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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

 

 

CAPITULO III

 

PEDRO III (el grande) EN ARAGÓN

 

De 1276 a 1285

 

 

El reinado de Pedro III de Aragón fue uno de los más célebres, y de los que más influyeron, no sólo en la suerte y porvenir de la monarquía aragonesa, sino en el de toda España; constituye uno de aquellos períodos que forman época en la historia de un país, y su importancia se hizo extensiva a las principales naciones de Europa. Fecundo en ruidosos y trascendentales sucesos, así en lo interior como en lo exterior, representa a un tiempo la energía impetuosa de los monarcas aragoneses, la indomable independencia de los naturales de aquel reino y la lucha activa de los elementos que entraron en la organización social, política y civil de los Estados en la edad media española.

 

Volvamos, pues, la vista a este reino, y veamos lo que después de la muerte del Conquistador y durante el postrer período del reinado de Alfonso X de Castilla había en él acontecido.

 

 

Aunque nadie disputaba al hijo mayor de don Jaime el derecho al trono aragonés después del fallecimiento de su padre, no quiso don Pedro (y en esto obró con gran política) tomar la corona real ni usar el título de rey, contentándose con el de infante heredero, hasta que fuese coronado solemnemente en Zaragoza. Por esta causa, habiendo convocado a cortes para esta ciudad a los ricos-hombres, caballeros y procuradores de las ciudades y villas del reino, desde Valencia, donde se hallaba haciendo la guerra a los moros sublevados, pasó a Zaragoza en unión con su mujer doña Constanza para recibir las insignias de la autoridad real. Ningún monarca hasta entonces había sido coronado en Zaragoza. Fueron, pues, los primeros don Pedro III y doña Constanza los que recibieron en esta ciudad el óleo y la corona de manos del arzobispo de Tarragona (16 de noviembre de 1276), con arreglo a la concesión hecha a su abuelo don Pedro II por el papa Inocencio III. Mas porque no se pensase que por eso aprobaba el homenaje hecho por su abuelo a la Sede Apostólica cuando hizo su reino tributario de Roma, tuvo cuidado de protestar antes en presencia de algunas personas principales, «que se entendiese no recibía la corona de mano del arzobispo en nombre de la Iglesia  romana, ni por ella, ni contra ella». Declaró igualmente en su nombre y en el de sus sucesores que aquel acto no parara perjuicio a los monarcas que le sucediesen, sino que pudieran ser coronados en cualquier ciudad o villa de sus reinos que eligiesen, y ungidos por mano de cualquier obispo de Aragón. Seguidamente fué reconocido el infante don Alfonso su hijo como sucesor y heredero del reino, prestándole las cortes juramento de homenaje y fidelidad, con lo cual se volvió a Valencia.

 

Puso el rey don Pedro todo su ahínco en domar a los rebeldes moros valencianos: así se lo había recomendado su padre en los últimos momentos, y en ello mostraban el mayor interés los pontífices, no cesando de exhortar a los reyes de Aragón a que acabaran de expulsarlos de sus tierras. Habíanse aquéllos refugiado en Montosa en número de treinta mil. El rey hizo llamamiento general a todos los hombres y concejos de Aragón y Cataluña que estaban obligados al servicio de la guerra, y puso cerco a la plaza. Después de una larga resistencia, y de haber faltado los moros a la palabra que dieron de rendirse, por noticias que les llegaron de que el rey de Marruecos venía a España y les daría socorro, fuéles preciso a los cristianos estrechar más el cerco con mayor número de gentes de a caballo y de a pie, y asegurada la costa del mar para que no les llegase refuerzo de África, fué combatida la villa con tal ímpetu que perdiendo de todo punto el ánimo los sitiados tuvieron que rendirse sin condición alguna (1277). Entregada Montosa, todos los sarracenos que tenían fortalezas y castillos se pusieron a merced del rey, el cual los hizo abandonar el fértil país valenciano que tanto ellos querían y que de tan mala gana desamparaban, pudiendo decirse que entonces fué cuando en realidad se acabó de conquistar el reino de Valencia, o por lo menos hasta entonces no se vio limpio de musulmanes ni podía tenerse por seguro.

 

Los catalanes, que se tuvieron por ofendidos del rey don Pedro porque después de su coronación en Zaragoza no había ido a Barcelona a confirmar en cortes los fueros, usos y costumbres de Cataluña, valiéronse de verle ocupado en Valencia en sofocar la sublevación de los moros para rebelarse también contra él, confederándose primeramente los poderosos condes de Fox, de Pallas y de Urgel, y algunos otros barones, y levantándose luego casi todo el país en armas, talando y combatiendo los lugares y vasallos del rey. Atendió el monarca a lo de Cataluña lo mejor que entonces su situación le permitía, no pudiendo dejar la guerra de Valencia y entreteniéndole además los sucesos de Castilla, en los cuales hemos visto la parte que tomó con motivo de haberle sido llevados y puestos en su poder los infantes de la Cerda, así como las negociaciones, entrevistas y tratos con los reyes de Francia y de Castilla y con el infante don Sancho. Todo esto le obligó a procurar la paz con los catalanes, hasta el punto de concertar con el conde de Fox, para ver de traerle a su servicio, el matrimonio del infante don Jaime su hijo segundo con una hija del conde, matrimonio que no se realizó, quedando otra vez el conde y el monarca desavenidos (1278). En vano requirió también a aquellos magnates que estuviesen a derecho con él, ofreciéndoles que por su parte estaría con ellos en justicia, y los desagraviaría en cualquier justa pretensión que tuviesen; menospreciaron los condes la proposición, y costóle al rey continuar la guerra, que terminada la de Valencia pudo hacer ya en persona.

 

Después de varios incidentes, naturales en toda lucha, habíanse reunido las fuerzas de los rebeldes en la ciudad de Balaguer. Allá se dirigió el rey don Pedro con todo el ejército que pudo allegar de Cataluña y Aragón, y puesto cerco a la ciudad, que los sitiadores atacaron con denuedo y los sitiados defendían con tesón, diéronse éstos por fin a merced del rey, suplicándole los tratara con piedad y consideración (junio, 1280): él los entregó al infante don Alfonso, y los condes fueron encerrados en el castillo de Lérida, donde estuvieron mucho tiempo: el de Fox, que todavía en medio de aquella situación soltaba amenazas contra el rey, fué recluido en el castillo de Ciurana y puesto en dura y estrecha prisión, hasta que al fin por intercesión de su hermana la reina de Mallorca pudo conseguir la libertad.

 

Vimos ya cómo por el testamento de don Jaime el Conquistador habían sido distribuidos los dominios de su corona entre sus dos hijos, quedando al segundo, don Jaime, el reino de Mallorca, con los señoríos de Rosellón, Cerdaña y Montpelier. Siempre los dos hermanos se habían mirado con envidia, y pretendía ahora don Pedro y negábase don Jaime a reconocerle feudo por los Estados que éste heredara. Peligrosa era esta desavenencia, y no pudo don Jaime negarse a tener una entrevista con su hermano en Perpiñán. Resultó de las pláticas que allí tuvieron, que reconociendo el de Mallorca la imposibilidad de competir en fuerzas y en poder con el que reunía la triple corona de Cataluña, Valencia y Aragón, condescendió con tener su reino en feudo del aragonés, y que en el condado de Rosellón especialmente se guardarían las leyes y usages de Cataluña, y no correría otra moneda que la de Barcelona, obligándose bajo estas condiciones a valerse y ayudarse mutuamente con todo su poder contra todos y cualesquiera príncipes y personas del mundo. Despidiéronse con esto los dos hermanos, pero guardando siempre don Jaime en el fondo de su alma un resentimiento profundo y conservando contra su hermano una sorda y secreta enemistad, como quien había obrado contra su voluntad y cedido sólo a la fuerza y a la opresión.

 

La sujeción de los moros de Valencia, la sumisión de los condes y barones catalanes, la infeudación del rey de Mallorca, las visitas, tratos y alianzas con el monarca y el príncipe heredero de Castilla, y todos los hechos del nuevo soberano de Aragón que dejamos indicados, no eran, sin embargo, sino como unos preliminares para la gran empresa que meditaba, y que había de ser uno de los sucesos más importantes y más ruidosos de la edad media, no sólo para España, sino para Europa entera y para toda la cristiandad, a saber, la conquista de Sicilia, y la dominación de la casa de Aragón por espacio de siglos en las regiones de Italia. Veamos por qué antecedentes, por qué medios y con qué títulos llegó la dinastía de Aragón a poseer el reino de Sicilia.

 

Mientras los reinos de Aragón y Castilla se habían ido engrandeciendo por los esfuerzos de don Jaime el Conquistador y de San Fernando, en Italia se hacían una guerra viva los papas y los emperadores alemanes de la casa de Suabia, que más que guerra entre príncipes era lucha entre el sacerdocio y el imperio, que venía iniciada desde los papas Alejandro II y Gregorio VII y fué la que imprimió su fisonomía especial al siglo XIII. Al emperador Federico II depuesto y excomulgado por el papa  en el primer concilio general de Lyón, sucedió después de su muerte su hijo Conrado, rey de romanos, a pesar de la oposición del pontífice, y a quien su padre dejó entre otros Estados el reino de Sicilia, con el título, también de rey de Jerusalén que los monarcas sicilianos llevaron siempre en lo sucesivo. A Conrado, igualmente excomulgado por el papa Inocencio IV, sucedió su hijo Conradino, niño de dos años, a más bien le sucedió Manfredo, hijo natural de Federico, aunque legitimado después, toda vez que rigió el reino por su sobrino, y después llegó a ser coronado solemnemente rey de Sicilia. Con la hija de este Manfredo, llamada Constanza, casó (según en su lugar dijimos) el príncipe don Pedro de Aragón en vida de don Jaime el Conquistador su padre, que son los reyes don Pedro III y doña Constanza de quienes al presente tratamos, y de donde arrancaban los derechos de estos príncipes a la sucesión del reino de Sicilia.

 

Pero Manfredo no sufrió menos que sus predecesores la enemiga de Roma, ni fueron con menos furor lanzados sobre él los rayos del Vaticano. Entredicho su reino, excomulgado él y depuesto por la autoridad omnímoda que se atribuían los papas de hacer y quitar reyes, Urbano IV, francés, y acérrimo enemigo de la casa de Suabia, buscó en su propia nación un príncipe tan ambicioso, tan arrojado y tan cruel como le necesitaba para oponerle a Manfredo, y hallándole en el conde de Anjou y de Provenza, Carlos, hermano menor de Luis IX de Francia (San Luis), a quien había acompañado en la cruzada de Egipto, le ofreció el reino de Sicilia. Carlos de Anjou, ya punzado por la propia ambición, ya hostigado por su mujer, que veía y no quería perder una ocasión de ser reina, preparó una flota y un ejército, pasó a Italia, y al cabo de algún tiempo fué coronado en Roma con su esposa Beatriz, que al fin vio cumplido su ardiente deseo de ceñir la diadema (enero, 1266). Manfredo trató de defender sus Estados, y comenzó una guerra, que el de Anjou sostenía autorizado por una bula del papa Clemente IV que había sucedido a Urbano, y en que al fin pereció Manfredo en la famosa batalla de Benevento, siendo funestamente célebres los horribles estragos, robos, incendios, violaciones y matanzas a que se entregó el ejército vencedor, degollando sin piedad hombres, mujeres, viejos y niños, muchos de éstos en los brazos de sus madres. Por tales medios, y siempre con la protección del papa, llegó Carlos de Anjou a sentarse en los tronos de Nápoles y de Sicilia, y desde entonces la casa de Francia y la de Aragón se hicieron enemigas y rivales.

 

Las tiranías, las violencias, las depredaciones, los crímenes y demasías de todo género que señalaron el gobierno de Carlos de Anjou, y que todos los historiadores pintan con colores igualmente horribles y sombríos, le hicieron odioso a las poblaciones de Sicilia, que en su opresión volvieron naturalmente los ojos hacia Conradino, aquel tierno hijo de Conrado, que se hallaba con su madre en la corte de Baviera, y a la sazón contaba ya quince años. Formóse en derredor de él un partido fogoso y ardiente, cuya alma vino a ser un ilustre aventurero español, que había estado en la corte musulmana del rey de Túnez, adquirido allí grandes riquezas y pasado después a Italia, donde obtuvo la dignidad senatorial de Roma. Este personaje era el infante don Enrique de Castilla, hermano de don Alfonso el Sabio, el mismo que vimos antes enemistado con su hermano pasarse al rey de Aragón después de haber conquistado a los moros Lebrija, Arcos y otras poblaciones de Andalucía. Acompañábale su hermano don Fadrique, y seguíanlos muchos españoles descontentos del gobierno de Alfonso. Amigo en un principio don Enrique del rey de Sicilia Carlos de Anjou, pronto la ambición los convirtió en enemigos mortales, a causa de aspirar ambos al trono de Cerdeña, vacante en aquella ocasión. Resuelto el príncipe castellano a abatir, si podía, el poder del de Anjou y la dominación de los franceses en Italia, alióse con Conradino y con el partido de los Gibelinos, provocando una sublevación en el reino de Sicilia. La alianza de Conradino y Enrique era tanto más natural cuanto que ambos pertenecían a la casa de Suabia, el de Castilla, como hemos otras veces demostrado, por su madre doña Beatriz la esposa de San Fernando. Encendióse, pues, otra guerra en Italia: todas las historias ponderan los esfuerzos y prodigios de valor que en ella hicieron Enrique y los españoles, y el alto renombre que comenzaron ya a ganar allí las armas y los soldados de Castilla. Pero la fortuna favoreció también esta vez al de Anjou y a los franceses, y en la batalla de Tagliacozzo quedaron derrotados los confederados (1268).

 

No es posible pintar los crueles suplicios que Carlos de Anjou hizo sufrir a los rebeldes y a los prisioneros después de la victoria. A unos daba tormento de hierro o de fuego, ahorcaba a otros, a otros ahogaba, y a otros sacaba los ojos o los mutilaba, y las poblaciones eran saqueadas, incendiadas o demolidas. El infante don Enrique buscó un asilo en el monasterio de Monte-Casino, cuyo abad le entregó al rey Carlos a condición de que le conservara la vida. Conradino fué descubierto por alguno de los que navegaban con él en una nave en que huía, y llevado a poder de Carlos, hízole éste decapitar en la plaza del mercado de Nápoles, con varios duques y condes que habían tomado parte en la sublevación. Al subir Conradino al cadalso arrojó un guante en medio del pueblo, como quien buscaba un vengador: aquel guante fué recogido por un caballero aragonés y llevado al rey don Jaime de Aragón, suegro de la hija de Manfredo. Esta era ya la única que quedaba con derecho al trono de Sicilia, muerto Conradino, porque Manfredino y su madre, la segunda esposa de Manfredo, fueron también llevados al patíbulo, el cual no se veía un momento vacante de víctimas ilustres.

