mar. Sólo cuando se descubrió una conjura en Constantinopla, consiguió vencer el miedo y pudo cruzar el Bósforo por un puente de barcos cubierto de arena y follaje, para entrar en la capital.

La vida familiar de Heraclio tomó igualmente un cariz trágico. El día de su coronación, Heraclio se había casado con Fabia—Eudocia quien le diera una hija y un hijo, Heraclio-Nuevo Constantino. Pero ella padecía de epilepsia y murió pocos meses después de nacer su hijo (612). Un año más tarde, el emperador casó con su sobrina Martina. Este matrimonio provocó el mayor descontento. Iglesia y pueblo lo consideraban incestuoso y una tal unión significaba, en efecto, una violación tanto de los preceptos eclesiásticos como de las leyes estatales. Martina era odiada en Constantinopla, pero pese al odio de sus súbditos, el emperador demostró gran afecto por su segunda esposa, que compartía con él las penas y las alegrías acompañándole en sus campañas más difíciles. Sin embargo, una dura prueba para el emperador representaba lo que, según la opinión pública, fue un indicio claro de la ira divina: de los nueve niños que Martina le dio, cuatro murieron en su más tierna infancia, mientras que los dos hijos mayores nacieron contrahechos. La animosidad del pueblo contra Martina iba aún en aumento cuando la ambiciosa mujer intentó asegurar la sucesión a su propia descendencia, en detrimento del hijo de Eudocia. El conflicto familiar surgido de esta situación ensombreció aún más los últimos días del emperador ya de por sí amargos, y después de su muerte la controversia lanzó al Imperio a graves disturbios. El 11 de febrero de 641, Heraclio murió con crueles sufrimientos. Con la intención de asegurar la participación en la soberanía a la descendencia de Martina, sin privar a su primogénito Constantino de los derechos imperiales, Heraclio dejó el Imperio a sus dos hijos mayores. A pesar de la considerable diferencia de edad—Constantino tenía entonces 28, el hijo de Martina, Heraclonas, 15 años—los hermanastros, según el deseo expreso de Heraclio, deberían gobernar conjuntamente, en calidad de soberanos con igualdad de derechos. Ello es uno de los ejemplos más claros de una soberanía colectiva que ha conocido la historia imperial romano-bizantina. Con el fin de que Martina misma tuviera una influencia directa sobre los asuntos de gobierno, Heraclio dispuso, además, en su testamento que ambos soberanos la considerasen como «madre y emperatriz».

Pero cuando Martina hizo público el testamento de su difunto esposo se manifestó una fuerte oposición contra esta regulación, expresándose así, aparte del viejo odio contra la persona de la emperatriz, unas consideraciones más generales sobre derecho público. Sin protesta, el pueblo saludó a los dos hijos y hasta ahora coemperadores de Heraclio, como sus soberanos; en cambio, no quiso saber nada de una participación de Martina en el gobierno, rechazándola con el argumento de que ella, como mujer, no podría representar al Imperio Romano ni recibir a embajadores extranjeros.

Martina se vio obligada a retirarse, pero no se dio por vencida. La controversia entre ambos linajes de la casa imperial se agudizó por momentos: se enfrentaron hostilmente dos partidos, uno partidario de Constantino, el otro de Martina y Heraclonas. Sin duda Constantino III tenía más partidarios, pero padecía una grave enfermedad—probablemente la tisis—y murió el 25 de mayo del mismo año, después de menos de tres meses de gobierno.

La soberanía exclusiva recayó entonces en el joven Heraclonas. Pero en realidad fue Martina la que tomó las riendas del gobierno, mientras que los partidarios del difunto Constantino fueron enviados al exilio. Con Martina volvió a tener nuevamente influencia el patriarca Pirro, lo que significó el resurgimiento de la política eclesiástica monotelita que Constantino III había querido abandonar. Entonces regresó también a su sede en Alejandría el ferviente monotelita Ciro. Igual que varios de sus predecesores, Ciro se encargó en Egipto no sólo del mando de la Iglesia, sino también del de la política estatal. En nombre del nuevo gobierno, que parecía considerar inútil la continuación de la lucha contra los árabes, abrió negociaciones con los conquistadores victoriosos y firmó con ellos un tratado de paz por el que les entregó, de hecho, todo Egipto. Este tratado de paz, que había costado largas negociaciones, sólo llegó a concluirse después de la caída de Martina y Heraclonas, a principios de noviembre de 641.

Desde un principio, pesadas nubes se amontonaron encima de las cabezas de Martina y Heraclonas. Las clases superiores del Imperio, la aristocracia senatorial, el mando militar y el clero ortodoxo se volvieron contra el gobierno, y también el pueblo persistió en su odio contra la emperatriz y contra el patriarca monotelita Pirro. La muerte prematura de Constantino III fue atribuida a un envenenamiento por parte de Martina y Pirro, y se reclamó el trono para su hijo pequeño. Un partidario de Constantino III, el armenio Valentino Arsácida (Arsakuni), instigó a las tropas de Asia Menor a la rebelión contra Martina y Heraclonas y, encabezándolas, apareció ante Calcedonia. Aunque Heraclonas, cediendo a la presión, coronó coemperador al hijo de Constantino III, se produjo un giro a finales de septiembre de 641. Martina y Heraclonas fueron destronados por decisión del senado, y esta acción se consagró cortando a Martina la lengua y a Heraclonas la nariz. Por primera vez nos encontramos en tierra bizantina con la costumbre oriental de mutilación mediante amputación de la nariz: ello simbolizaba la incapacidad del amputado para un cargo público. Madre e hijo fueron exiliados a Rodas; también el patriarca Pirro tuvo que ir al exilio, mientras que Paulo, el ecónomo de Santa Sofía, subió al trono patriarcal.

El senado confirió la soberanía al hijo de Constantino III, que entonces iba a cumplir 11 años. Igual que su padre, recibió en el bautismo el nombre de Heraclio, pero al ser coronado adoptó el de Constantino, siendo llamado Constante, por el pueblo, un disminutivo de Constantino, como lo es Heraclonas de Heraclio. Más adelante se le dio el apodo de «pogonatos» (el barbudo), por su larga y espesa barba.

El poder del senado manifestado claramente al decidir la destitución de Martina y Heraclonas, se mostró también cuando el joven emperador Constante II fue sometido, por de pronto, a la tutela del senado. En un discurso leído por él ante el senado al subir al trono, Constante insistió en que Martina y Heraclonas habían sido alejados «por decisión que el senado había tomado con la ayuda de Dios», ya que los senadores «no querían tolerar la ilegalidad en el Imperio de los Romanos, por su bien conocida y extraordinaria piedad». Para el futuro pidió a los senadores que fuesen «consejeros y defensores del bien común de sus súbditos». Naturalmente, estas palabras fueron puestas en boca del joven emperador por los mismos senadores, siendo, sin embargo, por ello no menos significativas de la elevada posición y la importancia que en aquella época podía reclamar para sí el senado bizantino.

El senado de Constantinopla, claramente relegado a un segundo plano por el absolutismo de Justiniano, volvió a ganar mayor importancia llegando a la cúspide de su influencia a partir del siglo VII. Ejerció importantes funciones bajo la dinastía de Heraclio en calidad de consejero de la corona y también como tribunal supremo de justicia. En casos de sucesión en el trono, su papel revistía, naturalmente, especial relevancia, y no es sorprendente que el joven Constante tuviera que someterse, al principio, a la protección y dirección del senado. Sin embargo, no permitió, ciertamente, que se prolongara esta tutela por mucho tiempo: como la mayoría de los miembros de la dinastía heracliána, era de temperamento imperioso demostrando, en los años de mayor madurez, una exagerada obstinación.

La situación exterior del Imperio seguía siendo determinada por el avance de los árabes. En cumplimiento de lo determinado en aquel tratado que había realizado el patriarca Ciro de Alejandría con los árabes según las instrucciones de Martina, y que preveía un determinado plazo para que los bizantinos se retiraran del territorio, las tropas bizantinas abandonaron Alejandría el 12 de septiembre de 642 y embarcaron hacia Rodas; a continuación, el victorioso general Amr entró en la ciudad de Alejandro Magno, el día 29 de septiembre. Desde aquí extendió el poderío árabe a lo largo de la costa de África del Norte, sometió Pentápolis y se apoderó de la ciudad de Trípoli sobre el Sirtis en 643. Pero al morir Omar (noviembre 644), Amr recibió orden de regreso por el nuevo califa Otmán. Este hecho animó a los bizantinos a emprender una contraofensiva. El general bizantino Manuel se trasladó a Egipto a la cabeza de una gran flota y consiguió sorprender a la guarnición árabe apoderándose de Alejandría. Pero el éxito no fue de larga duración. Amr, enviado de nuevo a Egipto con toda urgencia, venció al ejército de Manuel cerca de Nikiu y volvió a entrar en Alejandría en verano de 646. Manuel tuvo que huir a Constantinopla, mientras que la población, encabezada por el patriarca monofisita Benjamín, se sometió muy gustosa a los árabes y confirmó formalmente su sumisión mediante un tratado manifestando así, una vez más, que prefería el yugo árabe al bizantino. Después de esta reconquista de Alejandría, Egipto quedó definitivamente bajo soberanía árabe. Bizancio había perdido para siempre la más rica y económicamente más importante de sus provincias.

