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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

 

  CAPÍTULO IX

JAIME II EL JUSTO EN ARAGON.

De 1291 a 1327.

     

Tan luego como don Jaime II vino de Sicilia y se coronó como rey de Aragón en Zaragoza, procuró arreglar las largas diferencias que su hermano había tenido con Sancho el Bravo de Castilla, viéndose los dos monarcas en Monteagudo y Soria, de que resultó aquel tratado de paz en que se ajustó el matrimonio del de Aragón con la infanta Isabel de Castilla, y el auxilio naval que ofreció al castellano para la guerra contra el rey de Marruecos y sitio de Tarifa: tratado que se ratificó después en Calatayud en medio de grandes fiestas y regocijos, pero del cual quedaron muy disgustados los aragoneses, considerándole desventajoso para su reino.

Pero la fuerza, la energía, la vitalidad de Aragón tenían que emplearse fuera de la península española, ya por la puerta que el testamento del tercer Alfonso dejaba abierta para nuevas complicaciones con los estados del Mediodía de Europa, ya porque reteniendo Jaime II para sí la corona de Sicilia contra lo ordenado en el testamento de su hermano y contra lo estipulado en Tarascón, quedaba expuesto a las consecuencias del enojo y mala voluntad de todos los príncipes comprendidos en aquel asiento. Así la guerra que había estado suspensa algún tiempo se renovó en Calabria, donde por fortuna suya los aragoneses, mandados por el valeroso don Blasco de Alagón, y los sicilianos conducidos por el terrible almirante Roger de Lauria, ganaron dos señalados triunfos sobre los franceses, aprisionando el primero al general enemigo, y volviendo el segundo a Mesina con su flota victoriosa y cargada de despojos y de naves apresadas. Era ya no obstante tan general y tan  vehemente el deseo  de paz y tan  reconocida su necesidad  por todos,  que nuevamente se entablaron negociaciones para ver de llegar a un arreglo definitivo, por el cual suspiraba ya todo el mundo cristiano. Repitiéronse, pues, las embajadas, las proposiciones, las entrevistas de soberanos, en que intervinieron, o personalmente o por representación, el papa, los reyes de Nápoles, de Francia, de Aragón y de Castilla, y todos los demás príncipes cuya suerte se hallaba comprometida y pendiente del resultado de estos conciertos. Los puntos capitales de mayor dificultad para la concordia eran, por parte del rey de Aragón, la devolución de la Sicilia a la iglesia, a lo cual se oponían enérgicamente los Sicilianos y el infante don Fadrique, por parte de Carlos de Valois la renuncia  de  la  investidura  del  reino  de  Aragón;  a  éstas  estaban  subordinadas  otras  muchas cuestiones de no escaso interés e importancia, teniendo que atender al propio tiempo el rey de Aragón a los asuntos del vecino reino de Castilla, de los cuales y de los tratos y vistas que tuvo con Sancho IV y de la suerte que entonces corrieron los hijos del príncipe de Salerno y los del infante don Fernando de la Cerda que el de Aragón tenía en su poder, dimos cuenta en el reinado de Sancho el Bravo de Castilla.

No era pequeño obstáculo para el arreglo de la paz, en unos tiempos en que el jefe de la iglesia por mil circunstancias generales y especiales era el alma de todas las negociaciones políticas, la larga vacante de la silla apostólica, pues desde la muerte del papa Nicolás IV en 1292, estuvo dos años sin proveerse por la profunda división que reinaba entre los cardenales, que casi siempre en cónclave no les era posible llegar a entenderse y concertarse sobre la elección de pontífice. Al fin, en julio de 1294, como por una especie de inspiración se convinieron todos y sorprendieron a la cristiandad con la elección de un anciano y virtuoso ermitaño que hacía una vida sencillísima y oscura en Tierra de Labor. Este santo y humilde siervo de Dios, que en su consagración (29 de agosto) tomó el nombre de Celestino V, con el deseo sincero de ver restablecida la paz envió inmediatamente al rey de Aragón dos legados, para que en unión con los embajadores de Francia que aquí estaban, viesen de concluir la apetecida concordia. Mas convencido luego aquel piadoso varón de que no era a propósito para tan alta dignidad y tan difícil cargo en circunstancias tales, resignó antes de cuatro meses el pontificado en la ciudad de Nápoles despojándole de las insignias pontificias (diciembre, 1294), y dejando a sus sucesores, como dice Bernardo Guido en su Historia, «un ejemplo nuevo de humildad y de abnegación, que todos habían de aplaudir y muy pocos habían de imitar»

Fue entonces elevado a la silla de San Pedro un personaje, que por su carácter y antecedentes era el reverso de su antecesor: hábil, sagaz, activo, versado ya en los negocios del siglo y de la política, y en quien parecía verse resucitar los días de los Gregorios séptimos y de los Inocencios terceros: tal era el cardenal Cayetani, a quien se dio el nombre pontifical de Bonifacio VIII. Uno de sus primeros actos fue recluir en una prisión a su antecesor, so pretexto de prevenir un cisma en la iglesia, si acaso se arrepentía de su abdicación, o había quien con dañado intento quisiera otra vez proclamarle. Había tenido gran parte en la elevación de Bonifacio VIII la influencia de Carlos II de Nápoles. Las gestiones del nuevo pontífice en favor de la paz hallaron ya los ánimos de los príncipes harto preparados a un acomodamiento, y puede decirse que no faltaba ya sino dar sanción a las negociaciones. La muerte de Sancho IV de Castilla, ocurrida en 1295, no las interrumpió. Cruzáronse embajadas en todas direcciones, y congregáronse al fin representantes de los diferentes soberanos en Anagni, ciudad de los estados pontificios, donde se hallaban el papa y el rey Carlos de Nápoles.

Ajustóse finalmente en Anagni la deseada paz general bajo las condiciones siguientes: Jaime II de Aragón había de casar con Blanca, hija de Carlos II. de Nápoles, dándole en dote cien mil marcos de plata: el santo padre anulaba y disolvía por causa de parentesco el matrimonio antes concertado de Jaime de Aragón con la infanta Isabel de Castilla: el rey de Aragón restituía a la iglesia el reino de Sicilia e islas adyacentes, salvos los derechos de Carlos de Nápoles: lo mismo se estipuló respecto a la Calabria, y a todas las posesiones de este lado del Faro: el rey de Francia y su hermano Carlos habían de renunciar el reino de Aragón en poder de la iglesia, para que ésta le restituyese a don Jaime, el cual le había de poseer de la misma manera que le había tenido su padre el  rey  don  Pedro  antes  que  la  Santa  Sede  le  diera  al  de  Valois:  este  último  recibiría  en indemnización el condado de Anjou que le cedía Carlos de Nápoles: el papa alzaría y revocaría las sentencias de excomunión y entredicho que pesaban sobre don Jaime de Aragón y su hermano don Fadrique, y sobre los reinos y habitantes de Aragón y de Sicilia: el aragonés restituiría a Carlos de Nápoles sus hijos y todos los demás rehenes que tenía en su poder: un nuncio especial sería enviado a Sicilia para absolver al reino y a todos los que estaban ligados con censuras eclesiásticas y reconciliarlos con la iglesia: habría buena y firme paz y amistad entre el rey de Aragón y el de Francia, y Carlos su hermano, por sí y sus descendientes y valedores: se revocaban y anulaban todos los compromisos y obligaciones anteriores a este convenio. Añadieron y protestaron los aragoneses que si algunos ricos-hombres o caballeros de sus reinos iban a ayudar o servir a los enemigos del rey de Francia, no se pudiese hacer por ello un cargo  al rey de Aragón, porque era fuero y costumbre general de España que los soberanos no pudiesen prohibir a los ricos-hombres y caballeros que se salieran del reino e ir a servir a quien quisiesen. El papa tomaba a su cargo el tratar con el rey de Aragón el negocio de la restitución que había de hacer al de Mallorca, su tío, de las islas, lugares y castillos que le había tomado durante la guerra, quedando los dos en la posesión respectiva de sus reinos, en los términos señalados por el testamento del rey don Pedro (junio, 1295).

Estas fueron las condiciones públicas de la célebre paz de Anagni, a las cuales se añadieron dos artículos secretos: por el primero renunciaba el rey de Aragón su derecho al reino de Sicilia, a cambio de las islas de Córcega y Cerdeña de que le hacía donación el papa: por el segundo ofrecía el aragonés al rey de Francia cuarenta galeras armadas con su almirante y sus capitanes bien en orden para la guerra que tenía con el de Inglaterra sobre el ducado de Gascuña. Concluida la paz, don Jaime de Aragón convocó cortes en Barcelona para que la confirmasen, como así se realizó, si bien, entendido por algunos lo de los artículos secretos, murmuraron y llevaron a mal que el rey hubiese renunciado a la posesión cierta de Sicilia por la promesa de las islas de Córcega y Cerdeña, más fácil de ofrecer que de cumplir, y que habría que conquistar con las armas.