 

Horroriza leer en los escritores italianos y franceses las atroces y bárbaras tropelías que Carlos siguió ejerciendo en Nápoles y Sicilia por sí y por sus agentes y funcionarios durante su odiosa dominación. Todos los gobernadores, todos los magistrados, todas las autoridades eran francesas. La nobleza del país era desterrada o sacrificada en los cadalsos. Nadie tenía segura ni su hacienda, ni su persona, y lo que era más sensible y más intolerable, ni sus hijas ni sus mujeres. Carlos disponía como señor de las ricas herederas, y las casaba a su voluntad con sus partidarios: si había quien se atreviera a proferir una queja, era enviado al patíbulo sin forma de proceso. Las vejaciones de todo género eran inauditas e insoportables, y los sicilianos todos, nobles y plebeyos, unánimemente suspiraban por ver llegada la ocasión y momento de poder sacudir opresión tan tiránica y dura. Entre los perseguidos y desterrados por el rey Carlos lo fué un caballero principal de Salerno llamado Juan de Prócida, que además de la confiscación de sus muchos bienes se dice había recibido una afrenta personal del mismo rey en su esposa y en su hija (1270). Este personaje, hombre de gran entendimiento, travesura y resolución, que había servido con fidelidad a los príncipes de la casa de Suabia, y ardía en deseos de venganza contra el de Anjou, vino a refugiarse en España, cerca del rey don Jaime de Aragón, el cual le acogió con mucha benevolencia, y cuando su hijo don Pedro subió al trono le dio en el reino de Valencia el señorío de algunas villas y castillos. Habían venido también a Aragón otros ilustres desterrados de Italia, del partido de los Gibelinos, entre ellos Roger de Lauria y Conrado Lancia. Juan de Prócida comunicó al rey de Aragón su pensamiento de abrirle el camino del trono de Sicilia, que pertenecía de derecho a su esposa Constanza, proyecto que halagaba al rey y entusiasmaba a la reina. La dificultad estaba en los medios de ejecución, y esto fué lo que ocupó la imaginación ardiente de Juan de Prócida.

 

Además de haber venido en ayuda de su proyecto las excitaciones que algunos nobles y príncipes italianos hacían al rey de Aragón en el propio sentido, una novedad inopinada alentó las esperanzas de Juan de Prócida. Sucedió en la silla pontificia al papa Gregorio X en 1277 Nicolás III, de la ilustre casa romana de los Ursinos, enemigo capital de la dominación francesa y de Carlos de Anjou, cuyo poder comenzó a menguar quitándole la senatoría de Roma, y revocándole el cargo y título de vicario del imperio que tenía. Esta circunstancia, el descontento general de la Sicilia, los preparativos que hacía Carlos de Anjou de acuerdo con el rey de Francia para usurpar el imperio de Oriente a Miguel Paleólogo y colocar en el trono imperial a su cuñado Felipe, todo inspiró a Juan de Prócida la atrevida idea de formar una vasta confederación contra Carlos de Anjou, en que entraran el papa Nicolás, el emperador Paleólogo, los sicilianos y don Pedro III de Aragón; cuyo término fuese arrojar a los franceses de Italia y sentar en el trono siciliano al monarca aragonés, a quien le pertenecía por su mujer Constanza como hija y sucesora de Manfredo. Ni la magnitud de la empresa, ni la dificultad de los medios para realizarla desalentaron a Juan de Prócida, el cual con admirable osadía, en traje unas veces de peregrino, otras vestido con otros disfraces, se arrojó a pasar a Constantinopla para avisar al emperador Paleólogo del peligro que corría y de la conveniencia de aliarse con el rey de Aragón; a Sicilia para dejar preparada con sus amigos los nobles sicilianos una revolución general en aquel reino; y a Roca Suriana, cerca de Viterbo, donde se hallaba el pontífice, para persuadirle de la utilidad de confederarse con el emperador griego y con el monarca aragonés. El éxito feliz de estas secretas y arriesgadas negociaciones de Juan de Prócida le vio pronto el rey don Pedro de Aragón, según que le llegaban embajadas del emperador Miguel y del papa Nicolás manifestándole haber entrado en aquella liga y concordia. Todo esto se negoció desde 1277 a 1280, y por eso en este espacio se dio tanta prisa el aragonés a sujetar los moros sublevados de Valencia, a sofocar la rebelión de los barones catalanes, a tener sumiso a su hermano Jaime de Mallorca, y a dejar sentada la amistad con el rey Alfonso y el príncipe Sancho de Castilla, a fin de quedar desembarazado para atender y consagrarse á sus proyectos sobre Sicilia.

 

La muerte del papa Nicolás III ocurrida en 1280 y la elección en 1281 de Martín IV, francés y amigo decidido de Carlos de Anjou, a quien devolvió desde luego la dignidad de senador de Roma, y que manifestó su cólera contra el emperador Miguel Paleólogo, excomulgándole como autor del antiguo cisma griego, hubiera desalentado a otros que tuviesen menos corazón y menos ánimo que Juan de Prócida y Pedro el Grande de Aragón. Éste, con objeto de probar las disposiciones del pontífice para con él, envió a suplicarle la canonización del venerable Fr. Raimundo de Peñafort. La respuesta del papa fué bien explícita y significativa: que le pagase el censo y tributo que su abuelo había reconocido a la Santa Sede; que hasta conseguirlo no esperase de él gracia alguna; y que quien no amara al rey Carlos de Sicilia no era fiel a la Silla Apostólica. Disimuló don Pedro, y dedicóse a aparejar una grande escuadra, con el objeto ostensible de emplearla contra los moros y turcos, mas con el designio de emprender la conquista de Sicilia. Tales y tan misteriosos aprestos llenaron de recelo a los príncipes vecinos, así sarracenos como cristianos.

 

Lo más que dejaba traslucir el cauto y reservado monarca era que trataba de sostener al rey de Túnez contra su hermano, mas nadie creía que tan grande flota, que se componía ya de ciento cincuenta velas, fuese necesaria ni se destinase a aquella empresa; y todos se preguntaban, dice el cronista Muntaner, a dónde pensaría volar el rey de Aragón con tan extensas alas. Envióle embajadores el rey de Francia preguntándole si en realidad encaminaba su expedición contra los moros, a contra el rey de Sicilia su tío; mas don Pedro los despachó con una respuesta evasiva; y para engañar a su vez al papa solicitó le concediese las indulgencias que se acostumbraban dispensar en las cruzadas contra los enemigos de la fe, si bien el pontífice, acaso advertido ya por el monarca francés, despidió áspera y bruscamente a los enviados del rey don Pedro. Cuando Carlos de Sicilia fué avisado para que estuviese en guardia sobre los proyectos del aragonés, confiado y ciego con su fortuna respondió desdeñosamente: Conozco la falsedad y doblez de Pedro de Aragón, pero me dan poco cuidado tan pequeño reino y tan pobre rey. No había de tardar en sufrir el desengaño y castigo de su arrogancia. El de Aragón continuó sus preparativos, y antes de darse a la vela hizo donación a su hijo primogénito don Alfonso de los reinos de Valencia y Cataluña, con el dominio que tenía en el de Mallorca, reservándose poder dar Estados en ellos a los otros hijos suyos a su voluntad. Al uno de ellos, don Jaime Pérez, le llevaba consigo de almirante mayor de su armada.

 

Así las cosas, estalló en Sicilia la famosa y sangrienta revolución conocida con el nombre de Vísperas Sicilianas. Diremos cómo pasó este memorable acontecimiento.

 

Las extorsiones, las violencias, las violaciones de mujeres, las tiranías y vejaciones de toda especie que los franceses ejercían sobre los sicilianos, tenían de tal manera exasperado el pueblo, que a pesar del inmenso poderío del rey Carlos de Anjou se temía ya de un momento a otro una explosión: y las excitaciones de Juan de Prócida que había andado recorriendo el reino disfrazado de fraile franciscano no habían sido tampoco infructuosas. Se preveía el estallido de tanto odio y por tanto tiempo concentrado, mas no era fácil determinar la época en que habría de reventar. Cuando de tal manera están preparados los combustibles, pequeñas chispas bastan a producir incendios espantosos. El lunes de la pascua de Resurrección del año 1282 (30 de marzo) los ciudadanos de Palermo concurrían, según antigua costumbre, a las vísperas del día a la pequeña iglesia del Espíritu Santo que está fuera de la ciudad a orillas del riachuelo llamado Oreto. Una ordenanza real prohibía el uso de armas a los sicilianos, y el gobernador o Justicier de aquel distrito Juan de San Remigio había mandado hacer visitas domiciliarias. Cuando la gente de Palermo iba a las vísperas del segundo día de pascua, una hermosa joven llamó la atención de un grupo de soldados provenzales, y el más osado sin duda de ellos, llamado Drouet, se acercó a la bella palermitana, y con pretexto de sospechar que llevaba armas debajo de su vestido propasóse a lo que la honestidad y el pudor no podían permitir. La joven se desmayó. Levantóse un grito de indignación general; un joven siciliano se arrojó sobre el lascivo francés, le arrancó la espada y le atravesó con ella de parte a parte cayendo muerto en el acto. Ya no se oyó otra voz que la de “muerte a los franceses” mezcladas con el sonido de las campanas de Sancti-Spiritus que seguían llamando a los fieles a vísperas. La tumultuada muchedumbre se dirigió a la ciudad, e instantáneamente toda la población de Palermo se alzó en masa buscando franceses que matar. El pueblo con rabioso frenesí corría por calles y por plazas, penetraba en los cuarteles, en las casas, en los templos y monasterios, doquiera que se hubieran refugiado franceses, matando, degollando, haciendo correr la sangre a torrentes, no ya sólo de los soldados, sino de todo lo que fuera francés, y no perdonando ni a las mujeres sicilianas que hubieran tenido comercio con ellos, llegando el furor popular al extremo horrible de abrir el vientre a las desgraciadas de quienes se sospechaba que llevaban en su seno fruto de su amor con alguno do aquella nación, para que no quedara generación de ella en aquel suelo. Espantosa fué la mortandad, y sólo pudo salvarse el Justicier con algunos pocos refugiándose en el castillo de Vicari, donde también fué atacado por los palermitanos, teniendo que rendirse con la sola condición de que le dejaran salir del reino. Enarbolóse la antigua bandera de la ciudad, a que se agregaron las llaves de San Pedro y la tiara pontificia, y se estableció un gobierno presidido por Roger de Maestro Angelo.

 

El ejemplo de Palermo fué imitado en toda la isla; el movimiento insurreccional fué cundiendo por todas las poblaciones, porque en todas partes ardía el mismo deseo y furor de venganza. La matanza se hizo general, y se calcula en veintiocho mil el número de los franceses degollados por el pueblo. Uno solo se libertó, respetado por el furor popular, de aquella universal carnicería; Guillermo de Porcelets, provenzal, a quien los sicilianos, en medio de su ciega y frenética rabia, quisieron dar un testimonio de su estimación y agradecimiento por la benignidad y prudencia con que los había gobernado. Y una sola ciudad, Sperlinga, que sirvió de refugio a muchos franceses, se negó a seguir el alzamiento de todo el reino, de donde quedó el proverbio: «sólo negó Sperlinga lo que quiso toda Sicilia.» La última ciudad que se levantó fué Mesina, residencia del vicario del reino, Esbert d'Orleáns, a la cual llamaba él el puerto y la puerta de Sicilia, y cuya plaza guarneció con cuantas tropas pudo recoger. Pero nada bastó a contener la explosión: los mesineses no cedieron en furor a los de Palermo, y el 28 de abril no quedaba ni un francés vivo en Mesina. El vicario pudo salvarse con algunos del otro lado del estrecho; las armas de Francia y de Anjou fueron arrastradas por el lodo, y la última guarnición francesa evacuó el suelo siciliano.

 

Tal fué la famosa y sangrienta revolución de Sicilia, que comenzó por las Vísperas Sicilianas, con cuyo nombre durará perpetuamente en la memoria de los hombres.