Muawiya, entonces gobernador de Siria, era un estratega aún más grande que Amr. Los árabes, después de haber asegurado para sí la posesión de Siria y Mesopotamia, dirigieron su mirada hacia Armenia y Asia Menor. Ya en 642-43 invadieron de nuevo territorio armenion. En 647, Muawiya penetró en Capadocia y ocupó Cesárea. Desde allí se trasladó a Frigia; aunque no tuviera éxito su intento de apoderarse de la ciudad de Amorium, recorrió esta fértil provincia volviendo a Damasco con un rico botín y gran nú­mero de prisioneros.

El avance de los árabes hasta el litoral mediterráneo planteó a éstos la necesidad de construir una flota. Se trataba de un problema completamente nuevo para un pueblo del desierto. Ni siquiera el gran conquistador Omar captó aún la importancia que tenía para ellos una flota. Fue Muawiya el primer hombre de Estado en comprender que la lucha contra Bizancio no podía llevarse a cabo sin una gran fuerza naval. Poco después de la muerte de Omar emprendió la construcción de una flota, y en 649 la primera expedición marina se hizo a la mar. Bajo el mando personal de Muawiya, la flota árabe amarró en Chipre y asaltó la capital de la isla, Constancia. No sirvió de nada el que el gobierno bizantino comprara un armisticio de tres años. Muawiya aprovechó la tregua para ampliar su flota e inició las operaciones marítimas con nuevo ahínco, al vencer el plazo fijado. En 654 saqueó Rodas; la famosa estatua de Helio derribada por un terremoto en el 225 a.C. pero que seguía considerándose como una de las siete maravillas del mundo, fue vendida a un comerciante judío de Edesa, quien hizo transportar la masa metálica sobre los lomos de 900 camellos. Poco después, la isla de Cos cayó igualmente en manos de los árabes, mientras Creta era víctima de un saqueo. Sin duda, la verdadera meta de Muawiya era ya entonces Constantinopla: la ruta de Chipre, Rodas, Cos lo demuestra con toda claridad. Bizancio no podía permanecer inactivo ante un avance tan directo. Ante la costa de Licia tuvo lugar una batalla en 655 entre Constante II y los árabes, en la que Constante mismo asumió el mando de la flota bizantina. Esta primera gran batalla naval bizantino-árabe terminó con la derrota total de los bizantinos. El emperador mismo corrió gran peligro y sólo pudo salvarse gracias al espíritu de sacrificio de un joven héroe bizantino.

La hegemonía bizantina en el mar se había quebrantado. No obstante, la gran victoria de los árabes no tuvo consecuencias directas debido a las complicaciones interiores del Califato. Los desórdenes que reinaban en el ámbito árabe ya desde los últimos años de gobierno de Otmán, fueron aún en aumento después de su asesinato (17 de junio de 656). Entre Muawiya, que fue proclamado califa en Siria, y Alí, el califa ortodoxo elevado en Medina, yerno del profeta, estalló una violenta guerra civil que terminó sólo en 661 con el asesinato de Alí. En estas circunstancias; Muawiya tuvo que buscar un entendimiento con los bizantinos. Firmó una paz con ellos (659) e incluso se comprometió a pagar tributos al Imperio También en Armenia se produjo un cambio de actitud: las grandes familias armenias volvieron a reanudar las relaciones con Bizancio.

La liberación del peligro en Oriente dio al emperador Constante la posibilidad de dirigirse hacia las regiones europeas del Imperio. En 658 emprendió una campaña en los Balcanes ocupados por los eslavos; iba contra las «Sclavinias», donde «hizo prisioneros y sometió a muchos». Esta breve nota no permite conocer el alcance de esta ofensiva de Constante II. Pero parece seguro que Constante II obligó al menos a una parte de los eslavos—probablemente en Macedonia—a reconocer la soberanía bizantina. Desde tiempos de Mauricio, ésta fue la primera contraofensiva de gran envergadura que pudo emprender Bizancio contra los eslavos. Por lo visto, la campaña de Constante II fue acompañada de traslados de grandes masas eslavas a Asia Menor. A partir de esta época tenemos noti­cias de eslavos en Asia Menor y de soldados eslavos al servicio del emperador. En el año 665, un destacamento de tropas eslavas de 5.000 hombres pasó a los árabes y fue asentada por ellos en Siria.

Después de la afortunada campaña en los Balcanes, Constante II fijó su atención en los territorios imperiales del lejano Occidente, donde la situación era muy confusa debido, entre otras razones, a la querella eclesiástica provocada por el monotelismo. En el África latina, que después de la conquista de Egipto parecía encontrarse muy expuesta al peligro, las consecuencias de las disputas religiosas eran especialmente nefastas. Del mismo modo que la animosidad de los monofisitas sirios y egipcios contra Bizancio había facilitado la conquista de las provincias orientales, el rencor de la población ortodoxa de Occidente amenazó con preparar el mismo destino al África latina. África del Norte era entonces la cuna de la ortodoxia en pugna contra el monotelismo. Aquí tuvo su campo de acción, durante muchos años, el caudillo de la oposición ortodoxa: Máximo el Confesor, el teólogo más importante de la época. A su iniciativa se debe probablemente el que se celebrasen sínodos, a principios de 646, en varias ciudades norteafricanas, en los que se condenó unánimemente la doctrina monotelita como herejía.

Esta oposición contra el poder central bizantino no tardó en tener efectos políticos peligrosos. El exarca de Cartago, Gregorio, se erigió en emperador y encontró apoyo no sólo entre la población imperial norteafricana, sino también entre las tribus moras vecinas. Es verdad que los árabes libraron al gobierno bizantino de los peligros que hubieran podido surgir de esta situación: después de asegurar su poder en Egipto, los árabes emprendieron un asalto contra el exarcado norteafricano, en 647. El usurpador Gregorio encontró la muerte en este enfrentamiento. Los árabes volvieron a retirarse después de haber saqueado Sufetula, la ciudad donde residía el usurpador, y habiendo recibido fuertes tributos.

El exarcado de Cartago siguió siendo, pues, aún posesión del Imperio Bizantino. Pero los acontecimientos acaecidos contenían una seria advertencia, ya que encontraron un fuerte eco en Roma. El emperador Constante reconoció la necesidad de una reconciliación religiosa. En busca de una solución de compromiso, promulgó en 648 su famoso typos por el que, si bien mandó quitar del narthex de Santa Sofía el Ekhtesis, se esforzó en esquivar, con mayor énfasis, tanto la verdadera cuestión en litigio como el edicto de Heraclio, prohibiendo bajo sanción cualquier discusión no sólo sobre el problema de las energías, sino también sobre el de la Voluntad. Se llegó así, con el problema de energías y de voluntad, al mismo punto alcanzado, más de siglo y medio antes, con el problema de las naturalezas, después de la promulgación de Henotikon de Zenón. E igual que entonces el Henotikon, tampoco el typos fue capaz de servir de base de unión, puesto que no pudo satisfacer ni a los seguidores de la doctrina ortodoxa ni a los monotelitas convencidos. Pronto se puso de manifiesto la imposibilidad de poner en práctica la tentativa de apaciguar el conflicto de posturas religiosas mediante el encubrimiento del verdadero problema y la prohibición despótica de hablar sobre ello.

El papa Martín, que había subido a la silla de San Pedro el 5 de julio de 649 sin solicitar la confirmación del exarca imperial, celebró un gran concilio en octubre del mismo año, en la iglesia de San Salvador, cerca del palacio de Letrán, en Roma. Los 105 obispos participantes pertenecían en su mayoría a la jurisdicción de Roma, pero teológicamente el sínodo de Letrán estaba totalmente bajo influencia griega, apoyándose sus procedimientos externos en el ejemplo de los concilios ecuménicos bizantinos. El sínodo de Letrán condenó tanto el Ekthesis como el typos, pero por consideraciones políticas atribuyó la responsabilidad para estos decretos no al gobierno, sino a los patriarcas Sergio y Paulo que, junto con Pirro, fueron excomulgados. El papa mandó una circular a todos los obispos y a todo el clero de la iglesia cristiana; una traducción griega de las actas conciliares fue enviada al emperador, acompañada de una carta redactada en términos  correctos.

Pero el modo provocativo por el que se había producido la elección de Martín ya bastó para que Constante II se viese forzado a intervenir de manera rápida y despótica. El exarca de Rávena, Olimpio, recibió la orden de ir a Roma, apresar al Papa, no reconocido por el emperador, y obligar a todos los obispos de Italia a firmar el typos. Olimpio, que llegó a Roma antes de clausurarse el sínodo dé Letrán, captó muy pronto el ambiente hostil existente allí respecto a la misión que tenía encomendada. En vez de cumplir con su misión imperial, decidió aprovechar el disgusto ce Roma hacia Constantinopla para separar Italia del Imperio y ponerla bajo su propia soberanía. La política eclesiástica del gobierno bizantino llevó, pues, tanto en África del Norte como en Italia a la rebelión de la más alta autoridad local contra el poder central de Constantinopla. El gobierno bizantino no parece haber emprendido nada para reprimir al usurpador que se había trasladado a Sicilia con su ejército; el motivo está seguramente en que Bizancio se encontraba muy comprometido en Oriente en la época de las primeras expediciones marinas de Muawiya. La rebelión tuvo su final natural al morir Olimpio en 652.