Restaba la dificultad de ejecución por lo concerniente a la sumisión de Sicilia, que era la cláusula más delicada del tratado. El papa Bonifacio con deseo de arreglarlo todo amistosamente, logró reducir a don Fadrique de Aragón, gobernador de aquel reino, a que tuviese con él una entrevista, que se verificó en el campo a cuatro millas de Velletri, yendo el infante acompañado de Juan de Prócida y del almirante Roger de Lauria. Luego que se vieron, «¿Sois vos, le preguntó el papa al almirante, el enemigo tan terrible y el adversario tan formidable de la iglesia, y por quien tanta  gente  ha  perdido  la  vida?—Padre  Santo,  le  contestó  el  almirante  sin  turbarse,  los responsables de estos males sois vos y vuestros predecesores.» Habló después a todos el pontífice con mucha templanza sobre la conducta de los sicilianos, sobre el convenio de Anagni, y sobre lo dispuesto que estaba a tratarlos con clemencia; pero don Fadrique se volvió a Sicilia sin que en aquella entrevista quedara nada decidido. A los representantes que allí dejó les propuso el papa que si don Fadrique renunciaba a la corona de Sicilia, le casaría con Catalina, hija de Filipo y sobrina de Carlos de Nápoles y de Balduino, último emperador de Constantinopla, la cual se suponía ser sucesora legítima del imperio, prometiendo dar al infante para su conquista ciento y treinta mil onzas de oro en cuatro años. La proposición no obtuvo respuesta; y tan distantes estaban los sicilianos de ceder a las pretensiones de Roma, que dos religiosos franciscanos que el papa envió con letras en que los exhortaba a aceptar las condiciones de la paz universal, dieron gracias de haber podido libertarse del furor del pueblo. Seguidamente enviaron los de Sicilia nueva embajada a don Jaime de Aragón para protestar contra el tratado como afrentoso y perjudicial para ellos, y rogarle que no se cumpliese.

Llegaron estos embajadores a Cataluña casi al propio tiempo que Carlos de Nápoles y el legado pontificio cardenal de San Clemente, que con gran comitiva de caballeros traían a la princesa Blanca para celebrar su matrimonio con el rey don Jaime, en conformidad al tratado. Verificáronse las bodas en Villabeltrán (1.º de noviembre, 1295), y en esta ocasión declaró el rey explícitamente a los enviados sicilianos la cesión que de aquella isla había, hecho en Carlos su suegro, noticia que los turbó, dice el cronista aragonés, como una sentencia de muerte. Entonces ellos a su vez declararon ante toda la corte y a nombre del reino de Sicilia que se consideraban legítimamente libres y absueltos de cualquier juramento de homenaje y fidelidad que le hubiesen prestado, y que por el mismo hecho estaban en el caso de buscar y elegir rey y señor a su voluntad, según les conviniese:  protesta  que,  admitida  por  el  rey,  fue elevada  a  instrumento  público.  Uno  de  los embajadores, Cataldo Ruffo, orador elocuente y fogoso, en un discurso vehemente y apasionado que dirigió a los que presentes se hallaban, les dijo entre otras cosas: «Muchas veces hemos sabido y oído hablar de vasallos que han desamparado a su señor: recordad vosotros, barones, si oísteis jamás que un rey haya dejado así a sus más fieles vasallos en manos y poder de sus enemigos.» Al terminar aquella vigorosa arenga, que era una acusación terrible contra el rey don Jaime, los embajadores rasgaron sus vestiduras en señal de dolor, y regresaron a Sicilia, desembarcando en Palermo vestidos de luto y con la tristeza pintada en sus rostros.

Congregado inmediatamente el parlamento en Palermo, unánimemente fue aclamado don Fadrique de Aragón rey de Sicilia (15 de enero, 1296), y poco después se coronó con toda ceremonia (marzo, 1296) bajo el nombre de Fadrique o Federico III, siendo el almirante Roger de Lauria uno de los que más ardientemente abogaron por la justicia y la conveniencia de esta elección. Un enviado del papa quiso presentarse a los mesineses, ofreciéndoles, a nombre de su santidad, los fueros y libertades que quisieran, con tal que aceptaran el tratado de paz. El caballero Pedro de Ansalon salió a recibirle, y a la proposición del enviado pontificio contestó desnudando la espada: «Con ésta, y no con papeles e instrumentos se procurarán la paz los sicilianos, y os rogamos, si no queréis perecer, que salgáis cuanto antes de la isla.» Con toda esta arrogancia desafiaba el pequeño reino de Sicilia el poder de todos los grandes estados del Mediodía de Europa. Hacíase con esto inevitable ya la guerra. El papa anuló la elección de don Fadrique, y nombró a don Jaime de Aragón confalonier o confalonero de la iglesia, y generalísimo de todas las tropas de mar y tierra para la cruzada que había de servir de pretexto a una expedición contra Sicilia, y don Jaime por su parte llamó a todos los aragoneses y catalanes que se hallaban en aquel reino; pero apenas alguno le obedeció, y casi todos abrazaron la noble causa de los sicilianos.

Fue el mismo don Fadrique el primero a comenzar la guerra por la parte de Calabria, apoderándose de Esquilache, de Catanzaro y de otras ciudades y posesiones pertenecientes al rey de Nápoles: pero desacuerdos ocurridos entre don Fadrique de Sicilia y el almirante Roger de Lauria acabaron por separar a éste, lo mismo que a Juan de Prócida, de la causa siciliana que tan esforzadamente habían sostenido, acabando por pasar al servicio de la iglesia y del rey de Aragón los mismos que habían promovido y fomentado por tantos años la independencia de Sicilia. La misma reina doña Constanza con la infanta doña Violante se fueron a Roma, donde concurriendo por llamamiento del pontífice el rey don Jaime de Aragón después de la guerra de Murcia, se estrecharon las relaciones y lazos entre la casa de Aragón y la de Nápoles, de tan largo tiempo enemigas, con el casamiento de la infanta doña Violante con Roberto, duque de Calabria, hijo de Carlos II de Nápoles, y heredero de los reinos de Jerusalén, de Nápoles y de Sicilia (1297). Allí dio también el papa Bonifacio a don Jaime II de Aragón la investidura de las islas de Córcega y Cerdeña, con arreglo a la estipulación secreta de Anagni, en feudo de la iglesia, a la cual había de dar dos mil marcos de plata, cien hombres de armas y quinientos infantes, obligándose además a obrar como enemigo contra los que lo fuesen de la Santa Sede. De este modo el rey de Aragón, después de tan largas y terribles luchas de sus predecesores con Roma, se ligaba ahora con la silla pontificia y se comprometía a guerrear por ella contra su propio hermano. Con esto regresó a Cataluña a preparar una expedición contra Italia, sin que a don Fadrique le sirviera ni recordarle sus deberes fraternales ni hacerle ver el derecho con que poseía la corona de Sicilia: a todo contestaba don Jaime con las obligaciones que había adquirido para con la corte de Roma.

Cosa bien extraña debió parecer ver arribar a las costas de Italia en agosto de 1 298 una escuadra de ochenta galeras aragonesas mandadas por el rey don Jaime II. (que acababa de restituir las Baleares a su tío don Jaime de Mallorca en los términos prescritos en la paz de Anagni), desembarcar aquel monarca en Ostia, pasar a Roma a recibir de manos del papa el estandarte de la iglesia, dirigirse a Nápoles a verse con el rey Carlos, tomar en su compañía a Roberto, duque de Calabria, y en unión con la flota del almirante Lauria, a la cabeza de naves y tropas francesas, provenzales, italianas, aragonesas y catalanas, ir a privar a su propio hermano de aquel mismo reino de Sicilia que obtuvo su padre, que gobernó él, y en que los sicilianos se empeñaban en sostener a don Fadrique. Apoderóse el rey de Aragón de varios lugares fuertes de Calabria, y trasponiendo el Faro, fue a poner sitio a Siracusa. No desalentaron por eso ni don Fadrique ni los sicilianos; antes en varios reencuentros que tuvieron con los confederados de Aragón y de Nápoles, la victoria se declaró por los de don Fadrique: los mesineses apresaron una flotilla de diez y seis galeras que capitaneaba Juan de Lauria, pariente del almirante Roger, cogiéndole a él prisionero: los generales de don Fadrique que más se distinguieron en esta guerra fueron el aragonés don Blasco de Alagón y el catalán Conrado Lanza, ambos valerosos y esforzados capitanes. Siracusa, defendida vigorosamente por el caballero don Juan de Claramonte, resistió denodadamente los ataques de la escuadra combinada por más de cuatro meses, hasta que don Jaime de Aragón, intimidado con la pérdida de la escuadrilla de Juan de Lauria, y consternado con la horrible baja de diez y ocho mil hombres que durante el Invierno había sufrido su ejército, determinó alzar el cerco, y se retiró con no poca mengua a Nápoles para volver de allí a Cataluña (1299), huyendo de la armada de don Fadrique, su hermano: el prisionero Juan de Lauria fue condenado a muerte, juntamente con Jaime de la Rosa, cogido con él, y ambos fueron decapitados en la plaza de Mesina.