 

Hallábase Carlos de Anjou en Nápoles cuando le llegó la noticia de este levantamiento. El primer desahogo de su cólera fué prorrumpir en furiosas y desesperadas imprecaciones y en amenazas horribles de devastar la isla y acabar con todos sus habitantes. Luego pensó en reconquistar el reino perdido, y el que antes se contemplaba el soberano más poderoso de Europa y pensaba en apoderarse del imperio griego, pedia ahora auxilios de toda clase a Roma, a Francia, a Provenza, y con gente de todas estas naciones y con las fuerzas de Nápoles, de Lombardía y Toscana, de Genova y Pisa, y armado de una bula del papa Martín IV en que prohibía a todos los príncipes y señores, eclesiásticos y legos, favorecer la revolución siciliana bajo las penas temporales y espirituales más severas, procedió a la recuperación de Mesina presentándose con una formidable armada y con un ejército de setenta mil infantes y quince mil caballos. Asombrados los mesineses a la vista de tan poderoso enemigo, enviaron mensajes a Carlos ofreciendo entregarle la ciudad siempre que les diera seguridad para sus personas y les prometiera olvido y perdón de lo pasado. Rechazó el de Anjou con soberbia la proposición, no respirando sino venganza y exterminio; y por último, exigió que pusieran a su disposición ochocientas cabezas escogidas por él para que sirviesen de ejemplar castigo de la rebelión. Perdióle su orgullo, pues recobrada Mesina hubiera podido rescatar todo el reino; pero semejante propuesta indignó a los mesineses en términos que juraron todos a una voz vender caras sus vidas y perecer hasta el último habitante antes que sucumbir a tan ignominiosa demanda. Con esta resolución, hombres y mujeres, niños y ancianos, todo el mundo se puso a trabajar de día y de noche para la defensa de la ciudad, y en tres días y como por milagro se vio levantada una muralla. Faltándoles armas y material de que hacerlas, pusieron fuego a setenta galeras que se hallaban en el puerto y que el mismo Carlos tenía preparardas para su proyectada expedición contra el imperio griego, y del hierro que sacaron de entre sus cenizas fabricaron armas para su defensa. Con esto se pusieron ya en aptitud de resistir los reiterados ataques de los franceses

 

Mientras esto pasaba en Sicilia, el rey don Pedro de Aragón, después de despedirse de la reina y de dar la bendición a los infantes sus hijos, hízose a la vela con próspero viento (5 de junio), y haciendo escala en Mahón, arribó con su escuadra al puerto de Alcoll en la costa de Berbería entre Bugía y Bona. Mandó desde luego que las compañías de almogávares, de que llevaba gran número, se apostaran en los montes de Constantina, y repartiendo aquellos soldados entre los ricos-hombres y caballeros del ejército, señaló los días en que alternativamente habían de hacer con ellos sus incursiones en las tierras africanas. Muchas poblaciones las hallaban yermas: conocíase que habían sido reciente y apresuradamente abandonadas, porque aun encontraban en ellas mantenimientos de que se aprovechaban los cristianos. ¡Supónese que un sarraceno de Constantina había concertado con el rey de Aragón entregarle la ciudad, y que esta era una de las causas que habían movido a don Pedro a pasar a África; pero noticiosos de ello los moros se amotinaron, quitaron la vida al conspirador y a doce más de los principales que entraban en el proyecto, y acordaron defender á todo trance la ciudad contra el aragonés. Siendo difícil, una vez frustrado este proyecto, apoderarse de Constantina, a donde había acudido gran morisma del reino de Túnez, reducíase la guerra a entradas y combates parciales con los berberiscos, en que tuvieron muchas ocasiones de acreditar su arrojo y esfuerzo los almogávares, los condes de Urgell y de Pallas, y más que todos el mismo rey, venciendo siempre a los enemigos, pero sin resultados importantes. Desde Alcoll envió el aragonés nueva embajada al papa rogándole otra vez le diese ayuda y le dispensase los tesoros de la Iglesia para proseguir con fruto en aquella empresa; demanda a que el papa ni respondió tampoco por escrito, ni menos accedió, alegando que el tesoro de la Iglesia no era para ser empleado en Berbería, sino en la conquista de la Tierra Santa.

 

La conducta del monarca aragonés en Alcoll era verdaderamente misteriosa, como lo habían sido sus preparativos; y ni entonces por sus palabras se podía interpretar con seguridad, ni después por los historiadores y cronistas se puede claramente inducir cuál era el principal propósito, así de su expedición como de su estancia en aquel puerto africano. Infiérese, no obstante, de las negociaciones precedentes y de los sucesos posteriores. Pronto salió de aquel estado, que parecía de perplejidad.

 

Un día vio desde su palacio morisco acercarse dos naves armadas que de la parte de Sicilia se dirigían a aquel puerto. Eran nobles mensajeros de Palermo, que en nombre de aquella ciudad y de todas las de la isla, de cuyos síndicos y principales barones llevaban cartas signadas y selladas, iban a ofrecerle la corona de Sicilia, y a suplicarle fuese a tomar posesión del reino, así por el derecho que a él tenía su esposa Constanza, como por ser el único que podía devolver la libertad a los sicilianos y librarlos de caer de nuevo bajo la servidumbre del tirano Carlos de Anjou. El reservado y político monarca, agradeciéndoles el amor que en ello le mostraban y la confianza que en él ponían, les pidió tiempo para consultar y deliberar con sus ricos-hombres y caballeros sobre el objeto de su misión, como quien vacilaba en aceptar aquello mismo que estaba deseando con ansia y por lo que había estado trabajando. Antes que los enviados palermitanos hubiesen obtenido respuesta del aragonés, otras dos embarcaciones con velas y pabellones negros, vestida también de luto la tripulación, arribaron al puerto de Alcoll. La una procedía de Palermo, la otra de Mesina. Embajadores de ambas ciudades, esta última a la sazón estrechada, combatida y apurada por el ejército de Anjou, fueron a suplicar de nuevo a don Pedro de Aragón acudiese en su socorro como rey y legítimo señor de Sicilia, a quien como tal aclamaban y pedían todos los sicilianos. El astuto aragonés, que en su interior se alegraba ya de la negativa del papa, que le proporcionaba aparecer como forzado a dejar la guerra de África, y a aceptar la posesión de aquel reino, quiso todavía someter la proposición de los sicilianos al dictamen y consejo de sus ricos-hombres. Contrarios fueron entre éstos los pareceres, teniendo algunos por censurable codicia y por temeraria y arriesgada empresa engolfarse en la adquisición de extraños reinos alejándose de los propios, teniendo que luchar además contra el poder todavía grande del de Anjou, contra el del monarca francés, su deudo y aliado, y contra las armas temporales y espirituales del papa. Oyó el soberano de Aragón a todos, sin contradecir directamente á nadie; mas con su especial habilidad fué secretamente inclinando los ánimos a lo que se proponía y deseaba, y fingiendo poner sus destinos en manos de Dios, la expedición Sicilia quedó acordada y resuelta, con aplauso de todo el ejército y con imponderable contentamiento de los embajadores sicilianos.

 

Hízose, pues, a la vela la escuadra con buen tiempo, y a los cinco días de navegación llegó a Trápani (30 de agosto), donde fué saludada y recibida con extraordinario júbilo. El 4 de setiembre emprendió el rey su marcha, él con el ejército por tierra, la armada por las aguas de la costa en dirección a Palermo; toda la ciudad salió a recibir al rey libertador, y entre las ruidosas y alegres aclamaciones del pueblo fué conducido bajo palio hasta el palacio imperial. Allí, ante el parlamento de todas las ciudades, fué proclamado y jurado Pedro III de Aragón por el voto unánime del pueblo, rey de Sicilia, prometiendo él por su parte que respetaría los buenos usos y costumbres del tiempo del rey Guillermo, a lo cual respondió una voz general de ¡Viva el rey!. Urgía acudir en socorro de Mesina, que atacada por las numerosas tropas de Carlos, y excomulgados sus defensores por el legado del papa, se hallaba en inminente peligro de sucumbir a pesar de la denodada resistencia de sus habitantes. El rey de Aragón y de Sicilia les socorrió desde luego con dos mil almogávares, mientras él intimaba por medio de mensajeros al de Anjou que se alejara de un reino que ya no le pertenecía, y se preparaba a ir en persona con fuerzas de mar y tierra aragonesas, catalanas y sicilianas. Asustaron al pronto a los mesineses aquellos almogávares con sus tostados, denegridos y enjutos rostros, su desordenado cabello, sus cascos y sus calzas de cuero, sus rústicas abarcas, sus lanzas cortas y sus cuchillos de monte, y no creían que gente tan agreste y desnuda les pudiera servir de gran remedio, hasta que los vieron trabajar en la defensa, y entonces ya pusieron en ellos su mayor confianza, y atrevíanse a su amparo a hacer salidas vigorosas contra los sitiadores, cuyas filas iban diezmando. En estas salidas más de diez mil franceses fueron acuchillados por los terribles almogávares. Pocas defensas cuenta la historia tan heroicas y célebres como la de Mesina. Al fin descubriendo Carlos la flota aragonesa que asomaba, dirigida por el ilustre marino Roger de Lauria, y sabedor de que el rey don Pedro avanzaba por tierra con su ejército, acompañado de Alaymo de Lantini y del famoso Juan de Procida que iba respirando venganza, el ex rey Carlos de Sicilia, el vencedor dr Manfredo y de Conradino, el que había pensado arrancar el imperio de Oriente a Miguel Paleólogo, el que se había jactado de despreciar al rey de Aragón y su pequeño reino, el inexorable sitiador de Mesina, que a no haber sido soberbio hubiera podido reconquistar otra vez toda Italia, no tuvo valor para esperar al pobre rey de Aragón, y con todas sus numerosas legiones y su formidable armada pasó por la vergüenza de retirarse precipitadamente y a media noche del campo y de las aguas de Mesina, dejando sus tiendas y equipajes para que fuesen presa de los almogávares y mesineses, trasladándose á Calabria.

 

Prosiguió el aragonés su marcha a Mesina, donde fué recibido con el entusiasmo con que se recibe a un libertador. Duraron las fiestas y regocijos más de quince días. Carlos desde Reggio oía las nuevas que le llegaban de estos festejos que a algunas leguas de él se dedicaban a su vencedor y no acertaba a moverse de Calabria: lo que hizo fué enviar el grueso de la armada a Nápoles y a Sorrento. Pero la vista de estas velas inspiró al valeroso catalán Pedro de Queralt el atrevido pensamiento de dar un golpe de mano a aquella escuadra, y aunque el almirante en jefe de la flota aragonesa era don Jaime Pérez el hijo del rey, como éste hubiera dado más pruebas de personal valor que de maestría y capacidad para la dirección de las operaciones navales, encomendó el monarca la ejecución de la arrojada empresa al mismo Queralt reteniendo a su hijo so pretexto de serle necesario para otros servicios. Nadie creía en Mesina que con una flota de veintidós galeras hubiera quien se atreviese a atacar las ochenta de que se componía la armada de Carlos. La audacia de Queralt y de sus catalanes engañó todos los cálculos. Hallábase la escuadra napolitana a la altura de Nicotera, cuando divisó con sorpresa una veintena de embarcaciones que hacia ella surcando se dirigían. Pusiéronse unas y otras naves en orden de batalla, mas no bien había dado principio la pelea, pronunciáronse en huida los primeros los písanos, hiciéronlo en seguida a su ejemplo los provenzales y genoveses, y abandonados los napolitanos bogaron a todo remo hacia Nicotera. Aprovechando este desconcierto los catalanes arrojáronse sobre los fugitivos, apresaron hasta cuarenta y cinco galeras, y ciento treinta barcos de trasporte cargados de vituallas, y cercando en seguida a Nicotera apoderáronse de la ciudad matando más de doscientos caballeros franceses. Un buque empavesado con las armas de Aragón y mandado por el intrépido Cortada partió a Mesina a llevar la feliz nueva al rey don Pedro, que hincando la rodilla dio gracias a Dios entonando el Laudate Dominun, y a su ejemplo todos los que con él estaban. El júbilo llegó en Mesina a su colmo cuando se vio arribar las veintidós galeras, ondeando sus pabellones, remolcando los buques apresados, y arrastrando por las olas las banderas enemigas.

 

Ganó el monarca aragonés gran reputación y fama de hombre generoso con el comportamiento que en esta ocasión tuvo para con los prisioneros. De los cuatro mil que se hallaban en su poder solamente retuvo a los provenzales y franceses; a los tres mil restantes, que eran italianos, los reunió y les habló de esta manera: «Hombres de allende el faro, que seguíais la causa de Carlos y ahora sois mis prisioneros, bien veis que podría hacer de vosotros lo que más me pluguiera; y en verdad si Carlos tuviera en su poder mis hombres, lo que Dios no permita, como yo os tengo en el mío, de seguro os haría morir sin piedad. Tal es el hombre a quien servíais; no seguiré yo semejantes ejemplos, que no son honrosos y útiles, y si útiles fuesen, que no lo quiera Dios, téngolos por indignos de un cristiano. Los mismos a quienes mis gentes han hecho prisioneros con vosotros, y que no son como vosotros de sangre latina, tampoco los condenaré a muerte; los pondré, sí, a recaudo, para que no hagan mal ni al pueblo cuya causa defiendo ni a los míos. Por lo que a vosotros hace, os doy libertad. Naves catalanas cargadas de víveres os trasportarán a vuestro país. Id, pues, y llevad a vuestros compatriotas esta carta sellada con el sello de Aragón, porque ni a ellos ni a vosotros os considero yo como los enemigos naturales del rey que os habla, ni de sus amigos los sicilianos. Llevad, repito, esta carta a los hombres de la Calabria, de la Pulla y de la Basilicata, para que sepan quién es el rey de Aragón : ella os asegura la libre entrada en los puertos de esta isla y de mis reinos de España, si quieren llevar a ellos sus mercancías, no para que vayan a hacer mal. Id, pues; pero guardaos de pagarme esta merced volviéndoos de nuevo contra nosotros : porque si otra vez cayeseis en nuestras manos, entonces no podría menos de condenaros a muerte.» Encantados quedaron todos con este discurso, y prorrumpieron en vivas al rey de Aragón: Muchos prefirieron quedarse a su servicio: los que optaron por marcharse fueron provistos de víveres y de una libra tornesa por cada uno; facilitándoseles barcos de trasporte, y aquellos hombres derramándose por su país iban pregonando alabanzas del nuevo rey de Sicilia.

 

Cuando Carlos supo la generosa acción del aragonés, dice un escritor italiano de aquel tiempo, hubiera querido morirse. En su desesperación, dice otro historiador florentino, púsose a morder el bastón rabiosamente.  El rey de Aragón y de Sicilia hizo una excursión a Catana, recibiendo allí demostraciones de aprecio en todas las poblaciones del tránsito. Allí suprimió unos impuestos, rebajó otros, abolió el odioso derecho relativo al armamento de los buques, y aseguró que jamás impondría tributos de su propia y sola autoridad. Diéronle ellos espontáneamente un subsidio para el sostenimiento de la guerra, y regresando a Mesina expidió un edicto dando fuerza de ley a todo lo hecho en el parlamento de Catana. Con toda esta política obraba el aragonés, y de esta manera iba afianzando su autoridad y su prestigio en el nuevo reino.