El ajuste de cuentas con el papa Martín no tuvo lugar hasta un año más tarde. El nuevo exarca apareció en Roma el 15 de junio de 653, a la cabeza de su ejército, y arrestó al papa, gravemente enfermo, para sacarle, durante la noche, de la agitada ciudad. Martín fue llevado a Constantinopla y citado ante el Senado. El proceso tuvo un carácter eminentemente político. La acusación era de alta traición, porque se le inculpó a Martín—quizá con razón—de apoyo a Olimpio. En contrapartida, la cuestión religiosa pasó por completo a segundo plano, y el intento del papa de encauzar el debate hacia el typos, fue duramente rechazado por los jueces. Después de ser condenado—en un principio a muerte—el anciano, muy enfermo, fue maltratado públicamente por orden personal del emperador, y finalmente exiliado en el lejano Querson, donde se extinguió su vida entre hambre y penalidades, en abril de 656. Poco después de la condenación de Martín, Máximo fue enviado a .Constantinopla como prisionero procedente de Italia e igualmente interrogado por el senado de la capital bizantina. Mientras Martín había sido acusado de la confabulación con Olimpio, Máximo lo fue del apoyo al exarca rebelde norteafricano Gregorio, y sobre todo de no haber reconocido el typos imperial. El papa Martín fue tratado sumariamente, sin que nadie se interesase por sus concepciones religiosas; ahorraron esfuerzos para hacerle cambiar de idea. Pero todos los intentos se vieron frustrados, aunque Máximo fue arrastrado durante varios años de un exilio a otro y sometido a feroces brutalidades. Su último lugar de exilio fue la fortaleza de Schemarion en Lázica (cerca de los Muros actuales), allí murió el octogenario el 13 de agosto de 662.

La querella dogmática tuvo consecuencias político-eclesiásticas, rebelándose la oposición contra la subyugación de la iglesia por el poder imperial. Máximo promulgaba la tesis que el emperador, siendo un seglar, no tenía derecho de decidir en cuestiones de fe, ya que esto era asunto exclusivo de la Iglesia. Esta idea no era nueva en sí; la encontramos ya en los Santos Padres de la época bizantina temprana. Pero nadie antes había llevado con tanto vigor la lucha por la independencia de la Iglesia. Máximo, el primer Padre de la Iglesia del Bizancio auténticamente medieval, el que había legitimado la mística del Pseudo-Dionisio en la Iglesia, introdujo también nuevos conceptos medievales político-eclesiásticos en un mundo de ideologías antiguas. Dos mundos chocaron en el enfrentamiento entre la persona del emperador Constante y la del monje Máximo. Máximo sucumbió ante la omnipotencia del emperador, pero las ideas por las que luchó volvieron a resurgir en las querellas religiosas de los siglos siguientes.

Después de veinte años de gobierno sobre el Bósforo, Constante tomó la extraña decisión de abandonar Constantinopla y trasladar su residencia a Occidente. Esto no quiere decir que diera por perdido el territorio imperial en Oriente: mientras la guerra hacía estragos en Oriente, él aguantó en su puesto, y sólo cuando el peligro más inmediato había pasado, dejó atrás la vieja capital bizantina. Su salida hacia Occidente demuestra cuánto le importaban todavía al Imperio Bizantino, en aquella época, sus posesiones occidentales. Comparando la decisión de Constante II con los planes que habían tenido los emperadores Mauricio y Heraclio, se observa una notable continuidad de la voluntad política que deja entrever con toda claridad que entonces nada estaba más lejos del pensamiento de los bizantinos que la idea de limitarse a Oriente para acaso conseguir una consolidación de las fuerzas orientales mediante la renuncia a Occidente, como lo fue el caso en el siglo siguiente.

El último impulso para la ejecución de su propósito lo dieron al emperador aquellas motivaciones que nuestras fuentes citan como las verdaderas y únicas razones de su partida hacia Occidente. Su política eclesiástica y el cruel ajuste de cuentas con Martín y Máximo le habían costado las simpatías de la población bizantina creyente. Por añadidura, Constante hizo consagrar sacerdote, por la fuerza, a su hermano Teodosio en el año 660 para asesinarle después por presuntas actitudes de alta traición, pero en realidad probablemente porque el hermano del emperador tenía derecho a la corregencia, según el concepto de aquella época—como lo demuestra la historia de los hijos de Heraclio, y más adelante la de los mismos hijos de Constante—y Constante no estaba dispuesto a tolerar una disminución de su poder absoluto. El motivo inmediato del conflicto con Teodosio parece haber sido el hecho de que Constante, quien en Pascua de 654 ya había coronado corregente a su hijo mayor Constantino (IV). confirió también a sus dos hijos menores, Heraclio y Tiberio, la dignidad imperial en el año 659 dejando de lado, una vez más, a su hermano. El final sangriento de este conflicto provocó la mayor indignación entre la población bizantina. El emperador se vio perseguido por el odio de la población, que le llamaba nuevo Caín. Es posible que la extraña desavenencia con sus súbditos hubiera pesado en la decisión de Constante de abandonar Constantinopla, al mismo tiempo que diera a la salida del emperador hacia Occidente el carácter de una ruptura con la vieja residencia.

Según las apariencias, Constante tuvo intención de visitar los puntos clave del territorio imperial europeo. Primero se paró en Tesalónica, después permaneció algún tiempo en Atenas, y no llegó a Tarento hasta 663. Desde aquí emprendió la guerra contra los lombardos. En un principio, se anotó diversas victorias; varias ciudades le abrieron sus puertas sin resistencia, y procedió al asedio de Benevento. Sin embargo, ni los medios militares ni financieros del emperador fueron suficientes para una guerra prolongada, a pesar de la extorsión sin piedad sobre sus súbditos italianos, y pronto Constante se vio obligado a levantar el sitio y a retirarse a Nápoles. La tentativa de liberar Italia de los lombardos había, pues, fracasado, a pesar de los éxitos iniciales.

Desde Nápoles, Constante se dirigió a Roma. El soberano, responsable de la muerte del papa Martín, fue recibido por el papa Vitaliano a la cabeza del clero romano, a seis millas de las murallas y conducido solemnemente al interior de la vieja capital que de su antigua grandeza sólo guardaba el recuerdo. Constante fue el primer emperador en visitarla después de la caída del Imperio de Occidente, si bien es verdad que su estancia en Roma no fue más que una visita. Sólo duró doce días y se redujo a festejos y oficios religiosos. El 17 de julio de 663 Constante abandonó la Ciudad Eterna y pasó a Nápoles y Sicilia, lugar que había que proteger contra los ataques de los árabes. Allí, en Siracusa, fijó su nueva residencia. Incluso tuvo el proyecto de hacer venir a Sicilia a su familia, es decir su mujer e hijos; pero Constantinopla se opuso a ello, donde, comprensiblemente, el traslado de la residencia imperial a Occidente no encontró ningún eco.

El emplazamiento de la nueva residencia estaba bien elegido, porque en Sicilia—escogido también con anterioridad como centro por el usurpador Olimpio—el emperador dominaba un lugar clave entre el territorio italiano amenazado por los lombardos y el Norte de África, expuesto a los ataques árabes. Hay poca información sobre la actividad de Constante II en Siracusa. Sólo hay una cosa segura: que el mantenimiento de la corte y del ejército imperial significaba una carga pesada para el territorio occidental, y que pronto el tozudo despotismo del emperador también apartó aquí a todos de su lado. Esto explica la catástrofe que puso fin a la estancia de Constante en Siracusa. Una conjura surgió en su entorno más pró­ximo, y el 15 de septiembre de 668 fue asesinado en el baño por un ayuda de cámara. Varios representantes de las grandes familias bizantinas y armenias tomaron parte en el complot. También era armenio aquel comes obsequii Mezezio a quien el ejército proclamó emperador después del asesinato de Constante. No obstante, la re­belión fue sofocada a principios de 669 por las tropas del exarca de Rávena, y en estas circunstancias, el papa Vitaliano apoyó la acción del exarca fiel al emperador. El usurpador y varios de los principales conspiradores fueron ejecutados. Los restos mortales del emperador fueron llevados , a Constantinopla donde encontraron se­pultura en la Iglesia de los Apóstoles.

3.

LA SALVACION DE CONSTANTINOPLA Y LA PLASMACION DE LA REFORMA DE HERACLIO:

CONSTANTINO IV Y JUSTINIANO II

 

Al morir Constante II, su joven hijo Constantino IV (668-685) subió al trono de Constantinopla. Comenzaba uno de los gobiernos más significativos para la historia bizantina y universal: el gobierno que habría que aportar la decisión capital en la lucha bizantino-árabe.