No acabó con esto la guerra siciliana. Empeñado don Jaime de Aragón en restituir a la iglesia aquel reino, aparejó una nueva flota y tomó otra vez el derrotero de Sicilia, llegando con sus galeras al cabo de Orlando. Acompañábale el bravo almirante Roger de Lauria. Don Fadrique, que durante la ausencia de su hermano había recobrado todas las plazas que éste le tomó en su primera expedición, no vaciló en ir a buscar la armada aragonesa. El almirante Lauria había hecho amarrar fuertemente las galeras unas a otras, todas con las proas hacia el mar, formando una especie de fortaleza marítima. Don Fadrique ordenó las suyas en dos alas, colocándose él con su capitana en medio. Preparábase, pues, una terrible batalla entre dos monarcas hermanos, que ambos mandaban guerreros sicilianos, catalanes y aragoneses, dispuestos a pelear encarnizadamente contra otros aragoneses,  catalanes  y  sicilianos.  Iguales  banderas  flotaban  en  ambas  escuadras,  y  sólo  se distinguía la de Aragón por los estandartes de la iglesia y las flores del lis del rey Carlos que en ella se descubrían. Mandó el de Lauria destrabar sus naves, y poniéndolas en el mismo orden de batalla que las de don Fadrique, también colocó en medio la capitana, en que iba el rey de Aragón, con el duque de Calabria y el príncipe de Tarento sus cuñados. Trabóse la batalla con igual furia por ambas partes. Herido el rey de Aragón de dardo en un pie, hallándose en la cubierta de su nave, siguió peleando animosamente sin darse por sentido para no desalentar a los suyos. Don Fadrique, viendo en derrota algunas de sus galeras, llamó a don Blasco de Alagón para excitarle a morir juntos peleando, antes que presenciar el triunfo del enemigo; más hallándose en el punto del mayor riesgo, la fatiga y el ardor del sol le hicieron perder el sentido, y cayó desmayado. Era el 4 de julio de 1299. Por último, el valeroso Hugo de Ampurias logró salvar a don Fadrique, sacando del combate su galera con algunas otras, con las cuales se retiró a Mesina, tristes reliquias de la vencida escuadra, quedando las más en poder del rey de Aragón. Fue esta una de las más terribles y sangrientas batallas navales que cuentan las historias de aquellos siglos. El almirante Roger de Lauria usó con crueldad de la victoria, y vengó con creces el suplicio de su sobrino Juan en Mesina, haciendo degollar a muchos nobles y principales mesineses que se le habían rendido.

Don Jaime de Aragón, a quien sin duda asaltó el remordimiento de pelear contra su hermano, no sólo no persiguió las galeras fugitivas de don Fadrique, sino que pretextando que le llamaban a Cataluña arduos y graves negocios de su reino, dio la vuelta a España, recogiendo en Nápoles y trayendo consigo a las reinas doña Constanza su madre y doña Blanca su esposa; aborrecido de los sicilianos y murmurado de los franceses, de aquellos por el mal que les había hecho, de estos porque parecía abandonar y hacer traición a su causa. Por el contrario, don Fadrique, amado con delirio de los sicilianos, que sufrieron con resignación y sin perder el ánimo su infortunio, quedó en Mesina  exhortando  a  sus  súbditos  a  que  no  desconfiasen  por  aquella  adversidad,  y  tomando enérgicas disposiciones para la continuación de la guerra y la defensa de la isla.

Bien se necesitaba toda esta constancia y decisión por parte del rey y del pueblo, todo el amor que recíprocamente se tenían el pueblo y el rey, para defenderse sólo un pequeño reino contra tantos y tan poderosos enemigos. Mas no desmayaron los sicilianos y su rey, ni por el desastre del cabo Orlando, ni porque el almirante Roger y el duque de Calabria les fuesen tomando fortalezas y ciudades, ni porque la importante población de Catania se entregara a éstos por traición de su gobernador Virgilio Scordia, ni por que el príncipe de Tarento se presentara en Trápani con nuevo ejército y nueva escuadra. El rey don Fadrique acudió primeramente contra el de Tarento que le pareció el enemigo más débil, y ordenó sus gentes en el campo de Falconara. Empeñóse allí otro serio y formal combate. La primera acometida de los franceses fue impetuosa y desordenó la caballería siciliana: pero el rey don Fadrique, a costa de exponer su persona y de recibir dos heridas en el rostro y en un brazo, mudó enteramente el aspecto del combate, y sus almogávares hicieron grande estrago en los jinetes franceses y napolitanos. Un caballero de su hueste llamado Martín Pérez de Oros, hombre robusto y de hercúleas fuerzas, se acercó al príncipe de Tarento, y aunque éste le hirió con su estoque en el rostro, Martín Pérez le dio un golpe con su maza, y echándole seguidamente sus membrudos brazos, dio con él en tierra. Don Martín Pérez y don Blasco de Alagón querían matar al príncipe; pero el rey no lo permitió, y el príncipe de Tarento quedó prisionero de los sicilianos, como en otro tiempo su padre cuando era príncipe de Salerno, para ser más adelante objeto y prenda de negociaciones de paz. El triunfo de Falconara (1 de diciembre, 1299) hizo inclinar el éxito de la guerra en favor de don Fadrique y de los sicilianos.

Mostróse el papa muy sentido con el rey de Aragón porque hubiese abandonado la empresa de Sicilia después de la victoria del cabo Orlando, y en los principios del año 1300 (año en que el papa Bonifacio VIII concedió el jubileo general a toda la cristiandad) le escribió diciéndole que su honor estaba mancillado, y que para lavar la mancha que oscurecía su nombre, era necesario que mandase a los aragoneses y catalanes que servían a don Fadrique en Sicilia saliesen de aquel reino, y abandonasen aquella causa, y que en Cataluña y Aragón se reclutaran a toda prisa hombres y naves para proseguir aquella empresa, que preocupaba todo el pensamiento del papa. Contestóle don Jaime que había hecho ya más de lo que le incumbía, y que en el estado en que había dejado las cosas culpa sería del rey Carlos de Nápoles, de sus hijos los príncipes de Calabria y de Tarento, y del almirante Lamia si no habían completado la sumisión de Sicilia. Sin embargo, todavía desde Barcelona requirió a Hugo de Ampurias, a Blasco de Alagón, y a los principales españoles que servían al rey don Fadrique que dejasen aquella tierra y aquella bandera, y como ellos no pensasen en obedecerle procedió contra sus bienes y rentas de Aragón y Cataluña, mandando se diesen a sus deudos. Pero faltando a los príncipes de la casa de Francia el apoyo eficaz del de Aragón, no hicieron sino muy lánguidamente la guerra de Sicilia alternando los reveses y los triunfos sin resultado definitivo. El terrible don Blasco de Alagón venció a los franceses cerca de Gagliano haciendo prisionero al conde de Brienne; pero el gran almirante Roger de Lauria desbarató junto a Ponza la armada de don Fadrique, y apresó veinte y ocho galeras, si bien deshonró el triunfo con las crueldades que ejecutó, haciendo cortar las manos y sacar los ojos a los ballesteros genoveses de la capitana de Sicilia por el daño que habían hecho en su galera; horrible ejecución que había usado ya en otro tiempo con los franceses en las aguas de Cataluña. Animado con aquella victoria el duque de Calabria fue a poner sitio a Mesina, que redujo a la mayor extremidad; pero habiéndola socorrido con bastimentos el aventurero Roger de Flor, caballero templario que había sido, y que más adelante ganó la más alta celebridad, como la escuadra napolitana comenzase a sentir todavía mayor necesidad que los sitiados, abandonó el cerco de Mesina al comenzar el décimo cuarto siglo (1301).

Veamos ya cuál fue el término de esta larga, penosa y lamentable guerra. Había recibido el conde de Valois, hermano del rey de Francia, el título de vicario del imperio que le confirió el papa, y tomado a su cargo la empresa de reducir la Sicilia. El nuevo defensor de la iglesia se puso a la cabeza de un ejército costeado por el papa, e incorporáronsele el duque de Calabria, el almirante Lauria y multitud de caballeros napolitanos. La expedición en que más se confiaba fue la más desastrosa de todas. Declaróse una epidemia en la hueste del de Valois, y de cuatro mil hombres de armas que conducía, apenas quedaron con vida quinientos. Este acontecimiento y la convicción que adquirió de que nada bastaba a doblegar el ánimo de don Fadrique y de sus aragoneses y sicilianos, le movieron a procurar enérgicamente la paz, con plenos poderes que tenía del papa y del rey de Nápoles. Vino también en ello don Fadrique, y la paz se ajustó en los términos siguientes:

Don Fadrique sería rey de Sicilia, no comprendido lo de Pulla y Calabria, durante su vida, libre y absolutamente, sin reconocer feudo ni servicio personal ni real; o se intitularía rey de Trinacria, según quisiese: había de casar con Leonor, hija del rey Carlos de Nápoles: se canjearían los prisioneros de ambas partes: se daría libertad al príncipe de Tarento: se entregarían mutuamente las ciudades, villas y castillos de Sicilia y de Calabria que se hubiesen tomado: después de la muerte de don Fadrique el reino de Sicilia volvería al rey Carlos si viviese, o a sus herederos: el conde de Valois y el duque de Calabria procurarían que el papa y el colegio de cardenales, así como el rey Carlos, aceptaran y confirmaran estas condiciones: que el rey Carlos negociaría con el papa que diese a don Fadrique y a sus herederos la conquista y derecho del reino de Cerdeña, o del de Chipre, o si ninguno de estos se pudiese alcanzar, otro equivalente: que si dentro de tres años no obtuviese don Fadrique alguno de estos reinos, él y sus hijos después de su muerte retendrían toda la Sicilia de la forma y manera que él la había de tener por toda su vida.

Tales fueron las principales condiciones de la paz de 1302, que puso fin a la guerra que por espacio de veinte años había traído agitada y revuelta toda la Europa meridional, y ensangrentado las bellas provincias de Italia: paz que con razón se consideró hecha en ventaja de don Fadrique, y en que quedó Carlos de Valois con tan poca honra y crédito para con los italianos, que para expresar su poca habilidad y tino en las misiones que se le encomendaban, se decía (y se generalizó en toda Italia el dicho como un proverbio), que «en Toscana donde fue llamado a hacer paz dejó encendida la guerra, y en Sicilia donde fue a hacer la guerra dejó una vergonzosa paz.» Tampoco le quedó agradecido el papa, puesto que aquel poder ante el cual se habían humillado tantos imperios y tan grandes monarcas hubo de ceder por primera vez ante la constancia de un pequeño pueblo y de un pequeño rey, tantas veces anatematizados por la Santa Sede, y desamparados de todos los demás pueblos y de todos los demás príncipes. Nápoles y Francia se rebajaron también con aquella paz, y sólo ganaron los sicilianos y don Fadrique de Aragón.