 

Así las cosas, un nuevo suceso vino a darles bien diferente giro. El mismo día que entró el rey don Pedro en Mesina de regreso de Catana (24 de octubre), encontróse con un religioso de la orden de predicadores, Fr. Simón de Leontini, encargado de decirle de parte de Carlos, rey de Napóles, que habiendo invadido la Sicilia y robádole sin derecho ni provocación sus tierras, estaba dispuesto a convencerle de ello en combate singular, poniendo por juez de su pleito la espada. Este inopinado desafío del de Anjou, que tan celebre se hizo en la historia por sus circunstancias y consecuencias, no era acaso solamente ni un rasgo de valor ni un arranque de odio; era tal vez al propio tiempo un cálculo y un pensamiento político. Carlos no se contemplaba seguro en la Calabria, donde el descontento y el espíritu de rebelión fermentaba y se agitaba sordamente, y conveníale arrojar de allí al aragonés con un pretexto honroso. Discurría también que no pudiendo el rey de Aragón dejar de admitir un reto, que pensaba se realizase lejos de allí, por una parte aquello mismo envolvía en sí la necesidad de una tregua, por otra los mismos sicilianos dirían: «y ¿qué rey es este que así nos deja y así compromete nuestra suerte por aventurarlo todo al trance y éxito incierto de un combate personal?» Y esto produciría naturalmente general disgusto contra el de Aragón, y tal vez un levantamiento de reacción en la Sicilia. La idea, pues, de Carlos era un artificio diabólico de una cabeza no vulgar. Hízole decir don Pedro que no era negocio aquel para tratado por medio de un fraile, y en su vista le envió Carlos los principales señores de su reino con orden de que no le hablasen sino en plena corte y en presencia de todos. Llegados estos mensajeros a Mesina, y congregada la corte de don Pedro, le dijeron en pública asamblea: —Rey de Aragón, el rey Carlos nos envía a deciros que sois un desleal, porque habéis entrado en su reino sin declararle la guerra. — Decid a vuestro señor, contestó el de Aragón ardiendo en cólera, que hoy mismo irán mis mensajeros a responder en sus barbas a la acusación que os habéis atrevido a pronunciar en las nuestras: retiraos.

 

Retiráronse éstos, y no habían pasado seis horas cuando los enviados del aragonés surcaban ya las olas en dirección de Reggio. Puestos allí en presencia de Carlos, sin otro saludo le dijeron: «Rey Carlos, nuestro señor el rey de Aragón nos envía a preguntaros si es cierto que habéis dado orden a vuestros mensajeros para proferir las palabras que hoy han pronunciado delante de él. — No sólo es verdad, respondió Carlos, sino que quiero que de mi propia boca sepa el rey de Aragón, sepáis vosotros y el mundo entero, que yo les he ordenado las palabras que habían de decir, y que ahora las repito en vuestra presencia. — Pues nosotros os decimos de parte de nuestro señor el rey de Aragón, que mentís como un bellaco, que él en nada ha faltado a la lealtad; os decimos en su nombre que quien ha faltado habéis sido vos, cuando vinisteis a atacar al rey Manfredo y asesinasteis al rey Conradino; y si lo negáis, os lo hará confesar cuerpo a cuerpo. Y aunque reconoce vuestro valor y sabe que sois un brioso y esforzado caballero, os da a elegir las armas, puesto que sois más anciano que él. Y si esto no os conviene, os combatirá diez contra diez, cincuenta contra cincuenta, o ciento contra ciento. — Barones, contestó Carlos, mis enviados os acompañarán hoy mismo, y sabrán de boca del rey de Aragón si es cierto lo que nos acabáis de decir de su parte; y si es así, que jure ante mis enviados, por la fe de rey y sobre los cuatro evangelios, que no se retractará nunca de lo que ha dicho: después regresad con ellos, y yo haré el propio juramento ante vosotros. Un día me basta para escoger entre los tres partidos que me ofrece, y cualquiera que elija, le sostendré como bueno. Luego acordaremos él y yo ante qué soberano habremos de combatirnos, designaremos el lugar de la batalla, y tomaremos el más breve plazo posible para la pelea. — Convenimos en todo,» contestaron los de don Pedro. Después de muchas y recíprocas embajadas, concertáronse los dos príncipes en que el combate sería de ciento contra ciento: designaron por arbitro al rey Eduardo de Inglaterra, y por lugar para la batalla en Burdeos, capital de Guiena y Gascuña y terreno neutral como perteneciente entonces a aquel monarca. Los dos juraron y firmaron solemnemente la carta de duelo (30 de diciembre 1282), y con ellos cuarenta principales barones de cada parte.

 

En el principio de estas negociaciones había significado el francés al de Aragón que le parecía conveniente hubiese una tregua hasta salir de aquel reto, a lo cual contestó el aragonés, «que no quería paz ni tregua con él, que le buscaría y le haría todo el daño que pudiese, de presente y de futuro, y que tampoco esperaba de él otra cosa; que tuviese entendido que le atacaría en Calabria cuando le pareciese, y que si quería no había necesidad de molestarse en ir a Burdeos para batirse.» En efecto, a los pocos días, y en el silencio de la noche, despachó quince galeras con cinco mil almogávares hacia Catana. Todo el mundo dormía cuando ellos llegaron: la mayor parte de las tropas que guarnecían el lugar fueron pasadas a cuchillo, las demás huyeron, y los almogávares recogieron no poco dinero y despojos. Desde allí se derramaron estos terribles soldados por los bosques de la comarca de Reggio, anidando, según la expresión feliz del historiador, como aves de rapiña, para caer en bandadas y grupos sobre los ganados y sobre las pequeñas aldeas, llegando a veces en sus audaces correrías hasta los muros mismos de Reggio donde se hallaba el rey Carlos. Al fin, terminado el año 1282 tan fecundo en sucesos, abandonó Carlos aquella ciudad para ir a buscar cerca del papa Clemente y el rey de Francia Felipe el Atrevido, su sobrino, ayuda y consejos. Tan luego como Carlos salió de Reggio, fue llamado e ella el rey de Aragón, donde se repitieron con él los obsequios de Palermo y de Mesina (14 de febrero, 1253). Desde allí internándose con sus almogávares en el país, no dejaba reposar en parte alguna al príncipe de Salerno, hijo de Carlos, que había quedado gobernando la Calabria, y no había guarnición francesa que se contemplara segura. Llegaron los aragoneses, dice Muntaner, a infundir tal terror, que el solo grito de ¡Aragón! equivalía a la mitad del triunfo. Así multitud de villas y lugares de Calabria se entregaron al rey don Pedro y recibieron guarnición aragonesa, hasta el punto de poder dar el condado de Módica, que se componía de catorce villas, al francés Enrique de Clermont que por una ofensa recibida del de Anjou se pasó al servicio del aragonés.

 

Había el rey don Pedro encomendado a Juan de Prócida y a Conrado Lancia que fuesen a Cataluña a buscar la reina y los infantes sus hijos, para que tomaran en su ausencia el gobierno de Sicilia, y el 12 de abril (1283) la ciudad de Palermo prorrumpió en demostraciones de júbilo al ver en su seno a la hija de Manfredo, la reina Constanza, con sus tres hijos, Jaime, Fadrique y Violante. Pocos días después el rey don Pedro tuvo el placer de abrazar en Mesina a su esposa y a los infantes (22 de abril). Congregado allí el parlamento del reino, expuso el monarca en los siguientes términos las disposiciones que tenía adoptadas al dejar la isla: «Sicilianos, les dijo; me veo precisado a ausentarme de una tierra que amo tanto como a mi propia patria. Voy a confundir a la faz de la cristiandad entera a nuestro soberbio enemigo, y á vengar mi nombre ante el juicio de Dios. Por amor vuestro ¡oh sicilianos! he arriesgado mi nombre, mi persona, mi reino y hasta mi alma a los azares de la fortuna. No me arrepiento de ello al ver esta empresa venturosamente acabada por la mano del Señor Todopoderoso, lejos de Sicilia el enemigo, perseguido y humillado, restauradas vuestras leyes y vuestras libertades, y vosotros todos gozando de prosperidad y de gloria. Os dejo una armada victoriosa, capitanes experimentados, ministros fieles, y os entrego, en ñn, vuestra reina y los nietos de Manfredo. Os confío estos hijos, pedazos queridos de mis entrañas: encomendados a vosotros, nada temo por ellos, ¡oh sicilianos! Y puesto que son tan inciertos los trances de la guerra, quiero dejaros una nueva prenda de vuestros derechos. A mi muerte tendrá mi hijo Alfonso los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia: mi segundo hijo Jaime me sucederá en el reino de Sicilia. La reina y Jaime serán en mi ausencia vuestros virreyes. Mantened vosotros vuestra fidelidad al imperio paternal, fuertes contra los enemigos, y sordos a las asechanzas de los que buscaban sólo las mudanzas para venderos.»

 

Los sicilianos, que temían que el monarca libertador quisiera acaso hacer su antiguo reino una dependencia y como una provincia del de Aragón, oyeron con beneplácito y regocijo este discurso, al ver que se le destinaba a tener un rey propio y una corona hereditaria. Nombró al anciano, virtuoso y fiel Alaymo de Lantini gran Justicier del reino; dio el cargo de primer almirante a Roger de Lauria ; a Juan de Prócida el de Gran Canciller de Sicilia; el mando del ejército de tierra al catalán Guillen Galcerán de Castella, con el condado de Catanzaro, una de sus conquistas de Italia, distribuyendo los empleos inferiores entre catalanes y sicilianos, y dejando prevenido que no se hiciese cosa alguna en su ausencia sin conocimiento de la reina, despidióse afectuosa y tiernamente de ésta y de sus hijos (26 de abril), y partió de Mesina en dirección de Trápani.

 

Habíase antes de esto fraguado una conspiración contra el monarca aragonés, en la cual entraban el príncipe de Salerno, hijo del rey Carlos, el conde destituido de Módica Federico Mosca, y Gualtero de Calatagirona, siendo lo notable y lo extraño que este último había sido de los cuarenta firmantes de la carta de desafío de 30 de diciembre por la parte del rey de Aragón, y uno de los que solicitaron ser de los cien campeones escogidos para el combate de Burdeos. Tanta suele ser la mudanza de los hombres. El objeto de la conjuración era volver a entregar la soberanía de Sicilia al rey Carlos, y la insurrección estalló en nombre de Gualtero en el Val di Noto. Quiso el rey don Pedro dejar apagado el fuego de aquella rebelión antes de su venida a España, y encomendó esta empresa a su hijo don Jaime y al prudente y leal Alaymo de Lantini, el hombre de más prestigio e influjo, y también el hombre de más confianza que tenía el soberano aragonés en la isla. Condujese Alaymo con tal actividad y destreza, y tan mágico fué el efecto que en el país produjo su nombre, que antes de salir el rey don Pedro de Trápani la sublevación quedó sofocada, reducidos a la obediencia los pueblos que se habían alzado, y presos los principales conspiradores. Mandó don Pedro condenar a muerte a estos últimos, y que se vigilara cuidadosamente a Gualtero, a quien el infante don Jaime, en premio de su sumisión, había puesto en libertad. Con esto, y como fuese ya el 11 de mayo, y faltaran sólo veinte días para la liza de Burdeos, señalada para el 1° de junio, dióse el rey de Aragón a la vela en el puerto de Trápani con una nave y cuatro galeras guiadas por el acreditado marino Piamón Marquet. Grandes peligros corrió la pequeña flota en esta navegación, arrojándola los vientos unas veces a la costa de África, otras a las aguas de Menorca, manteniéndose siempre imperturbable el rey. Al fin los vientos cambiaron, y pudo la expedición arribar después de mil trabajos al grao de Culleras. El 18 de mayo don Pedro III de Aragón, conquistador de Sicilia, se hallaba en su ciudad de Valencia.

 

En este intermedio el papa Martín IV, el amigo de Carlos y de los franceses, no pudiendo sufrir en paciencia que el monarca aragonés se hubiera alzado con el reino de Sicilia, fulminaba excomuniones una tras otra contra el rey don Pedro, y haciéndole un largo capítulo de cargos, y no hallando en él acción que no fuese criminal desde el armamento y expedición a Berbería, califícando de pérfidas sus embajadas a Roma, atribuyéndole haber excitado a la rebelión a los de Palermo, llameando fraudulenta la ocupación de Sicilia, cuyo reino había dado la Iglesia al príncipe Carlos, y por último, perdonándole menos que nada el negar a la Santa Sede el feudo y homenaje que su abuelo el rey Pedro II le había reconocido, le declaraba, como a vasallo traidor y desleal, depuesto y despojado del reino de Aragón (21 de marzo, 1283), excomulgadas las personas y entredichos y privados de los sacramentos de la Iglesia los pueblos que le obedeciesen, relevados sus súbditos del juramento de fidelidad, facultado todo príncipe cristiano para apoderarse de sus reinos, pero reservándose el derecho de disponer de ellos y darlos a quien bien le pareciese. En cuanto al desafío, no sólo le reprobaba como contrario a los preceptos del Evangelio y prohibido a cualquier persona particular, cuanto más a los príncipes coronados que rigen y gobiernan los pueblos, sino que expidió letras apostólicas al mismo Carlos, inhibiéndole de concurrir al combate, y excomulgando a todos los que a él asistieran, mandando al propio tiempo al rey Eduardo de Inglaterra, bajo la misma pena de excomunión, que en manera alguna fuese el juez de la liza, ni guardase el campo ni permitiese siquiera a ninguno de los combatientes entrar en territorio de Gascuña. En su virtud, y siendo por otra parte el rey de Inglaterra amigo de los dos príncipes, y llevando por lo tanto a mal aquel duelo, negóse abiertamente a presidir la lucha y a ser guardián del palenque, y así se lo comunicó por cartas y embajadas a Carlos de Anjou, a Pedro de Aragón, y hasta al príncipe de Salerno.

 

Mas ya en Aragón se habían alistado hasta ciento y cincuenta campeones que aspiraban a pelear con su rey en la liza, catalanes y aragoneses la mayor parte, pero en que había también alemanes y sicilianos, y hasta un hijo del emperador de Marruecos que había prometido hacerse cristiano si el rey de Aragón quedaba triunfante. En Francia se habían inscrito hasta trescientos caballeros, contándose entre los ciento primeros cuarenta provenzales y sesenta franceses, y el mismo rey de Francia Felipe el Atrevido quiso que constara su nombre entre los campeones de su tío Carlos de Anjou. Llegó éste a Burdeos el 25 de mayo, e hizo construir a toda prisa un gran palenque, largo y estrecho, rodeado de gradas como un anfiteatro, con dos departamentos para los dos bandos enemigos, guarnecidos de empalizadas y de fosos, pero destinando para los de Aragón uno que conducía a un callejón sin salida, a los de Carlos el otro en que se hallaba la única puerta por donde todos habían de entrar. Esta circunstancia indujo la general sospecha y rumor de que los franceses tenían el proyecto de ocupar esta puerta por fuera y hacer una matanza en los aragoneses si salían victoriosos. Daba consistencia a esta voz alarmante el ver todos los caminos y cercanías de Burdeos militarmente ocupados por franceses, el aparato con que se presentó el rey de Francia, y las expresiones imprudentes y amenazadoras que no reparaban en proferir sus soldados.