Aún mientras Constante II se encontraba en Occidente, Muawiya, después de solucionar los conflictos interiores del califato, había reanudado las hostilidades contra el Imperio Bizantino. En 663, los árabes volvieron a aparecer en Asia Menor, y desde entonces sus incursiones se repitieron cada año. Las tierras fueron devastadas y la población llevada en cautiverio; a veces los árabes avanzaron hasta Calcedonia, y a menudo se quedaron invernando en territorio imperial. La batalla decisiva, la lucha por Constantinopla y con ello por la existencia del Imperio Bizantino tuvo lugar en el mar. El califa Muawiya volvió sobre su plan de conquista concebido cuando aún era gobernador de Siria, y que había tenido que abandonar más de una década antes. Habiendo completado la línea de las islas ocupadas con anterioridad: Chipre —Rodas—, Cos, con la toma de Quíos, un general de Muawiya se apoderó en 670 de la península de Cyzico en las inmediaciones de la capital bizantina. Con ello se había creado una base de operaciones segura contra Constantinopla. Pero antes de ejecutar el gran golpe contra el centro estatal bizantino, una unidad de la flota del califa ocupó Esmirna en 672, mientras que otra atacó la costa cilicia.

En la primavera de 674 empezó la acción principal: una poderosa escuadra apareció ante los muros de Constantinopla. Los combates se sucedieron a lo largo de todo el verano, y en otoño la flota árabe se retiró a Cyzico. Volvió a aparecer en la primavera siguiente, para tener asediada nuevamente la capital bizantina durante todo el verano; el mismo espectáculo se repitió en los años sucesivos. Sin embargo, todos los esfuerzos de los árabes para tomar por asalto la fortaleza más poderosa de aquel tiempo, quedaron sin resultado. Tuvieron que abandonar la lucha y se fueron de las aguas bizantinas en 678, después de haber sufrido importantes pérdidas en las ba­tallas marítimas libradas ante los muros de Constantinopla. Fue probablemente en aquella ocasión en la que se utilizó por vez primera el famoso «fuego griego», y que a partir de entonces prestó extraordinarios servicios a los bizantinos. Inventado por el arquitecto Calínico que había emigrado de Siria a Bizancio, el fuego griego era una materia explosiva cuya preparación sólo conocían los bizantinos; con ayuda de los llamados sifones, se lanzaba desde una gran distancia contra los barcos enemigos provocando un fuerte incendio. Al retirarse, la flota árabe sufrió aún mayores pérdidas en una tempestad que les alcanzó en la costa de Panfilia. Al mismo tiempo, el ejército árabe fue también derrotado en Asia Menor. El viejo Muawiya se vio obligado a firmar un tratado de paz de 30 años con Bizancio. Se comprometió a pagar 3.000 piezas de oro anuales al emperador y a enviarle 50 prisioneros y 50 caballos.

El fracaso de la gran ofensiva árabe produjo una fuerte impresión incluso más allá de las fronteras del Imperio Bizantino. El khagan de los avaros y los jefes de las tribus eslavas en la Península Balcánica enviaron embajadores a Constantinopla para rendir homenaje al emperador, solicitar su paz y su amistad y reconocer los derechos de soberanía del Imperio Bizantino. Y se estableció una paz inalterada tanto en Oriente como en Occidente», con estas palabras concluye Teófanes su relato.

La importancia atribuida a la victoria bizantina de 678 no podrá, realmente, nunca ser exagerada. Por vez primera se puso coto al avance árabe. La invasión árabe que hasta entonces se había propagado como una avalancha, sin encontrar obstáculo, recibió el primer revés importante. En la gran defensiva de Europa contra la penetración árabe, la victoria de Constantino IV representa un viraje decisivo de alcance universal, igual que la victoria posterior de León III en 718 y la victoria de Poitiers obtenida en 732 por Carlos Martel sobre los árabes, al otro lado del mundo de entonces. De estas tres acciones victoriosas que salvaron a Europa de la inmersión musulmana, la victoria de Constantino IV, además de ser la primera, fue también la mayor. Sin duda, aquel asalto de los árabes a Constantinopla fue el más masivo que jamás haya sufrido el mundo cristiano por parte árabe. Constantinopla era el último dique que se oponía a la invasión árabe. El hecho de que este dique hubiese aguantado, fue la salvación no sólo para el Imperio Bizantino, sino también para toda la cultura europea.

Sin embargo, la irrupción del pueblo turco de los búlgaros en la Península Balcánica puso al imperio ante nuevas dificultades. El gran reino búlgaro o más bien onoguro-búlgaro, con el que Bizancio había mantenido relaciones amistosas bajo Heraclio se había disgregado, a mediados del siglo VII, bajo la presión de los jázaros en su avance hacia Occidente Mientras que una parte de los búlgaros se sometió a los jázaros, varias tribus búlgaras abandonaron sus hogares. Una horda bastante grande, bajo el mando de Asparuk (el Isperik de la lista de soberanos paleo-búlgaros} se dirigió hacia el oeste y apareció en la desembocadura del Danubio en los años setenta. Constantino IV comprendió el peligro que significaba para el Estado bizantino la aparición de este pueblo guerrero en la frontera septentrional del Imperio. Después de concluir la paz con los árabes, no tardó en preparar una expedición contra los búlgaros, y en 680 ya estalló la guerra. Una importante escuadra cruzó el Mar Negro, bajo el mando personal del emperador, y desembarcó al norte de la desembocadura del Danubio, al mismo tiempo que la caballería bizantina, traída de Asia Menor a través de Tracia, cruzaba el Danubio. Sin embargo, el terreno fangoso hizo muy difícil las operaciones bélicas para los bizantinos, dando a los búlgaros la posibilidad de esquivar cualquier encuentro serio con su enemigo superior en fuerzas. El ejército bizantino agotó sus reservas sin éxito visible y emprendió finalmente la retirada, al haber enfermado el emperador que tuvo que abandonar a sus tropas. Cuando cruzaron el Danubio, fueron atacados por los búlgaros y sufrieron grandes pérdidas. En su persecución, los búlgaros cruzaron el río e invadieron el territorio de Varna, La expedición de Constantino IV, destinada a evitar el desastre, sirvió así para precipitarlo y no hizo más que facilitar al enemigo el paso decisivo.

La región en la que entraron los búlgaros se encontraba ya ampliamente eslavizada; en ella habitaba la tribu de los Severos más siete otras tribus eslavas. Estas fueron obligadas a pagar tributó a los búlgaros y, aparentemente, se unieron a ellos para luchar contra los bizantinos. En el territorio de la antigua provincia de Mesia, entre el Danubio y la Cordillera balcánica, surgió un reino eslavo-búlgaro. Es así como la irrupción de los búlgaros en la parte nor­doriental de la Península Balcánica ocupada por los eslavos, aceleró el proceso de configuración del Estado y llevó a la formación del primer reino eslavo del sur. Es cierto que, en un principio, los búlgaros y los eslavos formaban dos grupos étnicos distintos, y aún por algún tiempo las fuentes bizantinas los distinguen claramente; pero poco a poco los búlgaros iban a ser asimilados por completo por la masa eslava.

El emperador bizantino se vio obligado a reconocer la situación creada mediante la firma de un tratado de paz e incluso se comprometió a pagar anualmente «para la mayor deshonra del nombre romano un tributo al joven reino búlgaro. Con ello había surgido, por vez primera y dentro del antiguo territorio bizantino, un reino independiente reconocido por Bizancio como tal. El hecho es de lo más significativo, aunque la pérdida real sufrida por el Imperio a causa de la conquista búlgara no debe sobrestimarse, ya que las tierras conquistadas habían escapado, de hecho, al poder bizantino desde la inmigración eslava.

La evolución en Oriente puso al gobierno bizantino ante la necesidad de un cambio en su política eclesiástica. Puesto que era improbable el poder contar con la recuperación de las provincias orientales caídas en manos de los árabes, parecía inútil seguir aferrado al monotelismo. La política monotelita había demostrado que no era un instrumento válido de conciliación con la población cristiana de Oriente; en Occidente y en Bizancio mismo había llevado a funestas complicaciones. De acuerdo con Roma, Constantino IV convocó un concilio en Constantinopla, que debiera poner punto final al monotelismo. Este concilio, el sexto ecuménico de la Iglesia Cristiana, qué alcanza el número particularmente alto de diez y ocho sesiones y que duró del 7 de noviembre de 680 al 16 de septiembre de 681, elevó a dogma la doctrina de las dos energías y las dos voluntades, prohibida hasta entonces. El monotelismo fue condenado y excomulgados los cabecillas del partido monotelita así como sus antiguos campeones, entre ellos los patriarcas Sergio, Pirro y Ciro, y el papa Honorio. El emperador participó activamente en las deliberaciones del concilio. Asistió a las primeras y más importantes once sesiones y a la sesión de clausura, que presidió y cuyas discusiones teológicas dirigió. Cuando en la solemne clausura hubo puesto su firma debajo de las decisiones tomadas en el concilio, fue aclamado por la asamblea como el conservador, e incluso como el intérprete de la fe ortodoxa. «¡Muchos años al emperador! ¡Tú has expuesto la esencia de las naturalezas de Cristo. Señor, protege la antorcha del universo! ¡Eterna memoria a Constantino, el nuevo Marciano! ¡Eterna memoria al nuevo Justiniano! ¡Tú has dispersado a todos los heréticos!»