Pertenece a este tiempo la famosa expedición que hizo una hueste de catalanes y aragoneses desde Sicilia a Grecia y Turquía, conducida por el célebre aventurero Roger de Flor, natural de Brindis, en el reino de Nápoles, y oriundo de Alemania. Hecha la paz de Sicilia, y mal hallados con el reposo los aragoneses y catalanes que se hallaban en aquel reino, como buscase entonces el emperador griego Andrónico quien le ayudara a defender su imperio amenazado por los turcos, y fuese uno de los más solicitados y halagados con grandes promesas el caballero Roger de Flor por la fama de insigne y valeroso guerrero que le dieran sus hazañas, preparóse una expedición de hasta cuatro mil infantes y quinientos jinetes aragoneses y catalanes, gente veterana y aguerrida, que al mando de Roger, y en una flota compuesta de treinta y ocho velas, embarcándose en Mesina arribaron a Constantinopla. Obtuvo Roger de Flor del emperador Andrónico las primeras dignidades del imperio, y casóle aquel con una sobrina suya. Pasó Roger con su pequeño ejército a la Anatolia, y los turcos comenzaron pronto a experimentar el vigor y el esfuerzo de los guerreros de Aragón y Cataluña y del valeroso capitán que los guiaba. En la Anatolia, en Frigia, en Filadelfia, en el monte Tauro, hizo la hueste española señaladísimas proezas, y ganó insignes victorias contra los turcos, tanto que no osaban ya estos medir sus armas con tan formidable gente. Turbaciones que sobrevinieron en el imperio movieron a Andrónico a llamar a Roger, que las sosegó. Y como hubiese acudido de Sicilia el valeroso catalán Berenguer de Entenza con trescientos caballos y mil almogávares, diole el emperador el título de Megaduque o gran capitán que tenía Roger, y a éste le confirió la alta dignidad de César, casi igual a la del mismo emperador, y que no había obtenido nadie cuatrocientos años hacía.

Fuéronse los dos jefes a invernar a Galipoli. Algunos desórdenes que con ocasión de las pagas cometieron  en  esta ciudad  de la Romelia los soldados,  dieron  pretexto  a los  griegos  romeos, pérfidos y cobardes, para indisponerlos con los pueblos y con la corte, donde ya se veía con envidia la preferencia que al emperador merecían los dos valerosos caudillos. Roger de Flor fue llamado con engaño por el hijo primogénito del emperador, Miguel Paleólogo, a Andrinópolis, donde en un convite que le dio en su propio palacio le hizo degollar traidoramente, junto con otros ciento y treinta caballeros y capitanes catalanes y aragoneses. La conjuración no paró en esto: un ejército combinado de turcos, griegos y alanos, fue a sorprender a los españoles de Galipoli, con orden de no dejar uno sólo con vida. Hízose fuerte en el arrabal don Berenguer de Entenza, que, muerto Roger de Flor, quedó de jefe de la hueste española, y dejando luego la gente de Galipoli a cargo de Bernardo de Rocafort, senescal del ejército, salió a retar al emperador Andrónico, que no tuvo valor para aceptar el desafío. Ansioso don Berenguer de Entenza de vengar el asesinato aleve de Roger, llevó la guerra hasta las puertas de Constantinopla, venció y deshizo una flota griega mandada por otro hijo del emperador llamado Calo Juan. Presentáronse al propio tiempo unas galeras genovesas, cuyo capitán, fingiendo querer ponerse de acuerdo con Berenguer, le llevó a su nave, donde durmió; y cuando estaban más confiados los españoles cargaron sobre ellos los genoveses y degollaron más de doscientos, llevándose consigo prisionero a don Berenguer a Génova.

Tales y tan infames traiciones, en vez de desalentar a la corta hueste de catalanes y aragoneses que con Bernardo de Rocafort quedaba aislada en Galipoli teniendo contra sí dos grandes imperios, el griego y el turco, lo que hicieron fue encenderlos en deseos de vengar tamañas infamias, y haciendo un estandarte con la imagen de San Pedro, y enarbolando la bandera de San Jorge con las armas reales de Aragón y de Sicilia, salieron tan impetuosa y desesperadamente contra los enemigos que los rodeaban, que, al decir de Muntaner, mataron hasta seis mil de a caballo y veinte mil de a pie. Otra igual y no menos maravillosa batalla ganaron después contra el mismo Miguel Paleólogo, hijo del emperador, haciéndose de tal manera imponentes que al sólo nombre de catalanes huían despavoridos los griegos, y más cuando apoderándose por sorpresa de la ciudad de Rodisco (Rodosdjig), no dejaron en ella hombre, mujer ni niño con vida, excediendo en su venganza a la crueldad que con ellos habían usado, tanto que quedó por refrán entre los griegos el dicho de «la venganza de catalanes te alcance.» Posesionáronse de varios lugares de la costa de Tracia y de Morea, y desde allí hacían atrevidas excursiones llevando tras sí el estrago y el exterminio. Uníanse muchos turcos y otros llamados turcoples a Rocafort y su hueste para pelear contra los griegos.

Habiendo recobrado Berenguer de Entenza su libertad por reclamación del monarca aragonés, pidió auxilio al papa y al rey de Francia para volver a Grecia, y no obteniéndole, pasó a Cataluña, vendió sus villas, equipó una nave, y con quinientos soldados que llevó en ella se volvió a Galipoli. Suscitáronse diferencias entre él y Rocafort, que orgulloso con sus triunfos se negó a reconocerle por jefe. Noticioso de esta división don Fadrique de Sicilia envió a su primo don Fernando, hijo del rey de Mallorca, a quien todos se mostraron dispuestos a obedecer. Pero en una confusión que hubo en la hueste camino y a las inmediaciones de Abdera, ciudad de Tracia, frontera de Macedonia, los soldados de Rocafort mataron al valeroso Berenguer de Entenza, digno de mejor suerte por su decisión y por su heroísmo. El infante don Fernando llegó con la expedición española a la isla de Negroponto, donde le hizo prisionero Teobaldo de Lipoys, que mandaba una escuadra francesa del conde de Valois, el cual pretendía pertenecer el imperio griego a su esposa Catalina, como nieta del emperador Balduino II. Don Fernando fue llevado a Nápoles, donde le tuvo preso el rey Carlos. Bernardo de Rocafort, considerando haber incurrido por su comportamiento en la desgracia de los reyes de Aragón, Mallorca y Sicilia, se pasó a la escuadra francesa, con el pensamiento de hacerse proclamar rey de Salónica. Pero cególe su ambición y su orgullo: quiso que le trataran ya como rey, mandó fabricar sello y corona real para su uso, y ofendió tanto con su arrogancia a los franceses, que se conjuraron contra él y le prendieron. Teobaldo de Lipoys le llevó en una galera a Nápoles a disposición del rey Roberto, que le encerró en un castillo, donde murió de hambre y de miseria.

Quedó, pues, sin jefe alguno allá en tan apartadas regiones la compañía de intrépidos aventureros, catalanes y aragoneses, que sin recibir sueldo ni paga de ningún príncipe, se habían hecho ricos con los despojos de tantas victorias ganadas. En aquellas circunstancias, hallándose a la parte del monte Rhodope deliberaron ponerse al servicio del conde Gualter de Breña, en quien acababa de recaer el ducado de Atenas. Salió, pues, la hueste de Casandra, acometió las principales ciudades de Macedonia, se apoderó de Salónica y estuvo a punto de enseñorear todo el reino macedónico. La falta de bastimentos los hizo abandonar aquella ciudad, y con resolución increíble se dirigieron a las montañas de Tesalia, fortificáronse entre los montes de Pelio, Ossa y Olimpo, tan célebres en la antigua historia griega, corrieron a las fértiles llanuras de Tesalia, y sólo a fuerza de dádivas logró el príncipe que gobernaba aquel reino persuadirles a que pasaran a las abundosas regiones de Achaya y de Beocia. Atravesó, pues, la compañía las Termópilas, llegó a la Morea, traspuso con gran trabajo las ásperas tierras de la Valaquia, y el duque de Atenas vio al fin entrar en su nuevo estado aquellos impertérritos aventureros. Con su ayuda recobró más de treinta lugares que le habían tomado sus enemigos, más luego que se vio poseedor pacífico y tranquilo de su estado, trató de deshacerse de aquella gente. En mal hora lo intentó, pues un ejército que reunió para expulsarlos y que capitaneaba contra ellos el mismo duque, fue deshecho por los invencibles aragoneses y catalanes; el duque murió en la refriega, y los españoles se apoderaron de Atenas y de todos sus castillos, haciéndose por último señores de todo el ducado, que se repartieron entre sí, nombrando por su capitán a Roger de Essauro. Pero no olvidándose de su origen, ofrecieron aquellos conquistadores el señorío del ducado a don Fadrique de Sicilia, pidiendole enviara alguno de sus hijos para que los gobernara en su nombre, como así se verificó. Al fin el ducado de Atenas y de Neopatria vino a unirse a la corona de Sicilia, y después recayó en la de Aragón. Tal fue el resultado de la famosa y memorable expedición de los catalanes y aragoneses a Grecia y Turquía, que duró más de doce años (de 1302 hasta fin de 1313), la más atrevida de aquellos tiempos, y tal que con dificultad osaría emprender gente de otra nación alguna, que nos recuerda  la  antigua  y  tan  ensalzada  de  los  diez  mil  que  nos  trasmitió  la  vigorosa  pluma  de Jenofonte, y que forma uno de los más admirables episodios de la historia de esos dos pueblos tan afamados por el valor y esfuerzo de sus naturales, el aragonés y el catalán.