 

Don Pedro de Aragón, que por cierto no era hombre que pecara ni de cobarde ni de incauto, noticioso de la sospechosa actitud de los franceses, y no queriendo por una parte faltar a la liza y dar con ello ocasión a que se le murmurara de hombre sin corazón y sin palabra, mas tomando por otra las debidas precauciones para no ser víctima de asechanzas desleales, ordenó a sus campeones que concurriesen diseminados a Burdeos para el día señalado, y él con tres caballeros de su confianza se encaminó de Valencia a Tarazona, donde tuvo una rápida entrevista con el infante don Sancho de Castilla, que andaba entonces levantado y en guerra contra su padre. Desde allí envió secretamente a Gilabert de Cruyllas a preguntar al senescal de Eduardo de Inglaterra en Burdeos si le aseguraba el campo, y él prosiguió su camino de la manera siguiente. Concertóse bajo juramento de fidelidad y de reserva con un aragonés llamado Domingo de la Higuera, traficante en caballos y conocedor de todos los caminos y veredas de uno y otro lado del Pirineo, en que el rey y sus tres caballeros irían disfrazados y pobremente vestidos como si fuesen los criados y sirvientes del rico mercader. Llevaba el rey una vieja capa azul, una maleta común a la grupa de su caballo, en la mano un venablo de caza, cota de malla debajo del vestido y un yelmo bajo el capuchón que le cubría la cabeza. En los alojamientos o posadas, Domingo de la Higuera, que se distinguía por la decencia de su traje, comía aparte, servido por sus criados, y principalmente por el rey. De esta manera, salvando todos los peligros, llegaron el 31 de mayo a las puertas de Burdeos. Inmediatamente envió a Berenguer de Peratallada a la ciudad para que viese a Gilabert de Cruyllas, y le encargase decir al senescal del rey de Inglaterra que un amigo suyo deseaba hablarle y le esperaba fuera de la ciudad. Acudió el senescal Juan de Greilly: acercándose a él don Pedro le dijo: «El rey de Aragón me envía secretamente a preguntaros si el rey de Inglaterra y vos en su nombre le aseguraréis el campo y podrá venir sin peligro. — Decid a vuestro rey, le contestó el senescal, que de ninguna manera; que habiendo el rey Eduardo rehusado ser juez del campo y protestado contra el duelo, ni él ni yo somos parte en este negocio, y mucho menos apoderadas como se hallan de Burdeos y su comarca las tropas francesas. — Pues al menos, replicó el supuesto enviado, ruégoos me hagáis la merced de enseñarme el palenque.» Hízolo así el senescal, y tan luego como llegaron al sitio, echando don Pedro su capuchón a la espalda: «Yo soy el mismo rey de Aragón, le dijo; conocedme.» Asombrado Greilly le aconsejó que huyera, mas el aragonés no quiso hacerlo sin reconocer antes el palenque; dio una vuelta al área de la liza, e hizo que allí mismo se levantara acta firmada por el senescal y un notario para que constase que él había cumplido su palabra y empeño de comparecer, y que si no se realizaba el combate la culpa no era suya sino de su competidor, que con sus alarmantes medidas había faltado a las leyes del duelo. Con esto dejó al senescal sus armas en testimonio de haber concurrido personalmente, y partiendo otra vez camino de Bayona, regresó a España por Fuenterrabía.

 

Presentóse Carlos al día siguiente (1° de junio, 1283) en la liza, y como viese que no comparecía el rey de Aragón, llamábale ya en alta voz traidor y cobarde : mas habiéndole presentado el senescal el acta de comparecimiento, descargó en él su furia mandándole prender, si bien tuvo que ponerle pronto en libertad por la conmoción que excitó en Burdeos el atentado. Centelleaba Carlos de cólera al ver así burlados todos sus designios: proclamaba que el rey de Aragón era « peor que los demonios del infierno,» y se vengó en despachar correos por todas partes pregonando injurias contra el monarca aragonés. Tal fue el dramático remate de aquel famoso duelo que tenía en expectativa a todas las naciones y príncipes de Europa, y que de ningún modo hubiera podido ya ser legal, puesto que además del ostentoso aparato de tropas y de las sospechosas disposiciones con que se había presentado uno de los contendientes, habiéndose negado el rey de Inglaterra a ser el mantenedor y juez del combate, faltaban todas las condiciones del convenio de 30 de diciembre; y el rey de Aragón, sobre no estar obligado a una lid sin las debidas y pactadas formalidades, obró muy cautamente en no fiarse en la lealtad de quien había llevado al cadalso a Conradino.

 

Muy de otra manera y con mayor ventura corrían para el rey don Pedro de Aragón las cosas de Sicilia que las de su propio reino después de su salida de Mesina y de su regreso de Burdeos. Allá el gobierno siciliano, compuesto de la reina doña Constanza, del infante don Jaime, de Alaymo de Lantini, Juan de Prócida, Roger de Lauria y Galcerán de Castella, manejaba los negocios con admirable tacto y prudencia y con gran vigor y energía. El destronado rey Carlos y su hijo el príncipe de Salerno aprestaban dos escuadras, en Marsella el uno, en Nicotera el otro, con intento de recobrar la Sicilia, contando con una sublevación que al propio tiempo había de levantar en el país aquel Gualtero de Calatagirona, el mismo que movió la rebelión primera, y que hecho prisionero y puesto generosamente en libertad fue mandado vigilar por el rey don Pedro, conocedor de su carácter, al partir de Trápani para España. Con efecto, el intrépido, constante y arrebatado Gualtero se anticipó a revolver las poblaciones de Val di Noto antes que llegasen las escuadras, y acudiendo con prontitud los gobernadores del rey de Aragón, a los pocos días Gualtero y sus principales cómplices, cogidos con las armas en la mano, eran ejecutados en la plaza de San Julián por sentencia del Gran Justicier Alaymo de Lantini. Frustrado aquel golpe, las escuadras de Marsella y Nicotera se dirigieron a atacar a una pequeña flota del rey de Aragón que combatía el castillo de Malta, el cual se conservaba por Carlos de Anjou. La reina Constanza no se descuidó en enviar allá al almirante Roger de Lauria con veintiuna galeras catalanas y sicilianas. Dióse, pues, en las aguas de Malta uno de los combates navales más sangrientos y terribles de aquel tiempo, pero merced a la serenidad y destreza del almirante Lauria y al arrojo de los catalanes que al grito formidable de “Aragón y a ellos” saltaron impetuosamente espada en mano sobre las naves enemigas, el triunfo de los de Aragón y Sicilia fue completo, aunque costoso: quinientos habían sido muertos o heridos; de estos últimos lo fue el mismo almirante Lauria por el jefe de la escuadra provenzal Guillermo Cornuto, pero arrancándose el venablo con su propia mano le arrojó sobre su rival y le atravesó el pecho de parte a parte. Cerca de ochocientos provenzales y calabreses fueron echados al mar para pasto de los pescados, otros tantos quedaron prisioneros. Malta se rindió a las armas de Aragón, y pronto se vio arribar a las playas de Mesina la triunfante escuadra de Roger de Lauria, remolcando los buques enemigos apresados, y llevando abatidas a la proa en señal de derrota las banderas de Anjou y de San Víctor de Marsella. Y no contento con esto el bravo almirante siciliano, surca de nuevo los mares con su flota, se interna arrojada y temerariamente en la bahía misma de Nápoles, incendia los buques y almacenes del puerto, y vuelve otra vez triunfante a invernar en Mesina.

 

Al año siguiente (1284), el hijo del destronado Carlos, príncipe de Salerno, llamado Carlos el Cojo, que no perdonaba medio para realentar en Italia la abatida causa de su padre y restablecer su influencia en Sicilia, armó otra nueva escuadra en que quiso ir él mismo, y en que se embarcaron con él los principales barones y condes del reino. Grande era la confianza que llevaban esta vez, aun sabiendo que tendrían que pelear con el infatigable y temible Roger de Lauria: iban, dice un escritor italiano, como a un festín de boda, y aun dejaron ordenados los festejos con que habían de celebrar el triunfo. No les duró mucho la ilusión del prematuro gozo. El almirante de la flota aragonesa, fingiendo huir, los fue alejando de la costa; cuando ambas armadas se vieron en alta mar, vuelve proas de improviso la de Aragón, y al grito de ¡Aragón y Sicilia! cae el ejército siciliano-catalán sobre las naves angevinas, y aterra, destroza, inutiliza velas y soldados. Al irse al fondo la galera principal de los de Napóles, perforada por un marino siciliano, se oyó una voz que dijo: «Vuestros somos: ¿hay entre vosotros algún caballero?Yo lo soy, contestó Roger de Lauria. — Almirante, repuso entonces aquel hombre, pues que la fortuna os ha sido propicia, recibidme a mí y a mis nobles compañeros: soy el príncipe.» Era el príncipe de Salerno, el hijo de Carlos de Anjou. Roger de Lauria le hizo pasar a su galera, junto con otros nobles personajes franceses e italianos. Afírmase que murieron en esta batalla hasta seis mil de entre una y otra armada, y que quedaron prisioneros ocho mil angevinos con cuarenta y cinco de sus galeras. Sabida en Nápoles esta derrota, alborotóse el pueblo gritando: ¡Muera Carlos! ¡Viva Roger de Lauria! y por espacio de dos días se entregó a saquear las casas de los franceses; mas la nobleza se mostró contraria al movimiento popular, y quedó éste por entonces sofocado. Cuando el viejo Carlos de Anjou supo el desastre de su hijo y la actitud del pueblo napolitano, partió furioso a Nápoles, arribó a su golfo y en su ciega cólera quería poner fuego a la ciudad. Un tanto templado por la intercesión de los nobles y del delegado del papa, expidió un edicto de perdón; pero edicto de perdón, que no creyó infringir ahorcando a más de ciento y cincuenta napolitanos.

 

De todas partes llegaban a Carlos noticias funestas. Roger de Lauria enseñoreaba aquellos mares, y las poblaciones de ambas Calabrias se levantaban sacudiendo la dominación del rey de Nápoles y enarbolando la bandera de Sicilia. Tan repetidos desastres y disgustos traían a Carlos devorado de pesadumbre y consumido de enojo y de melancolía, y pasó el resto del año sufriendo padecimientos de cuerpo y de espíritu, que al fin le ocasionaron la muerte, sucumbiendo en Foggia a los principios de 1285 (7 de enero), con tanto sentimiento de los Güelfos como satisfacción de los Gibelinos, a la edad de 65 años. Carlos de Anjou, gobernando con más equidad, hubiera podido ser el soberano más poderoso de Europa, señor de toda Italia, y acaso del imperio de Oriente: su tiránica dominación le hizo perder la Sicilia, apenas le obedecía ya Nápoles, y con toda la protección de Roma y de Francia murió sin gloria y sin poder, desairado y consumido de amargos pesares. A poco tiempo le siguió al sepulcro (29 de marzo) su decidido patrono el papa Martín IV, el gran enemigo y perseguidor de Pedro de Aragón. Este pontífice, perseverante en disponer de la corona siciliana, había nombrado regente del reino por muerte de Carlos a Roberto, conde de Artois, hasta que el príncipe de Salerno, hijo y heredero de Carlos, prisionero en Mesina, recobrara su libertad. No pensaban así respecto a este ilustre prisionero las poblaciones sicilianas, que todas pedían fuese condenado a muerte en expiación de la sangre de Conradino, injustamente derramada en un cadalso por su padre. En efecto, Carlos el Cojo fue sentenciado a pena capital, y habíale sido ya intimada la sentencia, que había de ejecutarse un viernes. Pero la reina doña Constanza de Aragón y de Sicilia, impulsada de un sentimiento generoso, no permita Dios, dijo, que el día que fue de clemencia y de misericordia para el género humano (aludiendo a la muerte del Redentor), le convierta yo en día de cólera y de venganza. Hagamos ver que si Conradino cayó en manos de bárbaros, el hijo de su verdugo ha caído en manos más cristianas: que viva este desgraciado, puesto que él no ha sido tampoco el culpable. Suspendióse, pues, la ejecución del príncipe de Salerno, a quien reclamaba el rey don Pedro desde Cataluña; pero fue retenido allí, por temor de aventurar su persona que tanto importaba para la conservación de la isla.

 

Dejamos indicado que las cosas del reino de Aragón después del desafío de Burdeos habían llevado para el rey don Pedro harto más desfavorable rumbo que las de Sicilia, y así fue. Después de aquel suceso, el sobrino de Carlos de Anjou, Felipe el Atrevido, rey de Francia, que dominaba también entonces en Navarra, ya no tuvo consideración alguna con el aragonés y dio orden a las tropas francesas para que en unión con los navarros entraran por las fronteras de Aragón, y en su virtud se apoderaron de algunos lugares y fortalezas de este reino. Era la Francia ya una nación poderosa, y el rey don Pedro, para conjurar esta tormenta, buscó la alianza de Eduardo de Inglaterra por medio del matrimonio de su hijo y heredero don Alfonso con la princesa Leonor, hija del monarca británico. Aceptado estaba ya el consorcio y la alianza por parte del inglés, cuando el papa Martín IV, enemigo irreconciliable del de Aragón, expidió una bula oponiéndose enérgicamente a este enlace y declarándole ilícito y nulo por el parentesco en cuarto grado que entre los dos príncipes mediaba (julio, 1283) y el matrimonio quedó suspendido. Esto no fue sino el anuncio de las primeras adversidades que se preparaban contra el monarca de Aragón.

 

Para proveer a las cosas de la guerra de Francia había convocado cortes generales de aragoneses en Tarazona. Aquí comenzaron para el rey don Pedro las grandes borrascas que dieron nueva celebridad a este reinado sobre la que ya le había dado la ruidosa conquista de Sicilia. Dolíales a los aragoneses verse privados de los divinos oficios y de los sacramentos y bienes de la Iglesia por las terribles censuras que por sentencia pontificia pesaban sobre todo un reino que á ninguno cedía en religiosidad y en fe. Veíanse amenazados de una guerra temible por parte de un monarca vecino que tenía fama de muy poderoso, y contaba con la protección decidida de Roma y dominaba en Navarra.