Poco después del concilio ecuménico estalló un grave conflicto en el seno de la familia imperial, en el cual parecía repetirse la sangrienta querella entre Constante II y su hermano Teodosio. Igual que Constante II, Constantino IV anhelaba la soberanía absoluta ilimitada, por lo que decidió privar de todos los derechos imperiales a sus hermanos menores Heraclio y Tiberio, que habían sido coronados aún en vida de su padre. Su acción chocó con una fuerte oposición tanto del senado como del ejército, que permaneció fiel al régimen de gobierno en vigor dándole una peculiar interpretación en un sentido cristiano místico. Se dice que las tropas del thema de los Anatólicos expresaron su protesta contra la conducta del emperador con las siguientes palabras: «Nosotros creemos en la trinidad; por consiguiente, queremos ver coronados a tres (soberanos)». Sin embargo, Constantino no se dejó perturbar por la oposición. Por de pronto, retiró a sus hermanos los títulos de soberano que les correspondían, y a finales de 681 mandó cortar la nariz a los dos infelices príncipes. Fueron ejecutados los representantes del thema de Anatolia que habían querido impedir al emperador que llevase a cabo su propósito.

El golpe de Estado de Constantino IV tuvo importantes consecuencias para el futuro desarrollo del derecho público. Después de sangrientas disputas fraternales a través de varias generaciones, la soberanía absoluta aparecía ahora sólidamente mantenida. Y esto significa el progreso decisivo del principio del orden de sucesión monárquico que reserva el derecho al trono para el hijo mayor del soberano. La institución del coemperador sigue conservando gran importancia como medio de asegurar la sucesión, pero en el futuro, los coemperadores ya no participarán en el ejercicio de la soberanía mientras el emperador principal sea mayor de edad y capaz de gobernar. Todo el poder está en manos del emperador principal, del autocrator.

Constantino IV, cuyo reinado dejó huellas profundas en la evolución de la historia política, tanto exterior como interior del Imperio Bizantino, en la evolución de la historia eclesiástica al igual que en la del Estado, sólo tenía 33 años cuando murió en septiembre de 685, después de 17 años de gobierno. El emperador muerto prematuramente, fue sucedido en el trono por su hijo Justiniano II (685-95; 705-11). Igual que su padre, apenas tenía 16 años de edad cuando se hizo cargo del gobierno. Pero le faltaban la prudencia juiciosa y el equilibrio ponderado que caracterizan al verdadero hombre de Estado. El ansia de poder, propio de todos los representantes de la dinastía heracliana, se manifestaba en él, como en Constante II, por medio de un despotismo agresivo que no conocía ni trabas ni consideraciones. Por añadidura, llevaba un nombre que comprometía, pero que al mismo tiempo encerraba una gran tentación. Con ejemplo de Justiniano I ante sus ojos, plenamente poseído del sentimiento de su sublime distinción imperial, el joven emperador, desprovisto de madurez y equilibrio, se dejó arrastrar muchas veces por su ambición ardiente y su insaciable afán de gloria. Su despotismo irrefrenable y su susceptibilidad le arrastraron a menudo a cometer actos que le crearon una reputación nefasta entre contemporáneos y sucesores, y que también hicieron pasar por alto a la historiografía moderna la importancia de su gobierno. Sin embargo, Justiniano II, como auténtico representante de la dinastía heracliana, fue un soberano altamente cualificado y con gran clarividencia para las exigencias del Estado.

Gracias a la victoria decisiva de Constantino IV, la situación del Imperio en Oriente era favorable, mientras que, por el contrario, el Califato parecía paralizado por conflictos internos desde la muerte de Muawiya. Abd-al-Malik, que subió al trono califal en el mismo año en que Justiniano II se encargó del gobierno en Bizancio, quiso asegurar la situación mediante un nuevo tratado de paz con Bizancio. El tratado aportaba importantes ventajas para el Imperio: no sólo fueron aumentados los tributos a cuyo pago los árabes se habían comprometido con Constantino IV, sino que también se convino en repartir los ingresos procedentes de Chipre por un lado y de Armenia e Iberia por otro, entre ambos contrayentes. Desde entonces y por varios siglos, Chipre fue un condominio de las dos potencias, sin pertenecer ni a la una ni a la otra.

La tranquilidad en Oriente brindó a Justiniano II la posibilidad de dirigirse hacia los Balcanes. Ya en 687/88 mandó trasladar tropas de caballería desde Asia Menor a Tracia para «someter a búlgaros y slavinios», como dice Teófanes. A la cabeza de este ejército, emprendió una gran campaña contra los eslavos el año 688/89. Después de un choque con los búlgaros avanzó en dirección a Tesalónica sometiendo gran cantidad de eslavos. La marcha de esta campaña esclarece la situación reinante entonces en los Balcanes: para llegar de Constantinopla a Tesalónica, el emperador tuvo que abrirse camino a través de un territorio ocupado por los eslavos, con fuertes contingentes militares reunidos especialmente para tal fin. Fue considerado un gran éxito bélico la brecha que consiguió abrir hasta Tesalónica. Celebró su victoria con una entrada solemne en la ciudad y donaciones a la Iglesia de San Demetrio, patrono de Tesalónica. Justiniano mandó trasladar los eslavos sometidos a Asia Menor y asentarlos en el thema de Opsikion en calidad de stratiotas. De esta manera se continuó, a escala mucho mayor, la colonización de los eslavos en Asia Menor iniciada por Constante II. Según las fuentes, las tribus eslavas asentadas ahora en Opsikion formaban una leva de unos 30.000 hombres. Una tal afluencia de nuevas fuerzas significaba no sólo un aumento nu­mérico considerable del ejército bizantino, sino que seguramente contribuyó a la regeneración económica del territorio devastado por invasiones enemigas.

El asentamiento de eslavos en Asia Menor fue la más importante, pero no la única medida de política colonizadora en aquella época. También se llamó a los mardaítas, un rapaz pueblo cristiano que habitaba en la región del Amanos y que, habiendo prestado antaño un buen servicio a los bizantinos en su lucha contra los árabes, había ido pasando, poco a poco, al servicio de aquéllos, a que entrasen en territorio imperial para asentarse como marineros en el Peloponeso, en la isla de Cefalonia, en la ciudad portuaria de Nicópolis, en el Epiro y también en la región de Attalia; en Panfilia, en la costa sur de Asia Menor. Finalmente, Justiniano II transplantó a los habitantes de Chipre a la región de Cyzico, que había sufrido mucho durante el asedio de Constantinopla y que carecía sobre todo de marinos experimentados.

El traslado de los chipriotas afectó sensiblemente los intereses del Califato, y puesto que Justiniano II, consciente de su superioridad, rechazó con menosprecio las objeciones del califa, se produjo una confrontación bélica en 691/2. Pero las nuevas tropas eslavas se pasaron al enemigo, lo que tuvo como consecuencia la grave derrota de los bizantinos cerca de Sebastópolis, en Armenia (el actual Sulu-saray), recayendo de nuevo bajo gobierno califal la parte bizantina de Armenia. En cuanto a los tránsfugas, los árabes, siguiendo el ejemplo bizantino, les asentaron en Siria y les utilizaron como soldados en las futuras luchas contra Bizancio. Naturalmente no debe creerse el relato de Teófanes, según el cual Justiniano II, en venganza, mandó exterminar a todos los eslavos de Bitinia, como tampoco hay que tomar en serio la afirmación de que la colonización con los mardaítas había significado un desmatelamiento inútil de la frontera oriental bizantina, y que el traslado de los chipriotas había fracasado por completo muriendo gran parte de ellos en el camino. Si de verdad los chipriotas volvieron más adelante, como parece, a su patria, se encuentran, no obstante, aún en el siglo X, eslavos en el thema Opsikion, y mardaítas tanto en el thema de los Cibyrreotas como en Grecia, donde sus efectivos co­taban con 5.087 ó 4.087 hombres. Por consiguiente, la política colonizadora de Justiniano II mostró sus frutos, y aunque resultase dura para los afectados, la medida correspondía a una necesidad vital del Estado bizantino. Con el asentamiento de los stratiotas en los themas bajo Heraclio, se había iniciado la regeneración del Imperio. Sus sucesores continuaron la obra y dieron un fuerte impulso al proceso de rejuvenecimiento trayendo, desde fuera, a estos colonos hacia las regiones inertes, asentándoles en calidad de soldados o campesinos.