El reino  aragonés había estado tranquilo  y sosegado en  lo interior, mientras  los ánimos estuvieron ocupados y distraídos con los negocios de fuera, y las querellas y disensiones antiguas parecía haber desaparecido en los primeros diez años del reinado de Jaime II. Así de regreso de su última expedición a Sicilia pudo entregarse desahogadamente al cuidado de reponer sus rentas y su tesoro, harto disminuido con los gastos de la guerras, y a fomentar el estudio y cultivo de las ciencias y las letras, descuidadas y desatendidas con el tráfago del continuo pelear, fundando la universidad de Lérida (1300), primer establecimiento de este género creado en el reino de Aragón, y que ha sido plantel de hombres ilustres hasta nuestros días. Mas aquella tranquilidad no tardó en ser turbada por una nueva liga de ricos-hombres, que se confederaron y juramentaron entre sí en forma de Unión (1301), so pretexto de reclamar ciertas cantidades que él rey les era en deber, y sin las cuales, decían, no podían hacer al monarca los servicios a que eran obligados: siendo lo notable que los principales promovedores de esta nueva confederación fueron los que tenían más parte en la casa y en el consejo del rey; su procurador y gobernador del reino, su mayordomo, el alférez mayor, su primo hermano don Sancho, y otros muy poderosos barones y caballeros. No contentos los de esta Unión con pedir y amenazar, comenzaron a hacer correrías y daños por los lugares y términos de Zaragoza. Resistíanles los jurados y vecinos de la ciudad. Obró el rey muy prudentemente convocando a cortes generales en Zaragoza, donde al propio tiempo que se jurara a su hijo primogénito don Jaime se viera si aquel ayuntamiento y unión de los ricos-hombres y sus demandas eran conformes o contrarias a las leyes y fueros del reino. Congregadas las cortes (29 de agosto, 1301), expuso el rey ante el Justicia que aquella Unión y aquel proceder de los ricos-hombres eran ilegales y opuestos a los usos, costumbres y ordenanzas del reino, y depresivos de su autoridad, por lo cual pedía se revocara la  Unión, reservándose pedir la aplicación de las penas en que hubiesen incurrrido. Alegaron ellos a su vez los ejemplos de otras Uniones semejantes que desde antiguos tiempos habían precedido a la suya, y protestaron contra el derecho de las cortes para conocer en esta clase de negocios. Esforzó el rey sus razones diciendo, que si las cortes de Aragón se celebraban, como era sabido, para enmendar los agravios que el rey y los súbditos pudieran hacerse, ningún asunto era más propio de sus atribuciones que aquel.

Oídas en juicio contradictorio las partes, así como el consejo de prelados, ricos-hombres, mesnaderos, caballeros, infanzones y procuradores de las villas y de otras personas sabias, falló el Justicia en favor del rey, anulando y revocando aquella Unión y sus actos, por ser contra fuero, condenando a sus autores a que estuviesen a merced del rey con todos sus bienes, si bien exceptuando las penas de muerte, mutilación, prisión y destierro perpetuo, que el monarca no podría imponerles. Apelaron  los  de la  Unión  de esta  sentencia  ante  el rey y  las  cortes,  pidiendo  se nombrase juez no sospechoso, pero el rey y el Justicia declararon no haber lugar a apelación de sentencia dada por el Justicia de Aragón con consejo y acuerdo de cortes generales. En su virtud los comprometidos fueron condenados por el rey a la pérdida de sus feudos y caballerías, y a destierro por más o menos años según la culpa de cada uno, con lo cual se despidieron del rey y se fueron a Castilla. Curioso proceso este, en que se ve a su vez a la autoridad real y a la poderosa aristocracia aragonesa, recíprocamente limitada una por otra, defender su causa como dos grandes litigantes ante el tribunal del Justicia y de las cortes, someterse a su sentencia y rendir homenaje a las leyes del reino: ejemplo grande de la sensatez de este pueblo, y de la solidez que en época tan apartada habían adquirido ya las libertades de Aragón.

Acaeció por este tiempo la famosa querella entre el papa Bonifacio VIII y el rey Felipe el Hermoso de Francia, que escandalizó y consternó la cristiandad, y que ejerció su influencia en los asuntos de España. La erección de un nuevo obispado en Francia hecha por el pontífice, y la prisión del obispo ejecutada por el rey, fueron, si no la causa, la ocasión de estallar la animosidad que por motivos anteriores abrigaban contra el papa el rey de Francia y los Colonnas de Italia. La bula pontificia para la erección del obispado de Pamiers fue interpretada y adulterada por el guarda-sellos Pedro Flotte, que representaba en ella al pontífice como aspirando a someter a la iglesia al poder temporal de los monarcas franceses: se excitaron las pasiones populares, y el rey Felipe congregó un sínodo en París para resistir a la iglesia, y se declaró en él que la elección del papa Bonifacio había sido anticanónica. El papa por su parte excomulgó al rey de Francia y a los Colonnas sus aliados, y despojó de la púrpura a dos cardenales de la familia. Un profesor de derecho en Tolosa, Guillermo Nogaret, agente del rey Felipe, tuvo el atrevimiento de fijar en Roma un cartel proclamando que Bonifacio no era legítimo pontífice. Todavía más osados los Colonnas, uno de ellos, Sciarra Colonna, al frente de trescientos hombres armados, penetró un día al amanecer en el palacio que el papa habitaba en Anagni, gritando: ¡Viva el rey de Francia! ¡Muera el papa Bonifacio! El anciano pontífice (que contaba 86 años) se vistió la capa de San Pedro, y con la corona de Constantino en la cabeza, las llaves y la cruz en la mano, esperó a los conjurados sentado en la cátedra pontifical. Guillermo Nogaret le dirigió insultos groseros; los soldados saquearon el palacio, y Sciarra Colonna puso guardia al papa como a un prisionero. Todos los cardenales le abandonaron menos el de España y el de Ostia (septiembre, 1303). A los tres días los habitantes de Anagni, compadecidos de la deplorable situación del papa, tomaron las armas y arrojaron de la ciudad los conjurados. El pontífice se volvió a Roma, donde murió al poco tiempo (15 de octubre) de una fiebre violenta y frenética.

Sucedióle Nicolás de Trevisa con el nombre de Benito XI, hombre recto y firme, que luego que vio un poco afianzado el poder papal, excomulgó a los conjurados de Anagni. Poco tiempo medió entre la bula y su muerte (7 de julio, 1304). Dícese que murió envenenado, y no hay necesidad de expresar sobre quién recaerían las sospechas del crimen. Un año hizo el rey de Francia estar vacante la silla pontificia, logrando al fin que fuese elegido el arzobispo de Burdeos (5 de junio, 1305), que se denominó Clemente V, persona de toda su devoción y confianza, a quien antes de su nombramiento había impuesto el monarca francés condiciones humillantes y desdorosas a la dignidad pontifical; «pero tanto puede el deseo de mandar», como dice el P. Juan de Mariana al referir este hecho. En la ceremonia solemne de su coronación, que se verificó en Lyon el 11 de noviembre, ocurrió un incidente que hizo augurar siniestramente de este pontificado. Un viejo murallón de pared se desplomó al tiempo que pasaba la procesión, causando la muerte del duque de Bretaña y de otros muchos que sucumbieron, ya aplastados por la pared, ya ahogados por la aturdida muchedumbre. El rey de Francia estuvo en gran peligro. El caballo en que iba el papa se espantó,  y  cayósele  al  pontífice  la  tiara,  perdiéndose  un  diamante  de  gran  valor  de  los  que constituían su adorno. «Con estos principios se conformó lo demás, dice Mariana: todo andaba puesto  en  venta,  así  lo  honesto  como  lo  que  no  lo  era.»  Clemente  V  residió  en Avignon supeditado al monarca francés; creáronse doce cardenales a gusto de Felipe el Hermoso, el cual no tardó en pedir al nuevo papa que condenara la memoria de Bonifacio VIII, que era una de las condiciones que para su elección le había impuesto: pero Clemente respondió que tan grave negocio exigía ser examinado y juzgado en concilio general, lo cual produjo la celebración del de Vienna (en Francia), de que hablaremos después. Tal fue el principio de la traslación de la Santa Sede de Roma a Avignon, de que la cristiandad auguró grandes males, y que constituyó a los papas por muchos años en una especie de cautiverio de los monarcas franceses.

Interesado Felipe el Hermoso durante estas lamentables cuestiones en buscar aliados contra Bonifacio  VIII,  pretendió  con  empeño  comprometer  también  al  rey  don  Jaime  de  Aragón. Pasáronse para esto diferentes embajadas, más fijándose el aragonés en el respeto que había jurado al jefe de la iglesia, a quien además debía la investidura del reino de Cerdeña, hízole responder definitivamente que cuando el papa y el rey de Francia se concertasen, entonces sólo podría ser su aliado. Uno de los últimos actos del papa Bonifacio (1303) había sido enviar un legado a Córcega y a Cerdeña para persuadir a los prelados y barones de aquellas islas que reconociesen y obedeciesen como rey a don Jaime de Aragón; y Carlos de Nápoles que odiaba los pisanos, alma del partido gibelino, le excitaba a que cuanto antes emprendiese la conquista de aquellas islas, objeto de rivalidad para las dos grandes repúblicas mercantiles, Pisa y Génova, ofreciéndole su apoyo y el de todos los güelfos de Italia. Pero el rey don Jaime, que rehusaba romper con los gibelinos, a quienes la casa de Aragón había defendido siempre, y que se hallaba entonces en guerra con Castilla por lo de  Murcia561,  difirió  prudentemente  aquella  conquista  hasta  que  las  diferencias  con  Castilla terminasen, sin dejar por eso de dar las gracias al de Nápoles por sus ofrecimientos. Esto no obstante, cuando fue elevado a la silla de San Pedro Benito XI (1304), le envió sus embajadores para que hiciesen el reconocimiento del feudo con que su antecesor le había concedido el dominio de aquellas islas, y el papa le otorgó la décima de sus reinos por tres años sin condición alguna. Este mismo homenaje repitió después al papa Clemente V (1306).