 

Sentían ver distraídas las fuerzas de mar y tierra del reino en la guerra de Calabria y de Sicilia, y a muchos ni halagaba ni seducía la posesión de un reino lejano, que costaría trabajos y sacrificios conservar, y que por de pronto había dado ocasión a llevarles la guerra a su propia causa. Disgustábales la política reservada y misteriosa del rey, que por sí y secretamente acometía empresas grandes, acostumbrados como estaban a que los reyes sus mayores no emprendieran cosa ni negocio alguno sin el consejo de sus ricos-hombres y barones. Tenían por cierto que se pensaba en imponerles para las atenciones de la guerra el tributo del bovage, el de la quinta del ganado, y otras cargas e imposiciones a que ya anteriormente se habían opuesto. Quejábanse por último de agravios hechos por el rey a sus fueros, franquicias y libertades. Mostrábase en esto unánime la opinión; y ricos-hombres, infanzones, caballeros, procuradores y pueblo todos pensaban de la misma manera. Todas estas quejas las expusieron en las cortes de Tarazona (1283), pidiendo que ni en la guerra con Francia ni en otra alguna se procediese sin consulta y acuerdo de los ricos- hombres según costumbre, y que se les confirmasen sus privilegios, añadiendo que cada día crecían los desafueros y opresiones que recibían de los oficiales reales, de los recaudadores de las rentas, que eran judíos, y de jueces extranjeros de otras lenguas y naciones, y que pues súbditos agraviados y oprimidos no podían ser buenos vasallos del rey ni servirle con gusto, esperaban pusiese remedio a todo.

 

Quiso el rey aplazar la contestación a estas demandas para cuando se desembarazase de la guerra. En su vista uniéronse todos y se juramentaron para la defensa común de sus fueros, franquezas y libertades; bajo el pacto de que si el rey contra fuero procediese contra alguno de ellos, sin previa sentencia del Justicia de Aragón y consejo de los ricos-hombres, todos juntos, y cada uno de por sí se defendieran, y no estuvieran obligados a tenerle por rey y señor, y recibirían al infante su hijo: y que si éste no les hiciese justicia, tampoco le obedecerían a él ni a ninguno que de él viniese en ningún tiempo. Tal resolución y arrogancia movió al rey de Aragón a prorrogar las cortes para Zaragoza, con promesa de que allí, oídas sus quejas y agravios, los enmendaría y remediaría. En estas cortes (octubre, 1283), se pidió al rey la confirmación de todos los antiguos privilegios, fueros, cartas de donaciones de los reinos de Aragón, Valencia, Ribagorza y Teruel: que los ricos-hombres mesnaderos, caballeros, infanzones, ciudadanos y procuradores de las villas fuesen repuestos en la posesión de las cosas de que habían sido despojados desde el tiempo de su abuelo don Pedro II: que no se hiciesen pesquisas de oficio y sin impedimento de parte: que los jueces fuesen todos naturales del reino: que el rey no pusiese justicias en villa o lugar que no fuese suyo: que se aboliese el tributo de la quinta; y, por último, que se volviese a cada clase del Estado todos los privilegios y preeminencias de que habían gozado antes á fuero de Aragón: en lo cual todos estaban conformes, «teniendo concebido en su ánimo tal opinión, que Aragón no consistía ni tenía su principal ser en las fuerzas del reino, sino en la libertad; siendo una la voluntad de todos, que cuando ella feneciese se acabase el reino.» El rey, atendida la conformidad y unanimidad que en esto había, les otorgó y confirmó cuanto le demandaban. Este fue el famoso Privilegio General de la Unión, base de las libertades civiles de Aragón, tantas veces comparado por los políticos a la Carta Magna de Inglaterra, y que en realidad más que un nuevo privilegio era la confirmación escrita de los que de muy antiguo gozaban ya los aragoneses.

 

Los valencianos a su vez reclamaron ser juzgados a fuero de Aragón, con arreglo a un privilegio de don Jaime el Conquistador; y don Pedro, puesto ya en el camino de las concesiones, accedió igualmente a su demanda. Mas como luego fuese a Valencia a activar los preparativos de la guerra, y mientras los aragoneses reunidos en la iglesia mayor de San Salvador ratificaban el juramento de Tarazona, y se obligaban a la unión con mutuos rehenes, y nombraban conservadores del reino, y establecían ordenanzas y procedimientos contra los transgresores, el rey don Pedro buscaba en Valencia un apoyo contra Aragón, y con amenazas obligó a los valencianos a que desecharan el fuero aragonés, y se rigieran por el fuero particular de Valencia, pregonándose públicamente por la ciudad que quien no quisiese vivir bajo aquellas leyes saliese del reino en el término de diez días y bajo la pena de la vida y de la hacienda.

 

Prometíase el rey don Pedro y esperaba hallar más propicios o menos exigentes a los catalanes, sus más activos auxiliares y sus más fieles servidores en la empresa de Sicilia y en la guerra de la Pulla y la Calabria. Mas como en las cortes que seguidamente tuvo en Barcelona le presentasen también algunas quejas de agravios (enero, 1284), apresuróse o confirmarles todos los usages, privilegios y fueros que tenían de los condes y reyes sus antecesores, los alivió del bovage y los relevó del odioso impuesto de la sal. En recompensa y agradecimiento le ofrecieron un apoyo eficaz para la guerra de Francia, y hasta el clero, no obstante estar el papa en contra de su soberano, puso o su disposición las rentas de la Iglesia. Mas como los aragoneses vieran que el rey difería repararles los agravios, y sospecharan que intentaba emplear el ejército catalán contra los de la Unión, enviáronle a decir en cuanto a lo primero, que hasta que lo cumpliese no esperara que fuesen en su servicio, y en cuanto a lo segundo, que no permitirían de modo alguno que gente extranjera pisara el suelo aragonés, para lo cual se favorecerían de quien pudiesen; y para más asegurarse los de la Unión, procedieron a ajustar por sí y como de poder a poder treguas con los navarros. No se vio en parte alguna ni nobleza más altiva, ni pueblo más celoso de su libertad, ni autoridad real más cercenada por los derechos y franquicias populares.

 

Como si fuesen pocas estas contrariedades que al gran rey don Pedro se le suscitaban dentro de sus dominios y por sus propios súbditos para mortificarle y detener el vuelo a los ímpetus de su animoso corazón, vínole de fuera otra, que por su carácter y procedencia fue la mayor de todas. Su incansable enemigo el papa Martín IV, que no le perdonaba nunca la ocupación de la Sicilia, no contento con haberle excomulgado y privado del reino, y en virtud de la facultad de disponer de sus dominios que en la sentencia de deposición se había reservado, ofreció la investidura de los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia al rey Felipe de Francia para cualquiera de sus hijos que no fuese el primogénito, haciéndole donación de ellos en nombre de la Iglesia, para que los poseyese perpetuamente por sí y por sus sucesores como legítimo rey y señor de ellos, estableciendo el orden y las condiciones de sucesión, facultando al monarca francés para que con el favor de la Iglesia y por la fuerza de las armas hiciera a don Pedro de Aragón evacuar el territorio de los que por sentencia pontificia habían dejado de ser sus Estados, y dándole para ello por tres años las décimas de todas las rentas eclesiásticas del reino. Aceptado, después de algunos reparos por el rey de Francia el ofrecimiento, fue elegido para rey de Aragón su hijo Carlos de Valois de acuerdo con el legado pontificio encargado de la negociación, el cual en señal de investidura puso sobre la cabeza de Carlos su sombrero de cardenal, de cuyo acto y de no haber llegado a reinar fue comúnmente llamado Rey del chapeau.

 

Y comenzó el joven Carlos, de edad de quince años entonces, a usar del sello de Aragón con la leyenda: Carlos, rey de Aragón y de Valencia, conde de Barcelona, hijo del rey de Francia. La guerra contra Aragón quedó resuelta, y el papa ¡cosa inaudita! concedió indulgencia plenaria a todos los que personalmente asistiesen o de cualquier modo ayudasen a aquella guerra contra un rey y un reino cristiano, de la misma manera que se concedía a los que iban a la conquista de la Tierra Santa y a pelear contra infieles. En vano se esforzaba el rey don Pedro en demostrar al pontífice lo injusto de sus sentencias suplicándole las revocase, y los primeros embajadores que para esto envió fueron detenidos y presos por el rey de Francia.

 

Para que fuese más apurada su situación, mientras el monarca aragonés sitiaba y combatía la ciudad de Albarracín para hacerla entrar en su obediencia, los de la Unión reunidos en Zaragoza le enviaban nuevas instancias diciéndole que se apresurase a repararles los agravios generales y particulares, con arreglo al Privilegio General, que cumpliese lo que había prometido, que revocase lo del fuero particular de Valencia, que repusiese al Justicia de Aragón a quien sin causa suficiente había suspendido de oficio, que les restituyese los bienes de que su padre los había despojado, con otras varias peticiones, acordando otra vez y haciendo jurar a las villas y lugares que nadie iría en hueste al servicio del rey hasta que todos los capítulos les fuesen cumplidos. El rey tuvo que acceder a todo jurándolo y confirmándolo con el infante don Alfonso, y suplicando a los de la Unión que pues todo lo otorgaba y cumplía tuviesen a bien no embarazarle en el servicio que tanto necesitaba para defender su reino contra los extranjeros que le amenazaban.

 

Agolpábanse de una manera prodigiosa los sucesos. El almirante Roger de Lauria ganaba para el rey de Aragón en los mares de Nápoles y de Sicilia los triunfos que antes hemos referido; pero la Francia hacía formidables aprestos de guerra, Carlos de Valois recibía la investidura del reino de Aragón, y su hermano Felipe, el primogénito de Felipe III el Atrevido, tomaba posesión del de Navarra, enlazado ya con la princesa doña Juana, la hija del segundo Enrique. El rey de Castilla don Alfonso el Sabio había muerto, y empuñaba el cetro castellano su hijo don Sancho el IV. El rey de Aragón, destronado por el papa, amenazado de los extraños por Navarra y Cataluña, deservido por los suyos en su propio reino, volvía los ojos a todas partes en busca de aliados. El de Castilla, con quien se vio cerca de Soria (en Siria), prometió ayudarle con su persona contra Francia: el emperador Rodolfo de Alemania, a quien representó para traerle a su amistad el derecho que sus hijos tenían al ducado de Saboya, ofreció que pasaría como aliado suyo a Italia para reclamar también la corona del imperio que le negaban los papas. Eduardo de Inglaterra, a quien igualmente se dirigió el aragonés, no se atrevió a romper con Francia y permaneció neutral. Esto no impidió al animoso don Pedro para que, rendida y tomada Albarracín, hiciera con huestes de Valencia una atrevida incursión en Navarra, talando y quemando lugares y campiñas, de donde volvió, hecho grande estrago, a Zaragoza. Mas los ricos-hombres y caballeros de su reino ni desistían de sus pretensiones ni le dejaban reposar. Congregados los de la Unión, primero en Zaragoza, después en Huesca y luego en Zuera, no pararon hasta lograr que el Justicia de Aragón fallara y sentenciara como juez entre el rey y los querellantes. Estos demandaban, el monarca respondía y el Justicia sentenciaba, absolviendo o condenando al rey, concediendo o negando a los querellantes, según le parecía que era de justicia y de fuero. Concedióse otra vez a los de Valencia ser juzgados á fuero de Aragón, y un caballero aragonés se puso por Justicia general de aquel reino.

 

Cuando con tales embarazos y dificultades luchaba el gran rey don Pedro, la Francia toda se había puesto en movimiento para la guerra contra Aragón con un aparato imponente y desusado. Habíase hecho acudir todas las naves de Nápoles y la Pulla a los puertos de Francia y de Provenza y hallábanse aparejadas ciento y cuarenta galeras, con sesenta táridas y varias otras embarcaciones, con gente de Francia, de Provenza, de Génova, de Pisa, de Lombardía y de los Estados de la Iglesia. Constaba el ejército de tierra de ciento y cincuenta mil hombres de a pie, diez y siete mil ballesteros y diez y ocho mil seiscientos caballeros de paraje. A la voz del legado del papa, que con un fervor muy plausible si la causa hubiera sido más justa había predicado una cruzada como si fuese para una guerra contra infieles, acudían peregrinos de ambos sexos de todas las naciones, franceses, lombardos, flamencos, borgoñones, alemanes, ingleses y gascones, a ganar las indulgencias, incorporándose al ejército hasta cincuenta mil de estos devotos armados de bordones y de rosarios. El rey de Francia Felipe el Atrevido sacó de la iglesia de Saint-Denis con gran ceremonia el oriflama (que así llamaban ellos al estandarte real), y púsose en marcha para Tolosa, punto de la reunión general, para entrar por el Rosellón (abril, 128ñ).

 

Acababa de hacer crítica la situación del rey don Pedro la connivencia en que supo estaba con el monarca francés el rey de Mallorca don Jaime su hermano, a quien pertenecía el Rosellón, punto por donde las tropas francesas habían de pasar para entrar en Cataluña. Nunca amigo don Jaime, y siempre envidioso de su hermano, aun en vida de su padre, guardábale el resentimiento del feudo que le había obligado a reconocer antes de su expedición a África y Sicilia, y halagaba por otra parte su ambición la escritura que el rey de Francia le había hecho de darle el reino de Valencia si le ayudaba con todo su poder a la conquista de Cataluña. Convencióse don Pedro do la mala voluntad de su hermano por diferentes pruebas que de ella hizo. Otro que no hubiera sido el conquistador de Sicilia se hubiera abatido al ver conjurados contra sí tantos elementos. El imperturbable aragonés, con heroica resolución, se determinó a dar un atrevido y enérgico golpe de mano. Don Pedro, tomando consigo unos pocos caballeros de su confianza con algunas compañías escogidas de a caballo, parte de Lérida, atraviesa el Ampurdán, penetra en el Rosellón, y andando de día y de noche cauta y sigilosamente, por mentes y desusadas veredas, llega sin ser sentido a las puertas de Perpiñán, donde se hallaba el rey don Jaime su hermano, entra en la ciudad donde es recibido con alegría y aplauso, apodérase del castillo en que moraba don Jaime, deja guardias en él no queriendo ver a su hermano que se encontraba algo enfermo, pasa a tomar las casas del Templo, donde aquél tenía sus alhajas y sus tesoros, y enviándole dos de sus caballeros obliga a don Jaime a que en virtud del homenaje que le debía le haga entrega de todas las fuerzas y castillos del Rosellón para defenderse en ellos y ampararse contra sus enemigos. Hecho esto, temeroso don Jaime de que su hermano quisiera prenderle, escápase de noche de la fortaleza por una mina que salía lejos de Perpiñán, dejando a merced de don Pedro su esposa y sus cuatro hijos. La reina y la infanta fueron generosamente devueltas a don Jaime, escoltadas por algunos barones catalanes sus deudos: los tres hijos los llevó consigo don Pedro en rehenes. Dado este golpe, y no conviniéndole a don Pedro permanecer en Perpiñán volvióse a Cataluña por la Junquera.