La plasmación de la constitución en themas esu no de los problemas más vitales de la evolución bizantina en la Alta Edad Media. Aunque las obras historiográficas bizantinas nunca profundicen en esta cuestión, se encuentran, sin embargo, alusiones cada vez más frecuentes a los themas a partir de la segunda mitad del siglo VII, lo que demuestra que la organización en themas iba generalizándose firmemente en el Imperio Bizantino. Un documento de Justiniano II, fechado el 17 de febrero de 687, menciona, aparte de los dos exarcas de Italia y África, los cinco themas cuyos estrategas toman parte en las sesiones del consejo imperial: el thema europeo de Tracia y los themas asiáticos de Opsikión, de los Anatólicos, de los Armeniacos así como el thema marítimo de los Caravisianos Mientras que los themas de Asia Menor remontan a la época de  Heraclio, el thema de Tracia fue fundado bajo Constantino IV, en defensa contra los búlgaros. Bajo Justiniano II surgió entonces el thema de Hélade, en la Grecia central. Parece ser que Justiniano II creó también ciertos elementos de una organización militar administrativa en la región de Strymon, asentando allí, una vez más, a stratiotas eslavos. La mayor parte de la Península Balcánica, sin embargo, permaneció fuera de alcance del poder estatal bizantino, en manos de los búlgaros y de las diversas tribus eslavas. La influencia de la antigua prefectura ilírica se reducía, de hecho, a Tesalónica y sus alrededores. Sin que se hubiese suspendido jamás de manera oficial, la prefectura ilírica se extinguió poco a poco, y el prefecto del Ilírico se convirtió en prefecto de la ciudad de Tesalónica.

La ordenación en themas, que evoluciona cada vez más en Asia Menor y que va extendiéndose a ciertas regiones de la Península Balcánica, forma el marco en el cual se realiza la regeneración del Imperio Bizantino. Con notoria constancia, el gobierno bizantino se esforzó, a lo largo de un período de tiempo prolongado, en atraer el mayor número posible de eslavos al territorio imperial para asentarlos como stratiotas y campesinos en los themas recién creados, para así aumentar los efectivos militares del Imperio y fortalecer económicamente al país. La renovación interior que vive el Imperio Bizantino desde el siglo VII consiste ante todo en el auge de una clase campesina fuerte y en la formación del nuevo ejército stratiota, es decir, el fortalecimiento del minifundio, ya que los stratiotas establecidos eran también propietarios de su pequeño terreno. Por regla general, el hijo mayor era el que sucedía al stratiota en el ejercicio del servicio militar y que al mismo tiempo heredaba los bienes militares ligados a la obligación de prestar servicio. Los demás descendientes constituían un excedente de campesinos libres, a los cuales ofrecía un natural campo de acción la abundancia de tierras baldías, pudiendo el campesino igualmente acceder a la categoría de stratiota. Campesinos libres y stratiotas pertenecen a una clase determinada, y esta clase será ahora el principal apoyo del Imperio Bizantino.

El latifundio, que domina la imagen de la época bizantina temprana, había sufrido un fuerte retroceso desde la crisis de finales del siglo VI y principios del VII, y a continuación había sido gravemente afectado por las invasiones enemigas. Es difícil imaginar que los antiguos dominios territoriales pudieran haber sobrevivido masivamente tanto a las ofensivas de los ávaros y eslavos como a las de los persas y luego de los árabes. Según parece, los dominios se hunden realmente, y en su lugar aparecen los minifundistas, es decir los campesinos libres que toman posesión de las tierras baldías, y los stratiotas del nuevo ejército correspondiente a cada thema.

Es así cómo se produce en el ámbito bizantino una revolución que crea una nueva base para la estructura social del Imperio, llevando el desarrollo hacia nuevos cauces. Frente a estos hechos, el sistema urbano demuestra en Bizancio una gran estabilidad. A diferencia de Occidente, la vida urbana no conoce ninguna interrupción en el ámbito bizantino. Sin embargo, muchas ciudades, sobre todo en los Balcanes, fueron destruidas por invasiones enemigas, de manera que en la mayor parte de la Península Balcánica, que había escapado al poder bizantino, la vida urbana se interrumpió por un tiempo prolongado. En cambio, en Asia Menor, que permaneció bajo la soberanía bizantina, las ciudades siguen existiendo y su número no registra un retroceso de consideración. Por muy poco que estemos informados sobre la vida en las ciudades bizantinas, no cabe la menor duda de que muchas ciudades bizantinas conservaron su importancia como centros comerciales e industriales, y esto explica el hecho de que la economía monetaria conservase el predominio en Bizancio. El sistema urbano es el elemento básico de continuidad en el desarrollo bizantino, ya que asegura la supervivencia de la forma de gobierno tradicional y el mantenimiento de la cultura antigua, tanto espiritual como material.

Las nuevas condiciones en la aldea bizantina se reflejan con particular claridad en la famosa Ley Agraria da una imagen de la vida cotidiana del campesinado bizantino en la Alta Edad Media. Puede parecer que el Nomos Georgikos estuviese enfocado ante todo hacia los nuevos asentamientos que surgieron de la colonización en las tierras abandonadas. Se tiene la impresión de que las aldeas están situadas en zonas pobladas de bosques, ya que repetidas veces se habla de la tala de tierras arboladas y la roturación de tierras baldías. Los campesinos, cuya situación jurídica es regulada por esta ley, son propietarios independientes. No están comprometidos con ningún señor, sino sólo con el Estado, para el pago de impuestos. Su libertad no conoce trabas. Esto no significa, por supuesto, que en esta época no existiese el siervo, pero sí que el campesinado independiente formaba un amplio estrato y que entonces se entendía por campesino sobre todo el propietario de tierras independiente. Significativamente, la ley les llama dueños de sus bienes. No sólo poseen tierras y animales, sino a veces incluso esclavos que en la agricultura bizantina siguen jugando un papel considerable. La Ley Agraria concede especial importancia al mantenimiento de la propiedad particular de cada uno.

No obstante, los habitantes de la aldea forman una comunidad cuya configuración se manifiesta de múltiples maneras. Les campos de cultivo, las viñas y los huertos son propiedad personal del campesino o de la familia campesina, y a veces un bosque es también propiedad especial de alguna persona individual. Sin embargo, la propiedad particular surge, originariamente, de repartos de territorios pertenecientes a la comunidad aldeana, y en caso de necesidad pueden efectuarse nuevos repartos adicionales. Pero ciertas partes del territorio aldeano siguen siendo propiedad indivisible de la comunidad. Los pastos se aprovechan en común, los rebaños del pueblo son guardados por pastores pagados por la comunidad.

La autoridad estatal considera a la comunidad aldeana como una unidad administrativa y fiscal. Los miembros de la comunidad responden de la correcta recaudación de impuestos y deben responsabilizarse del pago de los vecinos insolventes. En transformación del sistema romano tardío de la epibolí que preveía la transferencia forzosa de tierras baldías a propietarios de suelos productivos imponiéndoles al mismo tiempo los impuestos correspondientes a los bienes adjudicados, se recaudan ahora los impuestos para los solares baldíos de la vecindad que, por consiguiente, tiene el derecho de sacar provecho de estas tierras. Este nuevo régimen de responsabilidad solidaria para la entrada de los impuestos se encuentra por vez primera en la Ley Agraria. El elemento principal es ahora la transferencia del impuesto y ya no la transferencia de la tierra, que más bien representa sólo una consecuencia natural de la transferencia del impuesto; el propietario es aquel que paga el impuesto; este principio eminentemente bizantino alcanza ahora su plena consagración.

Hacia finales del siglo VII, el sistema de evaluación de los impuestos parece haber sufrido un cambio importante. Se suprime la combinación del impuesto de capitación con el impuesto territorial creado por Diocleciano con el sistema capitatio-iugatio, existente aún durante los primeros años de gobierno de Justiniano II. Se grava ahora el impuesto de capitación separado del territorial recayendo la primera sin distinción sobre cualquier contribuyente. El gravamen del impuesto personal ya no se encuentra ligado a la condición de una domiciliación rural estable. Con ello desaparece una razón importante de sujeción del contribuyente a la tierra que el Estado bizantino temprano tuvo que practicar sistemáticamente para que, teniendo en cuenta el sistema contributivo, quedase asegurada la entrada de impuestos en una época de escasez de mano de obra. El cambio del sistema impositivo contribuyó, pues, a promocionar el campesinado libre.