Arregláronse en esto los pleitos y terminaron las guerras entre Jaime II de Aragón y Fernando IV de Castilla por el tratado y sentencia arbitral de Campillo en los términos de que dimos cuenta en el reinado del cuarto Fernando de Castilla. Con respecto a Navarra, había pretendido diferentes veces el monarca aragonés casar su hija María con el hijo segundo de Felipe el Hermoso de Francia, y que éste le diese por herencia y patrimonio aquel reino. Mas habiendo muerto doña Juana, reina de Francia y de Navarra, a petición de los navarros mismos les fue dado por rey el hijo primogénito de Felipe llamado Luis el Hutin  el cual se presentó en 1307 a jurar los fueros y confirmar los privilegios del reino. El nuevo monarca navarro llevóse consigo a Francia al alférez mayor y rico hombre Fortuño Almoravid, por el crimen de haber querido defender la independencia de su país, y allá murió en una prisión después de una larga cautividad. Lo que por este tiempo preocupaba principalmente al rey de Aragón era el proyecto de expedición a Córcega y Cerdeña, para lo cual contraía alianzas con los genoveses contra los pisanos, le ofrecía su ayuda su hermano don Fadrique de Sicilia, le animaba el rey Carlos de Nápoles, entablaba y sostenía repetidas negociaciones con las señorías de Florencia y Luca y con otras ciudades güelfas de Italia, pero el papa Clemente V. le requería que sobreseyese en aquella conquista hasta que él otra cosa ordenase, y le detuvieron también las escisiones que de nuevo estallaron entre los reyes de Nápoles y de Sicilia.

Acordóse entonces de lo que parecía olvidado ya de los príncipes españoles, debiendo ser objeto preferente de su atención, y más digno que las guerras de hermanos contra hermanos y que las conquistas de países a que no tenían derecho, y en que habían de consumir tesoros y hombres, a saber, la guerra contra los naturales enemigos de España, los moros. Y como aliado ya del rey de Castilla  desde  la  paz  de  Campillo,  concertaron  los  dos  sitios  simultáneos  de Algeciras  y  de Almería, de los cuales el castellano sacó por lo menos la ocupación de Gibraltar, el aragonés recogió por todo fruto el rescate de los cautivos cristianos y el matrimonio de su hija María con el infante  don  Pedro  de  Castilla  (1310).  Uno  y  otro  monarca,  atentos  al  propio  tiempo  a  otros negocios, hicieron la buena obra da evitar un escándalo a la iglesia, rogando unánimemente al papa Clemente V, y consiguiendo que sobreyese en el proceso que a instancia del rey de Francia formaba contra la memoria y fama de su predecesor Bonifacio VIII., acusado por aquel monarca de ateísmo y  de  simonía,  y  aún  así  se  había  hecho  ya  demasiado  para  que  dejara  de  escandalizarse  la cristiandad. Habiendo vuelto don Jaime a Barcelona, y con ocasión de la muerte de su tío el rey de Mallorca, recibió allí a su primo don Sancho, heredero de aquel reino, que había venido (1311) a prestarle homenaje como a señor feudal de los estados de Mallorca, Rosellón, Cerdaña y Conflent, según que don Pedro el Grande de Aragón su padre lo había dejado establecido. La viudez en que a este tiempo había quedado don Jaime por muerte de la reina doña Blanca de Nápoles, de quien había tenido diez hijos, movió al rey Enrique de Chipre, que deseaba emparentar con la casa de Aragón, a ofrecerle la mano de una de sus hermanas, que el aragonés aceptó, siendo elegida María de Lusignan, heredera de aquel reino y celebrada por su discreción y hermosura, con la cual se realizó el matrimonio.

Las extensas relaciones que la casa real de Aragón tenía en este tiempo con casi todos los estados de Europa, hacen de tal manera complicados los sucesos de esta época (ninguno indiferente a la historia de España), que es sobremanera difícil reseñarlos, siquiera sea ligeramente, sin temor de confundir al lector y confundirse el historiador a sí mismo. La muerte de Fernando IV de Castilla en 1312; la de Carlos II de Nápoles, y el rompimiento entre su sucesor Roberto y don Fadrique de Sicilia, en que el rey de Aragón intervino activamente procurando reconciliarlos y avenirlos; el concilio de Viena en Francia que se celebraba entonces para la extinción de los templarios, al cual envió el aragonés sus embajadores, y las pretensiones que entabló para el empleo en su reino de las rentas y bienes de aquella suprimida milicia; las muertes casi simultáneas de los dos grandes enemigos de los templarios, el papa Clemente V. y el rey Felipe IV el Hermoso de Francia (1314); el proyecto nunca abandonado de la conquista de Córcega y Cerdeña; algunas guerras civiles en Cataluña, estos y otros negocios ocupaban a Jaime II. de Aragón, y aún nos falta referir el que en este tiempo le dio más amarguras y disgustos.

Su hijo primogénito don Jaime, luego que salió de su menor edad, había jurado en las cortes de Zaragoza guardar los fueros, usos y costumbres de Aragón para cuando sucediese a su padre. Mas sus desarreglos, injusticias y violencias como gobernador general que fue del reino, le concitaron el aborrecimiento de los gobernados. Esperaba su padre que el tiempo y la variación de estado, ya que las amonestadores no alcanzaban, le harían entrar en el camino de la razón y de la justicia, y trató de que se realizara su enlace con la infanta doña Leonor de Castilla, con quien se hallaba desposado y se criaba en la corte de Aragón. Sorprendido se quedó el rey al oír a su hijo que quería renunciar al mundo y entrar en religión, y más cuando añadía en ásperos y descorteses términos que esto no lo hacía por devoción ni por piedad, sino por otros motivos que para ello tenía. Si el padre le hacía presente el perjuicio que experimentaría el reino con perder las villas y plazas fuertes que se habían consignado en dote a la infanta, replicaba el hijo descomedidamente que eso le daba que las plazas del reino las tuvieran aragoneses o las tuvieran castellanos, y que estaba resuelto a renunciar la corona, aún cuando en ello fuera envuelta la infamia de su nombre. Al fin pudo reducírsele a que hiciera por lo menos la ceremonia del sacramento, siquiera no le consumase, para no perder las arras de la esposa con arreglo a la jurisprudencia de aquel tiempo. Mas apenas bajó  del  altar  a  que  casi  por  fuerza  había  sido  arrastrado,  dejó  bruscamente  a  su  esposa  y desapareció. Al fin en las cortes de Tarragona hizo renuncia de sus derechos en favor de su hermano Alfonso, y tomó el hábito del hospital de San Juan de Jerusalén (1319), en cuya profesión justificó demasiado que no eran motivos de religión los que le habían impulsado a vestirle, puesto que le manchó con inmundos desórdenes hasta el fin de sus días, dejando al reino la satisfacción de verse libre de quien de la misma manera hubiera mancillado la corona564. El infante don Alfonso fue reconocido y jurado heredero del reino en las cortes de Zaragoza de 1321.

Llegó al fin el caso de emprender seriamente la ocupación tanto tiempo aplazada y diferida de Córcega y Cerdeña; y aunque no había podido don Jaime reconciliar a su hermano don Fadrique de Sicilia con el obstinado y tenaz Roberto de Nápoles, ni aún apelando a la mediación de la Santa Sede, no desanimó el aragonés por la falta del auxilio que su hermano le hubiera dado a no estar él en  guerra.  En  cambio  Sancho  de  Mallorca,  su  primo,  le  ofreció  veinte  galeras  costeadas  y mantenidas por cuatro meses, y en las cortes de Gerona de 1322 obtuvo de los catalanes los subsidios necesarios para equipar una flota. Empleando la política al propio tiempo que los aprestos de la guerra, ganó a su partido al juez de Arborea, a los poderosos genoveses Doria y Malaspina, y a los principales feudatarios de las islas, y encomendando la dirección y mando de la empresa a su hijo don Alfonso, la escuadra estuvo pronta a darse a la vela en la primavera siguiente (abril 1323). Impuso a todos los príncipes de Italia tan formidable aparato, porque «el mundo temblaba, dice el hiperbólico Muntaner, cada vez que el águila de Aragón se preparaba a alzar su vuelo.» Los pisanos rogaron al papa que viese de conjurar la tormenta que los amenazaba, y el pontífice intentó desanimar al rey de Aragón exponiéndole lo insalubre del clima de Cerdeña; pero todo era inútil cuando un monarca aragonés tenía tomada una resolución.