 

El ejército francés avanzó hacia el Rosellón entrando por la montaña y camino de Salces. Marchaba delante una muchedumbre de cerca de sesenta mil hombres, armados de palos y de piedras, gente menuda, forrajeros, regateros y chalanes a quienes se pagaba un tornes diario, escoltados por solos mil hombres de a caballo, y a quienes se enviaba los delanteros para que recibiesen los primeros golpes del enemigo. En el grueso del ejército, dividido en cinco cuerpos, venían el rey de Francia y sus dos hijos Felipe y Carlos, que ambos se titulaban reyes de España, de Navarra el uno, de Aragón el otro; muchos principales barones y condes, el cardenal legado con la bandera de San Pedro y seis mil soldados a sueldo de la Iglesia. Dirigiéronse los cruzados a Perpiñán, en cuyo campo fue a reunírseles el fugado rey de Mallorca don Jaime con los caballeros de su casa y corte, el cual puso a disposición del rey de Francia sus castillos del Rosellón. Negáronse, no obstante, a admitir las tropas francesas las ciudades de Perpiñán, Elna, Coliubre y otras poblaciones del condado. Perpiñán fue entrada por sorpresa; Elna resistió con vigor muchos y fuertes ataques, pero tomada al fin por asalto, todos sus defensores fueron sin distinción de edad ni sexo pasados a cuchillo, sin que les valieran los lugares más sagrados (25 de mayo); ejecución horrible, a que por desgracia contribuyeron las exhortaciones fogosas del cardenal legado, que no cesaba de predicar que aquellas gentes habían menospreciado las órdenes de la santa madre Iglesia, y eran auxiliares de un hombre excomulgado é impío. Fuese después de esto derramando el ejército por todo el condado, y dudando el rey de Francia por dónde haría su entrada en Cataluña, resolvió al fin (4 de junio) tentar el paso por el collado de las Panizas, montaña situada sobre el puerto de Rosas y Castellón de Ampurias.

 

Don Pedro de Aragón, después de haber tomado cuantas medidas pudo para la defensa de las fronteras de Navarra, por donde en un principio creyó iba a acometer su reino el hijo mayor del monarca francés, sabiendo luego que todo el ejército enemigo se encaminaba a Cataluña, hizo un llamamiento general a todos los barones y caballeros catalanes y aragoneses para que acudiesen a la común defensa y fuesen al condado de Ampurias donde le encontrarían. Apeló también en demanda de socorro al rey don Sancho de Castilla, recordándole el deudo que los ligaba y el compromiso y pacto de la amistad y alianza de Siria. Pero el castellano, que ya había sido requerido antes por el de Francia y en nombre de la Iglesia para que no favoreciese en aquella guerra al de Aragón, excusóse dando por motivo que necesitaba su gente para acudir a Andalucía que el rey de Marruecos tenía amenazada. Los barones y ciudades de Cataluña y Aragón tampoco respondieron al llamamiento, y desamparado de todo el mundo el rey don Pedro, con solos algunos barones catalanes y algunas compañías del Ampurdán, sin abatirse su ánimo, confiado en Dios, en su propio valor, en la justicia de su causa, en que sus vasallos volverían en sí y le ayudarían, marchó resueltamente al Pirineo, decidido a disputar en las crestas de aquellas montañas y con aquel puñado de hombres el paso de su reino al ejército más formidable que en aquellas regiones desde los tiempos de Carlomagno se había visto. Don Pedro reparte sus escasísimas fuerzas por las cumbres más enriscadas de las sierras de Panizas y del Pertús y otros vecinos cerros; manda encender hogueras doquiera hubiese un solo montañés de los suyos para que apareciese que estaban todos los collados coronados de tropas; hace obstruir con peñascos y troncos de árboles la única angosta vereda por donde podían subir los hombres, y por espacio de tres semanas el rey de Aragón casi solo defendió la entrada de su reino contra las innumerables huestes del rey de Francia recogidas de casi todas las naciones de Europa en nombre del jefe de la Iglesia.

 

Un día el legado del papa, después de haber manifestado al monarca francés su admiración y su impaciencia por aquella especie de tímida inacción en que le veía, envió un mensaje al aragonés requiriéndole que dejase el paso desembarazado y entregase el señorío que la Iglesia había dado a Carlos de Francia, rey de Aragón. Fácil cosa es, respondió muy dignamente el rey don Pedro, dar y aceptar reinos que nada han costado; mas como mis abuelos los ganaron a costa de su sangre, tened entendido que el que los quiera los habrá de comprar al mismo precio. Entretanto el infante don Alfonso trabajaba activamente en Cataluña excitando a la gente del país a que acudiese a la defensa de la tierra, y al toque de rebato concurrían los catalanes armados, según usaje, y cada día iba el rey recibiendo socorros y refuerzos de esta gente así allegada, con la cual y con los terribles almogávares, tan ágiles y tan prácticos en la guerra de montaña, hizo no poco daño al ejército enemigo hasta en sus propios reales. Cuando ocurría alguna de estas rápidas e impetuosas acometidas, el primogénito del monarca francés, que siempre había mirado con disgusto la investidura del reino de Aragón dada a su hermano, a quien llamaba Rey del chapeau, solía decirle a Carlos: Y bien, hermano querido; ya ves cómo te tratan los habitantes de tu nuevo reino: a fe que te hacen una bella acogida! Y desde aquellos mismos riscos y encumbrados recuestos no dejaba el rey de Aragón de atender a los negocios y necesidades de otros puntos del reino, ya dando órdenes para la conveniente guarda de la frontera navarra, ya excitando el celo patriótico de los ricos-hombres, caballeros y universidades, ya mandando armar galeras y que viniesen otras de Sicilia para proveer por mar a lo que ocurriese, dando el gobierno de ellas a los diestros almirantes Ramón Marquet y Berenguer Mayol, ya haciendo él mismo excursiones arrojadas en que alguna vez se vio en inmediato peligro de caer en una asechanza y perder la vida, y lo que es más singular y extraño, bajo el pabellón de aquel rústico campamento recibía a los embajadores del rey musulmán de Túnez Abu-Hoffs, y firmaba con ellos un tratado de comercio mutuo por quince años, en que además se obligaba el sarraceno a pagarle el tributo que antes satisfacía a los reyes de Sicilia, con todos los atrasos que desde antes de las Vísperas Sicilianas debía a Carlos de Anjou, cuyo pacto prometió el rey de Aragón que sería ratificado por la reina su esposa y por su hijo don Jaime, heredero del trono de Sicilia.

 

Desesperados andaban ya el monarca francés y el legado pontificio, y descontentas y desalentadas sus tropas, sin saber unos y otros qué partido tomar, cuando se presentó el abad del monasterio de Argelez, que otros dicen de San Pedro de Rosas, enviado por el rey de Mallorca al de Francia, dándole noticia de un sitio poco defendido y guardado por los aragoneses, y en que fácilmente se podía abrir un camino para el paso del ejército. Era el llamado Coll, o Collado de la Manzana. Hízole reconocer el francés, y enviando luego mil hombres de a caballo, dos mil de a pie, y toda la gente del campamento que llevaba hachas, palas, picos y azadones, trabajaron con tal ahínco bajo la dirección del abad y de otros monjes sus compañeros, que en cuatro días quedó abierto un camino por el que podían pasar hasta carros cargados. Penetró, pues, el gran ejército de los cruzados por este sitio en el Ampurdán (del 20 al 23 de junio). Conocía el rey don Pedro el mal efecto y desánimo que este suceso podía producir en el país, y procuró remediarlo en cuanto podía con una actividad que rayaba en prodigio, recorriéndolo todo, queriendo hallarse a un tiempo en Perelada, en Figueras, en Castellón, en Gerona, en todas partes. El sistema que adoptó fue abandonar las posiciones que no podían defenderse, mandar a los habitantes que evacuaran las poblaciones abiertas y se retiraran a las asperezas de las montañas, y concentrar la defensa a los lugares más fuertes, a cuyo efecto despidió la gente y banderas de los concejos, quedándose solo con los ricos-hombres y caballeros y con los almogávares. El ejército francés se derramó por el interior del Ampurdán mientras su armada se posesionaba de los pueblos de la costa desde Coliubre hasta Blanes. Como se lamentase el rey de no poder defender la villa de Perelada y del daño que desde ella podían hacer los franceses en todo el Ampurdán, el vizconde de Rocaberti, que era señor de la villa, le respondió: «Dejad, señor, que yo proveeré de remedio, de modo que ni los enemigos la tomen, ni de ella pueda venir daño a la comarca» Y marchando a ella con su gente, púsole fuego y la redujo a cenizas. Por tan heroica acción fue destruida la villa de Perelada, patria del cronista Muntaner, a quien debemos muchas de las noticias de estos sucesos que en su tiempo pasaron. Castellón de Ampurias se entregó a los franceses luego que salió de allí el rey don Pedro, y el legado del papa daba con pueril solemnidad la posesión de la soberanía de Cataluña a Carlos de Valois en el castillo de Lera. Don Pedro de Aragón se fijó en la fortificación y defensa de Gerona, que encomendó al vizconde de Cardona, mandando salir de la plaza a todos los vecinos, y presidiándola con dos mil quinientos almogávares y sobre ciento y treinta caballos. El monarca francés Felipe el Atrevido procedió a poner sitio a Gerona, no sin haber hecho antes tentativas inútiles para ganar al vizconde y hacer que faltase a la fidelidad prometiéndole que le haría el hombre más rico que en España hubiese.

 

Por fortuna a la presencia de tan graves peligros convenciéronse al fin los aragoneses de la necesidad de acudir a la defensa de la tierra y de dar eficaz apoyo al soberano. Congregados los de la Unión, ricos-hombres, mesnaderos, infanzones y procuradores de las villas y lugares del reino en la iglesia de San Salvador de Zaragoza, concordáronse y convinieron, aun aquellos que se tenían por más desaforados y agraviados del rey, y a pesar de no haberse cumplido las sentencias dadas por el Justicia de Aragón en las cortes de Zuera, en suspender toda querella y reclamación, y ayudar y servir al rey en aquella guerra (julio, 1285). Con los nuevos auxilios que los de la Unión le facilitaron fatigaba el rey don Pedro los enemigos con continuas acometidas y escaramuzas, siendo el primero en los peligros, sufriendo todas las privaciones como el último de sus soldados, aventajándose a todos en intrepidez, no descansando nunca y nunca desmintiendo que era digno hijo de don Jaime el Conquistador. Por su parte los atrevidos corsarios catalanes difundían el terror por la costa, asaltando y apresando las naves que de Marsella y otros puertos conducían bastimentos y vituallas a los franceses, mientras los almirantes de la pequeña escuadra catalana, Marquet y Mayol, embestían y destrozaban por medio de una audaz y bien combinada maniobra veinticuatro galeras de la armada francesa que estaba entre Rosas y San Feliú, haciendo prisionero a su almirante. Los victoriosos marinos entraron en Barcelona haciendo justa ostentación de su triunfo, que fue celebrado en la ciudad con públicos y brillantes festejos. En la parte de tierra, cerca de Gerona, un encuentro formal se había empeñado entro dos cuerpos de españoles y franceses, en que el rey de Aragón, metiéndose en lo más recio y bravo de la pelea, hizo prodigios de valor, manejando la maza mejor que otro guerrero alguno de su tiempo, y matando por su mano, entre otros, al conde de Clairmont, al portaestandarte de los franceses, y al conde de Nevers que le había arrojado una azcona montera con tanta furia que atravesó el arzón de la silla de su caballo (15 de agosto). A pesar de esto, receloso el aragonés de verse envuelto por el grueso del ejército enemigo, retiróse con los suyos a la sierra, dejando el campo a los franceses que se aprovecharon de esta circunstancia para proclamar que había sido suya la victoria. No obstante esto, como viese el cardenal legado la tenaz resistencia del país, con que sin duda no había contado: ¿Quiénes son, le preguntaba al rey de Francia, estos demonios que nos hacen tan cruda guerra?Son, le respondió el rey Felipe, gentes las más adictas a su señor; antes les cortaríais la cabeza que consentir ellos en que el rey de Aragón pierda una pulgada de su reino; y aseguróos que vos y yo, por vuestro consejo, nos hemos metido en una empresa temeraria y loca.

 

El sitio de Gerona continuaba apretado y fuerte. A los impetuosos y recios ataques de los franceses respondía la bravura del de Cardona y sus almogávares. Cuando los sitiadores, por efecto de una mina que habían practicado, vieron desplomarse un lienzo de la muralla, encontráronse con un murallón que más adentro habían levantado ya con admirable previsión y actividad los sitiados. Comenzaron éstos a padecer grandes necesidades y miserias por la falta de bastimentos; pero en cambio se declaró en el campo enemigo, a consecuencia de los excesivos calores del estío, una epidemia que iba diezmando grandemente no sólo a los soldados, sino también y aún más especialmente a los barones y a la gente de más cuenta. Tentaciones tuvo el monarca francés de alzar su real de Gerona, mas detúvole la esperanza de que el vizconde, a quien hizo intimar la rendición, se daría á partido por la falta absoluta que padecía de provisiones. Pidióle el catalán el plazo de seis días para deliberar con los suyos, y dando entretanto aviso al rey de Aragón consultándole sobre lo que debería hacer en la estrechez en que se veía, y habiéndole respondido el monarca que hiciese tan honroso concierto como su situación le permitiera, pero reservándose el término de veinte días, dentro de los cuales procuraría proveerles de víveres, asentóse entre el rey Felipe de Francia y el vizconde Ramón Folch de Cardona una tregua de veinte días, pasados los cuales, si los sitiados no eran socorridos, se entregaría la ciudad, con más otros seis días de término para que la guarnición y habitantes tuviesen tiempo de evacuar la plaza con sus armas y sus haberes.