Pero la propiedad territorial de la Iglesia y de los monasterios se encuentra también en constante crecimiento y no cesa de aumentar gracias a las donaciones de tierras hechas por parte de devotos bizantinos de todos los estamentos. Este fenómeno, lo mismo que el incesante crecimiento del monacato, es una expresión del creciente poder de la Iglesia. El testimonio posterior del patriarca Juan de Antioquía, de finales del siglo XI, por muy exagerado que parezca, puede darnos una idea aproximada de la extraordinaria extensión alcanzada en aquella época por el monacato bizantino. Este eminente representante del clero oriental y decidido defensor de la inviolabilidad de la propiedad monacal afirma que la población del Imperio Bizantino, antes de la explosión iconoclasta, se dividía en dos partes iguales: monjes y laicos. El crecimiento del número de monasterios y de monjes estaba en relación con el crecimiento de la propiedad monacal

Justiniano II era un príncipe muy creyente. En las inscripciones numismáticas se atribuía el nombre de servus Cristi, y fue el primero entre los emperadores bizantinos en grabar la efigie de Cristo en el reverso de las monedas Durante su reinado se celebró un concilio (691/2), en el que se completaron las decisiones dogmáticas de los dos concilios ecuménicos anteriores, el quinto del año 553 y el sexto del año 680/1 con una amplia serie de cánones, siendo por ello conocido con el nombre de Quinisextum, que también es llamado Concilio Trulano por el lugar donde se celebraban las sesiones: la sala cupular o sala «trullos» del palacio imperial. Los 102 cánones del concilio regulan diversas cuestiones relativas a la organización eclesiástica y al rito, dando especial importancia a la elevación y consolidación dé la moral entre el pueblo y entre el clero. Al censurar varios usos y costumbres, en parte por su origen pagano y en parte por razones morales, nos ofrecen interesantes nociones sobre la vida popular de la época. Nos hacen saber que se celebraban aún fiestas paganas antiguas, entre ellas la fiesta de Brumalia, en la cual hombres y mujeres disfrazados y enmascarados circulaban por las calles; que durante la vendimia se cantaban canciones en honor de Dionysos, o que cuando había luna nueva, se levantaban hogueras delante de las casas y los jóvenes saltaban por encima. Tanto éstas como muchas otras costumbres procedentes de épocas paganas se proscriben ahora; a los estudiantes de la Escuela Superior de Constantinopla se les prohíbe, entre otras cosas, organizar representaciones teatrales. Pero el mayor significado histórico del Quinisexto corresponde a aquellas decisiones que revelan las concepciones opuestas de las dos iglesias, la oriental y la occidental, como p. ej., la admisión del matrimonio de los sacerdotes o el rechazo expreso del ayuno sabático romano. Así vuelven a aparecer contrastes entre Roma y Bizancio apenas se había llegado a un acuerdo dogmático una década antes, en el Sexto Concilio ecuménico. Esta vez ya no se trata de problemas doctrinales, sino más bien de cuestiones que demuestran claramente la divergencia en la vida de ambos centros universales.

No resulta, pues, sorprendente que el Papa rechazara las decisiones del Quinisexto. Justiniano II creía poder acabar rápidamente con el conflicto, a ejemplo de su abuelo. Envió un mandatario a Roma encargado de detener al Papa y traerle a Constantinopla para presentarle ante el tribunal imperial. Sin embargo, la situación había cambiado, la autoridad del emperador en Italia ya no era la misma, y la posición del Papa se había consolidado. La milicia de Roma, y especialmente la de Rávena, se opuso con tal énfasis a las pretensiones del enviado imperial que éste tuvo que apelar a la generosidad del Papa para poder salvar la vida. Fue una revancha por la humillación que el Papado había sufrido, 40 años antes, por parte del emperador bizantino. La humillación de la que ahora fue objeto el emperador quedó impune, ya que poco después Justiniano II era destronado.

La política de la dinastía de Heraclio, que hizo de la pequeña propiedad de los stratiotas y de los campesinos libres el principal pilar del Imperio, no pudo ser del agrado de la aristocracia bizantina. Bajo Justiniano II, la política gubernamental tomó un cariz antiaristocrático muy acusado, y la naturaleza brusca y provocativa del joven emperador que no retrocedía ante el empleo de la fuerza, llevó la oposición a una situación extrema. Como atestiguan fuentes bien informadas, el proceder de Justiniano amenazaba a la aristocracia con ser totalmente aniquilada. Por otra parte, determinadas medidas suyas no eran propicias para ganarse el favor de amplias capas populares. Su política colonizadora, por mucho que correspondiera a las necesidades del Estado, implicaba grandes sacrificios para los afectados, ya que arrancaba a la gente de su tierra natal arrojándola a un entorno desconocido y extraño. El gobierno de Justiniano II significó, además, una carga financiera pesada para los súbditos, puesto que el emperador, queriendo imitar a su gran homónimo, se dedicó con una pasión derrochadora a la construcción monumental. La despiadada fiscalización llenó al pueblo de gran amargura contra los funcionarios encargados del tesoro, contra el sacelarius Esteban y el logoteta Teodoro, que pa­ecen haberse distinguido por una rudeza y desconsideración poco comunes. A finales de 695 estalló la revuelta contra el gobierno de Justiniano II, y el partido de los Azules elevó al trono imperial a Leoncio, que había sido nombrado estratega del nuevo thema de Hélade. Mientras que los dos colaboradores principales de Justiniano, el sacelario Esteban y el logoteta Teodoto, fueron víctimas del furor de las masas; a Justiniano mismo se le cortó la nariz. El emperador destronado fue enviado a Querson, donde el papa Martín había agotado antaño sus días como exiliado.

4.

LA CAIDA DE LA DINASTIA HERACLIANA

La revuelta de 695 rompió el equilibrio de Bizancio. Con ella se inició una época de disturbios que habría de durar más de 20 años. Este período de desorden interior puso al Imperio ante nuevos peligros y le aportó nuevas y sensibles pérdidas. La primera pérdida importante fue la de la costa norte de África. Los ataques de los árabes al exarcado de Cartago habían cesado por algún tiempo, pero su caída sólo era cuestión de tiempo, después de que Constante II hubiese fracasado en su plan de una defensa más efectiva de los territorios imperiales de Occidente. En 697, los árabes invadieron el África latina ocupando Cartago después de una rápida campaña victoriosa. La flota bizantina enviada a toda prisa a África por el emperador Leoncio (695-98) consiguió hacerse, una vez más, con la situación. No obstante, cuando en la primavera siguiente llegaron refuerzos del ejército árabe por mar y por tierra, los bizantinos tuvieron que retroceder ante la superioridad del enemigo y entregarle el país. La consecuencia de esta derrota fue la rebelión de la flota bizantina contra Leoncio, elevando a emperador a Apsimar, el drungario de los Cibyrreotas. Probablemente gracias al apoyo de la milicia urbana procedente de las filas de los Verdes, éste se apoderó con facilidad de la capital y subió al trono imperial como Tiberio II (698-705). Es significativo que después de que su predecesor hubiera sido proclamado por los Azules, él lo fuera por los Verdes. El derrocado Leoncio fue encerrado en un monasterio después de habérsele cortado la nariz, tal y como él había hecho con Justiniano al derrocarle tres años antes.

El gobierno de Tiberio II no hizo ningún intento de reconquistar el perdido exarcado de Cartago o al menos de oponerse al futuro avance de los árabes en África. Los árabes, que en su marcha posterior únicamente tuvieron que luchar contra las tribus moras, alcanzaron el litoral oceánico ya en los primeros años del siglo VIII. Encontraron una resistencia mayor sólo cerca de Septem (la actual Ceuta, en la ruta a Gibraltar), el baluarte occidental del Imperio en la costa africana. Después de haber caído la fortaleza en 711, los árabes tuvieron en sus manos toda la costa norteafricana, iniciando al mismo tiempo la conquista de España, donde aniquilaron en pocos años el dominio visigodo. Así penetraron en Europa dando un rodeo por África, después de que las fuertes murallas de Constantinopla les hubiesen obstaculizado el camino en Oriente.

No obstante, la dinastía heracliana volvería, una vez más, al poder, en la persona de Justiniano II. Ni el exilio en el lejano Querson ni la cruel mutilación habían podido aplacar el espíritu inquieto de Justiniano. No se había conformado con su destino, sino que pensaba en el retorno y en la venganza. El cambio de 698 en el trono parece haberle animado particularmente: su actitud se hizo cada vez más sospechosa, de manera que las autoridades locales de Querson decidieron entregarle al gobierno de Constantinopla. Advertido a tiempo, Justiniano huyó al reino jázaro donde fue recibido con honores por el khagan y se casó con la hermana de éste, que se convirtió al cristianismo adoptando el nombre de Teodora, el de la esposa de Justiniano I. En Constantinopla, el comportamiento de Justiniano despertaba cada vez mayor inquietud; una delegación del emperador Tiberio se presentó en la corte jázara para exigir la extradición de Justiniano. Con el fin de no turbar las buenas relaciones con Bizancio, el khagan decidió corresponder a la demanda del gobierno bizantino. Avisado a tiempo del peligro eminente, Justiniano volvió a emprender la huida y, después de muchas aventuras, llegó a la costa occidental del Mar Negro. Allí entró en contacto con el khan de los búlgaros, Tervel, y se aseguró su apoyo. En otoño de 705 apareció ante Constantinopla acompañado de Tervel, a la cabeza de un considerable ejército búlgaro-eslavo. Sin embargo, este ejército no pudo nada contra las murallas de Constantinopla. Tres días pasaron sin resultado, y las pretensiones de Justiniano al trono fueron contestadas con burla y sarcasmo. Entonces, Justiniano se introdujo de noche en Constantinopla, con algunos atrevidos compañeros, a través de un tubo del acueducto. La ciudad, sorprendida, fue presa de pánico, Tiberio huyó dejando el campo libre a su audaz rival. Justiniano, que al parecer no sólo tenía enemigos en Constantinopla sino también adictos, pudo ocupar el palacio de Blaquerna y subió al trono de sus padres por segunda vez, después de diez años de exilio ricos en aventuras.