El 30 de mayo se embarcó el infante don Alfonso conduciendo una armada de sesenta galeras, veinte y cuatro naves gruesas y más de doscientos barcos de trasporte, con doce mil soldados de a pie y mil quinientos caballos, teniendo que quedarse otros veinte mil de los alistados por falta de medios de trasporte. El 15 de junio arribó la escuadra al golfo de Palmas, e inmediatamente se puso sitio a las dos ciudades que guarnecían los pisanos, Iglesias (Cittá di Chiesa) y Caller (Cagliari), que la señoría de Pisa tenía interés en defender a todo trance. La emanación mortífera que en el estío se levanta en aquel suelo a la vez ardiente y húmedo, llamada en el país l'intemperia, hizo estragos horribles en el ejército aragonés, que mermó casi en una mitad. La esposa del infante vio morir a su lado todas las damas de su séquito; ella misma enfermó también, y don Alfonso dejó más de una vez su lecho con el frío de la fiebre para rechazar las salidas de los sitiados, sin que hubiera quien le persuadiese a levantar el cerco. Pero si las enfermedades estragaban el campo de los aragoneses, no ejercían menos rigores en los pisanos que defendían a Iglesias, los cuales tenían dentro de la ciudad otro cruel enemigo, el hambre. Viéronse, pues, obligados a capitular después de ocho meses de cerco (7 de febrero, 1324), cuando ya al de Aragón apenas le quedaba gente con que poder sostener la conquista, y cuando estaban para llegar en socorro de los pisanos hasta cincuenta y dos velas. Dejando en Iglesias una guarnición escogida, pasó el infante en ayuda de los que sitiaban a Caller. Quedó el almirante Carroz al frente de este castillo, mientras don Alfonso batía a los enemigos en el campo de Lucocisterna con tal bravura, que derribado su pendón y muerto su caballo, él mismo estuvo defendiéndose a pie hasta recobrar el estandarte real. En aquel sitio, después del triunfo, edificó una capilla dedicada a San Jorge. Los pisanos derrotados en Lucocisterna se acogieron a Caller, frente al cual erigió don Alfonso una villa con su castillo, que llamó Bonayre. Por último, la señoría de Pisa pidió la paz. que se ajustó cediendo los pisanos el derecho y señorío de la isla, pero reteniendo en feudo de Aragón el castillo de Caller, con las villas de Estampace y Villanova (19 de junio). De esta manera acabó el dominio y posesión que los pisanos habían tenido en la isla de Cerdeña por más de trescientos años, pasando al señorío de! rey de Aragón. El victorioso infante, después de dejar el gobierno del nuevo reino a Felipe de Saluces y al almirante Carroz el del castillo de Bonayre, se reembarcó para Cataluña, donde llegó el 2 de agosto, y donde se le hicieron honores y fiestas de conquistador.

Rendida Cerdeña, Córcega pasó también al dominio de Aragón, menos por guerra y por fuerza de armas que por tratos y convenios. Una rebelión que movieron al año siguiente en Cerdeña los pisanos (1325) costó una breve guerra, cuyo resultado fue que vencidos los de Pisa en un combate naval fueron reducidos y obligados a evacuar completamente la isla (1326), quedando por único señor de ella el rey de Aragón, el cual logró que el papa le relevara de la mitad del censo que debía satisfacer, en razón a los enormes gastos y pérdidas que en su conquista había sufrido.

Falleció en este intermedio el pacífico rey don Sancho de Mallorca (1325), dejando por sucesor y heredero del reino a su sobrino don Jaime, hijo del infante don Fernando. Creyóse el aragonés con derecho a aquella corona, y en su virtud envió al infante don Alfonso para que se apoderase de los condados del Rosellón y Cerdaña, como lo ejecutó. Mas luego, mejor aconsejado, y oído el parecer de las más doctas e ilustradas personas de su reino, reconoció el derecho de don Jaime, y no sólo desistió de su pretensión, sino que se concertó una paz entre ambos estados, para cuyo afianzamiento se ajustó el matrimonio de don Jaime II de Mallorca con doña Constanza, hija de don Alfonso, heredero del trono de Aragón.

Notables fueron las últimas cortes que celebró en Zaragoza el monarca aragonés (1325). En ellas confirmó el antiguo Privilegio general: prohibió las pesquisas inquisitoriales, declaró ser contra fuero la pena de confiscación de bienes por todo otro delito que no fuese el de traición, y abolió la cuestión de tormento, excepto para el crimen de falsificación de moneda, y esto sólo para los extranjeros vagabundos y hombres de vil condición e infamados: honra grande de los reyes y de la legislación aragonesa el haber precedido tanto tiempo a las demás naciones en la abolición de la horrible y absurda prueba de tortura. Justiciero fue llamado este rey, y no ciertamente por su severidad, que era su carácter más propenso a la benignidad que al rigor, si no por su amor sincero a la justicia. Enemigo de los pleitos, porque los consideraba como la ruina de las familias, mandó desterrar del reino al famoso letrado y jurista Jimeno Álvarez de Rada, por haber con sus malas artes y enredos  empobrecido  y arruinado  multitud  de litigantes.  Catalanes  y aragoneses vieron  con sentimiento cumplirse el término de la vida de este ilustre monarca, que sucumbió de una larga enfermedad en Barcelona (3 de noviembre, 1327), a los cinco días de haber fallecido la infanta doña Teresa de Entenza esposa del infante don Alfonso. Tenía entonces don Jaime II, el Justiciero, sesenta y seis años, y había reinado treinta y seis. Se enterró, conforme él lo dejó ordenado, en el monasterio de Santas Creus, al lado de su padre don Pedro el Grande y de su esposa doña Blanca.

Señaló este reinado uno de los acontecimientos más memorables de la edad media, y uno de los sucesos más ruidosos de la cristiandad. Hablamos de la caída, extinción y proceso de los templarios. Esta insigne milicia, que en cerca de dos siglos de existencia había hecho tantos y tan distinguidos servicios al cristianismo, la que entre todas las ordenes de caballería había adquirido más extensión, más renombre, más influjo, y más riqueza en todas las naciones de Europa y de Asia, fue objeto del odio y de la persecución más implacable de parte del rey de Francia Felipe IV el Hermoso, que desde que se sentó en la silla de San Pedro el papa Clemente V, hechura suya, y a quien tenía como cautivo en su reino, no cesó de denunciar los templarios al jefe de la iglesia y de pedir su abolición en todos los estados cristianos, al propio tiempo que formaba a los de su reino un proceso inquisitorial en averiguación de los horribles crímenes de que se los acusaba, y que algunos de ellos mismos dicen que habían espontáneamente delatado o confesado. Los crímenes que se les imputaban eran en verdad espantosos. Que hacían a los novicios, al tiempo de la profesión, renegar de la fe católica, blasfemar de Dios y de la Virgen, escupir tres veces la cruz y pisotear la imagen de Cristo; que adoraban como a ídolo una cabeza blanca con barba larga y cabellos negros y encrespados, a la cual tocaban el cíngulo con que se ceñían después el cuerpo, rezando ciertas oraciones misteriosas; que daban también culto a un animal, que a las veces era un gato; que omitían en la misa las palabras de la consagración; que se usaban recíproca y lascivamente, y hacían otras abominaciones y torpezas que no se pueden estampar.

Por absurdos, repugnantes e inverosímiles que fuesen estos delitos, sobre ellos se hacían los interrogatorios e informaciones; eran propios para herir la imaginación de un pueblo cristiano, y no faltaron al monarca francés medios para probarlos con testigos y confesiones. En su virtud hizo el rey  Felipe  en  1307  arrestar  simultáneamente  y  en  un  mismo  día  (5  de  octubre)  a  todos  los templarios de Francia y ocuparles sus bienes. Los concilios provinciales, la facultad de teología de París, el parlamento de los tres estados, que Felipe congregó para que los juzgasen, obedecieron bien a la voluntad del monarca, el cual al propio tiempo no cesaba de hacer excitaciones al pontífice para que decretase su total abolición, y de dirigir cartas a los soberanos de las demás naciones invitándolos a que siguieran su ejemplo. De quinientos setenta templarios llevados ante el concilio provincial de París, cincuenta y seis fueron condenados a la hoguera, y perecieron a fuego lento atados cada uno a una estaca en el sitio que hoy se nombra Vincennes (1309), sin que ninguno entre los tormentos y horrores del suplicio confesara los delitos que se les atribuían. El papa llamó a sí el proceso y encomendó su información en todos los países a especiales comisiones inquisitoriales. Por último, convocó un concilio general en Viena de Francia para el año 1311. La reunión de este concilio tenía dos objetos; el primero, ver si se había de condenar la memoria del papa Bonifacio VIII,  como  lo  pretendía  con  empeño  el rey Felipe,  acusándole  de hereje,  de simoníaco  y  de ilegítimo: el segundo era la proscripción de la orden y caballería del Templo. En cuanto a lo primero, ni el concilio, ni el papa accedieron a las importunas instancias del monarca francés, antes declararon al papa Bonifacio católico, legítimamente electo, y no manchado del crimen de la herejía; y la bula pontificia de 1311 puso honroso fin a un proceso que tenía escandalizada la cristiandad. Menos felices los templarios, el concilio de Viena decretó, o más bien sancionó su completa extinción en todos los estados católicos. «Así cayó (dice el autor de la vida de Clemente V., Bernardo Guido, que fue de la comisión inquisitorial de Francia) la orden del Templo, después de haber combatido ciento ochenta y cuatro años, y de haber sido colmada de riquezas y de privilegios por la Santa Sede. Pero no fue culpa del pontífice (añade), porque es sabido que él y el concilio no fundaron su decisión sino en las informaciones y testimonios que el rey de Francia les suministró.»

Dos años y medio más tarde (1314), el gran maestre de la orden Jacobo de Molay, a quien antes en los dolores de la tortura se había arrancado la confesión de los delitos que a la orden se imputaban, declaró enérgicamente, junto con otros dignatarios de la extinguida milicia, ante los legados del papa y ante la asamblea reunida en la catedral de París, ser absolutamente falsos aquellos crímenes, y protestó con indignación contra la violencia con que el rey Felipe le había arrancado la anterior confesión. El rey, sin embargó, se apresuró a hacer condenar al gran maestre y al delfín de Viena como relapsos, y a hacerlos sentenciar a ser quemados en la hoguera delante de su palacio mismo.