 

Una ingratitud tan inesperada como injustificable, y que produjo general sorpresa y escándalo, causó también en situación tan crítica al rey don Pedro más disgusto y pesadumbre que trastorno y daño. Aquel Alaymo de Lantini, en quien el rey había tenido tanta confianza, que tanto había contribuido a expulsar los franceses de Sicilia, y a quien el monarca aragonés había hecho gran Justicier de aquel reino, aquel hombre de tan grandes prendas y que tantos servicios había prestado a don Pedro de Aragón, mudó de partido, o por resentimiento, o por envidia, o por otra causa que no señalan bien las historias, y había escrito al rey de Francia, ofreciendo pasarse a su servicio, y que si le diese un número de galeras armadas volvería a poner bajo su obediencia la isla. Sospechados primeramente estos tratos por el infante don Jaime, e interceptadas después las cartas, su mujer y sus hijos fueron presos en el castillo de Mesina, y él que había sido enviado con disimulado pretexto a España, fue primeramente apercibido con notable clemencia y blandura por el rey don Pedro, y como más adelante diera muestras de poco arrepentimiento y resultara cómplice de un horrible asesinato, hízolo aquél encerrar bajo buena custodia en el castillo de Ciurana.

 

En contraposición a esta incalificable ingratitud, otro personaje siciliano, con la más acendrada y caballerosa lealtad al rey de Aragón, vino a salvar a Cataluña como antes había salvado a Sicilia. El famoso almirante Roger de Lauria, terror de napolitanos y franceses en las aguas del Mediterráneo, después de reducir la ciudad y principado de Tarento, único que restaba conquistar en Calabria, viene a España llamado por el rey don Pedro al frente de cuarenta galeras acostumbradas a combates y triunfos navales. El rey de Aragón, dejando todo otro cuidado, pasa a Barcelona a conferenciar con el ilustre marino, y queda resuelto combatir la grande armada francesa hasta destruirla, sin reparar en que fuese mucho mayor el número de sus naves. Cerca del cabo de San Feliú de Guixols se encontraron ambas flotas en una noche tenebrosa en que no se distinguían las armas y banderas de ninguna de las dos naciones. En aquella confusión y oscuridad se comenzó una batalla terrible. Los catalanes para entenderse entre sí apellidaban ¡Aragón! y los provenzales con objeto de no ser conocidos gritaban ¡Aragón! también. El almirante Lauria hizo encender un fanal a la proa de cada galera, y los franceses a su imitación encendieron otro en cada una de las suyas. No les valió, sin embargo, ni esta traza ni la confusión que con ella se proponían aumentar. Después de un encarnizado combate, en que los ballesteros catalanes, aquellos ballesteros que no tenían en el mundo quien los igualara en el manejo de su arma, hicieron maravillas de valor, y en que el almirante Roger embistió con su capitana una galera provenzal llevando todos los remeros de un costado y no quedando ballestero ni galeote que no fuese al mar, la victoria comenzó a declararse con la fuga de doce galeras francesas que a favor de la oscuridad se salieron tomando el derrotero de Rosas; otras trece fueron apresadas con sus dos almirantes y toda su gente de armas. Al otro día marchó en seguimiento de las doce fugitivas, y no paró hasta apoderarse de ellas también. En vano alegaron la tregua de Gerona; el almirante respondió que aquella tregua nada tenía que ver con la gente y fuerzas de mar. Estos triunfos decidieron la superioridad de la marina catalana sobre la francesa, y tuvieron el influjo que veremos luego sobre el resultado y término de la guerra. Pero el bravo Roger de Lauria cometió en esta ocasión, con más detrimento que gloria para su fama y nombre, crueldades horribles: como si quisiese exceder a las que los franceses ejecutaron a la entrada de Rosellón y Cataluña, mandó arrojar al mar hasta trescientos heridos, y a otros doscientos cincuenta prisioneros que no lo estaban los hizo sacar los ojos, y atados unos a otros con una larga cuerda hízoles conducir y presentar al rey Felipe de Francia en el campamento de Gerona. Los caballeros y personas de más cuenta los envió a Barcelona al rey don Pedro. Calcúlase en cuatro o cinco mil franceses los que murieron en esta terrible batalla naval. Hallábase el rey de Francia Felipe el Atrevido, cuando recibió la nueva de la derrota de su escuadra, enfermo en Castellón de Ampurias, que también le había alcanzado la epidemia y pestilencia que infestaba su ejército. Entretanto, cumplido el plazo de los veinte días para la entrega de Gerona, el vizconde de Cardona, fiel a lo pactado, comenzó por sacar de la ciudad los enfermos y gente desarmada, y luego salió él con la guarnición en orden de batalla, a banderas desplegadas y con todos los honores de la guerra. El senescal de Tolosa entró a tomar posesión de la plaza en nombre del monarca francés y del rey de Navarra su hijo, a quien se había entregado (13 de setiembre), y el pendón real de Francia tremoló en el castillo de Gerona. Efímero y caro placer, y yerro imperdonable el haberse empeñado en la conquista de una plaza, que le costó perderla mitad de su ejército, su gloria y aun su vida. Agravada la enfermedad del rey, víctimas de la epidemia sus tropas, famélicos, macilentos y escuálidos los que sobrevivían, desbaratada su escuadra, y dueña la marina catalana de toda la costa, dejando a Gerona encomendada al senescal de Tolosa con cinco mil infantes y doscientos caballos, alzáronse los reales y se emprendió la retirada llevando a los enfermos en andas, y al doliente monarca en una litera, a cuyos lados iban sus dos hijos, los llamados reyes de Navarra y de Aragón, el legado del papa y el famoso oriflama de San Dionisio, que pocas veces había vuelto tan humillado. Desordenada era la marcha, y no pensando sino en pasar los montes y salvar sus personas, por todas partes iban dejando fardos, bagajes, y todo lo que podía servirles de embarazo y estorbo. Nada en verdad más fundado que el recelo y temor con que marchaban los franceses; porque habiendo el rey de Aragón con el vizconde de Cardona, el senescal de Cataluña don Ramón de Moncada, y otros barones y caudillos, adelantándose a ocupar los pasos del Pirineo, el Coll de la Manzana, el de Panizas, y todas aquellas cumbres y angosturas, nada le hubiera sido más fácil que convertir aquel sitio en un nuevo Roncesvalles en que el doliente Felipe y sus extenuadas tropas hubieran salido peor librados aún que Carlomagno y sus huestes.

 

En tal conflicto dirigióse el príncipe primogénito de Francia al rey don Pedro de Aragón, a este mismo rey a quien había venido a destronar, exponiéndole que, pues abandonaban ya aquella tierra y el rey su padre iba moribundo, le rogaba por quien él era les dejase el paso libre por el collado de Panizas, asegurándoles que no serían hostilizados por sus tropas. Contestóle el aragonés muy cortésmente que por lo que hacía a él y a sus barones y caballeros podían marchar seguros, y que procuraría contener también a los almogávares y gente desbandada, aunque no respondía de ser en este punto obedecido. Tal como era la respuesta, fue preciso aceptarla. En su virtud comenzó el menguado ejército francés a pasar el puerto, tan despacio como lo exigía el estado de los enfermos, y del rey principalmente. Colocado don Pedro de Aragón en una de las cumbres que dominaban la estrecha vereda por donde desfilaba aquella especie de procesión luctuosa ( 29 y 30 de setiembre), vio sin duda con orgullosa satisfacción el espectáculo de un enemigo que se retiraba humilde por donde pocos meses hacía entró tan soberbio, y que debía a su generosidad el no haber sido del todo aniquilado. Don Pedro cumplió su promesa, y el rey de Francia y su corte pasaron sin que nadie les molestara. Mas al llegar la retaguardia con los carros y los bagajes, y los pocos caballeros que habían quedado, sucedió lo que el rey había previsto, que no pudo sujetar a los almogávares y paisanos armados, que ávidos de botín y ansiosos de venganza, lanzáronse gritando y corriendo a la desbandada sobre los enemigos, de los cuales muchos murieron, quedando en poder de los furiosos agresores tiendas, cofres, cajas, vajilla, moneda y todas las riquezas y alhajas que habían traído, con más las que habían recogido en Cataluña. Todos los historiadores ponderan los sobresaltos y congojas que sufrió en este tránsito el cardenal legado, que no se contempló seguro hasta que se vio en el Rosellón, protegido por el rey don Jaime el de Mallorca.

 

A muy poco de llegar a Perpiñán, el rey de Francia, tan enfermo de espíritu como de cuerpo, agravada su doble dolencia, sucumbió el 5 de octubre. «Pero sabed, añade Desclot, que perdieron los franceses más gente desde el paso del Coll de las Panizas hasta Narbona que la que antes habían perdido, de modo que parecía que Dios Nuestro Señor descargaba sobre ellos toda la justicia del cielo; porque unos de las heridas que llevaban, otros de epidemia, y otros de hambre, murieron tantos en los mencionados lugares, que desde Narbona hasta Boulou todo el camino estaba cubierto de cadáveres. Así pagaron los franceses los males y perjuicios que causaron al noble rey de Aragón.» «De esta manera, dice un moderno historiador francés, rindió el último suspiro el hijo de San Luis, al volver de su loca cruzada de Cataluña. Ningún hecho famoso había señalado su vida, y murió sin gloria, huyendo de un país que había ido a atacar con una vana jactancia, y cuya conquista se había lisonjeado de hacer en menos de dos meses»

 

Regresado que hubo el rey don Pedro de las cumbres del Pirineo a lo llano del Ampurdán, fuéronsele rindiendo los lugares y castillos en que había quedado alguna guarnición francesa: y el mismo senescal de Tolosa, perdida toda esperanza de ser socorrido, y pasados veinte días de plazo que pidió para entregar la plaza de Gerona que tan escaso tiempo había estado en su poder, evacuó con sus tropas la ciudad y fuese a Francia. Echados también los franceses de Cataluña, todo el afán del monarca aragonés fue tomar venganza y castigo de su hermano don Jaime de Mallorca, a quien no sin razón culpaba de haber sido el principal instrumento y causa de la entrada de los enemigos, que hubiera podido impedirse si los dos monarcas hermanos juntos y de concierto les hubieran disputado el paso del Rosellón. Con aquel propósito dio orden a doscientos caballeros catalanes y aragoneses para que estuviesen prontos y armados, y al almirante Roger de Lauria para que tuviese aparejada su flota, con la cual había de apoderarse de las Islas Baleares que constituían el reino de su hermano. Pero Dios no permitió al rey de Aragón acabar esta empresa y quiso que sobreviviera poco a su vencido rival el de Francia. A las cuatro leguas de Barcelona, de donde había partido el 26 de octubre, y camino de Tarragona, le acometió una violenta fiebre que le obligó a detenerse en el hospital de Cervellón, desde cuyo punto fue trasportado en hombros con gran trabajo y fatiga á Villafranca del Penedés. Aquí acabó de postrarle el mal, y él mismo conoció que era peligrosa y mortal la dolencia. Como en tal estado hubiese acudido a verle su hijo don Alfonso: «Vete, le dijo, a conquistar a Mallorca, que es lo más urgente; tú no eres médico, que puedas serme útil a la cabecera de mi lecho, y Dios hará de mí lo que sea su voluntad.» Y llamando seguidamente a los prelados de Tarragona, Valencia y Huesca con otros varones religiosos, así como a los ricos-hombres y caballeros que allí había, á presencia de todos declaró que no había hecho la ocupación de Sicilia en desacato y ofensa de la Iglesia, sino en virtud del derecho que a ella tenían sus hijos, por cuya razón el papa en sus sentencias de excomunión y privación de reinos había procedido contra él injustamente. Pero que reconociendo como fiel y católico que las sentencias de la Iglesia, justas o injustas, se debían temer, pedía la absolución de las censuras al arzobispo de Tarragona, prometiendo estar á lo que sobre aquel hecho determinara la Sede Apostólica. Recibida la absolución, declaró que perdonaba a todos sus enemigos, dio orden para que se pusiera en libertad a todos los prisioneros, excepto al príncipe de Salerno y algunos barones franceses cuya retención podría ser útil para conseguir la paz general, se confesó dos veces, recibió con edificante devoción la Eucaristía, cruzó los brazos, levantó los ojos al cielo, y expiró la víspera de San Martín, lude noviembre de 1285.

 

Así acabó el rey don Pedro III de Aragón, muy justamente apellidado el Grande, a la edad de 46 años en todo el vigor de su espíritu, en el colmo de su fortuna y de su grandeza, pacífico poseedor de los reinos de Aragón, Cataluña, Valencia y Sicilia, vencedor de Carlos de Anjou y de Felipe III de Francia, teniendo prisionero al nuevo rey de Pápeles, dominando su escuadra en el Mediterráneo, apagadas las turbulencias y disensiones interiores de sus reinos y vigentes las libertades aragonesas. Gran capitán y profundo y reservado político, audaz en sus empresas, infatigable en la ejecución de los planes, fecundo en recursos, atento a las grandes y a las pequeñas cosas, valeroso en las armas y sagaz en el consejo, robusto de cuerpo y de garboso y noble continente, fue el más cumplido caballero, el guerrero más temible y el monarca más respetable de su tiempo y sus mismos enemigos le hicieron justicia.

 

Dejó en su testamento a don Alfonso su hijo los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia, con la soberanía en los de Mallorca, Rosellón y Cerdaña: a don Jaime, el de Sicilia con todas las conquistas de Italia; sustituyéndolo el segundo al primero en caso de morir aquél sin sucesión, y debiendo pasar el trono de Sicilia sucesivamente a los infantes don Fadrique y don Pedro, cayendo en el propio error de su padre en lo de dejar favorecidos a unos hijos y sin herencia a otros.

 

Fue notable este año de 1280 por haber muerto en él los cuatro príncipes que más ocuparon la atención del mundo en aquellos tiempos, y que más figuraron en los ruidosos asuntos de Sicilia, Carlos de Anjou, el papa Martín IV, Felipe III do Francia el Atrevido, y Pedro III de Aragón.