Durante seis años (705-11) gobernó entonces en la ciudad a orillas del Bósforo el emperador «de la nariz cortada», el «rhinotmeta», que había pasado por alto la cruel mutilación y la descalificación simbolizada por ella. Su ansia de poder demostró la ineficacia de este tipo de descalificaciones aplicado tantas veces en el siglo VII; en el futuro, ésta ya no se volvió a aplicar a pretendientes al trono o a emperadores destronados. Justiniano compartió el trono con su esposa Teodora que fue traída desde el reino jázaro a Constantinopla después del golpe feliz, trayendo consigo un hijo que había nacido mientras tanto. Este recibió el nombre de Tiberio y fue elevado a coemperador.

Extraordinaria fue tanto la recompensa cosechada por los amigos y aliados de Justiniano como la venganza que alcanzó a sus enemigos. Se reanudaron las tributaciones a los búlgaros, a las que el Imperio se había comprometido bajo Constantino IV. Como distinción especia], el khan de los búlgaros Tervel recibió el título de César que, si bien había perdido su antiguo significado seguía siendo el título honorífico bizantino más elevado después de la dignidad imperial. Por primera vez, un príncipe extranjero obtuvo este glorioso título que no confería ninguna participación en el poder imperial a su portador, pero sí una participación en los honores imperiales. Antes de que Tervel se retirase a su país colmado de magníficos regalos, recibió el homenaje del pueblo bizantino en su calidad de César y sentado en un trono al lado del emperador En cambio, Tiberio Apsimar, capturado en su huida y Leoncio, destronado y mutilado siete años antes, fueron insultados públicamente y luego ejecutados. Varios altos oficiales fueron colgados de las murallas de Constantinopla. Como castigo por haber coronado a Leoncio, se le sacaron los ojos al patriarca Calínico. Pero éstas fueron sólo las primeras víctimas del terror sistemático instaurado para terminar con todos los enemigos del emperador. En esta segunda etapa de gobierno, Justiniano se merece plenamente la fama de tirano sangriento atribuida a su persona por sus contemporáneos y sucesores. Poseído por una furia vengativa insaciable, olvidó en su ceguera sus deberes más urgentes para con el Estado, desatendió la guerra con los enemigos del Imperio y consumió todas sus fuerzas en la pugna agotadora con sus enemigos internos.

Los árabes se beneficiaron de esta situación. En el año 709 asediaron Tiana, una de las fortalezas más importantes de la región fronteriza con Capadocia. El ejército bizantino que les hizo frente era insuficiente y mal llevado, ya que los hombres mejor capacitados habían sido víctimas del terror. Fue derrotado, a consecuencia de lo cual Tiana, agotada por el asedio prolongado y privada de toda esperanza, se rindió al enemigo. Los árabes no parecen haber encontrado la menor oposición durante sus incursiones a Cilicia en 710 y 711 y pudieron ocupar varias fortalezas. Un pequeño destacamento árabe se atrevió a avanzar hasta Crisópolis.

Mientras tanto el emperador, no satisfecho de las ejecuciones masivas en Bizancio, mandó emprender una expedición de castigo contra Rávena, en venganza por la actitud hostil que los ravenenses habían adoptado contra él a lo largo de su primer gobierno. La ciudad tuvo que soportar un salvaje saqueo, sus ciudadanos más distinguidos fueron encadenados y llevados a Constantinopla para ser ejecutados allí, mientras que a su obispo le fueron sacados los ojos. Pero el conflicto con Roma referente a las decisiones del Quinisexto fue resuelto de manera pacífica: a finales del año 710, el Papa Constantino I, invitado por el emperador, se trasladó a Constantinopla donde fue recibido con los máximos honores.

Aun viendo cómo en Rávena estallaba una rebelión a finales de 710 y principios de 711 pese a la expedición de castigo de 709, Justiniano envió una expedición similar contra Querson, el lugar de su exilio de antaño. Allí el ajuste de cuentas fue todavía más cruel que en Rávena, pero le costó la cabeza a Justiniano. La revuelta cundió primero entre la población de Querson, luego también entre el ejército y la flota imperiales, cuyos jefes tenían que soportar la venganza del receloso soberano cada vez que ocurría algún fracaso. La rebelión estaba apoyada por los jázaros que, entretanto, habían extendido su dominio a la Península de Crimea. El armenio Bardanes fue proclamado emperador, y cuando llegó a Constantinopla con un destacamento de la flota, la ciudad le abrió sus puertas. No quedaba nadie que defendiera a Justiniano. El emperador derrocado encontró la muerte a mano de uno de sus oficiales. Su cabeza fue enviada a Roma y a Rávena donde fue exhibida. También fue asesinado su pequeño hijo y sucesor Tiberio. Así fue cómo la gloriosa dinastía de Heraclio se hundió en sangre y terror.

Había sido la primera dinastía, en el sentido propio de la palabra, una dinastía cuyos representantes gobernaron el Imperio a lo largo de cinco generaciones, un siglo entero. Una galería de hombres, en los que se apareja una auténtica grandeza política con una particular hipertensión enfermiza, desfila ante nosotros cuando contemplamos la historia de esta genial estirpe: el gran Heraclio que renueva el Imperio, que encabeza su ejército en la Guerra Santa celebrando victorias legendarias sobre el poderoso Imperio Persa, pero que a continuación, agotado y exhausto, contempla pasivamente el avance de los árabes y acaba su vida en una profunda turbación mental; Constante II, hijo de un tísico sin energía que sube al trono imperial siendo un niño sumergido en recuerdos de conflictos familiares sangrientos, que resulta ser un cabezota impetuoso y que es víctima de una idea grandiosa pero irreal; Constantino IV, el vencedor heroico de los árabes que, después de su bisabuelo, merece más que nadie el título de Salvador del Imperio, un gran general y hombre de Estado, que muere a la temprana edad de 33 años; Justiniano II, un soberano excepcionalmente dotado, que contribuyó como ningún otro a la consolidación de la nueva organización estatal, pero que se fraguó un destino trágico y causó la caída de la dinastía por culpa de su despotismo irrefrenable, su impaciencia y su crueldad francamente morbosa.

 La época creadora de la dinastía heracliana tocó a su fin con el primer gobierno de Justiniano II. El espacio de tiempo transcurrido entre la toma del poder de Heraclio y la primera caída de Justiniano comprende la más dura lucha por la existencia jamás soportada por el Estado bizantino, y la mayor transformación interna vivida por él. Vencedor, sobre persas y avaros, Bizancio tuvo que ceder grandes y ricos territorios a los árabes. Sin embargo, pudo conservar sus provincias centrales al precio de duros combates, cerrando así a los musulmanes el camino a Europa y asegurándose a sí mismo la existencia como potencia de primer orden. La extensión del imperio se encuentra muy mermada, pero Bizancio, dentro de sus nuevos límites territoriales, se presenta consolidado y fortalecido en su interior. Profundas reformas internas y la afluencia de nuevas fuerzas desde el exterior inyectaron nueva vida al envejecido Estado bajo-romano. El Imperio recibió una administración militar rígida y homogénea así como una nueva organización del ejército que se basaba en las fuerzas de los stratiotas asentados en la tierra; surge un campesinado fuerte y libre que cultiva nuevas tierras y constituye, como contribuyente, el apoyo más seguro del Tesoro público. Sobre las bases creadas por el siglo VII descansa desde entonces el poder del Estado bizantino. Gracias a su renovación bajo la dinastía heracliana, Bizancio es capaz de mantener la lucha defensiva contra árabes y búlgaros para pasar finalmente a una ofensiva decisiva y victoriosa en Asia y en la Península Balcánica.

Tan rica como es esta época en luchas heroicas, tan pobres lo es en creatividad cultural. Porque con la muerte de la vieja clase aristocrática desaparece también la cultura representada por ella, y al esplendor y la riqueza de la literatura y el arte en la época de Justiniano sigue un período de esterilidad cultural a partir del siglo VII. Este hecho confiere a aquella época una apariencia sombría, ya que se apodera de Bizancio un embrutecimiento oriental de las costumbres. Las manifestaciones artísticas son escasa, la literatura profana y la ciencia enmudecen. La teología, estimulada por nuevas querellas doctrinales, lleva la voz cantante. La Iglesia adquiere un peso cada vez mayor. La vida bizantina recibe un matiz místico-ascético. Los mismos emperadores son místicos: Heraclio, el «Libertador de la Tierra Santa», Constantino, la «Antorcha de la Ortodoxia», Justiniano, el «Servidor de Cristo».

El Imperio Romano Universal pertenece ahora al pasado. Mientras en Occidente se configuran los reinos germánicos, Bizancio se convierte en un Imperio helénico medieval, por mucho que se aferre al concepto romano de Estado y a sus tradiciones. Cultura y lengua griegas, que en Oriente vencen por fin al romanismo artificial de la época de transición bizantino-temprana, imprimen a este Imperio un sello propio y señalan un nuevo rumbo a su evolución.

 

HISTORIA DEL ESTADO BIZANTINO . CAPITULO III . LA ERA DE LA CRISIS ICONOCLASTA (711-843)

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