Los dos mártires sufrieron el suplicio de fuego protestando incesantemente de su inocencia, y antes los consumieron las llamas que dejaran ellos de protestar apelando al cielo y poniéndole por testigo de la injusticia con que se los sacrificaba (marzo, 1314). Al decir de una crónica, y según la constante tradición, al tiempo de morir emplazaron al papa y al rey para ante el tribunal de Dios dentro de un año. Fuera o no cierto este emplazamiento, tan parecido al de Fernando IV de Castilla, el papa Clemente V murió en Lyon el 20 de abril, y el rey Felipe el Hermoso en Fontenebleau el 29 de noviembre del mismo año de 1314.

La persecución de los templarios hasta su extinción pudo no ser un negocio de interés para el rey Felipe IV de Francia, con el fin de enriquecerse con sus bienes, agotado como tenía entonces su tesoro. Mas si así no fue, como muchos lo piensan, su conducta en este ruidoso asunto dio por lo menos ocasión a que los hombres más pensadores lo hayan creído generalmente así. Los delitos de que fueron acusados, aún sin leer los documentos y razones con que han ilustrado esta materia los doctos Lavallée, Dupuy, Raynouard, Campomanes y otros escritores ilustres, no pueden dejar de aparecer increíbles por lo absurdos, por lo opuestos al instituto y a los antecedentes de la orden, por su misma magnitud y enormidad, y hasta por la dificultad del secreto y la no mucha posibilidad de la ejecución entre gentes de tan extraños países, condiciones e idiomas. Compréndese que las riquezas que amontonaron los llegaran a pervertir, y que faltando ya el objeto de su institución se entregaran  algunos  de  ellos  a  vicios  y  pasiones  violentas  y  terribles.  Se  explica  que  en  tal comunidad, encomienda y aún provincia, llegaran a usarse esos ritos misteriosos y extravagantes que hubiesen podido importar de Oriente. Mas no se concibe cómo en una orden difundida por toda la cristiandad pudiera establecerse y practicarse como sistema la apostasía y el mahometismo, la abjuración y la blasfemia, los ritos idolátricos más abominables y ridículos, y la lascivia en sus más repugnantes  actos,  prácticas  y modos,  y que para esto  hicieran  entrar  en  la orden  a sus más próximos parientes; «¡no hagamos, como dice el ilustrado Michelet, tal injuria a la naturaleza humana!» Sin embargo, algunos de aquellos crímenes, verdaderos o inventados, eran a propósito para concitarles la odiosidad del pueblo. Sábese también los medios que para las informaciones empleó el rey de Francia, y a pesar de todo no son tan claras las pruebas que aparecieron en el proceso. Y si en el concilio general de Viena fueron extinguidos y en otros particulares de Francia condenados, no fueron pocos los concilios provinciales de otras naciones en que se los declaró inocentes y absueltos.

En cuanto a los de España, tan luego como el monarca francés verificó la prisión general de los de su reino, dirigió cartas a los reyes don Jaime II de Aragón y don Fernando IV de Castilla (16 de octubre, 1307), dándoles parte y exhortándolos a que practicasen lo mismo en sus estados. Contestóle el aragonés (17 de noviembre), haciendo un elogio de sus templarios, exponiendo no tener de ellos queja alguna, y negándose por lo mismo a proceder contra la sagrada milicia. Mas como después recibiese mandamiento del papa Clemente V. para la supresión de la orden, ellos, temerosos de correr la misma suerte que los de Francia, se fortificaron y defendieron en sus castillos de Aragón y Cataluña. El rey los fue sitiando y rindiendo. Entregados que fueron, ocupadas sus fortalezas y presos muchos de ellos, se congregó para juzgarlos un concilio provincial en la iglesia de Corpus Christi de Tarragona, en cuyo concilio, hecho el examen de testigos y guardadas todas las formalidades de derecho, se pronunció sentencia definitiva (4 de noviembre, 1312). declarándolos inocentes en los términos que expresa la relación del acta que dice: «Por lo que, por definitiva sentencia todos y cada uno de ellos fueron absueltos de todos los delitos, errores e imposturas de que eran acusados, y se mandó que nadie se atreviese a infamarlos, por cuanto en la averiguación hecha por el concilio fueron hallados libres de toda mala sospecha: cuya sentencia fue leída en la capilla de Corpus-Christi del claustro de la iglesia metropolitana en el día 4 de noviembre de dicho año de 1312 por Arnaldo Gascón, canónigo de Barcelona, estando presentes nuestro arzobispo y los demás prelados que componían el concilio».

Mas como llegase después la bula y decreto de extinción del sínodo de Viena, considerando bien el asunto, se determinó que dichos caballeros viviesen bajo la obediencia de los respectivos obispos, y que se les diese congrua sustentación, vestido y asistencia de los bienes pertenecientes a la orden, cuyas rentas fueron además de esto aplicadas a la Orden de caballería de Montesa que fundó don Jaime II, derivación de la de Calatrava, a la de San Juan de Jerusalén, y a otros objetos, principalmente a la guerra contra los moros de África y Granada.

Los  reyes  de  Castilla  y  Portugal  habían  recibido  el  propio  mandamiento  del  papa  para proceder contra los templarios, el cual confirió especial misión a los arzobispos de Toledo, Santiago y Lisboa, para que en unión con el inquisidor apostólico Aymeric, del orden de predicadores, se encargasen de formalizar el proceso. Citados por el arzobispo de Toledo el vice-maestre y los principales caballeros, se les intimó que se diesen a prisión bajo juramento, lo cual obedecieron sin replicar. Congregóse después un concilio en Salamanca para juzgarlos, al que asistieron los prelados de  Santiago,  Lisboa,  La  Guardia,  Zamora,  Ávila,  Ciudad-Rodrigo,  Mondoñedo,  Lugo,  Tuy, Plasencia y Astorga. Hechas las informaciones, y tratado el asunto con gran madurez y consejo, declararon los prelados unánimemente a los templarios de Portugal, León y Castilla por libres y absueltos de todos los cargos que se les hacía y delitos de que se los acusaba (21 de octubre, 1310), reservando no obstante la final determinación al pontífice. Pero el papa avocó a sí la sentencia, y los templarios de España fueron, como hemos visto, comprendidos en la bula y decreto de extinción general. Sus bienes fueron aplicados por el papa a los reyes y a la orden del hospital de San Juan de Jerusalén. Eran muchas las bailías o encomiendas, fortalezas, villas y casas que los templarios poseían en Cataluña, Aragón, Valencia, Castilla, León y Portugal.

Tal fue el ruidoso proceso, caída y extinción de la insigne orden de los templarios en España y en toda la cristiandad.

Réstanos dar cuenta de los príncipes que en este tiempo se sucedieron en el reino de Navarra. Este trono, refundido en el de Francia desde el enlace de doña Juana con Felipe el Hermoso, fue ocupado sucesivamente por los tres hijos de este monarca, que uno en pos de otro reinaron en Francia y en Navarra después de su padre. Príncipes bellos y robustos, pero desgraciados ellos y fatales para los pueblos, parecía pesar sobre esta raza el anatema del papa Bonifacio y la sangre de los templarios. Todos tres  acabaron  pronto  sus días,  y todos  tres  fueron deshonrados  por sus esposas. Luis el Hutin, que desde 1305 en que murió doña Juana su madre la heredó en el reino de Navarra, y a su padre como rey de Francia en 1314, tuvo por esposa a la celebre adúltera Margarita de Borgoña, cuya memoria ha quedado en los pueblos para infundirles espanto. No hablaremos de su desastrosa muerte, ni de sus famosas obscenidades. Murió Luis el Pendenciero en 1316, envenenado, dejando de su segunda mujer Clemencia una sola hija llamada también Juana como su abuela. Luis el Hutin fue el primer monarca que proclamó la libertad natural del hombre. Por derecho natural todo hombre debe nacer libre, dijo en su declaración real de 3 de julio de 1315.

Heredóle su hermano Felipe V. llamado el Largo por su elevada estatura, el cual, sin consideración a los derechos de su sobrina la princesa Juana a la corona de Navarra, tomó simultáneamente las riendas del gobierno de ambos reinos, como si fuesen uno sólo, sin que los navarros reclamasen por entonces en favor de la línea de sus reyes. Una asamblea de obispos, de señores y de vecinos de París declaró que en el reino de Francia la mujer no sucede. Fue la primera vez que se habló de la ley sálica y se hizo su aplicación. Felipe amaba las letras y protegía a los literatos, y él mismo compuso poesías en lengua provenzal. Era naturalmente dulce y humano. Murió a los veinte y ocho años de edad y seis de reinado (1322), y el advenimiento de su hermano Carlos el Hermoso al trono, confirmó por segunda vez el principio de la pretendida ley sálica.

Otros seis años reinó en Francia y en Navarra Carlos el Hermoso, notable sólo por la revolución que siguió a su muerte (1328). El nuevo rey de Francia no hallándose en tan oportuna posición como sus antecesores para rechazar el derecho de doña Juana, casada ya con Felipe, conde de Evreux, al reino de Navarra, se resignó a renunciar en favor de esta princesa y de su marido el que pudiera tener a aquel reino, y renunciando estos a su vez el que pudiesen alegar a la corona de Francia, vinieron a Navarra a recibir el juramento de fidelidad de sus súbditos. De esta manera volvió el trono de Navarra a ser ocupado por una princesa descendiente de la línea de sus antiguos reyes propietarios.

     

     

     

CAPÍTULO X.

ALFONSO IV. (EL BENIGNO) EN ARAGÓN.

De 1327 a 1336.